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Esa poderosa luz: La apasionante historia del Hermano Pablo
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Esa poderosa luz: La apasionante historia del Hermano Pablo

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About this ebook

En este libro se plasma la vida del Hermano Pablo. Es en sí la historia de cómo Dios ha usado una vida consagrada a él para llevar la luz del evangelio al mundo. Su ejemplo, sencillez y testimonio dicen realmente del amor que siente por su Señor, al que ha servido durante toda su vida con amor y entrega total.
LanguageEspañol
PublisherZondervan
Release dateMay 24, 2011
ISBN9780829782684
Esa poderosa luz: La apasionante historia del Hermano Pablo
Author

Linda Finkenbinder

Linda de Finkenbinder nació en el estado de Michigan de los Estados Unidos. Ella entregó su vida al Señor a la edad de ocho años y desde entonces deseó ser misionera. Conoció a Pablo, conocido por la comunidad iberoamericana como el Hermano Pablo, mientras los dos estudiaban en el Instituto Bíblico Sión [Zion Bible Institute] en Rhode Island, Estados Unidos. Durante los últimos quince años, ella se convirtió en una comunicadora efectiva. Ella es autora del libro Mi vida secreta con el hermano Pablo. Los Finkenbinder acaban de celebrar 68 años de matrimonio. Tienen cinco hijos, once nietos y dieciséis bisnietos. La sede de su ministerio está situada en Costa Mesa, California, Estados Unidos.

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    Esa poderosa luz - Linda Finkenbinder

    CAPÍTULO 1

    Luz en la oscuridad

    «El pueblo que habitaba en la oscuridad ha visto una gran luz» (Mateo 4:16).

    «¡La radio! —exclamó entusiasmado Pablo, y repetía la frase cada vez con más énfasis—. ¿Por qué no usar la radio para predicar el evangelio de Cristo? Casi nadie aquí usa ese método pero, ¿por qué no yo? He evangelizado durante doce años y muchas almas se han convertido a Cristo, pero quiero llegar a las masas para él".

    Semana tras semana, veía a Pablo andar de un lado a otro en la sala, con la cabeza gacha, ajeno a las actividades de la familia, concentrado en una idea fija: cómo hacerles llegar a los salvadoreños el mensaje más conocido de la historia del mundo, sin dinero y sin equipos. Presa de su entusiasmo, le escribió a varios amigos acerca de utilizar la radio como una herramienta para el trabajo de evangelismo, pero nadie se molestó siquiera en responderle.

    Un día se lo mencionó a una colega del ministerio, y este le respondió de inmediato: «Olvídalo, Pablo, tú no tienes voz para la radio».

    Luego, en la reunión bienal de misioneros centroamericanos, Pabló le preguntó al grupo qué opinaba de la posibilidad de un misionero que se dedicara enteramente a la emisión radial. Luego de un largo y penoso silencio, el comité prosiguió con los puntos consignados en la agenda e hizo caso omiso de su pregunta. Ignorando la opinión de su amigo, y aun la falta de interés de sus demás compañeros, siguió inquieto y preocupado, en busca de alguna solución. En el tiempo de Cristo —razonaba él—, cuatro hombres bajaron a un enfermo por el techo de una casa para llegar hasta Jesús. ¿Por qué no puedo bajar a Jesús por el techo, es decir, por la antena, para llegar a los que se encuentran espiritualmente enfermos?

    Determinado a usar la radio para evangelizar, escogió YSU, la emisora más popular de San Salvador. YSU era también la emisora que alquilaba su espacio a mayor precio.

    «La imagen superior de la emisora le dará prestigio al mensaje —me decía Pablo—, y, como la historia de Jesús es el mensaje más valioso del mundo, valdrá la pena el costo".

    Pablo fue a la emisora y estudió a los programadores y programas desde todos los ángulos hasta empaparse completamente de sus funcionamientos. A fines de junio de 1955, sin fondos y sin contar con un equipo adecuado, suscribió un contrato por un año, para emitir un programa de quince minutos diarios por ciento treinta y tres dólares al mes. Su sueño empezó a realizarse el 1 de julio de 1955, en las tres emisoras de la YSU que se escuchaban en todo el país.

    Pese a contar tan solo con una grabadora casera, se comprometió con el gerente de YSU a que dispondría de una grabadora profesional en tres meses, aunque no tenía idea de cómo conseguirla. Por otra parte, el espacio radial de las cuatro y treinta de la tarde era el único disponible y también el menos escuchado de todo el día, pero lo aceptó porque era una puerta abierta para ministrar.

    El garaje de casa, que utilizábamos como depósito y que era también el almacén de Biblias para los pastores, se convirtió en su primer estudio de grabación. No tenía aire acondicionado, y el ruido de la calle imposibilitaba grabar durante el día. Pablo colocó su grabadora casera encima de un barril grande de metal que habíamos usado para transportar nuestras pertenencias desde Estados Unidos, y empezó a grabar sus programas a medianoche. Cuando hizo el primer programa, y a sabiendas de que los radioescuchas no podrían escribir Finkenbinder, su apellido de origen alemán, les pidió que dirigieran su correspondencia al «Hermano Pablo", sin imaginar entonces que un día su nombre llegaría a ser conocido en todo el mundo hispano.

    Dos semanas más tarde, el Rdo. Roy Stewart, de Dallas, Texas, que había venido a El Salvador a predicar en una conferencia de pastores, se encontraba en nuestra casa una noche en la que Pablo grababa sus programas de radio. Roy le preguntó a Pablo cómo le pagaba a la emisora.

    —No le estoy pagando —contestó sobriamente.

    Stewart, mirándolo sorprendido, le preguntó:

    —¿Cómo es posible salir al aire sin pagar?

    —Porque tengo hasta el fin de mes para hacer el primer pago —le respondió sonriendo a medias.

    Roy se sentó al lado de una mesita con nuestra máquina de escribir y le hizo una carta a un ministro amigo, el Rdo. H.C. Noah, de Dallas, Texas, en la que le explicaba la necesidad de fondos para un nuevo proyecto radial. Pablo leyó la carta y el corazón le dio un vuelco de júbilo, pero entonces se acordó de las varias cartas que había escrito solicitando ayuda y que habían quedado sin respuesta.

    Roy Stewart se fue al día siguiente, y Pablo, consciente del pago que tenía que hacer el fin de mes, atravesó por un período de ansiedad que lo llevó a preguntarme en varias ocasiones: «¿Cómo puede el Rdo. Noah responder a un misionero desconocido que ha suscrito un contrato de radio sin dinero?".

    El 30 de julio llegó una carta de H.C. Noah. Pablo rompió el sobre con manos temblorosas y encontró un cheque por ciento cuarenta dólares, es decir, siete dólares más de los que necesitaba y que servirían, pensó, para los costos de grabación. La carta del Rdo. Noah decía que seguiría enviando esa cantidad todos los meses. Él cumplió su promesa y la iglesia Oak Cliff de las Asambleas de Dios, en Dallas, Texas, mandó fielmente ese cheque todos los meses durante diecisiete años. De los labios de Pablo brotaron expresiones de felicidad y gratitud hacia Dios al comprobar que su nuevo método de evangelización encontraba respaldo.

    Otro milagro fue que los jóvenes de la organización Speed The Light (Propaga la luz) de Colorado, Estados Unidos, enviaron una grabadora profesional antes de que se venciera el plazo de tres meses que exigía el contrato en la radio. Luego, Pablo soñó con la posibilidad de disponer de dos grabadoras a fin de copiar su programa para otras estaciones de radio. Y esa misma semana recibimos una carta del misionero Ben La Fon, de Santa Rosa de Copán, una ciudad del occidente de Honduras, que decía que podía oír, aunque con dificultad, el programa de Pablo y preguntaba si era posible disponer de una copia del programa para la emisora de esa ciudad. El Rdo. Gordon Lindsay, del ministerio «Cristo para todas las naciones» de Dallas, estaba de visita en nuestro hogar el día en que la carta llegó de Honduras, y reaccionó jubilosamente: «Esto es magnificó, Pablo. Pagaré los veintiséis dólares mensualmente para Honduras.

    ¡En tres meses, Pablo se había convertido en un productor internacional de programes radiales!

    Los pedidos de su programa para otros países constituyeron un desafió de fe, porque las personas que lo solicitaban suponían que Pablo cubriría el costo del espacio radial. Por fortuna, el Rdo. Lindsay continuó enviándonos dinero para los programas. La verdad es que fue él quien hizo factible el ministerio internacional de Pablo.

    «Al principio sin mucho tino —dice Pablo—, le llamé a mi programa radial La voz evangélica de las Asamblea de Dios con la esperanza de interesar a la gente en el evangelio de Cristo. Sin embargo, la correspondencia inmediata reveló que el programa solo tenía impacto en un tres por ciento de los radioescuchas sin una experiencia personal con Cristo. Pablo, entonces, le cambió el nombre al programa y lo llamó «La iglesia del aire, en el que utilizaba música instrumental en lugar de himnos cantados. Este cambio aumentó el número de las personas que reaccionaban positivamente al mensaje de Cristo a un doce por ciento. En un período de cinco años, el programa radial llevó el mensaje de esperanza a muchos países de Centro y Suramérica.

    En diciembre de 1955, seis meses después de que Pablo empezara su programa radial, la emisora YSU hizo una encuesta entre los radioescuchas, y se quedaron sorprendidos porque el programa de Pablo, a las cuatro y treinta de la tarde, fuera el segundo del día en audiencia, superado solo por las noticias de las seis de la tarde.

    Un día, Pablo, hablando quedamente, temeroso de su propia pasión, me manifestó en privado dos ambiciones que acariciaba: «Mi deseo —declaró solemnemente— es que mi programa radial se escuche a diario en cien emisoras, y que al solo oír mi voz la gente piense en Dios". Tomados de la mano, Pablo y yo le suplicamos al Señor que lo usara como un portavoz suyo en el mundo hispano, y que hiciera realidad el sueño de llegar con su programa a cien emisoras.

    Su sueño de llegar a las masas con el precioso mensaje del Señor Jesús llegó a ser una realidad, y Pablo pudo respirar satisfecho.

    CAPÍTULO 2

    El poder de esa luz

    Ala sola mención del nombre de Jesús, los demonios salieron gritando del cuarto.

    Un hombre con una expresión patética de temor tocó a nuestra puerta para buscar al Hermano Pablo, la persona que hablaba en la radio. Pablo llevó al hombre abatido a su oficina y escuchó un increíble relato:

    Me llamo Antonio. Desde que tengo memoria, me han atormentado los demonios, que me mantienen continuamente bajo su influencia, dominan mi mente y cuyas voces me obligan a hacer cosas indebidas. Me convierten en una amenaza para la comunidad, y están destruyendo mi matrimonio. Mi propia madre me ha echado de la casa varias veces porque le hago la vida insoportable. No solo reconozco los sonidos estremecedores que hacen estos pavorosos demonios, sino que los he visto. Cuando observé por primera vez a las espantosas criaturas, me quería morir. Seres horribles de treinta a cuarenta y cinco centímetros de altura, con grandes orejas, ojos grotescos y sonrisa diabólica, me decían que estaba sujeto a ellos y que nunca podría escapar. Por la noche, los demonios han estado poniendo hierros calientes en los pies, y punzándome el cuerpo con agujas ardientes. Mi familia es testigo de las ronchas y quemaduras que tengo en el cuerpo cuando despierto en la mañana. Toda mi vida ha sido tan horrenda, Hermano Pablo, que he tratado varias veces de suicidarme. Hace tres meses que, por causalidad, empecé a escuchar su programa radial y, por primera vez en mi vida, tuve una luz de esperanza. No se imagina cómo los crueles demonios bailaban a mi alrededor y gritaban desafiándo-me y exigiendo que apagara la radio. Cuando usted habló del amor y el poder de Jesús, sus palabras me dieron la fuerza para resistir a los demonios y seguir escuchando su programa. La semana pasada usted habló de la realidad de los demonios y su capacidad de hacer daño. Habló también de Cristo, de su inmenso amor por la humanidad y su divino poder sobre estos seres. Ese día, como nunca antes, luché contra la tentación de apagar la radio por la insistencia de los demonios enojados, que me gritaban a voz en cuello. Después de que dijo que Jesús tiene más poder que los demonios, en su oración final, usted les ordenó a los demonios que salieran de mí en el nombre de Jesús, y los ruidosos demonios, que volaban cerca del techo de la casa salieron gritando a la mención del nombre de Jesús. Y desde entonces he tenido una paz y una tranquilidad que no sabía que existía. Siento que Dios está dentro de mí. He estado buscándolo toda esta semana para preguntarle qué me ha pasado y qué debo hacer ahora. Me siento libre del control de los malvados demonios. Sin embargo, todavía los oigo llamándome de lejos y temo que puedan acercárseme de nuevo.

    Cuando a Pablo se le despejó el nudo que tenía en la garganta, le explicó a Antonio, con pasajes de la Biblia, el plan de salvación por medio de Jesucristo. Luego le preguntó si deseaba invitar a Cristo a entrar en su corazón. Antonio asintió de inmediato, y repitió junto con Pablo una oración de entrega al Señor Jesús. El semblante de aquel hombre cambió de forma instantánea de la desesperación a la tranquilidad, manifestación externa de un profundo cambio interior. Pablo oró otra vez por él, le regaló una Biblia y le indicó dónde debía empezar a leer y cómo llegar a una iglesia cercana a su casa. Antonio se fue con una sonrisa radiante de paz en el rostro. Un año más tarde, Pablo se encontró con Antonio en una iglesia, feliz y lleno de energía. Tenía un empleo fijo y su matrimonio estaba restaurado.

    Antonio alababa a Dios por su completa liberación del poder de los demonios.

    «¿Puede Jesús ayudarnos?", fue la angustiada pregunta de dos mujeres.

    «Buscamos al Hermano Pablo. ¿Puede decirnos dónde vive?", preguntaron casi al unísono dos mujeres. Y Pablo, que debía ir a predicar a una iglesia al otro extremo de San Salvador, corría en ese momento hacia su auto cuando las mujeres lo detuvieron casi a la puerta de la casa.

    «Yo soy el Hermano Pablo", les informó prestándoles la mayor atención.

    Las pobrecitas, dando muestras de gran angustia, se explicaron: «Hemos caminado seis kilómetros desde la colonia La Rábida en busca de usted como nuestro último recurso, Hermano Pablo. En su programa radial, claramente explica que Jesús puede suplir todas nuestras necesidades, y nosotras tenemos una gran necesidad. Nuestra niña de doce años (en verdad, nieta de una de ellas) tendrá que irse a un orfanato porque no ganamos suficiente dinero con la venta de nuestras tortillas para sostenerla. ¿Puede su Jesús ayudarnos?»

    Dejando a un lado su compromiso de hablar en una iglesia, Pablo oró compasivamente por las tristes madrecitas, y les citó algunos pasajes bíblicos y les aseguró que Jesús las amaba y que escucharía y contestaría sus plegarias. Después les apuntó en un papel el nombre de la iglesia y el pastor de la zona donde ellas vivían, y les dijo que ese siervo les enseñaría más acerca de Jesús. Dos semanas más tarde, ese pastor le dio las gracias a Pablo por las tortillas gratis que recibía todos los días, y agregó que dos mujeres mayores habían llegado a su iglesia a la noche siguiente de su conversación con Pablo, que habían aceptado a Cristo y que al otro día se había producido el milagro.

    Estas dos mujeres, que hacían y vendían tortillas en la puerta de su casa, dijeron que al mediodía ya se les había terminado la masa para las tortillas y tuvieron que correr a comprar más. El mismo milagro ocurrió esa noche y al día siguiente. La gente hacía cola a su puerta para comprar tortillas. Las mujeres, que habían entregado sus vidas a Dios, glorificaron a Jesús llenas de alegría, porque la nietecita no tendría que vivir en una orfanato, ya que Jesús suple todas las necesidades.

    Jesús oyó el desesperado llanto de estas ancianas y suplió su necesidad.

    CAPÍTULO 3

    La luz se extiende

    Las cruzadas evangélicas, con énfasis en la sanidad divina, cambiaron el ambiente de El Salvador.

    En los años 1954 y 1955, y en respuesta a la invitación de Pablo, David Stewart y Arturo Lindvall, el evangelista Ricardo Jeffery y su esposa, Elva, llegaron a El Salvador para iniciar las cruzadas evangélicas. Venían con la fe sencilla pero firme de que un hijo de Dios tiene el derecho a tener un cuerpo sano. La primera visita fue a San Miguel, en el oriente del país, donde cientos de personas aceptaron a Cristo como su Salvador y muchos fueron sanados. Uno de los muchos que aceptaron allí al Señor fue Carlos Castro, un piloto que volaba en su avioneta para fumigar los sembrados con pesticidas. Carlos, ex militar, era el típico hombre latino: macho, agresivo, exigente, bebedor, mujeriego, que llevaba las fotos de sus conquistas en la cartera como si fueran trofeos, todo lo cual frustraba y angustiaba a Graciela, su esposa. Y las paredes de su hogar presentaban agujeros de balas, huellas de los disparos hechos por Carlos al regresar borracho la casa.

    Graciela aceptó a Cristo cuando vio el cambio radical en la vida de Carlos. El cambio en ella fue más lento, pues seguía poniéndose vestidos provocativos y pantalones escandalosos hasta para ir a la iglesia. Carlos prohibió que alguien le fuera a decir nada de su manera de vestir, y argüía que terminaría cambiándola el Espíritu de Dios. El cambio voluntario de Graciela sería una lección para los creyentes, que debían dejar que Dios hiciera su obra en los corazones.

    En 1955, cuando Ricardo Jeffery, su esposa Elva y su hijo Gene vinieron por segunda vez para emprender una cruzada en San Salvador, la capital del país, tenían planes de alquilar una casa. Sin embargo, en el viaje desde Estados Unidos, Elva se cayó y se fracturó una pierna, lo cual la imposibilitaba de atender una casa. En consecuencia, lo invitamos a vivir con nosotros, y nuestros cinco hijos, durante los tres meses de la cruzada.

    La casa nuestra era muy singular: el baño estaba situado en una esquina a la que se tenía acceso a través de uno de los tres dormitorios, el del centro, que ocupaban nuestras hijas. Cada pareja fue instalada en los dos cuartos laterales y mis hijos varones y el hijo de Ricardo y Elva se fueron a dormir al garaje. Gruesas cortinas de tela cubrían las puertas que nos separaban del dormitorio de las niñas por el que todos debían pasar a la hora de utilizar el baño.

    Los días transcurrían para todos llenos de ocupaciones y sorpresas. Una tarde, nuestro hijo Gene, de trece años de edad, regresó de la escuela cubierto de ronchas de sarampión, una calamidad a la que no podía hacerle frente en medio de todas las tareas a las que, en

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