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¡Ellos fueron!
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¡Ellos fueron!

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Ellos fueron algunos científicos muy conocidos, pero también...

Un pirata cuya obra científica acompañó a Darwin en su viaje en el Beagle...

Una mujer sin la cual habría sido imposible descubrir la forma del ADN...

Un mundialmente famoso guitarrista de rock que es doctor en astrofísica...

Un médico húngaro al que muy probablemente usted le debe la vida...

Un paleontólogo que quiso ser rey de Albania...

Un genio de la física que resolvía ecuaciones en clubes de striptease...

Un físico que regaló los derechos del invento que lo habría hecho multimillonario...

Ellos fueron 50 hombres y mujeres que investigaron el universo con la ciencia y hallaron las respuestas que dan forma a nuestra vida cotidiana, nuestro conocimiento, nuestro bienestar, nuestra salud y nuestro futuro.

William Dampier, Ignaz Semmelweis, Francis Bacon, Ambroise Paré, Richard Dawkins, Charles Darwin, María Sklodowska Curie, Leonardo Da Vinci, Isaac Newton, Alan Turing, Nicolás Copérnico, Srinivasa Ramanujan, Zahi Hawass, Konrad Lorenz, Giordano Bruno, Louis Pasteur, Stephen Hawking, Benjamin Franklin, Alexander Fleming, Vilayanur S. Ramachandran, Oliver Sacks, Gregor Mendel, Charles Babbage, Brian May, Bob Bakker, James Maxwell, Santiago Ramón y Cajal, Nicola Tesla, Rosalind Russell, Tim Berners-Lee, Philo T. Farnsworth, Miguel Servet, Ferenc Nopcsa, Harvey Cushing, Alberto Santos Dumont, Mateo Orfila, Niels Bohr, Bertrand Russell, Christiaan Barnard, Carl Sagan, Richard Feynman, Andreas Vesalio, Patrick Manson, Alfred Russell Wallace, John Snow, Wernher von Braun, Alexander Von Humboldt, Claude Bernard, Thomas Henry Huxley y Peter Higgs

LanguageEspañol
Release dateDec 22, 2012
ISBN9781301617364
¡Ellos fueron!
Author

Mauricio-José Schwarz

Periodista, escritor, músico, fotógrafo y traductor mexicano y español. Ha escrito cuento, poesía, novela y canciones. Desde 1976 se dedica a la prensa electrónica y escrita, ocupándose principalmente de divulgación científica, entrevistas y política. Obtuvo Premio Nacional de Cuento de Ciencia Ficción "Puebla" en 1984 con su cuento "La pequeña guerra", el Premio "Plural" en 1990 y el Premio de Relato Policiaco de la Semana Negra en 1997 y, ese mismo año, el Premio Nacional de Periodismo del Club de Periodistas de México en 1997 por su trabajo de divulgación en radio. Desde 1999 se dedica a la divulgación científica en la radio y la prensa españolas. Pertenece a la Sociedad Mexicana para la Divulgación de la Ciencia y la Técnica (SOMEDICyT) y de la Asociación Española de Comunicación Científica (AECC).

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¡Ellos fueron! - Mauricio-José Schwarz

EL PIRATA CIENTÍFICO

William Dampier

Un pirata sin estudios pero con una curiosidad insaciable y la decisión de observar cuidadosamente su mundo se convirtió en uno de los pilares de la ciencia moderna.

Resulta difícil menospreciar la enorme influencia y valor de William Dampier, y por lo mismo resulta igualmente difícil aceptar que sea uno de los grandes desconocidos de la historia.

William Dampier nació en 1651, en el cenit de la era de la exploración. Quedaba aún mucho mundo por descubrir para Europa, y las grandes potencias enviaban a sus capitanes a hallarlo y beneficiarse de ello. Motivado por una gran curiosidad, Dampier, hijo de un granjero y huérfano a temprana edad, decidió dedicarse a la mar.

Aventurero precoz, viajó a Terranova y a la Indias Occidentales, hoy las islas del Caribe, peleó en la tercera guerra angloholandesa en 1673, luego regenteó una hacienda en Jamaica y poco después alternaba la piratería con el trabajo de leñador en Campeche, México. En 1679 baja hasta Panamá, cruza el Istmo del Darién y llega a Perú para dedicarse a la piratería en la costa oeste de América, desde Chile hasta California, y después al otro lado del Pacífico, en Filipinas, China y Australia, donde, mientras se realizaban labores de reparación de su barco, tomó abundantes notas sobre la flora, la fauna y los habitantes aborígenes.

Después de fracasar como empresario en Sumatra y volver a la piratería, volvió a Inglaterra en 1691 como aventurero curtido y con numerosas notas y diarios cuidadosamente reunidos.

En 1697 Dampier publicó su primer libro Nuevo viaje alrededor del mundo, que sigue reeditándose hoy en día, pues logró llevar a la imaginación de sus lectores de fines del siglo XVII un mundo de aventuras y de hazañas variadas, erigiéndose en el fundador de la narrativa inglesa moderna gracias a su estilo, descrito como exento de toda afectación y de toda apariencia de invención o fantasía. El poeta Samuel Taylor Coleridge lo consideraba un hombre con una mente exquisita y recomendaba a los escritores de viajes que lo leyeran e imitaran.

El éxito del libro llevó a que escribiera el segundo volumen, Viajes y descripciones, publicado en 1699, que incluía un tratado sobre los vientos y la hidrografía, o medición de las aguas navegables. Dampier se revelaba allí como la primera persona que correlacionaba los vientos y las corrientes marítimas, y el primero que hizo mapas integrados de los vientos.

Si a ojos del público común había triunfado como un narrador extraordinario, los datos contenidos en sus libros lo situaron también como un verdadero experto de los mares del sur ante el almirantazgo británico, que lo llamó para consultarle sobre la forma más eficaz de explorar esas aguas, llenas de promesas. Como consecuencia, ese mismo año de 1699 se le dio el mando del pequeño buque Roebuck y se le encargó la exploración de la costa oriental de Australia al mando del velero Saint George.

Dampier exploró y bautizó Shark Bay, la Bahía del Tiburón, y las zonas costeras adyacentes a ella, incluidas las islas del Archipiélago Dampier. Después navegó hacia Nueva Guinea, donde descubrió un grupo de islas, entre ellas Nueva Bretaña, y el Estrecho de Dampier que la separa de la isla principal de Nueva Guinea. En el viaje de regreso, en abril de 1701, su barco naufragó en la Isla Ascensión, en el Atlántico. A su regreso a Gran Bretaña, un tribunal militar lo inhabilitó para comandar los barcos de Su Majestad porque, pese a ser un maestro navegante, era un comandante inepto para su tripulación, de temperamento difícil y dado a la bebida.

Dampier se dio tiempo entonces para escribir un libro sobre su fallido viaje a Australia, Un viaje a Nueva Holanda, cuya primera parte se publicó en 1703, el mismo año en que, sin importar su corte marcial de 1701, se le designaba para encabezar una expedición corsaria con los buques St. George, comandado por el propio Dampier y el Cinque Ports, a cargo del teniente Thomas Stradling. Un marinero de este último barco, el escocés Alexander Selkirk optó por quedarse en la isla deshabitada de Más a Tierra, en el archipiélago chileno de Juan Fernández, frente a la costa chilena, por desconfiar de la integridad del barco.

Pese a circunnavegar el planeta, por segunda ocasión en el caso de Dampier, la expedición fue un fracaso económico y volvió a Inglaterra en 1707 para escribir tanto la Reivindicación del Capitán Dampier sobre su viaje a los mares del sur en el buque St. George, publicado ese mismo año, como la segunda parte de Un viaje a Nueva Holanda, que se publicaría en 1709.

Entre 1708 y 1711, Dampier se unió a un nuevo emprendimiento como piloto del velero Duke capitaneado por Woodes Rogers y con el que daría su tercera vuelta al planeta, convirtiéndose en el primer hombre en conseguirlo. En 1709 fondearon frente a Más a Tierra (hoy Isla Robinson Crusoe) y rescataron a Selkirk. La historia del marinero contada a su vuelta a Inglaterra inspiraría a Daniel Defoe su Robinson Crusoe, publicado en 1719.

Sin embargo, Dampier no conseguiría disfrutar el premio de esa, la primera expedición exitosa en la que participara y que rindió beneficios por 200.000 libras esterlinas, pues murió en 1715 en la más absoluta miseria, cuatro años antes de que los patrocinadores de la expedición pagaran a los tripulantes su parte.

Sus obras siguieron ejerciendo una poderosa influencia. Charles Darwin llevó consigo, en su legendario viaje en el Beagle, los libros de Dampier, a los que llamaba una mina de información. El uso del concepto de subespecie que inició Dampier y su descripción de las islas Galápagos ayudaron a guiar sus observaciones.

El naturalista alemán Alexander Von Humboldt era otro admirador que acudió a la obra de Dampier como trampolín para su trabajo, y Benjamin Franklin elogió la precisión de las observaciones meteorológicas del pirata británico.

Por su parte, las innovadoras tecnologías de navegación de William Dampier fueron estudiadas y aplicadas por sucesores como el explorador James Cook y el almirante Horatio Nelson, la víctima más famosa de la batalla de Trafalgar. Las cartas de navegación que confeccionó son de tal calidad que fueron utilizadas por la armada británica hasta bien entrado el siglo XX.

Más del tesoro del pirata

La descripción de Dampier del árbol del pan motivó el viaje a Tahití del Bounty, capitaneado por William Bligh, en 1787, cuando ocurrió el famoso motín. Jonathan Swift, en sus Viajes de Gulliver, inspirados en parte en las aventuras de Dampier, lo menciona como gran marinero y primo de Lemuel Gulliver; los salvajes yahoos de la parte cuatro del libro están basados en la descripción de Dampier de los aborígenes australianos. Gabriel García Márquez también menciona a Dampier en su cuento El último viaje del buque fantasma.

USTED LE DEBE LA VIDA A ESTE HOMBRE

Ignaz Semmelweis

El médico apasionado hasta el tormento por combatir el dolor y las muertes que sabía evitables.

Es muy probable que usted, y yo, y muchos más tengamos una deuda impagable con un médico húngaro del siglo XIX, Ignaz Philipp Semmelweis, que a la temprana edad de 29 años hizo un descubrimiento que salvó vidas mientras amargó la suya, y quizás terminó con ella.

Nacido en 1818 en Budapest, Semmelweis estudió medicina en la Universidad de Viena, doctorándose en 1844 en la especialidad de obstetricia, el cuidado médico prenatal, durante el parto y después de éste. Dos años después entró como asistente en la Primera Clínica Obstétrica del Hospital General de Viena.

Lo que encontró allí le horrorizó. En aquél tiempo, la mayoría de las mujeres daban a luz en sus casas, con una alta tasa de mortalidad. La mitad de los fallecimientos se debían a la llamada fiebre puerperal, lo que hoy sabemos que es producto de una infección que a su vez provoca una inflamación generalizada, llamada sepsis. Y lo más terrible era que las mujeres que daban a luz en los hospitales, y los niños que allí nacían, tenían una mucho mayor incidencia de fiebre puerperal que las que daban a luz en sus casas.

La enfermedad se atribuía al hacinamiento en los hospitales, a la mala ventilación e incluso al comienzo de la lactancia. Aunque el británico Oliver Wendell Holmes ya había notado que la enfermedad era transmisible, y un probable vehículo eran los médicos y comadronas, no había comprobaciones experimentales.

Semmelweis observó que, en su clínica, la mortalidad era del 13,1% de las mujeres y recién nacidos, una cifra aterradora (y en los hospitales Europeos en general la cifra llegaba al 25 al 30%), mientras que en la Segunda Clínica Obstétrica del mismo hospital la mortalidad sólo era de 2,03%.

Analizando ambas clínicas, el genio húngaro observó que la única diferencia era que su clínica se dedicaba a la preparación de estudiantes de medicina y la otra se dedicaba a preparar comadronas. Y los alumnos de medicina, como en la actualidad, realizaban disecciones con cadáveres como parte fundamental de su formación, cosa que no hacían las comadronas.

En 1847, Jakob Kolletschka, profesor de medicina forense y amigo de Semmelweis, se cortó un dedo accidentalmente con el escalpelo durante una autopsia. El estudio del cuerpo de Kolletshcka reveló síntomas idénticos a los de las mujeres que morían de fiebre puerperal.

Semmelweis concluyó que debía haber algo, una sustancia, un agente desconocido presente en los cadáveres y que era llevado por los estudiantes de la sala de disecciones a la de maternidad donde causaba la fiebre puerperal. Era la hipótesis del envenenamiento cadavérico.

En mayo de 1847 propuso que los médicos y los estudiantes se lavaran las manos con una solución de hipoclorito y cloruro de calcio entre las disecciones y la atención a las parturientas. Los estudiantes y el personal de la clínica protestaron, Semmelweis insistió y en un solo mes la mortalidad en la Primera Clínica se desplomó del 12,24% al 2,38. Para 1848, la mortalidad de las parturientas en ambas clínicas era igual, del 1,3%, y en los años siguientes se mantuvieron con mínimas diferencias.

Era una demostración contundente de que la hipótesis era sólidas, y su colega Ferdinand von Hebra escribió pronto dos artículos que explicaban las causas de la fiebre puerperal y la profilaxis propuesta para disminuir su incidencia. Y para Semelweis, la terrible convicción de que él, con sus manos sucias, había llevado la muerte a muchas pacientes a las que deseaba servir. Esta idea lo perseguiría hasta la muerte y animaría su lucha por la profilaxis.

Los médicos que vieron los datos contundentes de Semmelweis procedieron a rechazarlos. La medicina precientífica de entonces sostenía la creencia de que la enfermedad era un desequilibrio de los cuatro supuestos humores del cuerpo humano (sangre, flema, bilis negra y bilis amarilla). Esta creencia de milenios no tenía ni una sola evidencia científica en su favor, pero se aceptaba sin titubeos, y ante los hechos, los colegas del magyar se aferraron a sus prejuicios, rechazando que una enfermedad pudiera transmitirse por las manos humanas y no por los malos aires, los miasmas u otros orígenes misteriosos.

De hecho, la medicina precientífica de la época, como muchas formas de pseudomedicina de la actualidad, afirmaba que no había causas comunes y enfermedades iguales, sino que cada enfermedad era única, producto de un desequilibrio integral del organismo. De hecho, pese a los datos, los médicos de la época solían afirmar que la fiebre puerperal no era una sola enfermedad, sino varias distintas, una por paciente.

El éxito del húngaro y su participación en los disturbios por los derechos civiles en 1848 le llevaron a un violento enfrentamiento con Johann Klein, el director de la clínica, que saboteó sus posibles avances. Semmelweis optó por volver a Hungría, donde pasó por diversos puestos.

Estando al frente del pabellón de maternidad del Hospital St. Rochus, Semmelweis combatió con éxito una epidemia de fiebre puerperal en 1851. Mientras en Praga y Viena morían entre 10 y 15% de las parturientas, en St. Rochus los fallecimientos cayeron al 0,85%. Con pruebas suficientes, en 1861 publicó al fin su libro sobre la etología de la fiebre puerperal y su profilaxis. Y nuevamente sus datos y pruebas fueron rechazados.

Enfrentado a sus colegas, convencido de que era fácil salvar muchas vidas, Semmelweis empezó a dar muestras de trastornos mentales y en 1865 fue finalmente internado en un asilo para lunáticos, tan precientífico y falto de esperanza como el pabellón de maternidad al que había llegado en 1846. Si su enfermedad era grave o fue internado por presiones de quienes rechazaban sus pruebas y datos es todavía asunto de debate.

Ignaz Semmelweis murió en el asilo a sólo dos semanas de su internamiento. Según la historia más conocida, sufrió una paradójica fiebre puerperal, o septicemia, por un corte en un dedo. Otros estudiosos indican que murió después de ser violentamente golpeado por los guardias del manicomio, procedimiento por entonces común y tradicional para tranquilizar a los locos.

Pasteur, Lister y Koch

Mientras Semmelweis vivía el fin de su tragedia, los trabajos de Louis Pasteur ofrecían una explicación a los descubrimientos del médico húngaro: los microorganismos patógenos. En 1883, el cirujano Joseph Lister implanta al fin la idea de la cirugía estéril desinfectando personas e instrumentos. Y en 1890, Robert Koch publica los cuatro postulados que relacionan causalmente a un microbio con una enfermedad. Era el principio del fin de la superstición de los humores, que hoy sólo algunas pseudomedicinas sostienen, y el nacimiento de la medicina científica.

INVENTAR LA CIENCIA

Francis Bacon

Lo que hoy nos parece una forma razonable de investigar la realidad, el método científico, fue esencialmente producto del pensamiento de un peculiar personaje de la corte inglesa renacentista.

El conocimiento es poder es una máxima muy repetida desde que la informática transformó al planeta. Lo que no es muy conocido es que tal frase fue acuñada por Sir Francis Bacon, Lord Verulam y Vizconde de Saint Alban, filósofo y político del siglo XVI que personifica (e impulsó) una de las más grandes revoluciones en el pensamiento humano de todos los tiempos.

Antes de las propuestas de Bacon, se consideraba que los autores clásicos eran la fuente por excelencia de conocimiento indudable y que no se podía siquiera discutir, y entre todos los autores clásicos, Aristóteles era el más apreciado, de modo tal que si uno tenía una idea, cualquiera, y encontraba una cita de Aristóteles que sustentara dicha idea, la sociedad medieval daba dicha idea por demostrada o probada en general. La escolástica era la forma de enseñanza, que buscaba reconciliar el pensamiento de los autores clásicos, los académicos, doctos o autoridades con lo escrito en la Biblia. Unidos, los autores clásicos, la Biblia y lo que parecía lógico o razonable eran la prueba de verdad de todo cuanto había en el cielo y la tierra.

El problema que tenía esta forma de evaluar la verdad era que se contradecía con la realidad, y al paso del tiempo tales contradicciones eran más y más patentes y menos fácil resultaba sustentar el valor de las autoridades. Por ejemplo, Aristóteles, independientemente de sus aportaciones a la historia del pensamiento, afirmó en su Historia de los animales que los hombres tienen más dientes que las mujeres. No sabemos de dónde sacó esta idea, pero durante casi dos mil años la humanidad creyó firmemente que los hombres tenían más dientes que las mujeres. Lo decía una autoridad, y no lo contradecían ni la Biblia ni ninguna otra autoridad, de modo que era cierto por decreto.

Uno piensa hoy que se debía contar los dientes de un número representativo de hombres y mujeres para comprobar el dato. Contar los dientes sería una práctica de empirismo, es decir, de acudir a la experiencia y a la percepción de nuestros sentidos para formar nuestras ideas, mientras que suponer que el resultado de nuestro recuento de dientes en un número adecuado de hombres y mujeres nos permite inferir con cierta certeza que ello será cierto en la mayoría de los casos (es decir, el derivar ideas generales a partir de casos particulares). Pero esto nadie lo hacía porque la experiencia de cada persona se consideraba inferior al conocimiento de las autoridades y de la Biblia.

El otro ejemplo del empirismo ante la escolástica, más conocido, es el de la afirmación aristotélica de que un objeto 10 veces más pesado que otro cae 10 veces más rápido que aquél. Suena lógico, parece razonable y la gente lo creyó hasta que Galileo demostró empíricamente que era falso, revolucionando así toda nuestra concepción del universo.

La lucha por desarrollar un método empírico e inductivo, que hoy llamamos método científico, para responder a las preguntas que dejaban abiertas la escolástica, la magia y la religión fue larga, sin duda, e incluyó a pensadores medievales como Robert Grosseteste, Roger Bacon, Alberto Magno, Guillermo de Occam o Duns de Escoto, que sentaron las bases para la revolución del método que vendría con Francis Bacon y su propuesta de un sistema, como hemos dicho, empírico, inductivo y que permitiera el desarrollo

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