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Almazan. El unico general revolucionario
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Almazan. El unico general revolucionario

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Mucho se ha silenciado la presencia del único general revolucionario Juan Andreu Almazán, con el propósito, entre otros, de preservar la imagen de Lázaro Cárdenas. Almazán luchó al lado de Emiliano Zapata y en 1940 contendió por la presidencia que le arrebató Manuel Ávila Camacho. Ésta es una biografía que da voz a quien, después de Zapata y Villa, ha sido el único verdadero revolucionario que ha tenido México.

LanguageEspañol
Release dateJan 10, 2013
ISBN9781940281582
Almazan. El unico general revolucionario

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    Almazan. El unico general revolucionario - Guillermo Samperio

    Prólogo. Las trampas y la falta de fe: el casi siniestro contra Almazán

    Introducción

    Primera Parte

    I

    II

    Segunda Parte

    III

    Palabras finales

    Prólogo

    Las trampas y la falta de fe: el caso siniestro contra Almazán

    Mucho se ha silenciado la presencia del único general revolucionario, Juan Andreu Almazán, con diversos propósitos: preservar la supuesta gran imagen, aunque endeble, de Lázaro Cárdenas al servicio de Calles y de los intereses de los Estados Unidos cuando, en la crisis de las elecciones de 1940, ganó evidentemente Almazán ya como hombre civil. A espaldas de la Nación, Cárdenas negoció con Roosevelt con el fin de que no se retirara la representación diplomática de Estados Unidos, como había sucedido cuando el golpe de Estado de Victoriano Huerta, luego de que Cárdenas y sus personeros siniestros le robaran las elecciones a Almazán por medio de una serie de triquiñuelas y uso de la fuerza criminal y las más amañadas tretas de que pudo hacerse Cárdenas dentro de, en apariencia, la legitimidad que él se construyó, tal como el retiro del voto femenino a sabiendas de que Almazán tenía un gran arrastre entre las mujeres debido a que durante la etapa revolucionaria les dio su lugar y les encargó la administración de diversas Cooperativas, depositando en ellas su confianza. Las mujeres cumplieron como su benefactor lo esperaba, ya que en ese entonces, en plena lucha revolucionaria, era pertinente que los hombres se entregaran a la lucha, aunque es posible que en Almazán despertaran las mujeres su mayor confianza en cuanto al manejo efectivo de las cooperativas y del dinero que en ellas se malabareaba.

    Es cierto también que, de entre los generales, era el más bien parecido y que respetaba a las damas de forma irrestricta como lo hizo su inseparable amigo Emiliano Zapata, en tanto que Almazán mantenía una relación de noviazgo con una poblana a la cual respetaba como un caballero, y nunca, aun estando a la cabeza de la División del Norte en plena Revolución y muy distante de su dama, le guardó plena fidelidad, a diferencia de otros generales y oficiales que, abierta o de forma subrepticia, se aprovechaban de las mujeres, tanto en las ciudades y poblaciones a donde llegaban como de las soldaderas mismas. Las soldaderas de Almazán no sólo eran respetadas por él, sino también por sus hombres; como lo hacía Emiliano Zapata, los inducía a la honra irrestricta por ellas. Es memorable que, cuando en uno de los primeros combates de Zapata, cinco o seis de sus hombres abusaron de las mujeres del sitio, el general Zapata mandó que fueran fusilados, pues sabía que si no cortaba de tajo las conductas nefastas de algunos miembros de su ejército, otros podían seguir el ejemplo; además, Zapata era tan caballero como su amigo Almazán.

    Para la Revolución de 1910-11, el general Andreu Alamazán era ya un revolucionario de unos veinte años hecho y derecho, quien traía tras de sí unos mil quinientos hombres y alrededor de trescientos soldaderas, y lo llamaban el General Niño Su contingente fue el primero en llegar a la ciudad de México, el 3 de junio de 1911, para recibir a Francisco I. Madero. Ángela, la hermana del recién estrenado presidente, se decía novia de Almazán y lo invitó a subir al pullman en el que llegaba Pancho Madero a esta ciudad. A la muerte (asesinato) de Emiliano Zapata, planificada e instruida por Álvaro Obregón, bajo la presión de éste, Almazán, todavía de luto por su gran amigo sureño, se vio precisado a acatar las órdenes del manco Obregón.

    Pasaron los años y el cargo en el que más resaltó Almazán fue en el de Secretario de Comunicaciones, nombrado por el presidente callista Pascual Ortiz Rubio en 1930. Mientras tanto se ocupó, en distintos estados del país, de operaciones militares, entre ellas, la más importante: la creación de la Ciudad Militar en el estado de Nuevo León, cuya Cooperativa puso en manos de las mujeres, acto sólo comparable a los que llevó a cabo Felipe Carrillo Puerto en Yucatán, ultimado por personeros de De la Huerta, cuando éste enfrentaba a Carranza en pos de la Presidencia y Carrillo se cargó hacia don Venustiano.

    Pero no pasó inadvertido que Almazán aguardó, durante treinta años, cargando el peso de su historia de vida zigzagueante, de su pasado guerrillero, como hombre proteico, o como servidor de la Nación y que, como militar y empresario, ofrecía una personalidad triforme, agregando la de político con otra dualidad de hombre militar y civil en 1939-1940, pretendiendo replantear la historia de la democracia mexicana.

    Las elecciones se llevarían a cabo a mediados de 1940 y el candidato que Lázaro Cárdenas impuso por el PRM (Partido de la Revolución Mexicana) fue Manuel Ávila Camacho, un hombre sin prendas físicas ni mentales, a quien el mismo Cárdenas tuvo que redactarle un falso Currículum, además de que este candidato, durante el proceso de propaganda para las elecciones y el mismo día de ellas, nunca, o muy escasamente, dio la cara al pueblo de México, pues este pueblo sabía de la imposición, de las trampas de Cárdenas y de ciertos matarifes del PRM.

    El candidato opositor fue el general Juan Andreu Almazán, al frente del PRUN (Partido Revolucionario de Unificación Nacional). Su distintivo era un moño verde, a diferencia del usado por el espurio Ávila Camacho, que era de color rojo sangre. Antes de las elecciones, a lo largo y ancho del país, la gente de Lázaro Cárdenas en diversos puestos gubernamentales, desde Secretarios hasta jefes de departamento, empezaron a presionar e intimidar a su personal para que se alinearan hacia el "moño rojo'.

    Llegó el día de las elecciones y era evidente en toda la Nación que la aplastante mayoría de mexicanos votaría por Almazán; sin embargo, los dispositivos de amedrentar en cada ciudad del país, grandes, medianas y no tan medianas, estaban ya establecidos, planificados y dispuestos. En muchas casillas, los del listón verde lograron votar gracias a que hileras de mujeres se pusieron de parapeto en la cola de los votantes para que no fueran atacados, pero hubo casos en que, a pesar de ellas, los atracadores intervinieron. Desde luego, el robo de urnas donde era evidentísimo el voto abrumador hacia Almazán fueron robadas con pistola y ametralladora en mano.

    Todo esto se sabía, paso a paso, en el mundo, debido a la presencia de corresponsales del extranjero, tanto de Estados Unidos (New York Times, etcétera) y otros como de Europa (Le Monde y demás). Vía Cuba, donde Almazán mandó por radio uno de sus mejores mensajes a la Nación, se esparcían las noticias hacia Latinoamérica. Ya Cárdenas, estrenando presidencia, le había impuesto al movimiento obrero al siniestro y ya desaparecido Fidel Velázquez, en contra de Lombardo Toledano, dándole un giro hacia la derecha a la política laboral. Y fue él quien concentró a las fuerzas armadas de la nación en un solo organismo; es cierto que recuperó el petróleo para México, pero también es innegable que fue el presidente que burocratizó de manera brutal a la Nación, inclinando al país hacia la derechización

    Sin embargo, el general Juan Andreu Almazán, viendo que Estados Unidos estaban con Cárdenas y que, con una revuelta se jugaba la autonomía de la República Mexicana, podía dársele carta abierta a los gringos para intervenir, decidió detener la asonada y retirarse de la política. En la práctica, el país estaba dividido, sumándole un buen número de generales y otros oficiales, con todo y su gente: lo que se jugaba era, en rigor, una segunda Revolución.

    El político Diego Arenas Guzmán dijo que No podía, pues, caber la menor duda al presidente Roosevelt respecto a que los diputados y senadores que oficialmente aparecieron como electos en nuestro país, llevaban a nuestro Congreso de la Unión credenciales salpicadas de sangre y que chorreaban desvergüenza y fraude. Ya no desde el punto de vista moral, y como exponente de la causa de la democracia del mundo, tan rudamente aporreada por Cárdenas y su partido; sino dentro de las normas rígidas del Derecho, el señor Roosevelt, tan 'familiarizado con los problemas mexicanos', debió haber comprendido que México entraba en un conflicto de orden legal interno, ante el que una sincera y leal neutralidad de las naciones amigas imponía suspender la relaciones diplomáticas con el régimen que iba a nacer como fruto del fraude y que, por tanto, traía todas las características de una usurpación. Antecedentes de lo que es una verdadera neutralidad pueden encontrase en la conducta del presidente Wilson durante los primeros meses del régimen encabezado en México por el general Victoriano Huerta.

    Muchos de listón verde le reprocharon la actitud a Almazán pero, en rigor, no entendieron a profundidad las razones del general. Ante tal determinación del candidato del PRUN, los personeros del PRM, que luego sería PRI, decidieron borrar a Almazán de la historia de México cuando, en rigor, después de Zapata y Villa (como líderes), ha sido el único verdadero revolucionario que ha tenido México después de 1911. Desde luego, en el contexto del bicentenario, lo más loable sería que las instituciones pertinentes de la Nación le restituyan su sitio a Juan Andreu Almazán como el correcto y gran revolucionario que fue.

    La presente biografía novelada está basada, en lo fundamental, en el diario del general Almazán y con base, también, en una serie de artículos, ensayos y libros en torno del protagonista, o de su puño y letra. Mantuve el texto en la voz del general Juan Andreu Almazán y en su estilo, siguiendo, modestamente, el ejemplo que nos puso Martín Luis Guzmán, el primer escritor de la modernidad literaria en México, al escribir la gran biografía Memorias de Pancho Villa, respetando la voz de su protagonista.

    Guillermo Samperio

    Introducción

    Emprendo esta aventura de la escritura porque considero una obligación dar a conocer una parte de la Historia de México de la cual, más que testigo, fui desventurado protagonista, en principio porque considero que esta información debe estar al alcance de todos los mexicanos, en especial de las nueva generaciones. La maldición de cometer los mismos errores por desconocer nuestro pasado debe acabarse para México. Escribo estas páginas con el anhelo de que sirvan para hacer de mi patria querida un sitio mejor para vivir, donde la justicia y la igualdad reinen, donde el flagelo de la corrupción y los abusos de la clase inmoral en el poder sean desterrados para siempre, donde nunca ningún Cárdenas vuelva a hundir a nuestro país en la ciénaga de la mentira y la petulancia.

    Considero a Lázaro Cárdenas un ser anormal, a quien gobierna una absoluta amoralidad y en quien todas sus acciones son destinadas a la satisfacción de su vanidad. Si se tratara de un ciudadano de vida privada, su caso sólo interesaría a los psiquiatras. Como hasta su último día sus actos llevarán el propósito de disponer de los testimonios de México y seguir labrándose de forma fútil y engañosa una personalidad mundial, considero un deber elemental presentarlo ante el juicio de sus conciudadanos.

    Su revolucionarismo radical arranca desde los puestos que deben ser conquistados por medio del voto popular, pero que se los obsequió de manera obcecada el general Plutarco Elías Calles: primero, el Gobierno del estado de Michoacán y, después, la Presidencia de la República.

    Desde esos encumbrados puestos emprendió la tarea de labrarse la personalidad del más gran reformador, por medio de la más descarada demagogia de que puede tenerse noticia. Naturalmente, empezó por traicionar a su creador Calles para emerger como la figura única y de méritos propios. Sin embargo, despreció las oportunidades estupendas que le deparaban el ánimo popular y la trágica situación mundial.

    Pudo haber realizado, con el entusiasta apoyo nacional, el mejoramiento profundo y verdadero de las masas miserables, seleccionando a colaboradores constructivos. Pudo también agigantar el sólido prestigio de México en la América Latina con un nacionalismo que no mirara hipócritamente hacia el pasado, sino que buscara de manera valiente la formación indispensable de la gran familia latinoamericana del futuro. Sin guiarse por el interés nacional, sino por su propio egoísmo, destruyó de forma anárquica, con el concurso de los peores que encumbró y amarró con la complicidad, agravando la situación de los desvalidos.

    Destruyó el prestigio de México en la América Latina, enviando numerosos diplomáticos improvisados con antecedentes vergonzosos, que no llevaban más misión que ensalzar su personalidad a costa del buen nombre de nuestro país. La falta de responsabilidad general que creó en México acarreó en los países hermanos el desprestigio de nuestros productores y comerciantes, perdiéndose criminalmente las condiciones envidiables y únicas que, en estos países hermanos, nos había deparado la guerra mundial.

    En vez de afirmar a México como uno de los guías del continente, por medio de un nacionalismo director, prefirió hacerse servidor de los imperialismos: el estadounidense y el soviético.

    Temo que, contra mi deseo, salga de mi pluma sólo lo que me favorece, pero no importa, pues lo que me perjudica, verdades y calumnias, ha sido publicado de forma profusa, y cualquier persona honrada y que tenga interés en ello podrá hacer el balance definitivo a través de sus consultas documentales.

    Precisamente para desbaratar las patrañas que sobre mí alguna vez cayeron, ante las nueva generaciones, es por lo que decidí publicar mi vida de manera minuciosa, empezando por los antecedentes de familia, donde se ve que jamás me importaron sacrificios ni peligros, que pudieran impedirme defender a los desvalidos; y si mi vida tuvo como norma invariable el respeto a la moral, a la Ley y a las buenas costumbres, tenía por fuerza que ser revolucionario. Claro, no al estilo de Cárdenas, creador del oligarquismo más desvergonzado en el siglo veinte, que tiene como base el premio de la traición y el crimen y, como meta, el dominio de las riquezas públicas y privadas: a través de la mafia más tenebrosa que pueda concebirse compuesta por funcionarios públicos y aventureros extranjeros.

    Podría acabar aquí mi escrito y solicitar credulidad absoluta a mis palabras, pero sé que eso es mucho pedir. Por ello, queridos lectores, mejor les pido que me acompañen a un recorrido por mi vida, donde plasmaré sólo aquello que me consta o que soy capaz de demostrar, ya sea con documentación o con testigos venerables pues, por desgracia, es imposible que transcriba determinados documentos necesarios, porque algunos de mis acusadores—que fueron de mis cercanos colaboradores— retienen en su poder, contra la más elemental probidad, algunos de mis archivos.

    Para que mi dicho tenga la resonancia que espero, los insto a conocer al que habla a través de mis actos, mis palabras y de todo aquello que rodeó mi persona para que, por ustedes mismos, juzguen si mis juicios son desorbitados o precisos; en ustedes está la decisión final.

    Empecemos, pues, por el principio.

    Primera parte

    I

    Olinalá. Su historia y el carácter de sus habitantes

    Olinalá (distrito de Zaragoza, estado de Guerrero) es un pueblo excepcional. Situado en el centro de una región de pueblos indígenas que hablan mexicano, tlapaneco y mixteco. Olinalá goza de un clima ideal, menos variable que el de Cuernavaca, Taxco o Aguascalientes, aunque sus habitantes sufren escasez de medios naturales para vivir, ya que sus tierras de labor, todas de temporal, son reducidas; de ahí que los habitantes se vean obligados a dedicarse a la pintura de jícaras, baúles, cajas, bateas, tecomates, palanganas, bules, arandelas y distintas figuras en forma de pájaros y frutas, así como objetos de tocador. Para subsistir, los olinaltecos han tenido que llevar su producción a lomo de burro, no sólo a los estados limítrofes, sino hasta el centro y el norte del país, así como a Centro América, por lo que, cuando unos regresan de la feria de Tepalcingo, otros salen para la de Chalma o San Pablo de Acatlán o Tejalpa o Izúcar de Matamoros.

    Este constante viajar le otorga a los olinaltecos un nivel intelectual superior al de los habitantes de sus alrededores y un afán noble de aprendizaje y aventura. Por eso, mi terruño ha dado un número notable de obispos, curas, médicos, abogados y otros profesionistas.

    El Doctor Atl afirma que el nombre de los pueblos de origen nahoa ponían a los lugares donde residían (regiones, montes y ríos) no era arbitrario, pues correspondían a una característica botánica, climática, geológica o religiosa: Todos los pueblos o regiones de México revelan por su nombre azteca una modalidad especial. Así, Olinalán es el lugar donde el agua se arremolina. Olin: movimiento; a: va en medio de la dicción agua; lan: hogar.

    El Doctor Atl destaca la posibilidad de que en Olinalán existiera un templo dedicado a la deidad Olinatzin, pues menciona que, junto al cerro localizado al oriente del pueblo, se encontraron algunas piedras labradas precoloniales: ídolos y algunas máscaras de obsidiana.

    El abate Francisco Javier Clavijero, en su Historia Antigua de México, al hablar de los tributos de los súbditos de la Corona Azteca, afirma que las provincias daban lo que producían y Olinalá pagaba con cuarenta cántaros grandes de tecozahiut, es decir pintura color ocre. Pero la deducción que sacamos del tributo que Olinalá pagaba a Moctezuma, me lleva de la mano a considerar que mi pueblo estaba en el centro de la cultura Olmeca que floreció entre los años 1500 a 1350 antes de la era cristiana. El tecomate en forma de calabaza pintado de naranja sobre crema (influencia Olmeca en Tlatilco) que se ve en la lámina 33 de Las culturas preclásicas de la cuenca de México, de Román Piña Chan, parece un objeto típico de Olinalá por su forma y por sus colores.

    El olinalteco es muy parecido al alteño de Jalisco, aunque distinto en el modo de hablar y portar las prendas de vestir: sombrero presuntuoso de palma con barboquejo, albeantes y camisas almidonadas, huaraches garigoleados y una mascada en el cuello o la cintura. Los olinaltecos son honrados, hospitalarios, altivos y cordiales, sin perjuicio de que, domingo a domingo, se maten bajo el influjo del aguardiente y por inextinguibles cuestiones de honor. Creo ser testigo de la calidad de nobleza de la mujer olinalteca porque, cuantas veces volví como estudiante, como revolucionario o con el rango de general, siempre me acogieron con cariño ferviente y confianza ciega, aunque nunca pude saber cómo besa una de ellas.

    Los habitantes de Olinalá, como en algunos otros pueblos del país, son mestizos. Sólo los domingos, la plaza y las calles se llenan de indios puros de los pueblos circunvecinos, que van a vender y comprar. Sin embargo, a pesar de la separación respecto de los indios en mi pueblo, puedo asegurar que en ningún lugar se trata, como en Olinalá, con tanto cariño y equidad a los que algunos llaman inditos.

    He tenido que aceptar la evidencia, al vivir vida de guerrero, perseguido en los diversos rincones del país, de que no hay peor enemigo del indio que el indio mismo, además del mestizo que más sangre indígena lleva en sus venas, sangre que parece quemarle su vida entera. A mi parecer, el mestizaje ha generado al verdadero tipo del mexicano.

    Cuando era niño observaba desde el corredor de mi casa la montaña próxima, de azul oscuro por la tupida vegetación alta, y una construcción blanca. Me decían que ésta era la capilla de la Cuadrilla de la Libertad, de indios de nuestra lengua, pero que más allá la montaña se hacía gigantesca e impenetrable y la habitaban los tlapanecos, a quienes era imposible entenderles palabra. Ahora, desde mi casa, la montañita es un lomerío pelón y rojizo por la tala y la erosión.

    De los tlapanecos guardo un recuerdo y una indignación. El 1 de mayo de 1911, cuando fui a atacar Tlapa, tuve que brincar la cordillera de Cruz Alta. Al salir de improviso al arenal, observé con horror a cientos de miserables que no tenían más que dos o tres intérpretes, vestidos con harapos, armados con escopetas viejas, arcos, flechas, ondas y lanzas. La sensación de angustia que sentí fue similar a la que sufre quien observa venir una repentina creciente de aguas revueltas. Me sentí contagiado de su odio hacia los culpables de la situación infrahumana en la que vivían y, resuelto a mover cielo y tierra para mejorar su calidad de vida, di a cada infeliz seis varas de manta y seis tlacos de cobre que poco antes habían retirado de la circulación las autoridades. Medio siglo después siguen en las mismas o peores condiciones.

    Los Almazán El hogar original de los ancestros en la Plaza de Olinalá

    Mi familia reconoció como el hogar original de nuestros ancestros la casa de la abuela María Ana Nava viuda de Almazán, situada en contraesquina del ángulo noroeste de la plaza de Olinalá.

    Don Juan Joseph de Villalobos, bisabuelo español de doña Micaela Huesca Nava Moctezuma y Villalobos, mi bisabuela paterna, heredó de su tía, doña Leonor de Villalobos, un solar en que labró su casa con sala y tienda. El 8 de enero de 1760, Villalobos perdió su propiedad en favor del cacique del pueblo de Ixcamilpa, por no haberle podido pagar una deuda de quinientos y cinco pesos. El 15 de diciembre de 1768, doña María de Cea vendió la misma casa a don Bernardo Rodríguez. El 20 de julio de 1780 don Bernardo la vendió a su hermano don Francisco Rodríguez.

    El 9 de febrero de 1814, don Francisco la vendió a las hermanas María Gertrudis y Ana María González, ante el teniente de Justicia, don Vicente González y ante los testigos instrumentales, don Juan Ángel Almazán, don Mariano

    Rosendo y don Joaquín Almazán. En esta venta aparecen como colindantes las casas que en el siglo anterior fueron del finado capitán don Mariano García.

    Don Mariano García fue el primer esposo de mi bisabuela, doña Micaela Huesca. De ese matrimonio nació doña María Antonia, el 16 de marzo de 1808, quien se casó en abril de 1828 con don Severiano Guerrero Moctezuma, para dar origen a los López Moctezuma y a los López Malo. Del segundo matrimonio de doña Micaela con don Juan Andreu venimos todos los Andreu.

    En el primer cuarto del siglo XIX figuran en Olinalá como hermanos y primos de mi tatarabuelo Francisco Antonio Almazán, aparte de don Juan Ángel y don José Joaquín, don José María, doña Ángela Josefa, doña María Josefa y doña María, quien murió el 13 de agosto de 1886 a la edad de cien años.

    Posteriormente, las señoras González ceden la repetida casa, ya en ruinas, a doña Ana Aburto que la deja en herencia a su sobrino don Rafael Aburto, quien el 12 de mayo de 1853 la vende a mi abuelo, don Juan Almazán y Alarcón.

    Los Andreu, los hermanos Juan y Mateo,originarios de la isla de Mallorca. Estirpe noble, no de sangre azul, sino de buenos ciudadanos

    Siendo niño oía a mis mayores decir que al final del siglo XVIII vinieron a la Nueva España los hermanos Mateo y Juan Andreu, originarios de la isla de Mallorca; que el primero era capitán de la marina de guerra española y había sido llamado a servicio al iniciarse las guerras de independencia en América; que Juan se quedó definitivamente en México y de él descendemos los Andreu que en el país nos reconocemos como parientes.

    Al consumarse nuestra Independencia era natural que en las poblaciones pequeñas del país, la vida, hacienda y crédito de los españoles valieran un comino. Sin embargo, mi bisabuelo Juan Andreu era señalado como hombre respetable entre los personajes insurgentes.

    Por el año de 1812, Juan Andreu contrajo matrimonio con la viuda doña Micaela Huesca y Nava, hermana del Padre Huesca, que por su fama de santo se le veneraba en la Casa Santa de Puebla, que él mismo fundó. Doña Micaela era hija legítima de Miguel Huesca y Moctezuma y de doña Josefa de Nava y Villalobos, por lo que es curioso anotar que, por haber sido nuestra bisabuela hija de don Miguel Huesca y Moctezuma, también los Andreu somos Moctezuma, lo que posiblemente sea la razón de que siempre hayamos rechazado el dictado de criollos y ostentado con satisfacción nuestro mestizaje.

    Doña Micaela era propietaria de un terreno de cría de ganado llamado Tecolapa, de la jurisdicción de Olinalá, donde mandó a sus hijos a trabajar con el resultado de que, tal vez, mucho más que con ganado, poblaron la región con descendientes, al grado de que ahora Tecolapa es un pueblo de Andreus, donde nació mi padre.

    De hijos nacidos en Tecolapa, fue mi abuelo Miguel un hombre extraordinario, emprendedor entusiasta, de energía indomable, incansable para el trabajo y de rara habilidad para oficios y negocios; su don de buena gente, su gusto refinado para la comida y su estampa arrogante, hicieron de él la primera figura del pueblo, de donde salió para radicar a Olinalá.

    Mi abuelo logró adquirir la totalidad del terreno de Tecolapa y también otro de igual importancia en la misma región, llamado Zacamolica, que compró al licenciado Francisco Moctezuma, así como Ahuacate, a orillas de Olinalá, que comprendía la finca de caña Ahuetitlán y los famosos parajes de Olinca y La Lluvia.

    A la edad de diez años, mi padre llegó a Olinalá para asistir a la escuela y se hospedó en la casa de don Juan Almazán, mi abuelo materno. Los acompañaba la hermana mayor Hesiquia, quien en su vejez cuenta que fueron recibidos con cariño por una niña de cinco años morenita, espigada y de cabello largo y suelto, a quien llamaban Mariquita; desde aquel momento mi padre llamó así a quien habría de ser la compañera de su vida.

    Mis padres, doña María Guillerma de Jesús Almazán y Nava, de dieciocho años, y don Juan Andreu Pareja, de veintitrés años, contrajeron matrimonio el día 21 de agosto de 1871. De ese matrimonio nacieron Ubaldo, José, Hospicio, Olallo, Juan (estos tres últimos muertos de corta edad); Delfina, Alfredo, Braulio, Miguel, Juan (yo), Samuel y Leonides. ¡Once hombres y una sola mujer!

    He sido prolijo en nombrar antecesores y parientes para buscar la nobleza en conducta de mi estirpe. Mi orgullo es comprobar que unas cuantas parejas de mis mayores han dado al país, desde la Independencia para acá, miles y miles de buenos mexicanos, entre los que abundan profesionales de la industria y la agricultura, criadores y comerciantes quienes, de forma callada, han cooperado al engrandecimiento de México. Que yo sepa, de entre esos miles y miles no ha salido ningún bandolero desalmado, ni un cruel asesino, ni un cacique feroz, ni un capataz, ni un usurero ni explotador. Creo que de nuestros nombres están limpios los libros de las penitenciarías y los de las Islas Marías.

    La infancia en Olinalá Recuerdos desde los tres años.

    Atisbos de un mundo desconocido hasta entonces

    En el Registro Civil, por error, está asentado que nací el día 11, pero la verdad es que en la libreta que conservo con devoción, donde mi padre apuntaba la fecha y hora del nacimiento de cada uno de sus hijos, aparece que nací a las nueve horas de la noche del día 12.

    Los primeros ocho años de mi vida los pasé en Olinalá y creo que en ellos experimenté las sensaciones que quedaron grabadas, con mayor profundidad, en mi alma. De esa época guardo recuerdos de sucesos de cuando apenas tenía tres años. Siendo el décimo entre mis hermanos y habituado a vivir entre ellos, por necesidad tenía que pensar y actuar como persona de más edad.

    Nunca, ni en mis estudios profesionales, he recordado a un maestro cuya personalidad dejara en mi alma huellas tan hondas como el maestro Millán que dirigía la Escuela Real. Lo veo ahora como fue en las postrimerías del siglo XIX: de estatura mediana, blanco, robusto, cara redonda, ojos cafés, cabello castaño y escaso, bigote regular y del mismo color de su cabello, vestido con pantalón de tonos claros y blusa de dril; un hombre de carácter afable y enérgico a la vez. El maestro Millán era una persona capacitada para triunfar en las capitales, pero eligió enterrarse en Olinalá, obligado por una recóndita pena que trataba de ahogar bebiendo cada día, desde las cinco de la tarde en que terminaba sus labores, cuanto aguardiente podía consumir.

    El maestro Millán, devorado por el vicio, esperaba con ansiedad las cinco de la tarde para recibir al primero de sus amigos y empezar a emborracharse, pues no acostumbraba iniciar sus libaciones en soledad. Cierto día en que sólo hubo clases en la mañana, llegamos a casa tres de los cuatro que íbamos a la escuela. Mi madre preguntó por su hijo Miguel, a lo que contestamos que se había quedado con el maestro Millán. Como a las dos de la tarde llegó mi padre y mi madre le manifestó que Miguel no había regresado de la escuela. Cuando se disponía a salir para buscarlo, apareció en la puerta, pero no en la postura del muchacho ágil y travieso que era, sino incapaz de guardar el equilibrio natural. Mi padre sufrió tal sorpresa que, cogiendo el freno de la montura de su caballo, tomó a Miguel de la cabeza y lo azotó; después salió a buscar al maestro Millán, a quien los principales del pueblo, que ya se habían reunido para tratar de remediar la situación, no permitieron que lo castigara.

    Otro de los recuerdos que guardo de mi infancia en Olinalá fue el día en que el señor obispo Ibarra y González tuvo la idea de construir un edificio para un colegio con internado en la cima del cerro Olinaltzin, al oriente del pueblo, a lo que el vecindario respondió entusiasta, aportando materiales y en el acarreo de arena. Cuando el templo estuvo terminado, me tocó en suerte presenciar la única ceremonia de esa índole que he visto en mi vida: la ordenación de dos sacerdotes, que coincidió con la inauguración del santuario. Como se trataba de dos jóvenes olinaltecos —el señor Serafín Armora, recién fallecido obispo de Tamaulipas y el señor Jacinto González, también muerto ya— que habían hecho estudios distinguidos, había en el pueblo y en la región entera un entusiasmo desbordante y una afluencia excepcional de visitantes que llenó las casas de Olinalá. En la mía se ocuparon todas las piezas con sus camas. A mí me mandaron a dormir al mostrador de la tienda, por suponer que un chiquillo duerme como lirón aun en el lecho más incómodo y, también hermosos de un chiquillo dormilón e inocente, no hubo el menor inconveniente en poner junto al mostrador una ancha cama, dos bancos, un tapestle y unos buenos petates. Yo, tal vez nervioso por tantas emociones del día y para evitar nuevas órdenes de hacer mandados, fingía dormir. Pude entonces contemplar el primer espectáculo que causó en mi ser pequeño una conmoción inesperada, promovida por dos majestuosas primas foráneas que habían llegado entre los parientes y visitantes. Ellas, de dieciocho y veinte años, eran unas morenas que me parecieron las más hermosas de todas las mujeres que habían pasado por mi mundo conocido. No volví a verlas, pero a más de sesenta años de distancia todavía me acompaña su recuerdo delicioso. La realidad es que, creyendo al primito bien dormido, no se atrevieron a apagar la veladora. Después de despojarse de sus ropas exteriores y destrenzar sus negros y lustrados cabellos, que cayeron abundantes, acariciadores, sobre sus hombros, pude ver cómo se despojaban de sus corpiños para dejar al aire unos senos encantadores que me parecieron el summum de la perfección. Era una indulgencia inusitada para mí ver las intimidades de las doncellas porque en Olinalá, donde los muchachos son diablos verdaderos, desde muy pequeñas las niñas adquieren el empaque de honestas señoritas y es muy extraño encontrarse, de pronto, con una desnudez como la de aquéllas.

    Recuerdos de infancia en la provincia Costumbres de la región de Olinalá

    Cuando en tiempo de aguas íbamos a Huizcolatitlán, propiedad de mi padre en terreno de Tecolapa, nos acompañaban familiares, parientes o amigos. Y en campo propicio, como sabemos, las fechorías de los muchachos son ininterrumpidas.

    Después de cenar, mis hermanos y sus amigos inducían a las mujeres jóvenes a salir al campo frente a la casa para participar en alegres tertulias que tenían como remate alguna diablura. Una vez prepararon el ambiente con historias de raptos de inocentes doncellas y narraciones de fantasmas, entre las que descollaba La Llorona. Entre tanto, alguien apagó el candil que alumbraba el corredor y otro amarró una reata de lado a lado de la puerta, como a dos cuartas del suelo. De improviso se escucharon lamentos desgarradores en el corral del ganado. Uno de los traviesos, vestido sólo con taparrabo, se había embarrado el cuerpo con algo fosforescente y llevaba frente a su rostro una calavera de vaca, con las cavidades también fosforescentes y aullaba como un condenado. Las muchachas que huían despavoridas a refugiarse cerca de las señoras, caían en la puerta como manojo de cañas.

    El colmo de la crueldad de mis hermanos llegó en la juventud de nuestra hermana, la única entre tanto hombre, situación que nos hacía frenéticamente celosos.

    Al cumplir diecisiete años, la llevaron a Chiautla, Puebla, y allí conoció a Agustín Flores Ruiz, quien había de ser su esposo. Al establecerse la comunicación epistolar, mis hermanos se turnaban con esmero el día del correo para correr con la carta y treparse a las ramas más altas de un frondoso árbol de nuestro patio, desde donde empezaban a gritarle a los demás que había carta del Diablo, porque era pelirrojo. Se congregaban para abrir y leer la misiva con grandes burlas. Entre tanto, mi hermana, llorando a más no poder, buscaba el apoyo de mi madre quien, por medio de amenazas y castigos, obtenía que dejaran caer la carta que de forma invariable ya había sido causa de la más injustificada irrisión.

    La petición de mano se fijó para un año antes de la boda y, cuando el día llegó, 13 de junio de 1898, mis hermanos mayores andaban en largos viajes para no conocer al que los dejaba sin su única hermana. Poco después, mis hermanos Braulio y Miguel obtuvieron becas para estudiar en el seminario de Chilapa.

    Para mi madre, el casamiento y la ausencia de su hija fue un verdadero derrumbe y para tratar de confortarla, mi padre dispuso que ella y los tres hijos más chicos —Samuel, Leonides y yo— viniéramos a radicar a Chiautla a fin de que madre e hija, compañeras inseparables, vivieran cerca una de la otra. Mi padre no pudo vivir en Chiautla con nosotros debido a que nuestras condiciones económicas habían llegado a ser un verdadero desastre.

    Poco antes de salir mis hermanos para el seminario, tuve con Miguel un involuntario arranque de energía que me valió, sin yo buscarlo, pensarlo, ni soñarlo, que él empezara a respetarme. Era entonces como lo sigue siendo hasta ahora, un gran corazón forrado de fósforo, que se enciende al primer raspón. Tiene por costumbre fingirse tan áspero en todo momento que hace muchos años le puse Don Quintín el Amargado.

    En aquella ocasión, después de un formidable aguacero, mi madre nos mandó a Miguel y a mí a traer el caballo que estaba apersogado del otro lado de la barranca que pasaba detrás de nuestra casa. No podíamos ir calzados por causa del lodo y por las niguas (pulgas) que devoraban las puntas de nuestros dedos. No sé por qué, caminando, cogí una piedra como de a libra. Miguel, que iba por delante, empezó a bajar de la calle por una zanja empinada y resbalosa, para llegar al fondo de la barranca que había que cruzar. Yo, como quien no quiere la cosa, me quedé en lo alto, pero Miguel se detuvo a mitad del camino; volteó a verme y me mandó que fuera por el caballo. Como no eran las órdenes que habíamos recibido, protesté, pero él me gritó con tal furia que, presa del pánico, aventé la piedra, la cual reventó innumerables bolsas de niguas en los pies de Miguel. Al ver los brincos y alaridos que pegaba, corrí como gamo a refugiarme en las faldas de mi madre. Desde entonces, Miguel, quien me creyó con magnífica puntería y como un desalmado además, fue excepcionalmente considerado conmigo desde entonces.

    Cuando quedamos los tres más chicos con mi madre en la casona de Olinalá, ella se esmeraba, en medio de las privaciones que nos acarreaban los malos negocios, en alimentarnos lo mejor posible. Nunca en la vida he vuelto a comer guisos que me supieran tan deliciosos como los hechos por sus manos; jamás, en ninguna parte del mundo, volví a saborear con tanto deleite el adobo de jocoque, el pipián, el rabo de mestizo, el adobo blanco, la carne con olores, el pozole y los frijoles negros con epazote y tiras de chicharrón; ni he vuelto a saborear dulces o pasteles como las torrejas, los buñuelos, la sopa en vino, las cajetas de tlahuanca, de pitaya y de camote, la leche envinada, la cocada en leche o el dulce de piña en leche. Los sábados acostumbraba hacer en un gran cazo de cobre algún dulce y, con mucha anticipación, cada quien reclamaba el cazo para raspar y comer los residuos del fondo. Y mientras Teresa o Simona, las magníficas sirvientas, ayudaban a mi madre en la cocina de carbón y los dos chicos jugaban, yo me iba a la cocina de leña a platicar con Pina, la molendera. Me encantaban sus brazos rollizos, su pecho turgente mal cubierto por la camisa con adornos en su gran escote y sus incipientes mangas de multicolores chaquiras; sus trenzas gruesas de azabache, su rostro blanco, fresco y encendido; su charla entretenida, su risa contagiosa y hasta las perlas de sudor que adornaban sus sienes.

    El éxodo. Descubro en un documento que mi padre tenía ideas semejantes a las que sostuve frente a Calles en la persecución religiosa

    La pobreza y lo inconsolable de mi madre por la ausencia de mi hermana nos impuso el éxodo de la tierra querida. Con mi madre montando hábilmente al caballo de nombre Jovero, mi padre y los tres chicos en otros caballos, unas cuantas bestias de carga para lo que no pudimos abandonar nuestras pertenencias y dos o tres mozos, emprendimos la triste jornada el 23 de febrero de 1900. Subimos el Colotepec, donde por última vez lloramos viendo el Olinaltzin y seguimos por el rancho de Iyotzingo de la tía Rosita. Yo, que nunca había salido de mi pueblo, iba con el ánimo dispuesto a observar asombrado y con vidrio de aumento cuanto veía por primera vez. Los ríos me parecían inmensos, las montañas, lúgubres; las cañadas, misteriosas y las quejas de las palomas, tristísimas. Al día siguiente, cruzamos el Tlapaneco. Ya en Ixcamilpa de Puebla, nos alojamos en la casa de Julio Meléndez, un indio puro, amigo de mi padre, principal del lugar y único comerciante. Al mirarlo me sentí impresionado por su porte majestuoso, con dos varas y cuarta de alto, robusto y con maneras solemnes; hasta las manchas de su cara de pinto azul me parecían artificiales y pintura de ritual. Estaba seguro de que nos recibía, en su cómoda casa, un descendiente de los emperadores aztecas. El Emperador, como lo llamé, nos obsequió sandías y melones; mientras comía aquellos regalos, buscaba en las paredes los mantos multicolores y los rimeros de plumas para la cabeza, tal y como lo había visto en las estampas de las cajas de cigarros La Mascota, que solía abrir de contrabando en la trastienda de mis tíos para hacer mi colección.

    El Emperador nos guió muy temprano por el camino de Telicahua; junto con él y sus dignatarios cruzamos el río Balsas. Llegamos a Chiautla el 25 de febrero de 1900.

    Cuando empezaron las aguas de mayo, volvimos a Tepanecatlán, gozando de la vida de rancho cuando los pueblos se vacían y los ranchos se llenan de alegría con la junta del ganado y con la ordeña, muy temprano, de vacas con becerro chico. Luego, al herradero. Las artesas llenas de leche de donde al mediodía se recoge el jocoque o nata y se le pone cuajo para después partir la cuajada y luego irla recogiendo y exprimiendo hasta sacarla y molerla para al final prensarla en las marquetas o los cinchos y colocar los quesos en las chitas colgadas en los corredores para que les dé el aire, y enchilarlos ya secos a fin de que no se piquen y puedan comerse hasta el año siguiente. El suero de las artesas que no se da a los cochinos se pone a hervir en peroles o botes petroleros y luego se deja escurrir en cedazos colgados para que en ellos quede el sabroso requesón. Luego, el desayuno que se empieza a saborear desde el momento en que uno ve cómo preparan las quesadillas de flor de calabaza, las sopas de jocoque con salsa picante de tomate, el rico atole de ciruela y, como postre, la leche cortada o la calabaza con miel de abeja. Y para completar la placentera estada, los baños en las pozas de la barranca al mediodía y, al caer la tarde, los paseos por las colonias aromadas para cortar nanches, huaxocotes, chupandillas, pitahayas y pitajayas, llevando para cortar éstas, unos chicotes especiales.

    Con la confusa clasificación moderna, relativa a posturas e ideologías, tendría que definir a mi padre como un "socialista-cristiano, liberal y progresista'. Siempre quiso ser un animoso y humilde creyente que hizo cuanto pudo, incluso a costa de lo suyo, para mitigar las necesidades de los desvalidos.

    Cuando la autoridad de don Porfirio era omnipotente y temida, mi padre no vaciló en desafiarla, recaudando como alcalde las firmas de los componentes del Consejo del Municipio en un documento que encontré el 12 de mayo de 1951 en el archivo del Curato de Olinalá. Su lectura me produjo una emoción tremenda, porque revela las mismas ideas que a mi vez sostuve ante el presidente Plutarco Elías Calles durante la torpe persecución religiosa de 1926. El documento que encontré, fechado el 30 de diciembre de 1898 en Olinalá, hablaba del compromiso de salvaguardar las leyes eclesiásticas por encima de las civiles. Mi padre, junto con Miguel Apresa, Ángel Almazán, Artemio M. Almazán, Mariano Acevedo, Mauro Rendón, entre otros, defenderían la posición católica bajo una promesa irrevocable.

    Mi padre regresó a Chiautla en 1902. Ahí, tras vender una buena partida de botes petroleros con esencia de linóleo que había producido en su cruel destierro de Oztutla, montó una botica muy bien surtida para que mi madre, ya con cinco hijos en casa tras el regreso de los dos que abandonaron el seminario de Chiapas, pudiera atender las exigencias diarias de la misma. Por desgracia, mi hermano Braulio, unido a un íntimo e inseparable amigo del seminario, Alberto Rodríguez el Chaqueta, que años después moriría como general zapatista en la batalla de la Pinotepa Nacional en Oaxaca, tomaba dinero para los esparcimientos propios de la edad. A mí me tocaba el resto de centavos, con lo que podía comprar mischaramuscas y trompadas; además, con lo que sobraba, me podía escapar por las noches a jugar en la antigua y afamada lotería de la Villa, donde al oír uno cantar el premio de los ladrones, la cobija de los pobres, ay siqui, siriqui, cuándo, el que le cantó a San Pedro, y así sucesivamente, se apuntaban con maíces las figuras sin que éstas fueran jamás nombradas.

    No hay que pensar que la participación que me había señalado en el negocio de la botica pudiera dedicarla a algo pecaminoso que ahora trate de ocultar, pues lo curioso es que, según recuerdo, tuve más inquietudes sexuales entre los cinco y los ocho años que entre los nueve y los trece. ¿Sería el ambiente de Olinalá en que era feliz, en contraste con la hostilidad del medio de Chiautla, cuyo valor, la pobreza y otras cosas me hacían desdichado?

    El hermano menor de mi madre, hombre bueno y moderado en sus hábitos, en su función de municipal de Olinalá, tuvo que ordenar la aprehensión del temido ladrón de ganado Juan Flores, con negros antecedentes de asesino. Con sólo cruzar el río Tlapaneco para llegar a su tierra Ixcamilpa, que ya pertenece al estado de Puebla, el malhechor burlaba a la autoridad. Mi tío Artemio tenía necesidad de venir a Puebla, que siempre ha sido nuestra metrópoli, geográfica y económica y, sin hacerle caso a quienes le aconsejaban rutas alternas, se aventuró por Ixcamilpa. El río Tlapaneco estaba crecidísimo y los balseros batallaron para cruzarlo.

    Cuando el tío Artemio saltaba a tierra, surgió a dos metros de distancia, y quién sabe cómo, la siniestra y corpulenta figura de Juan Flores, ante quien mi tío era un verdadero pigmeo. El criminal atacó al tío y le destrozó el brazo izquierdo con un disparo. Mi tío Artemio pudo, de manera providencial, alcanzar su revólver para dispararle y llenar de plomo el cuerpo de Juan Flores, quien con las fuerzas que le quedaban se echó sobre mi tío para intentar ahogarlo en las aguas lodosas del río. Por fortuna, los balseros lograron quitarle a Flores de encima. El tío Artemio llegó una noche después a nuestra casa. Al día siguiente, fue al poblano Juzgado de Primera Instancia para hacer la denuncia. Luego vino el proceso interminable, con desfile de testigos, peritajes, antecedentes de los protagonistas, la mala voluntad de poblanos hacia guerrerenses, los gastos numerosos, hasta que casi después de un año se impuso la obligada absolución.

    Mientras el proceso duró, el tío Artemio estuvo detenido en la pieza del alcalde de la cárcel pública. Yo, el mandadero permanente, como era natural, era el encargado de llevarle los alimentos. A poco, en la cárcel me consideraban como de casa. Ahí hice buenas relaciones con los carnitas de la guardia, sobre todo con el Trompeta, que me asombraba con su capacidad pulmonar para las dianas interminables; también me hice amigo de los reos comunes, a quienes regalaba algo que me daba mi tío para ellos, como cigarros, velas, papel o fruta. Esta situación de mi tío, que puede considerarse tragedia, conmovió a la familia y a mí me deparó grandes enseñanzas.

    Cuando el tío Artemio ya había sido absuelto, empezaron a circular rumores en Chiautla. Al revés que en Olinalá, donde se trataba bien a los indios, en Chiautla los mestizos del centro, que eran los menos, siempre andaban a la greña con los indios de San Miguel, el barrio más populoso, cuyo jefe era Abraham Ramírez. El ambiente estaba lleno de rumores y mi hermano Braulio y su amigo el Chaqueta se subían a la azotea de noche con dos pistolas inútiles para defender la plaza, sin saber frente a quién y sólo mientras no los rendía el sueño; aunque la realidad era que sólo estaban ahí para fumar a escondidas de mi madre. Luego, por cansancio de los murmuradores, renació la tranquilidad y nadie volvió a hablar de los mil veces famosos defensores. Pero, a poco de disfrutar de una verdadera calma, una madrugada entre las dos y las tres, por abril de 1903, nos despertaron golpes secos que resultaron balazos, gritos destemplados y tropeles de caballería sobre el tepetate de la plaza.

    En mi casa hubo pánico, seguido de un silencio absoluto y yo, burlando la vigilancia materna, pude escapar por la calle de atrás para correr a la plaza, en donde me amaneció y experimenté la primera gran emoción bélica al contemplar y palpar hombres y caballos muertos. Los cadáveres correspondían a individuos para mí desconocidos hasta que, al entrar al portal, tropecé con varios soldados muertos amigos. Lo que más lamenté y me entristeció, fue hallar entre los caídos al Trompeta, que mostraba un rostro complacido, con actitud varonil y un color tan natural que me puse a hablarle para despertarlo, creyendo que después de la lucha lo había rendido el sueño.

    Últimos recuerdos de Chiautla. Dolorosas enseñanzas.

    El efecto calmante de las maldiciones, tan útiles para tratar bandidos

    Durante nuestra estancia en Chiautla, Puebla, ocurrió aquel intento de rebelión en Guerrero que provocó un movimiento amplio de tropas federales rumbo a mi estado. Yo acostumbraba presumir, ante los escolapios asombrados, de las majestuosas e inexpugnables murallas de la Sierra Madre del Sur, que les describía con minuciosidad, aún sin conocerlas; les describía cómo las fuerzas de Iturbide y de Santa Anna habían sufrido humillantes derrotas, infligidas por las tropas de Guerrero y Álvarez; amenazaba con una catástrofe para el régimen de don Porfirio si él insistía en profanar el sagrado suelo de los invictos habitantes del Sur. Todo lo decía y lo gritaba con énfasis ridículo porque me parecía una obligada ofrenda a mis deberes y a mi amor por el terruño.

    En Chiautla quedó una sección del 14° Regimiento de Línea al mando de un teniente Enciso. Éste y sus treinta y dos soldados y sus caballos empelados, gordos y grandes, causaban la admiración del vecindario que a diario se reunía en la plazuela del Palacio Viejo para ver las notables maniobras de los militares a pie y a caballo. Yo, sobre todo, sentía ardientes impulsos de participar en las campañas cuando escuchaba los toques marciales que ya me sabía para silbarlos. Lo malo fue que jamás pude silbar.

    Aquí terminan mis andanzas de los años vividos en Chiautla, población de la que tan tristes recuerdos quedaron, entre ellos uno muy doloroso.

    Ya he dicho que en mi padre encontré el summum de la tolerancia, de la abnegación y de la resignación cristiana. Cuando lo fastidiábamos demasiado, su exclamación era ¡Oh togualante!, cuyo significado jamás pude entender. Cuando se veía obligado a maltratar a alguien, la palabra gruesa que le oía era la de chivato, y nunca recibíamos el menor castigo de sus manos. ¡Pobre padre, que nunca gozó del calmante efecto de las palabrotas! ¡Esas maldiciones que empecé a aprender en los colegios y que luego me fueron indispensables cuando alternaba con guerrilleros rudos o con bandidos, ante quienes había que demostrar o simular entereza indomable!

    Una tarde al salir de la escuela, llevamos a casa para jugar, como de costumbre, a una gruesa palomilla de primos y compañeros. En esa ocasión armamos más bullicio que de costumbre, así que mi padre salió a decirnos que se hallaban visitando la casa el jefe político, el juez y otros personajes, que guardáramos compostura porque nuestros gritos no los dejaban conversar. Nos mantuvimos en calma poco tiempo, así que mi padre volvió a salir; a la tercera ocasión que lo desobedecimos, salió armado con una cuarta para caballo en la mano y como yo estaba de espaldas a la puerta, dirigiendo una mezcla de corridos, gritos y carcajadas, no alcancé a comprender la súbita huida que iniciaban los del coro, así que recibí un cuartazo en mi espalda. Fue un solo golpe que me dejó una huella imborrable en el alma. Así que fui yo uno de los causantes de un momento de irritación en él, el segundo que le vi en mi vida.

    En Puebla de los Ángeles. Mi primer empleo

    Una de las cosas que más me gustaba de Puebla era los pregoneros de muéganos, que en las noches de frío los ofrecían por todas las calles con un sonsonete cantado cuya letra jamás pude entender; por las mañanas, todavía más frías, me atraían los pregoneros de jaletinas.

    Recuerdo mis pininos como ciudadano poblano. Recién llegado, cuando en las altas horas de la noche me turbaban el sueño los silbatos de las máquinas de la estación cercana, mi imaginación me llevaba a viajes fabulosos con aventuras de ensueño, en tierras que me absorbían pero que no podían matar la nostalgia de la tierra de mi niñez. Desde entonces, después de tantos años, cuando estoy solo no puedo evitar que una melancolía me invada momentáneamente al escuchar un silbido de tren, su sonido se asemeja a los gritos de auxilio de alguien que se llevan a la fuerza, sin nadie cerca para ayudarlo.

    Mi hermana Delfina, que para todos fue una segunda madre, mereció que la llamara Doña Torquemada, pues me inscribió en 1903 en la lejana escuela anexa a la Iglesia de Guadalupe, de donde me quedaron los mejores recuerdos de los sacerdotes Ramos y Zárate. Luego, en 1905, pasé al primer año de la Preparatoria Católica por imposición también de la Inquisidora, que no nos dejaba leer más que el católico Amigo de la Verdad y nunca El Imparcial ni El Popular. La ventaja de gastar un centavo en El Amigo de la Verdad era que cuando mi hermana me acusaba ante mi madre por no haber ido a misa,

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