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El Circo
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El Circo

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Siete generaciones de mujeres, siete momentos distintos que se entrelazan en este recorrido que inicia en el siglo XVIII en África hasta llegar al siglo XXI en Guadalajara, México. Sus historias, testigos mudos de acontecimientos varios, desembocan finalmente en la pérdida del legado ancestral de la familia de comunicarse con el más allá. Esta visión mágico-mística se encuentra cargada por rasgos de cosmogonías indígenas, católicas y yoruba, mismas que han encontrado en México un lugar propicio para convivir y aun entremezclarse prácticamente sin problemas. Ésta es la historia que se cuenta, ésta la magia que se despliega ante el lector.

LanguageEspañol
PublisherEmooby
Release dateMar 9, 2011
ISBN9789898493521
El Circo
Author

Elizabeth Vivero

Elizabeth Vivero (Guadalajara, Jalisco, 1976). Narradora y poeta. Es doctora en Letras por la Universidad de Guadalajara. Participó en el IV Taller Regional de Narrativa impar- tido por el escritor Daniel Sada en el CIELA Fraguas de Aguascalientes en enero de 2009. De julio a diciembre de 2009, realizó una residencia artística bajo la tutoría nuevamente del Mtro. Daniel Sada en el CIELA Fraguas. Autora de la plaquette No para siempre (Mala Es- trella, 1997), de los libros de cuentos: Con los ojos perdidos (Fondo Editorial Tierra Adentro, 1999), El derrumbe del mundo (Paraíso Perdido/Secretaría de Cultura Jalisco, 2001), Muer- tos sin saberlo (Paraíso Perdido, 2004); de las novelas Ese suelo tan otro y El combate de la reina (ambas publicadas por el Consejo Estatal para la Cultura y las Artes Jalisco, en 2005 y 2009 respectivamente, en la categoría de beca de estímulos a la creación); y del libro de in- vestigación Visiones contemporáneas sobre el personaje femenino en la literatura mexicana (Universidad de Guadalajara, 2010). Obra suya aparece en las antologías Tramas y líneas (Paraíso Perdido, 2004), Nueva poesía y nueva narrativa Hispanoamericana (Lord Byron ediciones, 2009); La mujer rota. Un Homenaje a las mujeres rotas del mundo (Literalia edi- ciones, 2008); Porque a mí me bautizaron con un trago de tequila (Oro Azul, 2008). Poemas y cuentos suyos han sido publicados en las revistas Tierra Adentro, Presencias, La Voz de la Esfinge, El fantasma de la glorieta, Revista estrellas poéticas, El picudo blanco, entre otras.

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    El Circo - Elizabeth Vivero

    Como nunca antes, en medio de esta muerte, deseo morir. Para el mundo soy, a lo sumo, recuerdo desteñido, no más dolor al escuchar la canción que tanto me gustaba. He muerto no sé cuántas veces al cerrarse los ataúdes de los hijos, de los nietos. Me he ido diluyendo entre las cosas echadas a la basura. Casi nadie sabe ya de quién es el rostro de la anciana que aparece de vez en cuando en las fotografías. Sobre mi tumba, la maleza gana la batalla a las flores frescas.

    Viudo, con tres hijos, quién me hubiera dicho que esperaría el fin del mundo condenado, maldito por un amor clandestino. Que un día sería atrapado en un pequeño fresco para ser enterrado en vida en una fosa vieja, antiquísima, de la que sólo pestes y desgracias emanaban. Todo por no creer que los celos de una mujer son escuchados en luna llena.

    Me dijeron mis abuelos que desde el otro lado del mar zarpaba el luto. Vestidos con olores agrios, desembarcaban los seres que intercambiaban vidas por llantos. Nunca te arrimes a las costas ni te apartes del pueblo, me advirtieron. Ninguna de las dos cosas fue necesaria para que un día llegaran y nos aniquilaran con su propio incendio.

    Nunca hice caso. Desobedecí. A mi sangre, a mi raza, a mi gente. Por ella, por los hijos. Me castigaron con el exilio, y lo acepté. Desterrado, desenraizado, tuve que cavar los cimientos en una tierra que me despreciaba tanto como yo a ella. Con alas fuertes, los hijos regresaron a combatir su derecho de quedarse. Lo consiguieron mientras me iba consumiendo en el olor del recuerdo.

    LA MAESTRA DE CEREMONIAS

    -En el sueño, todo era confuso. Un hombre, con espada, me tomó del brazo y me obligó a salir de lo que era una especie de choza. La que yo sabía que era mi madre, lloraba y gritaba sin parar. A ella la dejaron adentro. Al salir, me obligaron a reunirme con otras personas en medio de aquella aldea. Desesperada, trataba de localizar a mis hijos que vi en otro grupo de niños que habían unido de pies y manos con una soga. Un joven, al que abracé con fuerza, estaba golpeado. Él sangraba de la frente, pero parecía que el coraje le adormecía el dolor del cuerpo. A punta de bayonetas y latigazos nos hicieron caminar por la selva. La angustia que sentía era tanta que me desperté sollozando. E inmediatamente sentí alivio al recordar que yo no era negra.

    Reynaldo escuchó mi relato sin prestar mucha atención, por lo que ya esperaba su escueto comentario: qué cosas sueñas, mujer. Y se levantó sin más. Después me quedé pensando que, tal vez, mis últimas palabras lo habían molestado pues yo era casi mulata, como él. O, quizá, estaba demasiado preocupado por su próxima reunión. Hablar con el Comandante ponía nervioso a cualquiera. Así que no comenté nada cuando terminó de bañarse. Ese día era su día. Si sabía utilizar las palabras y colocarlas en el lugar propicio, tendría asegurado el ascenso. Por mi parte, mientras no tuviera noticias del encuentro, seguiría tratando de explicarme el porqué de la recurrencia de esos sueños que cada vez se hacían más vividos, al grado de llegar a oler la madera podrida del barco al que nos habían obligado a subir.

    -Nos vemos en la noche –dijo Reynaldo con prisa y salió sin desayunar.

    Que coma algo allá, si puede, fue mi respuesta. Molesta por su actitud, quise devolverle su rudeza haciendo lo que a él no le parecía: esa misma tarde visitaría a la madrina Roberta para que me leyera los caracoles. Al fin y al cabo eran mis sueños.

    -¿Exactamente, qué sientes?

    -Que voy volando en un cielo azul, azul. Sin nubes. Totalmente despejado. Sé que debajo de mí está el mar y luego, conforme avanzo en el aire, me encuentro entre las copas de unos árboles más bien medianos. De repente, alguien o algo me jala de los pies y me hace aterrizar en una aldea. Entonces me siento alegre, feliz por haber regresado a casa, aunque no lo sea. Y comienzo un baile extraño, al ritmo de unos tambores que no veo por ningún lado, pero que escucho muy cerca de mí. Los tambores aceleran su melodía y yo doy vueltas y vueltas con mi vestido blanco con azul.

    -¿De qué color te ves?

    -Negra.

    La madrina Roberta calla. Piensa un largo rato. Sacude los caracoles entre sus manos. Les sopla. Los avienta sobre la tierra. Reflexiona mucho antes de decirme creo que tienes el che.

    -…que tenía el che, que si quería descubrirlo fuera la próxima semana, el viernes, y le llevara un coco, unas flores blancas de preferencia margaritas, agua de colonia y unas tres velas blancas para bajar al muerto. Le pregunté qué era eso y me contestó que sólo viéndolo podría saberlo.

    Reynaldo me observa. Cuántas veces me ha dicho que no vaya con ellos, que esa gente suele robarle el dinero a las personas ignorantes, que ni se me ocurra entrar en una de esas casas porque luego, luego, le toman la medida a uno e intentan engañarlo con cualquier cosita. Para que se te quite lo maleducado, pienso.

    -¿Vas a ir?

    -La verdad, no sé. –le respondo para seguir molestándolo, aunque no sea cierto. A pesar de sentirme tentada por presenciar en vivo lo que tanto he oído que hacen, me da miedo caer en una trampa. En ese punto tiene razón Reynaldo, pero no se lo concedo abiertamente: que sepa que tomo mis propias decisiones sin consultarlo.

    -Mañana tengo junta con el Oficial. El Comandante no llegó a la reunión.

    La plática se da por terminada. Reynaldo toma de la mesa el periódico y yo voy a la recámara a leer mi libro. Si no quiere hablar más del asunto, que no lo haga.

    Llegó a la plantación con aquel mulato vestido de aceituna. Fuerte el hombre, medio blanca ella. El encargado los acompañaba y se dirigía al mulato con respeto. A ella casi ni la volteaban a ver. Buenas caderas, piernas cortas, igual que las mestizas. En cuanto la vi, supe. La hija de mis hijas estaba de regreso. Me fui con ella. El mulato ése no me dio la bienvenida, aun cuando supo que había entrado en su casa. Se hizo el desentendido por completo. Ni los sueños lograron que me pusiera velas. Menos los de ella que le contaba casi a diario. A ese mulato malagradecido dejé de hacerle caso. En definitiva, ella era la que me importaba, por la que había abandonado la plantación. El reencuentro con la sangre es el llamado más poderoso.

    El ascenso de Reynaldo no se concretó. El Comandante apareció en una reunión posterior, mas se limitó a ordenar una inspección a fondo a las bases y a ofrecer largos e interminables discursos sobre el deber, la Patria y el honor que todo hombre, en particular los militares, debía defender hasta con su propia vida. Reynaldo no tuvo la oportunidad ni siquiera de acercársele lo suficiente como para ser presentado por el Oficial. Los días de la inspección pasaron, como sus aspiraciones inmediatas, por lo que el mal humor marcó su rostro varias semanas. Dejé pasar la visita a la madrina Roberta. El temor a convertirme en una más de las incautas que terminaban pagando grandes cantidades por trabajos que nunca surtían efecto, me hizo quedarme en casa con los mareos y las náuseas que empezaron a molestarme.

    -Estás embarazada –sentenció Reynaldo después de escucharme en el baño.

    Salí. El ardor en la garganta me enronquecía la voz. Otra vez Reynaldo estaba en lo correcto. Sin muchas ilusiones, tenía que aceptar el hecho. Al fin y al cabo estábamos casados.

    -Ve con el médico.

    -¿No me acompañas?

    -Mujer, tengo trabajo que hacer. El Comandante quiere escuchar personalmente el informe.

    El Comandante, el Oficial, el ejército. La trinidad que Reynaldo adoraba por encima de todos. Ni para las consultas para su hijo se haría tiempo y eso me molestaba.

    -Me tienes que acompañar –le reclamé-, eres su padre.

    Reynaldo se disgustó y comenzamos, como de costumbre, una larga discusión que terminó con una explosión de ira por mi parte y un silencio terco por la suya. También, como de costumbre, terminé yendo sola a las revisiones, a comprar lo poco que alcanzaba para el bebé, a registrarme en el centro médico y al parto. A Reynaldo, por atender una misión en Varadero, se le hizo tarde.

    La mestiza tiene el che. Díselo. Que sepa quiénes somos, que conozca su historia. Estamos aquí por ella. Que deje al mulato ése que no la ayuda en nada, al contrario, la retrasa en sus asuntos y la hace sufrir. El mulato no le conviene. Menos con sus dos criaturas. Que regrese, que vuelva. Díselo.

    La madrina Roberta escucha a los caracoles, a las cartas, a los cocos. Todos repiten lo mismo una y otra vez. Que tiene el che, que estamos con ella. Pero ¿qué puede hacer si la muchacha no regresó? Desde hace tres años la sigue esperando.

    A los dos niños los tuve que dejar encargados con la vecina. Aunque eso fue lo de menos. El verdadero problema había sido conseguir un vestido de noche, elegante, bonito, largo. Con qué dinero si en el carnet sólo estaba contemplado el pollo, el arroz, el aceite, el papel de baño. Insuficientes para los dos, para cuatro eran nada. Entre la leche que necesitábamos, los pañales y la ropa de los niños se consumía el poco sueldo de Reynaldo cuando había en el único supermercado de la ciudad. Como voluntaria extranjera, aunque sin sueldo, podía cambiar los pesos por divisas y entrar en la tienda a comprar mercancía. Por desgracia, ahí no se vendían vestidos.

    Cómo hacerle entonces para que alguien pudiera enviarme un vestido desde México y que, además, no rebasara cierta cantidad de dinero. Preocupada, le comenté a otras voluntarias mi situación. Para mi fortuna, una de ellas tenía una hermana que en esos días la visitaría. Con la hermana podía viajar el vestido que, por supuesto, me dejaría a muy, pero muy bajo costo. De esa forma pude ir, junto con Reynaldo, a la recepción que les había organizado el Comandante a los comerciantes de tabaco que asistían a la convención anual en el Hotel Nacional.

    Reynaldo, por supuesto, no desaprovechó la oportunidad y en el menor acercamiento que tuvo con el Comandante le expresó su más sincera fidelidad. La nación tenía mucho que agradecerle y la Historia lo recordaría por su invaluable talento como dirigente. El Comandante le agradeció sus halagos y el Oficial, a sabiendas de las intenciones de Reynaldo, lo presentó ante sus ojos como un excelente y digno heredero de la Revolución de quien se esperaban grandes cosas por lo que había que estar al pendiente de su desempeño. El Comandante quedó convencido, por ese apadrinamiento, de las virtudes de Reynaldo. Desde ese momento, y a todo lo largo de la noche, el Oficial quiso que Reynaldo estuviera cerca de él. Su ambición comenzaba a cumplirse, y yo, junto con las esposas de los otros militares y comerciantes, tuve que resignarme a intercambiar pláticas superfluas sobre el clima, la comida, los atuendos y hasta los bailes sensuales que presenciaríamos en el Copacabana.

    -Estos niños no tienen la culpa de tus imprudencias, de tus locuras. Mira que dejarlos que vivan en este país, rodeados de tanta miseria. Hasta endémicos han de estar los pobres. Ves, hasta los huesos se les notan.

    Mi madre, cada vez que me visitaba, repetía su discurso. Antes del nacimiento de los niños, era a mí a la que catalogaba de enfermiza, desnutrida y hasta tísica. Después, fueron los hijos. De Reynaldo, ni hablaba. Con ganas de correrlo a patadas: desde el primer día que lo conoció desconfió de su sinceridad.

    -Date cuenta, por el amor de Dios. Ese hombre te engañó, hija, te hizo creer cosas que no eran ciertas. A ver, ¿dónde está la vida digna que te iba a dar?, ¿la casa con jardincito y todo que te iba a construir?, ¿la felicidad inmensa que su tierra brindaba? Aquí la gente no tiene sino caras largas. Se pasan las tardes sentados, jugando ajedrez o fumando sus puros. Hija, regrésate. Allá puedes trabajar, ganar dinero, mantenerte tú y tus hijos; en cambio aquí, sin ganar ni un centavo, con ese hombre al que sólo le interesa su ascenso, tienes que criar prácticamente sola a los niños y, encima, sobrevivir con esa escasez que cada semana te dan. Piénsalo, es mejor que te regreses.

    Las palabras de mi madre, con el paso del tiempo, me resultaban más llenas de verdad. En realidad era cierto que me había creado una ilusión. En parte, sí, por la confianza que me había inspirado Reynado; pero también por mis ideales universitarios que me hicieron creer que con dos pesos se podía vivir sin problemas. La cuestión era que el orgullo me picaba, y aunque aceptara mi equivocación, en mi interior siempre quedaría una molestia contra mí misma por haber creído en esos castillos de aire. La realidad me había arrebasado, pero cómo dar marcha atrás sin odiarme por tanta incredulidad.

    -Hija, regresa…

    -A que has soñado con que eres un hombre, vestido con un traje huichol, bailando al ritmo de una flauta de carrizo que no dejas de tocar. A que en ocasiones el hombre que eres viste más bien con traje como de charro, y fuma una pipa en medio de una casa grande, rodeada de árboles. Aunque tu sueño recurrente sigue siendo la negra que viaja en un barco pestilente, con grilletes en las manos y en los pies. En ése sí que te angustias, te llenas de dolor al ver a tu hijo morir de hambre y de sed. Y lo peor, tener que aguantar el resto del viaje mirando cómo su cuerpecito se pudre, se descompone amontonado encima de otros porque los hombres que los llevan presos no se toman la molestia de tirarlos al mar. A que continúas soñando.

    La madrina Roberta me observa. Tengo que agachar la cabeza para no sentirme avergonzada. Sus ojos son como espejos que me reflejan tal cual soy. Poco más de tres años y de nuevo estoy frente a ella. Atormentada por los mismos sueños que lejos de disminuir han ido en aumento. Tras el nacimiento de mis dos hijos parecieron calmarse; pero después, una vez que el más chico comenzó gatear, volvieron con fuerza. A Reynaldo no le digo nada. A pesar de que seguramente sospecha lo que me pasa, lo sé. El ascenso lo ha vuelto más orgulloso, soberbio, y sus desplantes de militar de alto rango son más frecuentes. Cada día, al despertar, lo primero que espero con ansias es que se vaya. Creo que he comenzado a no soportarlo. Lo único que me detiene, hasta el momento, son mis hijos. Por el viaje no me preocupo. Mi madre está dispuesta a enviarme los pasajes y a sacarme de una vez y para siempre de la isla. Pero mis hijos. ¿Qué haría yo con dos niños tan pequeños?, ¿cómo recomenzar de cero en México tras cinco años? Para colmo, esos malditos sueños que me tienen harta

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