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Cuento sobre cuento
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Cuento sobre cuento

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El cuento es quizá uno de los géneros literarios con mayor aceptación por el público en general por la brevedad y contundencia en las historias. No es fortuito que grandes plumas lo hayan cultivado. Cuento sobre cuento lleva al lector a un recorrido en torno a este género, con cuentos de gran manufactura y calidad literaria que lo remitirán a lo esencial de la prosa breve.

LanguageEspañol
Release dateJul 7, 2014
ISBN9781940281841
Cuento sobre cuento

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    Cuento sobre cuento - Mónica Lavín

    Cuento es lo que calla

    La reflexión sobre el cuento es un territorio al que se llega después de amasiatos con la lectura y escritura del género. De pronto un día uno quiere saber cuáles son las virtudes secretas de una manera de expresarse moderna y con una sólida tradición, poderosa y, sin embargo, poco atendida entre los lectores. Entonces uno busca qué es lo que han pensado al respecto los virtuosos del género que a la vez han llegado a las elucubraciones por el ejercicio propio. Coinciden atributos y principios y sin embargo no se puede reducir el arte del cuento a un recetario. Añado a la caterva de opiniones la mía, como quien desata una conversación inacabable. Recorro las virtudes de un género de impacto, de un género que se bate entre la tradición y las desataduras donde si bien se pueden utilizar muchos recursos, puntos de vista, siempre hay una cuerda que sostiene a la historia en equilibrio, esa tensión narrativa sazonada de diversas maneras que Cortázar, experto en el cuento, ya señaló.

    El cuento es un género en vilo, anda por la cuerda floja con la gracia perfecta del equilibrista, la caída es mortal e inapelable. Nada debe sobrar, nada debe faltar al cuento y sin embargo debe demostrar una prosa tersa y fluida. La dosis entre lo descarado y lo oculto es facultad de la intuición y el oficio. La famosa teoría del iceberg: los 7/8 bajo el agua que dan la verdadera densidad a la historia no son fabricados de antemano. Nunca el escritor se puede proponer esa fórmula escultural. La intuición es la madre del cuento, una vez consciente el escritor de ella y de las posibilidades de someterla a su voluntad escritural comienzan a sofisticarse o arriesgarse los malabares del equilibrista en la cuerda-página.

    Si algo me seduce y me interesa del cuento es su relación con la imagen, su capacidad de detenerla, de regodearse en ella, de disecarla. Su instantaneidad y su verticalidad. Su poder incisivo. Aún no sé a qué obedece que uno se sienta cómodo en un género ni por qué hay una inclinación a ordenar el mundo, a aquietarlo, a entender dolores y placeres a través del género breve y poderoso de la narrativa. Es inevitable la comparación con la experiencia de la novela. Emprendida la aventura incierta de escribir una novela: experimentada su arquitectura, la posibilidad de que los personajes crezcan, se enfrenten a diversas situaciones y estén menos ceñidos al rigor tenso que impone la correa del cuento, pienso cuentos inevitablemente (y por fortuna). Escudriño en los semáforos, en las antesalas —ese ocio obligado es el mejor aliado del escritor—, en las filas buscando aquella imagen poderosa, aquel gesto que siembre la historia.

    Y entrados en terrenos de la imagen y cómo nace un cuento, encuentro que más poderosa que cualquier anécdota personal o prestada es una instantánea a vuela pájaro que provoca la futura historia, como si calara y apelara a una cierta piedad de nuestra parte. Es escuchar un grito. Porque todo cuento es un grito, su virtud es que no sea sonoro. Pienso en Faulkner que decía que El sonido y la furia nació con la imagen de una niña trepada a un árbol que dejaba ver sus calzones. Si un mundo contado por un idiota, un notable ejemplo de la posición del narrador, puede nacer de algo tan aparentemente menudo no hay más que estar donde la imagen (provocación) en el momento preciso. Y para eso no hay anticipación posible. Los cuentos que guardo como tatuados en la piel lo son por imágenes brutales (el niño que observa el tajo en el cuello del indio en Campamento indio de Hemingway), o de suave dulzura (el clavo en la pared desnuda en El canario de Katherine Mansfield), o de imperiosa tristeza (el padre en la canoa en La tercera orilla del río de Guimaraes Rosa). Es como si todas ellas formaran un álbum desgarrador y bálsamico por su poder de edificar una estética, de bordar con la luz de una lámpara verde el cansancio de una niña como la pequeña Varka de El enemigo de Chejov.

    De una estampa en un pueblo de Coahuila (una pareja de viejos saliendo de una casa hermosa y descuidada, ella llevando una bolsa de papel de estrasa por monedero) sospeché un cuento que luego se volvió novela y que ahora supongo sucedió porque la imagen despertaba muchas preguntas, muchas más de lo que una sola situación que compete al cuento, me permitía responder. Aún no sé si lo primero hubiera sido más afortunado. Finalmente uno escribe un cuento o una novela porque tiene la necesidad de responderse preguntas.

    A mí me gustaría haber tenido el privilegio de conversar con mis autores favoritos y que me contaran cuáles fueron sus imágenes disparadoras: a Raymond Carver le preguntaría cómo se le ocurrió el cuento de Intimidades: ¿Vio alguna vez a un hombre de rodillas prendido al dobladillo de la falda de una mujer? ¿Y cómo pensó Los caballos en la niebla? ¿Existió ese instante de lo absurdo, de lo insólito? Casi podría o quisiera jurar que así fue, que fue la estampa el detonador brutal. Y si un cuento puede dar dimensiones insospechadas a un feto en un frasco como lo hizo Guadalupe Dueñas con Mariquita o con el sapo devastado por los niños curiosos de mirar la muerte, cómo no concederle un nicho de privilegio.

    El cuento no puede ser un género de obviedad. Me parece que su capacidad de sugerencia, la manera en que involucra al lector, es su atributo más notable. El cuento apela a la complicidad de aquel a quien ha tomado de la mano y yo más bien diría del cuello de la camisa (o similar) y no lo suelta hasta que llegue, a la par que el escritor, satisfecho y perturbado hasta el final.

    Y llego a un punto sobre el que he pensado y actuado de diversas maneras: el final del cuento. Emprendo un cuento sabiendo a dónde quiero que llegue. Digamos que esa cualidad de flecha unidireccional es un principio que me parece inamovible, aunque luego opte por un final distinto. Sin embargo, poco a poco, he abandonado la idea un tanto efectista del final sorpresivo, que sobre esa vuelta de tuerca inesperada para el lector debía pivotear la historia. Antes conducía la historia para que el lector no tuviera la más mínima idea de por dónde iba a salir el asunto y, sin embargo, no encontrara una trampa si retomaba la lectura. Ahora me interesan poco esos cuentos y apuesto a la sutileza de lo que no se ha revelado pero que está allí en las escasas líneas que salen a la superficie. Por eso me gustan Carver y un autor italiano-estadounidense que escasamente ha sido traducido al español: Arturo Vivante, porque no hay ese efecto de caída de telón. En realidad los cuentos son arbitrarios cucharones de una vida que sigue fluyendo pero que el que escribe —obedeciendo a desconocidos mandatos— decide sacar del caldo. Lo fundamental es que esa situación, la que elegimos poner bajo la luz de un seguidor —como en el teatro— por algún tiempo, sea tratada de manera que no importe lo que pasa antes y después del momento elegido.

    Uno recorre un camino en la escritura del cuento. Se comienza de manera ceñida, casi escolar, y se va uno soltando el pelo como el equilibrista de la cuerda que teme menos —aunque no debiera— a la caída; también cada vez se piensa que si no fábrica uno mismo nuevos obstáculos o juegos no tiene caso añadir otra historia más al flujo de cuentos que se escriben, se publican y se trabajan en los muchos talleres que hay por todos lados. Sin embargo, yo no puedo parar de pensar cuentos y de intentar su escritura (es asunto del deseo), aun cuando esté involucrada con una novela que llevo conmigo a la cama y a la regadera, entre comidas y durante la comida; y es que el cuento está más vinculado con el azar, me refiero a la ocurrencia del cuento. Está allí mientras uno espera en la fila del baño en el café de la Parroquia en Veracruz, está en un verso de un poema, en la mirada del hombre del auto contiguo, en la manera en que una adolescente elige un perfume o una mujer se prueba un sombrero. Yo preciso apuntar esas ideas evanescentes, con los años, más. Las releo y me las topo en las libretas que rondan la casa, el escritorio, la bolsa. Y un día se empiezan a cocinar en la cabeza. La ciudad y el ritmo de vida me han llevado a concebir cuentos en locaciones nada románticas como el coche. Esa lámina es mi coraza para el ruido del mundo. Allí voy manejando a solas con el radio apagado y pensando detalladamente las frases a veces exactas de lo que luego escribiré. El cuento se impone entonces pero no puedo llegar y escribirlo bajo el golpe de la emoción, porque preciso la certeza de que nadie me interrumpirá durante algunas horas continuas, que habrá un espacio para mí sola, y entonces podré darme a la embriaguez del cuento, perderme en su ritmo y engolosinarme con la búsqueda de las palabras y las imágenes.

    Debo escribir un cuento de un tirón. Y esos espacios exclusivos son de cada vez más difícil y deseable encuentro. Me pasa que durante largas horas de tráfico —mejor si llueve y hay semáforos interminables— esbozo ideas que siento frescas y permanentes. Llego a casa y la vida doméstica me devora, amanece y sé que ayer tenía un cuento en la cabeza y que me gustaría volvérmelo a contar, pero se ha ido, se ha fugado y debo esperar otras horas de auto, el click de la asociación para recordar que tenía que ver con Ofelia, la de Shakespeare, y la manera en que se ahoga una muchacha. No temo a la falta de ideas, sí a la del espacio personal, donde a veces es más importante el artículo que hay que entregar, el trabajo por el que nos pagan, que la deliciosa incertidumbre del destino de ese cuento que es nuestro y que nos incita a darle vida.

    Me gusta cada vez más explorar las posibilidades del cuento dentro de su estrechez: la perspectiva del narrador, el tono y las atmósferas para que el cuento se deslice como por una dulla. Cada vez lo disfruto más. No escribo desde la conciencia de ser una mujer nacida en

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