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CAPTULO ORIENTAL N 24: La poesa despus del Centenario, Montevideo, Centro Editor de Amrica Latina, setiembre de 1968, pp. 381-2.
Siguiendo la magna tradicin de la poesa espaola que alcanz en Quevedo y Caldern sus cumbres, Lber Falco persigue el caminar de la vida hacia la muerte. No hay otro trmino, nos dice: A esa hora de la madrugada, hora en que los enfermos mueren, en que los cristales se enfran, en que Dios nos olvida, a esa hora la vi. Una lenta lava triste, caminaba su cara. Mano de hueso, pie de sombre oscura, la boca manndole negruras, junto a mi cama estaba. (Visita, en Tiempo y tiempo) Muerte que a todo hombre alcanza pero que cada cual padece a solas. No existe encuentro ms secreto que ste del individuo con su propia muerte. Puesto que lo sabe y de ello se duele, el poeta convoca a sus hermanos: Porque se est solo ah, porque en la locura y la muerte se est solo, porque hay un ojo fijo, incambiado, que acecha sin sentido, yo quiero ahora abrazaros, y siquiera no ms, hablar de cmo cambia el cielo. (Para vivir, ibid.) La soledad, la muerte cierta y la pobreza tejen la trama donde se unen su vivir y el de los otros: los amigos que la memoria quiere salvar. Es muy triste estar solo, oir cmo se queja obstinadamente el viento y remontar los tiempos. Pero no puedo, solo, yo, no puedo. Venid vosotros, Luis, Alberto, Mario, venid a detener los das, y entre los das, slo aquella tarde. Porque ya no olvido, ni he de olvidar tampoco, la tarde en que por una calle apareciste. Venas como siempre, amigo,
pero ya no la olvido. Era pobre tu casa. Era tu casa, pobre. Pero all, y entonces, era ms cielo el cielo. Y sin embargo, ahora, para quin esa risa de seis aos de muerto? Esa novia y la calle gimiendo a tu cintura. (Pensando en Luis A. Cuesta, ibid.) Tal vez le falten galas a la poesa de Lber Falco. Es posible que no nos deslumbren sus versos; que su lectura no nos depare la sensacin donde gozo y angustia se confundende estar ante un genio. Sin embargo, las palabras que escribi como quien susurra, descuidado de la gloria, siguen hablndonos, humildemente. Mira cmo los nios, en un aire y tiempo de otro tiempo, ren. Cmo en su inocencia, la Tierra es inocente y es inocente el hombre. Mralos cmo al descubrir la muerte mueren, y ya definitivamente ya sus ojos y dientes comienzan a crecer junto a las horas. Deja que ellos guarden sin saberlo, el secreto ltimo de su inocencia nuestro ltimo sueo, ya olvidado. Cuando todo termine, deja que un nio lleve nuestra nica y ltima moneda. (La moneda, ibid.)