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UNA VIDA COMÚN

JOSE ANTONIO SÁINZ


I

Contigo en la distancia
Quand’io mi volgo indietro a mirar gli anni...

Si trato de recordar
el último verano juntos,
me viene a la cabeza
el corto viaje en tren
hacia la sierra,
en un tren equivocado
que hacía por eso
distinto el paisaje.
Era la hora del atardecer
y aún llegaríamos
sin ser noche del todo.
Madrid,
el calor de una casa en penumbra,
las calles con una familiaridad distinta y sonora,
quedaba a unos minutos.
Y esta movilidad sin pausa,
libres por el momento,
era como el gozo
de medir la altura de todas las aceras
ante la promesa de que en otoño lloverían
cosas extraordinarias.
Ahora, casi puedo sonreír,
o poner ojos sucios de melancolía,
cuando recuerdo la estampa sudorosa
de los dos, ingenuos tal vez,
mientras inventaba nuevas disposiciones y estrategias
entre el rumor de tráfico que se colaba por la ventana.
Todo parecía agotarse
y renacer,
sofocarse y prologar.

El otoño fue breve,


salpicado de nervios y soledad;
el invierno, largo y frío.
Cabe, pues,
la sonrisa o la mirada melancólica.
Más aún, cuando de nuevo
todo puede volver a eclosionar,
incansables súbditos del reino del cambio,
crisis tras crisis, año tras año,
desde hace casi un par de lustros,
sin seguir de pronto todo, ¡zas!,
la dirección de dos puntos inmutables y felices.
Pero nada puede ser idéntico
después del último verano,
después de cualquier tiempo transcurrido.
Cada vez más escépticos y crudos,
más escépticos y desencantados.
Ninguna canción resume ahora
nuestras esperanzas,
si es que las tenemos,
y la ciudad será otra vez la misma
y ya no sé si sentiré miedo,
zozobra, indiferencia o alegría,
como no sé exactamente
cómo evaluar el sentimiento de tantas noches acumuladas,
de esta noche,
primera, creo, de primavera,
aún con abrigos y calefacción.
Experto en matices

Hablo contigo
en el teléfono de la noche
y escucho tu voz extraña,
llena de jirones
de todo lo que has vivido en el día.
Puedo recomponer
tu apostura casi profesional
de chica cordial y sonriente
mientras las miradas te salpican
y no eres exactamente tú,
y al final del día
no has recuperado tu forma
y yo puedo escucharlo.
Al fin, tanta distancia
para convertirnos en morbosos expertos
de timbres y matices.
Pero esta noche
mi humor me permite bromear
sobre la impostura de los relaciones públicas
y el soniquete de la megafonía en los grandes almacenes
y esperar condescendiente
reencontrarme mañana con tu voz,
contigo,
cierta de nuevo,
como un ángel de madera eternizado entre vitrinas.
El amor es un ecosistema protegido

Después de tantos días


no puedo imaginar
lo que es un abrazo o un beso,
no entiendo siquiera cómo
puede tomarse un cuerpo,
si las manos pueden realmente
tocar, sentir, temblar.
Podría ser aquí, tal vez,
mucho más divertido,
un ejemplo público y gratuito
de animador de pequeños grupos.
Pero me condeno
a ese pequeño exilio de la desidia,
o quizá la alegría y también la tristeza
sólo existen a tu lado
y todo lo demás es fingimiento,
querer ser un recuerdo de uno mismo.
Es muy probable que hayamos inventado
un modo de hablar, de actuar,
de sentir el mundo,
y estemos condenados
a sólo poder vivir plenamente
dentro de él,
como especies protegidas
de un extraño ecosistema.
“Tú”

Ese “tu mejor tú”,


que decía el poeta,
se vuelve sin querer
una obligación,
una disciplina
que te impongo sin permiso,
inflexible,
exigiéndote,
aunque tú me lo reproches,
lo que no pediría a nadie.
Así que te rebelas
y protestas sin descanso.
Pataletas en el aire.
¿No te das cuenta de que nadie
más cerca de la pureza,
del centro oculto de lo que eres
que tú misma?
Y si las preguntas retóricas
no te satisfacen,
consuélate al menos con este nuevo tópico:
quizá haya dos clases de amor,
el que todo lo consiente
y el que todo lo exige.
Amor. París. Poema.

Temo, por lo que he oído,


no ser el único amante al que se le exige
fidelidad onírica.
Si fuera el dueño de mis sueños,
puedes estar segura
de que convertiría tu cuerpo en estrella de mis noches
sin que tú me lo pidieras;
pero nada hay más extraño
que ser dueño de cualquier cosa,
en la madrugada o la vigilia,
y hasta a veces mi voz o mi mirada
me ignoran y se burlan
de la incierta intención de mis pensamientos.
Sólo me queda
el resto de honestidad para no engañarte
con un falso poema surrealista
y rogarte, como amante cogido en renuncio,
que no me pidas que sueñe contigo.
En el tintero

Me hubiera gustado hablarte con más detenimiento


de los expresos cogidos la noche de los viernes,
de habitaciones desordenadas,
con papeles, zapatos y libros por cualquier rincón,
de un perfume mezclado con el ambientador del taxi,
de los regresos,
de tantas improvisaciones diarias,
del tiempo roto en varias semanas dentro de una sola,
de las sensaciones a oscuras,
de las estaciones, los retrasos de madrugada, las ciudades,
del olor a jachís o a borrachera, de la música del comparti-
mento vecino,
de los bares en que buscaba un teléfono,
de ese mundo intangible y cruel
que empieza en la tapa del auricular,
un mundo que debe de ser muy parecido
al pensamiento de los ciegos,
de las calles vacías entintadas de noche,
de interminables fines de semana que al final también se
acababan
entre paseos, rabia, ventanas y poemas,
de los viajes,
que no daban principio a ninguna aventura,
de voces,
de encuentros,
de los ritos diarios, el periódico, un café, los nervios,
del letrero amarillo y azul de aquel hotel, pequeño, pró-
ximo a la carretera
que veía como una joya fílmica
en el cristal de una ventana, con toda la casa a oscuras,
de las historias y los pretextos, de un cierto ahogo,
de los rostros que surgen confusos
y que parece casi mentira
que quepan en unos meses,
de otros modos de respirar el aire y el tiempo,
pero sé que apenas podría añadir algo
a su simple mención,
porque en la memoria se sucede
cada una de estas imágenes y esas sensaciones,
más que como exclusivo objeto poético,
como el ovillo enredado de una enumeración caótica.
Presente, pasado, futuro.

Apenas falta una semana


para que de nuevo nos encontremos
y vuelva a abrazar tus caderas desnudas,
el susto y el milagro de tu cuerpo.
Y ahora,
desde esta madrugada de miércoles
una inquietud ligera
me nubla el corazón,
entremezclado con una vaga tristeza
de miradas inacabadas y horas inútiles.
Me acostumbro a oír tu voz
por el teléfono de la noche,
a escucharme a mí mismo,
las modulaciones superpuestas
al estado de mi ánimo.
Y dentro de una semana
tendré
que volver a acostumbrarme
a sonreír como te sonrío,
a hablarte como no hablo a nadie.
Y mientras recuperamos
la costumbre de estar juntos,
la forma de tu mano
y el ritmo pausado de los actos,
el desacorde de este tiempo entre la nada
me punzará el corazón
y me hará estar triste
y me dará dolor.
II

Una vida común


Personajes de nuestra propia historia

Pasan los años,


han pasado ya, no sé si largos o cortos,
y de tarde en tarde hallo un resquicio,
cada vez más oscuro,
por donde resbala el pensamiento.
Henos, a pesar de todo, aquí, juntos,
en un lugar que nunca hubiéramos previsto.
La vida no es como la imaginamos
y por ello nos retiene.
No es menos cierto,
aunque no lo dijera así el poeta,
que el amor es un paréntesis
casi todo de soledad o de ilusión primeriza
y cualquier vida, cualquier historia de amor
acaba por tener el tono
de una novela o una película antigua.
Lo peor de todo es esa sensación persistente
de que nos ha tocado un papel secundario,
de que sólo alcanzamos a ser
una reposición a deshora de Esplendor en la hierba.
Cada vez nos suena más el argumento de la obra
y adaptamos nuestro esqueleto lo mejor que sabemos
al perfil que todos esperan de nuestro personaje.
Quizá por eso,
me pongo en situación,
saco pecho, elevo la frente
y escribo en la pantalla
las palabras de todos los días.
Nostalgia musical

Si hubiéramos de proponer una canción


que nos recordase a nosotros mismos
como las parejas antiguas,
esas que siempre imaginamos en blanco y negro,
vestidas prematuramente de adultos
y rodeados de un halo de verbena,
tendríamos serias dificultades.
Para empezar, hay tanta música,
en el super, en los bares, en casa,
en el cine, de vez en cuando
hasta en los bancos y en los transportes públicos,
que uno acaba por olvidar su acontecer extraordinario,
su cosmética de eternidad y memoria.
Puestos en el traje
de romántico posmoderno de toda la vida,
me atrevería a apuntar tímidamente
la melopea de aquel muezín
que nos despertó de madrugada en Estambul;
aunque, recobrada la compostura de la sinceridad,
recuerdo con mayor nitidez
el piano abominable de Richard Cleiderman
que aturdía incansable los altavoces
del hilo musical en los hoteles de medio mundo.
Personalmente, preferiría una de esas canciones
íntimas, casi privadas,
perdidas en uno de esos elepés grabados
con que remediábamos las tardes de estudio
o de ocio, en primavera, supongo,
pues al pánico que dejan las tardes de invierno
no se le puede acompañar la dulzura de una música;
pero ninguna se me impone
con la terquedad de la evidencia
y no es plan acomodar al gusto de hoy
lo que ha de perdurar fuera del tiempo.
Podría citar, por último, otras canciones
que me recuerdan algunos momentos,
sólo determinados momentos.

Quizá no tengamos esa canción,


nuestro himno,
nuestro emblema sentimental,
o puede que la hayamos perdido entre otros varios millo-
nes
y recuperarla nos cueste,
al cabo de muchos años,
ya jubilados,
un viaje del Inserso, en invierno, a una playa desoladora.
La vida sin ti

Conviene separarse
y sentir por unos momentos,
la excitación de la vida sin ti.
A fin de cuentas,
el presentimiento de una casa vacía y fría,
el heroísmo de una vida impuesta
sobre la desgana
y las largas conversaciones con uno mismo
en que se convierte el pensamiento
resultan un nostálgico ejercicio
en el que se diluye la inconsciencia
de unos minutos.
Y esas ausencias tuyas
son realmente un placer
ante la evidencia de que no van más allá
de un virtuoso ejercicio de imaginación.
Lenguaje versus realidad
(Amar no es mirarse el uno al otro, sino mirar juntos en
la misma dirección)

Hace algunas semanas te mostré


el último contrasentido comercial de un escaparate.
Hoy, influido por la modorra y el vagabundeo mental
de una corta convalecencia,
he recordado aquellos otros que entrevimos
en medio de la prisa de mi ciudad
y de aquel autobús que los unía indiferente y frío,
como un juez imparcial y sin sentimientos.
No sé si recuerdas, al inicio de una cuesta,
rodeado de aluviones y amapolas,
en aquel muro de ladrillo,
que hasta hacía poco lo había sido
de cartón, chapa y plástico,
una pintada con tiza, de letra desigual y torpe,
que decía: “Casa de Ana Palazio”.
Uno se quedaba paralizado
entre el arrebato social
y la conmovedora falta de ortografía,
aunque lo peor de todo
era no saber si aquello era un grito
o un aviso para el cartero.
Arriba, al final de la cuesta,
asomado por encima de las vallas metálicas
de un precario cementerio de coches,
entre descampados y más chabolas,
un rótulo enorme, en un camión, nos contemplaba
rotundo y tierno,
como la sonoridad de ese pareado de autor anónimo:
“Mayor confort en su hogar con muebles Ingar”.

Comparado con aquellos,


este de ahora,
de una marca de azulejos
para cuartos de baño modélicos de clase media,
no deja de ser un despiste ingenuo y cursi.
El mismo que hay entre un cartel público
-la proclama esperanzada de un eslogan-
y la obediencia atroz a la realidad.
Pero dejémonos de dramas, de añagazas ideológicas o de filoso-
fías de saldo.
Somos una pareja feliz.
El sentido de nuestra vida
-como nos diría una postal cursi-
no debe ir más allá de mirar
y sonreír(nos).
Nuevo sentimiento (Vergüenza conyugal)

En raras ocasiones se nos es dado


descubrir nuevos sentimientos.
Y esas ocasiones suelen deslumbrarnos
con la luz de ese espacio de sabiduría
recién salido de la incandescencia de la nada.
No sé si lo recuerdas.
Ocurrió durante una de esas malogradas comidas de matrimo-
nios.
Era una lástima que los invitados
no estuviéramos a la altura de la cocina rústica,
ni compartiéramos la intimidad de aquel perro
que no paraba de ladrar.
Tacos de queso, vermú,
el arroz en el fuego,
sol de domingo derramado sin tasa
sobre el jardín y la piscina.
Por fin, demasiado tarde, la hora de sentarse a la mesa.
Éramos demasiados para que el silencio
no se colara entre tantos.
Nadie acertaba con el mensaje,
ni con los receptores;
andábamos como perdidos entre el contexto y la situación.
Hacíamos uso de la palabra
por riguroso y tácito turno individual.
Y cada vez que sonaba, tímida y acorchada, alguna frase,
se oía al mismo tiempo, por debajo,
el pudor y la vergüenza
ni ajena ni propia
(ignoro si alguna lengua le habrá dado nombre)
por las palabras que pronunciaba su cónyuge respectivo.
Más raro, aunque no infrecuente,
es su sentimiento contrario,
a dos aguas entre la fatuidad y el orgullo.
Pero cualquiera de los dos,
sirve a la perfección para iluminarnos sobre ese extraño
juego
de complicidad, distancias e ilusionismo
con el que se amueblan las vidas compartidas.
Retrato fílmico

A estas horas
ya habrás salido del cine.
Vendrás hacia casa
pensando qué vas a decirme de la historia,
del ritmo, de los actores.
A fin de cuentas,
la película te la recomendé yo.
Se está bien en la intimidad
del propio pensamiento.
Te detengo en una esquina
mientras gira sin prisa un coche blanco.
Sus luces iluminan fugazmente el escaparate enrejado,
agrandan la sombra de tu cuerpo en un muro.
Cruzas, por fin, y prosigues
el recorrido de la larga y desierta avenida con acacias.
Suspiras aliviada y aprietas el paso
cuando descubres ya cerca nuestra bocacalle.
(¡Qué manía ególatra la de apropiarnos de todo!)
Y entonces, sola,
como una luz que emerge de la oscuridad
descubro que no sé si vienes del cine
o es, en realidad, de la película
de donde regresas.
Amor cosmopolita

Lamento profundamente contradecir a Moreno Villa,


por quien siento un entrañable aprecio,
pero cada vez que los encontramos,
creo aún menos en las parejas internacionales.
Han quedado ya lejos
los tiempos
en que predominaba la rusticidad de nuestras hembras
y él, en cualquier caso,
no parece un modelo de personalidad artística.
Es indudable que ella es mona,
aunque tal vez algo insulsa
-la versión centroeuropea
de una señorita de provincias-;
su dominio del español, sin embargo,
puede llegar a poner la carne de gallina
y a hacernos maldecir mil veces
nuestra pereza congénita para los idiomas.
Pero, qué quieres que te diga,
una lengua ajena es siempre una lengua ajena
y esa rigidez, esa ausencia de ironía,
esas anécdotas, y su modo de contarlas,
como hemos oído cientos de veces a otros tantos guiris,
desinflan al instante cualquier alma sensible.
Y, además, queda en su contra la parte metafísica:
qué sabe ella del valor simbólico
de cualquiera de las cosas que nos rodean.
Decididamente, el cosmopolitismo conyugal
ha quedado fuera de juego
por la realidad presente del Estado y sus autonomías
y el acceso femenino a la educación secundaria.
¿O es que asoma, otra vez, el casposo
y aún no reconvertido pecado nacional?
Enajenación corporal

Tengo días,
rachas enteras
-no sé si a ti también te pasa-
en las que no siento ajeno tu cuerpo
y no encuentro ninguna diferencia palpable,
igual que le sucedía a don Miguel de Unamuno,
aquel casto varón padre de familia numerosa,
entre tocar tu muslo o el mío.
Daría una intensa pesadumbre
esa enajenación
de un cuerpo tan raramente prolongado
si no fuera por esas mañanas dulces,
a veces con el deseo bajo mínimos históricos,
en las que encuentro el roce de unos dedos
bajo el calor de las sábanas
y sé, con una certeza absoluta,
que no soy yo quien me acaricia.
Mudanzas

Las mudanzas nos dicen lo que somos.


Contemplo todas mis camisas
desparramadas sobre la cama,
el armario con las puertas de par en par:
ahí están, grabadas como en una columna antigua, los días y
mis actos.
Mientras, tú, incansable, febril y sudorosa,
rellenas los huecos imposibles de las cajas y las maletas,
maldiciendo todos esos trastos
con los que construimos la rutina cotidiana
o que han permanecido con nosotros
con el afán de fastidiarnos con su simple existencia.
No sé cuántas veces habremos realizado esta misma opera-
ción,
siempre en el mismo mes,
durante un tiempo que siempre se prolonga más allá de lo
esperado,
y nunca hemos dejado de admirarnos de lo que ocupa,
así encerrada, nuestra vida,
de que aumente, sin que nos demos cuenta, su tamaño.
Qué mejor retrato de lo que somos que estos paquetes,
que el mensaje susurrado de cada uno de estos objetos.
Lástima que, de tantas veces como nos lo han repetido,
no les escuchemos ya con el alborozo de un descubri-
miento,
sino como el runrún chismoso de quien habla demasiado.
III

Perspectivas de futuro
Volver a nacer

Lo bueno de tener ya una cierta edad


es que uno puede decidir cuándo empieza su vida.
Podemos, por ejemplo,
obviar la infancia
-que tan astutamente nos venden
como una enorme tarta de merengue rellena de inocencia-,
o podemos decidir que la juventud
y los años siguientes,
hasta ayer mismo, si queremos,
no fueron si no fases preparatorias,
la gestación lenta de esta vida que hoy estrenamos.
No hay por qué maldecir todo este tiempo
como un despilfarro inútil
o una devaluación inesperada que reduce a céntimos todo
nuestro capital:
no estaríamos ahora en estas condiciones inigualables
si no hubiéramos invertido con generosidad.
(Permíteme, al menos durante un rato,
este ejercicio inocente -pueril- de optimismo).
En la vida, como en todo,
importa, por encima de la cantidad, la calidad.
Tú ya lo sabes.
Todos lo saben.
Así que, cuando dentro de poco
-aún no-,
me veas sonreír de un modo distinto
o te sorprenda la nueva disposición
que van tomando los objetos y los días,
no me digas nada,
no me preguntes nada.
No sé si será un proyecto vital a lo ortega,
un mediocre pastiche o una pompa de jabón.
Tan sólo te pido que me dejes un rato a solas.
Al fin y al cabo,
nacer lleva su tiempo
y es otra de esas cosas
que nadie puede hacer por uno.
La casa nueva o mi paseo solitario recién llegado

Te has quedado abajo.


Tu voz sube por la escalera,
entra por la puerta entornada,
se solapa al restallar sorprendido de la madera.
Ya sabes lo poco que me gustan esas conversaciones pro-
tocolarias.
La casa está vacía.
No quiero hacer ruido,
no quiero despertar el silencio del aire cúbico, perfecto.
Con la luz que llega de la calle,
desde el umbral de cada cuarto
me atrevo a imaginar la presencia de lo invisible,
los muebles (“allí pondría un silloncito para leer,
enfrente del ventanal”), los pasos seguros,
la precisión rutinaria de lo doméstico.
Me atrevo, ungido de optimismo, a sonreír abiertamente.
La imaginación se dispara
a las más altas cotas de su biorritmo.
Hasta las odiosas servidumbres del hogar,
barrer, planchar una camisa, limpiar los cristales,
serían aquí gratas -según ella-,
pues este es el lugar donde haremos por fin
lo que siempre deseamos hacer,
donde ningún momento estará de más,
donde no sobrará una sola palabra
y tendremos todo aquello que siempre quisimos,
y todos, en especial esos extraños inoportunos,
acertarán sin proponérselo con la sonrisa más adecuada,
con la expresión políticamente más correcta
en el momento más delicado.
Se sucederán los días
igual que ahora se suceden las habitaciones
(“un espejo aquí agrandaría la perspectiva,
la luz indirecta en aquel rincón...”),
envueltos en una felicidad empachosa
que nos hará olvidar para siempre,
como si nunca hubieran existido,
las dudas, las esperanzas, las traiciones,
el sufrimiento, la zozobra no vencida
de los otros lugares, de los otros tiempos...
Podría pasarme horas, días,
inventando el futuro gota a gota, minucia a minucia,
pero tus zapatos apuñalan los escalones,
me devuelven, como siempre, al suelo firme.
No en vano tú eres la realidad, la que se palpa
y tiene invariablemente el tacto esperado.
Dentro de un instante no estaré solo,
el aire de las habitaciones se quebrará con las voces.
La casa vacía perderá el hechizo,
dejará de ser una metáfora onanista
y desaparecerá de un plumazo
el espacio virtual de los sueños.
Venus Concupiscente

Me lo dijo la otra tarde,


en ese café tan encantador
que aparece en alguno de sus poemas:
“El único lugar en el que uno puede echar un polvo a gusto
es en los sueños”.
Y posiblemente tenga razón,
aunque tampoco ahí se repita
la excitación, la emoción cordial
-en el sentido etimológico de la palabra-
propia de las cincuenta o cien o quinientas
primeras veces.
Según algunas estimaciones,
cada día se realizan en todo el mundo
cien millones de coitos.
Visto desde la altura de la estadística,
el ser humano resulta una subespecie de la rata común.
Frente a las cifras que desarman cualquier expectativa,
frente al espesor excluyente de lo simbólico,
sobran los excesos barrocos, místicos o sentimentales
y los sueños se convierten en el único refugio
en el que se consuma la pureza inexistente del ideal,
las gestas míticas con que, en el fondo,
nos construímos a nosotros mismos
en la ebriedad de la conciencia.
O puede que no haya que ir tan lejos,
que se deba todo a los años,
al desencanto extrapolado a todos los terrenos.
Pero tendríamos que escuchar,
como si se tratara de un teledebate,
la otra cara del asunto,
la perspectiva complementaria;
en fin, ¿tú qué opinas de todo esto?
La envidia del voyeur

Las estaciones y los viajes


nos condenan al voyerismo y a la fantasía.
Es como si en esos lugares, o situaciones
-no sé muy bien cómo llamarlos-,
los cuerpos transparentasen mejor que nunca
la sombra sin contornos de lo que son en realidad.
A veces, el afán por descubrir
nos hace caer en trampas ingenuas
que nos abren nuevas heridas en nuestra ya maltrecha fibra
sensible.
Así me ocurrió,
no te lo he contado hasta hoy,
la otra noche, cuando, entre humos de gasóleo
y voces ininteligibles en los altavoces,
sentí el acero de la envidia
por ese primer beso, imperfecto y nervioso,
dado casi antes de bajar el último peldaño del autobús,
en el que convergen quizá demasiadas cosas:
la larga semana de teléfonos
que desemboca en la expectación del viernes,
la ducha premeditada de unas horas antes,
la elección alevosa de la ropa y la colonia,
los paseos intranquilos de la espera
en una dársena silenciosa y terrible,
el tedio de la cinta de video interminable
que no puede eludirse por más que uno se empeñe
en escudriñar por las ventanillas oscuras,
el ansia y el deseo que luego multiplicará el número de brazos
y hará inesperados y jugosos los cuerpos,
infinidad de conversaciones que nadie podría mínimamente
reconstruir,
la zozobra que pronto podrá entreverse
bajo la luz y la música atronadoras de algún bar...
Era, en realidad, la envidia del voyeur
por tanta tristeza y tanto dolor pequeños,
la envidia por lo que hemos perdido
y de ninguna manera estamos dispuestos a revivir.
Propietarios

Y yo te pregunto:
¿ser propietarios -del destino, de la vida propia- es esto:
llenarse de facturas y recibos que uno no sabe dónde guar-
dar,
andar de cabeza por el tipo de interés
-el interbancario y el variable y el preferencial y el lom-
bardo-,
tener repleta la agenda de citas con profesionales
que no tienen reloj, ni memoria, ni agenda, ni perdón de
dios,
desvivirse porque las cañerías no andan finas
y el viento se cuela por una ventana que no acaba de ajustar
como debiera,
sentir en el corazón el arañazo de una puerta o un mueble,
recitar de carrerilla los precios de un lote completo
de productos de limpieza doméstica,
saber que uno ha de contemplar de por vida
la jeta mal encarada del edificio de enfrente,
de escuchar la sordidez acorchada del vecino,
de verse envejecer en los rostros de los otros propietarios?
Y yo me pregunto:
¿ser propietario era esto:
haber perdido la pista de Petrarca,
del dolce stil novo al completo
y de toda su parentela de italianistas del más diverso pe-
laje,
haber fletado un barco náufrago
donde se embarcaron Cupido y Amarilis,
Cary Grant, Rodolfo Valentino e Indgrid Bergman,
haber perdido tantas horas entre las notas cursis de tantos
discos
para acabar hoy preguntándome
qué tiene que ver el amor con todo esto que nos rodea?
Paternidad in pectore

Alguien, una vez, hace cierto tiempo, me contó


cómo llegó a descubrir el sentido de La metamorfosis
al levantarse temprano, igual que Gregorio Samsa,
y vomitar exactamente
los mismos juramentos que su querido progenitor.
Espero que mi destino no sea convertirme
en un soporte de exégesis literaria,
aunque nada es seguro.
Por el momento,
no acabo de sentirme responsable del todo
de tu existencia.
Puede que más adelante
me reconozca en tus gestos,
en tus preferencias
o en aquello de ti que consideres más deplorable:
hagan lo que hagan,
los padres tienen asegurado el pleno
en la rifa de los errores.
No te exigiré grandes hazañas, ni éxitos reconocidos;
me conformaré si al final de nuestro trato
excesivamente frecuente,
excesivamente desigual y tajante,
aceptas la vida con una cierta dosis de tolerancia,
si no asumes hasta la brutalidad
la idea rabiosa e individualista con que concebimos,
sin darnos cuenta, sin quererlo,
la Historia y a nosotros mismos,
o si, al menos,
no terminas, por mi culpa,
identificándote con un ser abominable de la Naturaleza.
Nuevos replanteamientos

Puede que, al final,


lo mejor sea no hacer nada.
No me invita a este pensamiento
un clima tórrido y arenoso,
sino este día entre azul y gris
que encajaría mejor en una región lejana, al norte,
que en este lugar llevado por la inercia
de una historia que nunca fue tan grandiosa
como quisieron imaginarla.
También me invita a esta idea,
que cualquier persona sensata,
por otro lado, no dudaría en calificar
como negra, pesimista o nihilista,
según el nivel y aprovechamiento de sus estudios,
el recuerdo de aquel hombre que conocimos
que no quería trasladarse,
que deseaba vivir el resto de su vida de alquiler,
en el mismo piso,
que no quería muebles propios ni cambiar de lugar los de
la casa,
ni ropa nueva, ni casi el trato de nadie,
y no era un noble arruinado,
sino un profesor de filosofía
que tenía un pleito pendiente con Hacienda.
Y puede que, en último extremo,
tú también me invites a ese pensamiento sombrío,
porque cada vez que abandonamos
ese hueco tibio de aire construido con la rutina,
nos movemos con la pesadez cadavérica de un iceberg
y nos cuesta un siglo entero recuperar el sentido del
tiempo,
la decisión ágil de las acciones próximas,
el placer de escuchar un disco estimable
o, si me permites un último verso de lirismo encendido,
la disciplina candente de las caricias.
De qué hablamos cuando hablamos de amor

Tecleo distraído en el ordenador


cuando siento que te asomas
por encima de mi hombro
a este ciberespejo de palabras
y me preguntas, con tono dudoso,
si no me habré pasado con las anécdotas.
“El amor es anecdótico”,
te respondo.
“No tienes más que preguntar
a cualquiera.
En seguida están dispuestos
a contarte su viaje de novios,
a detallarte, una por una, las fotos de su boda
o a explicarte sus planes futuros hasta el día del Juicio
Final”.
“Eso me recuerda una película”,
me replicas,
pero hoy estoy francamente ágil
y te interrumpo antes de que sigas con tu razonamiento.
“Sí, ya sé a qué película te refieres.
A veces no hace falta ser muy original
para decir algo sensato.
De todos modos,
lo que no quiero es escribir otro cancionero petrarquista;
lo demás, me importa poco”.

Después de un breve silencio


que parecía proclamar al vencedor,
atacas con renovadas fuerzas,
aunque sin variar en exceso los argumentos.
“Pero, ¿no habías dicho que la poesía anecdótica ya no te
interesaba?”
“La poesía, la poesía...
lo que menos me interesa ahora es el tipo de poesía”,
te digo, mientras preparo
-y lo noto en tu mirada-
la descarga final, irrefutable.
“Estamos hablando del amor,
y si al amor lo despojamos,
para bien o para mal,
de sus anécdotas,
dime,
¿qué te queda de realidad en el amor?”

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