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El Viaje

Filosofía de la ambigüedad

Daniel Albarrán

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Autor: Daniel Albarrán
Título original: El Viaje (filosofía de la ambigüedad)

Escrita en Roma, en el año 1991.

Depósito legal: lf 0812007800227


I.S.B.N 980-12-2376-6
PRIMERA PARTE
-I-

-- Buenos días. Ya son las seis de la mañana -- se oyó


a través del auricular del teléfono que colgaba junto a la
puerta de la habitación del hotel de uno de tantos que
quedaba a pocos kilómetros del Aeropuerto de donde salía.
-- Sí... gracias... -- contestó desperezándose Juan José
al contestar el timbre del aparato que estaba prácticamente
sobre su cabeza. La cama estaba inmediatamente después de
la puerta de la habitación. El responsable de la recepción de
turno lo había telefoneado a las seis de la mañana, como
había solicitado Juan José al llegar la noche anterior.
Le era emocionante el escribirles a sus amigos y el
recibir respuesta cada quince días, desde el mes de febrero,
hasta principios de julio, que era el mes en que solía viajar.
El hecho de sentarse a escribir le daba una sensación de
grandeza y de importancia. Se sentía como si estuviera
decidiendo sobre una ejecución determinada de la vida, y
sobre los actores de esa misma acción. El escribir a sus
amigos en primera persona, y describir, con detalles lo que
iría a hacer en julio, le hacía experimentar un sentimiento de
dominio del mundo y de su propia persona. Le reconfortaba
el imaginarse que todo saldría como lo programara entonces.
Se sentía como uno de esos actores del cine americano que
mira el reloj y se hace su propia agenda y todo sale como lo
había pensado, sin más el mínimo detalle de equivocación.
Sabía, sin embargo, que el cine es caprichoso y hace ver
como real lo que no pasa de ser más que un simple deseo del
hombre, pero, igualmente le satisfacía el pensarse como uno
de esos actores y se sentía hacer su propia película. En parte
porque él mismo se embelesaba con los personajes del arte
de Hollywood y en cierta manera soñaba realizar la
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perfección que veía en muchas de esas cintas, y, en parte,
porque le gustaba imaginarse el director y el actor de su
propia película de la vida.
Después de escribir sus cartas a sus amigos, según las
respuestas y las tardanzas respectivas del correo venezolano.
Le satisfacía así imaginarse el mundo que sus amigos se
inventarían al pensar en esta su ciudad, desde sus propias
vivencias de la vida, igualmente, con sus propias caracterís-
ticas. Y en este aspecto sentía asco por el mundo que
posiblemente podrían construirse sus amigos en su
imaginación. Y entraba en su propio juego: por un lado le
fascinaba imaginarse lo que sus amigos podrían pensar, y le
gustaba; más aún, el hecho de que pensaran, pues lo veía
como una especie de producción propia de la mente capaz
de inventar un mundo de la nada, en cuestión de segundos; y
ésto lo veía como positivo. Pero, por otra parte, sentía
repugnancia por ese mismo mundo que pudieran construirse
en la imaginación, pues estaba completamente seguro, que
era pobre, y en cierta manera negativo, fabricado
lógicamente por sus prejuicios y noticias enlatadas de los
medios de comunicación. Así, entraba en la ambigüedad de
su juego: le gustaba y lo odiaba al mismo tiempo.
Igualmente le placía el pensar las cosas que le
pudieran contar sus amigos en las cartas de regreso. Se
imaginaba asimismo un mundo de cosas que pudieran
contarle como que «lo extrañaban» y que «les hacía falta» y
que «se alegraban de que volviera» a estar con ellos. Pero
odiaba inmediatamente el pensar en esas sutilezas formales
de relaciones convencionales, pues sabía, que en el fondo,
todos somos fastidiosos para los demás; como los demás lo
son, cuando se entremeten en la privacidad de la vida de
cada uno, quitándole su propia libertad interior y
presionándolo a hablar de trivialidades y de los mismos
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temas todos los días: del calor, de lo caro de la vida, de las
noticias de la televisión y de la prensa, de los abusos en
cualquier rincón del mundo, a pocos pasos, como a millas,
del último film de las salas de cine; siempre de lo mismo.
Aunque no se negaba que le era emocionante ver a personas
a quienes había conocido en algún sitio de cualquier lugar de
los muchos del mundo y con quienes se había establecido un
tipo de relación, por muy frívolo que hubiera sido el trato.
Descubría igualmente que una cara conocida le despertaba
una sensación repentina, aunque ligera, de alegría ya que le
hacía sentir que por lo menos conocía caras. Y se alegraba
por las caras conocidas y no tanto por las personas. Sentía
que las caras mostraban muchas bondades externas:
proporción de las cejas, unos ojos brillantes de luz de
esperanza, unos cabellos, largos o cortos, teñidos o natura-
les, una nariz, unas mejillas y una proporción general de
cada rostro que le hacía experimentar que los rostros eran
bellos, independientemente de la gracias individuales.
Mientras que por las personas, como tal, sentía una especie
de temor y de respeto reverencial que a veces rayaba con
una especie de hermetismo. Así hubiese preferido en toda su
vida mirar rostros y contemplar sus rasgos en vez de tratar
con personas ya que cuando se establecía una relación
interpersonal con alguien, muchas veces, se arrepentía de
conocer a las personas. Descubría odios, venganzas, resenti-
mientos, frustraciones y por más que hiciera para no sentirse
afectado de esos sentimientos no podía evitar el
experimentar en cierta medida esos mismos temores, odios,
venganzas y resentimientos de las personas con quienes
trataba. Mientras que en las caras no descubría más que
belleza, dulzura y serenidad. Los rostros le hacían
experimentar que la vida es bella y que las personas más. La
lozanía de la piel, las sonrisas, los brillos de los ojos le
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hacían descubrir que no hay seres malos, ni con historias
malas o desventajosas. Que todos son iguales, que todos
tienen los mismos ojos, con sus variedades, pero iguales;
todos tienen labios y sonrisas, todos tienen mejillas, todos
tienen frentes para reflejar misterios. Todos son iguales.
Mientras que cuando conversaba con las personas y se
establecía una relación confidencial de tú a tú sentía que los
rostros cambiaban su fisonomía externa y ya no les
descubría lo que a simple vista experimentaba de positivo.
Por eso era que una vez llegado a la ciudad donde
siempre iba se arrepentía cada vez de haber ido.
Precisamente porque la alegría que le embargaba el
contemplar los rostros de sus amigos, a quienes extrañaba y
quería, duraba muy poco tiempo por las historias de sus
mundos que volcaban inmediatamente sobre él. Y no podía
evitar el dejarse impregnar de esos mundos y de sufrir esos
mismos mundos los cuales hacía como suyos. Y al mismo
tiempo se enamoraba de esos mundos que quería evitar y
volvía a entrar en la ambigüedad de su juego de sentimientos
y de experiencias internas: amar y no amar lo que
experimentaba. Y entonces, no sabía, sí le eran más
importantes los rostros que reflejaban la belleza de la
criatura, o las personas, que eran capaces de acumular
experiencias y construir historias, buenas o menos buenas,
según de quien las contara y de quien se contara, porque de
ser de las primeras personas, serían cien por ciento positivas
y sufridas, pero de terceras, precisamente todo lo contrario.
Y, entonces, los rostros le dejaban de ser tan bellos, al
descubrir que detrás de ellos, todos igualmente tenían sus
bajezas y sus ruindades; mas les gustaba de la misma
manera; asimismo con las personas. Y su ser se embriagaba,
entonces, de la realidad del misterio de la ambigüedad: que
es, pero que no es, al mismo tiempo; que parece ser, pero,
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que no es; que no parece ser, y que es. Ambigüedad que le
gustaba porque le hacía a su vez descubrir una especie de
juego dialéctico interno: el sí y el no juntos, nunca el no
absoluto y nunca el sí absoluto.
De hecho, muchas veces, se arrepentía de haber dicho
un no rotundo pues inmediatamente descubría el susurro del
sí que le insinuaba que se había equivocado. Por otra parte,
cuando el sí había sido su respuesta, en la mayoría de los
casos, se sentía atado a la palabra dada y descubría que
perdía mucha libertad interior porque se sentía
condicionado. El problema que descubría era que la gente
buscaba una línea definida: o sí o no. Y no la fusión de las
dos opciones que darían cabida al «tal vez» o al «depende»,
los cuales veía como una solución sabía y prudente a la vida
misma y a las relaciones interpersonales y sociales.
El «tal vez» y el «depende» los consideraba no solo
una expresión de conveniencia social sino una manera
existencial de enfrentar la vida. Que algo sea malo,
«depende»; que vale la pena vivir, «depende»; que sucederá
tal cosa, «tal vez»...
Igualmente se emocionaba cuando pensaba sobre
todo lo que pudieran escribir sus amigos como novedad
desde la ciudad donde siempre iba. Se alegraba más al saber
que se imaginaba lo que pudieran decirle de lo que le dijeran
realmente. Le era más importante imaginar porque se decía
que significaba que su mente estaba produciendo y buscaba
la manera para estimularla a crear ideas, por muy vagas que
fueran porque de la misma manera eran ideas y era
producción. Cuando más imaginaba y volvía a la realidad de
sus realidades concretas, más profundo y vivido era el
suspiro que brotaba de su pecho. Y se sentía realizado. Y una
sonrisa se le dibujaba en el rostro como si aquello le
produjera éxtasis. Porque por muy vagos que fueran sus
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pensamientos y sus suspiros eran parte de la vida. Y no se
sentía avergonzado de soñar despierto, por el contrario, se
congratulaba de sus arrebatos mentales.
También sentía muchas emociones juntas cuando a
cualquier hora en cualquier mañana de cualquier día de la
semana veía llegar al señor del correo entrar a su casa. Se
alegraba porque al pensar que los vecinos se dieran cuenta
que le había llegado carta le hacía suponer que los vecinos
pensaban que él era realmente importante. Y el suponer
asimismo que ellos pudieran sentir un poco de envidia y de
respeto simultáneamente le daba una cierta satisfacción de
sentirse importante y envidiado. Simplemente reflejaba lo
que él mismo hubiese sentido si al vecino suyo le hubiese
llegado carta de cualquier amigo de cualquier parte del
mundo sobre cualquier relación y que él mismo se hubiese
percatado de la llegada del señor del correo. Hubiese sentido
una terrible envidia de sentirse importante. Era consciente de
lo que pudiese experimentar por eso se sentía orgulloso y se
alegraba de que el vecino pudiese sentir y experimentar lo
que él hubiese sufrido si hubiese sido la misma escena en el
teatro del frente o del lado y que en vez de ser él el actor
hubiese sido el auditorio. Le complacía así experimentar
esas emociones. Aunque inmediatamente se recriminara su
ruindad y su infantilismo porque se decía que no era lógico y
natural lo que experimentaba. Y entonces, volvía al juego de
su propia ambigüedad: por una parte se sentía realizado por
la llegada del señor del correo a su casa y por todo lo que
ésta suponía y, por otra, se sentía humillado por sus propios
impulsos internos que le reclamaban falta de cordura y de
madurez. E igualmente amaba y repudiaba, al mismo
tiempo, la visita del señor del correo. Porque lo hacía sentir
importante y envidiado y ruin a la vez.

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Las mismas sensaciones invadían su ser cuando como
con desesperación casi rompía la carta al abrir el sobre para
leer su contenido. No era tanto lo que pudiera decir en él
sino para comprobar o verificar lo que no dijera y sufrir al
mismo tiempo alegría por lo que leía y decepción y
frustración por lo que se dejaba entreleer y no decía y que se
daba por supuesto. Y sentía, entonces, mucha rabia por la
incapacidad de la persona de expresar con claridad y sin
misterios lo que piensa o lo que siente o lo que espera.
Igualmente sentía alivio al leer cada carta de sus amigos
como una frustración interna al no comprobar lo que quería
leer, pero que ni él mismo sabía que era lo que quería leer.
Mas en el fondo sentía gran admiración por sus amigos que
le escribían porque entraban cada vez en el juego del «tal
vez» y del «depende» de la vida. Pero los odiaba igualmente
porque no se definían ni por el sí ni por el no. Y era el ciclo
del juego del misterio de la ambigüedad: es y no es... parece
y no parece... sobre la vida misma y su misterio. En cuanto a
lo del viaje y precisiones materiales, sin embargo, todo se
estaba definiendo por el sí. Pero no era ésto lo que a Juan
José le importaba realmente. Se trataba de algo más
profundo, de algo más interno, de algo más profundo de lo
profundo mismo.
Se estarán preguntando quién es Juan José. Como nos
gusta estar ubicados diremos que Juan José es el personaje
de la canción popular venezolana, que dice:
“Allá viene, allá viene, Juan José. Y viene de la gran
capital. Echándosela de gran señor. Y camina como
un no sé qué. Y con el cuello alzao. Dice que sabe
mucho. Que viene rico y recomendao.
¡Ay, Juan José! Ya no sabes montar ni siquiera
hacer caminar tu burro. ¡Ay, Juan José! Burro no se
monta, ni con sombrero ni zapato. Ni con sortija de
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mucho brillo, ni con pañuelo muy amarillo, ni con
bastón de puño de oro. ¡Ay, Juan José!

Es ese el personaje. Desde él nos inspiramos para


decir lo que nos proponemos. Y desde esa actitud, asumida
por Juan José, nos vamos a valer para justificar todo lo que
diremos.

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- II -

-- ¡Uuff!... -- fue la expresión de Juan José después de


bajar las escaleras con dos maletas desde un sexto piso hasta
la recepción del hotel que no tenía el ascensor en
funcionamiento por esos días.
-- Buenos días -- se dirigió inmediatamente al
recepcionista de turno y que era distinto de el de la noche
anterior.
-- Buenos días... ¿Quiere Ud. un taxi?... respondió
mecánicamente el empleado.
-- Sería bueno... ¿cuánto me costará? -- contestó Juan
José mientras con un pañuelo blanco oloroso a colonia suave
limpiaba su frente sudorosa por el esfuerzo recién hecho.
-- Yo lo puedo llevar por ... continuó el hotelero quien
veía que su día no comenzaría tan mal en caso de aceptar el
cliente.
-- ¡Está bien! -- asintió Juan José.
El hotelero, con ademanes de persona de buenos
modales y de trato fino, se dirigió inmediatamente al
equipaje de Juan José, para llevarlo a su carro que estaba
aparcado en la puerta del frente del hotel, como si ya todo
estuviera preparado. El carro era un LTD azul del 71 y a
pesar de los años tenía una apariencia agradable. Se veía que
su propietario lo cuidaba con esmero.
En el trayecto hacia el aeropuerto los temas de
conversación fueron los de la rutina como para no espantarse
el uno del otro con un silencio desconcertante y descortés:
amaneció muy bonito el día hoy, no está muy lejos el
aeropuerto, están muy caros los pasajes del transporte
aéreo...
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-- ¿A qué parte del aeropuerto va Ud. ? -- interrumpió
la conversación el conductor.
-- A... por favor -- y dijo el nombre de una de las
líneas aéreas, mientras sentía Juan José una especie de
cosquilleo al imaginarse en las faenas de rutina del
aeropuerto, como también el pensarse fuera de sus mismas
cosas de todos los días. Y lograba así experimentar alegría y
pena a la vez. Alegría, porque se iniciaba el viaje que tenía
programado. Y pena, porque las mismas cosas de todos los
días marcaban su existencia y se sentía dependiente de ellas.
Así, sus cosas eran parte de su sentido de la vida: el
levantarse todos los días a la misma hora, el encender el
televisor para escuchar las noticias matutinas, el café, el
ducharse, el salir a encender el carro para que se lubricara el
aceite en el motor del mismo; el dirigirse a un cualquier
trabajo en un cualquier lugar de los muchos de una
cualquiera ciudad de las muchas que tenía Venezuela. El
llegar a la hora puntual y el desempeñarse fielmente como
con sus vagancias e igual descuidos intencionados o no. El
salir a la misma hora, un día y todos los días de una semana
y de otra, de un mes y de otro durante todo un año. El
conversar con las mismas personas prácticamente de las
mismas cosas de todos los días: Cómo estás... ¿bien?... me
alegro... ¡qué bueno!... ¿y la familia?... saludos... hola...
chao... nos vemos... como no... estaré pendiente... sí, me
había olvidado... con mucho gusto... El comer todos los días
a la una de la tarde y la siesta de quince minutos para
levantarse con pereza y con ganas de seguir en la cama aún
sin dormir. El aburrirse todas las noches frente a la televisión
por los programas y el quedarse igualmente casi dos horas
frente a la pantalla viendo las telenovelas con las mismas
tramas y lloriqueos de siempre. El echar pestes por la falta
de calidad y de gustos de muchos programas y el estar
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pendiente de lo que va a suceder en el desarrollo de los
mismos porque tenía fija su atención en ellos, que le
aburrían y le entretenían, al mismo tiempo. Le aburrían
porque era lo mismo con caras diferentes; y le entretenían,
porque no tenía otra alternativa en la selección.
El ver y escuchar el programa de jazz que daban
todos los sábados en las noches y el mover rítmicamente el
cuerpo al compás de la música. El lamentarse que dure tan
poco tiempo y el agradecer que se acabe porque ya se estaba
poniendo fastidioso.
El saborear el gusto indecible de una buena lectura
sin importar el estilo o la tendencia sino de un maestro de las
letras. El disfrutar su trabajo y el agotarse en él. El sacar
provecho de su actividad productiva de todos los días. En la
novedad y en la repetición de la rutina de todos los días. En
la sorpresa de la novedad de lo cotidiano. En fin, por todo lo
que representaba y era para él su mundo de todos los días,
que le subyugaban y lo esclavizaban.
Por eso y muchas otras razones sentía pena y alegría
mientras se aproximaba a las instalaciones del aeropuerto de
la ciudad de donde salía. Porque sus cosas de todos los días
le creaban una cierta dependencia existencial y porque
gracias a ellas su vida tenía algún sentido. Y dejarlas, aún
por pocos días, era casi como dejar parte de su existencia,
parte de su propia vida. Era como arrancarse algo de dentro
que lo identificaba, que lo personificaba, que lo realizaba,
que lo hacía ser lo que era: Juan José.

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- III -

El vuelo de ese martes estaba programado para las


ocho y media de la mañana.
La mañana estaba bastante fresca. Se podía sentir la
brisa de la costa del litoral que soplaba en las inmediaciones
externas del aeropuerto de donde salía. Esto hacía que todos
anduvieran abrigados para protegerse del aire matutino que
por lo general es más frío que de costumbre.
Dentro de las instalaciones del recinto del aeropuerto
todo era movimiento y maletas por todas partes. En la parte
externa, inmediatamente anterior a la aduana había una cola
larga de personas que compraban los papeles y los
respectivos sellos de los impuestos que había que llenar para
después pasar por una máquina electrónica con las maletas
para verificar cualquier porte de armas. Antes eran las
despedidas, los besos, las recomendaciones y los últimos
avisos a los familiares de quienes iban a despedirse. Juan
José no tenía quien lo despidiera e igualmente no hacía
ningún problema. Le era indiferente que fuera alguien
conocido a despedirlo. Por el contrario, pensaba que era
mejor que si alguien viniera a despedirlo que dejara de
perder el tiempo en detalles y convencionalismos y se
quedara durmiendo que era de más utilidad, pues igualmente
el viaje se realizaría fuera alguien o no a desearle buen viaje.
Pensaba que era mejor que se le deseara desde el calorcito
de unas cobijas en lo sabroso de una cama y no desde el frío
de una mañana robándole al cuerpo un sueño y descanso
merecido y necesario. Aunque no se negaba igualmente que
era un detalle bonito el saberse despedido y el sentirse
importante en una despedida.

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Después de haber cumplido todos los requisitos
preliminares y obligatorios Juan José se hallaba ya en la cola
de los pasajeros que se disponían a viajar. Caminaban
lentamente empujando sus maletas y conversando y riendo
de las ocurrencias oportunas del momento, o comentando los
últimos acontecimientos familiares con satisfacción,
mientras se aproximaban a las instancias de la agencia de
viajes donde terminaban de llenar todos los trámites de
cualquier pasajero. Una vez realizadas todas estas
legalidades, sin las que se está ilegal, Juan José se hallaba
caminando ya en las instalaciones internas del aeropuerto.
En la parte externa de esa misma ubicación del edificio se
hallaba un avión dando el frente a las gigantescas ventanas
de vidrio del aeropuerto. Pareciera ser una ballena
gigantesca que descansaba en las arenas de la playa,
mientras algunos camiones se movían en la parte de acceso
al aparato, llevando equipajes, y un sin fin de movimientos
para acondicionarlo y garantizar la confortabilidad y la
seguridad de un viaje de cuatro horas y media a algunas
distancias considerables de la tierra firme y a algunos
muchos kilómetros de desplazamiento por minuto acortando
las distancias habidas entre la casa y el destino de llegada.
-- Pasajeros con destino a ... estarán embarcando por
la puerta número uno -- se oyó al cabo de unos veinte
minutos a través de los aparatos de comunicación del
aeropuerto. El anuncio se repitió dos veces más. Muchas
personas se levantaron de sus asientos y se dirigieron hacia
la puerta número uno que quedaba en uno de los extremos
de la sala de espera. La pequeña cola de personas iba
aumentando pero no había nadie todavía en la recepción de
la rampa movible que comunicaba con el avión. Juan José,
por el contrario, siguió sentado observando un par de niños
que jugaban cerca de él. De vez en cuando los niños se le
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dirigían para conversarle de manera que el mismo Juan José
se había hecho partícipe de sus juegos. Estaba entretenido
con las maravillosas inocencias de sus juegos infantiles y
gozaba de sus ocurrencias. Los niños, por su parte, se
sentían objeto de atención y sacaban partida de sus gracias
hasta que le fueron tomando confianza a Juan José y jugaban
directamente con él. Uno de ellos, más decidido, le estaba
tirando del cabello y Juan José hacía muecas de dolor y de
sufrimiento para hacerlos reír, cosa que lo hacían con
explosivas carcajadas. Después ya eran los dos niños que le
halaban del cabello para reír más a gusto y disfrute. Juan
José no hacía ningún escrúpulo, mas por el contrario se
sentía muy bien porque las mismas carcajadas de los niños
le daban un aire de libertad y de realización personal. A cada
explosiva y ruidosa carcajada experimentaba una tranquili-
zadora serenidad. Sabía, sin embargo, que muchos lo
estarían mirando y pensando al mismo tiempo que estaba
haciendo el ridículo. Y sentía repentinamente el deseo de
comportarse como gente grande y lo intentaba irguiéndose
en su asiento. Mas los niños veían en ese movimiento una
provocación más para sus risas pues consideraban que se
trataba de un número más a los que hacía en el juego.
Entonces Juan José en cierta manera experimentaba la
doble fuerza del juego de la ambigüedad: le gustaba jugar
con los niños porque le gustaba simplemente; no tenía
ninguna explicación racional para justificarse; y, por otra
parte, se recriminaba la falta de cordura de persona grande
que debe andar seria e imponer respeto en su contorno. Y
sentía asco por esas conveniencias de gente grande. De
hecho él mismo era un niño grande: muchas veces tenía
detalles de niño, su misma falta de malicia y de mala
intención eran características de niño. Su espontánea
carcajada y su brillo de los ojos parecieran mostrar la
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inocencia de su simplicidad humana. El mismo se sabía y
descubría así. Y le gustaba ser como era. Mas debía ser lo
que aparentaba: grande. Y aquí sufría porque cuando jugaba
en serio a ser grande siempre las cosas le salían mal. Cuando
quería imponerse el respeto con sus compañeros de trabajo o
sus amigos, sentía que hacía el ridículo, y sentía que se
burlaban.
Sus mismas relaciones le daban la razón. Sus
verdaderos amigos, o quienes le decían serlo, lo estimaban
por su simplicidad y sus ocurrencias, casi inocentes. Él
mismo descubría que esa era su clave en sus relaciones.
Mientras que nunca había tenido una relación firme cuando
optaba por la posición de ser grande y digno de respeto.
Esa doble fuerza la sentía en ese mismo momento
Juan José al jugar con los dos niños. Consciente de su
supuesto rechazo de quienes pudieran mirarlo siguió
jugando. Y en cierta manera miraba algunas caras que le
dedicaban atención. Y sentía ganas de decirles que se fueran
al diablo pero que lo dejaran «ser» y no «parecer». Tal vez
ninguno de los que lo miraban jugar pensarían
absolutamente nada de lo que él imaginaba, pero él se lo
imaginaba igual, y ese era su mundo al que amaba, por una
parte, y rechazaba al mismo tiempo, en la cadena sin fin del
juego de la ambigüedad.

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- IV -

El aire acondicionado dentro del avión estaba


encendido y, apenas se entraba, no se podía evitar un
estremecimiento de los hombros por la sensación del aire
frío que se recibía.
Los pasajeros iban entrando al avión y se iban
acomodando, lentamente, en sus respectivos asientos según
la designación del número en el ticket. Los compartimentos
para los equipajes de mano se abrían y se cerraban buscando
un lugar disponible para sus pequeñas maletas que casi todos
llevaban consigo, sobre todo las damas. Se percibía una
melodía suave de fondo musical dentro del avión. Todo
creaba un ambiente festivo. La búsqueda del asiento, el
acomodarse en él, el abrocharse los cinturones, el mover el
espaldar del asiento, el comprobar el compañero de viaje, el
pedir una manta de la lana de color azul para cubrirse más
tarde cuando hiciera más frío. El comprobar la limpieza y la
elegancia del avión, el mirar la galanura y la elegancia de los
tripulantes y sus atenciones de maravilla, el bajar y subir la
mesita de metal del espaldar del asiento del frente donde se
serviría el desayuno; el comprobar la pantalla de cine en la
parte delantera del compartimiento; el verificar los enchufes
de los auriculares de radio para escuchar música o seguir la
película. En fin, el sentirse y percatarse de que se estaba a
punto de comenzar un vuelo y el comprobar asimismo que
se daban todas las condiciones para no pasarla demasiado
aburrido. Aunque no se podía negar que el hecho mismo de
hallarse volando era una especie de huida de la realidad de la
tierra. No tanto el hecho como tal del volar, sino, de viajar y
lo que él significaba. Es decir, el espacio de tiempo y de
interrupción entre las dos realidades: la que se acaba de
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dejar y la que se va a comenzar. Por eso es muy placentero
el viajar. Tal vez porque es el paso inconsciente de ser y no
ser al mismo tiempo. Es el paso, o el tiempo de un paso,
entre lo que subyuga a la persona en su realidad de todos los
días y lo que lo libera al mismo tiempo. No es el tanto el
dónde llegar y el qué se va a hacer, es el hecho mismo del
viaje. Inconscientemente se viaja, no tanto por gestiones de
negocios o por asuntos de familia; se viaja, porque en la
acción del viajar, hay como una especie de tiempo muerto
que está entre el punto de donde se salió y el punto a donde
se llegará. Quizás, por eso, hay como más alegría y gozo
interno por el partir de donde se está, que por el mismo
llegar a donde se va. No se puede negar que cuando se llega
a donde se va todos sufren una especie de decepción. No es
tanto porque sea negativo a donde se va, sino porque es más
excitante mientras se va. Y es innegable que todos prefieren
ese «mientras» se va. Tal vez porque se trate de una huida,
de un paso, de una transición.
Pues de hecho entre el «de donde» se va y el «a
donde» se va, no hay ninguna diferencia radical. Ambos son
lugares de la misma tierra y en ambos hay personas,
situaciones, ciudades, circunstancias, historias, conflictos,
esperanzas. Es indiferente ir de un lugar a otro, de una
ciudad a otra: fundamentalmente son las mismas. No se
niega sus diferencias, sin embargo. Mas no es tanto el llegar
a tal o cual lugar del mundo, desde otra tal o cual, sino el
hecho mismo que supone la acción de viajar. Tal vez porque
se trate de un querer escapar de nuestra propia realidad, no
tanto histórica, sino más allá aún, existencial. Y el hecho
mismo del viajar supone un interrumpir momentáneamente
nuestras circunstancias existenciales, nuestros
planteamientos, nuestras concreteces reales de la existencia,

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nuestras conveniencias. Mas importante que el compromiso
por el que se viaja pareciera el de viajar como tal.
Tal vez porque nos da conciencia de estar en
movimiento y de dar una justificación a nuestras propias
conciencias: estamos viajando, estamos haciendo algo. Por
eso no prometemos nada en concreto. No realizamos nada
de importancia porque las circunstancias no lo permiten.
Estamos simplemente de paso. Simplemente estamos de
viaje. Es decir, somos y no somos al mismo tiempo. Y ese
paso sutil entre el ser y no ser, ese estadio intermedio nos
place y en cierta manera nos realiza como seres que
dependemos y amamos la ambigüedad. Tal vez por eso el
hecho de viajar nos produzca tantas sensaciones febriles de
emoción, a pesar de los cansancios y fatigas que supone.
Mas el suponer que seguimos siendo lo que somos, pero que
a la vez no somos. En ese juego de la ambigüedad del
misterio y del misterio de la ambigüedad, nos da la
comprensión de la vida misma. El viajar es como un estar
allí pero no estar al mismo tiempo. Es como comprender que
vamos porque tenemos un sitio de partida y otro de llegada.
Pero no son como tales, lo que realmente nos interesa, sino
tal vez, el hecho mismo del «mientras» vamos. Quizás,
porque el hecho del viaje supone el movimiento como
patrón. Tal vez, sea un estímulo. Una ilusión. Un sueño.
Juan José era plenamente conocedor de esos
sentimientos. Era consciente que nada iba a realizar al sitio
donde iba, pero igualmente iba. Nada dejaba de hacer o
mucho haría en el sitio de donde partía, pero igualmente
partía de él. Era el hecho mismo del viaje lo que le llenaba
de experiencias indecibles: no sabía qué de bueno sentía, y
qué de placentero experimentaba al saberse a muchos metros
sobre la tierra y en movimiento sin que se diera cuenta de
ello aunque sabía que se movía. Era el sentirse que seguía
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viviendo y existiendo sin que nadie le exigiera dar muestras
de ello. Era la prueba misma de que era, pues ocupaba un
puesto, un número en el avión y un espacio en la lista de los
pasajeros y sus maletas, igualmente, ocupaban un número y
una clasificación en el compartimiento del equipaje. No se
preocupaba de que tenía que funcionar para sentirse útil. Ya
lo era. La prueba era que era objeto de atenciones de los
tripulantes del viaje en el servicio de las comidas, en el café
y en otros muchos detalles. Era continuar existiendo sin que
el existir como tal le exigiera a sí mismo razón de existir.
Era sentirse ocupado sin que realmente lo estuviera, aunque
realmente lo estuviera, porque viajaba. Por eso no podía
prometer nada ni hacer nada. Estaba ocupado viajando y en
su viajar se ocupaba. Era simplemente el eterno ciclo del
juego de la ambigüedad.
Tal vez por eso es que se ama ser turista pues se va y
no se va a la vez. No tanto por el conocer, aunque no se
niega que también es el móvil principal aparente, sino más
bien por la experiencia intermedia entre el ir y el llegar, que
se siente, que se experimenta, que se vive, pero que es difícil
de explicar con palabras. Tal vez es la sensación concreta del
ser y no ser al mismo tiempo, del estar pero no, del sentir sin
compromisos. Tal vez sea el conocer lugares, o el turismo, el
pretexto para experimentar ese gozo indecible entre el ser y
el estar al mismo tiempo y entre el ser y el no estar en un
lugar que es indiferente pues lo importante es que sea uno de
los muchos de los cualquiera que tiene el mundo. Lo
importante es la sensación del movimiento, del ser en
movimiento, que es y no, que está y que tampoco. Tal vez
tenga razón Carlos Vallés, cuando cita a Lin-Yutang, al decir
que “el buen viajero es el que no sabe a dónde va; el viajero
perfecto no sabe de dónde viene”, pues “la virtud del camino
no está en la meta, sino en el camino mismo”, y en donde “el
23
caminar es válido en sí mismo, y cobra toda su belleza
cuando se le libera de la ansiedad de llegar”. O lo que sería
lo mismo a decir que el camino es la meta y el caminar es
llegar, ya que al caminar nos movemos, mientras que al
llegar descansamos, para volver al mismo autor en otra de
sus obras.
Quizás en ese sentido habría que definir la vida como
un eterno misterio en eterno movimiento. De hecho cuando
queremos clasificar que algo está muerto decimos que no se
mueve. Quizás por eso el hombre ha querido siempre
adaptarse a ese eterno misterio del movimiento al intentar
moverse con más rapidez: cada día inventa nuevos motores
para moverse más rápido y nuevas máquinas para ganar
tiempo, como nuevos instrumentos para que el cuerpo
humano se mantenga más en movimiento, en ciertas edades
de la vida, en que el cuerpo prefiere estancarse.
Y ese mismo movimiento se aplica igualmente al
plano espiritual o intelectual. A más movimiento en la
apertura de nuevos conceptos e ideas nuevas, mayor
flexibilidad mental, para adaptarse a los avatares históricos
de la vida. Igualmente, en las emociones diversas de las
sensaciones mentales. Porque las cosas son y no son,
parecen y no son, al mismo tiempo. Es decir, simplemente,
entran en el eterno ciclo del misterio de la ambigüedad o de
la ambigüedad del misterio... precisamente porque la vida y
todo lo que ella supone es un eterno misterio en movimiento
o un movimiento en el misterio... en la ambigüedad...
Precisamente, porque el verdadero intelectual está en
la eterna apertura. Nada sabe y de todo aprende y de cada
cosa o detalle se admira en la simplicidad de cada cosa. No
le interesa tanto los conceptos o repetirlos. No es su
memoria lo que cuenta. Es su capacidad de saber descubrir
la ambigüedad de cada momento o circunstancia o situación.
24
Es no optar ni por un sí absoluto, como tampoco por un no
definitivo, sino por el tal vez. Igualmente en el plano
espiritual, pues, no hay diferencia entre un verdadero
místico y un verdadero intelectual. Ambos buscan y no se
detienen. Mas no es el buscar por buscar que sería de
científicos sino de apertura existencial. Del vivir la maravi-
llosa experiencia del sentir y no sentir a la vez, del intuir
pero del no dejarse atrapar por lo intuido porque ya se
dejaría de experienciar las bondades y los misterios mismos
de la ambigüedad de las cosas, que dicen y manifiestan
expresamente algo concreto, pero que dicen una otra cosa,
implícitamente. No se trata, sin embargo, de un pesimismo
existencial, pues sería equivalente a decir que nada tiene
sentido. Todo lo contrario. Es la apertura al todo en donde
hasta la nada aparente tiene sentido porque aun lo negativo
es ya positivo, en esa maravillosa fuerza dialéctica de la
ambigüedad.

25
-V-

No hubo grandes novedades en el tiempo que duró el


viaje. Lo mismo de la rutina de cada viaje: emociones,
comida, refrescos, película, levantarse varias veces a estirar
las piernas, sintonizar todas los canales de la radio del
asiento, hojear varias veces la revista de la agencia de viaje
que colocan en cada asiento, mirar las azafatas que van y
vienen de vez en cuando por el avión, estirar la cabeza para
mirar por la ventanilla la misma colección de nubes que
parecieran una alfombra de algodón debajo del avión;
manipular varias veces el periódico releyendo las mismas
noticias, llenar los papeles reglamentarios para la aduana del
aeropuerto, dormir, etc...
-- Número tres -- señalaba indistintamente la
empleada del aeropuerto responsable de repartir los
pasajeros que iban llegando como un hormiguero de las
distintas partes. Cada pasajero con identificación en mano
iba pasando por una ventanilla de vidrio donde después de
entregarla esperaba que el aduanero revisara la computadora
y si no tenía ningún óbice para entrar recibir su pasaporte
con el sello de ingreso y la visa provisional por un
determinado tiempo. Las ventanillas, que serían unas
veinticinco, estaban siempre llenas de gente.
Se podía escuchar toda clase de idiomas en aquellas
instalaciones. Desde el melodioso tono indiano hasta el
innegable acento español de muchos hispanoparlantes.
Igualmente se podía observar toda una variedad de
vestimentas: turbantes indianos, con sus túnicas típicas; los
solideos negros de los judíos; cabezas rasuradas que
mostraban toda la redondez del cráneo; colores y demás
detalles que hacían pensar en una realización en el presente
26
de la confusión habida en la Torre de Babel. Mas sin perder
la riqueza de la variedad de culturas y comportamientos
individuales con sus valores, por supuesto.
La cola donde se hallaba Juan José avanzaba
lentamente. Mientras tanto se conversaba informalmente.
-- Le presento a la Dra. Elsa -- se dirigió a Juan José
un señor de unos 36 años, delgado y muy bien parecido, con
quien se había establecido una relación en el vuelo. Era
historiador de profesión.
-- Mucho gusto... Juan José... -- repuso atentamente el
interpelado estirando con cordialidad su mano derecha a la
dama que le presentaban, quien era natural de Grecia. No
pasaba de los 34 años, de estatura mediana, más bien
pequeña, y de una naturalidad fascinante. Había sido
invitada por uno de los Institutos de Investigación biológica
a realizar una exposición sobre medicina en un congreso. Se
había conocido con el historiador en la cola de espera hacia
la aduana y ahora conocía a Juan José quien interesado en la
relación comenzó a preguntarle detalles sobre Grecia, de la
situación y otros muchos, suficientes para mantener una
conversación.
Los tres se iban acercando a la responsable de
distribuir a los pasajeros.
-- Adelante... doce... -- indicó la muchacha al historia-
dor con la mano la ventanilla correspondiente. Mientras que
la Dra. y Juan José quedaron esperando su turno de primeros
en la cola. Conversando, según iban.
-- Pero, ¿tienes familia en esta ciudad?... -- preguntó
Juan José.
-- Claro... -- contestó la interlocutora. De hecho, tenía
un tío y algunos primos que vivían allí y la estaban
esperando en el aeropuerto esa misma tarde. Ella se quedaría
unas dos semanas más después del congreso con sus
27
parientes. Tenía cerca de doce años que no los veía y habían
muchas cosas de familia que contarse.
De todas esa minucias se enteró Juan José como
también la Dra. de algunos otros detalles de él en ese
momento de espera. Cuando ella estaba abriendo su bolso de
mano para darle la dirección, tanto de donde se iba a
hospedar durante esos días, como la de Grecia, fue
interrumpida por la muchacha del aeropuerto quien le
señalaba la ventanilla donde debería ser atendida.
-- Sí... Más tarde... sí... -- repuso ella toda embarazosa
con su bolso a medio abrir y pronta a atender la orden
recibida.
-- Sí... Está bien... -- asintió Juan José quien a su vez
estaba siendo indicado para la ventanilla número veintiuno.
No tenían otra posibilidad para darse sus direcciones sino ya
en el departamento de los equipajes si lograban encontrarse
en medio de tanta gente. Cada cual fue atendido.
Presuroso se dirigió detrás de un tropel de gente hacia
las instalaciones internas del aeropuerto hasta la grúa
giratoria de piso que paseaba las maletas de los muchos
pasajeros de las varias líneas aéreas de turno en esa hora de
arribo. Cada línea aérea tenía su identificación junto a las
grúas giratorias. Juan José se dirigió a la de la línea en la que
viajaba, y no tuvo que esperar mucho tiempo para recoger su
equipaje, que no era más que una pequeña maleta deportiva
de color gris.
Ya todo bajo control comenzó a buscar con los ojos a
la Dra., sin dar con ella. Esperó otro cinco minutos más, sin
tener ningún resultado positivo. Abrigó, entonces, la
esperanza de que estuviera en las afueras y se dirigió ya
hacia la salida. Tampoco. Ella también estaba esperando diez
metros hacia la derecha y buscaba con la vista... Pero no se
encontraron...
28
Seguidamente Juan José se dirigió hacia la casilla de
información para poder ubicarse y poder dirigirse a la zona
donde vivían sus amigos.

29
- VI -

Era la primera vez que Juan José se movía por sus


propios medios en esa ciudad donde siempre iba. Las otras
veces habían venido sus amigos a buscarlo al aeropuerto.
Pero ésta habían quedado, así lo había pedido él mismo, que
llegaría sólo pues suponía tiempo cosa que es muy valioso
para la infinidad de ocupaciones que salen diariamente y no
quería robarles el derecho a él.
Así, estaba esperando el autobús que lleva desde el
Aeropuerto de la ciudad hasta la estación del tren en un
parada de las muchas de las vías del tren, después hacer las
respectivas conexiones hasta llegar a la calle donde vivían
sus amigos. Como era la primera vez que hacía esta ruta
quería estar seguro de no equivocarse. Le preguntó,
entonces, a un señor que estaba en la misma parada del
autobús en espera del mismo.
-- Disculpe... ¿aquí es donde se toman los autobuses
para el metro? -- preguntó Juan José.
-- Sí -- contestó el aludido quien llevaba una maleta
lo que significaba que también estaba llegando. -- Disculpe,
pero hacia qué parte se dirige --.
-- A la zona tal de la ciudad...
-- ¡Qué bien! Yo también voy a esa parte ... pero, ¿por
qué lado?...
-- Por la Avenida tal...
-- ¡Qué casualidad!... Yo también voy hacia esa
avenida... ¿Si quieres podemos pagar un taxi entre los dos y
así nos evitamos tanta espera?...
-- Pero, ¿por cuánto nos saldría?...
-- Más o menos quince monedas cada uno.
30
Juan José desvió inmediatamente la conversación
eludiendo el tema. No sabía si era conveniente embarcarse
con él por desconocerlo, o si era una buena propuesta. Por
otra parte, era la primera vez que se movía sin ayuda desde
el Aeropuerto. Entró inmediatamente en dudas. Sin
embargo, el señor parecía ser sincero y su apariencia de
viajero le garantizaba que decía la verdad. Se imaginó entre
los empujones, adormentándose al movimiento del vagón,
parado, observando rostros distraídos sin mirar nada fijo,
gente que entraba y salía en cada estación...
-- ¿Te parece que está muy caro? -- insistía el otro
viajero seguro de que sus palabras habían hecho mella en su
interlocutor. -- Realmente, no... -- y con esta respuesta Juan
José daba muestras de que accedería a la propuesta.
En ese preciso instante pasaba un taxi al que el
indicado ya, hizo ademán de detenerlo. Pero lo hacía más
por terminar de convencer a Juan José quien ante la decisión
firme del viajero respondió que sí.
Tomaron, pues, el respectivo taxi y se dirigieron de
hecho a la zona de la ciudad, donde iban. Mas no a la zona
donde iba Juan José sino a donde iba el señor, que era
precisamente al otro extremo. Juan José iba a la calle 12 y
el señor a la calle 24 pero no del la misma parte. Como Juan
José oyó que el otro viajero le comunicó al taxista que se
dirigiera a la calle 24 supuso por la vecindad de los números
que se trataba prácticamente de la misma dirección de
ambos. Y se confío plenamente. Después de un buen tiempo
de viaje el taxi se detuvo en la calle 24. Juan José podía
comprobarlo. Entonces cada uno de los taxitoservidos sacó
quince monedas para pagar el servicio y se desmontaron.
Una vez en la calle el desconocido indicó las cuadras
y los cruces que tenía que hacer para llegar a donde Juan
31
José iba. Se despidieron, se desearon toda clase de suertes y
se separaron. Juan José hizo tal como le había indicado su
ex-compañero pero no se halló en ninguna calle 12 sino en
una calle cualquiera de las muchas de la zona, menos en la
que buscaba. Sacó inmediatamente todas las cuentas de sus
pasos andados y pensó que se había equivocado una cuadra.
Caminó la cuadra que le faltaba, según sus cálculos, y nada
que se encontraba en la dirección a la que iba, desde donde
se ubicaría con facilidad para la dirección de sus amigos.
Comprendió inmediatamente que estaba perdido y comenzó
a preguntar a algunos transeúntes que se encontraba a su
paso por la calle 12. Nadie sabía contestarle con precisión.
De hecho en esa parte de la zona no existía una calle con esa
numeración. -- ¿Pero, estoy en la zona? -- Sí, pero no existe
tal calle -- Si, pero existen varios sectores de la misma zona,
como el Sur, el Este, etc... -- Pero yo voy al Este --- Eso es
en el otro extremo de esta parte -- tienes que tomar varios
autobuses -- Y entonces comenzó a verificar en su mapa para
poder comprobar que no había duda de que estaba muy lejos
del sitio donde iba. Y se sintió burlado del señor quien lo
había utilizado para llegar a su propia casa sin importarle en
nada su suerte.
Se reía de su ingenuidad y de su falta de malicia. Sin
embargo, no se recriminaba nada en absoluto. Se decía que
él había confiado cuando debería haber desconfiado, que
debió ser precavido cuando no lo fue. Pero no le pesaba ya
que aquello le suponía un generar fuerza negativa en sus
pensamientos y en su persona y después se hubiese sentido
peor si se recriminase el haber desconfiado y el haber sido
negativo. Que se sentía burlado, era consciente, pero no se
sentía por eso mismo menos persona. Al contrario, sentía
una especie de compasión por el desconocido al que pensaba
en ese momento recriminándose su falta y su abuso. No
32
podía, sin embargo, el disimular su disgusto por las quince
monedas perdidas, cuando en el autobus todo el trayecto le
hubiese salido por menos de una moneda. Y no le
incomodaba tanto el sentirse burlado sino utilizado...
Y desde este preciso momento esa falta de prudencia
y de malicia va a ser precisamente su gran error, como
veremos.

33
SEGUNDA PARTE
-I-

Una vez ubicado en su perdida, que ya era una


ubicación, pues saberse que estaba perdido ya era por lo
menos saber algo, pudo orientarse fácilmente en la ciudad de
la zona.
Dos horas duró su trayecto desde el otro lado de la
zona hasta la calle 12 del Este. Y otros quince minutos hasta
llegar a la dirección de sus amigos quienes lo recibieron con
gran alegría, apretones y abrazos como siempre cuando se
recibe a una persona que se está esperando. Después las
preguntas rituales: cómo estuvo el viaje; como está la
familia, y fulano cómo está, y el otro vecino cómo sigue,
todavía vive; cómo está la vida en esa ciudad de las muchas
de los muchos países del mundo; como la ve, qué grandes
están los muchachos, que no han cambiado, que los años no
pasan por ti, por ti tampoco; qué bonita está la casa; que la
pintamos la semana pasada; que el calor del verano está muy
fuerte... bla, bla... y más blas... propias de cualquier
conversación...
Después de ubicados todos, anfitriones y huésped, y
tras de compartir todos los detalles habidos durante ese año
los días iban transcurriendo sin mayores apuros e iguales
sucesos. Las mismas visitas a los mismos lugares, a los
mismos parques, a las mismas familias, a los mismos
restaurantes, noches de desvelo frente a la televisión y
conversando de todo y de nada al mismo tiempo. Levantadas
a las mismas horas, lecturas de las noticias todos los días
después del desayuno, revisar los suplementos de las tiendas
anunciando sus rebajas periódicas, los mismo lunches cada
día y algún que otro velas en la cena para crear un ambiente
festivo y alegre con algún que otro vino para brindar sin
tener motivo para hacerlo más que el estar reunidos. Los
35
mismos calores, las mismas quejas de los cambios de los
tiempos. Las mismas caminatas por las grandes tiendas los
sábados por las tardes comparando los precios y sin comprar
nada preciso pero igualmente divirtiéndose con la variedad
de las exhibiciones en las vidrieras. Los mismos helados. Lo
mismo de siempre con la novedad de cada día que hacía que
lo mismo pareciera diferente, pues precisamente en eso
consiste la diferencia.
Juan José era conocedor de esa dualidad de las cosas.
Tal vez por eso mismo no le producían grandes emociones
aunque no se negaba igualmente que cada día le era una
novedad.
En ese rodaje de la historia de cada día viene a
suceder algo que le va a complicar la existencia a Juan José.
Sucedió que uno de sus amigos, no donde se estaba
hospedando, había tenido una pérdida de una cantidad
considerable de dinero por el tiempo en que Juan José había
estado de visita el año anterior. A pesar de que él no había
sido, ni se le hubiera ocurrido por muy urgido que hubiese
estado, todas las sospechas recaían prácticamente sobre él.
No lo sabían ni el afectado ni sus amigos anfitriones, aunque
habían tenido noticias del robo pero no de las sospechas
sobre Juan José, sino sólo el grupo familiar que había
sufrido la pérdida.
Los «fulanos», que puede ser el nombre de la familia
que alimentaba las desconfianzas, había programado una
pequeña trampa para poderlo prender «con las manos en la
masa». De manera insospechada se habían mostrado
demasiado atentos con la visita de Juan José a quien
invitaban y hacían objeto de un sin número de atenciones. Ni
se imaginaban Juan José ni sus verdaderos amigos lo mortal
de aquellos favores.

36
A cada intento fallido mas suficiente para aumentar
las dudas solían hacerle una nueva atención. Le fueron
colocando, así, dinero en el armario de vidrio del baño de
manera que pudiera tener acceso fácil a él. Después de cada
visita de Juan José corrían inmediatamente a contar el dinero
que habían dejado. Juan José, por su parte, ni se había
percatado de aquel aparente descuido porque de hacerlo
hubiese comunicado el desliz o después de haberlo hecho
hubiese entrado en un mínimo de malicia, cosa que le faltaba
el más mínimo del mínimo mismo.
Cada vez iban aumentando la cantidad. La colocaban
enrollada en un paquete de manera que fuera fácil de
acomodar en cualquier bolsillo de los pantalones sin
mayores dificultades.
Y era lógico que Juan José tuviera que ir al servicio
sanitario después de dos horas de visita y de tomar cualquier
líquido en la conversación. Así cada tres días durante las tres
semanas que estuvo entre ellos.
Los «fulanos» para sondear al implicado le
conversaban en sentido general de economía como en
concreto de la situación de su país. Juan José daba sus
opiniones sobre la carestía de la vida y otras muchas
generalidades de su tierra. Estos elementos daban pie para
que sospecharan con más ahínco sobre él. Y pensaban: éste
está pensando que haya una buena cantidad para
embolsillárzela. De eso no hay duda. Y la aumentaban cada
vez más.
Había transcurrido tres semanas. No había pasado
nada de lamentar. Juan José tenía que ir a visitar a otros
amigos, por unos tres días más. Había partido como tenía en
el programa. Todo fue despedidas y puestas a la orden para
cuando regresara. Y aquí fue donde estuvo el error de su
ingenuidad. Ya que a la vuelta aceptó la invitación de los
37
«fulanos» de hospedarse con ellos durante la noche anterior
de su viaje de regreso a Caracas. Y aquí estuvo el ejecútese
del plan de los «fulanos».
De hecho Juan José se había levantado varias veces
durante la noche al baño. En una de esas abrió el armario de
vidrio para buscar alguna aspirina o algo que le sirviera para
el leve dolor de cabeza, cosa que casi nunca sucedía en él,
pero ese día había sido la excepción. Al abrir pudo notar un
paquetico. Lo tomó y lo revisó. Se trataba de un envoltorio
de 5. 000 monedas. No pudo disimular su turbamiento por
tanto dinero junto y lo devolvió al sitio de donde lo había
tomado. Y continuó en sus faenas sanitarias y de salud.
Después se volvió a su habitación para pasar el resto
de la noche sin poder conciliar el sueño. En parte, el saber
que tenía que viajar y volver a su realidad concreta de todos
los días le creaba cierta tensión. Ya las vacaciones habían
llegado irremediablemente a su final.
Al día siguiente se le notaban ojeras por el trasnocho
y se mostraba un poco distraído. El vuelo estaba programado
para las cuatro de la tarde, así, que tenía todavía un poco de
tiempo para derrocharlo en cualquiera de las muchas calles
de la ciudad, mirando las vidrieras de las tiendas lujosas.
Se despidió de los «fulanos». Dejó saludos a sus
antiguos anfitriones y partió con destino al aeropuerto con el
paseo intermedio por una de las muchas calles de una de las
muchas ciudades de uno de los muchos países del mundo.
Ya todo estaba consumado. De hecho el dinero había
desaparecido del armario del baño y las pruebas eran más
que suficientes. Sólo faltaba enfrentarlo y ponerlo al
descubierto.

38
- II -

Juan José mientras tanto aprovechaba su tiempo


girando sin rumbo por las calles de la ciudad. Con su
pequeña maleta sobre la espalda hacía bien su papel de
turista contemplando las realizaciones monumentales del
ingenio del hombre. Cruzando aquí, deteniéndose más
adelante, tropezando con una masa de gente en el sentido
contrario iba pasando el tiempo nuestro personaje,
esperando que fuera la una de la tarde, hora en que tenía
dispuesto dirigirse al aeropuerto.
Eran ya las doce del mediodía. Y como tenía hambre
decidió entrar en un restaurante. Sin saber los nombres
señaló los servicios que él veía más apetitosos. Le trajeron
según el pedido. Y no había nada que no estuviera picante.
No pudo comerse todo lo que había pedido a pesar de que
hubiese querido por el hambre que tenía pero no pudo por lo
picante que estaba.
Después se dirigió a tomar el autobús expreso que
llevaba al Aeropuerto. Según sus cálculos había programado
estar en él una hora antes del vuelo. Pero el tráfico a esa
hora estaba espantoso y no pudo llegar sino faltando diez
minutos para las cuatro. En las oficinas de la agencia de
viaje le llamaron la atención y le reclamaron que era
obligación estar con dos horas de anticipación. Se disculpó,
explicó que el tráfico, que el autobús, que otras muchas
excusas válidas y no. A los quince minutos exactos el
avión se dirigía hacia la pista para despegar rumbo a su
ciudad.

39
- III -

Un dato en que vale la pena insistir en nuestro relato


es que Juan José tenía siempre especie de precogniciones
cada vez que le iban a suceder cosas imprevistas. Era como
una especie de don con el que lo había dotado la naturaleza
pero que él mismo no sabía sacar buen provecho.
Sucedía que cada vez que se le acercaban
acontecimientos fuertes negativamente en su vida solía tener
sueños relativos con carros en los días inmediatamente
anteriores. Algunas veces él mismo los conducía y otras era
un pasajero más. Lo curioso es que cada vez soñaba con otro
tripulante. Nunca con más de dos, junto con él.
Así en los días en que estaba preparando su
graduación en la profesión que se había especializado soñó
que iba en un Toyota de doble tracción por un camino
empedrado cuesta arriba. El carro iba forzado al utilizar la
fuerza de las cuatro ruedas para poder ascender por aquel
camino intransitable para otro tipo de carro. Después de
llegar a una especie de emplanada Juan José que era el
conductor detuvo por un momento el vehículo y poder
cambiar la doble fuerza de la caja de las velocidades y
colocar los cambios sencillos ya que el trayecto dejaba de
ser empinado y difícil.
Juan José trató de analizar su sueño con un poco de
análisis y llegó a la conclusión de que realmente sus tiempos
de estudiante habían sido tiempos muy difíciles, desde todo
punto de vista. Económicamente se las había visto muy mal.
Casi no podía comprar los textos de estudios porque no le
alcanzaba el dinero. Los pedía prestados a sus compañeros y
sacaba sus propios apuntes para poder estudiar y rendir los
exámenes. Lo poco que su familia le aportaba no le
alcanzaba para fotocopias. El mismo trataba de no serles
40
fatigosos y buscaba la manera de ayudarlos a pesar de sus
limitaciones.
Intelectualmente era bien dotado, sin embargo, en
algunas materias se había visto obligado a dedicarles más
tiempo de lo común. No tanto por las dificultades del
aprendizaje y comprensión sino por los caprichos a veces
mal sanos de muchos profesores que en vez de ser objetivos
se limitaban a pequeñeces que distaban de la verdadera
importancia y valor de la materia como tal.
Y veía en esa revelación del sueño como una
distensión del inconsciente. Lo que significaba que se
hallaba realizando muchos esfuerzos físicos, psicológicos e
intelectuales.
En ese sentido Juan José pensaba que en el
inconsciente se archivaban muchos temores que no se
descubrían en la realidad de la vida de todos los días. Y al
poder comprobar su sueño se sorprendía de las tensiones que
le habían creado sus estudios y su situación. Al soñar se
sentía contento pues sabía así que se estaba liberando de sus
propios temores inconscientes de los cuales ni siquiera se
daba cuenta conscientemente. Cada vez que soñaba sentía
que un peso se le quitaba de encima. Y le gustaba soñar
porque después se dedicaba a intentar analizar el contenido
misterioso y simbólico de los mismos. En cierta manera
consideraba que era como una especie de canal de liberación
con el que naturaleza había dotado a los seres humanos.
Disfrutaba después de soñar y se entretenía grandemente
tratando de descubrir los mensajes.
Pensaba igualmente que en esa misma medida los
sueños eran una especie de voz de Dios porque eran los
mensajes del inconsciente. De aquel mundo indescifrable e
impenetrable pero sabio que elabora como en laboratorio
muchas respuestas a muchos estímulos diarios como
41
especies de refugio amparándose así frente a los temores y
muchos aspectos negativos de la vida pero que se graban en
lo más profundo del ser mismo. Pero como hace mal
archivar aspectos negativos o deseados sin realizarse llega
un momento en que se da la liberación de eso que puede
hacer mal y es precisamente en el sueño, cuando hay una
total comunicación de los mundos internos del ser. Por eso le
gustaba soñar y le satisfacía descubrir aquello que le era
imperceptible en la vida de todos los días. Consideraba que
el sueño era como una revelación de la mente a la mente
misma.
Así había tenido muchos sueños antes de muchos
momentos difíciles de su vida. Y se hallaba en cierta manera
como predispuesto a estar pendiente de ellos, aún cuando no
los entendiera o no lograra captar sus mensajes simbólicos y
no descifrables fácilmente.
Por esos días había tenido otro sueño precisamente
con un carro. Pero esta vez soñó que él viajaba con cuatro
personas más. El viaja en la parte trasera en el lugar de la
puerta derecha. El carro era de color rojo. Llevaba el aire
acondicionado encendido y era muy agradable viajar en él,
conversando y pasándola bien con los demás viajeros. El se
entretenía con el seguro de la puerta: lo subía y lo bajaba.
Mientras tanto se disponían a descender por una carretera de
muchas curvas, con una muy peligrosa, y estrecha. La
carretera se veía peligrosa. Juan José había sentido miedo y
se había querido desmontar del carro pero cuando lo intentó
el seguro del carro se le trabó y no pudo.
Juan José recordaba vagamente este último sueño.
Intentó varias veces encontrarle su lógica pero no se la
encontró. En todo caso le impresionó la modalidad de su
sueño... La vida continuaba en todo caso...

42
- IV -

El vuelo del regreso había sido sin ningún tipo de


contratiempos. En otras palabras, perfecto.
Ya a las nueve de la noche Juan José se estaba
encaminando hacia el hotel donde se había quedado hacía
exactamente un mes.
Al día siguiente se levantó bastante temprano para
poder tomar el avión e irse a la ciudad donde vivía y
trabajaba, que era una de las muchas que tenía el país, y que
en nuestro relato no es lo más importante, sino las actitudes
internas experimentadas por nuestro personaje que es lo que
constituye el centro de nuestra atención. Ni siquiera la histo-
ria como tal, que de hecho es ficticia, sino lo que se quiere
descubrir en el hombre mismo pues en casi todos los datos
dados hasta ahora se encuentran elementos de psicología sin
negar tampoco mucho de filosofía si se ha seguido con
atención el transfondo del relato que no es más que un
simple pretexto de escritor. Si se olvida esa relación y esa
dependencia en el estilo o en el subterfugio dejarían de tener
sentido tantas grandes obras maestras de la literatura
universal, mas no por eso se está diciendo que ésta sea una
de ellas, aunque no se niega que no deja de existir cierto
deseo o anhelo de que llegara a serlo, como es natural
cuando se realizan estas labores. ¿O alguien va a decir que
fue real lo de las andanzas, por de más de divertidas y
descabelladas, de un Quijote de la Mancha sino en la
imaginación de la vivacidad de un Cervantes? ¿O alguien va
a dar la vida en defensa como reales de los supuestos
mundos por de más fantasmagóricos de un Dante de su
Divina Comedia? ¿O alguien va a defender a capa y espada
de que Dios realizara la creación del mundo tal como
43
aparece en el estilo antropomórfico de hablar del libro del
Génesis? Y asimismo un sin fin, si no de todos, de las
grandes obras escritas. Aunque, cada obra es ficticia y real al
mismo tiempo. Ya, que, si existe la idea, es real. Pero, lo que
no concuerdan son las proezas de los personajes, que es
donde interviene la acción y la destreza de cada autor, al
hacer como si fuese real o de carne y de hueso lo que bulle
en su imaginación, donde sí es real, porque existe. Por eso se
escribe.
En los días posteriores todo era más de lo mismo en
la vida de Juan José, como de costumbre de una vida
cualquiera, pues para eso se toman algunos días de descanso
o de vacaciones para hacer que los del trabajo y de la rutina
cobren mayor significado y fuerza; y, sobre todo sentido. Así
hayan sido esos días de sosiego en cualquier parte de los
muchos que tiene la tierra siempre cuando se trate de
cambiar la rutina. Es indiferente el lugar, lo que vale es la
intensidad con la que se pueda vivir el descanso que es
precisamente lo que produce la paz, que aunque tampoco es
indispensable salir si se está en clave de vehemencia interior.
Juan José retornaba, pues, a su lugar y a su espacio
vital de todos los días. Nada nuevo y nada viejo, al mismo
tiempo. Lo de siempre era lo de siempre y lo de nunca
conservaba sus características. Las mismas faenas cobraban
vigor como se hacían rutinarias: lo de nunca y lo de siempre.
Eran como lo de nunca, cuando tenían un nuevo sentido. Y
como lo de siempre cuando por la familiaridad perdían el
valor aparente. La ambigüedad de las cosas, simplemente.
En esa misma línea existencial y antropológica se
situaba la vida de Juan José que no era ni una de ángeles ni
tampoco una de diablos, sino la de una vida intermedia,
como suele ser, y por eso interesante, la de uno más de
cualquiera de los muchos habitantes que posee el planeta
44
tierra. Era de ángeles en cuanto propósitos y buenas
intenciones. Mas, de diablos en el comportamiento diario,
aunque se exagera al decir lo segundo, pues es absurdo hacer
una diferencia radical y drástica al respecto. Mas bien su
vida era la de una persona humana: con bondades, bellezas,
grandezas, esperanzas y muchos otros elementos ónticos
positivos que lo hacían existir, pues si era e igualmente todas
las personas son, era precisamente por su inmensidad de
bondades y no por lo contrario. Sin negar que no por ello
dejaran de existir algunas otras cosas... mas no lo suficiente
para sostener tampoco que era, o que somos, malos, cosa
que realmente es imposible. Sin embargo, no deja de haber
quien se empeñe en demostrar y comprobar que no somos
mas que ruindades.
Juan José era uno de ellos, precisamente, por ser una
persona humana. Ni más ni menos. Más menos para un
pesimista, más para un optimista y un como cualquiera otro
para una persona en su pleno juicio y cordura mental,
emocional y afectiva. Uno, simplemente. Ni grande ni
pequeño; ni héroe ni ruin; ni santo ni lo opuesto; ni egoísta
ni altruista; ni capaz ni inepto; ni diligente ni holgazán; sino
lo uno y lo otro junto, aunque a veces como que más de lo
uno que de lo otro. Es decir, un ser humano, ni más, ni
menos. Al fin y al cabo, la ambigüedad, que es el tema
central de este relato novelado, psicológico y filosófico,
aunque no se vea así. Por lo menos, esa fue la motivación.
Es preciso anotar, al respecto, como señala Francesco Rossi
de Gasperis, lo siguiente: “convendría que nos opusiéramos
a ese gusto por la paradoja y por la dialéctica que nos hace
ver oposiciones y contrastes entre las cosas, aun cuando no
existan: si uno es activo, no puede ser contemplativo; si uno
esta “encarnando”, no puede ser “espiritual”... Estas
oposiciones vienen sugeridas en parte por las tendencias
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platonizantes: el gusto por las antinomias, los dualismos y lo
problemático”. Es decir, estamos acostumbrados o que se es
una cosa y no la otra, o viceversa. No uno y otro. Y es esta la
idea que se quiere resaltar en este libro: una y la otra al
mismo tiempo, aunque parezca extraño. Allí está la riqueza.
Y así era Juan José: una y otra cosa al mismo tiempo. Pero,
no una sí, y la otra no. Las dos juntas simultáneamente.
Además, como afirmara y sostuviera Tony di Mello, que “la
verdad está en la coincidencia de las cosas opuestas”. “Una
persona no es buena o mala, sino plenamente egoísta,
ambiciosa, malvada, estúpida, inocente e intachable”, según
los aportes del mismo Di Mello. Puede resultar extraño. Pero
es lo que se está proponiendo y resaltando en la personalidad
de Juan José.
Sin embargo, es importante hacer la diferencia entre
la ambigüedad y la indecisión. Son dos realidades y
posiciones existenciales muy diversas, una de la otra. La
indecisión hace que la persona esté y sea insegura. No sabe
qué hacer. Porque no sabe qué es lo que quiere. Mientras que
la ambigüedad es la actitud interior de apertura. No opina
para no emitir juicio. Y ya eso es una posición. Porque
piensa y siente, dialécticamente hablando, que un juicio es
cerrar todo cambio de opinión. Y por experiencia se sabe
que muchas veces se equivoca, hasta en las propias
opiniones. Por eso prefiere no opinar y no hacerse ningún
juicio interiormente. Se trata de una actitud existencial. De
morir y vivir al mismo tiempo. Porque al no opinar, se
muere. Y esa muerte es ya un vivir interiormente. Y es
preferible esta actitud que la de morir al pretender vivir en
un juicio emitido. Es admitir que el cambio es la constante
de la vida. Cambio de percepciones. Es no asirse a nada,
como ya lo dijera Krishnamurti y muchos otros autores, que
siguen esa línea de pensamiento. O como sostienen los
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psicólogos John Mayer y Peter Salavey, al formular la teoría
de la inteligencia emocional, que la conciencia de uno
mismo, puede ser una atención a estados más intensos que
no provoque reacción ni juicio.
Pero ambigüedad es distinto de ser güabinoso. La
ambigüedad es apertura. Ser güabinoso es, en cierta manera,
ser diplomático. Es no querer comprometerse para sacar
partido de las circunstancias. Según como vayan las cosas se
toma posición. Mientras que la ambigüedad es descubrir la
riqueza de cada cosa, en su momento y espacio concretos.
La ambigüedad es una posición interior de riqueza.
Güabinoso es estar en constante pesca de oportunidades para
provecho.
Y Juan José buscaba aplicar la ambigüedad. Mas no
era güabinoso ni indeciso. Sabía lo que quería. Así, viajaba.
Así, decidía por sí mismo. Sus decisiones no las determinaba
nadie. Las tomaba él mismo y por él mismo.
Y este es el peligro que corre el juicio a este libro. Se
quiere resaltar la ambigüedad como actitud existencial: todo
en constante y eterna apertura. Ciertamente, que produce
cansancio. Pero se trata de una fuerza dialéctica que
enriquece y que fuerza a abrirse siempre y siempre. Es una
riqueza. No una pobreza como podría ser la indecisión. O un
oportunismo como podría ser el optar por ser güabinoso. No
se trata de proponer ninguna de estas dos maneras, sino de la
vivencia interior y profunda de la ambigüedad. Es decir, en
eterna apertura, en la que no aparezca bajo ningún pretexto
el juicio o todo lo que se parezca, sobre todo, si es juicio
moral. Porque se trata de una profunda apertura interior para
la que todo es nuevo y en la que lo viejo encuentra la
novedad de la sorpresa. Pues no es más que constante
descubrimiento y eterno. En otras palabras es la capacidad,
como señalan algunos autores versados en esta materia, de
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no perder la capacidad de asombro, que no es otra cosa que
la capacidad de percibir cada cosa como nueva e incluso de
captar cada vez como nueva una misma situación. Es el
tiempo interior, que hace la vida misma se torne en una
eterna poesía. En un eterno descubrir. Aún sobre lo ya
descubierto a nivel personal. Un eterno re-descubrir. Una
total y absoluta riqueza.

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V

Transcurrían los días en ese mundo maravilloso del


misterio de la ambigüedad en la vida de Juan José como en
la de cualquier otro.
Un día de tantos de los muchos de la vida, después
del viaje, llegó el señor del correo a la casa de Juan José.
Había correspondencia para él.
Juan José leyó el remitente, era de los «fulanos». Y se
sorprendió en parte porque con ellos nunca había existido
tradición de correspondencia escrita. Pensó, sin embargo,
que se trataba de establecer contactos. Además ellos se
habían mostrado muy deferentes con él la última vez y
consideraba que ellos estaban realmente interesados en la
relación.
Destapó el sobre con estampillas y sellos certificados
y empezó a leer su contenido. Al principio como con
indiferencia. Lo primero que leyó fue un insulto. Nada de
saludos, ni cómo estás, cómo te fue en el viaje, ni cómo te
está yendo en los actuales momentos, sino un simple e
ignominioso insulto. No entendió, ni siquiera recapacitó
inmediatamente. A medida que iba leyendo se iba
interesando en su contenido. No cabía dudas de que se
encontraban muy disgustados y lo expresaban muy bien en
el estilo sin reparar en las ofensas.
Juan José no entendía realmente lo que le estaban
diciendo. Lo que sí le era claro era el título de ladrón que le
daban. No le quedaba ninguna duda. Pero por más que
trataba de poner orden a sus ideas no lograba una que le
diera a suponer que se trataba del paquetico de las 5. 000
monedas del baño. A pesar de que ellos le decían con ironía

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que esperaban que estuviera disfrutando del dinero y que le
hiciera provecho.
Su cabeza no daba con la causa. Por una parte, él no
tenía conciencia de ningún robo o por lo menos perpetrado o
tramado por él mismo. Pensando sobre esa posibilidad de
robo, se imaginaba de qué clase de robo y de qué dinero se
podría tratar. Como en una película trató de recapitular todos
sus movimientos en la casa de los «fulanos» la noche que se
hospedó allí. -- Me levanté varias veces al baño; no podía
dormir... pero en la habitación no había ningún dinero, por lo
menos que yo hubiera visto... dinero... dinero... Oh, sí, creo
haber visto un dinero en un paquete... pero no fue en la
habitación... fue en la sala... no... no... fue en la película de
la televisión que estaban dando esa noche... Bien, entonces,
pero si como que recuerdo haber visto un dinero... Total,
dinero o no, yo no tomé nada, que es lo importante...
¿Tomar?... Pero tengo una vaga idea de que yo tuve en mis
manos ese dinero que vi... lo que significa que si yo tuve el
dinero en las manos, no fue entonces en la película de la
televisión...
Y en estos pensamientos se distrajo bastante tiempo
esa tarde Juan José. Pero por más que intentaba dar con
ideas claras; no lograba, ni ideas, ni tranquilidad, ya que
sabía que él no había robado nada. Pero recordaba, al mismo
tiempo, haber visto un dinero, sobre el que posiblemente lo
acusaban. Si hubiese tenido que dar algunas declaraciones
para defenderse, se hubiese hundido más, pues hubiese
confesado el no haber robado nada, pero el tener un vago
recuerdo de haber visto y tenido una cantidad considerable
de dinero en sus manos esa misma noche. Pero, que no sabía
con precisión, si se trataba de una realidad, o de una pura
imaginación. Posiblemente, le hubiesen indagado para que
diera más detalles y él hubiese alegado que no recordaba
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bien porque en esa noche tenía un leve dolor de cabeza, y no
sabe si fue real lo del dinero o fue fruto de su mismo dolor
de cabeza que lo incomodaba. ¿Te duele a menudo la
cabeza? -- Nunca -- hubiese sido la respuesta. -- Si nunca te
duele la cabeza, ¿cómo se explica que ese día te dolía?. -- Ni
yo lo sé, tampoco, pero me dolía igualmente... no mucho...
pero me dolía --. Y las preguntas hubiesen atascado más y
más a nuestro personaje quien a su vez hubiese caído más y
más en una red sin ninguna posibilidad de salida.

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- VI -

Enterarse de los pormenores del incidente y sobre


todo de que le estaban haciendo una mala jugada premedi-
tadamente le provocó crisis inmediatamente a Juan José.
-- ¡Ahora si entiendo todas las atenciones! -- se decía
en sus malos momentos. -- ¿Por qué no me di cuenta? ... No
es posible que yo haya estado en un mundo de desconfianza
y no me haya percatado de nada, ni siquiera que haya tenido
un mínimo de malicia... Ahora si entiendo la causa por la
que inventaban cualquier motivo para que fuéramos a su
casa... Y se dejaba invadir repentinamente de una racha de
odio hacia los «fulanos» por su mala jugada. Pero
inmediatamente se recriminaba y se decía que no era bien
que se dejara llenar de sensaciones negativas hacia las
demás personas, aún cuando tuviera fundamentos para
hacerlo. Y se batía fuertemente en la doble pelea de no
querer llenarse de odio y de sentirlo al mismo tiempo. De no
saber si sentir más lástima por los «fulanos» ,quienes habían
planificado pérfidamente un plan , o si por él mismo por su
falta de astucia.
-- Odiar no puedo -- se decía -- no me conviene
porque me lleno de mi propio mal y me enfermo
mentalmente. Si odio, me lleno de mi propio odio, y todo me
saldrá torcido. Pues, mis acciones, serán mi propio fruto. No
me conviene, realmente.
Y volvía a entrar en el juego de la ambigüedad de las
cosas y de los sentimientos que le producían esas mismas
cosas. No podía, sin embargo, evitar el sentir ira. Y no
quería sentirla, al mismo tiempo. No tanto, porque les
deseaba toda clase de bienes a los «fulanos», sino, porque en
el fondo, se deseaba toda clase de bienes para sí mismo. Es
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decir, si hubiese deseado el mal, él mismo hubiese sido el
primer afectado del mal que deseaba, pues todo es como el
bumerang: así como va, viene. Juan José era consciente de
eso. Por eso mismo él les deseaba todo tipo de favores y
bondades a sus amigos los «fulanos». Ni siquiera, se atrevía
a pensarlos como enemigos. Era verdad, porque los quería
bien. Pero, realmente, porque personalmente, él se quería
más. Sabía que la mente es el gran arma que todas las
personas poseen pero que tiene un doble filo: sirve para
cortar pero se corta la persona cuando lo utiliza para daño.
Lo mejor era usarla buenamente y sin malas intenciones.
En cierta manera, Juan José, sabía los beneficios del
bien y del mal por parte del sujeto. Por eso se dejaba
cautivar una vez más en el juego de la ambigüedad de la
vida. Aunque, sin negar que no por eso, no tenía sus
momentos duros de energía negativa. La solución la
encontró, sin embargo, en la repetición mental de la frase:
Dios, bendícelos... Dios, bendícelos... Y así como se sentía
muy mal cuando pensaba en lo que había sucedido y todo lo
que deseaba decirles a sus amigos; igualmente, se sentía más
tranquilo y sereno, después de la repetición mental de la
misma frase positiva. Eso mismo que deseaba y pedía por
ellos lo iba invadiendo lentamente: al fin y al cabo se trataba
una vez del misterio de la ambigüedad, que es, sin duda, la
mejor experiencia existencial de la vida sobre la tierra, pues
produce un morir y un vivir al mismo tiempo. Era capaz de
ese experimentar y vivir a pesar de todo el proceso de un
juego dialéctico interior, que es y no es, que dice una cosa,
pero no se cierra, sino que también es posible lo contrario.
Ambigüedad. Una actitud existencial.

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- VIII -

Fueron unos días terribles los vividos por Juan José


en ese tiempo. No le fue muy fácil del todo. No era que
deseaba o pensaba positivamente y en seguida se llenaba de
eso mismo que deseaba. Muchas veces era más lo negativo
que rondaba y habitaba en su cabeza y en su corazón que lo
bueno, pero igualmente repetía la frase, no encontrándole
sentido algunas y otras dejándole una sensación de sentirse
escuchado por lo indescriptible de la existencia en lo más
profundo de su ser, que no sabía explicarse.
Las actividades de todos los días le iban consumiendo
energías y tiempo y con ello se iba desarrollando su
existencia. Lo mismo.
Un buen día como de uno de tantos de los de
cualquier semana tuvo que realizar otro viaje fuera de la
ciudad donde vivía y trabajaba. Se trataba esta vez de
asuntos de su oficio. Se dispuso a hacer su valija de viaje y
fue por su maleta, la misma con la que viajaba siempre. La
abrió para meter su indumentaria y cuando abrió el diminuto
compartimiento anexo en la parte externa de la misma notó
un abultamiento que antes no había percatado. Metió la
mano derecha forzando un poco por lo estrecho del
compartimiento y sacó un paquetico. Le pareció extraño
pues no tenía conciencia de aquello en su maleta. Comenzó
a destaparlo con curiosidad para verificar su contenido con
la mayor naturalidad y casi se desmaya al comprobar que se
trataba de 5.000 monedas.
-- ¡No puede ser! -- y sin perder demasiado tiempo
comenzó a contar... Exactamente 5. 000 monedas...
-- ¡No puede ser!...
-- ¡No puede ser!...
-- No... No... ¡No puede ser!...

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