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Objetivo General
Al finalizar este curso el estudiante conocerá las teorías básicas del aprendizaje.
Contenido
Filosofía y Ciencia
Nacimiento de la conciencia cientifica
Objetividad como consecución retorica
Razón y utopía
I. INTRODUCCIÓN
Así mismo, que las Teorías de Aprendizaje si bien ya están formuladas, deben ir
actualizándose a medida que la ciencia avanza y no perder de vista el hombre que
buscan formar.
2. 1. Origen de la Filosofía
La historia de la Filosofía tiene sus comienzos hace dos mil quinientos años. Durante
largo tiempo la Filosofía fue concebida como la teoría del pensamiento, la ciencia del
pensar. Sin embargo, su rasgo básico fue la especulación.
La voz "filosofía" es una voz doble, compuesta de otras dos voces de origen griego
(philein, amar, aspirar y sophia, sabiduría). Es decir, "filosofía" significa "amor a la
sabiduría" o , para ser más exactos, "aspiración a la obtención de la sabiduría.
En sus orígenes la ciencia y la filosofía constituían una sola cosa. Sólo la Filosofía
abarcaba todo el saber y todo el contenido de lo que hoy llamamos ciencia.
La ciencia se dividía en el saber sobre el ser en cuanto tal y en géneros particulares del
ser. Pero lo que movía al hombre a estudiar era el deseo de saber, de saber cómo son las
cosas. La primera manera de saber es a través de la experiencia, pero el deseo de saber no
se detiene allí, ya que el hombre pretende saber y conocer la esencia de las cosas, de por
qué se desenvuelven de una manera y no de otra.
La filosofía nació a raíz de un querer saber de este tipo, para conocer al mundo según la
necesidad, su totalidad, su esencia.
Fue en esta época de la historia cuando comenzaron a estructurase las ciencias naturales,
entendidas como un sistema de conocimientos rigurosamente clasificado y verificado. El
pensamiento moderno acabó convirtiendo a la filosofía en colaboradora de la ciencia. A
partir de aquí fue frecuente que una misma persona reuniera la doble condición de
científico y filósofo.
Galileo y Newton son grandes ejemplos de este cambio, que alcanzó hasta la época
contemporánea, como lo demuestra Bertrand Russell. Así se tiene que los dos factores
más importantes de la ciencia moderna, fueron también dos de los temas filosóficos más
apasionadamente discutidos, dando lugar inclusive a dos escuelas filosóficas de la Edad
Moderna: el racionalismo, que se fundó en los aspectos lógico-racionales del
conocimiento, y el empirismo, que afirmó la validez absoluta de la experiencia en el
ámbito del conocimiento científico-filosófico.
Filosofía y ciencia no solo no se oponen, sino que se encuentran como dos extremos,
como en dos polos entre los que se desarrolla todo el pensamiento racional de la
humanidad.
Aquél que se encuentra lo más pegado a los hechos empíricos, aquellos enunciados que
están más cerca de los hechos empíricos, que pueden verificarse a través de la
observación y de la experimentación, esos enunciados se tienen por científicos; cuanto
más analíticos, más especializados, más pegados a los hechos, más científicos.
Mientras que en la línea opuesta a lo empírico, en la línea de una mayor teoría o de una
teoría de mayor alcance, más universal o menos particular, conforme va hacia
interpretaciones más globales, hacia cuestionamientos teóricos de mayor alcance de los
principios que regulan un mismo conocimiento; en esa línea se camina hacia
planteamientos más filosóficos.
A. Función de fundamentación
B. Función de totalización
El segundo papel que le cabe a la filosofía es una función totalizadora, una función de
totalización. Es decir, dado que la ciencia avanza en el sentido de una especialización
creciente, lo que supone una fragmentación creciente del saber, esa línea analítica se
compensa tratando de recomponer los fragmentos; tratando de hacer síntesis del estado en
que se encuentran los conocimientos, o bien, del conjunto del saber.
La filosofía actúa como distancia crítica, de algún modo innovadora. Reconduce las
perspectivas bilaterales de la investigación. Reorganiza las piezas fundamentales,
pudiendo arrojar alguna luz. En ese sentido la filosofía es siempre necesaria,
imprescindible para la ciencia.
En la medida en que el científico se eleva por un lado a analizar los supuestos teóricos en
los que se está moviendo, y por otro lado a querer integrar su propia investigación en la
unidad del saber, acaba haciendo filosofía aunque no se dé cuenta, aunque haya partido
del ámbito de una ciencia determinada.
El conocimiento del mundo físico sólo se extrae del trabajo de las ciencias físicas y
naturales; y del desarrollo de las ciencias matemáticas aplicado a la comparación de
teoremas, y mediante la utilización de técnicas e instrumentos sofisticados, mediante el
diseño de experimentos que traten de alguna manera de fijar las hipótesis.
Los contenidos del conocimiento, los contenidos empíricos, sólo nos llegan a través de
las ciencias positivas, que necesitan de la filosofía para entramar esos conocimientos en
tanto totalización, y para discutir hasta qué punto alcanzan esos conocimientos un grado
de objetividad. Así que se necesitan mutuamente.
Desde el comienzo de los tiempos modernos, siglos XVI y XVII, los filósofos europeos
se han movido dentro del paradigma de la racionalidad. Algunos pretendidos
postmodernos lo que quieren precisamente es transcender el paradigma de la razón que es
el paradigma dominante en toda la modernidad, la razón y el sujeto de la razón.
La subjetividad desde el yo cartesiano, desde el "ego cogito ergo sum", que se ponía
como la fuente indudable de toda certeza, la fuente de todo conocimiento porque a ese
yo, a ese sujeto, le correspondían las ideas innatas.
De ahí se da un salto al siglo XVIII, a Kant, cuya obra no es más que una crítica de las
estructuras de la subjetividad. La crítica de la razón pura, la razón es la esencia misma de
la subjetividad. Se trata de decirnos cuál es el sistema de categorías que constituye la
razón humana; es decir, la subjetividad humana.
Hegel también quiere desentrañar los secretos de la razón, el secreto último, la
implicación última y todo lo demás. En esta historia, la razón y la racionalidad que trata
de fundarse a sí misma, todo el pensamiento moderno no es más que un intento de la
autofundamentación de la razón, de la autosuficiencia de la razón, de la autonomía de la
razón.
III. EL EMPIRISMO
3.1. Características
El empirismo supone una crítica a los racionalistas bajo el supuesto que la razón tiene
carácter ilimitado, e incluso el propio proceso irracional puede producir cualquier tipo de
conclusión. La razón por sí misma no tiene fundamento y funciona a partir de supuestos.
Por tanto, sólo se consideran válidos los conocimientos adquiridos mediante la
experiencia.
Los principales representantes de esta corriente filosófica son: Bacon, Hobbes, Newton,
Locke, Berkelery y Hume. De ellos, Bacon y Newton trabajaron preferentemente en el
campo de las ciencias naturales.
Los empiristas entienden por ideas todo aquello que es objeto de conocimiento; Locke
incluirá las percepciones, mientras que Hume no. Tanto Locke como Hume admiten un
subjetivismo del conocimiento y sostienen que no conocemos realmente la realidad, sólo
las ideas sobre ésta.
Locke sostiene, contra la teoría de las ideas innatas de Descartes, que todos nuestros
conocimientos tienen su origen en nuestra experiencia, tanto externa (a través de los
sentidos), como interna (a través de la razón); para él, al nacer, nuestra mente es como
una hoja en blanco que se irá llenando con nuestra experiencia.
Fue el introductor del empirismo y del método inductivo, a través del Novum
Organum; en esta obra realiza una defensa de la lógica inductiva y una crítica de
la lógica deductiva aristotélica.
Señala, entonces, que el objeto de conocimiento son las ideas, definidas como
contenido del entendimiento y sin ningún carácter ontológico, ya que son el
resultado directo de la sensación o la reflexión (ideas simples), o el resultado de la
actividad asociativa de la inteligencia humana (ideas compuestas). No representa
un empirismo radical y acepta el conocimiento por demostración, no
fundamentado en la experiencia, (como la demostración de la existencia de Dios
por el argumento cosmológico o teleológico), y la validez de conceptos originados
por el sujeto (como los matemáticos o geométricos).
• George Berkeley (1685 - 1753). Fue un clérigo inglés que continuó las
especulaciones de Locke sobre la teoría del conocimiento. Sin embargo, su
planteamiento fue mucho más radical y las consecuencias de su extremismo se
resumen en dos ideas centrales: es imposible forjar ideas abstractas y la existencia
objetiva de la materia es una mera ilusión.
Para Berkeley las dificultades del conocimiento no se deben a una imperfección
de las facultades humanas, sino al mal uso que se hace de ellas. Siendo la
elaboración de ideas abstractas el principal de estos malos usos.
En síntesis para Berkeley no hay ideas abstractas. Es decir, todas las ideas son
particulares o concretas, y provienen de los sentidos externos, de los sentidos
internos y de la creación imaginativo - fantasiosa; y todas ellas residen en un lugar
que él llama mente, espíritu, alma o yo. Todo lo que existe es percibido como idea
dentro de una mente. La materia no existe, o no se sabe si existe.
Señala que las leyes científicas sólo son para los casos en que la experiencia ha
probado su certeza. No tienen, pues, carácter universal, ni es posible la
previsibilidad a partir de ellas. La sustancia, material o espiritual no existe. Los
cuerpos no son más que grupos de sensaciones; el yo no es sino una colección de
estados de conciencia. Esto es el fenomenismo.
Hume es precursor del positivismo; se puede decir que la intención y los objetivos
de Hume son los mismo impulsos que más tarde movieron a Kant.
Fue propuesto por los miembros del llamado Círculo de Viena tras la primera Guerra
Mundial, entre los que podemos destacar a Rudolf Carnap.
Se puede esbozar diciendo que postularon que existía un único y universal método
científico, en el que la experimentación y la observación objetivas son las únicas
herramientas que permiten conocer las propiedades del mundo real y las leyes que lo
rigen. En este proceso las observaciones se expresan primero en un lenguaje descriptivo,
debiendo ser luego traducidas a un lenguaje lógico-matemático. Según ellos, el hecho de
que este lenguaje lógico-matemático fuera único y coherente, aseguraba la unificación de
todas las ciencias en una sola.
El concepto de ciencia propuesto por el empirismo lógico fue criticado en sus diferentes
aspectos por posteriores corrientes epistemológicas, siendo la importancia que tenía la
inducción en el método científico una de sus facetas más cuestionadas.
Las teorías educativas no son explicativas, sino prácticas. Tratan de aproximarse cada vez
más, a las científicas, porque además de fundarse en presupuestos filosóficos aprovechan
las investigaciones de la Psicología, Sociología y Biología aplicables a temas
educacionales.
Se podría decir que la teoría empírica de la educación sería admisible, como tal, cuando
pudiera verificarse experimentalmente.
IV TEORÍA DEL APRENDIZAJE
4.1. Concepto
4.2. Requisitos
1. debe ser realista, para ayudar al docente a tomar conciencia de lo que ocurre en su
clase;
5. debe tener características dinámicas : a) todo comportamiento tiene una causa, b) todo
comportamiento tiene objetivos, c) las causas y objetivos son múltiples, d) el
comportamiento es proceso continuo y envuelve a todo el organismo.
V TEORÍA DEL APRENDIZAJE EMPÍRICO
5.1. Características
La teoría del aprendizaje empírico es planteada por Carl Rogers, norteamericano, creador
de la psicoterapia centrada en el cliente. Con esta designación, se proponía subrayar el
hecho de que se centraba en el mundo fenomenológico del paciente. Según su concepción
del desarrollo de las neurosis, el hombre busca experiencias agradables a través de una
tendencia a la autorrealización y un proceso de valoración que él considera innatos. El
conflicto surge porque la necesidad de apreciación positiva puede entrar en conflicto con
la tendencia de autorrealización.
Carl Rogers nació en Chicago en 1902 en una familia patriarcal y religiosa, rigurosa
moralmente, intransigente y trabajadora. Fue alumno del "Union Theological Seminary",
aunque lo abandonó pues no deseaba verse forzado a aceptar determinadas creencias y a
limitar su libertad. En la Universidad de Columbia se comenzó a interesar por la
psicoterapia y la educación. De 1945 a 1957 enseñó Psicología en la Universidad de
Chicago, luego en la de Wisconsin y más tarde en el "Western Behavioral Science
Institute", de California. Entre 1938 y 1950 concibió la psicoterapia no directiva o
terapéutica centrada en el cliente.
La difusión de las ideas de Rogers entre los teóricos de la educación ha creado un clima
propicio para centrar la acción educativa en el educando, con el propósito de adueñarse
de sí mismo, crear actitudes positivas, integrarse mejor en todas sus esferas y estratos,
conseguir mayor tolerancia ante las situaciones desagradables y frustrantes, y lograr una
mejor adaptación general.
5.2. Fundamentación
5.3. Principios
2) cuando el estudiante advierte que su objetivo tiene relación con sus proyectos
personales, se produce el aprendizaje significativo;
3) los aprendizajes amenazadores del yo se realizan cuando las amenazas exteriores son
mínimas;
1. Cognitivo (vacío)
2. Empírico (importante)
VI EL ECLECTICISMO
¿Qué es?
7. 1. Características
En términos de teorías del aprendizaje, la teoría ecléctica defendida por Robert Gagné‚
está basada en un modelo de procesamiento de la información, la que a su vez se basa en
una posición semi - cognitiva de la línea de Tolman.
Pretende también‚ integrar conceptos de la posición evolutiva de Piaget y algo de
reconocimiento del aprendizaje social. Esta suma de situaciones complejas es lo que lleva
a denominarla ecléctica.
Ø La primera incluye los procesos del aprendizaje, es decir, cómo el sujeto aprende y
cuáles son los postulados hipotéticos sobre los cuales se construye la teoría.
Ø La segunda parte analiza los resultados del aprendizaje o los tipos de capacidades que
aprende el estudiante, y que se dividen en 6 partes:
c) la información verbal
f) las actitudes
Ø La tercera parte trata de las condiciones del aprendizaje, es decir los eventos
facilitadores del aprendizaje.
Este modelo presenta algunas estructuras que sirven para explicar lo que sucede
internamente durante el proceso del aprendizaje.
La información, los estímulos del ambiente se reciben a través de los receptores que son
estructuras en el sistema nervioso central del individuo. De allí pasan a lo que Gagné‚
llama el registro sensorial, que es una estructura hipotetizada a través de la cual los
objetos y los eventos son codificados de forma tal que obtienen validez para el cerebro;
esta información pasa a la memoria de corto alcance donde es nuevamente codificada,
pero esta vez de forma conceptual.
En este punto se pueden presentar varias alternativas en el progreso, una primera podría
ser que con el estímulo adecuado, la información pase a ser repetida en una secuencia de
veces, que facilite su paso a la memoria de largo alcance.
Otra alternativa puede ser que la información que llegue esté estrechamente ligada a una
información ya existente en el cerebro y en ese caso ya pase inmediatamente a ser
almacenada en la memoria de largo alcance; una tercera posibilidad es que la información
venga altamente estimulada por eventos externos que haga que pase inmediatamente a la
memoria de largo alcance. Una cuarta posibilidad es que la información no sea codificada
y que por lo tanto desaparezca.
Una vez que la información ha sido registrada en cualquiera de las dos memorias, que
para Gagné‚ no son diferentes como estructuras, sino en "momentos", ésta puede ser
retirada o recuperada, sobre la base de estímulos externos que hagan necesaria esa
información. Esto produciría la recuperación de esa información y pasaría al generador
de respuestas, transformándola éste en acción. Este generador de respuestas pasa la
información a los factores, los cuales en su mayoría son músculos que permiten que la
persona realice una manifestación visible de conducta.
Otros dos elementos del modelo son los procesos de control y las expectativas. Las
expectativas son elementos de motivación intrínseca y extrínseca que preparan, aumentan
o estimulan a la persona a codificar y descodificar la información de una mejor manera.
Este modelo posibilita el entendimiento de los mecanismos internos del aprendizaje, que
Gagné divide en fases o etapas.
• La primera fase es la motivación que se encuentra estrechamente ligada a los
conceptos de expectativa y de refuerzo, es decir que debe existir algún elemento
de motivación o expectativa para que el estudiante pueda aprender.
En la fase de transición entre la memoria de corto alcance a la de largo alcance, hay veces
que es necesario que la información pase por una suerte de repeticiones o repasos breves,
que hacen que pueda hacerse la codificación de la misma. En esta fase, la información
puede ya ser almacenada de forma permanente si hubo suficiente motivación, o puede ser
retenida sólo por un tiempo y luego ser desvanecida por similitudes de informaciones
posteriores o anteriores a ella.
El evento de aprendizaje puede entonces ser concebido como un grupo de eventos que
deben pasar por las ocho fases o etapas descritas y que esto puede producirse en segundos
o en varios meses.
De acuerdo con la posición de Gagné‚ existen cinco clases de capacidades que pueden ser
aprendidas y que difieren unas de otras.
a) Destrezas motoras
b) Información verbal
c) Destrezas intelectuales;
d) Actitudes;
e) Estrategias cognoscitivas.
Según Gagné‚ lo importante es que cada uno de estos dominios del aprendizaje requiere
diferentes maneras de controlar las condiciones del mismo para aumentar la probabilidad
de éxito.
La conducta que hay que demostrar después‚ de aprender este tipo de información es una
especie de oración, o proposición o palabras escritas que demuestran el dominio de las
unidades de información. Esta información, además, es almacenada de forma
internamente organizada al mismo estilo de la información verbal; es decir, en frases de
tal manera que la recuperación se ve facilitada por sugerencias dadas exactamente.
Gagné‚ señala como diferencia entre esta característica y la anterior que éste consiste en
cómo hacer la cosa y no sólo qué es la cosa.
En los procesos educativos se aprenden numerosas destrezas intelectuales. Las
habilidades básicas son las discriminaciones, conceptos, reglas y reglas de orden superior
en matemática, lenguaje, etc. Este aprendizaje requiere una combinación de las destrezas
intelectuales sencillas y de la información verbal que se ha aprendido antes. Gagné‚
enfatiza " el aprendizaje de cada uno de estos tipos de habilidades depende del
aprendizaje anterior; de uno o más de los tipos más amplios de habilidades como pre-
requisitos"
Este campo también‚ fue llamado por Bloom el dominio afectivo. Sin embargo, es en este
campo donde Gagné‚ demuestra su tendencia ecléctica ya que define a las actitudes como
"un estado interno", pero enfatiza que su medición se hace a través de la observación de
la conducta manifiesta. El concepto de actitud es básicamente cognoscitivista, es un
conjunto de cogniciones con valencias.
Relacionando con los modelos de aprendizaje estos serían los que se definen como
procesos de control.
El primer elemento que considerar es que las categorías son representaciones de los
resultados del aprendizaje, mientras que los tipos son parte del proceso de aprendizaje.
Estos ocho tipos son:
Se puede realizar una combinación de los ocho tipos de aprendizaje con las categorías, y
además es posible que otros tipos de aprendizaje puedan entrar a veces en las categorías,
por ejemplo que todos los tipos pueden concurrir a veces en la categoría de las estrategias
cognoscitivas.
Las ocho fases que hemos mencionado constituyen el aspecto más importante,
incluyendo sugerencias sobre cuáles deben ser enfatizados y dónde poner dicho énfasis.
4. Equipo, herramientas y otras limitaciones: es decir, con qué equipo debe realizarse la
conducta esperada, o dentro de qué limitaciones.
5. Capacidad a ser aprendida: la cual representa la clase de desempeño que se espera que
el estudiante exhiba.
Teoría Ecléctica
Todo esto es el resultado de la lógica que viene imperando desde siglos y que,
contemporáneamente, ha llegado a obtener un protagonismo central: la visión científica
que está unida irrefutablemente a la modernidad. Así es que, si queremos sobrevivir
como especie, necesitamos algœn tipo de conciencia holística o participativa integral, que
incluya también una formación sociopolítica para recuperar "el reencantamiento del
mundo"
En resumen, el cambio más importante durante la Revolución Científica del siglo XVII
fue el paso del estudio cualitativo al cuantitativo, de la investigación del "porqué" a la del
"cómo"; donde lo relevante en el juicio de realidad es la cuantificabilidad y cada objeto
no contiene más esencia que la de las partes que lo componen. El predominio del
atomismo, la cuantificabilidad y la visión de la naturaleza como una abstracción
posibilita la nueva meta de la ciencia: el control.
La imagen del yo que resulta necesaria para interpretar la objetividad es la que otorga la
característica de máquina al ser humano. De esto se desprende que las personas, como
individuos, son responsables de ser engañadas, influenciadas o dejarse llevar por
imaginaciones. Es estado ideal del hombre-máquina es la objetividad y las palabras que
emita son indicadoras de éste.
Ahora bien, es lícito preguntarse ¿Mediante qué métodos se puede llevar a cabo?, ¿Cómo,
si toda experiencia es mental, podríamos estar seguros que realmente existe un mundo
real diferente del interno?, ¿Cómo se puede categorizar una experiencia como
ciertamente real si la mente opera como sólo un espejo y lo que manejamos son "reflejos
de la supuesta realidad"? y, por último, ¿De qué modo se puede saber si se ha
identificado la experiencia con exactitud?. De hecho, si la objetividad fuera una
condición mental, no habría medios para lograrla ciertamente; por lo tanto, el intento de
separar el mundo de la mente, de conocer las condiciones mentales e identificarlos
exactamente no tiene posibilidades de concretarse.
Por otro lado, es generalmente aceptado que la extensión del número de observadores de
un fenómeno elimina los posibles sesgos individuales, lo que desde un punto de vista
crítico no tiene tanta validez porque, si en principio se acepta que un individuo no puede
controlar sus estados mentales, tampoco habría razón para creer que un cúmulo de
subjetividades podrían corregir la parcialidad de una sola (replicabilidad).
Otra implicación de esta visión es que los acontecimientos del medio pueden estar
dotados de fuerza activa y que los observadores son tomados como pasivos; de este
modo, se generaliza el uso de la voz pasiva para referirse a las investigaciones dando a
entender que la objetividad está ligada a la representación del espectador como integrante
impersonal de la "gran máquina".
De este modo, las convenciones retóricas que separan el sujeto del objeto para
caracterizar el mundo objetivo, establecer la autoría y "limpiar las lentes" de la
percepción, están dentro de los medios más importantes para destacar el sentimiento de
objetividad.
Razón y utopía:
Una revisión a la crítica de la industria
cultural de
Theodor Adorno y Max Horkheimer
Indice
1. Introducción
2. Recorrido expositivo
3. De la racionalidad eclipsada a la ilustración de la ambigüedad moral.
4. La industria cultural como engaño de masas o la libertad de lo siempre igual
5. ¿La cultura como utopía concreta?
6. Bibliografía
1. Introducción
Para los teóricos de Frankfurt este acto es coherente con los principios que le dieron
origen y sustentaron teóricamente (libertad, igualdad, fraternidad), puesto que no se trata
de una suerte de ardid mediante el cual la burguesía llega a invertir sus propósitos; se
trata más bien de una consecuencia necesaria de las causas que la han motivado, es decir,
del hecho de sobrevalorar la visión de una clase en particular y atribuirle connotaciones
de carácter universal. De allí que al objetivarse el ideal político y social burgués, la
universalización de sus principios recayera sobre una clase particular, efectiva e
históricamente dada, a saber: la clase burguesa.
Dentro de la sociedad moderna, el peso de las potencias económicas y de las leyes que
gobiernan el aparato productivo es de tal magnitud que el hombre se encuentra
supeditado a ellas. Consecuentemente, los sujetos particulares, sometidos a una mera
racionalidad instrumental y a una abstracta e inaccesible idea de la totalidad, se ven
conducidos a asumir la lógica del individualismo, que termina por reducirlos a autómatas
de la autoconservación, individualmente entendida, de sus vidas.
Toda esta situación genera una sociedad de profundos antagonismos, en la cual reina la
ley de la concurrencia del mercado laboral, y en la cual, cada vez más, se pone de
manifiesto la deshumanización, que conduce al dominio social de poderosas minorías
económicas y al ejercicio del poder político de los sectores más atrasados, cuyo único fin
es el sometimiento de lo particular a lo universal.
Sin embargo, una de las lecturas posibles considera que más allá de la razón instrumental
y de las falsedades de una totalidad "unidimensionalmente" concebida o, incluso, por
encima de un eventual cierre del universo del discurso, la teoría crítica logra vislumbrar
la fuerza de lo negativo, y con ella, la posibilidad de utopía concreta, o al menos de
realización de "un mundo otro" más humano.
Los miembros del Instituto de Investigación Social, desde Theodor Adorno y sus
investigaciones dialéctico-musicológicas y las filosófico-sociales de Max Horkheimer;
pasando por los trabajos crítico-literarios de Leo Löwental y Walter Benjamin y los
económico-políticos de Friedrick Pollock; hasta los socio-psicológicos de Erich Fromm y
los teórico-históricos de Borkenau y Wittfogel; tenían como preocupación fundamental el
hecho de que el decurso de la historia cada vez apuntaba menos hacia un mundo libre y
que, por el contrario, avanzaba más hacia un mundo de opresión y barbarie. De modo tal
que cada uno, desde sus áreas de conocimiento y de sus intereses y motivaciones
personales y académicas, fue construyendo un corpus teórico que le dio organicidad a lo
que posteriormente se conociera como la Escuela de Frankfurt: una escuela que enseñó
pocas cosas nuevas al mundo, pero que se encargó con ahínco de recordarle que la carrera
racional por el progreso y la autoconservación contiene en sí misma, además, el germen
irracional del retroceso y de la liquidación del sujeto al que pretende conservar.
Valiéndose de estos elementos, combinados con una experiencia histórica marcada por el
conflictivo proceso sociocultural, político y bélico de la época, Adorno y Horkheimer no
tienen reparos en afirmar que de este proceso de racionalización no se "salva" ninguna
esfera. Más aún, aunque la raíz del problema se encuentra en dicho proceso, va a
reafirmarse el problema y a mostrar sus bárbaras consecuencias precisamente en otras
esferas además de la de la razón, y una a la que le van a prestar especial atención es a la
de la industria cultural.
Hay que aclarar, empero, que los integrantes de la Escuela de Frankfurt, y con ellos
Adorno y Horkheimer, a pesar de sus influencias marxistas y del interés interdisciplinario
del Instituto, siempre se negaron a darle preponderancia a cualquiera de las esferas que
componen la dinámica social, pues consideraban que en la comprensión de la totalidad de
los procesos, las instancias particulares tenían una gran importancia.
De allí la resistencia que tuvieron los autores de Dialéctica de la Ilustración a considerar
la cultura como un ámbito aparte de la dinámica social. La racionalidad truncada, además
de manifestarse a través de fenómenos político-económicos como el del autoritarismo o
de aplicaciones científico-técnicas, encuentra en las relaciones y manifestaciones de la
cultura, inicialmente la música, la pintura, la literatura y la escultura y luego el cine, la
arquitectura, la moda, la radio y la televisión, entre otras, un escenario en el cual expresar
su retroceso y su homogeneizadora barbarie. Sobre esta puesta en escena de la razón a
través del arte y la cultura en general Adorno y Horkheimer escriben el capítulo titulado
"La industria cultural. La Ilustración como engaño de masas", contenido en su Dialéctica.
Para los autores, el arte no es sólo el reflejo de las diferentes tendencias presentes en la
sociedad, es también, cuando posee un carácter auténtico y genuino, la manifestación de
los limitados anhelos de una sociedad diferente a la presente, el ímpetu de "la apelación a
un mundo completamente otro, distinto a éste" (Jay: 1974, p. 10). En otras palabras, el
arte "de verdad" es expresión del interés legítimo del sujeto por su felicidad y su armonía,
el arte es, en una frase de Stendhal emblemática para los frankfurtianos, "una promesa de
buena hora".
Sin embargo, aunque son reales las aspiraciones del arte y la cultura de trascender la
realidad cosificada, a su vez son ilusorias si operan bajo la lógica de la ilustrada
racionalidad instrumental y conducen a una idea de falsa reconciliación y, en
consecuencia, de falsa totalidad.
En este sentido, consideraban que no todo el arte era ideología o falsa consciencia, pues,
para Adorno, una crítica dialéctica del arte tiene presente que no es la ideología la que es
falsa, sino su pretensión de estar de acuerdo con la realidad. De allí que una forma del
arte "anticipar" la sociedad futura que todos esperan tener es a través de la reconciliación
armoniosa de forma y contenido, función y expresión, elementos subjetivos y objetivos.
No obstante, la teoría crítica y negativa, presente en el pensamiento de Adorno y
Horkheimer, los vuelve escépticos con relación a cualquier resolución positiva de las
contradicciones, por lo que las armonías posibles son aquellas que reconocen y hacen
reconocer la insuficiencia de una reconciliación simplemente estética.
Entonces, ¿cuál es el papel del arte? La reconciliación a través de éste sólo sería posible
cuando logre la armonía o el equilibrio entre función y expresión, forma y contenido, tal
como lo hacía el arte clásico, el cual –como lo expresaba Adorno en Theses on Art and
Religion Today– "siempre fue, y es, una fuerza de protesta de lo humano contra la
presión de las instituciones dominantes, religiosas o de otro tipo; a la vez que refleja su
sustancia objetiva" (Jay: 1974, p. 295).
No obstante, para los autores, con el devenir de la historia, las nuevas manifestaciones del
arte, contaminadas por la ideología de la industria de la cultura, no contienen ese
elemento de protesta ni expresan la necesidad de transformación del orden dominante
establecido. Por el contrario estas manifestaciones no cumplen lo que prometen: se
encuentran desgarradas entre el goce subjetivo que ofrecen y la imposibilidad de
objetivarlo. Se quedan sólo como una reflexión autoconsciente, como autonomía carente
de normas objetivas, lo que las incapacita para realizarse como vida y goce concretos.
"En otras palabras, hasta que las contradicciones sociales se reconcilien en la realidad, la
armonía utópica del arte debe conservar siempre un elemento de protesta" (Jay: 1974,
p.295).
Estos pensamientos llevan a Horkheimer y a Adorno a enfrentarse con una dilema teórico
producto de la siguiente aporía: en su crítica a la Ilustración, a la racionalidad
instrumental, hay una promesa de reconciliación entre la utopía subyacente al arte
emancipatorio (que Adorno y Horkheimer encuentran en el arte clásico), y el mundo
necesitado de ese potencial creador. Esta reconciliación es muy propia del pensamiento
dialéctico en tanto que es optimista y dado a la síntesis de lo expuesto. No obstante, y
esta es una de las preocupaciones de mi trabajo, la reconciliación prometida no se
produce. La Dialéctica de la Ilustración deviene negativa: la historia moderna no ofrece
ninguna esperanza de reconciliación y la negación y la antítesis son el santo y seña del
discurso.
Lo que en principio es una limitación histórica, digamos que un recurso más del
recorrido, cambia su estructura interna de forma tal que –como lo expresa Juan José
Sánchez en su ensayo Sentido y alcance de Dialéctica de la Ilustración– la crítica cierra
toda posibilidad de salida histórica a la crisis y sólo permite una salida como tal, sólo
permite una ruptura concreta con el continuum de la historia, entendida ya como
catástrofe.
Todo el desarrollo del proceso histórico que tiene como base los principios teóricos de la
burguesía ilustrada conduce, según de Adorno y Horkheimer, a una situación límite
donde las contradicciones entre la realidad devenida y el proyecto teórico que las
sustenta, entre las condiciones de vida del sujeto y sus manifestaciones expresivas de
carácter específico, muestran que la cultura ha colapsado como verdadera expresión de
vida. Por lo tanto, Adorno y Horkheimer propugnan la muerte del arte burgués, la
necesidad de acabar con el proyecto ilustrado y comenzar otro más acorde con las
exigencias del sujeto. Ellos exigen el rompimiento, mediante la crítica y la negación
determinada, con el proyecto teórico que dio inicio a la situación actual.
Sin embargo, esta ruptura hace tan radical la crítica de Dialéctica de la Ilustración que
socava sus propios cimientos y pone en duda su viabilidad, ya que si, tal como
consideraban, la historia del desarrollo de la racionalidad de occidente es, al mismo
tiempo, la historia de su derrumbe y caída, la crítica pierde su carácter revolucionario y
progresista, y hasta utópico, con el cual confrontaba y cuestionaba la realidad, al tiempo
que la realizaba y construía. A esta imposibilidad de "ilustrar" la Ilustración sobre sí
misma se enfrentan Adorno y Horkheimer al redactar su Dialéctica. El objetivo de mi
trabajo es reflexionar sobre esta aporía, sobre los dilemas planteados por la crítica de la
Ilustración.
Al mismo tiempo, realizo una lectura de la Dialéctivca de la Ilustración que tiene como
intención comprender la crítica que hacen Adorno y Horkheimer al papel que cumple la
cultura y su manifestación industrial en el proceso de "caída" y retroceso de la historia y
de la razón. Sin embargo, en el último capítulo quisiera examinar, en oposición a las tesis
de Adorno y Horkheimer, el signo positivo del proceso cultural como posibilidad de
"salida", vía negationis, de la barbarie. Creo que todavía es posible comprender la cultura
como un proceso revolucionario de subversión del orden establecido.
Esta distinción sirve de guía para comprender la desesperada denuncia que realizan los
autores del proceso ilustrado de racionalización como un proceso de progresiva
formalización e instrumentalización, con la consiguiente liquidación de la razón, sin caer
en la aporía que conduce a "autodestrucción de la razón" (Cfr. Horkheimer: 1973, cap. 1).
Sin embargo, tal como lo reconoce Adorno, y así se lo hace saber en una carta a Leo
Löwental, quedan cosas pendientes en Dialéctica de la Ilustración, pues sabe "que la
relación de la instancia crítica con la instancia criticada no ha sido aclarada
teóricamente". De hecho, el momento de verdad de la razón es sólo enunciado en esta
obra, lo que permite o deja ciertas preguntas: ¿cómo y bajo cuáles circunstancias se
manifiesta dicho momento? ¿En qué consiste? ¿Pudiera ser el arte y la cultura la "utopía
oculta" en ese momento?
2. Recorrido expositivo
El segundo capítulo, que lleva por título: La industria cultural como engaño de masas o la
libertad de lo siempre igual, expone el proceso mediante el cual los postulados de la
Ilustración devienen falsa conciencia, expresada a través de los medios de la industria de
la cultura, que legitiman la verdad que ellos mismos representan. Es decir, describe la
manera mediante la cual la Ilustración termina por ser, en su expresión ideológica,
cálculo de efectos y desarrollo de técnicas de reproducción mecánica y difusión masiva,
fetichizando tanto sus propias creaciones como el poder que tiene para controlarlo y
manipularlo todo al tiempo que hace creer en la libertad de elección y pensamiento.
El último capítulo, aunque metodológicamente podría leerse como conclusiones de lo
anteriormente expuesto, sólo lo es precisamente en esa esfera, puesto que por la propia
dinámica de la forma y contenido de su objeto de indagación no es un cierre sino una
"escala cromática" más –como la llamaría Adrián Leverkühn–, que tiene como base el
recorrido completo de una escala anterior. Es, en consecuencia, una exposición de dudas
e interrogantes, comparaciones de intérpretes y lecturas, y constancia de la imposibilidad
de un cierre definitivo y de la posibilidad sólo de un cierre parcial sobre los alcances y
límites de la industria de la cultura. El mismo se titula ¿La cultura como utopía concreta?,
una pregunta que, para que al menos no sea falsa o deje de tener sentido, tiene que ser
respondida constantemente para que nunca sea contestada.
Con el fin de establecer una base teórica que le dé sustento a las reflexiones posteriores
sobre la industria cultural, sus alcances y sus límites, este primer capítulo expone las
consideraciones críticas sobre la racionalidad ilustrada realizadas por Adorno y
Horkheimer, específicamente en Dialéctica de la Ilustración.
Una de las razones para que se produzca este eclipse es que la razón instrumental está
relacionada directamente con el principio de intercambio, principio "en el que cualquier
cosa queda reducida a un equivalente abstracto de cualquier otra cosa al servicio del
intercambio universal" (Jay: 1988, p. 29), que en términos de Adorno significa que lo
diferente, cualitativamente considerado, lo no idéntico, es o intenta ser identificado
cuantitativamente de forma forzada, esto es, se intenta lograr una unidad homogénea, que
para Adorno y Horkheimer es falsa o ilusoria, o por lo menos no verdadera.
Otra razón de la anulación que una concepción de razón ejerce sobre la otra es el vínculo
que sostiene la razón analítica con el intento de dominar la naturaleza. Así, una vez que el
mundo natural se ve reducido a un medio de entidades perecederas, sin diferencias
cualitativas, con el fin de favorecer el control científico, al mismo tiempo un proceso de
dominación subjetiva de los objetos "prepara el camino" de una dominación de los
sujetos similar a la de la naturaleza, pero a través de la reificación. En última instancia,
un proceso de dominación conduce al otro: el de la naturaleza al de la subjetividad del
individuo, y de ahí al del mundo social.
De allí que, teniendo como referencia el discurso construido por Adorno y Horkheimer en
su Dialéctica, una de las principales preocupaciones que recorren el presente capítulo es
la que presenta la contradictoria relación entre racionalidad y progreso, es decir, como
dicha relación contiene los anhelos de desarrollo y felicidad del hombre y, a la vez
contiene, su antítesis: una barbarie cada vez más imponente en la medida que avanza la
carrera por el control científico e instrumental de la naturaleza y por el progreso del
hombre.
Con estas ideas presentes, Theodor Adorno y Max Horkheimer comienzan el Excursus II
de Dialéctica de la Ilustración citando un fragmento del texto de Kant llamado:
"Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?", específicamente el fragmento que
define a la Ilustración como la salida del hombre de su "autoculpable minoría de edad",
aduciendo que la minoría de edad significa, en este caso, la falta de capacidad de un
sujeto de servirse de su entendimiento sin la guía del otro. Y agregan que "el
entendimiento sin la guía del otro" es el entendimiento guiado por la razón.
Los autores derivan de este pasaje que el entendimiento, para ser coherente consigo
mismo, reúne y agrupa todos los conocimientos particulares en un sistema. Para sustentar
esta idea citan dos pasajes kantianos extraídos de la Crítica de la razón pura, en los cuales
Kant afirma que "el verdadero objeto de la razón no es más que el entendimiento y su
adecuada aplicación al objeto", para complementar diciendo que la razón pone una suerte
de "unidad colectiva como fin de los actos del entendimiento", unidad que es el sistema.
Para los frankfurtianos, las normas del sistema son las líneas a seguir al momento de
formular o hacer una construcción jerárquica de los conceptos.
Consideran Adorno y Horkheimer que para Kant, al igual que para Leibniz y Descartes,
tres representantes del pensamiento moderno, la racionalidad consiste en "completar (...)
la conexión sistemática mediante el ascenso a géneros superiores y el descenso a especies
inferiores" (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 129), por lo que la sistematización del
conocimiento, según Adorno y Horkheimer, utilizando palabras de Kant, es "la
interconexión a partir de un solo principio" (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 129).
De modo que para los autores de Dialéctica de la Ilustración, el pensamiento, tal como lo
entiende la Ilustración, tiene sentido cuando produce un orden científico unitario y
deduce el conocimiento de los hechos de principios, bien sea que se manifiesten como
axiomas determinados arbitrariamente, como ideas innatas o como abstracciones
supremas.
Por esta razón, para Adorno y Horkheimer las leyes lógicas conforman las relaciones más
generales dentro del orden científico que promueve la unidad, por lo que estas leyes
permiten definir dicho orden. Esta unidad lógica, por su parte, encuentra su asidero en el
principio de no contradicción, principio que la fundamenta y le da consistencia.
Para la Ilustración, continúan, la razón no puede no ofrecer más que la idea de unidad
sistemática, de manera tal que todo fin objetivo al que puedan referirse los hombres como
puesto por la razón, -en el sentido de la ilustración- es ilusión, mentira, "racionalización",
por más que los filósofos se esfuercen particularmente en apartar la atención de esta
consecuencia y dirigirla a su sentimiento humanitario (Adorno y Horkheimer: 1994,
p.130).
El fin objetivo al que pueden referirse los hombres como puesto por la razón –la cual
ofrece y tiende a una idea de unidad sistemática– es falso porque ésta adecua y moldea
las percepciones de la experiencia que tiene el sujeto, así como las impresiones que tiene
del contacto con la realidad de su propia cotidianidad. De esta manera, cada sujeto puede
tener una posición "racional y objetiva" diferente de la del otro sobre la percepción de
una experiencia cualquiera dada, pues en su proceso de sistematización y unificación de
los momentos y particularidades de su percepción cada quien puede interconectarlas de
manera distinta, dejando abierta la posibilidad de que existan diferentes versiones
completamente "racionales" de un mismo acontecimiento.
Así, los fines objetivos racionales que puedan trazarse los hombres no son tales, por el
contrario, son subjetividades que permiten "arbitrariedades justificadas racionalmente",
como las del autoritarismo, por ejemplo (Cfr. Adorno y Horkheimer: 1994, pp. 130). De
hecho, para Adorno. Sólo hay una forma de sistema adecuada al mundo: la que, en cuanto
contenido, logra escapar a la hegemonía del pensamiento; pero la unidad y la armonía son
a la vez la torcida proyección de un Estado que ha perdido todo antagonismo y que está
satisfecho con las coordenadas de un pensamiento dominador y represivo (Adorno: 1984,
p. 32).
Más aún, en la lectura de Albrecht Wellmer sobre el particular afirma que para Adorno y
Horkheimer
Sin embargo, hay que hacer notar, recurriendo a lo anteriormente dicho sobre la teoría del
conocimiento de Kant y cierta interpretación hecha por el kantismo, que esta afirmación
sobre la universalización y sistematización de la razón en su afán homogeneizador no
corresponde con lo expresado por Kant en la Crítica de la razón pura, en la
"Arquitectónica de la razón pura" de la "Doctrina trascendental del método", según la
cual dicha universalidad se intenta lograr más por "amontonamiento" que por
"articulación", por lo que la diversidad y las particularidades no tiene un lugar claro
dentro de una "rapsodia" de conocimiento.
De igual forma, el sistema que forma la unidad de pensamiento lograda por la razón a
través del entendimiento, tiene que estar en "armonía" con el mundo para poder
conocerlo y experimentarlo, puesto que como (supuestamente) el proyecto científico
sustentado en la razón ilustrada tiene la intención de dominar la naturaleza (el mundo),
para así poder manipularla y predecirla en su comportamiento y en sus hechos, también
tiene que tener una relación con ésta que le permita a su vez confirmar, lo más
acertadamente posible, las predicciones realizadas por el entendimiento. Pero para Kant,
como dice en su "Dialéctica trascendental",
La razón se reserva únicamente la absoluta totalidad en el uso de los conceptos del
entendimiento e intenta conducir hasta lo absolutamente incondicionado la unidad
sintética pensada en la categoría. Podemos, pues, llamar esta unidad de los fenómenos
unidad de la razón, al igual que podemos denominar unidad del entendimiento a la
expresada por la categoría. Consiguientemente, la razón sólo se refiere al uso del
entendimiento, no en el sentido de que este uso contenga el fundamento de la experiencia
posible (ya que la totalidad absoluta de las condiciones no es un concepto aplicable en la
experiencia, puesto que esta nunca es incondicionada), sino para imponerle una
proyección hacia cierta unidad de la que el entendimiento no posee ningún concepto,
unidad que tiene como objetivo recapitular todos los actos del entendimiento relativos a
cada objetos en un todo absoluto. Por ello es siempre trascendente el uso objetivo de los
conceptos puros de razón, mientras que el de los conceptos puros del entendimiento
tienen que ser, con arreglo a su naturaleza, siempre inmanente, ya que se limita a la
simple experiencia posible. (Kant: 1997, p. 317. B383/A327)
Para estos últimos, si se asume el planteamiento kantiano, entonces el sistema debe estar
en armonía con la naturaleza, ya que consideran que como los hechos son pronosticados
desde el sistema, los mismos hechos lo confirman. Sin embargo, advierten de inmediato
que los hechos no pueden ser comprendidos meramente como un producto del sistema,
ellos pertenecen a la praxis, a la experiencia. Los hechos en cualquier circunstancia
ponen de relieve el contacto del sujeto individual con la naturaleza en cuanto objeto
social: "experimentar es siempre un actuar y un padecer reales" (Adorno y Horkheimer:
1994, pp. 130), por lo que no es posible abandonar la adecuación del sistema a los juicios
a priori: la experiencia en ocasiones disiente del conocimiento previo, de los juicios que
se tienen de antemano sobre los hechos.
Desde esta perspectiva frankfurtiana, podría entenderse que la razón promueve la ciencia
no sólo para explicar sino para predecir el mundo natural y hasta el social; que está en
capacidad de discernir regularidades y vislumbrar consecuencias empíricas de distintos
hechos; que puede valorar procedimientos de decisión racional utilizando los medios más
adecuados para alcanzar los fines deseados. Sin embargo, para estos teóricos sociales,
esta perspectiva instrumental de la razón ilustrada generaría problemas a partir del
momento en que sus necesidades sean de carácter práctico y busquen justificar fines o
garantizar normas universales de carácter moral.
Para Adorno y Horkheimer, la razón entendida de esta manera, esto es, sólo
instrumentalmente, exige rechazar un tipo de reflexión crítica que profundiza en la
explicación y la comprensión de los procesos sociales, los cuales están llenos de
contradicciones y diferencias.
No obstante, también se podría decir que el intento de unidad y dominio que se pretende
lograr a través de la razón instrumental es una de las muchas lecturas posibles, pues la
razón técnica ha ofrecido la posibilidad de superación y desarrollo científico-social, con
las implicaciones teórico-prácticas que poseen. Sin embargo, no parece ser esa la postura
de nuestros autores o, por lo menos, no es así como ellos lo ven en algunos pasajes
claves.
Dicho esto, es preciso decir también que Adorno y Horkheimer asoman la posibilidad de
concebir una razón cuestionadora y crítica, una que intenta estar en sintonía con el mundo
social real y sus contradicciones, que quiere estar ligada con el mundo objetivo para
comprenderlo bien sea para rechazarlo o bien aceptarlo, para justificarlo o cuestionarlo,
pero siempre revisándolo a través de sus máximas y procedimientos racionales.
Para los autores, se trata de una concepción de la razón que se entiende como una
reconciliación –o al menos el intento de lograrlo– entre lo universal y lo particular, entre
la tendencia universalizadora (por homogeneizadora) de la razón instrumental y la
convicción crítica de la razón práctica ante las experiencias del devenir de la
cotidianidad, donde ninguna de las expresiones racionales involucradas se sacrifique o se
limite por la otra, de forma tal que la idea de libertad, así como las de verdad y justicia,
estén en armonía atonal –si cabe el término- con el intrínseco e inevitable deseo humano,
con su voluntad.
En ésta, consideran estos teóricos críticos, el concepto de razón es ambiguo, pues, por
una parte, la razón expresada como yo trascendental supraindividual trae consigo la idea
de hombres y mujeres conviviendo libremente y organizados como un sujeto universal,
superando la conflictiva relación entre la razón pura y la razón empírica para llegar a "la
consciente solidaridad del todo". En este sentido, la razón es una fiel representación de
universalidad, de utopía. Sin embargo, apuntan inmediatamente los autores en cuestión,
por otra parte, la razón se expresa a su vez como un pensamiento calculador que organiza
el mundo con el fin de lograr la autoconservación y siempre pensando convertir al objeto
sensible en objeto de dominio. Por esto, para Adorno y Horkheimer, "la verdadera
naturaleza del esquematismo que hace concordar desde afuera lo universal y lo particular,
el concepto y el caso singular, se revela finalmente en la ciencia actual como el interés de
la sociedad industrial" (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 131).
Es así como cualquier proceso técnico basado en los patrones sistemáticos de la razón
puede repetirse o sustituirse, por lo que todo podría ser ejemplo de un modelo conceptual
originado en el sistema. Esta situación tiene una expresión en la cotidianidad, en el
mundo social, que se evidencia en los procesos y objetivos de la industrial cultural de
masas, ya que le permite controlar y dominar a los consumidores reduciéndolos a un
sujeto abstracto (que en el fondo ni siquiera es un sujeto como tal) y anulando las
diferentes connotaciones sensibles del sujeto moral.
De esta manera, para los autores, el conflicto que eventualmente podría haber entre la
ciencia administrativa vivificadora, entre un espíritu colectivo o público y la experiencia
del sujeto individual, del individuo, se prevé ya de antemano por las circunstancias que
plantea la razón técnica ilustrada.
En ésta, los sentidos están determinados previamente por todo un aparato conceptual, por
todo un sistema, mucho antes de que tenga lugar una percepción. De este modo,
consideran Adorno y Horkheimer, el burgués, que es el sujeto representativo del
pensamiento ilustrado y que necesariamente conoce a través de esos principios, ve con
antelación al mundo como la materia misma con la cual va a construir ese mismo mundo,
pues la mencionada sistematicidad de su pensamiento y su intento de dominarlo y
manipularlo, para así controlar y predecir los hechos, lo hace "capaz" de ver el mundo
como predeterminado o prefabricado por sus propias formas racionales.
Los frankfurtianos usan como ejemplo de esto a Hollywood, diciendo que Kant ha
anticipado de manera intuitiva sólo lo que la "Meca del cine" ha hecho conscientemente:
la censura previa de las imágenes, pues ya en la fase misma de postproducción y edición
se hace un corte de escenas con el fin de censurar lo que se considera, según los modelos
del entendimiento conforme al cual han de ser contempladas las películas luego, que no
debe ver el público, la masa uniforme.
De allí que si en algún momento hubo en el concepto de razón una utopía que apuntaba a
un interés identificador, conservando las diferencias ónticas de los sujetos, aun si estos
fuesen reprimidos, la razón –de acuerdo con el planteamiento de los autores– funciona
ahora, por el contrario, de manera sistemática y de acuerdo a unos fines que allanan o
eliminan las diferencias en pos de un "idéntico interés común".
No obstante, este interés común tiene al menos dos lecturas posibles. Una que podría
surgir de la pregunta: ¿qué tiene de malo la búsqueda del interés común? En principio
nada, porque esta comunidad de intereses de los sujetos morales les permite lograr
beneficios que aprovechen todos y que les rindan resultados deseados sobre uno u otro
objetivo compartido, actuando siempre de acuerdo a sus principios. Por lo tanto, se podría
sugerir una lectura "positiva" o aceptable de la noción de interés común.
Sin embargo, la otra lectura posible sugiere que este interés común es sólo aparente, ya
que de lo que realmente se trata es de la eliminación, por parte de la racionalidad
instrumental, de las diferencias propias del sujeto individual que se desenvolvería dentro
de un colectivo que, a pesar de tener puntos comunes y de interés, envuelve al sujeto en
una uniformidad que no da cabida a las distinciones. Parafraseando a Gramsci, ese interés
no es entre miembros de un colectivo orgánico sino entre hombres masa limitados en su
capacidad deliberativa y crítica.
Para Adorno y Horkheimer el intento de Kant de considerar las conductas morales como
un hecho, el intento kantiano de fundamentar el deber, el respeto mutuo, los imperativos
categóricos, a través de una ley de la razón, no tiene un fundamento crítico. Por eso el
sujeto ilustrado, el burgués –como lo llaman Adorno y Horkheimer–, que se prive a sí
mismo de ganar como sea, de lograr su cometido o beneficiarse y aprovecharse,
simplemente basándose en el motivo kantiano del respeto a las formas de la ley, puede
decirse que no es realmente un ilustrado, ni siquiera –dice Adorno– un supersticioso, sino
un loco.
El fundamento del optimismo kantiano, consideran todos los frankfurtianos, según el cual
"la acción moral es racional incluso allí donde la acción inmoral tiene buenas
probabilidades de triunfo", se basa en el horror de recaer en la barbarie que representa la
ley del más fuerte y la guerra de todos contra todos. Pues para Kant si las fuerzas
morales, el amor mutuo y el respeto desaparecieran, entonces la inmoralidad acabaría
completamente a los seres racionales.
Según los filósofos negativos, esto sucede como aquel pacto que en la práctica hacían los
pensadores ilustrados con el poder, pues la Ilustración destierra, elimina de la teoría, esa
diferencia entre impulsos morales y conductas inmorales. Por ello una de las grandes
preocupaciones de Adorno y Horkheimer es que el orden totalitario imperante en su
tiempo se haya tomado de forma totalmente seria este modelo de relación de la razón con
las conductas morales.
Para éstos, el fascismo, por ejemplo, le escamotea a los individuos la deliberación moral
y no promueve el desarrollo pleno de una conciencia moral de la colectividad. Le impone
medidas y normas de conducta generales para su desenvolvimiento social y de
compromiso con los intereses de todos, en este caso con los intereses del régimen, y
además condiciona su bienestar al cumplimiento de las regulaciones claramente
definidas. A cambio, el sujeto individual no tiene que cumplir con disciplinas férreas en
el plano personal y se permite distracciones morales que lo colocan en una situación
bastante "holgada" para hacer sus deliberaciones prácticas. El totalitarismo le otorga a las
particularidades del sistema todas las "libertades" mientras no disienta del mismo, pues
basa su ejercicio político en las condiciones que la brinda la racionalidad científica tal
como se viene entendiendo.
La regla que guía esta racionalidad científica, en palabras de Adorno: una "sangrienta
capacidad productiva", es la eficiencia (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 134).
Para los que dominan o los que tienen el poder, los hombres son meros materiales, son –
consideran Adorno y Horkheimer– como lo es la naturaleza para la sociedad. Así, un
ejemplo en el que se revela o se manifiesta una forma de dominio es el terror que
imponen las formas racionales que difundió el fascismo.
entonces, hay que sustituir las quimeras religiosas por un gran terror; liberad al pueblo
del temor de un infierno futuro, que se entregue a todo tan pronto como haya sido
destruido, pero sustituid esta terrible quimera por leyes penales prodigiosamente severas
y que sólo recaigan sobre él; porque es el único que importuna al Estado: siempre es en
su clase, donde nacen los descontentos. ¿Qué le importa al hombre rico la idea del freno
que jamás pesa sobre su cabeza cuando compra esa vana apariencia con el derecho de
vejar grandemente a su vez a todos aquellos que viven bajo su yugo? En esta clase jamás
encontraréis a uno sólo que no os permita la mayor de las tiranías cuando compruebe su
realidad junto a los otros (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 135. Julliete, traducción
castellana de P. Calvo, Espiral/Fundamentos, Madrid, 1986, pp. 202).
Para Adorno y Horkheimer el deporte, sobre todo los de conjunto, es una manifestación
de la razón, mucho más contemporánea aunque igual de empírica, acomodada a una
planificación que responde a unos fines específicos y que se comporta de la manera como
lo haría aquel burgués del ejemplo anterior, que no dejaría de ganar por atenerse a los
imperativos categóricos, pues no sería un ilustrado.
Es así como por ejemplo, una vez que la utopía que dinamizó la Revolución francesa, por
decirlo de alguna manera, llegó a la música y a la filosofía alemana, Adorno y
Horkheimer consideran que el orden burgués establecido, el status quo, funcionalizó por
completo la razón.
Volved ateos y amorales a los pueblos que queréis subyugar: mientras no adoren a más
dios que a vos no tendrán más costumbres que las vuestras, seréis siempre su soberano…
ahora bien en compensación dejadle la más amplia facultad de crimen sobre sí mismo; no
le castiguéis jamás, para hacer que sus dardos vayan dirigidos contra vos (Adorno y
Horkheimer: 1994, p. 136).
Así, el principio según el cual la razón se opone a todo lo irracional fundamenta –según
Adorno y Horkheimer– la antítesis entre Ilustración y mitología. La razón es para la
Ilustración una suerte de esponja, un agente químico, lo llaman Adorno y Horkheimer,
que absorbe en sí la sustancia de las cosas y luego las disuelve bajo la forma de
autonomía de la razón misma.
De esta manera fue quedando a través de cada antítesis entre Ilustración y mitología, una
suerte de enfrentamiento entre la fuerza de la naturaleza y la autoridad del sujeto, pues la
razón, haciendo ese papel de agente químico, redujo todas las fuerzas de la naturaleza a
una indiscriminada resistencia frente al poder abstracto del sujeto y, es tarea de la razón
ilustrada, liberar a los hombres de la influencia de esta "fuerza natural". Sin embargo, esta
liberación trascendió más allá de lo que originalmente pensaban sus creadores. Así –
consideran Adorno y Horkheimer–, la dinámica de la economía de mercado, por ejemplo,
era una forma de expresar una figura real de la razón y el poder ante el cual la razón
misma fracasó.
Por lo que los románticos expresaron oportunamente lo que los propios burgueses, como
sujetos representativos del pensamiento Ilustrado, experimentaron en carne propia, según
los autores:
La gran filosofía –Leibniz y Hegel, por ejemplo–, había descubierto una pretensión de
verdad incluso en expresiones subjetivas y objetivas que no eran de por sí pensamiento:
en sentimientos, instituciones y obras de arte por ejemplo. Sin embrago, el
irracionalismo, entendiendo con ello hasta el positivismo moderno –para Adorno y
Horkheimer última expresión de la Ilustración–, aisló el sentimiento, como la religión y
el arte, de toda forma de conocimiento y limitó a la fría razón en favor de la vida
inmediata. Pero hizo de esta fría razón un principio hostil al pensamiento.
Donde hace una llamada a favor de éstos, esa ratio se vuelve contra su propio medio, el
pensamiento, que por lo demás a ella, razón alienada respecto de sí misma, le resultó
etodo momento sospechoso. El entusiasmo de los amantes en las películas constituye ya
un golpe a la impasible teoría y se prolongan al argumento sentimental contra el
pensamiento que ataca a la injusticia. En la medida en que los sentimientos se convierten
de este modo en ideología, el desprecio al que sucumben en la realidad no es superado. El
que ellos, comparados con las sublimes alturas a la que los traspone la ideología,
aparezcan siempre como excesivamente vulgares, contribuye a condenarlos. La condena
de los sentimientos estaba ya implícita en la formalización de la razón. La
autoconservación en cuanto instinto natural tiene aun, como en otros discursos, mala
conciencia; sobre la laboriosidad y las instituciones destinadas a sus servicios, es decir, la
mediación independizada, el aparato, la organización, el sistema, cosas –en la práctica
como en la teoría– de la consideración de ser racionales; las emociones están integradas
en ellas (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 139).
No obstante, cuando un pueblo pasa a una nueva forma de vida social –Adorno y
Horkheimer ponen de ejemplo a los judíos– los hábitos que sobreviven, que son
heredados, son considerados delitos y horrores imperdonables. De allí que pueda
considerarse que los temores de la sociedad, pero también la idiosincrasia que la
caracteriza, los rasgos despreciados y detestados por todos, son de alguna manera una
cicatriz del progreso, en este caso, violento de la historia humana.
Esa cicatriz puede tomarse como una marca tanto de la civilización, del desarrollo, del
progreso, como una marca de la violencia, la destrucción y la barbarie. Sin embargo para
la Ilustración, consideran los autores, es una marca del progreso a secas.
Pero para Adorno y Horkheimer lo paradójico de esta situación es que desde el momento
en que la forma o el medio gracias al cual la burguesía, los sujetos ilustrados llegaron al
poder –entiéndase la liberación de fuerzas, el poder de la voluntad, el valor de la
igualdad, la libertad en general, la autodeterminación, es decir, las grandes banderas de la
Ilustración–, se volvió contra ellos mismos, y tan pronto se convirtió en sistema de
dominio éstos se vieron obligados a ejercer la opresión y la represión.
Para éstos, la tendencia anti-autoritaria presente en la ideología ilustrada que tiene una
vinculación constante con la utopía implícita en el concepto de razón, hace a la
Ilustración hostil a la burguesía establecida y a la aristocracia, que ante esta situación no
tuvieron problema en asociarse.
Es así como los autores consideran que todo el proceso político y moral que se da en la
Ilustración tiene como origen el trato y uso que se le da a la razón, por lo que, a su
entender, ese permiso de la razón para "decretar de forma soberana y manipular las
obligaciones que en cada caso le conviene", encuentra en la dinámica de la industria de la
cultura una de sus más finas expresiones.
El siguiente capítulo tiene como objetivo exponer el proceso mediante el cual los
postulados de la Ilustración devienen falsa conciencia, expresados a través de los medios
de la industria de la cultura, que legitiman la verdad que ellos mismos representan. Es
decir, describe la manera mediante la cual la Ilustración termina por ser, en su expresión
ideológica, cálculo de efectos y desarrollo de técnicas de reproducción mecánica y
difusión masiva, fetichizando tanto sus propias creaciones como el poder que tiene para
controlarlo y manipularlo todo al tiempo que hace creer en la libertad de elección y
pensamiento.
Sin embargo, antes de pasar al siguiente capítulo es necesario recapitular haciendo las
siguientes consideraciones.
Sin desmerecer –ya que no estamos en posición de hacerlo– la lectura que realizan
Adorno y Horkheimer de la teoría del conocimiento de Kant para fundamentar su crítica
al pensamiento ilustrado y, como consecuencia, su crítica a la industria de la cultura de
nuestro tiempo, crítica que, como ya se mencionó, ocupará el centro de reflexión del resto
del presente trabajo, es preciso aclarar que esta lectura del pensamiento kantiano no es la
única posible, por el contrario, hay muchas otras, algunas con mayor consenso que la
planteada por los frankfurtianos.
Kant, en su Crítica de la razón pura, base fundamental de su teoría del conocimiento,
intenta lograr que la razón esté más acorde consigo misma, pues para éste la razón se
enfrenta con preguntas que ella misma se formula pero que no puede comprender. En
otras palabras, intenta entender mejor la naturaleza de las preguntas que se plantea y de
las cuales no tiene respuesta.
Estas preguntas están relacionadas con las inquietudes que plantea la metafísica especial,
pues se trata del esfuerzo del entendimiento por comprender las condiciones en las cuales
se producen los fenómenos hasta llegar a las condiciones más "remotas", con el fin de
llegar a los primeros principios. Es decir, existe un primer nivel del conocimiento que se
deriva del encuentro del sujeto con la experiencia, pero siempre se va pasando de
condiciones a condiciones superiores teniendo como fin llegar a lo incondicionado.
Dadas estas inquietudes Kant sugiere que esta investigación de la razón no tendría fin
temporalmente ni tampoco lo tendría por la imposibilidad o la poca probabilidad de llegar
a una ley primera. Para Kant, la razón siempre tendrá a la mano la pregunta por el
principio último, la pregunta sobre el por qué de las cosas.
Así, para Kant, el sentido de la inquietud versa sobre la búsqueda de una explicación
general del mundo, versa sobre la necesidad de trascender los límites del conocimiento
empírico.
Pero para poder realizar esta búsqueda Kant reinvindica constantemente la importancia
de la experiencia, pues para él tanto ésta como la intuición son las que dan sentido a una
noción de orden gnosceológico, a pesar de que en el orden práctico no sea necesario
verificar constantemente el conocimiento en la experiencia.
Teniendo esto presente es preciso decir que la experiencia sólo es posible cuando no
acercamos a ella con una "armazón" conceptual, razón por la cual la autocertificación que
propone el idealismo y que le permitiría en cierto modo anticipar la realidad, y que de
alguna manera es lo que le imputan Adorno y Horkheimer a Kant o a cierta interpretación
de él, sería para el propio Kant un conjunto de conceptos inútiles si no se conectan con la
experiencia, ya que para él la experiencia es constatar las afecciones con los conceptos
independientes, por llamarlos de alguna manera.
Los cuestionamientos hasta ahora esgrimidos por los frankfurtianos contra la racionalidad
ilustrada, tomando como interlocutor de primer orden a Emmanuel Kant, dejan de lado
otros argumentos de éste sobre la razón. Adorno y Horkheimer cuestionan la racionalidad
en su uso instrumental tal y como lo proponen los postulados ilustrados en general, no así
los postulados de Kant, pues el uso ilustrado sólo se preocupa del aprovechamiento de los
medios y no toma en cuenta o no reflexiona sobre los fines establecidos previamente. Sin
embargo, Adorno y Horkheimer no dejan de lado la racionalidad en su función crítica y
cuestionadora de las antinomias de la cotidianidad social, antes bien, es esa su
herramienta fundamental.
Por esto, antes de continuar, es preciso dejar claro que si bien la teoría kantiana del
conocimiento afirma que la razón humana tiene límites que ella desconoce, así como una
tendencia a crear conceptos que están más allá de su comprensión, como Dios, el alma y
otros tantos; por otra parte, y una vez establecidos los límites fundamentales de la razón,
la teoría del conocimiento de Kant postula las formas que ésta tiene para funcionar, que
son las formas trascendentales a priori de la intuición y el entendimiento, entre las que se
encuentran, por un lado, los conceptos y las intuiciones internas del espacio y el tiempo,
las cuales le dan uniformidad y cohesión a la aprehensión y conocimiento del mundo, y
por el otro, los conceptos a priori.
De acá se desprenden al menos dos puntos a tomar en cuenta: el primero, que Kant con su
teoría no pretende pronunciarse sobre la existencia o naturaleza del mundo, sino que se
limita a estudiar el funcionamiento de la mente que lo aprehende, razón por la cual sólo
se atreve a emitir juicios sobre la mente que conoce y el resultado de su acción de
conocer el mundo, y no es asunto suyo emitir juicios sobre el hecho de que el
conocimiento del mundo y el mundo coincidan, simplemente se limita a estudiar las
condiciones (la cuadrícula cartográfica, usando el ejemplo de Heymann) con las que
conocemos el mundo (los valles y los ríos, continuando con el ejemplo anterior).
Sin embargo, dentro del marco de estas reflexiones hay un fenómeno que sin ser tan
"elevado" como los mencionados anteriormente, plantea una serie de dificultades para su
comprensión, que requiere una reflexión y revisión críticas y que de alguna manera
expresa esa disyuntiva entre el mundo y el conocimiento del mismo, entre el sujeto que
conoce y el objeto conocido, que a su vez puede ser sujeto de acción y hacer objeto al
sujeto que conoce, planteándose una relación entre estos términos que no se agota
fácilmente y que permite establecer un tejido de interconexiones reflexivas. Este
fenómeno es conocido como cultura.
Sin embargo, es preciso aclarar, aunque sea de manera general, lo que los filósofos
críticos entienden por cultura, cultura de masas e industria cultural, para poder exponer
sus cuestionamientos contra tales conceptos basándose, a su vez, en el concepto de
racionalidad propio de la Ilustración.
Bajo esta tensión desarrollan su análisis y crítica a la cultura. Coherentes con su modelo
teórico-crítico, estas contradicciones presentes en las posibilidades de manifestación de la
cultura van a ser confrontadas una y otra vez en busca de su superación. Sin embargo,
consideran que la superación de estas contradicciones no podía ser conseguida sólo desde
el propio ámbito de la cultura, ni alta ni baja, ni histórica ni sistemática, y que la tarea
partía desde la consciencia de la necesidad de oponerse a la dicotomía abstracta de
cultura y vida material y a la negación no menos abstracta de su distinción. El
reconocimiento de las potencialidades de cada una de las formas de expresión cultural
representa la posibilidad de lograr el arribo a la más alta expresión de la cultura y el arte:
una reconciliación armoniosa de forma y contenido, función y expresión, elementos
subjetivos y objetivos.
No obstante, ante esta pretensión hay una idea que está presente en todo el pensamiento
de estos miembros del Instituto, idea que surge de la desconfianza y angustia que
impregna su teoría crítica y su dialéctica negativa: el reconocimiento de que una
reconciliación estética era insuficiente. Como sugiere Martin Jay, quien en el capítulo de
su libro La imaginación dialéctica. Una historia de la Escuela de Frankfurt dedicado a la
industria cultural, el cual lleva por título "Teoría estética y la crítica de la cultura de
masas", considera que para la crítica inmanente lo logrado no es tanto una formación que
reconcilie las contradicciones objetivas en el engaño de la armonía cuanto aquella que
exprese negativamente la idea de armonía, formulando las contradicciones con toda
pureza, inflexiblemente, según su más íntima estructura (Jay: 1974, p. 294);
El intento por lograr una armonía estética por sí misma es simplemente un intento de
crear un medio en el cual construir una posibilidad de protesta, de cuestionamiento y de
crítica que supere a la cultura de masas como ideología y que resquebraje los cimientos
de la industria cultural, superando lo que Marcuse llamó una "cultura afirmativa".
Hay que notar, además, la distinción que realizan los teóricos críticos entre cultura de
masas e industria cultural. De allí que anteriormente se haya hecho hincapié en el carácter
ideológico de la cultura de masas, pues en la mescolanza que era la cultura popular o de
masas y donde había aparentemente caos y anarquía, para los filósofos críticos por el
contrario se trataba de una situación de férreo control y reglamentación estricta impuesta
y administrada racionalmente desde los círculos de poder económico y político. Por esta
razón Adorno recuerda que en nuestros borradores hablábamos de "cultura de masas".
Reemplazamos tal expresión por la de "industria de la cultura" con el fin de excluir desde
el principio la interpretación aceptable para sus defensores: que se trata de algo parecido
a una cultura que surge espontáneamente de las propias masas, la forma contemporánea
del arte popular. La industria de la cultura debe ser totalmente distinguida de este último
(Jay: 1988, p. 112).
Teniendo presente esta distinción entre cultura de masas e industria de la cultura, además
de las consideraciones anteriores, Adorno y Horkheimer escriben otro de los capítulos de
Dialéctica de la Ilustración, titulado: "La industria cultural: Ilustración como engaño de
masas", capítulo que contiene su crítica a la industria de la cultura como ideología de
dominio y control a través de la manipulación y el engaño, el cual contiene el foco central
de nuestra atención. El subtítulo del capítulo ya de alguna manera asoma la crítica en él
presente sobre lo que representa o significa la industria de la cultura.
Contrario a dicha tesis, para Adorno y Horkheimer "la cultura marca todo con un rasgo
de semejanza".
Las manifestaciones estéticas forman o promueven lo que los autores llaman el "ritmo de
acero", que no es otra cosa que la utilización del desarrollo técnico al servicio de las
manifestaciones estéticas, es el ritmo duro y acelerado de la reproductibilidad técnica que
lo homogeneiza todo en detrimento de la suave y pausada cadencia del aura, con la
particularidad que la caracteriza. Como ejemplo de esto colocan los stands que utilizan
los distintos países en las exposiciones internacionales sobre la industria ya sean países
autoritarios o democráticos –valga la distinción formal–, los cuales se diferencian de
manera insignificante entre sí, pues todos de alguna forma reafirman el elogio al ritmo de
acero.
Otro ejemplo utilizado es el de las formas cómo se han desarrollado las ciudades, donde
en un mismo espacio comparten casas antiguas y grandes centros comerciales e
industriales de hormigón, que hacen que esas casas antiguas sean "suburbios" y, si no
suburbios, "cosas" inservibles; mientras en las "afueras de la ciudad", los nuevos diseños
residenciales expresan, alaban y elogian el ritmo de acero a través de estructuras
superdinámicas que hacen uso de todos los progresos técnicos habidos, y que a su vez,
entre sus características pareciera resaltar la de que parecen estar diseñados para ser
desmontadas en cualquier momento.
Sin embargo, esos nuevos proyectos urbanísticos, esas construcciones dinámicas con todo
un progreso técnico a su alrededor, lejos de preservar las condiciones de vida
independientes del sujeto, lo sumergen en el "poder total del capital", ya que están
diseñados de manera totalmente racional: están perfectamente distribuidos y claramente
diseñadas sus relaciones espaciales con los centros de hormigón que han arropado a las
antiguas casas y que obligan a que todas las actividades del sujeto que habita en esos
lugares, trabajo, diversión... todo, se concentre en esos nuevos centros comerciales. Bien
sea como productores o como consumidores, hacen que todo gire en torno a dichos
centros, mientras que la supuesta vida independiente, individual y los momentos de
recogimiento los realicen fuera de los mismos.
Esta situación, consideran los autores, crea una aparente unidad visible entre
macrocosmos y microcosmos, la cual es simplemente una demostración del modelo de la
"nueva" cultura del hombre, mediada –por ejemplo– por esa racionalidad en la estructura
urbanística. Es decir, esta situación crea una falsa identidad entre lo universal y lo
particular, pues desarrolla una aparente planificación total de las actividades del hombre,
pero que lo hace perder su independencia una vez que se halla metido en esta
planificación. Por ello "toda cultura de masas bajo el monopolio es idéntica" (Adorno y
Horkheimer: 1994, p. 166).
Dicha identidad ya no es escondida ni intenta ser disimulada por los dirigentes o dueños
del capital; de hecho, se reafirma y es más poderosa cuando se hace más explícita. De allí
que el cine y la radio, por ejemplo, no necesiten ya exponerse a sí mismos como
expresiones artísticas, más bien son un negocio interesado en generar utilidad, e incluso
se definen a sí mismos como industria, por lo que lejos de ser expresiones artísticas por sí
mismas, con una expresión estética que no involucra fines comerciales, más bien se
definen como una industria que produce o crea productos con matices artísticos o con
cierta pretensión estética, pero que en el fondo no son más que productos comerciales
para vender y participar del mercado –con el fin de generar utilidad económica–.
Por otra parte, pero en el mismo orden de ideas, los interesados o "expertos" en la
industria cultural usan la terminología tecnológica con frecuencia para explicar la
industria. En ésta participa mucha gente, logrando que cantidades de personas impongan
el uso de técnicas de reproducción que garanticen o posibiliten que las necesidades
creadas por ellos mismos sean satisfechas, en distintos lugares y en distintas condiciones
a través de bienes estándares, bienes idénticos para un sector determinado y que se logran
a través de esas técnicas de reproducción.
Lo que llama poderosamente la atención, según Adorno y Horkheimer, es que estos
estándares que tienen que ser satisfechos a través de las técnicas de reproducción por
miles de personas que participan de la industria cultural, fueron aceptados sin oposición
de ningún tipo, pues, supuestamente, o al menos lo dicen con gran suspicacia, éstos
surgieron desde un comienzo de las necesidades de los consumidores. Sin embargo, la
realidad para ellos es otra: se trata de un círculo de manipulación y de necesidad que
refuerza dichos estándares, donde el sistema se hace cada vez más fuerte. Pero para eso,
ese reforzamiento de la unidad del sistema no dice, o calla, que en ese terreno, en esa
situación en la cual la racionalidad técnica adquiere poder y domina a la sociedad, se trata
de un poder que está mediado por lo más sólido económicamente hablando: "La
racionalidad técnica, es hoy la racionalidad del dominio mismo. Es el carácter coactivo
de la sociedad alienada de sí misma" (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 166).
Adorno y Horkheimer usan como ejemplo de su tesis la situación que se da en el paso del
teléfono a la radio como medio de comunicación. En principio, el teléfono aún le dejaba a
los participantes una cuota de protagonismo, dejaba que cada uno fuese, si no al mismo
tiempo, por lo menos alternativamente y bajo una misma circunstancia, sujeto. Sin
embargo, la radio, tras la bandera democrática, que en el fondo es una estandarización,
hace que todos los oyentes se conviertan en objeto y los cautiva, en el sentido de que, los
somete de manera autoritaria a una condición de objetos oyentes y los ata o los
condiciona a diferentes programas en distintas emisoras, que es donde se presentan las
supuestas opciones, pero que en el fondo son todas iguales entre sí. Igualmente, bajo esa
misma bandera democrátic cualquier huella de espontaneidad del público en el marco de
la radio oficial es dirigida y absorbida por una selección de especialistas, por cazadores
de talentos, competiciones ante el micrófono y manifestaciones domesticadas de todo
género (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 167).
La industria cultural ha logrado una "unidad" tan profunda, que ella misma da cabida de
manera predeterminada a algunas diferencias, de este modo hace distinciones claras y
enfáticas entre películas clase "A" y clase "B", o entre periódicos, donde las historias,
artículos y noticias que éstos cubren hacen la diferencia entre un precio u otro. En el
fondo, más que una distinción de contenido, sustancial, sirve realmente para que los
industriales de la cultura puedan seguir construyendo y clasificando a sus consumidores,
para poder organizarlos y manipularlos en sectores previamente definidos bajo aquella
idea, esa "falsa conciencia" sobre la posibilidad de diferenciación dentro de una unidad
plenamente establecida. Unidad que se logra, según los autores, a través de los alcances
de la racionalidad técnica que se pone al servicio del poder económico que busca penetrar
en los sectores culturales.
Con esta racionalidad técnica el poder del capital opera de manera instrumental y, en
consecuencia, logra adecuarla a cualquier fin: "Para todos hay algo previsto a fin de que
ninguno pueda escapar; las diferencias son apoyadas y propagadas artificialmente"
(Adorno y Horkheimer: 1994, p. 168).
Para realizar esta afirmación sobre las diferencias mecánicas y artificiales entre productos
que en el fondo son lo mismo, manifestadas a través de la reproducción técnica de los
fenómenos de la industria de la cultura, colocan como ejemplo las diferencias que puede
haber entre la serie Chrysler y la serie de la General Motors, o las diferencias que hay
entre la Warner Brother’s y la Metro Goldwin Meyer, a saber, diferencias de presupuesto,
de una estrella a otra, en este caso; de cilindradas o colores en el caso de los automóviles.
Es una diferencia de exhibición de inversión, pero no tiene nada que ver con diferencias
objetivas, con el significado de los productos. Para Adorno y Horkheimer hasta los
propios medios técnicos se ven envueltos, o no escapan, a esta uniformidad y unidad de
la razón instrumental: la televisión, por ejemplo, que según ellos es una síntesis de la
radio y el cine, es una buena expresión de los vicios de la uniformidad, pues las
posibilidades tan ilimitadas que presenta la televisión pueden ser llevadas a un punto tal
que el empobrecimiento que presentan los materiales estéticos, según ellos, en favor del
producto artístico como valor de cambio y como producto de comercio, hace que la
identidad que posibilita la televisión, incluso más, que la industria cultural toda, pueda ser
una realización sarcástica, para los teóricos críticos, del "sueño de Wagner de la obra de
arte total".
Por otra parte, el tiempo libre que tiene el trabajador para supuestamente recrearse o
divertirse es básicamente un tiempo para tomar parte de la industria de la cultura, ya que
éste se maneja, se orienta y se desenvuelve según la unidad que establece la producción y
la reproducción técnica de la industria cultural.
De allí que para los autores la labor que cumple el esquematismo kantiano dentro del
funcionamiento de la industria cultural resulta (como se mostró en capítulo anterior), si
no confusa, al menos problemática, pues hay una transpolación de conceptos o
definiciones propias de la teoría del conocimiento a los conceptos o definiciones propias
de la reflexión moral que plantea la industria cultural desde la perspectiva teórica-crítica
desarrollada por Adorno y Horkheimer.
Más aún, esta proposición de Kant es, según los autores, descifrada y expuesta
actualmente por la industria de la cultura, pues incluso si existiese un momento dado en
el que una sociedad específica y "fuera de razón" impusiese una planificación de
mecanismos de acción a pesar de la racionalidad que rige al sistema industrial, una vez
que se incorporase y formara parte del negocio de la industria cultural, interactuando con
ella según sus principios, esta sociedad se comportará racionalmente y de acuerdo a la
intención que dictan los patrones de la industria.
Esta situación se expresa, por ejemplo, en las películas holywoodenses cuando desde el
inicio se sabe cómo terminará, quién será feliz, amado o despreciado, más aún, se expresa
una vez que los chistes, los efectos especiales y hasta el número de palabras de los
diálogos están perfectamente calculados para ser incorporados a la estructura establecida
previamente. Para éstos la industria cultural se ha desarrollado con el primado del efecto,
del logro tangible; del detalle técnico sobre la obra, que una vez era portadora de la idea y
fue liquidada con esta (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 170).
La llamada idea general es un mapa catastral y crea orden, pero no conexión. Sin
oposición ni relación, el todo y el particular llevan en sí los mismos rasgos (Adorno y
Horkheimer: 1994, p. 170).
La industria cultural hace de filtro o permea las "relaciones" del mundo real. Adorno y
Horkheimer usan como ejemplo la experiencia del espectador de cine, que una vez que ha
terminado de ver una película cualquiera y abandona la sala, percibe la calle, el mundo
real, como una continuación del espectáculo que acaba de ver. Esta situación no es
casual, ni mucho menos, pues el negocio de la cultura, expresado en este caso a través del
espectáculo cinematográfico, busca precisamente reproducir de forma fiel el mundo
perceptivo de la cotidianidad. Mientras mejor pueda la razón instrumental, a través de la
técnica cinematográfica en este caso, duplicar los objetos empíricos, tanto más es posible
para la industria cultural hacer creer que el mundo real es una prolongación del que se ve
en el cine.
Igualmente, el proceso hace que sea inevitable que cada expresión particular del negocio
de la cultura, cine, radio y la para entonces incipiente televisión, por mencionar algunas,
haga de los hombres aquello en lo que la industria como un todo los ha convertido, o al
menos preparado de antemano.
Para esos momentos, todo, según ellos hasta lo que "no había sido pensado", era
traducido de forma estereotipada al esquema de la reproductibilidad técnica. Como
ejemplo citan la manera como los arreglistas de jazz adecuan a su "jerga" cualquier otra
cadencia que se distinga o diferencie de la del jazz mismo; o la manera como los
productores de cine "examinan" las grandes obras de Balzac o Víctor Hugo, por
mencionar algunos, para que funcionen perfectamente como películas exitosas.
Ningún capítulo habría sido asignado a las figuras diabólicas y a las penas de los
condenados su justo puesto en el orden del supremo amor con el escrúpulo con el que la
dirección de producción se lo asigna a la tortura del héroe o a la falda arremangada de la
artista principal en la letanía de la película de éxito (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 172).
El control, que los autores llaman "catálogo", expreso o implícito sobre lo prohibido y lo
tolerado, ha llegado a un punto tal en el que además de delimitar el ámbito libre, lo
domina y controla completamente. Dicho control modela hasta los últimos detalles. La
industria cultural fija su propio lenguaje y vocabulario a través de sus prohibiciones.
Un ejemplo de esto es la necesidad permanente de nuevos efectos que, no obstante,
"permanecen ligados al viejo esquema" y reafirman la autoridad de lo tradicional, aunque
cada nuevo efecto particular quisiera desligarse de dicha autoridad.
Todo lo que aparece está tan profundamente marcado con un sello, que al final nada
puede darse que no lleve por anticipado la huella de la jerga y que no demuestre ser a
primera vista, aprobado y reconocido (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 173).
De hecho Adorno y Horkheimer usan como ejemplo que en el ámbito y estilo del negocio
cultural es más fácil pasar por alto que una canción de moda no cumpla con los treinta y
dos compases de rigor, que la misma canción tenga aunque sea "un secreto detalle
melódico o armónico" extraño o diferente al idioma.
Esta condición la ilustran los autores con la situación del trabajador al que le cierran los
sentidos de la producción espiritual, desde que sale del trabajo un día y se reincorpora
nuevamente a la mañana siguiente.
Esta situación trae como consecuencia que, en ocasiones, los generadores de pensamiento
sientan un freno creativo, puesto que de alguna manera acusan la presión de inscribirse en
la administración cultural como expertos estéticos. Para Adorno y Horkheimer esta
situación es lamentable, pues si antes aquellos firmaban sus creaciones y se suscribían
como "siervos humildísimos" al tiempo que minaban las bases del poder; en estos
tiempos conviven cordialmente con los que tienen el control, con el agravante de que
están sujetos a sus "iletrados" impulsos artísticos.
De allí que consideren vigente el análisis que hizo Tocqueville hace cien años, cuando
afirmaba que bajo la administración de la cultura sesgada por el interés capital la tiranía
deja al cuerpo y va derecho al alma. El amo ya no dice ‘pensad como yo o moriréis’.
Dice: ‘Sois libres de pensar como yo, vuestras vidas, vuestros bienes, todo lo
conservaréis, pero a partir de ese día seréis un extraño entre nosotros (Adorno y
Horkheimer: 1994, p. 178).
Por eso precisamente se habla siempre de idea, innovación y empresa, de aquello que sea
archiconocido y a la vez no haya existido nunca. Para ello existen el ritmo y el
dinamismo. Nada debe quedar como estaba, todo debe transcurrir incesantemente, estar
en movimiento. Pues sólo el triunfo universal del ritmo de producción y reproducción
mecánica garantiza que nada cambie, que no surja nada sorprendente (Adorno y
Horkheimer: 1994, p. 179).
Por ello que cualquier innovación o adición a alguno de los renglones del negocio
cultural establecido resulta un riesgo y una especulación para el mismo. Los estándares
impertérritos de la administración de la cultura representan el promedio del gusto
administrado y normalizado que la industria impone al público. Para Adorno y
Horkheimer las diferentes administraciones de la industria de la cultura han
"racionalizado" el espíritu del arte y la estética.
Más aún, es como si un organismo supremo evaluara todo el material que produce la
industria y estableciera "un catálogo oficial de los bienes culturales" que puede ser
distribuido y presentado al público. De hecho, si la industria quisiese vanagloriarse por
algo tendría que ser por la energía y la eficacia que empleó en constituir como un
principio la burda transformación del arte en producto de consumo masivo, de liberar la
diversión de "incómodas" ingenuidades, y de mejorar la manufactura de las mercancías a
través de la reproducción técnica. De allí que comenten los teóricos críticos, no sin
sarcasmo, que la industria se ha vuelto "mucho más fina y elevada" cuanto más
omniabarcante se ha vuelto, cuanto más implacablemente ha obligado a perecer o a
plegarse a ella a todo aquel que no juegue con sus reglas, al punto de lograr una
mezcolanza entre música clásica y las salas de concierto de la música de moda. "Su
triunfo es doble: lo que extingue fuera como verdad, puede reproducirlo a placer en su
interior como mentira" (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 180).
Para los teóricos críticos lo que más resalta de esta situación no es "la crasa incultura, la
estupidez o la tosquedad", pues la industria cultural hace todo lo posible por eliminarlas,
a pesar de ella misma, a través de su administración, porque de no ser así, no sería
atractiva para el consumo. Lo sorprendente es que los elementos vivos de la cultura, el
arte y la diversión sean sometidos y sintetizados en miras de un solo fin: el de la totalidad
de la industria cultural, que para ellos es su único (falso) denominador.
Un único falso denominador porque la industria es sólo repetición, pues las supuestas
innovaciones que la caracterizan son simplemente mejoramientos de la reproducción
técnica en masa, algo que no es ajeno al sistema.
A pesar de, o tal vez por esto, la industria cultural es la industria de la diversión, ya que
de alguna manera constantemente defrauda a los consumidores respecto de lo que les
promete. Más aún, la industria con esta actitud no sublima deseos ni intenciones, sino los
reprime con la exposición de objetos de deseo imposibles de lograr: la marcada silueta
del cuerpo femenino en la pantalla de televisión o el cultivado pecho del galán de cine.
La industria de la cultura no exhibe ninguna situación que estimule el deseo en la que no
se asegure de exhibir también la "advertencia precisa de que no se debe jamás y en
ningún caso llegar a ese punto" (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 184). Adorno y
Horkheimer comparan el proceso administrativo que cumple el Hays Office con el ritual
de Tántalo.
Por otra parte, en el mismo orden de ideas, la reproducción mecánica de lo bello, santo y
seña del modo de operar de la industria de la cultura, promueve una sistemática adoración
a la falsa individualidad que logra con la producción en serie de infinitos y múltiples
objetos (de deseo) que en el fondo son una y la misma cosa, idénticos entre sí, pero en
apariencia diferentes. Esta supuesta oferta ilimitada de opciones hace que el consumidor
crea que están hechas para satisfacer sus necesidades, pues el principio por el cual opera
la industria cultural se encarga de exhibir su capacidad para satisfacer todas las
necesidades del consumidor. Sin embargo, lo que ésta realmente hace es organizar de
antemano dichas necesidades de acuerdo al grupo al cual le interese llegar, haciendo de
éstos objetos de su administración. Es más,
Así, la diversión forma parte de los valores importantes, de los ideales de felicidad que
ella misma elimina de la "conciencia" de las masas cuando los repite hasta el cansancio y
con los estereotipos propios de la publicidad de las instancias privadas.
De esta manera a medida que las posiciones de la industria cultural se hacen más fuertes
y sólidas, pueden controlar y proceder mucho mejor con las necesidades y los
consumidores, los producen, dirigen y administran, e inclusos pueden suprimir tanto a
unas como a los otros, pues para el progreso de la industria no hay límites establecidos.
Para los autores la diversión significa estar de acuerdo, pues ésta es posible sólo en la
medida en que se separa y se hace a un lado de la totalidad que representa el proceso
social, que es el momento en el que renuncia a la pretensión que –consideran los autores–
tiene toda obra de arte: reflejar, aunque sea de manera limitada, la totalidad.
En estos términos la diversión tiene como consecuencia que nada hay que pensar, que se
olvidan las penas, incluso allí donde las penas mismas se hacen manifiestas. Es una
especie de escape pero no de lo que ellos llaman "mala realidad" sino un escape del
último pensamiento de resistencia que esa realidad haya podido dejar.
En este sentido, para Adorno y Horkheimer "el progreso de la estupidez no puede quedar
detrás del progreso de la inteligencia" (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 189), pues en una
época en la cual la industria se desenvuelve a través de números y estadísticas, las propias
masas tienen la suficiente malicia como para no identificarse con el millonario que vende
la industria, pero al mismo tiempo les falla la inteligencia como para que puedan salirse
de esos números y estadísticas preestablecidas y no tienen la capacidad de dejar de ser el
número abstracto y objetivo en el que los ha convertido la industria cultural.
Donde la industria cultural invita aún a una ingenua identificación, ésta se ve rápidamente
desmentida. Nadie puede ya perderse. En otro tiempo, el espectador de cine veía su
propia boda en la del otro. Ahora, los personajes felices de la pantalla son ejemplares de
la misma especie que cualquiera del público, pero justamente en esta igualdad queda
establecida la separación insuperable de los elementos humanos. La perfecta semejanza
es la absoluta diferencia. La identidad de la especie prohibe la identidad de los casos
individuales. La industria cultural ha realizado malignamente al hombre como ser
genérico. Cada uno es sólo aquello en virtud de lo cual puede sustituir a cualquier otro:
fungible, un ejemplar. Él mismo, en cuanto individuo, es lo absolutamente sustituible, la
pura nada, y eso justamente es lo que empieza a experimentar tan pronto como, con el
tiempo, llega a perder la semejanza (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 190).
Igualmente, para los teóricos críticos el azar y la planificación se han vuelto una y la
misma cosa, pues precisamente donde las fuerzas de la sociedad han alcanzado un grado
de racionalidad elevado, al punto que supuestamente cualquiera puede ser ingeniero o un
ejecutivo exitoso, en ese mismo punto resulta irracional completamente sobre en quién la
sociedad (en este caso la industria que la rige) decide invertir la preparación y la
confianza para tales funciones de uno de esos sujetos.
El verdadero interés de la industria de la cultura por los hombres es sólo en cuanto puede
relacionarse con ellos como clientes o como empleados y, de hecho, Adorno y
Horkheimer creen que la industria cultural reduce a toda la humanidad en general, y a
cada uno de sus elementos en particular, a esa fórmula que toda lo abarca.
La industria, de acuerdo al aspecto que sea determinante, que sea importante destacar en
cada caso particular, subraya el elemento de la ideología que les interese, bien sea en la
planificación o el azar, la técnica o la vida, la civilización o la realeza.
Por una parte, cuando trata a los hombres como empleados les hace ver la importancia de
la organización racional y les estimula para que se incorporen a dicha organización con
un sano "sentido común", pero al momento que se relaciona con ellos como clientes se
les presenta a través de episodios humanos "privados", porque están penetrados por la
misma industria, o les presenta a través del cine o la prensa una supuesta libertad de
elección y una atracción por lo que supuestamente no ha sido clasificado. Sin embargo,
en ninguno de los dos casos dejan de ser tratados como objetos:
cuanto menos tiene la industria cultural que prometer –consideran los autores– cuanto
menos es capaz de mostrar la vida llena de sentidos, tanto más vacía se vuelve
necesariamente la ideología que ella difunde (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 192).
No obstante, aunque pareciese que en algún momento pudiera ser de este modo, cuando
la ideología es llevada a ese punto de vaguedad, a esa falta de compromiso y a ese
vaciado de contenido, no por eso se debilita, deja de tener incidencia sobre las masas o ve
reducido su radio de acción. Precisamente esa vaciedad (esa aversión casi flemática para
Adorno y Horkheimer es una aversión científica a comprometerse con algo que no puede
ser verificado) sirve realmente de un modo eficaz como instrumento de dominio.
Así, las morales distraídas tienen un marco de acción amplio mientras no excedan las
normas impuestas por la ideología establecida.
Por otra parte, para los autores de Dialéctica de la Ilustración, aquella "libertad respecto a
los fines" propia de las obras de arte moderno, bajo los parámetros que impone el negocio
de la cultura, vive del anonimato del mercado. Es decir, el mercado ha diluido tan bien
sus presiones y exigencias que el artista se siente liberado, "de cierta forma", de cumplir
con exigencias específicas. La finalidad sin fin, principio de la ética idealista, es el
esquema invertido por el cual se rige socialmente el arte burgués:
Esta ideología se basa, entre otras cosas, en sustituir el discutido o difuso valor de uso de
los bienes culturales, por un valor de cambio, esto es, en lugar del goce se impone el
participar y estar al corriente: en lugar de la competencia del conocedor, el aumento del
prestigio. El consumidor se convierte en coartada ideológica de la industria de la
diversión, a cuyas instituciones no puede sustraerse (Adorno y Horkheimer: 1994, p.
203).
En otras palabras, los bienes culturales tienen valor sólo en cuanto pueden
intercambiarse, no por sí mismos. Esto es así porque el valor de uso de éstos es, para la
industria, un fetiche, y la valoración social que éste tiene, que para ella es la escala
objetiva de las obras, se convierte en su valor de uso, en la cualidad que es posible
disfrutar.
En la actualidad, comentan para ese momento los teóricos críticos, los industriales de la
cultura oportunamente preparan las obras de arte de forma tal que los precios sean
reducidos y el disfrute sea tan accesible a los pueblos como los parques. Sin embargo, la
disolución de su genuina condición termina de hundir a la obra de arte, en tanto que mera
mercancía, en la sociedad libre, y la degrada al nivel de cualquier bien cultural
reproducido por la industria. Más aún, para éstos, que los privilegios culturales sean
eliminados, lejos de posibilitar la inclusión de las masas en ámbitos vedados hasta
entonces, contribuye "al desmoronamiento de la cultura, al progreso de la bárbara
ausencia de toda relación" (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 205).
La doble desconfianza hacia la cultura tradicional como ideología se mezcla con la
desconfianza hacia la cultura industrializada como fraude. Reducidas a mera añadidura,
las obras de arte pervertidas son secretamente rechazadas por los que disfrutan de ellas,
junto con la porquería a la que el medio las asimila. Los consumidores pueden alegrarse
de que haya tantas cosas para ver y para escuchar (Adorno y Horkheimer: 1994, pp. 205).
Por estas razones Horkheimer y Adorno no dudan en afirmar que "la cultura es una
mercancía paradójica", pues su determinación a la ley de intercambio es tal que ni
siquiera puede ser intercambiada, se ha amalgamado tan inconscientemente con el uso
mismo que se hace imposible utilizarla. Es de esta situación de donde surge la fundición
entre cultura en tanto que mercancía y publicidad.
Para ellos es "evidente que se podría vivir sin la entera industria cultural" (Adorno y
Horkheimer: 1994, p. 206) debido a la sobreabundancia y la falta de pasión que la
publicidad engendra entre los consumidores. Pero es poco lo que la cultura puede hacer
para revertir esta situación: la publicidad es su razón de existir. Es decir, la cultura (a
través de sus bienes) reduce de manera constante a promesas el placer que promete con
sus mercancías, lo que termina por hacerla coincidir con la publicidad, ya que ésta
compensa su "manifiesta" incapacidad para procurar placer realmente. Más aún, "dado
que bajo la presión del sistema cada producto emplea la técnica publicitaria, ésta ha
entrado triunfalmente en la jerga, en el ‘estilo’ de la industria cultural" (Adorno y
Horkheimer: 1994, p. 207).
En fin, para estos frankfurtianos, la industria de la cultura ha acogido como propias las
maneras "civilizadoras" de la democracia empresarial, cuya sensibilidad para desarrollar
las diferencias de orden espiritual nunca es excesiva. Es decir, todos los sujetos tienen
libertad para divertirse, así como la tienen, "desde la neutralización histórica de la
religión", para formar parte o afiliarse a cualquier secta existente: pero esta libertad
ideológica, determinada constantemente por factores económicos, es en el fondo una
libertad para lo mismo, para lo siempre igual. Las formas de comportamiento de los
individuos: la joven complaciente, el tono de voz en conversaciones telefónicas y en
conversaciones amistosas en persona, el uso del lenguaje, "la entera vida íntima", son la
manifestación del interés de los sujetos por adecuarse al modelo de éxito confeccionado y
ofertado por la industria cultural. Más aún, es tal la reificación de las reacciones más
personales del sujeto, que las especificidades y particularidades están presentes en él de la
forma más abstracta: la llamada "personalidad" está labrada con base en la publicidad
triunfante de la industria cultural, en la asimilación por parte del sujeto de las mercancías
que ésta ofrece, "desenmascaradas ya en su significado".
Ahora bien, una vez expuesta la crítica de Adorno y Horkheimer todo pareciera indicar
que el estado que ha logrado constituir la industria de la cultura se encuentra tan
sólidamente conformado que resulta imposible pensar en la industria de la cultura como
medio de reconciliación social. La base teórica sobre la que se sustenta la industria, a
saber, el uso de la razón en su carácter instrumental como herramienta de sistematización,
unificación y posterior homogeneización de las diferencias e impresiones de las
experiencias de la conciencia dadas en los sujetos, le da a la industria cultural todo un
mecanismo de control y manipulación de los sujetos en tanto masa, que, en virtud de la
coherencia con su discurso, aparentemente no se encuentran motivos racionales para
intentar cambiar esta situación.
La lectura hasta ahora realizada del enfoque de los teóricos de Frankfurt pareciera
permitir despachar rápidamente la pregunta que da título al presente capítulo: No, dadas
las condiciones en las que se encuentra la cultura industrializada, ésta no puede ser la
expresión de una utopía concreta. Sin embargo, una lectura diferente del mismo enfoque
posibilita una reflexión más pausada y permite responder, precisamente de forma
diferente o, como ya se dijo, responder sin hacerlo de manera definitiva.
Haciendo uso de un comentario de Jay, es importante señalar que para gran parte de los
teóricos de Frankfurt, especialmente para Adorno y, tal vez, con la sola excepción de
Marcuse, no había dentro de la cultura misma una "contrahegemonía" que hiciese pensar
en la posibilidad de un desafío y una negación radical de la reificación y manipulación de
la conciencia de los sujetos producida por la industria cultural.
Pero, tomando en cuenta lo anterior, y siguiendo a Jay, es preciso mencionar las figuras
de Pascal y Montaigne, las cuales sirven para ilustrar dos posturas opuestas ante la
dinámica seguida por la industria de la cultura, y además, dos eventuales respuestas a la
pregunta inicial.
Por una parte, Montaigne asumía una postura de defensa sobre lo importante de la
diversión para la vida cotidiana del hombre, ya que permite a éste adaptarse o hacer más
llevaderas las presiones sociales. De hecho, en sus Ensayos, específicamente en el De la
diversión, aprovecha un episodio que tuvo con una dama afligida para explicar por qué
prefería la diversión para aliviar las penas. Sabiendo Montaigne de su mala mano y su
escasa arte para la persuasión, pues presentaba sus razones muy puntiagudas y muy secas
o con brusquedad o despreocupación en demasía, no insistió en consolar a la dama
haciendo uso de sólidas y vivas razones, y mucho menos usando las formas que prescribe
la filosofía cuando de consolar se trata, por el contrario, dirigió su conversación hacia
otros temas en la medida en que ella se lo permitía, y de ese modo le fue sacando de
manera imperceptible el pensamiento doloroso que la aquejaba, en fin, usó "de la
diversión" (Montaigne: 1953, pp. 278).
Por otra parte, la de Pascal dista mucho de la "divertida" postura de Montaigne, pues para
Pascal la preocupación fundamental era la salvación del alma del hombre y no su
adecuación en la tierra, al punto de despreciar el entretenimiento y calificarlo como
escapista y degradante.
Pero, lo que lo hacía a Adorno diferenciarse de Pascal era que el estado más elevado del
hombre no era, ni mucho menos, la salvación del espíritu de mundanas actividades. Por el
contrario, su crítica contra la industria de la cultura era hacia su ejercicio manipulador e
ideológico, el cual negaba rotundamente una genuina gratificación corporal, pues lo que
la industria vendía y otorgaba como felicidad era una, más o menos evidente, imitación
de la realidad. Más aún, para Adorno y Horkheimer, como se mencionó en el capítulo
anterior:
Dicho esto, cabe destacar que una de las principales críticas de los miembros del Instituto
es la "clara" función e intención mistificadora de la industria, pues argumentan que sus
productos no son, bajo ninguna instancia, obras de arte convertidas posteriormente en
mercancía, sino que desde un principio son producidos pensando en ser vendidos en el
mercado: son siempre mercancía. De este modo, la eventual, y para ellos necesaria,
distinción entre arte y publicidad es totalmente difusa y hasta inexistente, desde el
momento en que los productos culturales son creados y diseñados pensando siempre en
su valor de cambio y no para satisfacer necesidades auténticas. Es aquella "finalidad sin
fin" de la estética idealista denunciada por los autores la que opera en dicho proceso
productivo.
Todo tiene valor sólo en la medida en que se puede intercambiar, no por el hecho de ser
algo en sí mismo. El valor de uso del arte, su ser, es para ellos un fetiche, y el fetiche, su
valoración social, que ellos confunden con la escala objetiva de las obras, se convierte en
su único valor de uso, en la única cualidad de las que son capaces de disfrutar. De este
modo el carácter de mercancía se desmorona justamente en el momento en que se realiza
plenamente. El arte una especie de mercancía, preparada, registrada, asimilada a la
producción industrial, adquirible y fungible; pero esta especie de mercancía, que vivía del
hecho de ser vendida y de ser, sin embargo, esencialmente invendible, se convierte
hipócritamente en lo invendible de verdad, tan pronto como el negocio no sólo es su
intención sino su mismo principio (Adorno y Horkheimer: 1994, p. 203).
Es así como el negocio cultural planifica su utilidad con base en una mercancía
invendible y, al mismo tiempo, en una oferta imposible de cumplir, a saber: felicidad por
doquier y diversión a granel; cuando lo único que produce en realidad es la expectativa y
la ilusión de que en cualquier momento "te puede tocar a ti", de que la felicidad llegará
algún día.
Pero para poder lograr hacer llegar estos mensajes es necesario contar con los medios de
comunicación masivos (los cuales son propiedad casi exclusiva, por lo fundamental y
efectivos que resultan, de los industriales de la cultura) con el fin de motivar el consumo
en las masas, es decir, es necesario hacer uso de la publicidad. Como se citó en el
capítulo anterior, "tanto técnica como económicamente, la publicidad y la industria
cultural se funden la una en la otra", pues "se trata siempre de subyugar al cliente, ya se
presente como distraído o como resistente a la manipulación" (Adorno y Horkheimer:
1994, pp. 208).
Por esta razón están vinculadas intrínsecamente industria y publicidad. Porque como se
trata de subyugar, la publicidad tiene que lograrlo haciendo creer que el proceso es
totalmente a la inversa, es decir, que el cliente tiene la libertad de comprar lo que necesita
en realidad y lo que le gusta particularmente a él, y que el negocio de la cultura produce
pensando precisamente en las prioridades del consumidor y no en las propias, en otras
palabras: que la industria cumple con un servicio social y que se encuentra muy lejos de
cumplir con metas y esquemas planificadas previamente y con intereses económicos y de
poder político específicos de por medio. Con el ejercicio publicitario practicado por la
industria cultural la conciencia individual tiene un ámbito cada vez más reducido, cada
vez más profundamente preformado, y la posibilidad de la diferencia va quedando
limitada a priori hasta convertirse en mero matiz de la uniformidad de la oferta. Al mismo
tiempo, la apariencia de libertad hace que la reflexión sobre la propia esclavitud sea
mucho más difícil de lo que era cuando el espíritu se encontraba en contradicción con la
abierta opresión; así se refuerza la dependencia del espíritu (Adorno: 1973, pp. 208).
Consideran, especialmente Adorno, que el consumo real que se hace de las mercancías
culturales es de su abstracta condición de ser-para-otro y no por las cualidades de la obra
en sí misma. De hecho, el poder disponer de éstas como mercancía les hace creer a los
consumidores, y es allí donde radica el poder de la publicidad, que tienen un valor que
trasciende los límites cuantitativos del mercado y que no son simples símbolos con
significados específicos dentro de una sociedad determinada con códigos compartidos.
Esta situación hace que la industria cultural gane más dinero que el que los individuos
imaginan cuando adquieren supuestas obras de arte, o con matices artísticos, libres de
cualquier condición fetichista. Pero en realidad, es en este momento cuando más carácter
fetiche poseen y cuando menos valor artístico tienen para los consumidores, por una
parte; y cuando más mercancía son y menos costos de producción tienen para la industria
de la cultura, por otra parte. Con este proceso la industria cultural logra convertir las, en
otro momento, obras de arte, en mercancía, y hace que el individuo proyecte sobre ellas
su manipulada y distorsionada subjetividad.
Todo aquello que las obras de arte cosificadas ya no pueden decir, lo sustituye el sujeto
por el eco estereotipado de sí mismo que cree percibir en ellas. La industria de la cultura
es la que pone en marcha este mecanismo a la vez que lo explota. Hace aparecer el arte
como algo que es cercano al hombre, como algo que le obedece, ese arte que antes le era
extraño y que, al devolvérselo, lo puede ya manejar (Adorno: 1983, pp. 31).
Sin embargo, es preciso decir que para Adorno esta argumentación social contra la
industria de la cultura, con todo y que él mismo la utiliza, no deja de estar impregnada de
ideología.
El arte, considera, nunca fue totalmente autónomo e independiente de los designios de la
industria cultural, en el caso contemporáneo, o de la autoridad que imponían las prácticas
culturales de las sociedades de otras épocas. La autonomía del arte es algo que ha ido
ganando a través de sus expresiones genuinas y es una condición a la cual tiende todo arte
que pretenda legitimarse como tal, pero que no le es dada de antemano. La idea de
libertad creativa o autonomía estética se forma y se refuerza sobre la idea de dominio que
ella misma generalizó y difundió.
En palabras de Adorno:
El arte carente de libertad, atado a los preceptos de la industria, y –como diría Walter
Benjamin– sin aura, responde ampliamente al lucro económico que persiguen los
industriales, pues al responder la industria con sus productos de arte a las "necesidades
sociales reales", está respondiendo precisamente a una sociedad homogeneizada y sin la
capacidad de cuestionar y revisar sus necesidades verdaderas y, en consecuencia, sin la
posibilidad de suplirlas y superarlas.
Así, el ámbito de la conciencia crítica del sujeto, tanto individual como colectivo, es cada
vez más reducido al punto de ser casi inexistente y cada vez más preformado al punto de
ser casi totalmente predecible y manipulable, y la posibilidad de la diferencia y la crítica
se ve cada vez más reducida hasta convertirse en una opción más dentro de la gama
uniforme de la oferta "creativa y artística" de la industria. En ese mismo punto la
apariencia de libertad brindada por la industria cultural hace que la reflexión sobre la
manipulación de la cual es objeto el hombre sea mucho más difícil, por no decir
imposible, de lo que es cuando la conciencia se encuentra en franca oposición,
cuestionamiento y crítica contra la posición abierta del negocio cultural. La industria
logra que el sujeto se sienta libre dentro de un espacio específicamente delimitado, pero
con los muros decorados "tan a gusto" del sujeto o tan lejos del mismo, que en ninguno
de los casos los percibe como tal.
Un ejemplo de estos muros son los medios de comunicación masivos, sus nuevas
tecnologías y su sostén básico: la publicidad, hoy por hoy, bastiones fundamentales de la
industria cultural.
En este punto, la publicidad se erige como una promesa (demagógica) de libertad para los
consumidores a través de una dinámica que parte de los medios de comunicación masivos
y tiene como fin el aislamiento de los individuos en su subjetividad abstracta.
Los medios de comunicación masivos son canales que transmiten la información y los
mensajes necesarios para lograr los fines económicos y políticos de los grupos a los
cuales pertenecen; pero para lograrlos los autores consideran que es preciso atentar contra
la capacidad creativa y crítica de los sujetos.
Pensando en los fines económicos, es decir, en términos capitalistas, las obras de arte
tienen que ser reconocidas para que produzcan dividendos, de otro modo no serían
atractivas para los industriales de la cultura. En consecuencia, el valor real o práctico de
la obra se define en el mercado a través de la ley de oferta y demanda, pese a que esto
implique en ocasiones el sacrificio de lo bello o auténtico respecto de las motivaciones de
su creador. En otras palabras, bajo los preceptos capitalistas que impone la industria
cultural, los productos de la cultura de una sociedad determinada, incluidas, por supuesto,
las obras de arte, son transformadas en objetos con un valor material específico, que en
los términos de la industria cultural se traduce como capital.
Ahora bien, pensando en los fines políticos, la acción de la tecnología en los distintos
medios de comunicación a través de sus productos y mensajes (incluyendo el publicitario,
sobre el cual se hablará más adelante) va filtrándose y calando en la cotidianidad social
de los individuos, al punto de convertirse en referencia de sus reflexiones, pensamientos
y debates morales, referencia diseñada para construir un modelo de sujeto acorde con las
expectativas y necesidades de un fin político determinado. Es decir, producen un discurso
que moldea, en ocasiones de manera solapada, y en otras abiertamente, el carácter, y le
restringe su autonomía reflexiva y, a veces, hasta su libertad de expresión. Para los
frankfurtianos esta situación puede llegar a niveles tan alarmantes como los logrados por
el autoritarismo alemán de mediados de siglo, nivel en el cual las masas terminan
prefiriendo o sacrificando la autonomía de pensamiento y la libertad de expresión por los
cuestionables confort social y seguridad social que brindaba el autoritarismo.
Para los teóricos críticos la industria cultural es responsable en gran medida de esta
manipulación colectiva. De allí que el poder político establecido "cultive"
permanentemente su relación con los medios, cuidando siempre la apariencia de plena
libertad de expresión y de estímulo a la diversidad y pluralidad de opiniones. Los
"diferentes" mensajes y discursos que circulan en los medios corresponden a un mismo
esquema y representan los mismos valores: detrás de cada medio hay una corporación o
empresa con fines económicos y/o políticos claramente definidos.
Más aún, el discurso y la oferta pueden variar de una bandera política o económica a
otras, pero la ideología subyacente permanece coherente consigo misma, unos pueden
ofrecer entretener y otros tantos educar, en última instancia el fin para lo cual se utilizan
estos medios es hacer que los individuos, la masa, piense, sienta, padezca y actúe como lo
desean y pautan las instituciones.
Pero para que todo este proceso se lleve a cabo con fluidez entra en juego un factor
determinante: la publicidad. Este otro bastión de la industria cultural refuerza el trabajo
ideológico expresado en el discurso los medios de comunicación de la industria en
cuestión. Una de sus principales tareas es vender a los individuos consumidores la idea de
que, de acuerdo a lo que adquieren en el mercado, pueden ser diferentes entre ellos, por
una parte; y, por otra parte, la idea de que pueden escoger libremente lo que consumen.
Es decir, la publicidad de los productos de la industria cultural se basa en la promoción
de la posibilidad y necesidad de consumir de los individuos como resultado de la libertad
que poseen para escoger las diferentes opciones que la industria les ofrece, y como
posibilidad y necesidad de ser distinto del otro. Esta situación le brinda al sujeto
diversidad de opciones y diferenciación respecto de la mayoría, sin embargo, esta
situación está estandarizada de antemano y garantiza un férreo control disimulado (en
ocasiones ni siquiera disimulado) a través una oferta de libertad y felicidad, en otras
palabras, la industria hace las veces de prisma y su discurso –con fines específicos y sin
matices– lo descompone y lo lleva a los "bellos colores" que muestra la publicidad. Así,
le permite al individuo "escoger y decidir" ver una telenovela, un noticiero, un programa
de opinión o un partido de fútbol "diferentes" con sólo cambiar de canal en el televisor,
por ejemplo.
A simple vista la publicidad siempre vende o hace creer que es el individuo el que decide
y, que a su vez, el mensaje o el producto esta conformado pensando en su gusto, en una
frase común: "hay que darle al público lo que pide".
Hasta este punto todo parece indicar que la posibilidad de una respuesta afirmativa para
la pregunta sobre la posibilidad de una utopía concreta es prácticamente inexistente. La
industria cultural haciendo uso de las diferentes herramientas que poseen para realizar su
trabajo de reafirmación de su ideología, en especial mediante los medios de
comunicación de alcance masivo, ha logrado consolidar su proyecto de obtención de
utilidad económica a través de una oferta a los individuos de diversión, estímulo para el
desarrollo y colaboración con el progreso basada en el compromiso social y el interés
manifiesto por el bienestar y la satisfacción de las necesidades y anhelos de los sujetos
tanto como individuos como en su rol de sujetos sociales y comprometidos en un
proyecto común. Además, a través del desarrollo y venta de los alcances de la ciencia y la
tecnología ha logrado mejorar las condiciones de trabajo, ha aumentado la producción y
variedad de bienes y servicios y los ha hecho más accesibles y humanos. Así, la calidad
de vida se ha visto mejorada, pues la sociedad industrial ha logrado optimizar la
educación, los servicios de salud y los controles de los embates de la naturaleza.
Sin embargo, este proceso de desarrollo y progreso sostenido auspiciado por la industria
cultural ha llevado a los teóricos de Frankfurt a cuestionar y criticar profundamente, por
un lado, los fundamentos teórico-racionales de estos postulados, pues consideran que han
terminado de hundir a la sociedad en una profunda crisis, descomponiéndola y
fragmentándola, y lo que es peor, sin que la sociedad tenga conciencia real sobre lo que
está pasando, y consideran también que sus productos son la manifestación clara de su
propio fracaso. Por otro lado, los ha llevado a dudar seriamente sobre la posibilidad o
viabilidad de una salida histórica que mantenga coherencia y sea consecuente en teoría
con su base de sustentación ideológica. En otras palabras, ante la situación auspiciada y
promocionada por la industria de la cultura, la cual les ha creado una gran incertidumbre
sobre la necesidad de seguir pensando, sobre la "necesidad de filosofía", se preguntan
sobre la posibilidad de reconciliación de la sociedad consigo misma, sobre la posibilidad
de lograr una sociedad y unos sujetos más "humanos", en fin, sobre la posibilidad de
concretar la utopía de un "mundo completamente otro", que no siga siendo el mismo. Se
preguntan, en definitiva, cuándo es el momento para concretarse la "promesa de buena
hora".
Ahora bien, ¿en qué consiste una sociedad reconciliada consigo misma?, ¿qué es y cómo
se concreta la utopía?
En primer término es preciso dejar claro qué se entenderá por reconciliación dentro de un
pensamiento marcado por la dialéctica negativa y la teoría crítica. Es decir, un
pensamiento marcado por su resistencia a dar por descontada, inmediatamente, una
conciliación entre realidad y razón, y que se esfuerza por expresar su dinámica como
negatividad en la negatividad, haciendo explícita la contradicción implícita en la
apariencia de armonía y totalidad.
Pero, una vez dadas esas condiciones y características para la lograr la reconciliación,
condiciones que hacen ver en el pensamiento de Adorno y Horkheimer un profundo
pesimismo sobre la posibilidad de una sociedad futura mejor y, a su vez, una gran
desesperación por salir de un mundo desgarrado y descompuesto, pero que ve, luego de la
ilusión del arco iris, la esperanza de un mundo mejor, ¿puede expresarse en la utopía esa
apelación, luego de la denuncia crítica y la consiguiente sentencia de muerte y barbarie, a
la llegada de mejores tiempos, a la "promesa de buena hora"? Teniendo en cuenta que
para Adorno una sociedad emancipada no sería, sin embargo, un estado de uniformidad,
sino la realización de lo general en la conciliación de las diferencias... concibiendo la
mejor situación como aquella en la que se pueda ser diferente sin temor (Adorno: 1987,
p. 102).
De allí que para Adorno lo inefable de la utopía es que necesita también de lo que,
incluso bajo las actuales condiciones de producción, no puede ser subsumido bajo la
identidad sin que la misma vida desaparezca. La utopía extiende su ámbito de influjo
hasta el interior de lo que se ha conjurado para impedir su realización. Dialéctica es la
ontología de la falsa situación; una situación justa no necesitaría de ella y tendría tan
poco de sistema como de contradicción (Adorno: 1984, p. 19).
Más aún,Lo que se siente como utopía es sólo la negación de lo existente y depende de
ello... Si la utopía del arte llegase a realización, sería el fin temporal del mismo... Ni la
teoría ni el arte mismo pueden hacer concreta la utopía; ni siquiera en forma negativa. Lo
nuevo nos ofrece una enigmática imagen del hundimiento absoluto y sólo por medio de
su absoluta negatividad puede expresar el arte lo inexpresable, la utopía (Adorno: 1983,
p. 51).
Para Albrecht Wellmer, sin embargo, la "separación" en distintos estadios que sufre la
razón objetiva en el proceso de ilustración del mundo no puede superarse, para
transformar la sociedad, simplemente utilizando el modelo construido por un solo
elemento de los separados, a su entender, el de la razón estética.
No obstante, para el intérprete esta idea de Adorno no es del todo descabellada: el uso
específico de la racionalidad empleada para la producción estética con el fin de concebir
una superación de la racionalidad instrumental con miras a una forma no represiva ni
homogeneizadora de la razón. No es descabellada porque las formas de la racionalidad
estética, de la producción artística y cultural, contienen un elemento de la racionalidad
instrumental que posibilita, dentro de la dinámica del campo de fuerzas de la razón, el
paso de la razón instrumental a una unidad libre a partir de la diversidad de los diferentes
elementos que la componen. En este sentido, el arte y la cultura en general parecieran ser
una posibilidad de reconciliación. Sin embargo, aunque Wellmer acepta en es postura una
posibilidad, inmediatamente objeta que ... la interacción entre los impulsos miméticos y
los elementos de un todo, no pudo proveer una imagen de lo que podía significar la
"domesticación" de la razón instrumental con respecto al problema de efectuar una forma
no represiva de integración social. Adorno tenía también entonces buenas razones para
"desconfiar" de la experiencia estética si se la dejara a su aire: insistió, paradójicamente,
en que sólo la filosofía puede manifestar cuál es realmente la verdad de la experiencia
estética. Creo –dice Wellmer– que sería mejor admitir que el arte en sí mismo no puede
ser el portador de una perspectiva utópica. En lo referente a que una apariencia de
reconciliación es constitutiva de la obra de arte, podría sospecharse más bien que esta
reconciliación trasciende a la razón, una salida de los confines del espacio, tiempo y
causalidad, extática más bien que anticipadora (A.A. V.V: 1994, p. 108).
Y por otra parte, podría entenderse que esta reconciliación trasciende la razón en otro
sentido, la cual supone que, dada la devastadora crítica hecha por Adorno y Horkheimer a
la razón instrumental, se les hace cuesta arriba, por no decir imposible, recoger algunos
de sus postulados para conformar un concepto de racionalidad emancipador (y en este
sentido cargado de utopía) que, conteniendo a la razón en su uso instrumental, no
contenga sus mismos vicios o, por lo menos, no posibilite los mismos efectos represivos
que éstos le imputaban a la instancia criticada.
Ahora bien, en descarga de Adorno, Wellmer cree que si algo pudiese rescatarse para la
teoría crítica y negativa es que el arte y la cultura expresan y demuestra lo que, en
ocasiones, el individuo no puede decir o "ver", en otras palabras, demostrar o descubrir
las posibilidades presentes en la situación de crisis y manipulación descrita por los
autores.
En este aspecto puede considerarse que la experiencia estética se relaciona, sin embargo,
con la perspectiva utópica de las relaciones comunicativas desbloqueadas –tanto entre los
individuos como de los individuos consigo mismos. Si aceptamos que la obra de arte
provee un medio más bien que un modelo de tales relaciones comunicativas podemos
entender mejor, creo, la insistencia de Adorno acerca de los elementos trascendentes de la
experiencia estética genuina, por ejemplo, que trascienden los confines del mero placer
estético. Pero el más allá del arte, al que apunta y con el que se relaciona, no es algo que
sustituya al arte como arte, sino que el mismo proceso de vida social puede ser afectado
por la experiencia estética. Comprendida de este modo, la experiencia estética, al
iluminar nuestra vida y nuestra autocomprensión, al hacer que retrocedan los límites del
mutismo y del silencio inarticulado, y al hacernos accesibles las profundidades ocultas de
nuestras vidas, es, como pensaba Adorno, la presencia de una perspectiva utópica
(A.A.V.V: 1994, p. 109).
En última instancia, la posibilidad de utopía radica en colocarla como lo ausente, como
"la misma esencia sofocada y reprimida que impide a los existentes ser plenamente lo
que, en verdad, ya son potencialmente" (Perlini: 1976, p. 39), para tratar de crear una
realidad mejor a través de la creación y la crítica, la producción y la comunicación de la
mano con un proyecto político y económico común. Lo que implica que estén
compenetradas plenamente las distintas instancias de la racionalidad: la instrumental, la
práctica y la estética.
Un ejercicio crítico sobre las condiciones de la actualidad, una apuesta al futuro que
entiende que la construcción de éste depende de un enjuiciamiento profundo de las bases
de un presente en crisis, presente que siempre va a ser el tiempo desde el cual se realice la
crítica.