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LA RATA LITERATA FEBRERO 2009

Sin permiso para traducir

Febrero 2009
Directores: Wilson Orozco
http://animalburocrata.blogspot.com/

Alejandro Ramírez

alejandrora17@gmail.com

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Ilustración: Cristian Vela


larataliterata@gmail.com
LA RATA LITERATA FEBRERO 2009

PRESENTACIÓN

Las ratas y los humanos nos parecemos en algo:


somos capaces de comer de todo. Por eso la tercera
RATA nos ofrece un menú bastante variado: nuestro
pool de traductores y escritores se ha ampliado de dos
a cuatro, es decir, ya no somos los mismos dos narcisos
(gracias a lo cual nos acusaron de argentinos) en busca
de la grandeza literaria sino que hay otras personas que
gracias a nuestra insistencia han accedido a honrarnos
con sus textos. Uno de estos aportes es de Natalia
Quintero quien traduce al autor de culto del momento
en Los Estados Unidos: Chuck Palahniuk. Más
conocido en el bajo mundo literario por su novela El
club de la pelea. En el cuento traducido por Natalia
Quintero el lector encontrará el ritmo minimalista,
vertiginoso y demoledor de las buenas conciencias y
que es el fuerte de Palaniuhk.
La siguiente colaboración es de Mauricio Calle quien
escribe una suerte de crónica en la cual despotrica del
centro, una voz disonante en la ciudad Botero y que
propone un final algo chocante para la moral pero que
se publica porque la rata cree que una cosa es la
literatura y otra la vida real.
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Orozco y Ramírez, los mismos de siempre, se


despachan a su vez con traducción y creación. Orozco
traduce una semblanza más sobre Bukowski donde el

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viejo y mítico héroe no queda muy bien parado pero


eso le habría encantado a él. Orozco no puede además
desaprovechar la oportunidad para publicar y presenta
un cuento en tercera persona sobre la experiencia de
descubrir de qué sexo es el retoño que lleva su esposa
en la barriga.
Ramírez por su parte, muy en la onda borgiana y
erudita, nos escribe un cuento en el cual él es un teso:
la recreación de la escena en la cual Velásquez está
pintando Las Meninas. Por último, nos escribe una
interesante reseña sobre un programa diseñado
especialmente para escritores. Para aquellos
interesados en escribir varias novelas por año y volverse
millonarios gracias a la escritura.
Bueno, no más presentaciones y a degustar los
diferentes platos que nos trae esta vez LA RATA
LITERATA.

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CHARLES BUKOWSKI ME ESCUPIÓ EN LA


CARA

David Barker

Traducido del inglés por Wilson Orozco

Esta historia no es real ni inventada. Es


un recuerdo, y como tal, está sujeto al
error, a la distorsión y a la fantasía.
Mientras que Charles Bukowski, Linda
King, Gerald Locklin, John Kay y yo somos personas
de verdad, el lector no debe asumir que los hechos que
se describen aquí realmente sucedieron tal y como se
presentan. Sinceramente, mi memoria no es tan buena.
Algunas fechas y eventos pueden diferir de la realidad
histórica. Mientras algunas citas son literales, otras son
una aproximación a lo que se dijo. Sin embargo, la
esencia de la historia es cierta. Para ser justo, cambié el
nombre de alguien por el ficticio de “Dana Mill”.

La Taberna 49 estaba oscura y llena. Charles


Bukowski, el más grande poeta del siglo XX en los
Estados Unidos, estaba de pie en el estrecho pasillo
entre las mesas de madera empapadas de cerveza y la
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fila de sillas ocupadas de la barra. Bailaba borracho,


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con los brazos por encima de la cabeza, con una

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sonrisa ciega y cansada que le atravesaba toda su cara


de mil batallas.

Era una cara dolorosamente viva, como carne de


hamburguesa cruda, con todas las terminaciones
nerviosas y las heridas abiertas, mostrando el horror y
la agonía de vivir con el genio que no transige en una
tierra de imbéciles. Era Lázaro levantado de entre los
muertos por un Jesús bendecido y sangrante. Era
Zorba el griego con los brazos balanceados y
meciéndose suavemente. Era Charles Bukowski
bailando.

Me detuvo cuando pasé entre la barra y él.


Quedé paralizado como un conejo asustado, detenido
por la hipnótica mirada de una cascabel enroscada. Su
amplio pecho se expandió y sus poderosos brazos se
elevaron aún más, listos para golpear, para caer sobre
mí aplastándome.

Luego me escupió en la cara. El poeta más


grandioso de Los Estados Unidos, mi ídolo, mi héroe.
La saliva lentamente empezó a descender por mi
cachete. Yo no me limpié.

Dije “Gracias” y me devolví para la mesa.

Era Bukowski, el mejor escritor del mundo. El


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Hemingway de su época pero mucho más rudo y real


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que el mismo Hemingway. Y nos odiaba cuando


decíamos esas cosas de él porque sospechaba que de

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pronto eran verdad. Y él espantaba su grandeza como


si fuera una mosca impertinente.

Le decíamos Bukowski. No Charles Bukowski


sino Bukowski. Los amigos cercanos le decían Hank,
por lo de Henry, que es su primer o su segundo
nombre, no recuerdo cuál. Y muchos de los editores
de las pequeñas revistas durante los años sesenta le
decían Buk o El Buk (que en inglés rima con puke, es
decir, vomito) pero a mí nunca me importó eso.

Él era nuestro dios. Todos queríamos ser como


él. Es decir, queríamos ser él. Queríamos su cara, su
barriga de cervecero, sus entradas en el pelo, las
cicatrices del acné, su nariz protuberante y venosa
como si fuera una inmensa espada o la cabeza de un
pene, el cuerpo deteriorado por la bebida, la carne
avinagrada. Queríamos sus borracheras, sus mujeres
salvajes, su poesía brutal, su alma en pena. También
queríamos vivir esa leyenda. Pero ella solo le
pertenecía a él. Únicamente dios sabe cómo la había
conseguido. Y no se la iba entregar a nadie.

Charles Bukowski nació en Alemania en 1920 y


creció en Los Ángeles, California. En muchas de sus
historias dice que su papá le pegaba, que cuando era
un adolescente sufría de un horrible caso de furúnculos
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del tamaño de pelotas de golf por toda su cara y


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espalda que lo dejaron por siempre con cicatrices. Feo


y asocial, empezó con la bebida cuando estaba en la
secundaria y nunca la dejó.

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Bukowski asistió al City College de Los Ángeles


durante un tiempo, se salió y se convirtió en un
vagabundo que escribía cientos de cuentos que ahora
están perdidos y que él enviaba a las revistas de
literatura al ritmo de más o menos cinco por semana.
Todos eran devueltos y rechazados. Pero en 1945, a
los veinticuatro años, publicó su primer cuento
“Secuelas de una larguísima nota de rechazo” en la
prestigiosa revista literaria Story.

Ese mismo año dejó de escribir y se embarcó en


diez años de borrachera, vagando de ciudad en ciudad,
de albergue en albergue, de un trabajo de mierda al
otro, de puta en puta. Lo golpearon en bares de
maleantes, se casó con una millonaria texana que tenía
un cuello deforme y de quien se separó, durmió en
canecas de basura en callejones infestados de ratas,
pensó en suicidarse.

En 1955, fue internado en la sala de caridad de


un hospital de Los Ángeles con úlceras sangrantes
debido a la bebida. Por poco muere, y cuando salió del
hospital consiguió un trabajo en una oficina postal, se
compró una vieja máquina de escribir y empezó a crear
la poesía que le dio fama del duro poeta de la calle.

La primera vez que lo leí fue en los sesentas


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cuando escribía una columna para la Free Press de Los


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Ángeles titulada “Escritos de un viejo indecente”. Eso


era buena prosa, divertida, impactante, espontánea
pero por supuesto yo no tenía idea en ese momento de

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la poesía que él ya había escrito, la inmortal “tragedia


de las hojas”, los poemas de amor para Jane, su único y
verdadero amor que murió joven debido al
alcoholismo: “PRUEBO LAS CENIZAS DE TU
MUERTE”, “PARA JANE: CON TODO EL AMOR
QUE TENÍA, QUE NO FUE SUFICIENTE”,
“URUGUAY O EL INFIERNO”, “DESPIDO”; los
poemas de amor más tristes escritos alguna vez. Cosas
que rompen el corazón. Ni siquiera sabía que escribía
poesía, mucho menos que era el poeta más importante
en hacer su aparición en más o menos los últimos cien
años.

Yo trabajaba en la biblioteca de la universidad de


Long Beach State. El único tipo que sabía de Bukowski
era un negro alto con un ojo malo que le revoloteaba
por la cara cuando sonreía. Se llamaba Tony y vivía
con una muchacha que tenía un bebé de él o de otro.
Era inteligente, pero no hablaba mucho, se enredaba
con las palabras cuando hablaba.

Le mencioné la columna de Bukowski un día


que estábamos recogiendo los libros devueltos en el
cuarto posterior y la cara de Tony se iluminó. Luego
empezó a gritar emocionado y sin control.

“¡Sí, sí, hombre; ya leí al tipo! ¡Ese hijueputa está


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loco! ¡Es genial!”


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Pero fue John Kay quien me habló de sus


poemas. John y Leo Mailman editaban una pequeña

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revista que se llamaba Mag. Era una buena revista


sobre todo teniendo en cuenta que salía de una
universidad. John tenía buen gusto y sabía dónde había
buena poesía cuando se topaba con ella.

John acababa de sacar un libro de Gerry Locklin


que se titulaba Poop and other Poems cuando lo
conocí por primera vez. Poop era en cierto modo un
best seller para una editorial pequeña ya que agotó la
primera edición de 500 libros en un mes y con el
tiempo fue reeditado muchas veces. Localmente el
libro era conocido porque Locklin, profesor en Long
Beach State, tenía una fama muy bien ganada y el libro
tenía su encanto, con ese título y la foto de Gerry
sentado desnudo en la bañera con una cerveza y su
patito de hule. Estaba muy bien.

Por medio de John Kay conocí a Gerry Locklin


y finalmente a Bukowski. Entre los dos, a su modo, me
alejaron de ser ese poeta de mierda oscuro, romántico
y sin esperanzas y me llevaron a otra parte; hacia el
poema como debe ser si es que debe ser cualquier
cosa.

Había conocido a John hacia más o menos un


mes pero ya respetaba bastante sus opiniones sobre
literatura. Obviamente era un hombre que había
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reflexionado profundamente acerca de la poesía y que


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se preocupaba por ella como arte.

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Íbamos entre una clase y otra y le pregunté que


quién era el mejor poeta del momento. Bukowski, fue
su respuesta y eso me sorprendió. Yo creía que
Bukowski era simplemente un pervertido en
Hollywood, un salvaje que de vez en cuando tenía
suerte y que resultaba con una que otra buena y sucia
historia.

“Lee sus poemas. Los primeros son


maravillosos,” dijo John. Y así lo hice; eran
maravillosos. Y todavía los estoy leyendo, doce años
después.

Gracias a John Kay y a Poop, empecé a ir a la


clase de Locklin. No estaba matriculado, ni siquiera era
asistente. Simplemente me sentaba y escuchaba porque
John me llevaba. Locklin se paraba en el atril,
inventándolo todo mientras hablaba, contando chistes,
preguntando que cuál equipo había ganado tal juego,
haciéndole preguntas triviales a los estudiantes. Era
gracioso y no los aburría así que tenía buena
aceptación. A veces hacía que sus estudiantes leyeran
un buen libro y que les gustara. Ya eso era bastante con
respecto a lo que hacían otros profesores.

Una tarde, Locklin trajo un montón de revisticas


y de libros de Bukowski publicados en pequeñas
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editoriales: Laugh Literary and Man the Humping


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Guns, Cartero, The Days Run Away Like Wild Horses


over the Hills, All the Assholes in the World and Mine
entre otros. Nos dijo que leyéramos a Bukowski y que

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la próxima vez lo discutiríamos. A la mayoría de las


muchachas no les gustó Bukowski. Decían que tenía
una mente sucia, que era cruel y que odiaba a las
mujeres; pero a todos los muchachos les gustó porque
tenía una mente sucia, porque era cruel y odiaba a las
mujeres.

Lo empezamos a leer y eso es lo que importa.


Luego nos dimos cuenta de algo. Lo sabíamos. No
muchos lo hicieron, pero nosotros sí. Nosotros éramos
los elegidos.

John Kay habló con la universidad para que le


dieran 1000 dólares para realizar el evento literario
anual: La Semana de la Poesía. El dinero era para
pagarles a los poetas un honorario y así pudieran venir
y leer. Para comprarles los tiquetes, cubrir la
alimentación, las bebidas, el hotel y todo lo necesario
mientras estuvieran en la ciudad. Trajo a Lyn Lifshin y
a Brother Antoninus y a otros poetas a la universidad.
Pero lo más importante, trajo a Bukowski a Long
Beach.

John había publicado algunos poemas de


Bukowski en Mag, así que lo llamó y le dijo que si
quería leer.
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John me imitó la voz de Bukowski; era una


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especie de balbuceo sigiloso a lo Tennessee Williams,


“Hey, John Nené…”

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Por supuesto que Bukowski no estaba interesado


en leer hasta que John le ofreció 200 dólares. Ahí sí
estuvo de acuerdo en hacerlo.

Eso fue en el otoño de 1971. Yo había visto a


Bukowski leer antes, por allá en 1969 o 1970. Alguien
lo había traído a la universidad y leyó ante una clase de
más o menos veinticinco estudiantes. No era muy
conocido en ese entonces y todavía estaba trabajando
en la oficina postal o tal vez había acabado de
renunciar después de quince años.

Parecía más joven en esa oportunidad, estaba


más flaco, su pelo más oscuro y parecía un boxeador, a
lo Humphrey Bogart. Leyó una historia acerca de ir al
ring con Hemingway y de noquearlo para luego
marcharse con una mujerzuela de sociedad hacia la
gloria y la fama. Años más tarde, encontré esa misma
historia en un viejo número de Laugh Literary and
Man the Humping Guns.

Tal vez leyó algunos poemas también. Era


calmado, tranquilo y con las bolas bien puestas. Era
casi silencioso. Una lectura de bajo perfil pero
impresionante a la vez.

Dos años después, durante La Semana de la


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Poesía, Bukowski ya era más reconocido y su lectura


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fue un gran acontecimiento. Su primera novela,


Cartero, ya se había publicado en Black Sparrow Press
y de 75 a 100 personas lo escucharon.

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La lectura fue durante la mañana en un día de


semana. Había algo clásico e imperecedero en ella.
Tenía la sensación que podría haber pasado hace cien
o mil años. Bukowski llegó enfermo y enguayabado.
Parecía un anciano, un dios griego echado a perder.
Bebía a sorbitos vodka mezclado con jugo de naranja
de un termo y leyó algunos de los mejores poemas que
alguna vez había escuchado. Eran cosas de sus
primeros libros: Flower fist and Bestial Wail, Longshot
Pomes for Broke Players, Run With the Hunted, Cold
Dogs in the Courtyard, It Catches My Heart In Its
Hands, Crucifix In a Death Hand. Los libros hacía ya
mucho que estaban fuera de edición y pocos de
nosotros habíamos escuchado esos poemas antes. Leyó
bien durante una hora y se ganó su plata. Cuando
terminó, las pequeñas y hermosas alumnas se le
acercaron con sus faldas cortas para que les firmara los
libros. Él las complació.

Después, hubo una pequeña reunión en la


taberna local de nombre “La 49”. Locklin y John Kay
le preguntaron a Dana Mill (estudiante y escritor) y a
mí que si queríamos conocer a Bukowski. Como yo,
Dana lo admiraba muchísimo.

Recuerdo que me sentía incómodo ahí sentado


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en la mesa con él. John tenía una razón para estar ahí
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porque era la persona que lo había llevado a la


universidad y le había permitido ganarse 200 dólares
fácilmente. Gerry porque era su amigo. Pero Dana y yo

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éramos solamente unos colados deseosos de tener la


oportunidad de sentarnos y beber con el gran hombre.

No sucedió nada extraordinario. Tomamos


cerveza y escuchamos a Bukowski por lo menos una
hora. Hizo unos cuantos comentarios despectivos de
los estudiantes de Locklin (“Los niños de Inglés 1A” o
algo así) pero nada más sucedió.

La novia de Bukowski, Linda King, había


acabado de publicar un libro de poemas sobre su
relación titulado Suck Pluck and Fuck o algo por el
estilo y estaba organizando una gran fiesta de
lanzamiento. Bukowski invitó a Locklin y éste le dijo
que si podía llevar a algunos de sus estudiantes.
Entonces John, Dana y yo fuimos también.

Era 1972, solo quedaban los restos de la


revolución cultural de los sesentas y la mayoría de
nosotros nos estábamos cansando de la cosa hippie. Ya
me había cortado el pelo hacía unos meses y la noche
de la fiesta me afeité la barba también y me peiné mi
mojado pelo hacia atrás para que se pareciera al de
Bukowski.

Conduje hasta la casita de Dana y empezamos a


doblar el codo. Dana servía el vino y hablaba de Buk,
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el Viejo León, como si fuera Hemingway, el Viejo


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León Literario.

Estábamos algo borrachos cuando llegamos a La


49 para encontrarnos con Gerry y John. Los cuatro nos

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tomamos un par de cervezas para estar a tono con la


fiesta y luego nos dirigimos hacia Los Ángeles en el
Mustang convertible modelo 65 de John.

Tuve que orinar algo horrible en el camino y


John paró en un barrio de negros y pude descansar en
un callejón detrás de una estación de gasolina.

La fiesta era en la casa de Linda King. No estoy


seguro del distrito en el que estaba pero no era lejos
del aparta estudio de Bukowski en Hollywood. Toda la
élite literaria de Los Ángeles estaba ahí cuando
llegamos. Sobre todo eran poetas jóvenes y editores de
pequeñas editoriales. Un par de flacas hippies y algunas
atractivas y estiradas mujeres negras citadinas.
Bukowski se sentó en una vieja silla en la sala, al lado
de un poeta parecido a un enorme oso de peluche. No
diré su nombre, pero llevaba por todas partes un libro
manuscrito con todos sus poemas y los leía
estruendosamente al modo de un falso Dylan Thomas.
Me dijo que usaba un seudónimo porque había
abandonado a su esposa e hijos y que por eso se estaba
escondiendo de la justicia. No me gustó para nada ese
tipo; me pareció un idiota pedante. Pero a Bukowski le
gustaba. No entendía por qué quería que semejante
trampa siquiera respirara en su sala.
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Al otro lado de Bukowski estaba una pequeña y


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hermosa francesa de unos cincuenta años. Primero


pensé que era Anais Nin. Parecía una farsante también.
Muy elegante pero artificial. ¿Qué veía él en esa gente?

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Casi esperaba ver a Henry Miller saliendo de la


cocina y preguntando por un sacacorchos.

Los libros estaban amontonados sobre una mesa


y valían un dólar. No tenía ni un centavo así que ni
modo. Miré uno por encima. Era una cruda edición
mimeografiada con poemas de Linda King y tal vez
algunos de Bukowski también. Leí algunos; eran
buenos pero yo estaba pelado. Había gastado mi
último dólar en La 49.

Locklin había traído una o dos pacas de Coors,


de las grandes en lata, y Bukowski dijo que había
muchas botellas de Bud en el refrigerador. Yo me
zampé dos Coors de las de Gerry y luego fui a la cocina
por más.

De una estaba borracho. Estaba de pie en la


cocina con Dana y Bukowski, los tres tomando de las
botellas cafés de Bud. Bukowski nos decía que odiaba
las fiestas, que no soportaba estar con gente. “Solo lo
hago por la nena”, dijo, refiriéndose a Linda King.

Dana le hizo muchas preguntas y él estaba muy


amable con nosotros, tolerando nuestra presencia en la
cocina adonde había escapado de la multitud.

Bukowski prendió un cigarrillo y le dio a su


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cerveza. Parecía un enfermo terminal. Veía las


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pequeñas venas de su nariz, las partidas líneas rojas


entrecruzando la superficie de su piel manchada. Dijo
que había estado enfermo, que solo estaba tomando

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algo de cerveza y vino y que se estaba alejando de la


bebida fuerte. Se abrió campo, tosió y escupió en el
lavaplatos un coágulo de sangre mezclado con mocos,
le tiró las cenizas de su cigarrillo y lo lavó con agua de
la llave.

Abrió otra botella de cerveza y nos ofreció más a


nosotros.

En el baño de Linda King vi la típica y usual


parafernalia de la existencia común; los restos de una
crema de dientes destapada, un barato enjuague bucal
rosado y jovial, desodorante anti-transpirante, papel
higiénico con fragancia. En mi borrachera, me pareció
un gran descubrimiento: Charles Bukowski se lavaba
los dientes, hacía gárgaras, se echaba desodorante y se
limpiaba como el resto de la humanidad. De repente
ya no parecía semejante monstruo. El Viejo León era
simplemente un cansado y viejo alcohólico que
resultaba ser el mejor poeta de los alrededores. El
genio era algo que le había caído del cielo. Por todos
Los Ángeles, un millón de hombres igual que él, de
una u otra manera, estaban bebiendo y viendo
televisión y peleando con sus mujeres. La única
diferencia era la poesía. Nada más.

Empecé a sentir claustrofobia. Necesitaba salir


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un rato para controlarme.


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Me encontré con un cuarto en la parte de atrás


donde los niños de Linda King estaban viendo un

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episodio de La Guerra de las Galaxias en un televisor a


color. Un demonio cósmico con un vestido de plata
brillante se derretía bajo la mirada imperdonable de los
desencantados huérfanos espaciales. Era Dorothy y la
Bruja Maldita del Oeste de nuevo. Me sumergí en la
fantasía.

Realmente me estaba escondiendo. No quería


caer de bruces, perder el conocimiento o ponerme a
pelear. Tenía miedo de que le pudiera decir algo
descortés a Bukowski, de provocarlo intencionalmente
para ver cómo reaccionaba. Entonces me quedé ahí en
ese cuarto con el televisor y los niños durmiendo en
sus piyamas hasta que me mejoré.

Cuando regresé a la sala, la fiesta estaba a toda


marcha. Bukowski y Linda estaban bailando “Honky
Tonk Woman” de los Rolling Stones y la gente estaba
gritando y el cuarto daba vueltas.

Sobre la repisa de la chimenea había varios


trozos retorcidos y esculpidos en arcilla y al lado de
ellos un busto labrado, grande y rugoso de Bukowski.
Linda King vio que estaba interesado y se acercó para
explicarme.

Era una mujer linda y ordinaria del sur de más o


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menos treinta y cinco años con un pelo castaño largo y


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llamativo y un cuerpo voluptuoso. Tontamente me


recordaba a la ex esposa de mi tío Duke, a quien
conoció en un bar rural del oeste americano. Escribía

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poesía (Linda King, no la ex de mi tío) y también era


escultora.

Admiré el busto aunque realmente creía que era


un pedazo de mierda.

“Va para una universidad allá arriba en el norte,”


dijo ella. “Tienen un archivo sobre Bukowski, están
coleccionando todos sus libros, cartas y manuscritos,
todo lo que ha hecho, y quieren el busto también.”

“¿Hiciste estos?”, pregunté a la vez que cogía un


seno retorcido de arcilla.

“No. Hank los hizo. Hace muchos de esos y


luego los bota pero yo los recupero a tiempo.”

Dejamos la arcilla y luego empezamos a hablar


de música. Yo mencioné a Bob Dylan, uno de mis
héroes del momento, pero a ella no le gustaba para
nada.

“Es un farsante que gime. Me da dolor de


cabeza,” dijo.

Dana estaba recostado contra la mesa del


comedor. Linda King fue hasta allá y se sentó en la
mesa junto a él, muslo contra muslo. Vi la mano de
Dana en el culo de Linda, agarrándolo y sobándolo.
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Hablaban en voz baja. De repente estaban bailando,


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apretada y románticamente.

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Como de la nada un bramido, un profundo


rugido de Charles Bukowski atravesó el cuarto con
furia, gritándole a Linda.

“¡PUTA!”, gritaba una y otra vez, “¡PUTA!”

Caído del cielo, apareció John Kay como si


hubiera estado esperando toda la noche para salvarnos
del desastre inminente.

“Muchachos, se tienen que ir de aquí”, dijo


John. Nos sacó a empujones al aire libre, hacia su
carro. No estaba tan borracho como Dana o yo así que
él manejó. De vuelta a casa por la autopista discutimos
lo que había pasado. Dana no podía entender cuál
había sido el gran enredo.

“Solo estaba bailando con ella, eso fue todo.”

“No,” dijo John. “Vio que le estabas tocando el


culo. Pensó que te ibas a quedar con su mujer, que te
la ibas a robar.”

Cogimos hacia Long Beach, dejamos a Dana y


luego John y yo nos fuimos para la casa de
rehabilitación cristiana donde él se hospedaba y ambos
nos comimos una taza de granola con leche para
mejorarnos.
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Al día siguiente, sábado, me levanté con un


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guayabo horrible. Todavía era muy joven para conocer


el remordimiento, los lamentos que te acompañan toda
la mañana, pero estaba lo suficientemente enfermo

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como para no querer ir a ninguna parte o hablar con


alguien. Ahí fue cuando descubrí que de alguna
manera había dejado mis llaves en la fiesta, en la casa
de Linda King.

Llamé a Locklin y le dije lo que me había


pasado. Él me contó lo que había sucedido después en
la fiesta.

“Bukowski le siguió gritando a Linda y ella le


decía que estaba haciendo una escena. Entonces él se
fue de la casa, prendió el carro y se largó.”

Locklin me dio el teléfono de Linda King. La


llamé y le expliqué lo sucedido. Ella no se acordaba de
mí pero me dijo que no había problema que fuera y
recogiera las llaves. Fui hasta su casa con mi esposa.
Era un día de sol, con palmeras y el cielo de fondo. De
día, me di cuenta por primera vez de que ella vivía en
un barrio residencial relativamente silencioso y
agradable, no como la zona de guerra donde vivía
Bukowski.

Fui hasta la puerta y mi esposa me esperó en el


carro. Toqué y Linda abrió. De nuevo le expliqué lo
que me había pasado.

“Dejé mis llaves aquí anoche.”


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“Claro”, dijo, “entra.”


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“Pero solo un momento.”

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Bukowski, que se mantenía en su propio


apartamento en Hollywood cuando no vivía con Linda,
no estaba por ninguna parte. Me alegré de eso.
Encontré las llaves y salí disparado con miedo de que
de todas maneras apareciera por ahí. Me imaginé que
iba a estar más enfermo y enguayabado que yo y que
todavía tenía mucha rabia. Mis intenciones no eran
para nada enfrentarme con él.

Dana estaba preocupado porque a Bukowski no


se le iba a olvidar lo que le había hecho, que el Viejo
León la iba a emprender contra él. Dana tenía la
hipótesis que Bukowski odiaba a los poetas jóvenes
porque él ya estaba viejo y le daba miedo de que los
jóvenes se quedaran con todo (con las mujeres y con la
poesía). El Viejo León se estaba defendiendo. En
principio, Dana lo entendía pero tenía la esperanza que
a Bukowski se le hubiera olvidado el incidente. Eso le
preocupaba a Dana y le preguntó a John, a Gerry y a
mí que si creíamos que eso iba a representar un
problema si de pronto se encontraba con Bukowski de
nuevo. Le dijimos que no pensara más en eso, que a lo
mejor Bukowski había estado enlagunado pero Dana
seguía preocupado.

***
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Los volantes estaban por todas partes en la


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universidad: grandes afiches en blanco y negro


anunciando el segundo aniversario de La Semana de la
Poesía. La cara de Bukowski estaba por doquier, en

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bienestar estudiantil, en la cafetería, pegado a las


carteleras de los pasillos de la facultad de
humanidades. John y yo nos pasamos toda una tarde
pegándolos.

La noche de la lectura de Bukowski, Locklin lo


recogió en Hollywood. John y Gerry lo llevaron a un
restaurante mexicano para que comiera y bebiera.

Alrededor de una media hora antes de que


empezara la lectura, me encontré con Bukowski, Linda
King, Locklin y John Kay subiendo por la colina hacia
el auditorio donde los estudiantes ya estaban entrando.
Bukowski no me dijo nada cuando me vio y entonces
me uní a ellos. Aparentemente se le había olvidado lo
de Dana y yo, o no me asociaba con Dana o no le
importaba un carajo ni lo uno ni lo otro.

Como siempre, era un manojo de nervios


cuando tenía que leer. John le dio el cheque y él se lo
metió en el bolsillo de la camisa. Luego se dobló y
empezó a vomitar en el parqueadero cerca a los
edificios del bienestar estudiantil.

“Siempre vomito antes de una lectura. Calma los


nervios,” dijo. Linda y él caminaron cogidos de la
mano hacia el edificio. Yo los seguía a corta distancia.
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Fue una lectura totalmente diferente a la que me


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había tocado ver durante el día el año anterior. La


multitud estaba animada, ansiosa y algo hostil. Un
hippie de pelo largo en la parte de atrás interrumpía a

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Bukowski en mitad de los poemas y le hacía preguntas


groseras. “Vete a la mierda, hijueputa”, le murmuraba
Bukowski con calma sin perderse donde iba leyendo.

Estaba cada vez más borracho. Los profesores


más moralistas se quejaban porque se había gastado
plata de la universidad para traerlo.

Esta vez leyó poemas nuevos, no los viejos de


siempre, y parecían a medio hacer. Estaba intentando
con algo nuevo y eso no funcionaba con el público.
Tartamudeaba y su voz se apagaba hasta lo inaudible al
final de cada poema. Insultaba al auditorio después de
cada poema y decía: “Lo único que ustedes quieren es
mi sangre, mis huesos…”

Luego todo terminó y él parece que estaba muy


contento con eso. Yo reprimí el impulso de
preguntarle durante la lectura cómo hacía él para ser
un hombre tan feo pero me alegré de no haberlo
hecho. Ya todo se había acabado y él estaba feliz.
Tenía el cheque en su bolsillo. Sugirió que fuéramos a
La 49 y que nos perdiéramos en la rasca.

Fui a mi casa para organizarla, de tal manera que


apareciera una hora después en el bar y así no fuera tan
visible. Mi libro nuevo de Erecciones, eyaculaciones,
25

exhibiciones estaba en la mesa de la cocina. Era una


Página

edición barata con una horrible foto de Bukowski en la


cubierta. Impulsivamente, me lo llevé. Dana y yo
habíamos discutido la posibilidad que nos firmara

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algunos libros si podíamos. Pero no estábamos muy


seguros de si lo debíamos hacer; era tal vez una
obligación y a lo mejor se enojaba. Qué carajos, pensé.
Y me llevé el libro.

Bukowski estaba en la barra, Linda al lado de él,


un vaso grande de cerveza al frente, su cigarrillo con
una larga ceniza. Los estudiantes se le acercaban para
hacerle las preguntas de siempre sobre literatura, sus
libros y su vida. Querían un pedazo de él para
llevárselo para la casa, un trozo de carne del cuerpo
que se podría. Los odiaba y los soportaba.

Dana y yo nos sentamos atrás cerca de las mesas


de billar.

“¿Será que le pido que me firme el libro?”

“No sé,” dijo Dana. “Yo pensé lo mismo pero


me dio miedo. Ahora me parece que debería haber
traído uno o dos libros para que me los firmara. A lo
mejor no vamos a tener otra oportunidad.”

Yo tenía mi libro pero no tenía fuerzas para


hacerlo firmar. Nos devolvimos y nos quedamos de pie
viendo jugar a la gente en las maquinitas.

“Él es el Viejo León,” dijo Dana, “que desprecia


a los jóvenes poetas. Tiene miedo de sus pelotas. Tiene
26

miedo de que tomen su lugar y él sabe que algún día tal


Página

vez uno de ellos lo va a hacer y eso le da terror.”

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Me acerqué a la barra con mi libro de


Erecciones, etc. y dije algo para llamar la atención de
Bukowski.

“¡Déjalo en paz!” dijo Linda King, “¡Deja a mi


hombre en paz!”

“No le voy a hacer nada,”, dije, “solo quiero que


me firme el libro.”

Bukowski se volteó y me miró con un gran


cansancio. Yo llevaba una hora en el bar y él llevaba
dos y ya estaba mamado de la actuación. Estaba más
borracho que la otra vez y estaba por hacer algo.
Cuando vi la expresión de su cara, quise no haber ido.
Me prodigué en elogios sobre él intentando ocultar mi
miedo.

“Me encantan los cuentos, la verdad es que me


matan.”

“Pura mierda,” dijo.

Cogió el libro, sin ningún cuidado lo descargó en


la barra mojada y bruscamente lo abrió de par en par
de una manera que se veía que no tenía ninguna
consideración por los artefactos literarios. Con un
lapicero hizo unos garabatos salvajes y desordenados
que eran como dos grandes figuras de él y de Linda
27

con muchas otras pequeñas figuras (los estudiantes,


Página

colados y aduladores) debajo de las figuras grandes. En


la página del frente escribió “Pa’ti: ¡VETE A LA

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MIERDA! Y firmó “BUK”. Luego hizo garabatos


sobre la foto de la cubierta.

Yo cogí el libro, sintiéndome un tonto, un


gusano, un miserable insecto. Cuando volví donde
Dana se lo mostré.

“Maldita sea, no haber traído mi libro,” dijo.

Por accidente me lo encontré de nuevo en el bar


esa noche. Venía del orinal pero yo había tomado la
decisión de estar lo más lejos posible de Bukowski
durante el resto de la noche.

Estaba bailando solo en el pasillo, ajeno a todos,


celebrando su propia locura borracha, levantándose
por encima de todo, de todos nosotros, por encima de
ese estúpido momento. Por encima de todos aquellos
que anhelaban un poco de lo que quedaba de su alma
para apreciarla como mejor les convenía. Él era la
víctima, nosotros los carroñeros. Pero él era Bukowski,
Zorba el griego, bailando en medio de la muerte y de la
locura.

No pensé que me había visto al pasar, pero él


me agarró con su mirada y ahí me detuvo. Creí que a
lo mejor me estaba confundiendo con mi amigo Dana.
Teníamos casi la misma estatura y la misma edad y
28

ambos teníamos el pelo bastante largo y oscuro.


Página

También usábamos las mismas gafas de marco de


metal. A lo mejor pensó que yo era el tipo que me
quería robar a su mujer. Tal vez pensó que le iba a

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pedir algo más. O tal vez me tomó por lo que


verdaderamente era: un entusiasmado e inmaduro
poeta que necesitaba que le dieran una lección.

Cuando sus brazos se alzaron al aire por encima


de mí supe que ya no estaba bailando y que se estaba
preparando para hacer lo que había planeado toda la
noche. Sabía que lo iba a hacer y que se iba a sentir
mejor por un momento, que él triunfaría. Pensé en
pegarle primero en defensa propia. No soy fuerte ni
boxeador. Si tenía suerte y él estaba lo suficientemente
borracho, tal vez lo noquearía. Si lo tiraba al piso, de
pronto se pegaba en la cabeza. Y a lo mejor se mataba
en la caída. Sería responsable de la muerte del más
grande poeta de Los Estados Unidos. Si no lo
noqueaba, a lo mejor me daba una paliza del carajo.
Decidí no hacer nada y esperar a ver qué pasaba.

Esperé a que sus brazos bajaran. Me golpearían


los hombros o la cabeza. A lo mejor me hería. Y
podría haber ambulancias, policía.

Gruñó, acumuló un gargajo en la boca y mi cara


muy bien lo sintió. No podía creer lo que estaba
pasando. Me escupió en la cara.

Regresé a la mesa. Absolutamente nadie lo había


29

visto.
Página

“¿Qué estaba haciendo allá, qué te dijo?”


preguntó Dana.

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“Me escupió en la cara. Charles Bukowski me


escupió en la cara.”

Eso se regó como pólvora. Todos me apoyaron.


“Es que es un hijueputa,” dijo Locklin, disculpándose
por Bukowski. Dana pensó que eso iba para él y que
yo había sido la víctima. John estaba enojado con
Bukowski. Varios de mis amigos me dijeron que no
iban a leer más sus libros.

Por supuesto yo le eché la culpa a él y no a mí.


¿Cómo me hacía eso, un admirador que había
comprado sus libros, que se los había leído, alguien
que creía en su genialidad? Con el tiempo empecé a
odiarlo. Deseaba su muerte. Boté los afiches donde
estaba su fotografía. Casi boto sus libros incluido el que
había autografiado pero en lugar de eso los metí en una
caja.

Finalmente los saqué de la caja. Ellos suplicaban


que fueran leídos. Nadie era tan bueno. Algo tenía que
leer.

Con el tiempo lo perdoné. Y yo me perdoné a


mí mismo por ser el tipo al que escupieron. Mientras
fui envejeciendo y me fui convirtiendo en artista y en
persona, también empecé a comprender lo que él
30

había hecho y por qué tenía que hacerlo. Incluso lo


Página

tomé como algo positivo. Una especie de bautismo con


saliva, una limpieza en la sangre del cordero.

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EL MAGO Y LA OLLA SALTARINA

J.K. Rowling

Traducido por Alejandro Ramírez

Había una vez un viejo y amable mago


que usó su magia de manera sabia y
generosa en beneficio de su comunidad.
Nunca reveló la verdadera fuente de su
poder, sino que fingió que sus pociones, encantos y
antídotos brotaban preparados de la pequeña caldera
que llamó la olla de la fortuna. La gente de varios
31

kilómetros a la redonda venía a él con sus problemas y


Página

el mago estaba contento de revolver su olla y


solucionar los problemas.

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Este querido mago vivió hasta una graciosa


edad, luego murió y le dejó todos los bienes que tenía a
su único hijo. Este hijo era de una disposición muy
diferente a la de su amable padre. Según el
pensamiento del hijo, aquellos que no tenían
capacidades para la magia no tenían ningún valor y él a
menudo se había peleado con el hábito de su padre de
dispensar una ayuda mágica a sus vecinos.

Después de la muerte del padre, el hijo encontró


escondido dentro de la vieja olla un pequeño paquete
que llevaba su nombre. Lo abrió, con la esperanza de
encontrar oro, pero encontró en cambio una zapatilla
suave, gruesa y demasiado pequeña para ponérsela y
sin el par. Un fragmento de pergamino dentro de la
zapatilla tenía las siguientes palabras: "Con la profunda
esperanza, hijo mío, de que nunca lo necesitarás."

El hijo blasfemó contra el frágil raciocinio de su


padre, luego devolvió la zapatilla al caldero y decidió
usarlo en adelante como un recipiente para la basura.

Esa misma noche una campesina llamó a su


puerta.

"Mi nieta está afligida por una gran cantidad de


verrugas, señor," le dijo. "Su padre solía mezclar un
32

emplasto especial en aquella vieja olla”.


Página

“¡Fuera de aquí!" gritó el hijo. "¿Qué puedo


hacer yo por las verrugas de tu mocosa?" Y cerró de un
golpe la puerta en la cara de la anciana.

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Inmediatamente vino de la cocina un fuerte


ruido y un traqueteo. El mago encendió su varita
mágica y abrió la puerta y vio, para su asombro, la vieja
olla de su padre: le había brotado una pata de bronce y
saltaba y saltaba en medio del suelo, haciendo un
horrible ruido sobre las losas. El mago se acercó
maravillado, pero retrocedió apresuradamente cuando
vio que toda la superficie de la olla estaba cubierta de
verrugas.

"¡Objeto asqueroso!" gritó y primero intentó


Desaparecer la olla, luego limpiarla con su magia y,
finalmente, sacarla a la fuerza de la casa. Sin embargo,
ninguno de sus conjuros funcionó y fue incapaz de
evitar que la olla saltara detrás de él hasta la cocina y
luego lo siguiera hasta la cama, resonando y
traqueteando ruidosamente en cada una de las escalas
de madera.

El mago no pudo dormir toda la noche debido


al traqueteo de la vieja olla verrugosa al lado de la
cama, y al día siguiente la olla siguió saltando detrás de
él hasta la mesa del desayuno. Riiinnnn, Riiinnnn,
Riiinnnn, era la olla con pata de bronce y el mago no
había comenzado a comerse el guisado cuando
escuchó otro golpe en la puerta.
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Un anciano estaba en el umbral de la puerta.


Página

"E’ mi vejo burro, patrón", le explicó. "Tá


perdido o robado y sin él no puedo llevar mi

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mercancía al mecado y mi familia pasará hambre ta


noche."

"¡Yo tengo hambre!" rugió el mago y cerró de un


golpe la puerta sobre el anciano.

Riiinnnn, Riiinnnn, Riiinnnn, era la olla con pata


de bronce sobre el suelo, pero ahora su clamor se
mezclaba con los rebuznos de un burro y los gemidos
humanos del hambre que hacían eco en las
profundidades de la olla.

"¡Tranquila! ¡Silencio!" chillaba el mago, pero


ninguno de todos sus poderes mágicos podía callar la
verrugosa olla que saltaba en sus tacones todo el día
rebuznando y gimiendo y resonando sin importar
donde estuviera él ni lo que hiciera.

Esa tarde se escuchó un tercer golpe a la puerta y


en el umbral estaba una mujer joven que sollozaba
como si su corazón se fuera a romper.

"Mi bebé está gravemente enfermo," dijo ella.


"¿Podría ayudarnos, por favor? Su padre me dijo que
viniera en caso de que tuviera problemas”.

Pero el mago le cerró de un golpe la puerta.

Y entonces la olla torturadora se llenó hasta el


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borde con agua salada y derramaba lágrimas por todo


Página

el suelo mientras saltaba y rebuznaba y gemía y le


brotaban más verrugas.

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Aunque ningún otro campesino vino a buscar


ayuda a la casita de campo del mago durante el resto de
la semana, la olla lo mantuvo informado de los muchos
males de todos. A los pocos días no sólo rebuznaba,
gemía, se derramaba, saltaba y le brotaban verrugas,
sino que también se atragantaba, tenía náuseas, gritaba
como un bebé, gemía como un perro, vomitaba el
queso malo y la leche agria y una plaga de babosas
hambrientas.

El mago no pudo dormir ni comer con la olla a


su lado, además la olla rehusaba marcharse y no podía
hacerla callar ni obligarla a que se quedara quieta.

Hasta que al fin el mago no pudo soportarlo


más.

"¡Tráiganme todos sus problemas, todas sus


dificultades y sus infortunios!" gritó, huyendo en la
noche, con la olla saltarina detrás de él a lo largo del
camino del pueblo. "¡Vengan! ¡Déjenme curarlos,
repararles y consolarlos! ¡Tengo la olla de mi padre y
les haré mucho bien!"

Y con la fétida olla que todavía estaba saltando


detrás de él, corrió calle arriba, lanzando conjuros en
todas las direcciones.
35

Dentro de una casa las verrugas de la niña


Página

desaparecieron cuando ella se durmió; el burro


perdido fue Traído de una distante parcela de zarza y
dejado suavemente en su cuadra; el bebé enfermo fue

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empapado en díctamo y despertó bien y sonrosado. En


cada casa en la que había enfermedad y dolor el mago
hizo todo lo posible y gradualmente la olla que estaba a
su lado dejó de gemir y tener náuseas y se quedó
tranquila, brillante y limpia.

"¿Y entonces, Olla?", preguntó el mago


tembloroso cuando el sol empezó a salir.

La olla eructó la zapatilla que él había arrojado


allí y lo dejó que se la encajara en el pie de bronce.
Regresaron a la casa del mago con el paso de la olla
por fin amortiguado. Pero a partir de aquel día, el
mago ayudó a los campesinos como su padre lo hacía
antes, no sea que la olla se quite la zapatilla y empiece a
saltar otra vez.

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TRIPAS

Chuck Palahniuk

Traducido del inglés por Natalia Quintero

Inhala.

Toma tanto aire como puedas. Esta


historia debería durar tanto como
puedas aguantar la respiración y después sólo un poco
más. Luego escucha tan rápido como puedas.

Un amigo mío, cuando tenía trece años, escuchó


hablar sobre “el enganche”, que es cuando un tipo se
mete un consolador por el culo, el cual produce una
fuerte estimulación de la glándula de la próstata. El
rumor es que puedes tener explosivos orgasmos sin
necesitar las manos. A esa edad, este amigo ya era todo
un pequeño maniático sexual. Siempre estaba
obsesionado por encontrar mejores maneras de
venirse. Salió a comprar una zanahoria y vaselina para
llevar a cabo una pequeña investigación privada. Luego
imaginó como se vería la escena en la caja del
supermercado: la zanahoria solitaria y la vaselina
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rodando por la cinta transportadora hacia el cajero de


Página

la tienda. Todos los clientes que están haciendo la fila


observan. Todos ven la gran noche que ha planeado.

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Entonces, mi amigo compró leche, huevos,


azúcar y la zanahoria: todos los ingredientes para una
torta de zanahoria. Y la vaselina.

Como si fuera a casa a meterse una torta de


zanahoria por el culo.

Una vez en casa, moldeó la zanahoria de manera


que no quedara afilada. La untó de lubricante y se la
metió por el culo. Después…nada. No hubo orgasmo.
No pasó nada, solo dolió.

Luego, su madre lo llama a comer. Le dice que


baje de inmediato.

Se sacó la zanahoria y escondió esa cosa


asquerosa y resbaladiza entre la ropa sucia que había
debajo de su cama.

Después de comer, fue a buscar la zanahoria y


no estaba. Mientras cenaba, su madre se llevó toda su
ropa sucia para lavarla. No había forma de que ella no
la encontrara, cuidadosamente pulida con uno de sus
cuchillos para pelar y que todavía brillaba debido al
lubricante, y apestosa.

Mi amigo esperó durante meses con


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incertidumbre, esperaba que sus viejos lo confrontaran.


Página

Nunca lo hicieron. Nunca. Incluso ahora que ha


crecido, esa zanahoria invisible lo persigue en cada
cena de Navidad, en cada fiesta de cumpleaños. En

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cada búsqueda de huevos de Pascua con sus hijos, los


nietos de sus padres, esa zanahoria fantasma los
merodea a todos. Es demasiado horrible para
nombrarla.

Los franceses tienen una frase: “el genio de la


escalera”. En francés “l’esprit de l’escalier”. Se refiere
al momento en que uno encuentra la respuesta cuando
ya es demasiado tarde. Cuando, por ejemplo, uno está
en una fiesta y alguien lo insulta, uno tiene que decir
algo. Pero bajo presión, con todo el mundo mirando,
uno dice algo tonto. Pero cuando se va de la fiesta,…

Cuando empieza a subir las escalas, de repente,


llega el genio. Se nos ocurre la respuesta perfecta que
debimos haber dicho. El insulto perfecto.

Ese es el genio de la escalera.

El problema es que ni los franceses tienen una


frase para las cosas estúpidas que, efectivamente, uno
dice bajo presión. Esas cosas estúpidas y desesperadas,
las que sí pensamos o hacemos.

Algunos hechos son demasiados bajos para


tener siquiera un nombre; demasiado bajos para
mencionarlos.
39
Página

Haciendo una retrospectiva, los psiquiatras


expertos en jóvenes y psicorientadores ahora dicen que
el último pico en la ola de suicidios adolescentes fue de

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chicos que trataban de asfixiarse mientras se hacían la


paja. Sus viejos los encontraban con una toalla
alrededor del cuello y atada al ropero de la habitación;
el chico muerto. Esperma muerto por todas partes. Por
supuesto, los padres limpiaban. Le ponían pantalones
al chico. Hacían que se viera… mejor. Al menos esa era
la intención. El típico suicidio triste de un adolescente.

Otro amigo mío, un chico de la escuela, tenía un


hermano mayor en la Marina y él contaba que los tipos
en Medio Oriente se masturban distinto a como lo
hacemos nosotros. Su hermano estaba en algún país de
camellos donde los mercados públicos venden lo que
podrían ser elegantes cortapapeles. Cada herramienta
es una delgada vara de plata lustrada o latón, quizá tan
larga como una mano, con una gran punta, ya fuera
una gran bola de metal o el tipo de mango refinado que
uno ve en una espada. Este hermano de la Marina dice
como se les para a los árabes y después se meten esta
vara de metal en la verga. Y se pajean con la vara
adentro, que lo hace mucho mejor. Más intenso.

El tipo es la clase de hermano mayor que viaja


por el mundo y comenta dichos franceses, rusos y
consejos prácticos para masturbarse.
40
Página

Después de esto, un día el hermano menor falta


a la escuela. Esa noche me llamó para pedirme que

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recogiera sus tareas para las próximas semanas porque


estaba en el hospital.

Tenía que compartir la habitación con unos


viejos que necesitan que se encargaran de sus tripas.
Dijo que todos tenían que compartir la misma
televisión. Su única privacidad era una cortina. Sus
viejos no fueron a visitarlo. Por teléfono habla de cómo
sus viejos podrían matar ahora mismo a su hermano
mayor que está en la Marina.

También dijo que el día anterior estaba un poco


drogado. En casa, en su habitación, estaba tirado en la
cama con una vela encendida y hojeando revistas
porno, listo para pajiarse. Todo esto después de
escuchar la historia de su hermano en la Marina. Ese
interesante aporte sobre cómo se masturban los árabes.
El chico busca a su alrededor algo que pueda hacer el
trabajo. Un bolígrafo es demasiado grande. Un lápiz,
demasiado grande y duro. En cambio la vela, cuando
gotea por un lado, se forma una delgada y suave capa
de cera que podría servir. Apenas con la punta de un
dedo, este chico separa la larga capa de cera de la vela.
La frota y la moldea entre las palmas de sus manos.
Larga, suave y delgada.

Drogado y excitado, se la introduce dentro, más


41

y más profundo en la uretra. Sin haberla metido toda,


Página

empieza a estimularse.

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Incluso ahora, dice que esos árabes son unos


malditos astutos. Han reinventado la masturbación.
Acostado de espaldas en la cama lo está pasando tan
bien que el chico no puede estar pendiente de la cera.
Está a punto de lograrlo cuando la cera ya no se asoma
fuera de su erección.

La delgada vara de cera se resbaló hacia adentro.


Por completo. Tan adentro que no puede ni siquiera
sentirla adentro.

Desde abajo, su madre le avisa que es hora de


cenar. Le dice que baje de inmediato. Este chico de la
cera y el de la zanahoria son personas diferentes, pero
todos vivimos casi la misma vida.

Después de la cena le empiezan a doler las


tripas. Como es cera, se imagina que simplemente se
derretirá adentro y la meará. Ahora le duele la espalda.
Los riñones. No se puede parar derecho.

El chico está hablando por teléfono desde la


cama de hospital y en el fondo se pueden escuchar
campanas y gente gritando. Programas de juegos.

Las radiografías muestran la verdad: algo largo y


delgado, doblado dentro de su vejiga. Esta larga y
delgada V dentro suyo está almacenando todos los
42

minerales de su orina. Se está poniendo más grande y


Página

dura, cubierta con cristales de calcio, golpea y desgarra


las suaves paredes de su vejiga, obturando la salida de

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su orina. Sus riñones están trabados. Lo poco que


gotea de su pene está rojo de sangre.

El chico y sus viejos, toda la familia mirando las


radiografías con el médico y las enfermeras parados
allí, la gran V de cera brillando para que todos la vean:
tiene que decir la verdad. La forma en que se
masturban los árabes. Lo que le escribió su hermano
en la Marina.

En el teléfono, ahora, se pone a llorar.

Pagaron la operación de la vejiga con los ahorros


para la universidad. Un error estúpido, y ahora jamás
será abogado.

Te metes dentro de cosas. Te metes cosas


adentro. Una vela en tu verga o una soga en tu cuello,
sabíamos que serían grandes problemas.

Lo que me metió en problemas a mí lo llamo


“Búsqueda de perlas”. Esto significaba joderse bajo el
agua, sentado en el fondo de la piscina de mis padres.
Respiraba hondo, con un impulso me iba al fondo y
me quitaba los shorts. Me quedaba sentado allí por
dos, tres, cuatro minutos.

Sólo por masturbarme tenía una gran capacidad


pulmonar. Si hubiera tenido una casa para mí solo, lo
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habría hecho durante tardes enteras. Cuando


Página

finalmente terminaba de escurrirme la verga mi


esperma flotaba en globos grandes y lechosos.

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Después empezaba la búsqueda para recolectarla


toda y limpiar cada resto con una toalla. Por eso se
llamaba “Búsqueda de perlas”. Aun con el cloro, me
preocupaba mi hermana o, ¡Dios mío!, mi mamá.

Ese solía ser mi mayor miedo en el mundo: que


mi adolescente y virgen hermana creyera que sólo
estaba engordando y diera a luz a un bebé de dos
cabezas, retardado. Las dos cabezas como la mía. Yo,
el padre y el tío. A fin de cuentas, lo que más nos
preocupa nunca es lo que nos hace caer.

La mejor parte de la búsqueda de perlas era el


tubo para el filtro de la pileta y la bomba de
circulación. La mejor parte era desnudarse y sentarse
allí.

Como dirían los franceses, ¿a quién no le gusta


que le chupen el culo? De todos modos, en un minuto
pasas de ser sólo un chico masturbándose que, al
siguiente, nunca será abogado.

En un minuto estoy sentado en el fondo de la


piscina y el cielo esta ondulado, azul claro a través de
los ocho pies de agua sobre mi cabeza. El mundo está
en silencio, sólo escucho el latido de mi corazón.

Tengo la pantaloneta de baño de rayas amarillas


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alrededor de mi cuello por seguridad, por si aparece


Página

un amigo, un vecino o cualquiera preguntando por qué


falté al entrenamiento de fútbol. Siento la continua

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chupada del tubo de la pileta y estoy frotando mi flaco


y blanco culo sobre esa sensación.

Tengo aire suficiente y la verga en la mano. Mis


viejos están trabajando y mi hermana tiene clase de
ballet. Se supone que voy a estar solo durante horas.

Mi mano casi me hace llegar, y paro. Nado hacia


la superficie para volver a tomar bastante aire. Me
sumerjo y me acomodo en el fondo.

Hago esto una y otra vez.

Debe ser por eso que las chicas quieren sentarse


en tu cara. La succión es como una descarga que nunca
se detiene. Con la verga dura y mientras me chupan el
culo no necesito aire. Escucho el latido de mi corazón,
me quedo abajo hasta que empiezo a ver
resplandecientes estrellas. Mis piernas estiradas, el
dorso de las rodillas rozando fuerte contra el fondo de
concreto. Los dedos de mis pies se están poniendo
morados, los dedos de los pies y de las manos se
arrugan por estar tanto tiempo en el agua.

Y después lo dejo llegar. El chorro de globos


blancos sale. Las perlas. Entonces necesito aire. Pero
cuando intento impulsarme para salir, no puedo. No
puedo sacar los pies. Mi culo está atrapado.
45

Los paramédicos de emergencias dirán que cada


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año cerca de 150 personas se quedan atascadas de éste


modo, succionadas por la bomba de circulación. Si se

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te queda atrapado el pelo, o el culo, seguro te ahogas.


Cada año, miles de personas se ahogan. La mayoría en
Florida.

Sólo que la gente no habla del tema. Ni siquiera


los franceses hablan acerca de todo. Con una rodilla
arriba y poniendo un pie debajo, logro medio
incorporarme cuando siento el tirón en mi culo. Con el
otro pie debajo, pateo hacia el fondo. Me estoy
liberando pero ni toco el concreto ni llega el aire.

Todavía pateando bajo el agua, y agitando los


brazos, estoy a medio camino de la superficie, pero no
llego más arriba. Los latidos en mi cabeza se vuelven
fuertes y rápidos.

Las chispas de luz brillante pasan ante mis ojos,


me doy vuelta para mirar… pero no tiene sentido. Esta
soga gruesa, una especie de serpiente azul y blanca
trenzada con venas se salió del desagüe y está agarrada
a mi culo. Algunas de las venas gotean sangre, sangre
roja que parece negra bajo el agua y se desprende de
pequeños rasguños en la pálida piel de la serpiente. La
sangre se diluye, desaparece en el agua, y dentro de la
delgada piel blanca y azul de la serpiente se pueden ver
restos de una comida a medio digerir.
46

Esta es de la única manera en que esto tiene


Página

sentido: algún horrible monstruo marino, una serpiente


marina, algo que nunca ha visto la luz del día, ha estado

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escondido en el oscuro fondo del desagüe de la


piscina, esperando para comerme.

Así que la pateo, pateo su piel resbalosa y


gomosa y llena de venas, pero cada vez sale más del
desagüe. Ahora quizá sea tan larga como mi pierna,
pero aún me amarra el culo. Con otra patada estoy a
una pulgada más cerca de tomar aire. Aun sintiendo
que la serpiente tira de mi culo, estoy a una pulgada
más cerca de escapar.

Enredados en la serpiente se pueden ver granos


de maíz y maníes. Se puede ver una bola brillante,
grande y naranjada. Es una especie de vitamina para
caballos que mi padre me hace tomar para que
aumente de peso. Para que consiga una beca de fútbol.
Con hierro extra y ácidos grasos omega tres.

Ver esa pastilla me salva la vida.

No es una serpiente. Es mi largo intestino, mi


colon, arrancado de mi cuerpo. Lo que los doctores
llaman prolapso: mis tripas chupadas por el desagüe.

Los paramédicos te dirán que una bomba de


agua de piscina absorbe 80 galones de agua por
minuto. Eso son unas 400 libras de presión. El gran
problema es que por dentro estamos interconectados.
47

Nuestro culo es sólo la parte final de nuestra boca. Si


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me suelto la bomba sigue trabajando, desenredando


mis entrañas hasta llegar a mi boca. Imaginen cagar 400

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libras de mierda y podrán apreciar cómo eso puede


destrozarlos.

Lo que puedo decir es que tus entrañas no


sienten mucho dolor. No de la misma manera que tu
piel lo siente. Los doctores llaman materia fecal a lo
que uno digiere. Más arriba es quimo, pedacitos
bolsones de una porquería líquida, delgada y mucosa,
con residuos de maíz, maníes y alverjas.

Esa es toda la sopa de sangre y maíz, mierda y


esperma y maníes que flota a mi alrededor. Aunque
mis tripas siguen saliéndose del culo, sosteniendo lo
que queda mi prioridad es volver a ponerme mi traje
de baño de alguna manera.

Dios mío, no permitas que mis padres me vean


la verga.

Una de mis manos sostiene un puño alrededor


de mi culo, la otra tiene agarrada mi pantaloneta de
baño de rayitas amarillas y la jala del cuello. Pero
todavía es imposible ponérmela.

Si quieren saber cómo se sienten los intestinos,


compren uno de esos condones de piel de cordero.
Saquen uno y desenróllenlo. Llénenlo con mantequilla
de maní, cúbranlo con lubricante y sosténganlo bajo el
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agua. Después traten de rasgarlo. Traten de partirlo en


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dos. Es demasiado duro y gomoso. Es tan resbaladizo


que no se puede sostener.

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Un condón de piel de cabra: ahí tienen un


intestino común.

Pueden ver contra lo que estoy luchando.

Si me dejo ir por un segundo, me destripo.

Si nado hacia la superficie para tomar aire, me


destripo.

Si no nado, me ahogo.

Estoy entre morir ahora mismo o dentro de un


minuto.

Lo que mis viejos encontrarán cuando vuelvan


del trabajo es un gran feto desnudo, acurrucado sobre
sí mismo. Flotando en el agua sucia de la piscina del
patio. Con una gruesa cuerda de venas y tripas
retorcidas que le sostienen por detrás. El opuesto del
niñito que se ahorca cuando se masturba. Éste es el
bebé que trajeron del hospital hace trece años. Éste es
el chico para el que anhelaban una beca deportiva y un
título en gestión empresarial. El que los cuidaría
cuando fueran viejos. Aquí están todos sus sueños y
esperanzas. Flotando aquí, desnudo y muerto. Todo a
su alrededor no es más que perlas lechosas y grandes
de esperma desperdiciada.
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Es eso, o mis viejos me encontrarán envuelto en


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una toalla ensangrentada, habré colapsado a medio


camino entre la piscina y el teléfono de la cocina, las
sobras de mis entrañas desgarradas todavía colgando

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por fuera de mi pantaloneta de baño de rayitas


amarillas.

Algo de lo que ni los franceses hablarían.

Ese hermano mayor de la Marina nos enseñó


otra buena frase. Una rusa. Cuando nosotros decimos:
“me sirve pa’ culo”, los rusos dicen: “me sirve tanto
como unos dientes en el culo”.

Mne eto nado kak zuby v zadnitse.

Esas historias sobre cómo los animales


capturados por una trampa se mastican su propia
pierna; cualquier coyote puede decir que un par de
mordiscos son mucho mejores que morir.

Mierda… aunque seas ruso, algún día podrías


querer esos dientes.

De otra manera, lo que tienes que hacer es


retorcerte, dar vueltas. Enganchar un codo detrás de la
rodilla y tirar de esa pierna hasta la cara. Morder tu
propio culo. Uno se queda sin aire y mordería
cualquier cosa con tal de volver a respirar.

No es algo que te gustaría contarle a una chica en


la primera cita. No, si quieres que te dé el beso de
buenas noches. Si les contara a qué sabe, nunca, nunca
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volverían a comer calamares.


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Es difícil decir qué les disgustó más a mis viejos:


cómo me metí en el problema o cómo me salvé.
Cuando salimos del hospital, mi madre dijo: “No

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sabías lo que hacías, amor. Estabas en shock”. Y


aprendió a preparar huevos escalfados.

Toda esa gente me tiene fastidio o lástima…

Me sirve tanto como unos dientes en el culo.

Hoy en día, la gente me dice que me veo


demasiado flaco. En las cenas, la gente se queda
silenciosa o se enoja cuando no como la carne
horneada que prepararon. La carne horneada me
mata. El jamón cocido. Todo lo que se queda en mis
entrañas durante más de un par de horas sale siendo
todavía comida. Las judías hechas en casa o trocitos de
atún, cuando me paro y volteo a mirar, están allí
flotando en el inodoro.

Después de sufrir una colectomía parcial, la


carne no se digiere muy bien. La mayoría de la gente
tiene 182 centímetros de intestino grueso. Yo tengo la
suerte de conservar 15 centímetros. Así que nunca
conseguí la beca deportiva, tampoco el título en gestión
empresarial. Mis dos amigos, el chico de la cera y el de
la zanahoria, crecieron, se pusieron grandotes, pero yo
nunca llegué a pesar una libra más de las que pesaba
cuando tenía trece años.

Otro gran problema es que mis viejos pagaron


51

un montón de dinero por esa piscina. Al final mi padre


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le dijo al tipo de la piscina que fue un perro. El perro


de la familia se cayó al agua y se ahogó. El cuerpo
muerto quedó atrapado en el desagüe. Incluso cuando

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el tipo que vino a arreglar la piscina abrió el filtro y


sacó un tubo elástico, un pedazo de intestino lleno de
agua, todavía con una de esas vitaminas naranjadas
adentro. Mi padre sólo dijo: “hijo de puta perro tan
loco”.

Hasta desde la ventana de mi pieza, en el piso de


arriba, podía escuchar a mi papá decir: “No se podía
confiar un segundo en ese perro…”.

Después mi hermana tuvo un retraso.

Incluso después de que cambiaron el agua de la


piscina, de que vendieron la casa y nos mudamos a
otro estado, y de que mi hermana abortó, mis padres
nunca volvieron a hablar de eso.

Nunca.

Esa es nuestra zanahoria invisible.

Ahora puedes respirar profundo.

Yo, todavía no lo he hecho. 52


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ECOGRAFÍA

Wilson Orozco

Wilson tiene que acompañar a Olga


María para saber si lo que sale de su
barriga es un niño o una niña. Wilson
ha terminado de enseñar sus clases de
inglés. Podría tener el horario de un celador, piensa.
Termina a las ocho de la mañana y tiene todo el día
libre pero no sabe qué hacer con él. Luego tiene otra
clase a las 6 de la tarde. Es decir, podría
tranquilamente quedarse despierto después de esa
clase hasta las 8 de la mañana del siguiente día e irse a
dormir junto con todos los celadores de la ciudad.

Son las dos de la tarde y Wilson está en la


mitad de la nada. Siente que ya hace mucho terminó su
clase y que falta una eternidad para la próxima. Hace
calor y Olga María y él han acabado de almorzar.
Tienen modorra pero ambos están entusiastas por
saber de qué sexo es lo indeterminado que tiene Olga
María en su vientre. Se van en el carro que tanto
trabajo les ha dado conseguir y sobre todo mantener.
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Van felices, llenos de planes y expectativas. Todo,


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desde la compra de un escarpín hasta la futura


universidad de esa cosa amorfa es motivo de largas
conversaciones. Son felices y como diría una novela de

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Corín Tellado parecía que nada podría acabar con esa


felicidad.
Paran en un semáforo y un niño les ofrece
limpiarles el parabrisas. Wilson dice que no. Pocos
años separan a Wilson de ese otro niño. Porque
Wilson es un niño metido en cosas de grande. Se casó
porque creía estar enamorado y para salir a como diera
lugar de su casa. Vivía harto de su mamá y de su
hermano. Vivía harto de tener que velar por ellos y
mantenerlos. Quería tener algo para él. Algo que fuera
suyo realmente. Algo que no hubiera sido impuesto.
Algo que él hubiera elegido.

Ya habían seleccionado el nombre: si era niño


se llamaría Manuel. Si era niña Sofía. Manuel por un
abuelo agricultor de Wilson que sembraba papas en La
Ceja. Sofía por una tía soprano de Olga María caída ya
en desgracia.

Llegan al hospital. Wilson se tiene que


enfrentar una vez más con la pobreza de Medellín:
luchar contra el cuidador de carros. Eso significa darle
unas cuantas monedas a ese pobre desarrapado. Y eso
ya es mucho para el tacaño de Wilson. Pero es
también la molestia que le da ver a tantos pobres a su
alrededor: se siente atacado por ellos, asediado. Los
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pobres le suscitan recuerdos incómodos.


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Llegan al consultorio. El ginecólogo es alto y


elegante. Wilson se siente intimidado por él. Se ve
ridículo como prospecto de padre siendo tan joven

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frente a ese señor tan mayor y de buena sociedad.


Wilson se siente como una muchacha pobre que se
deja embarazar por ignorancia, por falta de métodos de
planificación o para escapar de su hogar. El
embarazado parece él y no Olga María. Él es el que se
siente el centro de atención. Olvida que es a ella a la
que van a examinar y no a él. Pero como siempre, por
más intentos que haga, se siente el payaso, el raro, el
monstruo que nadie puede dejar de mirar. En últimas,
el narciso.

Wilson siente el reproche del ginecólogo en su


mirada. Siente que le dice que se ha hecho papá a la
fuerza mientras podría estar estudiando o saliendo con
miles de novias. Ahora su vida se limita a tener el
horario que podría compartir con los celadores de
Medellín. Enseñar inglés a ejecutivos, ingenieros y
secretarias que sueñan con tener una comunicación
telefónica con alguien en Nueva York. Los
compañeros de estudio de Wilson ya han tenido hasta
tres y cuatro novias y él sigue con la misma mujer que
conoció a los 16 años. Y solo puede dar cuenta de otra
mujer: su mamá.

El ginecólogo hace pasar a Olga María a una


camilla y ahí le toca esa cosa que le sale de la barriga.
Cuenta chistes, hace chanzas. Ellos dos se entienden a
55

las mil maravillas. Los dos pertenecen a las mismas


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familias de bien de la ciudad. Como, por ejemplo,


Sofía la soprano. Aunque ya está de capa caída. Bebe
mucho y no tiene plata ni para coger un bus. Sin
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embargo, cuando le pagan alguna clase de canto va, se


gasta el dinero en Unicentro para que la vean sus
antiguas amigas.

Wilson, mientras tanto, observa las fotografías


del ginecólogo que están en la biblioteca de su
consultorio. Hay una especialmente que le llama la
atención: está él con su esposa y sus hijos. La
muchacha tiene frenillos. Abraza al papá. El
muchacho, a su vez, abraza a la mamá. Todos se ven
muy sonrientes, sobra decirlo. ¿Serán así en el futuro
Wilson y Olga María? ¿Podrá Wilson tener algún día
corbata, oficina y biblioteca donde pueda poner una
foto con Olga María, la cosa y él?

-Ve, ¿y cómo va ese trabajo hombre…?,


¿Willington es que te llamás? No, ¿Wilbert?
¿Watson?

-Wilson.

-Eso, Wilson.

-Bien, Doctor.

-Ya.

-¿Y qué es lo que hacés vos?

-Soy profesor de inglés.

-Ah, ¿en el Colombo Americano?


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Wilson empieza a sudar. Le molesta esa


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conversación. No se siente a gusto con ese señor tan


imponente y respetable. Se siente como un pequeño
renacuajo que no sabe para dónde saltar. Atosigado y

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encerrado. Fuera de eso, no sabe cómo explicar que no


enseña en el Colombo que es el único referente para
este señor importante. No puede explicarle que se
presentó al Colombo para aspirar a uno de sus
empleos y que todos se burlaron de su acento paisa.
Que la única alternativa que le ofrecieron era que
podría pagar por unos cursos de fonética inglesa ahí
mismo en el Colombo. Que tomó los cursos pero ni
aun así pasó el examen. Que finalmente lo único que le
dijeron fue que lo invitaban a tomar un curso básico
para mejorar su horrible inglés: ¡Todo un profesor de
inglés rebajado a estudiar los niveles básicos! No, eso
no se lo puede decir.

-Tengo dos clases particulares. Una por la


mañana y otra por la tarde.

-Mi hijos están estudiando en los Estados


Unidos.

-Qué bien…, dicen Olga María y Wilson al


mismo tiempo como si fueran un par de hermanitos.

-Mi hija está haciendo un postgrado en Finanzas


y mi hijo en Negocios Internacionales en la
Universidad de Michigan.

-Qué interesante…, dice hipócritamente Wilson.


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-¿Y vos dónde estudiaste inglés?


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-Aquí.

-Sí, ¿pero dónde?

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-En el Centro de Idiomas Flash Gordon.

Pero no le quiere ampliar que no aprendió


mucho en esos cursos. Que no sabe cómo, al finalizar
sus estudios de inglés, le ofrecieron ser profesor en
unas clases de niños en el mismo instituto y que eso le
hizo merecedor para asistir a unas capacitaciones
académicas con el director académico, con la
esperanza de que algún día lo ascendieran a ser
profesor de adultos. Pero con el director académico
tampoco aprendió mucho. Al menos, no mucho inglés.
El director hablaba de los beatniks, de los nadaístas, de
Fernando González y de los hippies. Se dejaba crecer
una larga barba que siempre estaba llena de harinas.
Llevaba siempre una boina que había comprado en
Londres cuando lavaba platos allá.

Sus capacitaciones consistían en hacer leer a


todos los profesores artículos sacados de la revista
Time: sobre el aborto, la violencia familiar y las drogas.
Para que sepan que Estados Unidos no es solamente
Disneylandia e irse de compras a un centro comercial,
les insistía. Siempre quería dar la imagen fea de los
Estados Unidos. Su teoría era que la gente hablaba
muy bien de ese país porque no sabía leer en inglés.
Luego, les hacía sacar resúmenes de los artículos y los
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obligaba a aprendérselos de memoria. Con razón a


Página

Wilson nunca lo aceptaron como profesor del


Colombo Americano.

-¿Y te gusta el horario de tus clases?

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-Sí, señor.

-….

-….

*****************

Ponen una cosa gelatinosa en la barriga de Olga


María. El ginecólogo mira concentradamente la
pantalla. Wilson espera impaciente. Quiere saber cuál
es el sexo de esa cosa que cada vez pone más y más
grande la barriga de Olga María. Esa barriga que tiene
que masajear todas las noches porque Olga María ha
leído que eso es buenísimo para estimular al bebé y
para demostrarle que tiene dos papás que lo están
esperando con amor.

Es una masa amorfa. Las imágenes están en


blanco y negro. Hay que hacer grandes esfuerzos para
identificar lo que hay ahí. Lo más importante es el sexo
de la masa. Pero la respuesta no reside en la ecografía.
La respuesta ya estaba desde que eso fue concebido en
un hotel de Caucasia mientras Olga María y Wilson
venían de la Costa. Ahí pararon los dos con el resto de
la tradicional familia. En ese hotel, Wilson empieza a
acariciar a Olga María. Ella ya sabe que él le quiere
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hacer un hijo toda costa. Ya es hora de tener un hijo y


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ser un pequeño burgués completo. Ése era el elemento


que faltaba. Olga María, como siempre, renuente a

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tener sexo. Pero termina por complacerlo, como


siempre. Cuando Wilson eyacula en Olga María
presiente que por fin el mandato de ser papá, que ni
siquiera él comprende, se ha cumplido.

Es difícil identificar las imágenes cuando de


pronto aparece la cosa. Se le ve la cabeza y el tronco.
Hay términos que Wilson no puede entender como
“índices cefálicos”, “húmeros” y “visión sagital”.
Definitivo: Es una niña, dice el médico. Wilson se
siente decepcionado. Esperaba un hijo. Su condición
de macho le indica que esta pobre niña va a sufrir
mucho en la vida con los hombres. Pero ya al menos
no es una cosa. Tiene un nombre. Se va a llamar como
la tía soprano, caída en la ruina y que en ese preciso
momento, a las tres de la tarde, alza el brazo
completamente borracha para tomarse un aguardiente
doble.

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VELÁSQUEZ LEE DON QUIJOTE

(Las meninas)

Alejandro Ramírez

Don Diego Rodríguez de Silva y


Velásquez se despierta temprano. Hoy,
como varias noches de la última
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semana, ha vuelto a tener la misma pesadilla con María


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Bárbola, la enana de aspecto siniestro que acompaña a


la Infanta. No recuerda con exactitud los detalles, o
quizás no los quiere recordar, pero persisten los

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escalofríos y una nefasta e indefinible sensación. Se


levanta y sale silenciosamente de la habitación en busca
de su esposa, Juana Pacheco, a la que encuentra en un
rincón de la cocina acurrucada con un grueso libro
entre las manos. Se acerca y lo coge suavemente, sin
violencia ni forcejeo, y lee mentalmente el título: El
Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Una
sonrisa imperceptible se esboza en sus labios porque
recuerda que leyó ese mismo libro hace más de tres
décadas por consejo e influencia de su maestro y
suegro don Francisco Pacheco. Él, hombre culto y
apasionado lector, ha transmitido esa pasión a su hija.

Camina despacio, sin premura, disfrutando del


vital aroma que emana de esa mañana primaveral.
Lleva en sus brazos, lo advierte con cierta sorpresa, el
libro que leía su esposa. Ha sentido el impulso egoísta
de releer algunos apartes, pues sólo persisten en su
recuerdo algunas escenas nebulosas.

Al llegar a su estudio, en el Alcázar de Madrid, a


la primera persona que ve es a la enana María Bárbola
que se apresura hasta él para decirle que lo espera la
Infanta. Esa enana temible camina junto a él y
refunfuña en un argot incomprensible maldiciones,
órdenes o consejos que don Diego no se atreve a
62

interpretar. Camina despacio y lo mira cada tres pasos,


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miradas que él recibe con aprensión y temor. Antes de


abrir la puerta del estudio, la enana se cruza en su
camino, lo mira a los ojos y le espeta una retahíla de

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improperios feroces e ininteligibles de los cuales él sólo


alcanza a comprender fragmentos aislados: muerte…
Infanta… cuadro… enfermedad… los reyes… tiempo…
eternidad…

Está frente al cuadro que actualmente pinta cuyo


nombre será, por la presencia de los dos reyes en él, La
familia de Felipe IV. Se siente exhausto a pesar de que
ha pintado poco, pero la presencia de la enana lo
enerva. Le pide a Nilolasito que le alcance el libro que
traía, pero como no sabe qué acápite leer le solicita a la
Infanta que abra el libro en el lugar que le plazca: lee,
con estupefacción, el fragmento en el cual el Caballero
de la Triste Figura destroza el retablo de maese Pedro.
Recuerda, entonces, las lecciones de su maestro
Francisco Pacheco: amplía los espacios, amplía los
espacios… Vuelve la mirada a su cuadro y repasa con
cierta satisfacción su presencia en él y la de los reyes en
el espejo del fondo… Perdido en ensoñaciones deja
caer el libro del brazo y cuando va a recogerlo ve que la
enana con cara de demonio ya lo está llevando hacia
sus brazos.
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ODIO EL CENTRO DE LA CIUDAD

Carlos Mauricio Calle

Odio el centro de la ciudad. Nunca he


podido soportar el bullicio, la
muchedumbre, la sensación de estar
perdido entre un mar de peregrinos
autómatas: rostros sin caras, cuerpos sin mentes, ríos
de figurines a cada cual más dispar. Allá veo un
hombre ensimismado ante la contemplación de un
mostrador. Acullá, una madre resignada trata de
silenciar el discordante llanto de un crío, llanto que se
mezcla con la multitud de sonidos propios del
pandemónium urbano, sonidos que se unen en una
estridente melodía capaz de martillar tus oídos hasta
volverlos polvo. Igualmente, detesto la imposibilidad
de caminar con libertad, el ser conducido por las
aceras como un inocente borrego que sigue a la masa
sin importar cuál sea su siniestro destino bajo el
calcinante sol de la jornada. Pero lo que realmente me
aburre, me deprime, descompone y enferma, es la
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inevitable posibilidad de tropezar con mis semejantes.


Página

Debería existir una ley de la física para explicar tal


fenómeno, porque no importa cuán cuidadoso y
escrupuloso sea para evitar la humanidad de mis

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congéneres, siempre termino por chocar contra ellos.


Es como si existiera una especie de extraño,
inexplicable magnetismo en el cuerpo de los
transeúntes. Para algunos esto último es algo normal,
pero yo lo considero muy molesto, ya que me gusta
lustrar mi calzado. Me agrada el oscuro brillo del cuero
tras ser acariciado sensualmente por el cepillo y el
betún, en una suerte de eucaristía donde el alma del
zapato se despoja del polvo mundano y recupera la
plenitud de su belleza. Es un resurgimiento, una
resurrección, un regreso a la prístina beatitud del cuero
que destella bajo la luz. Pero es en vano: tarde o
temprano algún sucio pedestre echa a perder en un
instante todo el paciente esfuerzo y dedicación de
veinte minutos de ardua labor. Por estas y muchas otras
razones que prefiero no mencionar trato de reducir al
mínimo mis periplos al núcleo de la metrópoli.

Hay algo, sin embargo, que no deja de estimular


mi curiosidad cuando visito el corazón de la urbe. A
decir verdad, no puedo dejar de notar la gran cantidad
de personas cuya única ocupación es distribuir papeles;
esos pequeños papeles en impresión monocroma, casi
siempre en dos variantes, que los pasantes reciben y
botan al cesto de la basura sin siquiera dedicarles una
mirada. Unos de ellos exhiben imágenes oníricas,
65

propias de la obra de Dalí o Magritte y te prometen


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prodigios tales como enlazar a tu ser amado,


comunicarte con tus ancestros, liberarte de las
maldiciones arcanas de tus enemigos y, claro está,
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descargar tu furia hacia ellos en la forma de una


gonorrea trepadora, o una sífilis galopante que los
dejará recluidos en su domicilio por eras geológicas
interminables. Pero los más llamativos son aquellos
con voluptuosas mujeres, quienes te prometen llevarte
a mundos de insospechado placer a través de una
estimulante sesión de “masajes”. Está bien, no puedo
negar que un pequeño “masaje” pueda liberarte de la
tensión y el estrés acumulado en una rutina de
proletario suburbano, como la que yo y muchos de mis
conciudadanos estamos condenados a soportar, pero
aún no entiendo cómo los brazos expertos de una
masajista pueden hacerte alcanzar, textualmente
hablando, “las más altas cotas del placer”. Así, intrigado
como estoy por la idea, decido investigar un poco más
al respecto y conservar uno de estos papelillos en mi
próxima visita al centro.

La oportunidad se presenta un día cualquiera.


Camino bajo la mirada atenta de gigantes de concreto y
cristal, cuyas entrañas, llenas de oficinas o locales
comerciales disponen de numerosas ventanas cual
miríada de ojos de un moderno Argos para ver la luz
del día. La atmósfera se presenta favorable para
recorrer las calles. El sol se encuentra cubierto bajo un
algodonoso manto de nubes. Sus rayos, atenuados por
66

los nimbos, se diluyen en un resplandor blanquecino,


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una luz difusa que desdibuja las sombras de todos los


objetos visibles. “Es un verdadero prodigio”, pienso
mientras vagabundeo buscando una sucursal bancaria
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indeterminada. Estoy habituado a la “eterna primavera”


de mi ciudad, es decir, a un sol agresivo e implacable o,
en su defecto, a una lluvia copiosa y deprimente,
inestable, dispuesta a caer sobre mí en el momento
menos esperado. En medio de tal cavilación, al doblar
una esquina, una mano me extiende una de aquellas
papeletas y quince minutos más tarde ya tengo en mi
haber una completa colección de las mismas. En el
camino a casa verifico las proporciones del recién
adquirido botín, más o menos unas diez piezas de
tamaño, color y configuración similares.

Días más tarde, después de indagar más en el


asunto, tras un poco de inteligencia y reconocimiento,
logro dar cuenta de la verdad oculta tras los misteriosos
papelillos. Sí, puede parecer increíble, pero sólo hasta
ahora rompo el cascarón de la ignorancia: para mi
sorpresa “Venus”, “Atenea”, “Bagdad” y toda una
pléyade de resonantes nombres históricos es la
tapadera de la institución más antigua, más activa y
paradójicamente más desprestigiada del mundo
occidental: la prostitución. Admito que la existencia de
la que es quizá la profesión más veterana del mundo,
nunca me ha pasado desapercibida; pero esta
fascinante modalidad, en la cual se tiene la posibilidad
de dirigirse hacia una prosaica vivienda en un barrio de
67

clase media y dar rienda suelta a los instintos más


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salvajes, sin ser sometido a la escrutadora mirada del


peatón ocasional, o peor aún, al escarnio público, es
nueva para mí; definitivamente esto es algo que estaba
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fuera del ámbito de lo real hasta hace pocos años en la


ciudad. O bien, si ya existía, ni me enteré. En fin, lo
más inquietante es que una vez resuelto el enigma, mi
curiosidad no desaparece. Por el contrario, no hace
más que acrecentarse…

¿Por qué no probar las delicias del sexo libre y


sin compromisos? ¿Por qué no dejar de lado la
máscara de la hipocresía que pesa en el rostro del
hombre empeñado en fingir amor y ternura cuando
persigue un objetivo mundano, concreto y pragmático
como es el cohabitar con otra persona del sexo
opuesto? Sí, ¿por qué no? Trato de sopesar las
consecuencias que semejante acto pueda tener sobre
mi persona, excluyendo las enfermedades venéreas,
contra las cuales siempre puedes tomar precauciones,
pero no encuentro ninguna. No soy el personaje
romántico que sueña con conocer a una mujer etérea o
enaltecer a otra no tan etérea para así cambiar el curso
de mi vida. No creo en el amor ni en patrañas
semejantes. Puedo concebir un estado alterado de la
conciencia donde el influjo de la dopamina, la
serotonina y otras potentes sustancias psicoactivas de
origen endocrino puedan hacerme ver a otra persona,
no necesariamente del sexo contrario, como una
condición indispensable para alcanzar la felicidad de la
68

existencia, si es que tal cosa existe. Sin embargo, me


Página

cuesta suponer que una vez trascurrida la euforia inicial


-el éxtasis provocado por un desequilibrio hormonal
transitorio- mi individualidad pueda soportar la
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presencia de esa entidad masculina-femenina a mi lado


hasta que la muerte u otras circunstancias menos
calamitosas nos separen. No comprendo la insensatez
de las relaciones que pretenden legitimar el
intercambio sexual a partir de patrones de conducta
preestablecidos o sentimientos “honestos” predicados
por líderes sectarios tan o quizá más perversos que yo.
No puedo encontrar una posible semilla de
degeneración en el acto de yacer con una esforzada
trabajadora sexual, porque cualquier escrúpulo o
prohibición moral deja de ser insuperable en la medida
en que su trasgresión no implique una sanción
pecuniaria o penal. Además, considero una miserable
pérdida de tiempo el tratar de seducir a una mujer para
obtener favores sexuales de su parte –si bien es la
mujer quien engatusa al hombre, pero esa es otra
historia, para ser contada en otra ocasión-, cuando se
pueden obtener iguales resultados haciendo uso de la
ley del mínimo esfuerzo: la billetera se abre una sola
vez y al unísono con las puertas del Elíseo. Sí, lo
admito, soy un mezquino, pero nadie podrá negarme
que tener una novia es un vicio muy caro, comparable
al consumo de heroína una vez que tengas el paquete
completo, esposa, hijos y una hipoteca por pagar.

Después de un round a solas con mi conciencia,


69

de una -quisiera decir intensa, pero estaría mintiendo-


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terapia de auto justificación, estoy preparado para una


enriquecedora experiencia vital. Así, venzo mi
reluctancia al centro de la ciudad y salgo a la calle en
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busca de la iluminación que sólo el conocimiento de


los secretos del cielo y de la tierra puede otorgar.
Mientras camino tanteo con mis dedos el interior de
mi bolsillo, buscando el preciado boleto donde pone la
dirección al más cercano portal del placer y no tardo
en dar con el lugar. Tal como lo suponía el sitio
indicado se encuentra en un barrio de clase media, con
calles y banquetas limpias, con árboles de todo tipo,
aunque con una gran preponderancia de enhiestas
araucarias que se mecen suavemente con el viento y
mangíferas cargadas de redondos y voluptuosos frutos.
Verifico las señas en el papel y doy de inmediato con la
casa en cuestión. Es una vivienda cuyo aspecto no
requiere descripción alguna. Nada en la fachada
desentona con el ambiente de los alrededores, el
apelativo “normal” no podría encontrar un caso más
digno para ser usado. Localizo el timbre al segundo, lo
presiono, pero no escucho sonido alguno exceptuando
el de una que otra persona que pasa por las
inmediaciones. Instantes después la puerta se abre con
suavidad y un hombre de mediana edad me saluda y
me invita a pasar. Aunque mi natural escepticismo me
incita a observar con obstinada atención todos los
detalles, a la espera de hallar algo discordante y
desagradable, no encuentro nada inquietante ni en mi
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anfitrión, ni en su morada. El hombre está vestido de


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una manera natural: blue jeans y camisa de color claro


abotonada casi hasta el cuello. Sus maneras son
delicadas pero sin llegar a parecer remilgado en ningún

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momento. Sonrisa sincera, mirada amistosa; se ve


digno de fiar a despecho de tratarse de un completo
extraño. Me invita a tomar asiento en un mullido sofá
verde de algo parecido al terciopelo, ubicado en la sala
de estar de la casa, y mientras me hundo lentamente en
la comodidad del mismo me pide esperar unos
instantes en tanto acuden las “chicas” de turno.
Expectativa... redoble de tambores… emoción mal
disimulada… Lo miro a la cara y veo su inmutable
sonrisa como una especie de sello impreso en su
rostro, como la mirada de las personas perfectas y
felices en las situaciones perfectas y felices de la
televisión, pero con la calidez propia de las escenas en
vivo. Uno o dos minutos después escucho un ruido de
pasos que descienden por una escalera en uno de los
ángulos de la habitación y he aquí, para mi sorpresa y
regocijo, cómo dos jovencitas de porte jovial y mirada
traviesa se aproximan mí. Respiro de alivio. Ya sé que
las profesionales de este tipo de negocio no tienen
mucho en común con aquellas de sus colegas que
pululan en los barrios más sórdidos y deprimidos de la
ciudad, pero el pequeño bicho de la angustia no deja
de picar en el interior de mi pecho hasta no comprobar
detenidamente la calidad, formato y factura del género
disponible. Es estupendo, perfecto, impecable…
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Después de las presentaciones de rigor el hombre me


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pregunta a quién prefiero y vacilo un buen rato


tratando de contestar. No es sencillo, ambas son dos
dignos ejemplares de la mejor cosecha del 85, si las

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apariencias no me engañan. En este punto cualquier


descripción que pueda brindar se quedará corta y no
podrá competir con la contundencia y el peso
aplastante de la realidad. Baste con decir que este par
de hermosas bacantes podrían conducir al desenfreno
y la disolución absolutos, incluso al más flemático o
apático de los hombres. Y si a su provocativo aspecto
sumamos los hermosos atavíos, encargados de resaltar
las partes más interesantes de sus anatomías, el
conjunto general es imposible de ignorar. La única
opción es arrobarse ante la contemplación de la
belleza… Con el corazón atribulado y lleno de congoja,
señalo a una de ellas, aunque me hago la firme
promesa de elegir a su compañera cuando la
oportunidad se presente una vez más, en un futuro no
muy lejano. Así, siguiendo embelesado a la que habrá
de elevarme hacia “las más altas cotas del placer” entro
en una habitación y la puerta se cierra suavemente…

Sí, amable lector. Como podrás suponer, he


considerado prudente arrojar un discreto manto de
pudor sobre los últimos acontecimientos del día con el
único fin de evitar la inevitable censura mediática,
típica de nuestro mundo cargado de incomprensibles
paradojas, sobre mi historia. A manera de epílogo
quiero decir que regreso a casa en un estado de éxtasis
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absoluto. Casi me parece estar levitando y esa noche


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duermo tranquila y profundamente, como nunca lo he


hecho en mi vida. En lo tocante a todo lo acaecido en
esa discreta habitación me limitaré a decir que fue algo
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así como una divertida sesión de gimnasia rítmica a


dúo en cuyo clímax creí haber alcanzado el cielo, y
puedo asegurarlo: ha justificado cada centavo del
dinero invertido en ella. Ahora he cumplido mi anhelo
de mantener el placer separado de los sentimientos.
Ahora actúo con la razón y no con el corazón. Ahora,
sitúo la satisfacción de mis instintos más naturales en
un plano estrictamente comercial y no sentimental. Y
quién lo creyera, comienzo a integrar el centro de la
ciudad en mi rutina de vida. Ahora me gusta el centro
de la ciudad. Para concluir puedo decir con orgullo
que actualmente, cuando algún subnormal me dirige la
infaltable pregunta: “¿tienes novia?”, o su consabida
variante: “¿estás casado?”, no dudo en contestar lleno
de satisfacción, con una franca, amplia e inconfundible
sonrisa: “No, gracias. Por salud y economía sólo como
en desechables”.

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WRITER’S CAFÉ, UN LUGAR PARA ESCRIBIR

Alejandro Ramírez

En el siglo XIX, y especialmente a


principios del siglo XX, los escritores
que querían vivir una vida bohemia
acudían indefectiblemente a París. Allí
encontraban el ambiente literario por excelencia:
círculos literarios, cafés, terrazas, cabarets, etc. En los
cafés los escritores podían pasar todo el día leyendo,
escribiendo y cuando no lo hacían dedicaban su
tiempo a beber o conversar. Para el escritor esa es la
inevitable referencia que le produce la palabra Café.

Writer’s Café es un programa de informática dirigido a


escritores de ficción. El programa busca ofrecerle, en
un solo lugar, una recopilación de las mejores
herramientas que necesita el escritor a la hora de
escribir. ¿Pero necesita el escritor herramientas para
escribir además de un lápiz y un papel? Las
generaciones mayores dicen que no y se muestran
minimalistas al respecto, incluso muchos escritores
rechazan la ayuda que les ofrece el computador. Los
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estadounidenses, por ejemplo, la conciben como una


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labor profesional; basta pensar en las obras de teatro o


los guiones de las películas, además los escritores de
ficción emprenden largas y minuciosas investigaciones

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para documentar bien todos los acontecimientos que


van a describir en su obra. Visto así, Writer’s Café es
una herramienta esencial para el escritor de ficción.

Writer’s Café ofrece algunas características


interesantes que no está de más conocer y darles un
vistazo antes de formarse una opinión. A continuación
voy a enumerar algunas de ellas:

 Algunos escritores construyen sus


novelas con argumentos complejos, varias tramas
con asesinatos, muertes, traiciones amorosas,
venganzas, etc. Para aquellos escritores este
programa les ofrece la posibilidad de construir
todo el argumento, con tramas paralelas
complejas, antes de sentarse a escribir la obra de
modo que lo tenga todo visualizado y sepa muy
bien hacia dónde se dirige.

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 Permite exportar el texto creado en


el programa con el fin de que se pueda revisar lo
escrito en otro procesador de texto (para hacer

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una revisión ortográfica, por ejemplo), así como


importar texto para continuar la escritura en
Writer’s de lo que ya se inició en otro
procesador.

 Si al escritor le gusta planear muy


bien todas las características de sus personajes,
en este programa encontrará la herramienta
apropiada para ello. Así podrá planearlo todo
desde el principio y no incurrirá en
contradicciones más adelante. Además, en una
herramienta afín a está, podrá describir los
principales lugares donde se desarrollará la
historia.

 El diario y el cuaderno del escritor:


esta es una herramienta para que los escritores
vayan registrando cualquier ocurrencia que
tengan y que les garantiza que estarán todas en
un mismo lugar, en un mismo archivo. Además
si el escritor desea escribir un diario personal a
la vez que escribe su obra, o si desea registrar los
pormenores de su trabajo creativo.
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 Si el escritor padece de constantes


bloqueos o si desea hacer ejercicios espontáneos
de escritura, el programa le ofrece un tema (e
incluso un cronómetro por si también desea
controlar el tiempo que se tarda escribiendo)
para que se ejercite o recupere la fluidez. Ofrece
algunas ideas tontas (o inteligentes, depende del
tratamiento que les dé el escritor) como:
describa la casa de sus abuelos, o el personaje
principal quiere hacer algo pero el otro
personaje se lo impide, etc.

 Si la obra es grande y hay


demasiados personajes (como en Guerra y paz
donde hay más de 1000 personajes)
probablemente el escritor necesitará una muy
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buena ayuda para escoger los nombres. Este


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programa le ofrece un gran listado


(lamentablemente todos en inglés) por si lo
quiere escoger a su gusto o de manera aleatoria

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si no quiere preocuparse por escoger. Por


ejemplo: Aaron, abdul, Adalberto, Adam,
Alberto, etc; y femeninos como: Abbey, Abby,
Abigail, Ada, Adelia, y una larga lista hasta la z.

El programa está en inglés y cuesta 65 dólares y


34 para estudiantes. Se puede obtener una versión de
prueba del programa en: http://www.writerscafe.co.uk

Vale la pena preguntarse si un escritor necesita


de esta herramienta para escribir. A mi juicio no la
necesita. A la hora de escribir lo menos importante son
las herramientas con las que cuenta a su alrededor,
puesto que sólo necesita una dosis suficiente de talento.
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Esta herramienta puede ser útil y, desde luego,


Página

presenta algunas ventajas considerables para organizar


el trabajo y hacer una planeación detallada cuando se

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trata de una obra de grandes dimensiones. Además


tengo la convicción que ninguna obra de ficción
mejorará o empeorará si usa o no Writer’s Café.

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FUENTES:

1. “Charles Bukowski me escupió en la cara”: título


original Charles Bukowski spit on my face, en
Drinking with Bukowski. New York: Thunder's
Mouth Press, 2000.

2. “El mago y la olla saltarina”: título original “The


Wizard and the Hopping Pot”, en “The Tales
the Beedle the Bard” de J. K. Rowling.

3. “Tripas”: título original “Guts” de Chuck


Palahniuk, publicado en la revista playboy en
marzo 2004.

4. La imagen de la rata fue generosamente copiada


del libro Firmin de Sam Savage.

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