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Herminio García Martínez

Breve semblanza de un maragato,


marino

Mi padre, Herminio García Martínez, es oriundo de Castrillo de los


Polvazares, uno de los pueblos más típicos de España que ha sido
declarado Conjunto Histórico-Artístico en el año 1980 por su buena
conservación y por su singularidad. Se encuentra a 5 kilómetros de
Astorga, en la provincia de León. Es un pueblo lleno de luz y de historia,
reflejada en sus casas de piedra auténtica con blasones de gente noble y
leyendas épicas de arrieros serios, curtidos en el quehacer diario como
transportistas de todo tipo de mercancías. Castrillo de los Polvazares
está empedrado todo él de una forma original. Es realmente hermoso.
Comentan que una noche de luna clara alguien pretendió contar todas
sus piedras pero que desistió enseguida, muy pronto, porque comprendió
que eran innumerables, más incluso que las estrellas del firmamento que
en aquel momento le daban cobijo.

El día 16 de Octubre, lunes, de 1933 nació mi padre. Según sus


recuerdos y experiencias, la situación de aquellos tiempos convulsos y
de penuria hacía que la vida fuera muy difícil, especialmente en un
pueblo de secano. Los trabajos eran arduos. No había maquinaria y para
el cultivo de los cereales, principal medio de subsistencia junto a la
matanza exclusiva de dos cerdos, se empleaba el ancestral arado
romano, tirado por un par de bueyes. El ferrocarril había ya pulverizado
la vida arriera hacia mucho tiempo y ello dio lugar a la emigración a
países extranjeros, a las principales ciudades del norte y en especial a la
capital de España.

Así le sucedió también a Herminio. A los 19 años, cansado de no ver


esperanza ni mejor porvenir en su pueblo maragato, decidió marcharse
voluntario, junto con otros amigos, a la Marina. De todos los compañeros,
sólo él resistió el envite de las olas del inmenso piélago en el Cuerpo de
la Armada. Al principio le fue duro. Los primeros años quiso también
desistir y abandonar. Ya no sabía qué era peor, si lo que había dejado o lo
que había elegido. Su tenacidad, sin embargo, consiguió vencer los
vaivenes del mar y hasta logró, no tardando, enamorarse del agua. Tanto
fue así que durante las 39 primaveras que él permaneció en activo, más
de la mitad las pasó surcando mares y océanos. El resto del tiempo
estuvo en el CECOM de Capitanía General de la Zona Marítima del
Estrecho, desde donde pasó a la reserva militar a los 57 años.
El nombre del primer barco, al cual fue destinado, permanece
imborrable no sólo en su memoria sino también en la de su familia. Tenía
un nombre mitológico: el “Minador Neptuno”. Allí, embarcado, aprendió
mucho. Allí se forjó su personalidad marina. Allí fue también donde el
mar lo consagró como a uno de los suyos, recibiendo en su inmensidad la
mancha ácida de sus primeros y naturales mareos.

El segundo barco que lo recibió, fue el crucero “Canarias”. Este


buque era, en aquellos tiempos, el Buque Insignia de la Flota Española.
Tenía 198 metros de eslora (largo) y con él navegó por todo el mundo. La
diferencia con el primero era considerable y su estabilidad y
habitabilidad no tenían parangón con el “Minador Neptuno”.

Más tarde lo destinaron al destructor “Escaño”, con base en la


ciudad de El Ferrol, del que guarda una grata memoria. Estando en ese
buque, fue cuando contrajo matrimonio con la que hoy y siempre ha
sido su mujer: Benita Alonso. El enlace tuvo lugar el 6 de Septiembre de
1961. Ni la distancia ni la ausencia consiguieron que se apagara aquel
amor auténtico de los primeros años. Al contrario, la lejanía reavivó en
ellos la pasión y las ansias de unir sus vidas. Tanto fue así, que al año
escaso nací yo en esa ciudad gallega y, en honor a la patrona de la
marina, me pusieron por nombre María del Carmen.

Poco tiempo permanecimos en Ferrol. Cuando apenas yo contaba


cuatro meses, este barco fue destinado a Cádiz. Como la designación no
era definitiva ni tampoco el tiempo de estancia, a mi madre y a mí no
nos quedó otro remedio que irnos temporalmente a Castrillo de los
Polvazares, donde estuvimos conviviendo en casa de los abuelos
maternos Joaquín y Restituta. Mi padre estaba impaciente y también mi
madre, deseando se acabara pronto esa separación obligada por las
circunstancias. Por fin, al cabo de siete meses, el “Escaño” fue trasladado
a la base de Cartagena. ¿De forma definitiva? No lo sabíamos. Pero mi
padre no aguantó más la desunión familiar y buscó inmediatamente un
piso en esta ciudad. Al cabo de una semana, estábamos ya reunidos los
tres en el nuevo hogar. Fue una alegría inmensa. De nuevo, la vida de
todos nosotros volvió a florecer feliz y pujante. Aquí aprendí yo a dar los
primeros pasos y, según me cuentan mis padres, también a nadar. Yo
era, tenía que ser, de alma marinera.

Pasamos así algo más de un año, tranquilos en la ciudad de


Cartagena, cuando una nueva orden de las Autoridades marinas
trasladó el barco definitivamente a la base de San Fernando (Cádiz). Este
fue el destino final y, aunque mi padre tuvo que salir algunas
temporadas a navegar, ya nunca dejamos este bello pueblo marino.
Compraron luego mis padres un piso y nos hicimos para siempre
moradores de San Fernando. Para mí, sobre todo, fue y es la patria chica:
donde me crié, donde estudié, donde me casé, donde tuve hijos y donde
vivo. Por suerte nunca he olvidado las raíces de mis padres, es más, las
adoro. Tanto me gusta el pueblo maragato de Castrillo de los Polvazares
que, siempre que puedo, voy con mi familia, durante las vacaciones, a
disfrutar unos días de su encanto.

He de recordar también algunos de los otros buques en los cuales


mi padre estuvo enrolado por temporadas. Después del destructor
“Escaño” embarcó en el remolcador de altura “Ferrol”. Navegó después
con el “RA4”, llamado posteriormente “Cádiz”. Y por último estuvo
destinado en la Corbeta “Villa de Bilbao”. En plena pubertad, era yo por
entonces una jovencita, llena de inquietudes y de curiosidad, que hacía a
mis padres mil preguntas cuando nos llevaban a mi hermana y a mí a
visitarlo.

En el año 1971 la familia se completó con la llegada al mundo de


mi hermana María Elena. Ella nació aquí, en la querida isla de San
Fernando y, por ley, se siente andaluza por los cuatro costados. Todos, en
parte, nos sentimos un poco mucho andaluces. En esta tierra alegre, que
tan bien nos acogió, enseguida adquirimos amistades entrañables que
son y siguen siendo como nuestra segunda familia.

Años más tarde, en el 89 y 93, nacieron sus nietos, mis hijos: Daniel
y Pablo, con los que disfrutó en su infancia, y ahora en su adolescencia,
no ocultando nunca su alegría de ser abuelo.

Retrocediendo en el tiempo, me cuenta mi padre la vida dura de


aquellos lejanos veranos cuando aún se encontraba soltero. Al ir de
vacaciones al pueblo, el descanso que le tocaba junto con sus padres
Cecilio y Socorro y sus hermanos Araceli y Fernando era el de tener que
ir a recolectar las mieses. Si su permiso coincidía en el mes de Julio,
había que empuñar la hoz, en medio de un sol aplanador, y segar las
tierras, engavillar, hacer los manojos, amorenarlos, acarrearlos para la
era y hacer la meda. Si coincidía a últimos de Julio, primeros de Agosto,
la faena que tenía por delante el maragato marino era la trilla, limpiar
el grano de la paja con el bieldo, (que siempre venía el viento los
domingos para no poder salir de paseo), meter el grano en los sacos y
llevarlos a casa. Las quilmas de 80/100 kilos había que subirlas a
hombros para la panera, que no sé por qué razón casi en todas las casas
se encontraba en la parte superior. Recuerda cómo se le llenaban las
manos de ampollas, burras como dicen en su pueblo. Los dedos estaban
agarrotados cuando tocaban a diana a las seis de la mañana, las
muñecas abiertas y las piernas duras como un palo por el penoso trabajo
del día anterior. No obstante, entre los jóvenes, nunca faltaba al
anochecer la alegría, las chanzas, el humor y algún que otro beso furtivo.
Y a las madres, sí, a todas las madres, les tocaba siempre la peor parte
porque, además del duro trabajo del campo, tenían después que hacer
las faenas de la casa. Y no había entonces lavadoras, frigoríficos,
microondas, ni siguiera agua corriente.
Este ímprobo trabajo, aunque un poco más modernizado, les tocó
todavía a mis padres después de casados cuando íbamos de vacaciones
todos juntos en el estío. ¡Qué tiempos! Así, hasta mediados de los años
70 aproximadamente. Fue por estos años cuando la agricultura familiar
de subsistencia desapareció prácticamente. Había ya más adelantos,
despertaba la industria, el comercio, la construcción y otros trabajos, en
los cuales se ocupaba la gente. Hoy aquellas enormes casas de labriegos
se han convertido en mansiones bien acomodadas y acondicionadas por
dentro y en todo un lujo estético y visual por fuera, del cual, en armonía
perfecta con sus calles, se recrean los muchos turistas que, extasiados,
hacen a diario sus fotos para el recuerdo.

Como anécdota curiosa he de recordar que mi padre, antes de


marchar para la marina, fue a trabajar de peón, como tantos otros del
pueblo, en la primera línea de alta tensión que cruzó por los montes de
Castrillo de los Polvazares. El sueldo era de 25 pesetas al mes y consistía
en acarrear piedra, arena y cemento a lomos de una recua de burros
para hacer la masa después y cimentar la base de los grandes postes de
hierro. Nunca se olvida de la famosa romanza “Doce cascabeles”, que
pusieron de moda allí los burreros. Fue entonces también cuando
empezaban a aflorar coplas y baladas de sucesos y de amoríos, preludio
tímido de lo que es hoy el mundo de la canción y de la industria
discográfica. Estos primeros dineros sirvieron, desde luego, de gran
ayuda a la economía familiar. Así, a los pocos meses, para mejorar la ida
al trabajo y la venida, compró una bicicleta marca “Orbea”, que le costó
el sueldo de varios meses. Esta bicicleta, de recuerdos imborrables, fue
restaurada por mi hijo Daniel hace un par de años y permanece
incólume, como un monumento antiguo, en la casa del pueblo.

Hizo mi padre varios cursos en el transcurso de su vida marina. Su


especialidad primera fue la de Radiotelegrafista, pasando por todas las
modalidades de las Comunicaciones. Empezó por el MORSE (código de
puntos y rayas) que era entonces el único medio de comunicarse en
largas distancias con Madrid, Cádiz, Cartagena, Ferrol, Las Palmas de
Gran Canarias y Palma de Mallorca. Después al cabo de 25 años llegaron
los teletipos que, junto con el Morse, seguían cubriendo todas las
Comunicaciones. Más tarde estuvo como técnico de mantenimiento de
los teletipos y durante los dos últimos años de su vida laboral trabajó
con los ordenadores aplicados a las Comunicaciones, ya que el Morse
había dejado de utilizarse.
Uno de los primeros cursos que hizo fue en la ciudad de Vigo,
donde vivimos un año escaso y donde yo fui por primera vez al colegio.
Fue el único año que viví en Galicia. Mi tío Fernando, residente por
aquellos tiempos también en Galicia, nos hizo una visita y me dice que
no olvida de aquella casita recoleta pero de ensueño, el jardín, los
frutales, las aves y sobre todo aquel faisán altivo y desafiante.

Ha tenido siempre también mi padre una segunda especialidad,


consustancial a él, que es su vena poética. Aunque no ha tenido una
formación humanística, le ha gustado siempre mucho la literatura y la
poesía. Como un vate predilecto de los dioses, siempre ha escrito y
escribe sus versos y sus poemas. Son versos épicos, de tradiciones de su
pueblo y de amor. Y lo hace realmente bien, con sentimiento. Sus
añoranzas de la tierra, desde dentro del mar o desembarcado, están
perfectamente reflejadas en varias de sus poesías. Algunas ya han sido
publicadas en este blog. Otras se encuentran aún inéditas, que iré
publicando más adelante. La que a continuación transcribo, titulada “La
Era” fue escrita hace 52 años a bordo del crucero Canarias. La he podido
rescatar de entre unos viejos folios, ya amarillentos por el tiempo, que
descansaban tímidos en el fondo de un cajón, esperando sólo que una
mano joven y decidida les diese aire y vida pública. De una forma muy
natural, este poema refleja a la perfección y con alguna que otra
metáfora preciosa, lo que era en aquellos tiempos el trabajo de la era.
Recordarlo, es vivir de nuevo la nostalgia de un romanticismo fuerte, que
hace vibrar nuevamente en el alma la realidad dura pero alegre de
aquella vida bucólica.

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