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Salvador Bayona

XXVIII .- EL PRINCIPIO DEL FIN

Los dos últimos meses habían supuesto para Susana un ejercicio de


autodominio frente a las demandas de los que, alrededor suyo, parecían
reclamarle que ejerciera su liderazgo y consiguiera que el restaurador
acabara el Utrillo.
En muchas ocasiones había pensado que habían levantado la liebre
demasiado pronto, puesto que ahora la mayoría de los más importantes
marchantes de Europa sospechaban que se encontraban tras la pista del
Utrillo no catalogado y algunos de ellos se habían dejado caer por la galería
con excusas banales, e incluso realizando compras en las que Susana sabía
positivamente que no tenían interés alguno.
Ella conocía bien el mercado y sabía que esta efervescencia era
pasajera y que era precisamente en este momento cuando su prestigio y el
del profesor se ponían en juego. Tal vez la intervención de Francesco había
resultado determinante en la creación de esta expectación, en cuyo caso
también su proyecto estaba comprometido en este asunto.
Y en este momento todos los ojos la miraban a ella. Y ella no podía
mirar a Guillermo.
Únicamente esperaba de él que fuera capaz de acabar el cuadro,
puesto que había tenido que encargar a terceros la restauración de las obras
que todavía permanecían en el taller para permitir a Guillermo que se
centrara en el trabajo. Claro que en esta decisión también había influido el
temor a que las obras resultaran dañadas en uno de los cada vez más
frecuentes ataques de ira del restaurador durante sus borracheras diarias.
Sin embargo él mismo, en un ataque de lucidez, se había mostrado

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extraordinariamente colaborador e incluso de acuerdo en que esta decisión


le ayudaría a terminar definitivamente el cuadro.
Eran estos momentos de lucidez los que llevaban a Susana a pensar
que Guillermo era el mismo genio, aplicado y complaciente, de siempre, y
en más de una ocasión le había tranquilizado observar los ensayos del joven
con el microscopio, las mixturas y los disolventes. Y aunque había resultado
fácil reproducir todo el catálogo de pigmentos con los que trabajó Utrillo en
la época de la hipotética manufactura del cuadro, pues se trataba de factura
industrial con ligeras modificaciones, aún había sido necesario mucho
trabajo para dar con la mezcla perfecta. Sin embargo, hacía ya semanas que
todo estaba dispuesto, y contaban con todos los elementos que harían
indistinguible un auténtico Utrillo de la obra que saliera de las manos de
Guillermo.
Se habían provisto de un lienzo y un bastidor de la época y área
geográfica, que evitarían que ni los análisis textiles ni los del polen arrojaran
resultados negativos; se habían utilizado clavos industriales nuevos, pero de
una antigua fábrica francesa que no había variado su proceso de fabricación
desde su fundación; se había aplicado una imprimación pobre de carbonato
cálcico al uso de los artistas de la época, que conservaron incluso tras su
consagración; se habían conseguido unas mezclas adecuadas a las usadas en
la época colorista del artista, pero con disolventes poco refinados y diversas
sustancias no solubles para ofrecer textura; y, en definitiva, se había tenido
en cuenta cualquier detalle técnico que mantuviera la coherencia de la obra
resultante con la época en la que, según la carta del profesor, había sido
pintada, por lo que Susana estaba segura de que los análisis no harían sino
confirmar su historia. Lo único que faltaba era que Guillermo imitara con su
habitual maestría el estilo de Utrillo y el negocio estaría hecho.
Pero día tras día el lienzo había permanecido en blanco.
En varias ocasiones además, el joven, en incontrolables accesos
etílicos, había destrozado de nuevo el taller, quemado papeles, y echado por
los desagües las soluciones de disolventes en las que había estado trabajando
durante días, lo que había supuesto un considerable retraso respecto al plan
inicial.
El profesor no había sido de gran ayuda, puesto que apenas un par
de semanas después del primer ataque de Guillermo volvió a desaparecer
para terminar de hilar la historia que daría verosimilitud al hallazgo. Al
parecer había trabado relación con un descendiente de Nathalie Fortin,
mujer a quien Utrillo habría regalado la obra según la carta del propio
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profesor, de quien esperaba adquirir un cuadro, uno cualquiera que


permitiera documentar una transacción entre ambas partes. Pero cuando la
cosa parecía casi hecha el heredero se echó atrás y hubo de recomenzar todo
el proceso de nuevo. Según el profesor, con quien hablaba casi a diario para
conocer la marcha de la negociación, parecía claro que no había habido
intervención de terceras partes, sino que era un absurdo sentimentalismo el
motivo de esta retractación, lo cual hacía suponer que sería también una
cuestión de incrementar el precio inicialmente establecido, un precio que,
aunque superior al valor real del cuadro, no era relevante en comparación
con el beneficio que obtendrían a su costa.
En cualquier caso, argumentaba con razón el profesor, esta compra
era una condición tan indispensable como la realización de la propia obra
por parte de Guillermo y aunque la primera se hubiera cumplido ya la
segunda se encontraba en la misma situación que al principio. Y para
Susana, en cierta medida, esta indecisión del heredero había resultado una
ventaja, puesto que le había ofrecido un motivo para continuar esperando la
primera mancha de color en el lienzo. No le habría resultado difícil encararse
con el restaurador y llevarlo a hacer lo que ella necesitaba de él, pues no en
vano lo había sabido hacer durante aquellos años en otras muchas ocasiones
y por otros muchos motivos, pero desde hacía dos meses y medio la persona
del taller no era aquella a la que tan fácil resultaba manipular. Parecía como
si algo hubiera vuelto del revés las pautas de comportamiento del joven, de
manera que allí donde antes ella podía leer claramente ahora sólo
encontraba caos, un caos inaprensible, inabordable, ante cuya visión había
comenzado a sentir temor.
Pero ahora el tiempo se había acabado. Tan grande era el interés que
había suscitado entre los marchantes la posibilidad de contar con un nuevo
icono que revolucionara el mercado que el propio Jean Fabris había
solicitado telefónicamente una cita haciendo uso de la tarjeta que le diera
cuando cenó con él en París.
Quería ver el cuadro.
Así, mientras abría la puerta del amplio montacargas para llegar
hasta el taller de la segunda planta no podía encontrar la forma de articular
convincentemente su discurso, pero sabía que aquel era el momento en que
se decidiría el destino final de todo aquel proyecto.
Eduardo había conseguido de Munich la copia de dos informes de
restauración de sendos Utrillos, uno de ellos con estratigrafía incluida, y una
amiga de Londres le había conseguido una espectrografía de los blancos de

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una de las obras de la etapa colorista. Este tipo de información valía su peso
en oro y, en manos de Guillermo, seguramente se convertiría en la clave por
la cual ellos conseguirían finalmente la autentificación del cuadro por los
expertos, así desde que regresaran de inspeccionar los escenarios en los que
se desarrollaba el argumento de su maquinación, hacía dos meses,
Guillermo había permanecido encerrado en el taller, sacudido por
cambiantes estados de humor, haciendo soluciones, mezclas de pigmentos y
análisis, revolviendo el laboratorio una y otra vez hasta que finalmente,
había concluido todos los preparativos necesarios.
Pero desde que finalizara aquella labor, hacía tres semanas,
Guillermo no había tenido otra actividad más que mirar el lienzo vírgen, y
beber.
De alguna forma, que se escapaba al control casi total que Susana
ejercía sobre todo aquello relacionado con la galería, Guillermo había
conseguido llevar hasta el taller una ingente cantidad de vino y licor, y
desde hacía tres semanas, al principio sólo ocasionalmente pero de forma
constante en los últimos días, el sonido de las botellas vacías rodando por el
suelo y su tintineo al entrechocar habían sido audibles claramente desde las
salas inferiores, y Susana temía ahora que su joven restaurador, del que
podría haber dicho que siempre había resultado comedido en sus aficiones si
hubiera conocido alguna, hubiera perdido el control de sí mismo.
Había dos formas de acceder al taller. La primera consistía en el
amplio montacargas, desde el que se accedía directamente a la sala de
restauración, y la segunda a través de una angosta y oscura escalera que
apenas era utilizada y que requería, además, atravesar dos puertas
cortafuegos antes de llegar al mismo sitio. Por supuesto, nadie podía
recordar la última vez que había utilizado la escalera, pero en aquella
ocasión el montacargas parecía no funcionar y Susana tuvo que esforzarse
en recordar dónde estaba la escalera.
El primer tramo de la escalera aún era transitable, pero a partir del
segundo era imposible no tropezar con botellas y frascos vacíos y hojas
arrugadas, la mayoría con apenas una línea trazada con carboncillo. Tras
sobrepasar la primera barrera cortafuegos se abría un pequeño rellano de
apenas un cuatro o cinco metros cuadrados cuya visión sobrecogió a Susana.
Cientos de vidrios rotos orlaban peligrosamente el suelo y sobre las paredes,
pero especialmente sobre la segunda puerta, por la que se llegaba al taller,
Guillermo había estampado las más soeces expresiones, algunas de ellas con
Susana como objeto.
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Llena de inquietud se acercó hasta la segunda puerta e intentó


inútilmente escuchar algún sonido proveniente del taller.
- ¿Guillermo?, ¿estás ahí?. Necesito hablar contigo.
Como no obtuviera respuesta intentó abrir la puerta pero pese a
todos sus esfuerzos apenas consiguió que cediera hasta dejar una abertura
de un par de centímetros, a través de la cual pudo ver que el restaurador
había preparado un sólido parapeto con estanterías y cajoneras que
impedían por completo el acceso al taller.
- Guillermo ¿puedes oirme?
Casi al instante una botella se estrelló contra la puerta, haciéndose
añicos e impregnando el ambiente de un fuerte olor a vino.
- ¡Claro que te oigo, furcia! – Guillermo bramaba desde algún lugar
del taller, notablemente borracho- ¿acaso no sabes leer?. ¿Es que no
has visto lo que he escrito en la puerta?. ¡Vete a la mierda y déjame
en paz!
- Pero no estás bien –balbució Susana venciendo sus propios reparos-,
déjame entrar y hablaremos.
- ¡No!
Sólo una potente acometida del otro lado pudo cerrar el resquicio de
la puerta con una violencia como aquella, amenazándola con lanzarla contra
los vidrios del suelo. Desde el interior del taller, a pesar de la solidez de las
barreras que se interponían entre ambos, llegaban claramente los
improperios y maldiciones del restaurador. Susana retrocedió palpando las
paredes con sus manos y, temblorosa y desorientada descendió la escalera
torpemente. En aquel breve trayecto, a pesar de que sabía que era del todo
imposible, se volvió varias veces, asustada, para cerciorarse de que
Guillermo no la seguía.
En realidad creía conocer bien a Guillermo y sabía que su debilidad
de carácter le convertía en un hombre completamente inofensivo. Pero tal
vez porque el reciente episodio la había hecho dudar de lo que creía conocer,
hasta que no se encontró de nuevo en la seguridad de la galería no perdió el
miedo que la había sobrecogido en la escalera.

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