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By Javier Tejero

C.C.

v.beta
Obra publicada bajo licencia C.C.
2009
Querida María,

Me gustaría poder estar ahora contigo, poder sentir tu respiración cerca de mí, o al

menos, tener más tiempo para escribirte. Pero me es imposible. Carlos ha intentado

llevarme con él, pero lo militares han sido tajantes y yo tendré que quedarme en tierra.

Sé que ahora mismo no tendrás ni idea de lo que está pasando, pensarás que estoy loco

o que es una broma, pero demonios ¡no! Esta carta, que deseo con todo mí alma que te

llegue cuanto antes, puede salvarte la vida.

Mira cariño, no creas nada de lo que dicen de esa gripe, no sé si nos lo querían ocultar

porque creían tenerlo controlado o simplemente no sabían lo que pasaba, pero nada de

lo que han dicho es verdad.

Aquí dieron mucha guerra con la maldita pandemia en televisiones, periódicos e internet

hasta que de repente, pararon de hablar de ella. Al parecer, los pocos contagiados que

habían llegado desde Suramérica eran dados de alta a pocos días, por lo que no había

nada de que preocuparse, simplemente se habían cancelado los espectáculos, partidos y

clases, por seguridad. Por aquellos días aún hablábamos por teléfono. Recuerdo que la

última vez que hablamos discutimos por alguna estupidez. Cuanto daría por haber

podido terminar la conversación con un muchos besos peque.

Tienes que saber que la enfermedad, el virus o lo que sea, no se puede curar, los

síntomas desaparecen al ser tratados, la fiebre remite y sólo quedan la tos y los

estornudos. Pero el problema es lo que viene después. A cada persona le afecta en un

plazo de tiempo diferente, pero todos acaban igual. Un día, alguien que supuestamente

ya ha sido tratado y cuya gripe ha desaparecido, comienza a tener taquicardia, más de

ciento cincuenta pulsaciones por minuto. El sudor comienza a caerle por cada

centímetro de piel y algunos vasos sanguíneos revientan, especialmente los de los ojos.
Y es en ese momento cuando comienza la locura, cuando piensas que ya ha pasado,

llega lo peor, ¡algo tan viejo cómo el mundo!

El primer día que escuche un grito desgarrado en la calle fue después de hablar contigo.

Nada más escucharlo me asomé a la ventana y pude ver cómo un niño, que no tenía más

diez años, tenía entre sus manos la cabeza de una mujer, con una melena tan rubia cómo

la suya, no dejaba de golpearla contra el suelo, haciendo salpicar sangre por toda la

acera, golpes secos de cráneo contra el cemento. La policía no tardó en llegar, y un par

de horas más tarde, escuché disparos.

Ahora lo pienso peque, y fui un estúpido. A la mañana siguiente ningún móvil

funcionaba, tampoco los fijos. E Internet, había desaparecido. Pero era incapaz de atar

cabos. La gente que salía a la calle, hablaba y hablaba, unos sobre un atentado, otros de

un golpe de estado, nadie sabía nada, y yo era incapaz de darme cuenta de que nos

estaban aislando. Cada vez había más gritos en una ciudad que tenía encerrados en casa

a casi todos los habitantes.

A la mañana siguiente llegó el ejército, y empezamos a preocuparnos. Venían con el

traje de protección completo, en camiones y furgonetas. ¡Volved a casa! Gritaban. ¡Es

por su seguridad! y repartían máscaras de gas. ¿Sabes? un hombre de una frutería, me

contó lo que estaban haciendo: desarrollaban la doctrina del shock.

Sin saber que pasaba, toda nuestra rutina se veía alterada por algo que ni siquiera

conocíamos, cómo cuando a un prisionero lo capturan y le vendan los ojos para luego

atarlo de pies y manos. SHOCK. Por suerte ellos estaban allí para ayudarnos, nos daban

máscaras (que no son más que un placebo, una ilusión de seguridad) y nos prometían

protección. Éramos cómo corderos sin saber que hacer. Cuando suceda esto allí, no

hagas caso. No sigas sus instrucciones cómo una oveja, llena la casa de comida en
conserva y, en cuanto se vaya la luz por primera vez, llena la bañera de agua. Así

tendrás agua potable bastantes días.

Al principio, seguía al rebaño.

A la mañana siguiente nos hicieron salir de casa y bajar a la calle donde en fila, cada

grupo de vecinos, era inspeccionado por médicos. Si les preguntabas te respondían “Es

por su bienestar” o “Es por posibles ataques bacteriológicos.” Si gritabas o te enfadabas

o no salías de casa, los militares te golpeaban. Éramos estudiantes u obreros, ¿que

podíamos hacer si no obedecer al siguiente día, después de una paliza?

Escóndete de ellos, de los militares. Debajo de la cama para cuando entren por la fuerza,

o en un armario si es necesario.

Ese día no dejé de escuchar gritos en las calles, cada vez más y más cerca. No sabía que

pasaba, aislado, sólo y con miedo. A la mañana siguiente decidí que intentaría salir de

allí. Tenía amigos a media hora de mi casa, así que podría llegar donde ellos,

esquivando a los militares de alguna forma. Pensé que improvisar sería la mejor opción.

Ahora lo pienso y me doy cuenta de que no estás muy equivocada cuando me dices en

broma que soy un poco tonto. El caso es que metí una botella de agua en la mochila, el

inhalador para el asma y algo de comida, no pensé que necesitaría nada más. Esa

mañana bajé junto a mis vecinos para el análisis matutino, y entonces, sucedió.

Eric, el vecino de abajo, un chaval de veintipocos años, simpático y alegre, comenzó a

temblar y a sudar. Su camiseta se puso oscura en cuestión de segundos. Dora, la vecina

con muchos gatos, se acercó para preguntarle si se encontraba bien y él, en vez de

contestar un “tranquila, estoy bien”, se abalanzó sobre ella cómo un perro rabioso, la

tiró al suelo sin que pudiese siquiera reaccionar, apretó las yemas de sus dedos contra

las mejillas de Dora para tirar luego hacia él, desgarrando cuatro surcos de carne en

cada lado de la cara. La señora gritaba mientras se agarraba los cachos de carne que
caían de su cara. Luego Eric cogió a una niña de unos diez años y empezó a morder su

brazo, triturándolo entre sus dientes, los demás vecinos corrían y el ejército pedía calma

mientras preparaban sus M16. Yo no sabía que hacer mientras todo el mundo gritaba,

yo simplemente observaba a Dora, que empezaba a temblar y a levantarse. Me miró y,

gritando, corrió hacia a mí. Cómo un jarro de agua fría, la sangre de Dora que salía a

chorro de un agujero de bala en su cabeza, me hizo actuar, y empecé a correr. Casi toda

la gente fue a su casa, yo simplemente corrí calle abajo, mientras los gritos y los

disparos se quedaban detrás de mí. Justo antes de girar la esquina miré hacia atrás. Una

niña de diez años estaba metiendo su pequeña mano por la boca de una militar. Una y

otra vez. Detrás de ella, no se de dónde, atraídos por el ruido, llegaron decenas de

infectados sucios y ensangrentados. Se abalanzaron sobre los pocos militares que aún

conservaban todas sus extremidades. Un grupo de ellos entró en el edificio y más gritos

llegaron. Entonces salí corriendo.

Tienes que saber lo que es todo esto cariño. A que te enfrentarás porque sin duda

alguna, llegará. Cerraron las comunicaciones para no contarlo, para controlar la

situación. Tal vez fuese idea de la ONU o de la OMS. Piénsalo: Se elevó a categoría a

grado 5 (pandemia inminente) de una escala de 6. Dentro de poco te recomendarán

llevar máscara y no ir a lugares llenos de gente. Tienes que tener cuidado porque vas a

estar sola cuando todo comience.

Carlos me acaba de decir que tal vez pueda subir a un helicóptero con él, que debemos

esperar un rato más a que venga un coronel. Yo aprovecho para intentar contarte todo en

estos papeles. Si no puedo subir, si he de quedarme en tierra, no sé cómo saldré de esta

ciudad pero por suerte, Carlos, embajador español aquí, me ha jurado que te hará llegar

esta carta pase lo que pase. Supongo que esta carta es la única información que saldrá

del país en días.


Joder, no paro de llorar. Conozco a Carlos porque maté a su mujer. Cuando huí de mi

antigua calle, no sabía hacia donde ir. En cada calle había infectados golpeando,

mordiendo y salpicando sangre de inocentes. Niños y ancianos eran casi siempre los que

no sobrevivían al ataque para luego levantarse, así que todas las aceras estaban llenas de

cadáveres de ellos. Mutilados y aterrorizados. Yo intentaba que no me viesen, que ni

siquiera supiesen que estaba allí, y tuve suerte…un par de calles al menos. Hubo un

momento en el que comenzaron a perseguirme cuatro de ellos. Llenos de sudor y

sangre, gritando y con los ojos inyectados en rabia y sangre. No puedo decir que tuviese

miedo porque estaba bloqueado, solo corría lo más rápido posible mientras esas cosas

me perseguían. Pero cuanto más tiempo pasaba huyendo, más me cansaba, y ellos me

cogían ventaja. Sus gritos les atraen, creo que es cómo señalan donde hay carne fresca a

los suyos.

Cómo un aparición divina, vi frente a mí la estación de trenes. Entré y cerré

rápidamente la puerta. Sin aminorar su velocidad, los infectados chocaron contra la

puerta cerrada. Casi la destrozan, pero gracias al bendito obrero que las puso allí,

aguantaron la embestida. Metían sus manos entre los barrotes, rompiendo los cristales y

cortándose los brazos. Parecía no afectarles, sólo querían cogerme. Los pulmones me

ardían y ni me había dado cuenta, me costaba tanto respirar que empezaba a ver de color

blanquecino a aquellos seres. Maldito asma. Antes de caer inconsciente pude coger el

inhalador de la mochila y aspirar. En cuanto se fue la presión del presión del pecho cogí

un lateral del marco de un viejo cuadro esperando que pudiese salvarme llegado el

momento. Rezaba porque no hubiese nadie allí, pero cómo era de esperar, no fui

escuchado. Un hombre estaba encima de una mujer, agarrándola del cuello mientras ella

intentaba quitárselo de encima. No sé muy bien si fue la rabia o el hecho de querer

salvar a la mujer, pero corrí hacia ellos y rompí el marco en la cabeza del hombre, que
cayó al suelo inmediatamente con un grito. “¡A ella! ¡Es ella!” me decía. Cuando vi la

cara a la mujer, con esos ojos rojos y sudor por todo su cuerpo, me percaté de mi error.

Pero antes de levantarse pude clavarle la mitad del marco que me quedaba en el cuello.

Entre balbuceos intentaba gritar, y cuanto más fuerte lo intentaba, más sangre salía del

agujero de su garganta.

He matado cariño. Lo siento, esto es malditamente horrible.

Ha venido el coronel y le ha dicho a Carlos que no puedo subir. Maté a la mujer de

Carlos, y aunque erré a la primera, lo salvé. Él me hablo de este helipuerto en el

hospital, me dijo que estaban sacando a los altos cargos, que intentaría ayudarme, pero

no puede ser.

Cada vez oigo menos disparos y más gritos. Tengo miedo.

Tengo que darle la carta a Carlos pero que sepas que voy a por ti. Esquivaré a los

infectados y seguiré las vías del tren hasta llegar a tu misma puerta. Enciérrate y

protégete, no tengas miedo porque voy a intentarlo todo para cuidar de ti. No te fíes de

la falsa calma que haya ni de que no hablen ya de la pandemia: sólo quieren que no

sepas nada. Coge comida. Recuerda que te quiero.

Javi

PD: No dejo de toser, espero que sea el maldito asma.

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