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MEMORIA OLVIDADA.

Hernán Contreras-Caro (chileno)

El viento, frío y seco, olía como siempre a esa hora: no sabía si era a bórax o
caliche, a sangre o al sudor salado que mojaba las sábanas de saco harinero que Rosario
había blanqueado en la batea, bajo el sol brillante-dorado que le hacía rielar sus
hombros finos, color bronce viejo. Eran tan jóvenes, que apenas él llegaba de la pampa
caliente, esas sábanas envolvían los cuerpos, uno cansado pero deseoso, el otro
ardiendo de espera y las sangres de ellos hervían en interminables, dulces, intensos,
locos, telúricos, imborrables embates hasta el fondo de cada uno. Pero ahora ya no era
joven, las piernas ya no eran esas columnas fuertes, duras como cables que lo llevaban
cada mañana a la calichera. Caminaba sin saber si alcanzaría a llegar a su destino. Se
veía tan lejos aquel cerro negro, el Palestina lo llamaban los viejos. Era su punto de guía
para llegar a la oficina donde su Charito lo esperaba (¿Cuántos años han pasado? ¿O fue
el lunes?)). Llegaría… Aunque el desierto lo medio matara, llegaría.

Aún no amanecía cuando sintieron ruidos: alguien trajinaba por la pieza del
fondo donde el abuelo pasaba los últimos días esperando a la muerte-amiga que le
daría la paz, entre recuerdos perdidos y confusiones de su niñez, de hijos, de nietos
que lo miraban y reían de sus sueños de ir a buscar a la abuela. Pobre viejo. Era cosa
de escucharlo todas las tardes, planeando su loco viaje para ir a la oficina Castilla a
ver a su Charito. Saldría de la ciudad por la quebrada que tantas veces bajaron en el
tren, recordando en sus cuerpos el cambio del aire seco y ardiente de la pampa, por
aquel del aroma a mar, que aún antes de aspirarlo, era una fiesta para sus pulmones
polvorientos. Caminaría bordeando el Salar de Navidad y cuando avistara el de Mar
Muerto rumbearía hacia su derecha, al sur, hasta ver las tortas de la oficina. Los niños
lo escuchaban, con su atención repartida entre la voz triste-entusiasmada del abuelo, el
televisor y los comentarios sobre la niña nueva del Séptimo B.
Tantas veces había hablado de su viaje en busca de su mujer, la jovencita más
bella de la oficina, que nadie creía que algún día se iría a la” huella”, como él le decía.

En la casa de su hijo mayor - (ese señor que llegaba en las tardes en la camioneta
de la empresa, le decía papá) - nadie se dio cuenta que tempranito, antes de salir el sol,
salió muy silencioso, tratando de no despertar a nadie de la casa; el Negrito levantó la
cabeza, movió la cola como saludo y siguió durmiendo en la humedad de la madrugada
del puerto, que baña con su rocío salobre techos de calamina y almas noctámbulas.
Se preparó con anticipación, pues conocía bien el desierto y, aunque no le temía,
lo respetó siempre, porque conocía su fuerza, la mentira de las distancias en el aire
transparente y los engaños del espejismo…Al comienzo, creyó que era un espejismo
cuando por primera vez vio la sonrisa blanca de la Charito, aquella que le brindó como
saludo cortés, coquetuelo y femenino, cuando él pasó frente a la tercera casa de la
corrida. Ese espejismo ¿o realidad? nunca se borró de su mente, a pesar que los años le
habían arrancado de su baúl de la memoria hijos, amigos, tiempo, oficios, juegos,
cuecas zapateadas, riñas a la “pulgá de sangre”, imágenes, dolores.
Se ve tan joven y buenmozo cuando en el atardecer se viste con el terno negro,
nuevo, ése que se compró en la pulpería para el 18, con la camisa blanca almidonada
que le plancha Doña Clementina, la de la pensión, abotonada hasta el cuello, sin corbata
(ésa la guardará para el casamiento, cuando conquiste el corazón de Rosario). En el
bolsillo del pañuelo luce la pluma fuente que nunca ha usado, con su tapa dorada
refulgente cuya flecha apunta hacia la tierra dura. No le gusta mucho, pero le han dicho
sus compañeros de la calichera, cómplices de sus afanes de conquista: “ponte colonia
inglesa”. Se mixtura con su aroma de hombre sano, fuerte, con ganas de dejar huella de
su sangre en la vida.

No era extraño que el abuelo se levantara muy temprano y saliera, medio en


fuga, medio en busca del pan tibio de la mañana. Cuando el padre (aquel que le decía
que era su hijo) se fue al trabajo y poco después los niños al colegio, sólo le encargó a
su mujer que estuviese pendiente si el abuelo se tardaba, para salir a buscarlo.
Seguramente estaría en aquella esquina desde la que tantas veces se hipnotizaba
mirando salir el sol recortado en las líneas definidas de los cerros, le dijo,
tranquilizándola. Ella no lograba comprender muy bien a su suegro, que a veces
parecía que había regresado a su infancia, cuando en las noches quería salir a la calle
a reunirse con sus hermanitos, para jugar con ellos antes de dormirse.¿Cómo podía
enredar tanto los tiempos y las cosas? Esperó hasta cerca de mediodía para salir a
cumplir lo que su marido le había pedido en la mañana. En verdad nunca se sintió
muy preocupada; mas bien se sentía agobiada por la presencia constante de ese
anciano que se olvidaba de las cosas, los nombres y que siempre le preguntaba quién
era ella, Soy la esposa de su hijo.

Quiero muchos hijos, le pidió a Charito, (aquel día en que por fin se puso la
corbata), pues esa sería su manera de perdurar y dejar su simiente en este mundo.
Antes de llegar al día de la boda, hubo tantas miradas en la placita de la oficina, donde
se daban vueltas y mas vueltas los jóvenes conquistadores en busca de la niña soñada,
tantos paseos furtivos cerca de las tortas, uno que otro momento de placer de pie en un
rincón oscuro detrás de la pulpería, las caderas turgentes tamborileando contra las
calaminas al ritmo del amor y por fin, la conversación solemne con don Jacinto para
pedirle su bendición para casarse. Don Jacinto había llegado con su familia desde la San
Gregorio, que después de la matanza, nunca volvió a ser la misma (hasta el nombre le
cambiaron) y muchos emigraron. Fue un buen padre para ese muchacho que amaba a su
hija; se le notaba en los ojos y en los gestos: sería un amor para siempre.
Sería un amor para siempre. Esa fue una promesa jamás olvidada. La amó y aún
la amaba. En sus recuerdos estaba la niña de pelo largo, lustroso de lavados con quillay,
que ni el polvo del viento de la tarde podía opacar. Otra vez la voy a ver y abrazar. Ese
pensamiento le daba fuerzas para seguir caminando. Un camionero que iba a las
borateras le alivió muchos kilómetros. Le dijo que era vigilante de una oficina
abandonada, pues aún le quedaba astucia para salirse con la suya.

Fue a la esquina hipnótica, pero no estaba. Preguntó a los vecinos, buscó en la


amasandería, los vaguitos, que a esa hora ya había detenido los temblores de sus
manos negruzcas con el cuartillo de tinto mañanero, tampoco lo habían visto. Pobre
viejo. Ojalá no caiga muerto en la calle. Por un momento, recordó los planeados viajes
del abuelo en busca de Doña Charito, su mujer y un ramalazo de temor la estremeció.
No. No podría a su edad. Además de todos los problemas, tener que lidiar con un
abuelo sin memoria.

La memoria de sus ojos tenía muy bien registrada esa quebradita que era el
cauce del río seco que llegaba a desembocar en el salar de Mar Muerto. Aún tenía vigor
para caminar lentamente por .los meandros resecos que pasaban entre dos cerros y que
venían de la salitrera. El corazón le latía loco de ansiedad por llegar pronto a los brazos
de su Charito, joven, bella, olorosa a cebolla picada con verdurita, a jabón gringo y a
sábanas de saco harinero. Sus ojos le hacían verla en la puerta de la casita que la
administración le había asignado al casado. Afiebrado, agotado, veía las casas con sus
luces y sus sonidos de vida…de música de victrola….La ve. Mi Charito…Tan linda en
la espera de nuestro primer hijo…Apenas nazca, me pondré mi terno negro con la
pluma en el bolsillo, para ir a bautizarlo…¡Chispazos!… ¡Relámpagos en la mente!...
las vecinas lloran, don Jacinto no tiene consuelo… el abuelo se ve a si mismo, otra vez
de negro, con sus cinco hijos (una mujercita igual a su madre) llorando. Los pampinos
lo abrazan y le dicen palabras de consuelo que quedan en el vacío, resbalan en su
conciencia, no quiere recibirlas en sus entrañas incrédulas. Era muy buena mujer la
Rosarito. Dios la tenga en su santo reino. Tan joven. Qué irá a ser de los niños y la
Carmencita.
Charito, llegué; abrázame, llévame a la cocina, quiero comer tu caldito caliente y
después vamos a jugar a las sábanas de saco harinero. …¡chispazo!…. Allí está, en la
oscuridad, el viejo cementerio abandonado, donde aletea el viento entre coronas de
flores de lata, ya desteñidas… Aquí estás, mi Charito, ya llegué. Déjame dormir a tu
lado…
.
El viento, frío y seco, olía como siempre, a soledad dulce-amarga. Ese viento del
desierto remolinea entre las tumbas olvidadas levantando un polvillo fino y penetrante,
inunda los ojos del abuelo, que antes de ponerse vidriosos, derramaron lágrimas de
memoria recuperada, absorbidas en la reseca tierra salitrosa. Intrusea en las narices
anhelantes de oler a su Charito y se aleja hacia el mar danzando, indolente, como
riéndose y, como siempre, sin mirar atrás…

Noviembre 2008

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