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El complot de los románticos


de Carmen Boullosa

Muerto en las circunstancias descritas, Carlin Perez entró a nuestra


asociación sin necesidad de someterse a votación, no pasó tampoco por las
extenuantes revisiones del comité, cartas de recomendación y toda la parafernalia
(bibliografía, recortes de prensa, etcéteras que avalen la entrada al Parnaso), llegó
a formar parte de los nuestros directito y como miembro honorario. No por virtudes
literarias, no, no creo la verdad que ninguno de nosotros lo haya leído; tampoco
por conexiones, nadie siquiera había oído antes mencionar su nombre. No lo
conocíamos no de oídas, ni de primera mano, pero la manera novelesca de morir -
y el apoyo que le dieron sus colegas neoyorquinos, viendo en él la oportunidad de
granjearle a su ciudad simpatía para no ceder la sede de la reunión anual- le
garantizó un lugar en El Parnaso.

Yo había intentado sonreírle desde el coctel, donde nos conocimos, y allá


también le di la mano, presentándome con mi nombre y el necesario agregado
«soy fulanita de tal, la escritora mexicana». Le vi en sus ojos el desprecio y lo
entendí porque cómo no conocerlo aquí. Me miraba así porque ya no soy joven,
como ella, y porque quién carajos soy yo, si a sus ojos soy nadie, su guía si acaso,
un requisito burocrático para verse publicada en la revista fufú de hojas brillantes,
soy una ninguna más, una de los muchos que conforman los ejércitos de
nadienérrimos. Que las nadies fuésemos nadias, otra cosa sería nuestro destino.
Nadia es un nombre bello. Y aquí tengo otra vez a la autora de este libro, que no
soy yo, fastidiándome con un golpe de memoria:

«La primera Nadia de mi vida no lo era tanto. Era hija de una pareja conocida
de mis papás, miles de años atrás, en mi infancia, católicos convencidos, como los
míos. Su mamá no era precisamente amiga de la mía. Su linaje era de otra
naturaleza. Mi mamá -a la que nunca llamé "mamá", siempre le dije "Teté" (y que
conste que ella es la madre de todos mis míes, incluyendo mis yoes)- era
apasionada, entusiasta, iconoclasta, un espíritu independiente, llena de ilusiones,
más pronta a imaginar mundos mejores que a practicar mundos posibles. No
contemporizaba con nada ni con nadie. Era muy joven, demasiado joven. No sé
cómo habría madurado. Era como una niña cuando murió. Tenía treinta y seis
años. Se llamaba Teté y era un ser excepcional».

Interrumpí la escena diciendo en voz muy alta: «Dichoso el árbol que es


apenas sensitivo / y más la dura piedra porque ésa ya no siente / pues no hay
mayor dolor que el dolor de ser vivo / ni mayor pesadumbre que la vida
consciente». Dante cambió otra vez de expresión.
«¿Dichosa la piedra, más que el hombre que habla de ella?»
«Exactamente.»
«¿Pesadumbre de la vida consciente?»
«Exactamente.»
«¿De quién son estos versos?»
«De Rubén Darío.»
«¿Quién es Rubén Darío?»
«Darío es el gran poeta de nuestra lengua.»
«¿Cuál era la pena de este poeta?»
«Ninguna en particular, no era cosa de él, era el mundo en el que le tocó en suerte
nacer. Es el mundo del hombre de nuestro siglo.»
«¿De quién es hijo Rubén Darío?, ¿cuál fue su ciudad?»
«Hijo de nadie, Dante, y de ninguna ciudad que fuera un reino, y porque fue de
nadie y de nada lo amamos, es el poeta más grande de esta Nueva Tierra. Fue el
poeta de todos.»

Caminamos rodeados de una turba fea. Son los que intentan cruzar el muro
feo, los más hombres y jóvenes, también mujeres, niños, grupos de jóvenes,
familias enteras, viejitos, gorditos, flaquitas, rubiecitas, morenitos, calvitos, hay de
todo, pero todos se ven feos. Algunos cargan cachivaches, otros no llevan ni agua,
hay pobres, menos pobres, más o menos miserables, una multitud algo variopinta.
-¿Adónde van? -me pregunta el florentino-, te suplico que me digas quiénes
son, y qué designio les hace tan ansiosos de cruzar.
-Son los espaldas mojadas.
-¿Qué son «espaldas mojadas»? ¿de qué huyen, de qué peste?
-No es peste. Los hay que huyen de guerras e infortunios colectivos, los que
no tienen tierra o agua para sembrarla, los más por una cosa que tiene que ver
con el dinero, es la fuga masiva buscando mejores oportunidades, su corazón
está al sur pero la necesidad los lleva al norte, y en unos cuantos despistados el
deseo de abandono de la patria por el sueño de que hay otra mejor, lo cual es una
absurda barrabasada, pero qué le vas a hacer, siguen la corriente, gana el que
gana, pierde el que pierde.

El cuerpo desnudo sobre el asfalto es el de una mujer crucificada sobre tres


palos, los brazos abiertos y las piernas juntas, un pie clavado sobre el otro. Tiene
el vientre abierto desde el ombligo hasta donde las ingles comienzan, con un tajo
en ye, y aunque le han claveteado contra el madero las dos piernas a la altura de
los muslos, queriendo con esto contenerle las entrañas, parte de éstas están
regadas. Hay sangre en el piso. Sus dos brazos han sido maltratados duramente,
torturados con saña. Sobre el pavimento se extiende su cabello largo, oscuro,
bello como su joven cara aún, en estas espantosas circunstancias.
-¿Qué mente enferma pudo haber hecho esto?

Me dije, «ahora mueren por decenas, por cientos; son torturados, dejados sin
cabeza, quemados vivos, de todas clases sociales, de todas edades, los niños
también, en venganzas atroces del narcotráfico que alcanzan proporciones
innombrables, los cadáveres abandonados indiscriminadamente, en medio de las
calles, en despoblado, en botes de basura, en la sala de recepción de un hotel, de
vez en vez una mano anónima arroja bombas en algún restorán; las decenas de
muertos se acumulan, caen centenas, miles al término de un año; otros
incontables son secuestrados por manos donde no llega la lluvia de dólares del
tráfico de drogas, se les mata o no, a veces se les mutila, se les corta una oreja,
un dedo, el otro, envían los trocitos a sus familias para hacer presión, para
enseñar que los secuestradores no conocen la piedad, para infundir terror. Cuánto
ha subido el nivel de tolerancia a la violencia.»

El renombrado crítico de arte estaba en las de siempre: debía entregar sus


tres cuartillas para el semanario. ¡Trabajo envidiable! Todo el mundo buscaba su
columna, los galeristas y agentes lo cortejaban, los famosos y los aspirantes le
coqueteaban; novias tenía de sobra. Ganaba buen dinero. ¿De qué podía
quejarse? Nada es perfecto, y él sí tenía de qué lamentarse. La mosca en su sopa
era que, para entregar sus tres cuartillas semanales, necesitaba escribirlas.
Cada vez le costaba más hacerlo. Él no era un animal literario -«¡que dios me
libre!»-, los libros (novelas, poemas, ensayos) que sus colegas alababan le
aburrían soberanamente. Lo de él eran las artes visuales -«oiga bien: ¡vi-sua-
les!»-, no las cuartillas, y menos que ningunas otras las que él tenía que entregar
cada ocho días. No era un mero capricho irracional, su tirria tenía una justificación
intelectual, «a quién le interesa hoy algo que no sea una imagen, la era de los
mensajes y los entretenimientos escritos son historia».

 
 
 
 

 
Aunque seamos malditas
de Eugenia Rico

Escribo para el mismo ser al que escriben los enamorados cuando escriben
sus nombres en la arena de la playa.
Sólo que quizá yo escriba en la arena de un desierto.
Y ese desierto es el de mi vida.

Era pobre y cuando tuve dinero descubrí que seguía siendo pobre. Toda tu
vida eres tan pobre o tan rico como lo has sido de niño.
Ellos me dieron dinero.
Para callarme la boca.
Cuando se tiene dinero, el dinero es como un colchón de plumas. No cambia
la realidad, la acolcha. A veces el colchón de plumas se extiende sobe las
paredes; en ese caso, no impide que oigamos la realidad pero hace que las voces
parezcan venir de muy lejos.
Y ni siquiera el dinero puede borrar los recuerdos.

Siempre he sabido que hay cosas que no se pueden contar a nadie. Cosas
secretas. Ocultas. Siempre he sabido que los deseos pueden hacerse realidad si
se piensan de un cierto modo, suavemente y con ingeniosidad. Imaginas en tu
interior las cosas que quieres. Como si las vieras en el fondo de un pozo.
Y siempre he sabido que nadie debe saberlo, nadie debe oírlo, porque
pueden pensar que estás loca o que quieres llamar la atención; sin embargo, a
veces quisieras ayudarlos, explicarles cómo son las cosas, para que la vida no
sea tan larga y tan difícil.
Y lo intentas y, en el mismo momento en que lo intentas, sabes que has
vuelto a equivocarte.

Todas las mujeres, en algún momento de su vida, dicen que son un poco
brujas. Lo dicen riendo o sonriendo, con una mueca de superioridad. y todas las
mujeres en algún momento de su vida dicen de otra que es una bruja. Lo dicen
con desprecio, con pena, sabiendo que la acusan del pecado más terrible. ¿Cómo
puede ser que ser bruja sea para una mujer a la vez un orgullo y un insulto? La
expresión más alta de ser mujer y su negación.

El mantel había viajado conmigo desde Barcelona, pero era mucho más antiguo,
me había acompañado en los tiempos del acoso de mi presidente, durante el juicio y a
través de las amenazas, los anónimos y los insultos. Había sido uno de los regalos de
boda de mi madre. Se lo había regalado su suegra. Perteneció a su ajuar. Había pasado
de novia a novia, hasta llegar a mí, que nunca lo he sido. Y ahora estaba empapado en
una sangre espesa que se volvía negra por momentos. Sólo es un pájaro, dije. Hablaba
en voz alta para reconfortarme con el sonido de mi propia voz, pero mi voz no se parecía
a mí, era ronca y gutural como si otra persona hablase en mi lugar.
Y, mientras, en mi boca se acumulaba la sal y la amargura de las primeras
lágrimas.

Mi madre no quería que yo fuera una desgraciada como ella; mi abuela no


quería que yo fuera una desgraciada como mi madre, había algo que no
funcionaba en mi cabeza, me decían, y yo oía que las fuentes, que los riachuelos,
que los pájaros cantaban mi nombre y le daban la razón a mi madre y a mi
abuela. No paré hasta que se callaron, no me detuve hasta que pacté el silencio
de las fuentes, esa misma tarde me vino la primera sangre y supe que se habían
acabado la magia y la infancia. Quizá fueran lo mismo.

¿Y por qué no escribes una novela sobre las brujas?


-No creo en las novelas, yo sólo escribo cosas que han sucedido, que están
sucediendo en este momento o van a suceder. No tengo talento para las cosas
que no han sucedido de verdad, eso lo dejo para Eugenia.
-¿Qué Eugenia?
-Eugenia Rico, aquella amiga de la infancia, la que me enseñó a no ser escritora.

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