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«La primera Nadia de mi vida no lo era tanto. Era hija de una pareja conocida
de mis papás, miles de años atrás, en mi infancia, católicos convencidos, como los
míos. Su mamá no era precisamente amiga de la mía. Su linaje era de otra
naturaleza. Mi mamá -a la que nunca llamé "mamá", siempre le dije "Teté" (y que
conste que ella es la madre de todos mis míes, incluyendo mis yoes)- era
apasionada, entusiasta, iconoclasta, un espíritu independiente, llena de ilusiones,
más pronta a imaginar mundos mejores que a practicar mundos posibles. No
contemporizaba con nada ni con nadie. Era muy joven, demasiado joven. No sé
cómo habría madurado. Era como una niña cuando murió. Tenía treinta y seis
años. Se llamaba Teté y era un ser excepcional».
Caminamos rodeados de una turba fea. Son los que intentan cruzar el muro
feo, los más hombres y jóvenes, también mujeres, niños, grupos de jóvenes,
familias enteras, viejitos, gorditos, flaquitas, rubiecitas, morenitos, calvitos, hay de
todo, pero todos se ven feos. Algunos cargan cachivaches, otros no llevan ni agua,
hay pobres, menos pobres, más o menos miserables, una multitud algo variopinta.
-¿Adónde van? -me pregunta el florentino-, te suplico que me digas quiénes
son, y qué designio les hace tan ansiosos de cruzar.
-Son los espaldas mojadas.
-¿Qué son «espaldas mojadas»? ¿de qué huyen, de qué peste?
-No es peste. Los hay que huyen de guerras e infortunios colectivos, los que
no tienen tierra o agua para sembrarla, los más por una cosa que tiene que ver
con el dinero, es la fuga masiva buscando mejores oportunidades, su corazón
está al sur pero la necesidad los lleva al norte, y en unos cuantos despistados el
deseo de abandono de la patria por el sueño de que hay otra mejor, lo cual es una
absurda barrabasada, pero qué le vas a hacer, siguen la corriente, gana el que
gana, pierde el que pierde.
Me dije, «ahora mueren por decenas, por cientos; son torturados, dejados sin
cabeza, quemados vivos, de todas clases sociales, de todas edades, los niños
también, en venganzas atroces del narcotráfico que alcanzan proporciones
innombrables, los cadáveres abandonados indiscriminadamente, en medio de las
calles, en despoblado, en botes de basura, en la sala de recepción de un hotel, de
vez en vez una mano anónima arroja bombas en algún restorán; las decenas de
muertos se acumulan, caen centenas, miles al término de un año; otros
incontables son secuestrados por manos donde no llega la lluvia de dólares del
tráfico de drogas, se les mata o no, a veces se les mutila, se les corta una oreja,
un dedo, el otro, envían los trocitos a sus familias para hacer presión, para
enseñar que los secuestradores no conocen la piedad, para infundir terror. Cuánto
ha subido el nivel de tolerancia a la violencia.»
Aunque seamos malditas
de Eugenia Rico
Escribo para el mismo ser al que escriben los enamorados cuando escriben
sus nombres en la arena de la playa.
Sólo que quizá yo escriba en la arena de un desierto.
Y ese desierto es el de mi vida.
Era pobre y cuando tuve dinero descubrí que seguía siendo pobre. Toda tu
vida eres tan pobre o tan rico como lo has sido de niño.
Ellos me dieron dinero.
Para callarme la boca.
Cuando se tiene dinero, el dinero es como un colchón de plumas. No cambia
la realidad, la acolcha. A veces el colchón de plumas se extiende sobe las
paredes; en ese caso, no impide que oigamos la realidad pero hace que las voces
parezcan venir de muy lejos.
Y ni siquiera el dinero puede borrar los recuerdos.
Siempre he sabido que hay cosas que no se pueden contar a nadie. Cosas
secretas. Ocultas. Siempre he sabido que los deseos pueden hacerse realidad si
se piensan de un cierto modo, suavemente y con ingeniosidad. Imaginas en tu
interior las cosas que quieres. Como si las vieras en el fondo de un pozo.
Y siempre he sabido que nadie debe saberlo, nadie debe oírlo, porque
pueden pensar que estás loca o que quieres llamar la atención; sin embargo, a
veces quisieras ayudarlos, explicarles cómo son las cosas, para que la vida no
sea tan larga y tan difícil.
Y lo intentas y, en el mismo momento en que lo intentas, sabes que has
vuelto a equivocarte.
Todas las mujeres, en algún momento de su vida, dicen que son un poco
brujas. Lo dicen riendo o sonriendo, con una mueca de superioridad. y todas las
mujeres en algún momento de su vida dicen de otra que es una bruja. Lo dicen
con desprecio, con pena, sabiendo que la acusan del pecado más terrible. ¿Cómo
puede ser que ser bruja sea para una mujer a la vez un orgullo y un insulto? La
expresión más alta de ser mujer y su negación.
El mantel había viajado conmigo desde Barcelona, pero era mucho más antiguo,
me había acompañado en los tiempos del acoso de mi presidente, durante el juicio y a
través de las amenazas, los anónimos y los insultos. Había sido uno de los regalos de
boda de mi madre. Se lo había regalado su suegra. Perteneció a su ajuar. Había pasado
de novia a novia, hasta llegar a mí, que nunca lo he sido. Y ahora estaba empapado en
una sangre espesa que se volvía negra por momentos. Sólo es un pájaro, dije. Hablaba
en voz alta para reconfortarme con el sonido de mi propia voz, pero mi voz no se parecía
a mí, era ronca y gutural como si otra persona hablase en mi lugar.
Y, mientras, en mi boca se acumulaba la sal y la amargura de las primeras
lágrimas.