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Enrique Galán Santamaría
Carl Gustav Jung. Acerca de la psicología de la religión occidental y de la religión
oriental. Obra completa, volumen 11. Trad. R. Fernández de Maruri. Trotta Ed. 692
páginas. 46 €
Dentro de la meritoria y esforzada labor que está llevando a cabo la Editorial
Trotta al publicar la Obra completa de Jung, le ha llegado el turno al volumen dedicado
a sus escritos relativos a la religión. En él se recogen algunos textos ya conocidos al
lector en castellano por ediciones anteriores, vertidas desde la publicación original y,
por lo tanto, no revisadas para su inclusión en la O.C. El lector curioso podrá así
comparar las traducciones de esas antiguas ediciones, algunas descatalogadas desde
hace tiempo, con esta nueva traducción, que sigue los criterios establecidos por la
Fundación Carl Gustav Jung de España para la publicación de esta O.C., ya disponible
en más de su mitad —12 volúmenes de los 20 que la componen.
Inicia este volumen Psicología y religión, el texto de sus Conferencias Terry,
dictadas en la Universidad de Yale en 1937, cuando Europa se encontraba a las puertas
de la Segunda Guerra Mundial, cuya primera señal sería la Guerra Civil española. El
horror se enseñoreaba otra vez de la Cristiandad. Las purgas estalinistas evidenciaban la
verdad del comunismo triunfante en Rusia el año 1917, quebrando así el posible sueño
de la Europa ilustrada en un sistema económico que no necesitara la rapiña imperialista
y el sometimiento nacional para crecer. Junto a sus especulares reacciones
anticomunistas y antiliberales —fascista en Italia desde 1928, nacionalsocialista en
Alemania desde 1933 y el levantamiento franquista en 1936—, se evidenció el
crecimiento del poder del totalitarismo. Su trasfondo religioso lo expresa
contundentemente Jung en la segunda de estas conferencias: “En el momento actual
asistimos al sorprendente drama de que los Estados reclaman para sí los antiquísimos
derechos de las teocracias, es decir, los de la totalidad […] No es difícil ver que los
poderes del inframundo —por no decir los del infierno—, que hasta ahora habían sido
amarrados y domesticados con mayor o menor fortuna en un gigantesco edificio
espiritual, se apresuran de nuevo a convertir a los Estados —o como mínimo a intentarlo
— en una cárcel y una plantación de esclavos que carece de todo atractivo anímico y
espiritual. [… Un] volcán enfurecido”. Jung se va a ocupar crecientemente en indagar
en ese “gigantesco edificio espiritual” que ya no tiene ningún interés para el hombre
moderno.
Llevará adelante su tarea como psiquiatra ante la expansión de esa pandemia
psíquica que multiplica el asombrado horror de la I Guerra Mundial, dos décadas
anterior: “Una vez más, vemos cómo los hombres se cortan el cuello unos a otros a
causa de teorías infantiles sobre cómo ha de construirse un paraíso en la tierra”. No
parece que la razón, la “mera razón humana”, sea capaz de hacerse oír. Es el momento
de una sinrazón aguijoneada por el odio y la sed de destrucción: “Nuestro mundo se ve
sacudido y atravesado por las olas de la ansiedad y el miedo”. El individuo no es nada
ante las masas invictas, desarraigadas de su fuente espiritual y ciegas seguidoras de sus
jefes iluminados. Conviene, pues, diferenciar qué es del César y qué de Dios,
trágicamente indiferenciados ahora en un mundo donde ingenuamente se proclama que
como Dios ha muerto todo está permitido.
Jung observa que “la religión es una de las manifestaciones más tempranas y
universales del alma humana”, e hipotetiza en consecuencia que existe “una genuina
función religiosa en lo inconsciente”. Esta función religiosa, que se manifiesta en
experiencias individuales numinosas, da lugar a las diferentes confesiones religiosas,
esas “formas modificadas y dogmatizadas de las experiencias religiosas originales” que
“reemplazan la experiencia inmediata por una selección de símbolos apropiados”.
Frente a la atea visión racionalista, que hace de toda experiencia numinosa pura patraña
irracional, cuando no una neurosis obsesiva, y de las confesiones un modo de
adormecer las conciencias, un opio del pueblo, Jung entiende, sin embargo, que el
dogma y el ritual son “métodos de higiene espiritual” que pueden evitar al individuo ser
sumergido por ese inconsciente que desconoce. De ahí, como afirma en su conferencia
“Sobre la relación de la psicoterapia con la cura de almas”, dictada en 1932, “con la
decadencia de las creencias religiosas las neurosis han incrementado considerablemente
su número”. En consecuencia, “el problema de la curación es un problema religioso”,
pues aquello “que el paciente necesita para vivir es fe, esperanza, amor y sabiduría”.
La experiencia numinosa, esa “particular alteración de la consciencia” ante lo
fascinante y tremendo, no es empero una sensación beatífica, como estudia Jung en
“Hermano Klaus”, de 1933. Las visiones de este beato, fallecido en 1487 y canonizado
en 1947, no fueron para él una fuente de placer, sino que “el terror se había apoderado
de todos sus miembros y su rostro era causa de espanto incluso para los extraños”.
Enfrentado a ese pavor pudo transformar, tras “años de intensísimos esfuerzos
anímicos” viviendo como un eremita, la imagen del Dios colérico y terrorífico
aparecido en su visión en una forma mandálica de la Trinidad, hoy expuesta en la iglesia
parroquial de Sachseln —una rueda con seis rayos a la que posteriormente añadió otros
seis círculos secundarios.
Así pues, la investigación de la religión por parte de Jung es un paso obligado
por razones prácticas. Si la psicología médica ha demostrado que “las neurosis
psicógenas no son enfermedades orgánicas […ni] enfermedades mentales, [… sino] el
sufrimiento de ese alma que todavía no ha encontrado su sentido”, según leemos en su
texto de 1932, será necesaria la colaboración con los especialistas en el alma. Y son
“teólogos y médicos los únicos a los que su profesión obliga a interesarse por el alma
humana”, como escribe veinte años después en el prólogo al libro de su amigo, el
teólogo católico V. White, Dios y lo inconsciente. Acercarse desde la psicología a la
teología ha sido atacado de psicologismo, pero el interés de Jung era más bien descubrir
qué verdad sobre el alma hay en la religión en un momento de crisis de las confesiones.
Centrará primero sus estudios en el dogma de la Trinidad y en el ritual de la
misa, artículos de los años 1940 y 1941 preparados con ocasión de las reuniones del
Eranoskreis. Años de una tensión brutal, cuando algunos de sus antiguos miembros
acudían vestidos con el uniforme de las SS. El primer artículo se centra en la temática
que representa el alquímico ‘axioma de María’, el paso de la trinidad a la cuaternidad
por integración de la función inferior. El segundo concluye que la misa es el “rito del
proceso de individuación”.
Jung contextualiza históricamente el dogma cristiano de la Trinidad mostrando
las influencias religiosas babilónica y egipcia y la influencia filosófica griega que
moldea a los primeros Padres cristianos. La relación PadreHijo divinos es mediada en
Mesopotamia por una diosa, pero en Egipto lo hace una figura animal que representa el
poder de generación. En cuanto a la influencia griega, se debe al Platón de Timeo, tan
querido por los contemporáneos neoplatónicos de esos Padres, donde se introduce
precisamente el problema del cuarto, objeto central de la alquimia. Jung destacará en
este artículo el carácter del Espíritu Santo como complexio oppositorum que en parte
integra la figura femenina (como Sofía o como María Virgen), con lo que el Diablo
cristiano sería el cuarto a integrar en una totalidad, fenomenología propia del símismo.
En cuanto a su escrito “El símbolo de la transubstanciación de la misa”, los
paralelos allegados son el Teoqualo azteca, los misterios de Mithra y las visiones del
alquimista Zósimo, en su relato de la pasión y sacrificio de Cristo —Dios hecho
hombre. Su muerte y resurrección están representada por el símbolo de la misa católica,
que “persigue una participation mystique”. El mitologema es más antiguo, como
corresponde a esa relación participativa con el mundo, y está presente en la iniciación
chamánica. Descuartizamiento e integración, esa “unio oppositorum, la experiencia de
lo divino” .
Jung tardará una década, y como fruto de una grave enfermedad con
experiencias cercanas a la muerte, para ofrecer una interpretación del “arquetipo de la
divinidad”: “He esperado a cumplir setenta y seis años antes de atreverme a examinar
realmente la naturaleza de esas ‘superrepresentaciones’ que condicionan nuestro
comportamiento ético”. En su lectura del bíblico Libro de Job Jung parte del poder de
Satán ante Yahvé, que por su causa castiga injustamente al piadoso Job. Ese castigo
muestra que Yahvé es una antinomia inconsciente de sí a pesar de su omnisciencia. Será
precisa la aparición siglos después de la Sabiduría, Sofía, “símbolo de la autorreflexión
de Dios”, para poder transformar al cruento Yahvé veterotestamentario en el Padre
creador amoroso neotestamentario que se hace hombre en su Hijo. Una nueva
problemática surgirá empero con el cristianismo al hacer de Dios el sumo bien y definir
el mal, encarnado en el Diablo, como privación del bien, tesis teológica que Jung
combatirá desde la empiria psicológica. Para Jung, Satán es un mitologema que florece
en el cristianismo precisamente por esa tesis teológica, según expone en su prólogo al
libro de Z. Werblowsky Lucifer y Prometeo, publicado el mismo año que Respuesta a
Job.
Jung se muestra más cauto al tratar sobre el pensamiento oriental. En sus escritos
señala de antemano las diferencias entre un Occidente extravertido que desde el
Renacimiento ha separado ciencia y religión, frente a un Oriente introvertido cuya
metafísica no va contra la naturaleza. Ante la metafísica india, basada en una Mente
universal, la psicología científica occidental es de una pobreza innegable. De ahí el
interés occidental desde finales del XIX por el pensamiento oriental, y el peligro que
Jung señala acerca de la aceptación acrítica y literal de sus postulados. Sostiene así en
1936, en su artículo “El yoga y Occidente”, que “el europeo [que no conoce su alma]
indefectiblemente hará un mal uso del yoga”. Tres años más tarde, en su “Comentario
psicológico al libro tibetano de la Gran Liberación”, que prologa la edición de Y. Evans
Wentz de dicho tratado, se muestra aún más sarcástico: “Hacer yoga […] en cualquier
lugar al que sea posible acceder por la línea telefónica no es más que una estafa
espiritual”. Igual de taxativo es respecto al budismo zen: “La transferencia directa del
zen a Occidente no es recomendable ni aún posible”, escribe en su prólogo al libro de
Suzuki La Gran Liberación, publicado también en 1939.
Sin embargo, más allá de las diferencias entre un pensamiento que se quiere no
dualista y el profundamente dualista Occidente, también pueden resaltarse algunas
concomitancias. En primer lugar, que “la meta de las prácticas orientales es idéntica a la
de la mística occidental”, como señala en 1944 en su introducción al libro de H. Zimmer
sobre Ramana Maharsi. En segundo término, muestra la identidad entre la Mente Una
oriental y lo inconsciente colectivo: “Al demostrarse capaz de probar científicamente la
existencia de un estrato uniforme y aún más profundo de lo inconsciente, la psicología
occidental ha llegado de hecho tan lejos como el yoga”, escribe en “Acerca de la
psicología de la meditación oriental”, de 1943. También indica la similitud entre el
psicoanálisis freudiano y los estados descritos en el Bardo Tödol correspondientes al
estadio del bardo sidpa, que proporcionan una imaginería sexual al impulso hacia el
renacer. Con todo ello, Jung concluye que “Occidente alumbrará su propio yoga. Pero lo
hará sobre la base edificada por el cristianismo”, en parte según el modelo de los
ejercicios espirituales ignacianos, en parte con su propio método de diálogo con lo
inconsciente, la imaginación activa.
Este volumen 11 de la Obra completa se cierra con el prólogo que Jung escribió
en 1949 para la versión inglesa de la edición del I Ching realizada por R. Wilhelm. En
dicho escrito es el propio oráculo el que se manifiesta sobre la oportunidad de su
publicación en lengua inglesa. Con ello, Jung ofrece una clase práctica sobre el modo de
relación con este primer libro chino, que tiene su origen al principio del I milenio a.C.
sobre bases medio milenio más antiguas. Aunque no deja de mostrarse escéptico sobre
el destino de esta y de toda sabiduría: “¿Tiene algún sentido recomendar lo que los más
sabios entre los hombres han predicado en todas las épocas sin éxito?”.
Junio, 2008