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Memoralibria

Peter Sloterdijk y las habichuelas mágicas


Juan Antonio Montiel

Memoralibria es una nueva columna que se encarga de recuperar libros que aparecieron hace años,
siguiendo de estela de otros de reciente publicación. En este caso Venir al mundo, venir al lenguaje, de
Peter Sloterdijk (Pre-Textos, 2006), motiva un comentario sobre El árbol mágico, una novela del mismo
autor, publicada originalmente en 1986.

Si comenzara esta columna diciendo que me propongo vincular a un eremita del siglo V
con el infantil protagonista de un cuento de Andersen, para terminar hablando de una
novela que el filósofo alemán Peter Sloterdijk publicó a mediados de los años ochenta
—todo esto sin dejar de mencionar, de pasada, a Juan Villoro, a Nietzsche y a Stefan
Zweig—, lo más probable es que muchos lectores me tomaran por un presentador de
circo. Quiero adelantar, por si acaso, que la referencia circense es tan inevitable como
(espero) provisional: al fin y al cabo cualquiera está autorizado a pensar que lo que hago
ahora mismo podría perfectamente describirse como un acto en el que un hombre se
arroja desde lo alto de una (su) columna.
Sin embargo, el estilita en el que pensaba originalmente no era yo mismo, sino
aquel Simón del desierto que Buñuel imaginó siendo tentado por el diablo en una
discoteca neoyorquina. Está claro que una vez que se ha postulado el desierto de lo real,
la discoteca podría parecernos un oasis, pero ese es solamente otro de los trucos del
maligno: en tanto inevitablemente real, aquello no es más que un páramo sombrío. Sea
como sea, San Simón fue uno de los protagonistas de una masiva huida del mundo que
hoy nos parece inexplicable, sobre todo porque no involucra nada que pueda
compararse al Sputnik. Acerca de ese ancestral fenómeno migratorio, Peter Sloterdijk
escribe, en Extrañamiento del mundo: “El éxodo al desierto fue el más radical acto
poético al que jamás determinaron elevarse los hombres”, para agregar más adelante:
“No se vaya a malinterpretar esto. Los santos del desierto no son poetas; son atletas de
una disciplina metafórica que persigue hacer hombres divinos de hombres mundanos”.
La aclaración de Sloterdijk es fundamental, por una parte porque nos permite
separar a los místicos de los poetas y, por otra, porque hace posible —si nos tomamos
ciertas libertades— distinguir la poesía, y por extensión la literatura, del ejercicio de la
metáfora, es decir, de lo que podríamos llamar atletismo lingüístico. Las implicaciones
de la distinción son obvias, por ejemplo, en el caso de que se intente relacionar la
literatura con las torres de marfil: atendiendo al filósofo alemán podemos afirmar, de
una vez por todas, que Rubén Darío no fue un San Simón de la literatura, y mucho
menos un poeta-deportista: el Maradona de las letras hispánicas.
Ahora bien, independientemente de la posible discusión sobre las artes
maradonianas, queda pendiente la pregunta por la naturaleza de lo literario. Lo más
probable es que esa pregunta no admita siquiera una respuesta, cosa que,
paradójicamente, no la invalida como tal pregunta, sino que, por el contrario, la
convierte en una cuestión activa y ajena a todo tiempo: fundamental. Cualquiera que
haya leído cierto número de libros sabe que la propia naturaleza de la literatura es un
cuestionamiento común tanto en la poesía como en la novela. Esto nos autorizaría a
escoger casi cualquier libro para aclarar nuestro asunto. En mi caso, el texto que me
viene primero a la memoria es El testigo, de Juan Villoro, en el que el protagonista, que
ha fundado su carrera en el robo de una tesis, tiene su contraparte en un poeta que deja
largos mensajes en la grabadora del teléfono.
Lo que me interesa hacer notar es que los personajes de Villoro ponen en juego
cierto dilema literario que resulta fundamental para la escritura: uno, el protagonista, se
reconoce como un plagiario, mientras que el otro, el poeta telefónico, se comporta como
un auténtico suicida. Cualquiera que haya querido ser un escritor se reconocerá en esta
disyuntiva existencial: la literatura es, por una parte, un asunto de la memoria —del
olvido— y de la tradición —del plagio—, y por otra una cuestión de innovación e
intemperie. Se equivoca quien quiere ver el riesgo como patrimonio de una sola de estas
posibilidades: si bien el horizonte del peregrino es la muerte, la del memorioso es la
culpa, y la disolución en una multitud de voces.
La referencia a la columna de San Simón vuelve a sernos útil en este punto,
puesto que nos ayuda a ver los horizontes a los que he hecho referencia como insólitos
horizontes verticales. Ha quedado claro que la columna literaria no es ni una torre
mística ni una torre de marfil que se adentra en un cielo nuboso, pero nada nos impide
imaginarla como un árbol medianamente robusto y definitivamente elevado. La
evocación de un árbol nos permite, por otro lado, atisbar una de las características
fundamentales de la columna literaria: que está viva.
Pero eso no es todo: Hans Christian Andersen imaginó un árbol inmenso que
surgía de unas habichuelas que un niño ingenuo había cambiado nada menos que por
una vaca. Si queremos creer que aquella planta inmensa puede ser el árbol literario,
podemos entonces entender la literatura como el producto de un trueque absurdo: el
trabajo incesante a cambio de una apuesta por algo que no necesariamente germinará —
un trueque que horrorizaría a cualquier madre—. En el cuento, Juanito (o Perico, Pedro,
Peter) trepa a aquel inmenso árbol para robar los tesoros de un gigante, en ese sentido
es como un escritor memorioso; pero cuando corta el árbol —que crecerá luego más
fuerte, aunque eso no salga en el cuento— es idéntico al poeta suicida.
Esta es la manera en que nuestro texto desemboca en la única novela de Peter
Sloterdijk: aquel libro se titula, precisamente, El árbol mágico, mientras que su
protagonista no es otro que un sofisticado Juanito —el personaje de Sloterdijk se llama
Jan van Leyden—.
Juanito (Jan) es un médico vienés que viaja a Francia en vísperas de la
Revolución, siguiendo la estela del misterioso Franz Anton Mesmer, apóstol del
magnetismo, pero también padre de la moderna psicología. Para entender El árbol
mágico, hay que advertir la dualidad —la ironía— aposentada en su raíz, y la clave de
esta íntima contradicción debe buscarse en primer término en la figura de Mesmer.
Stefan Zweig, en su famoso ensayo sobre aquel médico vienés, supo ver la secreta
vinculación entre el triunfo de la razón ilustrada y la magia mesmérica; en términos
botánicos podríamos decir que el árbol de la libertad de la revolución francesa —el
filósofo Hegel y el loco Hölderlin sembraron uno en su momento— no es otro que aquel
al que Mesmer solía atar a sus pacientes. Sloterdijk, en la novela que él caracteriza
como un ensayo épico, deja caer esa misma verdad incendiaria en el seno de lo que
podría describirse como la modernidad triunfante o como el fin de la historia.
Volviendo al viaje de Jan, éste es, al tiempo que un desplazamiento geográfico,
un insólito viaje temporal en dos sentidos: el protagonista de la novela es el doble
pretérito de Freud —la referencia es explícita en el relato—, pero Freud es también el
futuro de Jan van Leyden. El bifronte Jan(o)-Freud remite, de este modo, a los dos
costados del hecho literario: la tradición y la vanguardia. Sin embargo, ¿es lícito hablar
de un psicólogo como si fuera un poeta? Antes de intentar responder, debo decir que esa
pregunta tiene su contraparte en la obra de Sloterdijk, me refiero a la cuestión: ¿es lícito
hablar de la filosofía como psicología? Este último asunto tiene, a su vez, dos caras: por
una parte es obvio que el idealismo que se desprende del cogito ergo sum de Descartes
convierte a toda filosofía en un asunto psicológico; en este sentido, leemos en El árbol
mágico: “Psicología en sí no es más que una filosofía que hace penitencia […] por las
fantasmales consecuencias de la frase del ‘yo existo”. Pero en Venir al mundo, venir al
lenguaje, un libro que podría asumirse como una especie de glosa de su novela,
Sloterdijk no remite a Descartes, sino a Nietzsche, quien documentó una revelación en
Humano, demasiado humano: la de que toda gran filosofía es una especie de
autoconfesión de su autor y, en este sentido, una suerte de libro de memorias que se
escribe involuntaria e inadvertidamente. El filósofo es, de este modo, algo así como su
propio psicoanalista.
La definición que Nietzsche propone para la filosofía no es extraña a la
literatura, que también podría describirse como una especie de autoconfesión, siempre y
cuando ésta sea involuntaria e inadvertida —no hay nada peor que un libro que
compendia las cuitas de su autor—. Pero en las palabras de Sloterdijk y de Nietzsche se
esconde un asunto más fundamental: el psiconálisis —antes de convertirse en una
institución—, la literatura, y aun la filosofía de la existencia —a diferencia de la
filosofía académica, que no se encarga del en, sino del sobre—, son profundas
investigaciones autobiográficas de la experiencia de estar en el mundo, y más
precisamente, de la experiencia de haber nacido. En tanto el saber sobre el propio
nacimiento es un lugar vedado, puesto que acontece en un terreno pre-lingüístico, la
investigación no puede concluirse nunca: alcanza la duración exacta de la vida y se
confunde con ésta, supera el tiempo individual y se extiende al pasado y al futuro; es el
árbol de la genealogía y también su contrario: el árbol de la descendencia.
En tanto fracaso obligado, aunque inmensamente productivo, pero sobre todo en
tanto riesgo, la literatura bien podría compararse con un salto al vacío desde lo alto de
una columna. Sloterdijk se refiere a esa caída como si se tratara del descenso de un
huevo lanzado desde lo alto por una poderosa ave; ésta ha de volar a gran altura, de
modo que el nacimiento del nuevo pájaro se produzca antes de tocar la tierra: la
literatura, desde este punto de vista, es el riesgo —y la urgencia— de nacer. Si la
revolución es un nacimiento y la magia una iniciación, entonces el árbol de la libertad y
el de Mesmer son también la planta de Juanito, el árbol del bien y del mal en el paraíso
del fin de la historia, y la literatura misma: ¿no es este, acaso, un buen fin para una
columna?

Libros: Peter Sloterdijk, El árbol mágico, Alfaguara; Extrañamiento del mundo, Pre-Textos; Venir al
mundo, venir al lenguaje, Pre-Textos. Stefan Zweig, La curación por el espíritu (Mesmer, Mary Baker-
Eddy, Freud), Acantilado. Juan Villoro, El testigo, Anagrama. Hans Christian Andersen, Cuentos
completos, Cátedra.

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