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HOSPITALES DE EXTREMADURA ANTERIORES AL SIGLO XIX

María Victoria Rodríguez Mateos


Cáceres, 28 de abril de 2009

En la actualidad los hospitales son exclusivamente los establecimientos en los


que se acogen, cuidan y tratan personas enfermas, pero en sus primeros tiempos el con-
cepto de hospital abarcaba una realidad mucho más amplia, estando su función más di-
rectamente relacionada con la etimología de la palabra que servía para nombrarlo, pues
era el lugar en el que se practicaba la hospitalidad, es decir, en el que se acogía y atendía
de forma gratuita a quien lo necesitaba, fuese enfermo, pobre o transeúnte. Este concep-
to se prolongó en el tiempo hasta muy avanzada la Edad Moderna, no ocurriendo una
verdadera orientación hacia tareas estrictamente sanitarias hasta el siglo XVIII, quedan-
do el término hospital limitado a designar los establecimientos en los cuales se atendían
enfermos con la intención de tratarles de sus enfermedades, mientras que aquellos en los
que se acogían pobres y transeúntes sanos empiezan a conocerse como asilos o alber-
gues.

En Extremadura tenemos uno de los primeros hospitales occidentales del que se


conoce con certeza su existencia. Se trata del xenodoquio fundado en Mérida por el
obispo Masona a finales del siglo VI (del que una cuidadosa excavación ha sacado a la
luz sus cimientos), que se destinó al alojamiento de peregrinos y a la curación de enfer-
mos tanto emeritenses como forasteros, fuera cual fuera su condición o su religión o
creencias. Aunque no se conoce con certeza hasta cuando estuvo en funcionamiento,
algunos autores suponen que su actividad terminaría con la invasión árabe de Mérida,
ocurrida en el año 713.

Ya durante la Edad Media la mayoría de los pueblos y ciudades de Extremadura


contó al menos con un hospital -casi siempre modesto y de reducida capacidad-, en el
que se desarrollaba una escasa actividad sanitaria, y si se acogían enfermos era más por
su condición de pobres que de dolientes. Lo más común es que se destinaran tanto a

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hombres como a mujeres, aunque en algunos lugares, sobre todo en los de mayor pobla-
ción, existían establecimientos independientes para uno y otro sexo. Los dedicados a las
mujeres fueron mucho menos numerosos, de menor capacidad y peor dotados que los de
los hombres, y cuando en un mismo establecimiento se acogían hombres y mujeres, el
número de camas reservadas a éstas era mucho menor que el de las destinadas a los
hombres.
En la Edad Media también se crearon en Extremadura algunos lazaretos en los
que se recluía a los afectados por la lepra (en Fuente del Maestre, Jerez de los Caballe-
ros, Llerena, Mérida, Plasencia y Trujillo). Cuando la incidencia de esta enfermedad
disminuyó hasta casi desaparecer, los edificios que se habían destinado a esta función en
tiempos anteriores se utilizaron en ocasiones para alojar a transeúntes, aunque lo más
común es que lo único que permaneciera en funcionamiento fuera la ermita que había
formado parte de la leprosería y a su lado una casa en la que vivía el santero encargado
de su cuidado.

A lo largo de la Edad Moderna comenzó a producirse en los hospitales una pro-


gresiva dedicación a actividades más propiamente sanitarias, creándose centros dedica-
dos fundamentalmente a la atención de los enfermos, aunque sus puertas estuvieran
abiertas también a pobres y transeúntes sanos, mientras que en los que antes sólo se
acogían pobres se comenzaron a dedicar parte de sus instalaciones a enfermerías. Junto
a ellos siguieron funcionando establecimientos cuya misión era exclusivamente dar co-
bijo por una o dos noches a los numerosos transeúntes y peregrinos que deambulaban
por los caminos de la región. En una situación intermedia entre unos y otros se encon-
traban los hospitales de convalecientes, en los que se acogían aquellos individuos que,
aunque curados de sus enfermedades, aún necesitaban un lugar en el que fueran cuida-
dos para evitar recaídas.
El ejemplo más representativo de hospital destinado a enfermos, es el de San
Juan Bautista de Guadalupe, que fue creado por el prior del monasterio don Toribio
Fernández de Mena a mediados del siglo XIV y levantado de nueva planta a principios
del XV. Fue sin duda el más importante hospital de enfermos de la región, tanto por la
categoría profesional de los médicos y cirujanos que lo atendían, como por la calidad de
la asistencia que se prestaba, sin olvidar su importante función como centro de enseñan-
za de medicina y cirugía. Se destinó exclusivamente a hombres enfermos y disponía de
unas instalaciones independientes para el tratamiento de la sífilis.

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Otro ejemplo interesante de hospital destinado a enfermos es el de San Sebastián
de Badajoz, mucho más tardío, pues fue fundado por el capitán don Sebastián Montero
de Espinosa en su testamento de 1639, aunque no comenzó a funcionar hasta finales de
ese siglo. En principio sólo era para hombres, pero desde la creación en 1743 de la obra
pía de don Juan Vázquez Morcillo también se destinó a mujeres. Se unió al Hospicio
Real a finales del XVIII, y desde mediados del XIX compartieron edificio bajo la tutela
y administración de la Diputación Provincial.
En cuanto a hospitales destinados a pobres y transeúntes, se puede citar el de
Santa María o de San Juan de Dios de Mérida, que comenzó a funcionar en el siglo XV
bajo la tutela del concejo y de la parroquia de Santa María. Posteriormente se amplió
para atender también a enfermos de ambos sexos, y desde el siglo XVII, cuando se
hicieron cargo de él los hermanos de San Juan de Dios, hasta el XIX sólo a hombres,
manteniéndose en activo hasta la apertura del hospital comarcal del Insalud en 1981.
También en Mérida se encuentra uno de los pocos hospitales extremeños desti-
nados en exclusiva al cuidado de convalecientes. Se trata del hospital de Jesús Nazare-
no, que se levantó en en siglo XVIII por la orden de este nombre para atender a los con-
valecientes del hospital de San Juan de Dios, aunque desde mediados del siglo XIX
cambió su función y pasó a acoger a los enfermos mentales de la provincia de Badajoz.

Este cambio de orientación funcional dio lugar a numerosas transformaciones en


el funcionamiento de los hospitales, como la contratación de profesionales sanitarios
como parte de su personal habitual o la ampliación de la duración de las estancias de los
pobres, que pasaron de tener limitada su permanencia en ellos entre uno y tres días a
prolongarla tanto como fuera necesario para recuperarse de su enfermedad.
A pesar de ello, y debido a la gran influencia de la religión en la sociedad de la
época, en todos los establecimientos siguió manteniéndose la costumbre medieval de
prestar más atención a la salud del alma que a la del cuerpo, existiendo numerosas leyes
y normas que obligaban a médicos y hospitales a no tratar ni admitir enfermos si pre-
viamente no se habían confesado y comulgado, además de ser obligatoria la asistencia a
misa y a los distintos oficios religiosos mientras permanecieran ingresados.
Durante los siglos XVI y XVII las instituciones hospitalarias, además de su fun-
ción asilar o sanitaria, tenían también en muchas ocasiones una intencionalidad rehabili-
tadora, en el sentido de que algunos de los individuos acogidos en ellas, debido a su
conducta alejada de los preceptos de la religión católica, necesitaban -según los criterios

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de la época- una modificación de su comportamiento tanto público como privado. Esto
determinó la aparición en los hospitales de otro tipo de obligación religiosa relacionada
con el aprendizaje de la doctrina cristiana y de ciertos principios de comportamiento,
siempre incluidos dentro de la más estricta ortodoxia.

La creación y mantenimiento de los hospitales, que hoy entendemos como una


obligación de las autoridades competentes, fue una tarea que estuvo principalmente en
manos de la iniciativa privada, que lo concebía como un medio de practicar la caridad
cristiana. Aunque los concejos y cofradías crearon muchos hospitales en los distintos
pueblos de lo que actualmente es Extremadura, fueron individuos particulares los que
mayoritariamente fundaron y mantuvieron los establecimientos en los que se procuraba
atender en sus enfermedades a quienes lo necesitaban y dar cobijo a quienes carecían de
él.
De fundación privada fue el hospital de Santa María de Plasencia, ordenado cre-
ar en el siglo XIV por don Nuño Pérez de Monroy en su testamento. Se destinó a la cu-
ración de hombres y mujeres enfermos y fue administrado por el obispado hasta que en
el siglo XIX pasó a depender primero del Ayuntamiento y después de la Diputación
Provincial, dejando de funcionar en el siglo XX.
También de origen privado es el hospital de la Concepción de Los Santos de
Maimona, fundado a finales del siglo XVI por el Oidor Real en las Indias don Álvaro de
Carvajal, para atender a enfermos pobres. Fue una de las fundaciones hospitalarias más
importantes de Extremadura, aunque su vida fue breve, pues en 1662 se desalojó el hos-
pital para instalar en el edificio a un comunidad de monjas.
Por su parte, el hospital del Espíritu Santo de Trujillo fue creado por la cofradía
de este nombre, estando ya en funcionamiento a finales del siglo XV. Atendió a enfer-
mos y tenía instalaciones para tratar a los afectados por la sífilis. Estuvo en activo hasta
que perdió sus propiedades en las desamortizaciones del siglo XIX.
También fue creada por una cofradía la Casa de la Misericordia de Olivenza,
aunque promovida por el rey don Manuel de Portugal a comienzos del siglo XVI como
parte de una red de establecimientos asilares extendida por todo el reino para atender a
pobres y enfermos. A pesar de que perdió sus bienes durante la desamortización, conti-
nuó con cierta labor médico-quirúrgica hasta el siglo XX.
Un ejemplo de creación de centros asistenciales por parte de los concejos lo
constituye el hospital de San Bartolomé de Jerez de los Caballeros, que fue fundado a

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mediados del siglo XV, destinándose al alojamiento de pobres y transeúntes, y que si-
guió desempeñando esta función hasta el siglo XIX.

Este distinto origen dio lugar a hospitales muy diversos en su calidad, su capaci-
dad y sus recursos económicos, conviviendo centros muy modestos, en los que prácti-
camente lo único que se ofrecía a los pobres era un techo bajo el cual dormir, con hospi-
tales de gran categoría, en los que se procuraba a los enfermos camas bien dotadas,
alimentos de calidad y una asistencia sanitaria completa.
Por otra parte, al no existir una regulación en la creación de hospitales y estar en
el origen de muchos de ellos consideraciones de tipo religioso, fueron numerosos los
pueblos y ciudades en los que funcionaron de forma simultánea varios establecimientos,
casi todos fundaciones de origen privado, con funciones similares pero distinta titulari-
dad.

La financiación de estos centros dependía en gran medida de su fundación, pues


quien creaba un hospital no sólo donaba el edificio o destinaba fondos para su construc-
ción, sino que además le dotaba de propiedades inmuebles rústicas y urbanas, que
comúnmente no se aprovechaban directamente por la institución, pues lo más habitual
era que las tierras se arrendaran y las casas se dieran a censo, es decir, se cediera el do-
minio a cambio del pago de una cierta cantidad anual. Los pagos que se recibían por
estos conceptos eran en metálico o en especies (trigo, cebada, gallinas). El dinero en
metálico se guardaba en el propio hospital en las llamadas arcas de tres llaves, una espe-
cie de cofre con tres cerraduras, cuyas llaves custodiaban tres personas distintas, que
solían ser el mayordomo, el cura y el alcalde del lugar, de tal forma que solamente en
presencia de los tres era posible abrir el arca y disponer del dinero.
En el caso de los establecimientos dependientes de cofradías, además de las ren-
tas obtenidas de sus propiedades, una parte de las cuotas que aportaban los cofrades se
reservaba para la financiación del hospital.
A todo ello se unían las limosnas, que en parte eran recolectadas en la iglesia del
lugar por medio del “bacín” que se pasaba en la misa dominical tras el destinado a reco-
ger fondos para la propia iglesia, y los legados testamentarios, en algunos casos impues-
tos como una obligación (las llamadas “mandas forzosas”), y en otros realizado de for-
ma voluntaria por el testador, con el fin de recibir las indulgencias que ciertos hospitales
estaban autorizados a repartir al haber adquirido bulas que lo permitían..

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También durante toda la Edad Moderna una parte de los beneficios obtenidos de
los espectáculos públicos se destinaba a los hospitales: fiestas de toros, alquiler de ven-
tanas en las fiestas locales y especialmente de los teatros de comedias, lo que hizo que
algunos de ellos dedicaran parte de sus estancias a las representaciones teatrales.

La administración de los recursos con los que se costeaban los establecimientos


hospitalarios estaba también determinada por su origen, pues el fundador solía designar
quien sería su patrono, quien además de gestionar las rentas y propiedades, controlaba el
nombramiento del personal que atendería el hospital, mientras que las cofradías y los
concejos dirigían y administraban directamente los establecimientos creados por ellos.
A pesar del origen privado de muchos de los hospitales, todos sin excepción es-
taban sujetos a la supervisión de las autoridades competentes (las órdenes militares y los
obispados), quienes nombraban visitadores que acudían regularmente a comprobar el
funcionamiento y administración de todos los establecimientos existentes en su jurisdic-
ción, mediante las cuentas tomadas a los mayordomos.
Estos mayordomos eran quienes se encargaban de llevar las cuentas, supervisar
el mantenimiento y reparaciones del edificio y su contenido mueble, el control del gasto
cotidiano, la admisión de enfermos o pobres, etc.
Entre los empleados que atendían directamente a los hospitalizados, el de mayor
categoría era el capellán, pues se encargaba, además de celebrar las misas y otros actos
litúrgicos, de atender a los pobres en sus necesidades espirituales, enseñarles la doctrina
cristiana y ayudarles a bien morir, y ya sabemos que la salud espiritual era de mucha
mayor importancia que la del cuerpo. En muchas ocasiones se le daba, además del suel-
do, alojamiento y comida en el establecimiento.
El hospitalero debía vivir en el hospital para encargarse de tener siempre la puer-
ta abierta. Entre sus obligaciones se encontraban mantener limpio el edificio y las ca-
mas, comprar la leña para los fuegos, el aceite para los candiles, adquirir los alimentos y
encargarse de que éstos se cocinaran, cuidar los huertos, etc.
Cuando el establecimiento se destinaba a enfermos, se contrataban también los
servicios de profesionales sanitarios, que en unos casos cobraban un salario por acudir
diariamente a atender a los hospitalizados, y en otros sólo recibían una remuneración
cada vez que eran llamados para asistir a alguno de los ingresados.
Los médicos se encargaban de los enfermos con procesos no quirúrgicos, indi-
caban el tratamiento y la dieta y ordenaban la realización de sangrías. Con frecuencia

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eran quienes debían dar la autorización para la admisión de un enfermo o para que éste
abandonara el hospital. Los cirujanos, que tenían menor categoría y salario que los
médicos, se dedicaban casi exclusivamente a limpiar y curar heridas y reducir fracturas.
La misión de los barberos o sangradores se reducía a realizar las sangrías que les
ordenara el médico y a afeitar a los hospitalizados, mientras que los enfermeros no ten-
ían ningún tipo de cualificación y su trabajo consistía en lavar y dar la comida a los en-
fermos y ayudar al hospitalero a mantener limpias las salas de enfermería.
En cuanto a los boticarios, era raro que fueran contratados por el hospital. Lo
más común era que la preparación de los medicamentos que se necesitasen fuese encar-
gada a un profesional de la localidad, que los elaboraba en su botica, cobrando por ello
un precio más bajo del habitual.

Los hospitales para enfermos constituyeron un bajo porcentaje de los estableci-


mientos que funcionaron en Extremadura en las Edades Media y Moderna, pues apenas
llegaban al 13% del total, ya que la hospitalización en caso de enfermedad no era ni con
mucho tan común como lo es hoy día, pues quien podía permitírselo, aunque fuera con
dificultades, era atendido en su casa, y ello obedecía a dos razones fundamentales.
La primera es el rechazo de las clases más o menos acomodadas a ser ingresado
en un hospital, situación que se relacionaba con la pobreza y la marginalidad. El único
motivo por el que un individuo de media o elevada posición social ingresaba en un hos-
pital era de índole religiosa, pues muchos establecimientos disponían de bulas por las
que se aseguraba la obtención de indulgencias para todo el que muriese en ellos.
La segunda razón de la baja tasa de hospitalización de la época es la escasa efec-
tividad de las medidas terapéuticas con las que se contaba, pues se reducían al reposo en
cama, la alimentación y la administración de forma empírica de algunos medicamentos,
muchos de ellos de escaso poder curativo, medidas que no necesitaban un entorno hos-
pitalario para ser puestas en práctica.
En cuanto a los procedimientos quirúrgicos, y entre ellos pueden incluirse las
sangrías, tan comúnmente practicadas en la época, no requerían –pues se desconocían-
unas medidas de asepsia, que en la actualidad no podemos entender en un estableci-
miento que no sea un hospital.

Durante la Edad Moderna en los hospitales más importantes destinados funda-


mentalmente a enfermos empezó a realizarse una distribución por salas de los ingresa-

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dos dependiendo de la patología que presentasen. Como mínimo esta separación en en-
fermerías distintas se realizó entre los que padecían enfermedades contagiosas y el resto
de los pacientes, aunque en algunos centros también se destinaban salas diferentes para
los enfermos con procesos médicos y quirúrgicos. Pero en muchos casos esta distribu-
ción se hizo siguiendo criterios que nada tenían que ver con condicionantes sanitarios,
como el sexo, la clase social y, sobre todo, la condición de clérigo o laico. Los afectados
por la sífilis, enfermedad que tuvo una gran prevalencia durante toda la Edad Moderna,
ocupaban unas enfermerías independientes y temporales, pues sólo se les ingresaba du-
rante uno o dos periodos de tiempo al año y necesitaban unas instalaciones especiales
como luego veremos.

El instrumental y material de que estaban dotados los hospitales para atender y


tratar a los enfermos, exceptuando los hospitales de Guadalupe, que constituyen un caso
aparte por su calidad, fue muy escaso: algunas tijeras, tenacillas, jeringas para lavativas,
ventosas, baños para las sangrías, vasos para purgas, escudillas, además de algunos pa-
ños y vendas, recipientes para las sanguijuelas, frascos con vinagre para dar baños, o la
camilla para trasladar a los enfermos, que era una especie de parihuela.

Las medidas higiénicas de estos centros solían ser muy precarias, limitándose al
barrido más o menos frecuente de las salas de enfermería, siendo muy común que la
ropa de cama se mantuviese sin cambiar hasta que su ocupante no la abandonaba. A ello
se unía la puesta en práctica en caso de necesidad de la costumbre medieval de compar-
tir una cama dos o más enfermos. Todas estas circunstancias hacían que las cifras de
mortalidad, ya muy elevadas por la escasez de medios terapéuticos, se incrementaran
aún más.

Como he dicho antes, la sífilis fue una enfermedad muy frecuente durante la
Edad Moderna, hasta tal punto que algunos hospitales se dedicaron casi exclusivamente
a ella, y en otros se reservaron salas especiales destinadas sólo a estos enfermos, cuyo
tratamiento se realizaba durante unas semanas al año, generalmente a finales de la pri-
mavera y principios del verano.
Igual que ocurría en otras partes, fueron dos los métodos terapéuticos empleados
para el tratamiento del mal francés: las curas sudoríferas y las unciones.

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Para las curas sudoríferas –también conocidas como aguaxes- se necesitaban
unas instalaciones específicas, que solían consistir en unos cubículos con unas tarimas
con jergones sobre las que se tendía el paciente abrigado con sábanas y mantas, y en
donde se colocaban braseros que ardían continuamente, todo ello encaminado a provo-
car la sudoración. Para ayudar a esta sudoración se les hacía ingerir infusiones de gua-
yacán o palo santo, o de zarzaparrilla, ambas con propiedades diaforéticas, además esta
madera se quemaba en braseros (aparte de los braseros corrientes de carbón empleados
para aumentar la temperatura de la habitación) para que el humo que desprendía inunda-
ra el cuarto en que se encontraba el enfermo y lo respirara.
Algunos enfermos recibían también la llamada cura de unciones. Para ella se
empleaban derivados mercuriales, con los que se realizaban fricciones en determinadas
zonas del cuerpo, o se colocaban en forma de emplastos sobre las lesiones cutáneas.

Como hemos visto, los hospitales fueron unas instituciones muy abundantes en
toda la región durante las Edades Media y Moderna, pero su importancia no está sólo
determinada por su número o por la función social que desempeñaron, sino que también
se unieron a ello factores relacionados con la amplitud y calidad estética de algunos de
sus edificios y la influencia que ejercieron en la configuración del paisaje urbano, dando
incluso nombre a las calles, pues la mayoría de ellos se encontraban emplazados en zo-
nas destacadas de la población, y en sus fachadas había numerosos elementos de carác-
ter informativo que hacían que estos edificios no pasaran desapercibidos entre los que
los rodeaban. Estos elementos informativos solían ser cruces, inscripciones o con más
frecuencia imágenes alusivas a la advocación del hospital.
La semejanza que los pequeños hospitales rurales tenían con las casas de su en-
torno hacía necesaria la presencia de este tipo de símbolos, que debían ser sencillos y
tener una cierta tipificación, para que pudieran ser reconocidos fácilmente por los po-
bres o transeúntes, la mayoría de los cuales no sabía leer.
En las fundaciones particulares, sobre todo en las de cierta entidad, era casi la
norma que en su fachada, además de imágenes u otros símbolos identificativos, se en-
contraran también inscripciones y escudos que mostraran quién había sido su fundador.
En estos casos la presencia de estos elementos tenía connotaciones que iban más allá de
las meramente informativas, pues se trataba más bien de dar a conocer el nombre y la
estirpe de su promotor.

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Aproximadamente la mitad de los hospitales extremeños en funcionamiento has-
ta el siglo XVIII se levantaron expresamente para dedicarse a la hospitalidad, mientras
que para la otra mitad se reaprovecharon edificios ya construidos que se readaptaron
para su nueva función.
Un ejemplo de edificio construido expresamente para destinarse a hospital lo
constituye el de la Piedad de Cáceres, destinado a hombres enfermos, que fue ordenado
levantar por don Gabriel Gutiérrez de Prado en su testamento de 1612 y estuvo entre las
fundaciones hospitalarias más importantes de Extremadura. La calidad y amplitud del
inmueble hizo que en 1791 fuera elegido para establecer en él la recién creada Real Au-
diencia de Extremadura.
Otro de los grandes hospitales extremeños utilizó sin embargo un edificio pre-
viamente construido para otro fin. Se trata del hospital de Santiago de Zafra, que ocupó
la morada del primer conde de Feria, don Lorenzo Suárez de Figueroa, cuando éste
construyó su nueva residencia a mediados del siglo XV. Se destinó a enfermos y estuvo
bajo la administración de la Casa de Feria hasta su desaparición a principios del siglo
XX.

Cuando se reutilizaba un edificio la distribución del espacio tenía que adaptarse


en mayor o menor medida a la planta original del inmueble. Ello explica, al menos en
parte, la frecuencia con la que se encuentran hospitales con diseños muy similares a las
casas de la época, pues todos los edificios reaprovechados eran previamente viviendas
de mayor o menor amplitud o calidad, excepto en el caso del hospital de la Vera Cruz de
Badajoz, que ocupó un antiguo convento, y en el de San Miguel de Aldeanueva de la
Vera, que se instaló en un molino de aceite.
Aunque muchos de los pequeños hospitales que se levantaron expresamente para
esta función seguían también la disposición de las viviendas de la época, los hospitales
de mayor categoría se diseñaron fundamentalmente siguiendo dos modelos. Uno de
ellos es el claustral, en el que las estancias se disponen alrededor de un patio porticado
uno de cuyos lados lo solía constituir la iglesia del establecimiento.
El otro modelo arquitectónico utilizado para los hospitales de la época es el basi-
lical, compuesto de una sola estancia principal de planta rectangular, en la que las camas
se colocaban en los lados largos con una capilla en uno de los cortos.

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Con independencia del tamaño, calidad y disposición del inmueble, en casi todos
los hospitales existía una serie de dependencias que condicionaban la distribución de su
espacio interno: el zaguán, los dormitorios o enfermerías, la cocina y el corral. La capi-
lla o iglesia también estaba presente en gran parte de los hospitales, aunque a veces se
limitaba a un altar colocado en una de las salas. A estas dependencias solían agregarse
otras accesorias como establos, pajares, leñeras, etc.
El zaguán, que en los hospitales más importantes actuaba únicamente como ele-
mento de acceso a los demás espacios, tenía funciones más complejas en los de menor
amplitud y categoría, ya que además de ello era muchas veces el lugar elegido para si-
tuar la capilla o un altar, para lo que solía acotarse una parte de él, generalmente con
una reja de madera. También era relativamente frecuente que hubiera en él alguna chi-
menea, en muchas ocasiones rodeada de poyos de obra para que los pobres tuvieran un
lugar en el que reunirse alrededor del fuego o incluso dormir en invierno.
Las enfermerías eran unas salas de mayor o menor tamaño dependiendo del es-
tablecimiento. Solían tener un único acceso y no era raro que carecieran de ventanas
hacia el exterior, aunque a medida que con el paso del tiempo se iban teniendo más en
consideración las condiciones higiénicas, se procuró que las enfermerías estuvieran bien
ventiladas, por lo que se abrieron ventanas en ellas. De lo que siempre o casi siempre
disponían era de algún tipo de hueco que las ponía en comunicación con la iglesia del
establecimiento, de tal forma que los enfermos pudieran ver el altar desde sus camas. Lo
más frecuente era que las camas se colocaran en hileras, sin ningún tipo de separación
entre ellas, o como mucho aisladas por cortinas. En algunos hospitales se levantaron a
lo largo de las paredes de las enfermerías unos huecos o nichos en cada uno de los cua-
les se instalaba una cama, logrando así un cierto aislamiento entre ellas.
La cocina no sólo era el lugar en el que se preparaban las comidas, pues en los
hospitales pequeños, constituía un lugar de reunión y donde calentarse en invierno. Su
condición de estancia más cálida de la casa hacía que a veces, en las épocas más frías
del año, se instalaran en ella las camas de los pobres, razón por la que en muchos sitios
las chimeneas, al igual que ocurría en los zaguanes, estaban rodeadas de poyos de obra
sobre los que se colocaban los colchones y las mantas.
La importancia del corral venía determinada por varias razones; una de las prin-
cipales era su utilización como letrina, por lo que a veces se construían en él las llama-
das “necesarias”, que solían consistir en un espacio sin cubierta delimitado por una o
dos tapias. También eran los lugares en los que los pobres podían tomar el sol en invier-

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no y donde solían situarse el establo y el pajar, utilizándose a veces incluso como un
espacio aprovechable para criar gallinas, plantar árboles frutales o cultivar cereales.
Las iglesias o capillas estuvieron presentes en un número muy elevado de esta-
blecimientos, y constituían una parte muy importante del hospital, normalmente la de
mayor amplitud y calidad, tanto por el uso de materiales de más categoría que en el edi-
ficio hospitalario propiamente dicho, como por la riqueza decorativa de sus portadas y
cubiertas.
A su importancia contribuyó también a veces el que algunas fueron construidas
con la misión fundamental de servir de panteón para sus fundadores y sus familiares.
En los hospitales de menor categoría la iglesia se reducía a una pequeña capilla
que ocupaba una sala común del edificio o una parte del zaguán que se cerraba con una
reja, y en los más modestos sólo había un altar en el que normalmente no se celebraba
culto, o incluso carecían de él.

En general la arquitectura hospitalaria fue de carácter sobrio, encaminada a lo-


grar espacios funcionales, con pocos elementos decorativos, que casi sólo estuvieron
presentes en las portadas, los claustros y las iglesias. En todos los edificios hospitalarios
las portadas fueron los elementos en los que más se cuidó la ornamentación, y estuvie-
ron en consonancia con la gran variedad en calidad, amplitud y cronología de éstos.
Encontramos portadas de todo tipo: de piedra o de ladrillo, en arco o adinteladas, elabo-
radas y monumentales o sencillas y de pequeñas proporciones. Por si mismas constitu-
yen un muestrario muy completo de los movimientos artísticos en boga en el momento
de su construcción, desde modelos góticos y mudéjares hasta renacentistas y barrocos.
Aunque en menor medida, también en los claustros y galerías se hizo patente la
intención de dotarlos de un carácter más ornamental, manifestado a través de la utiliza-
ción de materiales de más calidad que los empleados en el interior del edificio y la in-
clusión de algunos elementos desprovistos de función estructural.

En total son alrededor de 30 los hospitales anteriores al siglo XIX cuyo edificio -
en todo o casi todo, o en parte- permanece en pie (aparte de numerosas ermitas y capi-
llas que fueron iglesias de antiguos hospitales y que es lo único que se mantiene de
ellos), y en algunos casos su presente actividad mantiene un nexo de unión con lo que
fue su primitiva dedicación, ya que han sido restaurados y destinados a residencias de
ancianos, una tarea claramente relacionada con la hospitalidad. Así ocurre con el edifi-

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cio del hospital de San Nicolás de Bari de Coria, el de San Blas de Fregenal de la Sierra,
el del Dulce Nombre de Jesús de Llerena, la Casa de la Misericordia de Olivenza y el de
Santiago de Zafra.
En otros casos su actual función está también relacionada con la hospitalidad,
aunque la caridad ya nada tenga que ver con ello, pues el edificio que constituyó el hos-
pital de Jesús Nazareno de Mérida es actualmente el Parador de Turismo, igual que su-
cede con el de San Juan Bautista de Guadalupe; también parte de lo que fue el hospital
del Espíritu Santo de Trujillo se ha restaurado y reformado para instalar un estableci-
miento hotelero.
Otros han sido readaptados para funciones institucionales: en el de San Juan de
Dios de Mérida tiene su sede la Asamblea de Extremadura; el de la Piedad de Cáceres
alberga desde finales del XVIII la Audiencia Territorial de Extremadura (en la actuali-
dad Tribunal Superior de Justicia de Extremadura); en el de la Piedad de Alcántara se
encuentran el Juzgado de Paz, la Biblioteca Pública y las sedes de diversas asociaciones;
el de Santa María de Plasencia es un complejo cultural dependiente de la Diputación
Provincial de Cáceres. Los hospitales de San Bartolomé de Jerez de los Caballeros, de
Nuestra Señora de la O de Alburquerque y de Santa Elena de Cabeza del Buey se utili-
zan como museos y salas de exposiciones.
La mayoría de los restantes se encuentra en manos privadas y casi todos han sido
reformados como viviendas, como ocurre con el hospital de los Caballeros de Cáceres y
el de San Ildefonso de Zafra.

El gran auge y el elevado numero de instituciones hospitalarias que estuvieron


presentes en Extremadura a lo largo de las Edades Media y Moderna comenzó su decli-
ve entre finales del siglo XVIII y principios del XIX, y, en numerosas ocasiones éste
sobrevino por la imposibilidad de hacer efectivos los cobros de los censos que en mu-
chos establecimientos constituían su principal fuente de ingresos, a lo que se unió el
gran gasto que suponía en muchos casos las numerosas obligaciones de tipo religioso
(misas, vísperas, aniversarios) que tenían impuestas la mayor parte de los hospitales, y
que hacían que un porcentaje muy elevado de sus recursos hubiera que dedicarse a ellas
en detrimento de la atención a los pobres y al edificio y su contenido.
Así y todo, la mayor parte de los hospitales consiguieron continuar sobrevivien-
do aunque con dificultades, pero su decadencia se vio precipitada (en muchos casos sin
solución), con la invasión francesa y la posterior guerra de la Independencia, época en

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que algunos de los edificios -sobre todo los de mayores proporciones- fueron utilizados
por las tropas napoleónicas como alojamiento, otros sufrieron daños ocasionados por la
artillería y en la mayoría no se llevaron a cabo las labores de mantenimiento necesarias,
con lo que muchos resultaron tan dañados que se hizo difícil allegar fondos suficientes
para su reparación.
Cuando terminada la guerra se abordó la reconstrucción material y organizativa
de los centros asistenciales, se vivía ya una época en la que el concepto de hospitalidad
había sufrido una importante transformación, por lo que gran parte de los establecimien-
tos resultaban ya obsoletos, pues los nuevos conceptos terapéuticos por una parte y la
distinta forma de entender la caridad por otra, hacían preciso un replanteamiento de las
instituciones asilares y asistenciales, tanto en su disposición arquitectónica como en sus
modelos organizativos, reforma que se había iniciado ya en España más de un siglo an-
tes -aunque todavía de forma parcial e incipiente-, con la llegada al trono de Felipe V,
quien había intentado imponer una política sanitaria similar a la que los Borbones pro-
pugnaban en Francia, aunque con escasos resultados.
La falta de recursos para reconstruir lo destruido y la necesidad de adecuar los
establecimientos asilares y hospitalarios conforme a las nuevas tendencias hizo que las
reparaciones llevadas a cabo en los hospitales fueran mínimas, y los antiguos estableci-
mientos que volvieron a acoger enfermos y pobres no recuperaron nunca la actividad
que habían tenido en siglos anteriores.
Pero el final de las instituciones hospitalarias de mayor entidad lo constituyeron
los procesos desamortizadores, ya que estos establecimientos estaban incluidos entre los
afectados por la leyes promulgadas entre 1834 y 1855, con lo que la pérdida de sus pro-
piedades, que suponían casi en exclusividad su fuente de ingresos, hizo que no pudieran
seguir ejerciendo su función asistencial por falta de medios económicos para llevarla a
cabo.
El relevo en la fundación y mantenimiento de los hospitales lo tomaron entonces
los ayuntamientos y las diputaciones provinciales, creándose nuevos establecimientos
cuya función primordial era el cuidado y tratamiento de los enfermos, aunque en sus
primeros años de funcionamiento los dos grandes hospitales regionales dependientes de
las diputaciones (el de San Sebastián de Badajoz y el de Nuestra Señora de la Montaña
de Cáceres), compartieron espacio con las respectivas casas cuna y hospicios.

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Aunque de la mayor parte de los hospitales extremeños anteriores al siglo XIX
no ha llegado hasta nuestros días ni siquiera su edificio, su existencia pone de manifies-
to la importancia que tuvieron los hospitales a lo largo de las Edades Media y Moderna,
cuando todavía no se habían alcanzado los logros sociales de los que disfrutamos ac-
tualmente, pues desempeñaron una función de suma importancia en la protección y cui-
dado de los miembros más desfavorecidos de la sociedad del momento.

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