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Campos que surgieron al garete, casi con la misma fundación de los pueblos,
sin mayores consideraciones sobre el medio ambiente, las condiciones
sanitarias y las normas urbanísticas. Algunos con 500 años de antigüedad.
Terrenos dispuestos para la muerte, que un día se vieron rodeados por la vida
representada en el florecimiento de residencias de todo tipo.
Sobre su uso y cuidado el Estado legisló apenas en 1979, cuando nació la Ley
9ª o Código Sanitario. Desde aquel momento se determinó que los cementerios
debían estar alejados de centros urbanos y regidos por pautas para la
salubridad, políticas que, no obstante, jamás fueron reglamentadas. Al menos
hasta hace pocos meses, cuando la Procuraduría General empezó a indagar al
respecto con las autoridades ambientales, las alcaldías municipales y la Iglesia.
El ente de control instauró una acción de cumplimiento que se tradujo en la
resolución del Minprotección, que ahora tiene en ascuas a los organismos
involucrados en la actividad de los camposantos.
El caso Funza
El olor “a muerto” se tomó la calle 14, justo al lado del cementerio, de forma tal
que en ocasiones resultaba insoportable respirar. No tuvieron que pasar
muchos días para que al insufrible hedor se le sumaran moscas y mosquitos
que terminaron de arruinar la existencia de los habitantes del barrio El Lago, en
Funza, a 15 minutos de Bogotá. Don Alfredo, el viejo sepulturero, fue el
encargado de dar la explicación que todos ya imaginaban: Un cadáver que
yacía en una improvisada bóveda, construida sin acierto con bloques de
cemento, se había reventado debido a la inadecuada preparación que se le dio
al cuerpo. Corría el año 2000. “Propusimos trasladar el cadáver. Pensamos que
lo correcto era exigir a la parroquia y a la Alcaldía que asumieran los costos y
tomaran medidas para evitar que eso volviera a ocurrir. Para eso, instauramos
una acción popular.
La mala hora de los
cementerios
Por: Laura Ardila Arrieta