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Hôjôki Sobre mi ermita - Kamo no Chômei - Traducción de Fernando Barbosa 16/08/09 10:07

HÔJÔKI
SOBRE MI ERMITA 1

Por Kamo no Chômei 2


Traducción de Fernando Barbosa

Este ensayo, escrito en 1212, es uno de los primeros y más importantes textos de la
tradición cultural japonesa con influencia budista.

Las aguas del arroyo, que siempre corre, siguen allí pero nunca son las mismas; las burbujas que flotan en un
estanque tranquilo, desapareciendo ahora, formándose luego, jamás permanecen largo tiempo. De la misma
manera ocurre con los hombres y con los sitios donde habitan.
En la magnífica capital imperial, las casas de los de arriba y los de abajo parecen perdurar de generación en
generación, soportando las cumbreras alineadas y los tejados que se codean entre sí. No obstante, la
investigación revela que sólo pocas de ellas existieron en el pasado. En algunos casos, lo que se quemó el año
anterior, fue reconstruido en el actual; en otros, una gran casa dio paso a una pequeña. Y lo mismo sucede
con los ocupantes. Los lugares continúan sin cambios, la población sigue siendo de gran tamaño, pero
escasamente sobreviven una o dos de las veinte o treinta personas con quienes me trataba.
Al igual que las burbujas en el agua, alguno muere en la mañana y otro nace en la noche. ¿De dónde
vienen y adónde van todos aquellos que mueren y nacen? No lo sabemos. Y ¿para beneficio de quién, por qué
razones se esfuerza penosamente un hombre en construir un refugio que sea agradable a la vista? Tampoco lo
sabemos. El dueño, bajo el techo de su casa, es como la gota de rocío que rivaliza en fugacidad con el
dondiego de día sobre el cual se posa. La flor podrá permanecer después de que se evapore el rocío pero se
marchitará luego bajo el sol de la mañana; o podrá caerse antes de que se desvanezca la humedad. Pero el
rocío no sobrevivirá hasta el anochecer.

He sido testigo de un número de sucesos notables en los más de cuarenta años transcurridos desde cuando
empecé a entender la naturaleza de las cosas. Cerca de la hora del perro 3, en una noche borrascosa —creo
que era el día 28 del cuarto mes del tercer año de Angen 4— se desató un incendio en la parte suroriental de
la capital que se extendió hacia el noroccidente. Al final, alcanzó la Puerta de Suzaku, el Gran Recinto de
Estado, la Academia y el Ministerio de Asuntos Populares, reduciéndolos todos a cenizas durante la noche. Su
origen parece haber estado en una vivienda temporal, construida por unos danzarines cerca de la intersección
de Higuchi y Tomi-no-kôji. Esparciéndose de un lado a otro, por los vientos erráticos, ardió en forma de
abanico abierto: estrecho en la base y ancho en su extremo.
El humo sofocante envolvió casas distantes; las llamas azotadas por el viento descendían a la tierra por
todos los sitios en las cercanías. El cielo, contra el horizonte, enrojeció con las pavesas encendidas por el fiero
resplandor, mientras las llamas saltaban al tiempo sobre una y otra manzana bajo una atmósfera espeluznante,
liberándose con la fuerza irresistible del ventarrón. A la gente, todo debió parecerle tan irreal como un sueño
en el sendero del fuego. Algunos fueron víctimas del humo. Otros perecieron de inmediato en el abrazo de las
llamas. Otros más lograron escapar vivos, pero no pudieron rescatar sus bienes y todos sus apreciados tesoros

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se convirtieron en cenizas. ¡El valor de tales propiedades debió ser inimaginable! El fuego reclamó las casas de
dieciséis nobles mayores, sin decir nada del incontable número de aquellos de menor importancia. Se reportó
que un tercio completo de la capital fue destruido. Decenas de hombres y mujeres murieron. Innumerables
caballos y bueyes perecieron.
Todas las empresas del hombre son insubstanciales, por lo que debe considerarse como un acto de la
mayor insensatez el que un hombre invierta su tesoro y se cree un problema sin fin, sólo por construir una
casa en un lugar tan peligroso como la capital.
De nuevo, alrededor del cuarto mes del cuarto año de Jishô 5, un tifón azotó las cercanías de la
intersección de Nakamikado y [Higashi] Kyôgoku, siguiendo luego todo el camino hasta la avenida Rokujô.
Ninguna casa, grande o pequeña, escapó de la destrucción en un área de tres a cuatro cuadras a la redonda
de donde la ráfaga apareció con todo su ímpetu. En algunos casos, las edificaciones enteras se desplomaron;
en otros, solamente se salvaron las vigas y los pilares. Los portones fueron arrancados y dejados a tres o
cuatro cuadras; los cercados volaron lejos y las propiedades quedaron sin cercados. Y no necesitaría decir lo
que pasó con los objetos pequeños. Todo lo que había en las casas saltó a los cielos; los tejados de corteza de
ciprés y las tejas se arremolinaban como hojas de invierno arrastradas por el viento. El polvo se elevaba como
el humo para enceguecer a la gente; el terrible ojo de la tormenta se tragaba el sonido de las voces. Parecía
que hasta el pavoroso viento del infierno era menos terrible. Pero la destrucción y los daños no sólo alcanzaron
las casas; una gran cantidad de personas sufrieron mutilaciones y heridas durante la reconstrucción de los
edificios. El viento se desplazó hacia el sur y el sureste llevando la visita de la aflicción a un número
incalculable de gente.
Los tifones son usuales, pero ninguno otro como éste. Quienes lo vivieron se angustiaron al pensar que se
trataría de un fenómeno extraordinario, una señal de un ser sobrenatural.
De nuevo, alrededor del sexto mes del cuarto año de Jishô, la corte súbitamente se trasladó a una nueva
capital 6. Nadie se habría imaginado tal cosa. Cuando se considera que han pasado más de cuatrocientos años
desde el establecimiento del actual trono imperial durante el reinado del emperador Saga, no cabe duda de que
el tener que escoger una nueva sede ha debido obedecer a justificaciones excepcionales. Es más que
razonable el que la gente se haya sentido intranquila y temerosa.
No obstante, los reclamos fueron vanos. El emperador, los ministros de Estado, los nobles de mayor rango y
todos los demás, se trasladaron. Nadie permaneció en la vieja capital, así ocupara una posición de poca
importancia en la corte. Aquellos que aspiraban a una oficina y un rango, o que dependían del favor de sus
protectores, hicieron todo lo posible para trasladarse con la mayor prontitud; aquellos que habían perdido la
oportunidad de tener éxito en la vida, o que habían sido rechazados por la sociedad, permanecieron atrás,
hundidos en la lobreguez. Las residencias que una vez habían estado alero con alero fueron más y más
devastadas a medida que pasaban los días. Las casas fueron desmanteladas y puestas a flotar en el río Yado,
mientras sus antiguos sitios se convertían en campos desolados frente a los ojos de los observadores.
En un rotundo cambio de valores, todo el mundo apreciaba ahora los caballos y las sillas de montar, y
abandonaba el uso de los bueyes y los carruajes. Las propiedades en los circuitos al occidente y sur del mar
fueron muy apreciadas, mientras aquellas al norte o sobre el mar oriental se consideraban indeseables.
Por esta época, algunos asuntos me llevaron a la nueva capital, en la provincia de Settsu. El reducido
espacio, muy limitado para construir todas las calles necesarias 7, hizo crecer rápidamente la ciudad sobre los
cerros del norte, lo mismo que hacia el sur por la pendiente que descendía al mar. Las olas rugientes nunca
cesaron su clamor; el viento marino soplaba con particular frenesí. El palacio imperial me sorprendió por lo
inusitadamente novedoso e interesante. Situado en los cerros, como en verdad lo estaba, me pregunté a mí
mismo si la casa de madera de la emperatriz Saimei no habría sido similar 8.
Me pregunté en dónde estaría la gente para levantar todas las casas que se enviaban corriente abajo cada
día, en número suficientemente alto como para taponar el río. Pero todavía quedaban muchas parcelas de
tierra desocupadas y pocas casas. La vieja capital ya estaba en ruinas; la nueva todavía tenía que tomar
forma. Sin una sola alma, se sentía como una nube a la deriva, sin raíces. Los habitantes originales se
lamentaban por la pérdida de sus tierras; los nuevos que llegaban se preocupaban por el yeso y la madera. En
las calles, aquellos que se movilizaban en carruajes, ahora lo hacían a caballo; los que antes lucían vestidos
cortesanos o de cacería, ahora se vestían con trajes ordinarios. De la noche a la mañana, las costumbres de la
corte se habían transformado y las personas se comportaban como rústicos guerreros.
He oído que tales cambios presagian disturbios civiles, y eso fue precisamente lo que sucedió. Al paso de
cada día, la situación se hizo más inestable, las personas perdieron más su compostura y el común de las
gentes sintió más temores. Al final, la crisis llevó a que se regresara a la vieja capital en el invierno de ese
mismo año. Pero vaya a saberse lo que sucedió con todas las casas que se tumbaron por doquier. Ninguna se

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reconstruyó en su estilo original.


Se nos ha dicho que los sabios emperadores del pasado gobernaron con compasión. Ellos entejaron sus
palacios con cortezas de árbol y se negaron a perfilar los aleros; condonaron los ya exiguos impuestos cuando
vieron que las cocinas de la gente ordinaria hacían menos humo que antes. La razón era simplemente que
apreciaban a su pueblo y deseaban ayudarlos. Comparar el pasado con el presente deja ver la clase de
gobierno que hoy tenemos.
Se presentó de nuevo una espantosa hambruna (creo que sucedió durante la era Yôwa 9, pero fue hace
tanto tiempo que no estoy seguro). Las cosechas de granos se arruinaron por varias calamidades que se
sucedieron una tras otra: sequía en la primavera y en el verano; tifones e inundaciones en el otoño. Fue en
vano que los campesinos labraran los campos en la primavera y sembraran las plantas en el verano: no hubo
cosecha en el otoño ni el trajín del almacenamiento en el invierno. Algunos campesinos abandonaron sus
tierras y vagaron por ahí; otros desertaron de sus casas para vivir en las montañas. Se oró y se realizaron
rituales extraordinarios, pero no se logró nada.
La capital siempre había dependido del campo para todas sus necesidades. Ahora, cuando nada llegaba, la
gente estaba ansiosa y fuera de sí. Con desespero ofrecían todos sus tesoros a cualquier precio pero nadie se
interesaba. Los pocos que se empeñaban en comerciar cuidaban su oro y subían exageradamente el precio de
sus granos. Las calles estaban saturadas de mendigos y las lamentaciones llenaban el aire.
El primero de los dos años de la hambruna lentamente se acercaba a su fin. Pero justamente, aunque todo
el mundo anticipaba que con el nuevo año se retornaría a la normalidad, apareció una epidemia que haría las
cosas aún peores. Como peces boqueando en un charco, el populacho hambriento se acercaba cada día más
al borde de los extremos, hasta cuando la gente de cierta apariencia respetable, vestida con sombreros y
botines 10, tuvo que mendigar de casa en casa. Estos seres abrumados por la miseria caminaban al borde del
estupor y del colapso.
Numerosas personas perecieron de hambre en las calles o murieron al lado de los muros entejados. Como
no había manera de deshacerse de los cuerpos, un hedor fétido llenaba el aire y una incalculable cantidad de
cadáveres hería los ojos. Sería innecesario decir que la muerte se extendía tan densamente en las orillas del
río Kamo, que no había espacio ni siquiera para permitir el paso de caballos y carruajes.
Con los leñadores y los demás trabajadores ya muy debilitados para realizar las labores normales, se desató
una escasez de leña. Y aquellos que no tenían otros medios de subsistencia, echaron abajo sus casas para
venderlas en el mercado. No obstante, la suma que así lograba recoger un hombre era inferior a sus
necesidades diarias. Resultaba doloroso encontrar pedazos de madera cubiertos de laca roja, de oro o de plata,
arrumados en medio del resto de leños. Era obvio que las personas, desesperadas, iban a los templos viejos a
robarse las imágenes sagradas; arrancaban los adornos de los recintos y rompían todo lo que sirviera para
hacer fuego. Por haber nacido en una época tan decadente, he debido ser testigo de escenas tan oprobiosas
como éstas.
También sucedieron cosas profundamente tristes, como los casos de las parejas que no quisieron separarse.
Aquel que tenía el afecto más acrisolado, era seguro el primero en morir. Y ello se debía a que él o ella
anteponían el bienestar del otro al propio, dándole a su pareja la poca comida que encontraban. Lo mismo
ocurría con los padres, que siempre sucumbían antes que sus hijos. Algunas veces se veía a un infante
recostado y chupando del pecho de su madre, sin percatarse de que la vida de ella había terminado. Adolorido
porque tanta gente estuviera pereciendo de esa manera, el Abate Ryûgyô del templo de Ninnaji para tratar de
ayudar a los muertos a alcanzar la iluminación, escribió la letra sánscrita «A» en la frente de cada cadáver que
encontró 11.
Las autoridades se encargaron de llevar el registro de las muertes ocurridas en el cuarto y quinto meses. En
ese período se contabilizaron más de 42.300 cadáveres en las calles de las áreas situadas al sur de Ichijô, al
norte de Kujô, al occidente de Kyôgoku y al oriente de Suzaku. Por supuesto, muchos más murieron antes y
después. Y el número no tendría límites si hubiéramos incluido las riberas de los ríos Kamo y Shira, el sector
occidental y los suburbios alejados del centro, sin contar todas las siete provincias de Japón.
La gente dice que algo similar ocurrió durante el reinado del emperador Sutoku, cerca de la era Chôshô 12,
pero desconozco lo sucedido. No obstante, de esta hambruna fenomenal sí he sido testigo.
Si bien recuerdo, fue más o menos en la misma época cuando ocurrió un terrible sismo. No fue un temblor
común y corriente. Las montañas se vinieron abajo y sepultaron los riachuelos; el mar se volcó y anegó la
tierra. El agua brotaba por entre las fisuras de la tierra; rocas enormes se partían y rodaban sobre los valles.
Los botes que navegaban cerca de la orilla fueron levantados por las olas; los caballos que iban por los
caminos perdieron el paso. Ni un templo budista ni una pagoda quedaron intactos en toda la vecindad de la
capital. Unos se resquebrajaron, otros se vinieron al suelo. El polvo se esparció como el humo; la tierra que se

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sacudía y las casas que se derrumbaban, retumbaban como truenos. Los que permanecieron dentro de sus
casas fueron aplastados irremediablemente; los que salieron se encontraron con la tierra que se abría en dos.
Si los hombres hubieran sido dragones se habrían subido a las nubes, pero no habrían tenido las alas para
encumbrarse a los cielos. Fue entonces cuando tuve conciencia de que los terremotos son la más terrible de
las cosas terribles.
Entre aquellos que perecieron se encontraba el único hijo de una familia de samuráis, un niño de cinco o
seis años que había hecho una casita bajo el alero de una pared, donde se encontraba jugando inocentemente.
De súbito ésta cayó sobre él, sepultándolo. El cuerpo, que quedó aplastado y del que sólo sobresalían sus dos
ojos, fue estrechado entre los brazos de sus padres que sin control se lamentaban ante tan enorme tristeza.
Me di cuenta de que la pesadumbre por un niño puede borrar hasta la vergüenza del más fiero guerrero, hecho
entendible y digno de compasión.
El violento estrujón cesó bastante pronto, aunque las réplicas continuaron por un tiempo. No pasó un solo
día sin que hubiera veinte o treinta temblores de una intensidad que de ordinario habría causado
consternación. Los intervalos se extendieron hasta diez o veinte días, luego de lo cual continuaron ocurriendo
cuatro o cinco tremores diarios, o uno cada dos o tres días. Calculo que debieron transcurrir unos tres meses
hasta cuando cesaron los sacudimientos.
De los cuatro constituyentes del universo, el agua, el fuego y el viento causan estragos constantemente. En
cambio, la tierra casi nunca es el origen de calamidades particulares. Para estar seguros, hubo algunos
terremotos fatales en el pasado (por ejemplo, el gran terremoto que tumbó la cabeza del Buda del templo
Tôdaiji durante la era Saikô 13), pero ninguno puede compararse a éste. Inmediatamente después del suceso,
la gente, sin distingo, hablaba de lo insignificante que es la vida y parecían, de alguna manera, más libres de
la impureza espiritual que de costumbre. No obstante, nadie volvió a mencionar el asunto después de que se
acumularon días y meses y fueron pasando los años.
Todo ocurrió como lo he descrito, que no es otra cosa que la dificultad de la vida en este mundo y así
mismo lo efímero del hombre y sus residencias. Innecesario decir que sería en extremo difícil enumerar todas
las aflicciones que se desprenden de las circunstancias individuales y de la posición social. Si un hombre de
condición despreciable vive al lado de una familia poderosa, no puede solazarse abiertamente cuando se le
presenta una ocasión feliz, como tampoco puede levantar su voz para lamentarse si experimenta un duelo
devastador. En todo lo que hace, no tiene libre elección; como una golondrina que se aproxima al nido de un
águila, vive en medio del temor. El pobre que habita junto a una casa de gente acaudalada, siempre se humilla
ante sus vecinos y se atormenta con su apariencia miserable cada vez que sale por la mañana o cuando
regresa en la tarde. Forzado a ser testigo de la envidia que sienten su esposa, sus hijos y sus sirvientes, y a
ver cómo la familia rica lo hace a un lado con desdén, vive perturbado y permanentemente anonadado.
Aquellos que viven en lugares aglomerados no pueden escapar de la calamidad cuando se produce un
incendio cerca, y quienes se establecen en sitios remotos sufren con las dificultades de desplazarse de aquí
para allá y quedan expuestos a los graves riegos de los ladrones. El hombre poderoso se consume en la
codicia, y aquel que abandona la búsqueda de un protector es menospreciado. Quien es dueño de grandes
posesiones conoce muchas preocupaciones, en tanto que el pobre hierve de envidia.
Quien depende de las pertenencias de otros, pertenece a aquél; el que cuida de otros, está encadenado al
afecto humano. Cuando el hombre observa las convenciones, se ve envuelto en dificultades económicas;
cuando las desprecia, la gente se pregunta si habrá enloquecido. ¿Dónde podemos vivir, qué podemos hacer
para encontrar el más fugaz de los refugios, la más efímera serenidad?

3
Por largo tiempo viví en una casa que heredé y que había sido de la abuela de mi padre. Más tarde, al
deshacerse mi fortuna por falta de conexiones, me encontré imposibilitado para permanecer en sociedad, a
pesar de las relaciones nostálgicas del pasado 14. Poco después de haber entrado en mis treinta,
voluntariamente me fui a vivir a un sitio nuevo y sencillo que era una décima parte de la vieja casa. Construí
apenas una residencia personal, sin las estructuras auxiliares que se usaban, y aunque me di mañas para
hacer un muro de tierra alrededor, los recursos no me permitieron cerrarlo con un portal. El sitio para el
carruaje tenía pilares de bambú y la casa no era segura contra nevadas o ventiscas. El sitio, cercano a la orilla
del río, era vulnerable a las inundaciones, lo mismo que al acecho de los ladrones.
Durante más de treinta miserables años soporté una existencia que no me permitió mantener mi posición.
Cada retroceso durante esa época, hacía evidente que la suerte no me había bendecido. Así, a los cincuenta,

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me convertí en monje y le di la espalda al mundo. Al no haber tenido ni mujer ni hijos, no estaba atado a otros
por lazos difíciles de romper; sin oficio ni estipendio, no tenía vínculos ni apegos.
Durante las cinco primaveras y los cinco otoños que siguieron, viajé por entre las nubes del monte Ohara
llevando una vida sin ningún progreso espiritual.
Ahora, a los sesenta, con el rocío cercano a su punto de evanescencia, he construido un nuevo techo para
las últimas hojas del árbol, tal como podría un viajero modelar un sitio para una sola noche o un gusano de
seda hilar un capullo. Esta no es ni siquiera la centésima parte de la segunda casa. Por cierto, mientras he
estado sentado rumiando lamentos inútiles, mi edad ha aumentado cada año y mi casa se ha encogido con
cada movimiento.
Esta es una casa de apariencia poco usual. Tiene escasamente unos diez metros cuadrados y su altura
apenas alcanza los dos metros. Su localización fue un asunto indiferente para mí; no me puse a adivinar
cuando seleccioné el sitio. Construí un piso y un techo simple y les puse goznes a todas las uniones para que
pudieran desmontarse fácilmente en caso de que no me satisficieran. No debería haber ningún problema si
tuviera que reconstruirla. La casa tendría que caber en dos carretas y los gastos no debían ser adicionales a
los que demandaran las mismas carretas.
Después de establecerme en el presente sitio, en las montañas de Hino, amplié más o menos un metro los
aleros orientales para proveerme de un lugar para apilar leña y hacer fuego. Hacia el lado sur abrí una
baranda de bambú donde puse una repisa para el agua bendita, sobre el borde occidental. Hacia el extremo
norte del muro occidental, detrás de un biombo, hay una pintura de Amida Buda con una imagen de Fugen 15,
y al frente una copia de la Sutra del Loto. En la parte más oriental de la habitación, unos helechos secos sirven
de cama. Y al sur del biombo, colocado en el lado occidental, cuelga del techo un anaquel de bambú en donde
reposan tres canastos de bambú cubiertos con cuero y en los cuales guardo extractos de antologías poéticas y
tratados críticos, trabajos sobre música y opúsculos religiosos como la Colección de fundamentos sobre el
Renacer en la Tierra Pura. Hay un koto y una biwa 16 al lado del anaquel. El koto es del tipo que se puede
doblar y la biwa tiene el mástil desmontable. Así es la apariencia de mi agreste refugio temporal.
En los alrededores hice una pila de piedra para guardar el agua que llega por un conducto elevado al sur de
la ermita; en los bosques aledaños recojo suficientes provisiones de leña. El lugar se llama Toyama, «colinas al
pie de la montaña». Los caminos están cubiertos de enredaderas. El valle tiene un bosque denso, aunque
hacia el occidente es campo abierto.
Abundan las ayudas para la contemplación. En primavera, cascadas de glicinas lozanas brotan al oeste
como nubes púrpuras. En verano, cada trino del cuclillo trae una promesa de acompañarme en el viaje a las
montañas de Shide. En otoño, el incesante canto de las cigarras parece lamentarse de lo transitorio de las
cosas mundanas. Y en invierno, la nieve que se acumula y se derrite como los pecados y los obstáculos para
la salvación 17.
Cuando me canso de repetir el sagrado nombre 18 o entono alguna sutra de manera mecánica, descanso a
gusto y me mantengo ocioso hasta cuando lo juzgo conveniente. No hay nadie que interfiera ni nadie que me
haga avergonzar. Aunque no hago esfuerzo para mantener un silencio austero, puedo controlar el karma que
induce a la conversación pues vivo solo. A pesar de que no hago alharaca sobre la obediencia de los
mandamientos, no hallo ocasión para romperlos pues el mío no es un espacio que propicie las transgresiones.
Por las mañanas, cuando comparo mi existencia con la de una estela blanca en el agua, tomo prestado el
estilo de Mansei 19 mientras observo los botes que vienen y van de Okanoya; por las tardes, cuando el viento
hace murmurar las hojas de los arces, imito las prácticas de Tsunenobu 20 mientras rememoro el río Xinyang.
Si mi interés no decae, interpreto a menudo la Canción del viento otoñal como acompañamiento al murmullo de
los pinos, o toco la Melodía de la primavera que se va para hacer armonía con el sonido del agua. No soy un
músico connotado, pero mi ejecución no está dirigida a complacer a otros. Tan sólo pulso las cuerdas y canto
solitario para confortar a mi propio espíritu.
En las faldas de la colina hay un rancho con techo de paja, la morada del guardián de la montaña. El
pequeño muchacho que vive allí me visita ocasionalmente, y si me encuentro aburrido, salgo a dar un paseo
en su compañía. Él tiene diez años, yo sesenta. Nuestras edades difieren enormemente pero gozamos de las
mismas cosas. A veces arrancamos las flores de los brotes de los juncos, cogemos bayas de iwanashi 21 ,
amontonamos retoños de batata, o recogemos hierbas. O vamos a los arrozales en las faldas de las montañas
a recolectar espigas abandonadas por los segadores y a hacer gavillas. Cuando el tiempo está calmado,
trepamos a un pico desde el cual podemos ver mi vieja casa al fondo de los cielos distantes y contemplar
Kohatayama, Fushimi-no-sato, Toba y Hatsukashi. A nadie le pertenece el paisaje y no hay nada que me
impida el gozo que me provoca.
Cuando todo va bien y me siento como dando una gran caminata, sigo los picos más allá de Sumiyama y

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Kasatori para orar en Iwama o Ishiyama. O puedo atravesar el valle de Awazu, visitar el sitio donde vive
Semimaru, atravesar el río Tanakami, y buscar la tumba de Sarumaru 22. De regreso a casa, busco los
cerezos florecidos, recojo hojas de otoño, arranco helechos o recolecto frutas y nueces, según la estación.
Algunos de mis trofeos los entrego a Buda y otros los acepto como regalos prácticos.
En las noches plácidas, anhelo a los viejos amigos mientras observo la luna a través de la ventana o lloro
sobre las mangas de mi vestido si oigo el quejido de un asno. En ocasiones confundo las luciérnagas en los
arbustos con los destellos de las redes de pesca que fulguran lejos, en Maki-no-shima, o me imagino, cuando
oigo la lluvia justo antes del atardecer, que se trata de una borrasca otoñal que arrastra las hojas. El llamado
de los faisanes —horohoro— me hace pensar si las aves estarán en busca de sus padres o madres; las
frecuentes visitas de los venados que bajan de los picos atestiguan lo remoto de mi morada 23. De vez en
cuando, atizo el fuego cubierto de cenizas y hago de él mi compañía para el insomnio de la vejez. Las
montañas son tan poco intimidantes que hasta el ulular de los búhos conmueve en vez de atemorizar. Así que
las delicias de los cambios de las estaciones en estos alrededores, no tienen límite. Un hombre
verdaderamente reflexivo, bendecido con los poderes superiores del juicio, sin duda encontrará muchos más
placeres que aquellos que he descrito.

4
Al principio, cuando me instalé aquí, no pensé que sería por largo tiempo. Sin embargo, ya han pasado cinco
años. Mi ermita temporal se ha convertido gradualmente en un hogar. Sus aleros se han cubierto de hojas
secas y ha crecido el musgo en los cimientos. Cada vez que tengo noticias de la capital, me doy cuenta de la
cantidad de personajes ilustres que han dado su postrer aliento después de mi retiro a estas montañas y no
logro imaginarme cuál habrá sido la suerte de aquellos otros que no fueron señalados por la fama. Un gran
número de casas también han sido devastadas por conflagraciones sucesivas. Sólo en una ermita transitoria la
vida puede ser tranquila y segura. Las habitaciones son estrechas pero tengo un sitio donde puedo acostarme
por las noches y otro donde puedo sentarme durante el día. Hay un cuarto amplio para una persona. El
cangrejo ermitaño prefiere un cascarón pequeño porque conoce su propio tamaño; el quebrantahuesos vive en
las costas rocosas porque le teme al hombre. Conmigo sucede lo mismo. Conociéndome a mí mismo y
conociendo el mundo, no tengo ambiciones ni persigo objetivos materiales. Lo que deseo es quietud. Y la
ausencia de preocupaciones es lo que me hace feliz.
Los hombres usualmente no construyen casas para su propio beneficio. Algunos las hacen para sus
esposas, para sus hijos, para sus parientes y sirvientes; algunos para los amigos y conocidos, o también para
las cosas de la familia, para los tesoros, para los bueyes y caballos. Pero en mi caso la he hecho para mí y
para nadie más. Debido a las condiciones actuales y a mi propia situación, no poseo ni una familia para
compartir mi vivienda, ni sirvientes que trabajen para mí. Si hubiera construido una casa grande, ¿a quién
habría hospedado? ¿A quién habría llevado a vivir allí?
Los amigos aprecian la riqueza y buscan los favores; no valoran necesariamente la sinceridad o la probidad.
Es mejor, entonces, tener como amigos a la música y a la naturaleza. Los sirvientes se precian de las
recompensas pródigas y de la generosidad sin medida; no les importa la protección ni el afecto como tampoco
la seguridad y una existencia tranquila. Yo prefiero hacer de mi propio cuerpo mi sirviente. ¿Cómo? Si hay
trabajo por realizar, uso mi cuerpo. Es verdad que me fatigo, pero es más fácil que emplear a otro y verlo
hacer las cosas. Si hay que caminar, camino. Puede ser algo pesado, pero lo es menos que preocuparme por
los caballos, los aperos, los bueyes y los carruajes. Divido mi cuerpo y le doy dos usos: me va muy bien
cuando utilizo las manos como sirvientes y los pies como transporte. Mi mente entiende los apuros de mi
cuerpo: lo dejo descansar cuando se cansa y lo uso cuando se siente enérgico. Lo uso pero sin llegar a los
extremos. Si encuentra una tarea fastidiosa, no me perturbo. Una práctica saludable es caminar y trabajar de
manera constante. ¿De qué serviría perder ociosamente el tiempo? Hacer que otros trabajen crea un mal
karma. ¿Por qué debería tomar prestada su fortaleza?
Lo mismo sucede con la comida y el vestido. Escondo mi desnudez bajo un traje de fibra rústica, de una
colcha de cáñamo, o de lo que encuentre a mano; sobrevivo comiendo hierbas del campo y nueces de los
árboles que crecen en los picos. Como no me junto con nadie, no me avergüenzo de mi apariencia. Y porque
mi comida es escasa, encuentro sabrosa la mesa tosca.
No he descrito estos placeres con el ánimo de criticar la riqueza. Sólo he relatado mis experiencias para
mostrar la diferencia entre mi vida pasada y la presente. Desde cuando abandoné el mundo para convertirme
en monje, no he conocido ni odio ni miedo. Dejo que los cielos determinen qué tiempo habré de vivir, sin

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aferrarme a la vida ni anhelar su fin. Mi cuerpo es como una nube arrastrada por el viento: no pido nada; no
deseo nada. Mi mayor alegría es una siesta y mi única aspiración en esta vida es poder contemplar las
bellezas de las estaciones.
«Los Tres Mundos se unen en una sola mente» 24. Si la mente no se encuentra en paz, los elefantes, los
caballos y los siete tesoros son basura; las residencias palaciegas y las mansiones majestuosas no valen la
pena. Ahora siento un gran afecto por mi casa solitaria, mi pequeña ermita. Mi apariencia de mendigo es fuente
de situaciones embarazosas cuando ocasionalmente algo me obliga a ir a la capital. No obstante, cuando
regreso siento piedad por aquellos que persiguen lo mundano. Si alguien dudara de mi sinceridad, debería
considerar a los peces y a las aves. Un pez jamás se cansa del agua, pero sólo otro pez entiende por qué. Un
ave busca los árboles, pero únicamente otra ave entiende por qué. Así sucede con los placeres del retiro. Sólo
un recluso puede comprenderlos.
5
La luna de mi vida se oculta; los años que me quedan se aproximan al borde de las montañas. Tendré que
afrontar la oscuridad de los Tres Pasos Diabólicos. ¿De cuál de mis viejos desengaños vale la pena
lamentarme ahora? El Buda nos enseña a desprendernos de las cosas mundanas. Hasta mi aprecio por este
rancho techado es un pecado; también mi amor por la tranquilidad debe considerarse como un obstáculo para
la iluminación. ¿Por qué pierdo el tiempo en descripciones de placeres inconsecuentes?
Mientras reflexiono en estas cosas durante los plácidos momentos antes del amanecer, me hago una
pregunta:
Te has retirado a la reclusión en las montañas remotas, por lo cual debes disciplinar tu mente y practicar el
Camino; pero tu espíritu impuro desmiente tu apariencia de monje. Tu vivienda presume imitar la abadía del
honorable Yuima, pero eres peor que Suddhipanthaka cuando se trata de obedecer los mandamientos. ¿Será
porque te has dejado embromar por una pobreza ordenada por el karma, o tu alucinada mente por fin se ha
enloquecido?
La pregunta sigue sin respuesta. No puedo hacer nada distinto de usar mi impura lengua para repetir tres o
cuatro veces el sagrado nombre de Amida. Y callar luego.

A finales del tercer mes del segundo año de Kenryaku 25.


Escrito por el monje Ren'in en la ermita de Toyama 26.

EL HÔJÔKI: LO UNIVERSAL DESCONOCIDO


Fernando Barbosa

Hôjôki significa, etimológicamente, «Relato de un jô cuadrado». Un jô, unidad de medida, equivalía a unos diez
pies. De allí Hôjô vino a tener el significado de rancho o choza de diez pies, que fue el que usó Chômei para
describir su vivienda. De tal manera, la traducción literal del título de la obra que se presenta sería «Relato
sobre mi ermita de diez pies cuadrados». En la traducción se prefirió el uso de ermita al de rancho o choza por
parecer más ajustado al relato mismo.
Kamo no Chômei (1155-1216), su autor, fue poeta, crítico, compilador y prosista del medioevo japonés. De sus
obras, varias se conservan pero ninguna ha alcanzado la notoriedad y popularidad del Hôjôki. Su importancia
radica en dos puntos. Primero, es según los críticos la obra literaria de influencia budista más destacada de su
tiempo. Y segundo, es una de las obras canónicas del género conocido como zuihitsu, junto con Makura no
Sôshi (El libro de la almohada), de Sei Shônagon, y Tsurezuregusa (Ocurrencias de un ocioso), de Kenkô
Yoshida. Zuihitsu, que literalmente significa «seguir el pincel», podría considerarse el antecedente oriental del
ensayo en Occidente. Esto sería suficiente para hacerla atractiva dentro de la historia de la literatura japonesa.
Pero existen otros elementos para valorarla y para concederle un lugar en las letras de todos los tiempos y
continentes.
En efecto, su éxito posiblemente deba entenderse en la medida en que recoge algunas de aquellas preguntas
universales del hombre a las cuales no ha hallado respuestas satisfactorias. Una de ellas es la evanescencia,
la disolución, la evaporación de los seres y las cosas: caen las construcciones, como caen las hojas de los
árboles y la gloria y la memoria de los hombres.

http://www.revistanumero.com/38hojo.htm Página 7 de 9
Hôjôki Sobre mi ermita - Kamo no Chômei - Traducción de Fernando Barbosa 16/08/09 10:07

NOTAS:
1. Hôjôki, escrito en 1212. Esta versión está basada en las siguientes traducciones al inglés:
a) Helen Craig McCullough (ed.), Classical Japanese Prose. An Anthology. Stanford, Stanford University Press,
1990.
b) Donald Keene, Anthology of Japanese Literature, Nueva York, Grove Press, 1955.
2. ¿1155? - 1216.
3. 7:00 p.m. - 9:00 p.m.
4. 1177.
5. 1180.
6. El traslado ocurrió poco después de haber sido contrarrestado un primer intento de golpe para desplazar del
poder a los Taira. La nueva capital se fijó en Fukuhara (ahora parte de Kôbe), en donde Taira no Kiyomori
había establecido su residencia unos años antes.
7. De acuerdo con el sistema chino del yin-yang, una capital debe tener nueve calles orientadas de oriente a
occidente y ocho de norte a sur.
8. La casa de madera fue una residencia temporal en Kyûshû usada por la emperatriz Saimei (594-661)
cuando los japoneses se preparaban para atacar el estado coreano de Silla, en 661.
9. 1181-1182.
10. Los mendigos iban, usualmente, descubiertos y descalzos.
11. En el budismo esotérico, del cual Ninnaji era el centro, «A», la primera sílaba del silabario sánscrito, era
tenida como símbolo de la unidad de todas las cosas.
12. 1132-1135.
13. 854-857.
14. La familia de Kamo no Chômei gozó de una posición sacerdotal hereditaria dentro del sintoísmo que se
perdió en su generación. Su padre, Hagatsugu, fue superintendente del santuario Shimogamo, el más influyente
de Japón y que gozaba, por lo tanto, de los favores imperiales. Su cercanía al poder y su apoyo al emperador
Nijô parecen haberse puesto en su contra tras la muerte de este último.
15. Fugen-bosatsu (skt: Samantabhadra). Ser asociado a la sabiduría, de excepcionales logros espirituales y
destinado a alcanzar el estado de Buda, según la tradición del budismo Mahâyâna (N. del T.).
16. Koto: instrumento parecido a una cítara larga de piso. Biwa: tipo de laúd.
17. Se cree que Amida y sus acompañantes descienden en una nube púrpura para escoltar al creyente en el
Paraíso del Oeste, en el momento de su muerte. Es posible que el cuclillo fuera considerado un mensajero de
la tierra de los muertos, que queda detrás de las montañas de Shide, debido a que el ave emite sonidos
similares a shide. Los pecados y obstáculos para la iluminación se amontonaban durante el transcurrir de la
vida diaria y eran periódicamente removidos mediante ritos de arrepentimiento y confesiones ante Buda.
18. El de Amida [N. del T.].
19. Mansei (siglo VIII) fue el autor de un poema sobre lo efímero frecuentemente citado (yo no naka o / nani ni
tatoen / asaborake / kogiyuku fune no / ato no shiranami: Con qué compararía la vida en este mundo: la estela
blanca de un bote que navega en el crepúsculo).
20. (1016-1097) fue un gran poeta conocido también como experto con la biwa. Chômei alude a los dos
primeros versos de la Canción del laúd, de Bo Juyi: «Al ver en la noche un huésped afuera, cerca del río
Xinyang, / el viento otoñal murmura a través de las hojas de los arces y de los penachos de los juncos».
21. Epigaea asiática.
22. Semimaru y Sarumaru fueron poetas semilegendarios.
23. Del poeta Gyôki o Gyôgi: yamadori no / horohoro to naku / koe kikeba / chichi ka to zo omou / haha ka to
zo omou (Cuando oigo la voz de un faisán, pájaro de la montaña, que dice horohoro, pienso: ¿será un padre?
¿o será una madre?
Del poeta Saigyô: yama fukami / naruru kasegi no / kejikasa ni / yo ni tôzakaru / hodo zo shiraruru (Ver de
cerca un venado que ha crecido acostumbrado a mí en el fondo de las montañas, es reconocer mi lejanía de
los asuntos del mundo).
24. La sutra Kegon: «El mundo triple es sólo una mente. Fuera de la mente no hay nada; mente, Buda y todo
lo viviente, todos los tres, no son diferentes».
Los tres mundos pueden interpretarse como el pasado, el presente y el futuro.
25. 1212.
26. Ren'in era el nombre budista de Chômei.

http://www.revistanumero.com/38hojo.htm Página 8 de 9
Hôjôki Sobre mi ermita - Kamo no Chômei - Traducción de Fernando Barbosa 16/08/09 10:07

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