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EL DIVAN

Miguel Ángel Avilés


avilesdivan@hotmail.com

UNA HORA DE BALAZOS.


(A 15 años de aquel trágico motín…)

Le prometí a Lino que hablaría con el Director sobre su asunto


y me retiré de la sala de abogados. Al fondo, comiendo cocos y
saludando a los internos, Alejandro, el director del penal y el
comandante observaban tranquilos los últimos avances de la
construcción que albergaría a la población penitenciaria de alta
peligrosidad. Faltaban quince minutos para la una de la tarde y
otros diez para la llegada de la muerte que, como entró, salió de
ese previsible e inolvidable martes 23 de Agosto en el Centro de
Readaptación Social de Hermosillo….
-Allá anda adentro –les dije a los archivistas que preguntaban
por Alejandro y, como de costumbre, me reí de ellos y ellos de mí.
Luego pretendí salir del centro, pero no pude: al bajar las escaleras
grises, amplias, vi a todos los custodios correr hacia el cuarto de
armas y avanzar armados, sorprendidos, temerosos, dispuestos,
con los ojos multiplicados, rumbo a la Ayudantía.
Las primeras gotas de plomo sobre el techo y los oídos,
avisaban que la lluvia de balas no cesaría durante buen tiempo.
Corrimos al archivo casi a gatas, rascando el piso.El
enfrentamiento había dado inicio. En la otra oficina, la de la
Dirección General, el licenciado José Said Morúa estaba perplejo,
en espera de que su presión arterial subiera hasta el tope. Todavía
no llegaba el señor Tostado a regañarlo para que saliera; junto a él,
algunos trabajadoras y un montoncito de internas, entre las que se
encontraba la esposa del interno –y hoy occiso- Antonio Zazueta,
copartícipe del intento de fuga. La dama había solicitado minutos
antes la presencia del propio licenciado Morúa en el área femenil.
Que deseaban hablar con él, decían insistentes, hasta que
prefirieron subirlas ;y ahora, frente a los hechos, en pleno
zafarrancho, se mostraba apacible, sabedora, enterada, a diferencia
de las demás que, atónitas, escuchaban, refugiadas en el baño, lo
que afuera era ya una tragedia.
Pero algunos lo desconocíamos. Sólo la incertidumbre estaba
con nosotros. Un disparo, otros más, muchos disparos, semejaban
los juegos pirotécnico de un 15 de septiembre. Enseguida los
vidrios y los gritos, las grietas, lo grueso. Martín intentó
comunicarse con la Policía Judicial. Imposible: el tiroteo arreciaba y
lo devolvió. Hasta más tarde nos daríamos cuenta de que estaba
herido. Un rozón le rubricó un recuerdo en su antebrazo. Los
nervios y el no saber qué pasaba, terminaron siendo un buen
sedante para ignorar por un momento su mala suerte.
Jugábamos a los pronósticos. No quedaba de otra: “Aquí
andan abajo”, “Los internos están armados”, “Van a subir”,
“Tomaron a las internas”, “Ahí vienes pa´ca”, “¿Y Alejandro?”, “¿Y
Alejandro?”, “Alejandro anda adentro”, Alejandro ya había caído.
Nunca estuvo contemplado en el plan frustrado de los prófugos.
Pero de pronto estaba en interiores y eso cambió obligadamente los
planes de los que, a sangre y fuego, estaban dispuestos a pelarse-
Aprehendieron al responsable del departamento tutelar y lo
amenazaron. Lo trasladaron rumbo a la sala de guardas. Ahí
también sorprendieron a la trabajadora social. Los desconcertó la
aparente tranquilidad de ésta, cuando, en medio del alboroto, sólo
les pidió a los presentes que le cuidaran la agenda que traía. Fue la
pausa que aprovechó para zafarse de sus captores y correr, hecha
la mocha, hacia los patios que dan al Departamento de Ayudantía.
Para entonces, “El Cantinflas” y Alejandro forcejeaban. Mario
Moreno terminó imponiéndose: un disparo en el abdomen y otro
atrás de la oreja izquierda acabaron así de fácil, así de doloroso,
con la vida de un hombre responsable.
Al archivo, refugio de quince desesperados, nomás llegaban
el tracataca de los cuetazos y el impacto de los vidrios rotos, el
swing de los disparos rozando la paredes y el intercambio de
insultos y amenazas, ambientadas con palabras que los diarios
acostumbran censurar: “¡Tira el cuchillo, cabrón!” “¡Suelta a la niña,
hijo de la chingada!”, “¡No, mi hija no!”. De repente, otra vez la
guerra: un comandante de rehén y otro dirigiendo a los custodios.
Cerca de la comandancia caería otro interno. Entre los blancos
están la frente de Rocío y las extremidades de su madre. El esposo
reclamaba desesperado una ambulancia y el Cereso se convertía
así en el territorio de sálvesequienpueda. Para colmo, otro
elemento se incorporó a nuestra trinchera: “el gas lacrimógeno” que,
como el humo de las hornillas, se colaba por los ojos y venía
entonces el ardor y el lloriqueo. Nada sabíamos con certeza. Ni que
Alejandro iba herido, ni cuántos serán los internos amotinados, ni
quiénes eran los rehenes, ni… ni… entonces llegó el miedo en
serio, no el miedo acobardado, “zacatón”, de “yo le corro”, sino el
miedo a la desgracia, a que estuviera sucediendo lo que se pudo
haber evitado, a encontrarse en la antesala de la muerte, a ver
morir a un custodio que arriesgó su vida por novecientos pesos
mensuales.
Aprovechamos una calma y avisamos por el interfón que
estábamos arriba, que no dispararan hacia acá. Las matas de higo
estaban podadas a balazos, los guardias iban y venían de un lado a
otro con el rostro de un gato tras la ventana durante un chubasco,
“¡Rápido, rápido!”, junto a la sala de armas, tres cuerpos, como
reses, formaban un asterisco de sangre. Adelantito, pegado a la
puerta principal, dos internos más convertidos en una sola mancha
roja, estaban a punto de irse pa´l otro mundo. La vista se nos
paralizó un momento ante la escena. Nos apuraron. Afuera, el
mundo entero: altas y bajas autoridades, policías, judiciales, todo
los judiciales, extraños, llantos, madres de internos, la prensa
apresurando la presea noticiosa y el camarógrafa buscado una cara
larga y –por desgracia- halló la mía.
Los rumores se disputan la primicia: fue por esto, fue aquél,
fue por aquello. Las armas las tenían enterradas, las trajo bajo el
yeso del antebrazo un interno que, días antes, estuvo en el hospital.
Alejandro no tiene nada…Alejandro acaba de morir. Los antimotines
entraron, los internos disparaban al helicóptero que sobrevolaba el
centro, seguían armados, queman la biblioteca. Continuarán las
cosas. Adentro hay más de seis muertos. La confusión no tiene pies
ni cabeza.
Después vendrían las condenas. Los golpes de pecho. El
dolor, de traje, que olvidarán mañana…

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