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En G. HOYOS (ed.) Etnoeducación.

La experiencia de las comunidades afrocolombianas del


Pacífico. Instituto Pensar - Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá 2008 (en imprenta).

INTERCULTURALIDAD Y CIUDADANÍA. 1
ESA RARA 2 MODERNIDAD EN LA SEMIOPRAXIS POPULAR.

José Luis Grosso PhD 3


Universidad del Valle
Santiago de Cali – Colombia
jolugros@univalle.edu.co

Insinuaciones.

Bajo la experiencia de ciudad se oculta una interculturalidad conflictiva y


asimétrica que nos constituye en la vida social en América Latina. 4 Las tecnologías
5 de la comunicación han intervenido tanto en la construcción de la ciudadanía y la
generalización de lo político como en el enmascaramiento, borramiento e

1
Este texto es un resultado de investigación del Programa Territorial “Diseño y puesta en marcha de la
estrategia 2015, Valle del Cauca, Red de Ciudades Educadoras – Red CiudE (Buenaventura, Buga y Cali).
Colciencias – Universidad del Valle – Gobernación del Valle del Cauca – Alcaldías de Buenaventura, Buga
y Cali. 2006-2007.
2 “Rara” debe entenderse en todo el espectro de su polisemia: en el sentido temporal, como “poco

frecuente”; en el sentido cuantitativo, como “escasa”; en el sentido cualitativo, como “extraña”; en el


sentido epidemiológico, como “anormal”; en el sentido relacional y comparativo, como “diferente”. “Rara
modernidad en la semiopraxis popular”, por tanto, en su polisemia, indica distintos lugares socio-culturales
de enunciación, pero, en todo caso, las marcas de las reapropiaciones populares del sentido hegemónico de
“modernidad”, que es lo que enfatiza este texto.
3
Profesor del Doctorado Interinstitucional en Educación, Universidad del Valle – Universidad Pedagógica
Nacional – Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Énfasis Educación, Culturas y Desarrollo. Sede
Instituto de Educación y Pedagogía, Universidad del Valle.
4 Sin embargo, los países de América del Sur que declararon su independencia de España son los referentes

primarios de este texto.


5 El concepto de “tecnología” utilizado aquí no se corresponde con su sentido más habitual y generalizado,

de corte objetivista e instrumental; "tecnología" aquí es esa silenciosa disposición de las ínfimas
materialidades que distribuye posiciones, inscribiendo relaciones de poder entre los cuerpos ajustados a los
espacios (Foucault 1984). Es un nivel más profundo y determinante que el "ideológico". Pero su paradójica
solidez consiste en un trabajo simbólico de tropos corporales y plástica material. Allí, en ese nacimiento
imperceptible de las desigualdades, es posible un "juego" que no es de meros significantes y que afecta la
materialidad de los espacios y de las relaciones sociales: una discursividad semiopráctica. “Conjunto
tecnológico” es, para Foucault, la convergencia histórica de varias “tecnologías”, y da lugar, con sus
resistencias y fugas críticas, a una “formación discursiva”.

1
hiperrealización de aquellas diferencias. En nuestros países, la lectura histórica,
desde la perspectiva de las culturas populares 6, del conjunto tecnológico puesto en
acción durante la segunda mitad del siglo XIX (salud pública, higiene, educación,
urbanismo, registro de personas, políticas territoriales, etc.) permite una
comprensión más profunda de los procesos socio-culturales ante la expansión de
la comunicación social, sus redes y sus usos sociales. 7 El reconocimiento y la

6 El concepto de lo “popular” mantiene activo en la vida social y en la comprensión de sus dinámicas el

elemento divisorio que nombra o indica la diferencia sociológica de una discursividad corporal y su praxis
crítica. Lo “popular” es un concepto de carácter diferencial, por lo tanto móvil y contextual, que cubre la
mancha semántica de lo “vulgar”, lo “bajo”, lo “basto”, lo “periférico”, lo “bárbaro”, etc. En cuanto tal,
debe ser reconstruido etnográficamente en cada caso y su vigencia en la semiosis social muestra que no es
un concepto anacrónico. Lejos de lo que creen los críticos ilustrados, hacer desaparecer lo “popular” como
agente político no redime a nuestras sociedades de los pecados del “populismo”, porque el “populismo” es
una posición ideológica que pretende controlar aquellas fuerzas, y su crítica no puede abolir el
reconocimiento que esa construcción hegemónica les hace (o mejor, se ve estratégicamente obligada a
hacerles), porque dichas fuerzas (por más que fantasmáticamente seducidas) no son meras fantasías
mentales, meras idealidades. Antes bien, la incontrolabilidad de lo popular genera la ansiedad del
“populismo”. Son esas fuerzas irreductibles de la diferencia las que hoy se reapropian de la “educación”, de
la “escuela” (ciertamente señalo que hay mucho oculto de las relaciones de poder de la “escuela” en la
“educación”, aunque no sean sinónimos), de los saberes ilustrados (en sus usos masivos, sociales o
científicos; entre los que nosotros, académicos procedentes de sectores populares, somos también
denegados portadores de esas fuerzas irreductibles), de los programas de intervención social, de los
discursos “expertos” ... Si bien el concepto de lo “popular” ha sido asimismo capturado por las ideologías
del “mestizaje” (como blanqueamiento) y del comunitarismo, comunes en la pastorales de la “religiosidad
popular” y del “nacionalismo”, sin embargo es la confrontación y mediación de tradiciones diversas lo que
lo constituyen diferencialmente (Martín-Barbero 1998). Lo “popular-intercultural” se refiere a
complicidades, mestizajes, resignificaciones, pero no sólo se resume en ello, sino que hay fuerzas en pugna,
incompatibles, irreductibles, históricas, que son las que entran en esos juegos sin disolverse en ellos, sino
excediéndolos, tergiversándolos, derivándolos, deconstruyéndolos; es decir, en todos los casos, y siempre,
haciendo-sentido. Reconocer lo “popular” como nombre ideológico de esas fuerzas, como pliegue
sociocultural entre los pliegues interculturales, siempre diferencial en los contextos en que los actores en
lucha nombran o señalan como “populares” (o su mancha semántica) a actores, acciones, espacios, objetos,
etc., no puede ser reducido a sinónimo de “esencialismo romántico” sino a costa de un folklorismo que
expropia lo cultural a los actores en su acción política y lo acumula como objeto disponible para la acción
instrumental en una orientación ideológica determinada, de derecha o de izquierda. Pero tampoco se puede
reducir y depotenciar lo “popular” en nombre de una esfericidad social (de corte “fenomenológico” no-
crítico) en la que todo se ajusta con todo, donde, como experiencia originaria o primaria, no hay escisiones,
división de intereses, inconsistencias, sino “alianza de clases”, o un festival semiótico de resignificaciones
culturales en la mente del interpretante. La “conciencia ilustrada” no es la carta natal de la crítica social, ni
siquiera el elemento catalizador de la praxis transformadora en el magma de rastreras “tradiciones y
costumbres”, o de impotentes “revueltas y rebeliones”: lo popular-intercultural es campo de acción-
significación (lo que llamo “semiopraxis”) de diferencias socio-etno-culturales, subalternas, que requiere
de las ciencias sociales reconocimiento político.
7 Algo que se echa de menos en la reducción al presente de varias posiciones multiculturalistas y

posmodernas; tales como el desconocimiento de los procesos históricos de larga y mediana duración en el
que recae cada ciertas páginas Néstor García Canclini (García Canclini 1995a; 1995b; 1996; 1999a; 1999b;
2002; 2004), tal vez la posición más influyente en este sentido en el contexto latinoamericano.

2
potenciación de una modernidad social, paradójicamente inaudita e invisible (que
no coincide por tanto con la versión de “Modernidad” de la Ilustración, ni con el
control y la estereotipia de la comunicación, del consumo y de sus dinámicas
culturales por el mercado global; ver Grosso 2004a), en cuanto agenciamiento de
la “comunicación”, de la “ciudadanía” y del “desarrollo” por parte de los
movimientos sociales y las culturas populares, conlleva un nuevo posicionamiento
de las ciencias sociales en los barrocos circuitos de la, así llamada por Giddens,
“hermenéutica doble” (Giddens 1995; 1997). Porque las ciencias sociales han
contribuido significativamente a solidificar el gran supuesto de la identificación
de los impulsos de modernidad con la versión reductiva que de ellos impuso el
discurso de la crítica ilustrada.

Con “hermenéutica doble” Giddens se refiere a que la ciencia social parte de


supuestos provenientes de la vida social pre-interpretada por los actores legos, y,
dialécticamente, “los 'descubrimientos' de la ciencia social no permanecen ajenos
al 'asunto' al que se refieren, sino que consistentemente reingresan en éste y lo
replasman… La entrada de conceptos y reclamos de saber en el mismo universo
de sucesos que se proponían describir trae como resultado una situación
esencialmente errática. Así la hermenéutica doble es parte intrínseca de la
naturaleza dislocada y fragmentante de la modernidad misma, sobre todo en la
fase de 'modernidad tardía'.” (Giddens 1997: 19) Aquí Giddens sugiere y silencia
a la vez la apropiación activa por parte de los actores de los conceptos
sociológicos como un síntoma de la modernidad social; porque, si bien la
reflexividad ilustrada produce una aceleración y multiplicación revaluadota y
relativizadora de los mundos prácticos y el sentido común en las formas del
conocimiento dominante, no se debe ignorar que hay, también (agenciada en
otras maneras, de otro modo), una reflexividad relativizadora, errática y socio-
etno-culturalmente diferenciada, en la vida social misma, que ya se muestra

3
activa en el primario trabajo de interpretación de los mismos legos. Como el
mismo Giddens reconoce: si bien la “hermenéutica doble” podría quedar en una
polarización unidireccional sobre la condiciones de producción del conocimiento
científico, ya que “los esquemas conceptuales de las ciencias sociales expresan
una hermenéutica doble, que supone penetrar y aprehender los marcos de sentido
que intervienen en la producción de la vida social por los actores legos, y
reconstruirlos en los nuevos marcos de sentido que intervienen en esquemas
técnicos conceptuales” (Giddens 1997: 102), sin embargo, no se debe dejar en el
olvido la dinámica social que aquélla nombra en primer lugar, y que es adonde
vuelve indefinidamente todo el proceso, pues la ciencia social (el estudio de la
vida social en sus cambios) se alimenta a cada paso de ella y se refiere a ella: “así
como los científicos sociales adoptan términos corrientes -'sentido', 'motivo',
'poder', etc.- y los usan en acepciones especializadas, también los actores legos
tienden a apoderarse de conceptos y teorías de las ciencias sociales y a integrarlos
como elementos constitutivos en la racionalización de su propia conducta”
(Giddens 1997: 191). Como marca Giddens en este sentido: “Esta hermenéutica
doble es (entonces) de una considerable complejidad, porque la conexión (entre
lenguaje corriente y lenguaje técnico) no establece una circulación de sentido
único; hay un continuo 'deslizamiento' de los conceptos construidos en sociología,
por el cual se apropian de ellos aquellos individuos para el análisis de cuya
conducta fueron originalmente acuñados, y así tienden a convertirse en rasgos
integrales de esa conducta” (Giddens 1997: 194, énfasis en el original).

Por lo que, denuncia Giddens, las Ciencias Sociales podrían terminar, en su


regreso al curso de la acción social como movimiento infinitamente repetido de la
“hermenéutica doble”, o bien movilizando la transformación social o bien
fortaleciendo una estructura de dominación: “La ciencia social se encuentra en
una relación de tensión con su 'asunto', en tanto es un instrumento potencial para

4
expandir la autonomía racional de la acción (notar la marca ilustrada de esta praxis
crítica en Giddens; o en todo caso sería necesario problematizar qué es “racional”
allí), pero igualmente como un potencial instrumento de dominación” (Giddens
1997: 191, énfasis en el original). Esa vida social del “sentido común” de los legos
está constituida también por saberes expertos (entendidos como todo
conocimiento especializado) socializados: “El sentido común por cierto es en
parte el saber acumulado de los legos; pero las creencias del sentido común
reflejan y encarnan también las perspectivas elaboradas por expertos.” Debido a
ello, la distancia entre “sentido común” y “saberes expertos” puede no ser tal,
sumado a que (fenomenológicamente) los “saberes expertos” conllevan creencias
primarias de sentido común, nuevas o viejas creencias del sentido común
enquistadas en la médula misma de los “sistemas expertos”. Eso problematiza, en
la tradición de la fenomenología social y la sociología comprensiva, la relación
entre sentido común y ciencias sociales. Asolado por esas difuminaciones de los
límites, Giddens se pregunta: “¿en qué sentido los 'acopios de conocimiento' (que
incluye saberes producidos por las mismas ciencias sociales en las distintas
instancias de su desarrollo y autocomprensión) que los actores emplean para
constituir o dar existencia a la misma sociedad que es el objeto de análisis son
corregibles a la luz de la investigación y la teoría sociológicas?” (p. 142) El
“sentido común” queda así contenido como la “orilla” social (aunque
irreductible) de la “hermenéutica doble”, que para Giddens debe estar
científicamente orientada (de ahí su cierre en cuanto “doble”), pero que, para la
semiopraxis crítica en la que se inscribe este texto, está socialmente orientada (y por
ello el cierre en el segundo momento interpretativo que impone el término
“doble” resulta sesgado, arbitrario, estrecho y de reaseguramiento hegemónico).

El reposicionamiento de las ciencias sociales responde a las insinuaciones en que


repta(n) y emerge(n) la(s) modernidad(es) social(es). El inicio fenomenológico de

5
esta indagación histórica es el que le da el tono a todo este texto, y el que,
hundiéndose en las espesuras constitutivas de la experiencia social, percibe
rostros otros en la contundencia hiperreal del presente, ausencias diferenciales
como promesas cumplidas de historias otras, voces y cuerpos en el “diálogo
imperfecto” que somos (Sánchez Fajardo 2004). El tono fenomenológico, la
sensibilidad pensante que se subtiende bajo todo el texto, hace emerger, al final,
la experiencia del contacto en las redes que constituyen el “tablero” (Serres 1996: 9-
21) de las tácticas populares.

Fenomenología crítica del sentido de ciudad. 8

Estar en la intemperie, en la piel de la ciudad; recorrer con la mirada alrededor,


tocar en la intemperie la piel de la ciudad, mirar, sentir el entorno, reconocer el
territorio. Estamos en contacto cotidiano con la piel densa de la ciudad: sus voces,
sus ruidos, sus olores y sabores, sus colores, luces y sombras, sus recorridos, sus
imágenes... Mirar-nos, mirar alrededor: ahí están los conocidos, los apenas
conocidos, los desconocidos. Lo público es una construcción en la experiencia
urbana de estar entre desconocidos y extraños 9; no es un mero anonimato

8 “Fenomenología crítica” es, de acuerdo a lo que ha sido la tradición fenomenológica dominante, un


oxýmoron (figura retórica que consiste en crear un efecto de nuevo sentido en la contraposición abrupta de
dos términos habitualmente comprendidos como opuestos), que genera su efecto de sentido en medio de la
descripción fenomenológica y de la esfericidad (ideológica) de su experiencia, susurrando que la
experiencia primaria de “ciudad” es ya diferencial, pues está atravesada por los gestos éticos, las
sensibilidades sociales y las políticas culturales de las relaciones de poder poscoloniales que nos
constituyen. “Crítica” debe entenderse, entonces, no en la tradición kantiana en cuanto determinación
racional de los límites, sino, en la tradición marxista, en cuanto destaca las marcas de división social que
auguran la transformación histórica. La “fenomenología crítica de la ciudad” es el campo de experiencia de
la ciudadanía moderna: esa densidad histórica que le subyace, la precede y la constituye.
9 Richard Sennett destaca la construcción de lo “público” en la experiencia urbana multiforme,

“cosmopolita”, del siglo XVIII, en Londres y París: un hombre que comienza a moverse cómodamente en la
diversidad, en situaciones que no tienen ningún vínculo o paralelo con lo que le es familiar; en esas
ciudades se multiplicaron los lugares donde los extraños podían llegar a relacionarse de forma regular
(Sennett 1978: 28). Así, la ciudad pública es la ciudad de los diferentes: lo público no es lo vacío, sino lo
lleno por lo diverso, el estar-juntos-los-diferentes, el aprendizaje de estar-juntos. Lo público no es espacios

6
indiferenciado: notamos las diferencias, el aspecto, las maneras, el habla de los
otros; indagamos, cuando hay demora y conversación, por las opiniones y
sensibilidades de los otros, el lugar de la ciudad donde viven, a qué se dedican…
Los otros son sus historias.

Mirar, sentir, oler, caminar, querer, cuidar, apartarse, soñar… Desde que somos
cuerpos, nuestra vida tiene una esencial dimensión local, y la gestión (política) de
esa vida comienza por la casa, la cuadra, el barrio, la ciudad, la región: ese
horizonte, esa atmósfera, invisibles… Álbum y postales imaginarios guardados
en la memoria; sensualidades dormidas de la infancia; historias de ciudad... 10 La
ciudad de la puerta de casa, de la cuadra (o del condominio, que no es lo mismo),
de los vecinos, de la calle, de la esquina, de la tienda, de la casa de la abuela o de
la tía, de la guardería, es también la ciudad del televisor, de la autopista, de la
galería, del supermercado, de internet 11: una ciudad siempre de pequeños
espacios atravesada por tecnologías “modernas”, cambiante, cruzada de
trascendencias y velocidades.

La velocidad lo pone todo al alcance de los ojos y esconde e inmoviliza el cuerpo;


vivimos en una época que vuelve cultura la velocidad: todo vale por el sólo hecho

limpios pero deshabitados. Muchas postales, documentales, folletos turísticos e informes muestran
“espacios públicos” como grandes baldíos amoblados, panorámicas de desiertos urbanos; pero eso no es lo
público, antes bien son espacios muertos, espectros de la democracia. Es la ciudad de los arquitectos. Lo
propio del espacio público es su accesibilidad (Joseph 2002: 46). Señala Sennett cómo una nueva ritualidad
cotidiana, “cívica”, se propuso conjurar el estar entre desconocidos, la apariencia intimidatoria o
amenazante de esos “otros” llegados a la ciudad: por ejemplo, las formas de saludo y de cortesía en el
fortuito encuentro callejero, y los parques y plazas como nuevos espacios de paseo y representación. En
nuestros contextos poscoloniales, la ritualidad de la nueva “ciudadanía” fue el manto europeizante que
ocultó o borró las estratificadas diferencias etnoculturales de la “sociedad barroca” colonial (Romero 1978),
pero que emergen espectralmente en los cuerpos y las voces. La “ciudadanía”, entre nosotros, se sostiene
sobre una economía de sobornos e hipotecas culturales.
10 Ese “estrato tibio de costumbres”, dice Isaac Joseph (Joseph 2002: 23). Aunque no siempre sea tan tibio

ni impregnado sólo de calidez y acogida.


11
Estas diversas experiencias señaladas en la acumulación de una línea de escritura muestran ya
distribuciones sociológicamente diferenciales; porque si bien son experiencias cotidianas, no lo son de
todos o no lo son de la misma manera.

7
de ser más rápido, de evitar demoras y de ganar tiempo. 12 Y, al eliminar todo
rodeo, perdemos a los otros, pasamos entre ellos, nos tensamos en un ritmo
individual, como rectas fugaces lanzadas al vacío y a la soledad. 13

En verdad es íntima la imbricación de la tecnología con la vida; hay siempre un


plus en el uso de esas tecnologías. La experiencia comunitaria ha convivido desde
siempre con las tecnologías del comer y del cocinar, del conversar y del contar, de
la reproducción y la crianza, de la luz, del agua y de las máquinas. Estas
tecnologías conllevan diversas modificaciones en el sensorium, es decir, en los
modos siempre culturales de percibir las cosas del mundo (Benjamin 1982: 23-24).
Escuchemos a Paul Valéry (Pièces sur l’art, Paris 1934), citado por Walter
Benjamin, estableciendo una continuidad semiológica y semiopráctica entre los
servicios públicos y la vida cultural: “Igual que el agua, el gas y la corriente
eléctrica vienen a nuestras casas, para servirnos, desde lejos y por medio de una
manipulación casi imperceptible, así estamos también provistos de imágenes y de
series de sonidos, que acuden a un pequeño toque, casi a un signo, y que del
mismo modo nos abandonan” (Benjamin 1982:20). La experiencia comunitaria no
es en absoluto anti-tecnológica, sino que envuelve lo tecnológico en las relaciones
primarias y las tradiciones culturales, ejerciendo su gran poder metafórico.

12 El culto a la velocidad es un mitema de los “impulsos de individualización” en la vida cotidiana de la


“modernidad” durante el siglo XX (Beck 1998); como lo fue el trabajo sobre los pequeños gestos de la
socialidad, el culto a lo “distinguido” y “refinado”, en Europa occidental, desde el Renacimiento hasta el
siglo XVIII, para los impulsos de diferenciación social, donde el reiterado y progresivo distanciamiento y
separación de la “naturalidad” de fluidos, ruidos y olores del cuerpo en las maneras hacía la diferencia
(Elias 1993). Así como la distinción creó la “clase”, la trayectoria veloz creó la individualización de la
existencia.
13 La publicidad de automóviles es pródiga en imágenes de precipicios y desiertos. El itinerario del

individuo contemporáneo encuentra en el cruce de desiertos y en el riesgo de las alturas y abismos ante la
mirada ausente de los otros a través de la cámara invisible, su metáfora más certera. La sequedad e
indiferencia de las máquinas no dejan otro rastro en la arena que la marca de los neumáticos. La estela del
flujo es la huella de la travesía del vacío: atravesar el espacio vacío (de objetos, de lugares, de otros), la
estela como escritura de la velocidad, de la ausencia por acción de la velocidad, presencia reciente pero ya
distante, polvo fantasmático del héroe, robinsonismo de la conducción inter e intra-urbana. Ver Monguin
1993; Kreimer 2001; Joseph 2002: 21, 52 y 59; Grosso 2006b.

8
Entre el tacto y la imagen, como dos polos del conocimiento y dos elementos de
experiencia donde tiene lugar el proceso así llamado de “ideación”, se abre la
experiencia corporal de los olores, los sabores, los contactos, los colores, las
formas, los sonidos, las maneras... una semiología de lo diverso, una semiopraxis
de las diferencias. La ciudad ha comenzado ya allí, dándonos un sentido de
orientación, contenido y abierto, una manera de actuar, de movernos, de hablar,
de andar entre los otros. Pero, ciertamente, esa orientación está signada por
preferencias, afinidades y repulsiones, no es sólo de encuentros y acogidas: a
través de ella nos abrimos y nos cerramos a los reconocimientos y
desconocimientos, aprecios y descalificaciones, escucha y silenciamientos;
proximidades, distanciamientos, acuerdos y conflictos… Andamos entre “muros
invisibles” (Elias 1973: 100; ver Grosso 2005b) que quienes interactúan tocan en
medio de ellos, como en una pantomima sociológica, ante sus mutuas
apariencias, sus mutuas maneras de caminar, de hablar, de vestir; un olor, un
contacto, un gesto nos hacen chocar contra esos “muros”. Vivimos una ciudad de
tradiciones y maneras confrontadas y cuestionadas, afirmadas y negadas; caldo
de cultivo intercultural, de mestizajes asimétricos; primeras consistencias urbanas,
socialización silenciosa.

Nacemos perteneciendo 14 , sesgados por la comunidad que nos acoge y en la que


acogemos o rechazamos lo adviniente: ése es el comienzo de nuestra historia en el
mundo, y, para nosotros, es una historia signada por el sentido de ciudad en la
formación discursiva ideológico-tecnológica, estructurante, del “Estado-Nación”
(Guha 2002). Porque historia no es en primer lugar libros y documentos, con sus
fechas, hechos y personajes: esa Historia exterior, cosificada, monumentalizada,
museificada, pesada de fechas y apellidos célebres, que es la del discurso

14“Uno se encuentra en comunidad con los suyos desde el nacimiento, con todos los bienes y males a ello
anejos. Se entra en sociedad como en lo extraño. Se pone al adolescente en guardia contra la mala sociedad
–compañías–; pero mala comunidad es expresión contraria al sentido del lenguaje” (Tönnies 1947: 19-20).

9
dominante; sino que, en primer lugar, es una historia social, anónima, escondida,
hecha cuerpo, la historia de nuestras relaciones de unos con otros. 15 La Historia
escolar nos desposee de historia, nos expropia el hacer historia y nos impone la
Historia hecha, en la que ya sólo podemos informarnos, convencidos de que
sabemos historia: esa Historia allí afuera en la que trabaja el valor dominante del
conocimiento objetivo. 16

Si bien todos hemos nacido en estos últimos siglos en el sentido de ciudad y en la


“ideología estatista” (Guha 2002), no todos hemos nacido en la ciudad geográfica ni
en la misma “ciudad”; muchos llegan a ella y vienen de otra historia: historias de
vereda, de finca, de campo, de montaña, de río o de mar… han llegado a la
ciudad trayendo otras historias, y se han encontrado con las historias de ciudad,
que los relocalizan, los identifican, los silencian o los desconocen. Otros viven
otras ciudades en la “ciudad”. Tenemos cruces de historias pendientes en
nuestras ciudades.

Por eso es importante que reconozcamos desde dónde pensamos y vivimos la


ciudad. Siempre hay un “desde-donde”: los lugares, ciudades-en-la-ciudad, otras

15 Rodolfo Kusch contrapone, en la experiencia popular latinoamericana, una “historia grande”, objetiva, a

una “historia pequeña”, ritualizada (Kusch 1976). Si bien el lugar exterior que Kusch le da a la ciudad
(colonial y colonizadora) debe ser revisado desde nuestra propia experiencia de socialización, nunca pura,
siempre contaminada por las tensiones que circulan y se transfiguran en la historia; en este sentido, la
ciudad nos resulta constitutiva, incorporada en nuestros habitus, sin que por ello esté unilateralmente
orientada o determinada por un único proyecto sin historia. A la “exterioridad de la objetividad” no se
opone la “interioridad de la subjetividad”, sino (más allá de las trampas bivalentes de un racionalismo
estructuralista) subjetivaciones constitutivas en confrontación y devenir.
16 Michel de Certeau distingue “faire l’histoire” y “faire de l’Histoire”, “hacer la historia” y “hacer

Historia (en cuanto disciplina)” (De Certeau 1985). Cuando ese conocimiento objetivo invade toda nuestra
vida y nuestras mutuas relaciones (y en eso hace su tarea con eficacia y dudosa “calidad” la formación
escolar), perdemos el vínculo que nos une desde las pequeñas historias de nuestros cuerpos a la ciudad, esa
ciudad que somos y que nos lleva consigo como las aguas de un río; ella viene con nosotros, ella es el
conocimiento silencioso que nos constituye y que ha hecho de nosotros lo que somos: somos (diversamente)
ciudad. La subjetivación (que no la “subjetividad”) es mucho más que aquello que traemos y ponemos en la
“consciencia” lingüística (Merleau-Ponty 1997; Giddens 1995), y es la materia plástica de nuestro campo de
interacción.

10
ciudades en la única ciudad. La ciudad existe, su nombre reiterado, con todos sus
epítetos y slogans, pero la identidad local está cruzada por la diversidad de sus
lugares y significaciones. Algo invisible actúa desde los diversos lugares de la
ciudad. Entre esas invisibilidades del lugar, que actúan en nuestras interacciones,
palabras y pensamientos, está la relación ciudad-campo: la irrupción de lo rural
en la ciudad, el peso de la ciudad en el campo 17 ; asimetría estructural que se ha
gestado en la historia colonial de nuestros municipios y que, en la ciudad
“moderna” como polo de migraciones, y en la ciudad globalizada como
encrucijada de tradiciones y concepciones del mundo, ha ido superponiendo
nuevas configuraciones sin que se pierda totalmente el privilegio urbano-céntrico,
móvil y redivivo, como vórtices hegemónicos de sentido: red de centralidades-
tornado.

Lo que en el silencio metafórico del concepto dominante de “conocimiento”


aparece como una marca verticalista de una “luz” que desciende 18, en la ciudad
física y virtual se escenifica en un plano horizontal que se piensa desde el centro
hacia las periferias, desde el centro histórico, eurocéntrico, colonial 19, hacia la

17 Fenómeno que Octavio Ianni denomina la “urbanización del mundo”: la extensión de una “red urbana

omnipresente” (Ianni 1999); simultánea con la constitución de lo que denomino “sentido de ciudad”.
18 La globalización se ha encontrado, en estas sociedades poscoloniales que conformamos, con

comunidades debilitadas. Ese debilitamiento de las últimas generaciones en su poder de recreación cultural
y su gestión del conocimiento local se debe en gran medida al extrañamiento progresivo producido por el
proceso educativo, a su concepción difusionista y descendente de un “conocimiento” que siempre llega de
otra parte y que ha ido teniendo cada vez mayor cobertura y mayor dominio en la valoración social del
“conocimiento”. La educación, más allá de las apariencias y del discurso ilustrado, ha preparado el terreno
para el imperio del consumo global, y, en ese sentido, ha sido una aliada oculta de la tecnología del
mercado. Su aparente resistencia al consumo descansa, en verdad, en las enquistadas estructuras coloniales
de la “cultura” y del “conocimiento”. La educación es parte del problema de nuestras sociedades
interculturales, y no sin más su solución. Por eso no es cierto que, para desencadenar una semiopraxis
crítica, necesitamos “más educación”, más de esta misma educación. El campo educativo suele ser el menos
pensante.
19 Aunque ya no simbolizado por la plaza fundacional, sino, en estos tiempos de fragmentación pero no

necesariamente de disolución estructural (y por ello tal vez como estrategia de una mayor efectividad de
impacto, descentralizada y demagógica), como vórtices relocalizables en cada caso, móviles y disponibles.
Lo que hace que esta expresión (“centro”) no resulte anacrónica, aunque no esté de moda; de igual modo, y
recíprocamente, el concepto de lo “popular” también se reconfigura sin quedar preso en el anacronismo.
Ver párrafo anterior.

11
conflictiva periferia de barrios e “invasores”: los “otros”. En el mapa local de los
saberes en el que somos socializados se da por sentado que el “conocimiento”
irradia con su “luz” desde el centro hacia los bordes. Pero, en la inmediatez
atmosférica de ese sentido en el que somos, los bordes hacen su trabajo de
sospecha y cuestionamiento: ¿Cuál es, bajo el pesado y sutil manto mono-
cultural, el catastro intercultural del conocimiento y la cultura tejido en nuestros
mapas de ciudad? Y, sotto voce, ¿cómo se filtra este gesto de distinción del
(des)conocimiento en las Ciencias Sociales y en nuestros consensos corporativos? 20

Estamos hoy ante una nueva configuración territorial campo-ciudad-región


(geográfica y global): la diáspora migratoria ha ido ramificándose a las ciudades
nacionales y a las de otros países y continentes, como una virtualización de la
“familia extensa”, que supone intensos intercambios económicos, de visitas y
turismo, comunicativos, de objetos e imaginarios, una efervescencia dialéctica de
capitales económico, social, cultural y simbólico (en el sentido de Bourdieu),
nunca antes experimentada en la experiencia migratoria, que, en muchos casos,
era unidireccional, de ruptura y pérdida de contacto. Hoy, las migraciones
latinoamericanas a Norteamérica, Europa y otros continentes han incorporado a
la primariedad de la experiencia local, ensanchándola, redes de percepción, de
interacción, de aprendizajes tácticos y de posicionamientos en un nuevo nivel de
la lucha social que redefine el mapa tradicional de la “política”: un nuevo y
rizomático “desde-donde”.

20En la comprensión técnicamente normalizada y rutinaria del concepto de “conocimiento” están ausentes:
1. la evaluación social y comunitaria de la Ciencia y la Tecnología; 2. una epistemología crítica que
evidencie la estructura social local del conocimiento; 3. la diferencia social y cognitiva a la vez en que se
sustentan las posiciones profesionales y educativas en los contextos comunitarios; 4. las estrategias y
procedimientos con los cuales las culturas locales, comunidades vecinales, veredales y étnicas gestionan
conocimientos en la solución de problemas, en su reproducción social y en la recreación cultural; y 5. la
revisión del concepto de “conocimiento” desde una crítica a la vez epistemológica, social y cultural. Ver
Grosso 2004a; 2006a.

12
Interculturalidad y ciudadanía.

Las hegemonías nacionales, en América Latina, con matices y destiempos según


las regiones, realizaron dos movimientos ideológico-tecnológicos, a través de los
cuales: (1) establecieron un plano homogéneo de ciudadanía; y (2), dentro de él,
reconvirtieron toda la densidad de las identidades locales en meros matices
imperfectos del modelo primario. La Nación naciente, en pleno trabajo de
imaginarse (Anderson 1994), estaba dispuesta a reconocer las singularidades
locales o regionales internas, pero siempre y cuando estos particularismos no se
volvieran diferencias y se leyeran entonces a partir del nuevo acto fundacional.
Así, una clonación primaria precedió el reconocimiento de la diversidad en la
sociedad disciplinaria nacional (Foucault 1984) 21: fabricación de un “individuo”
nacional, homogéneo con los otros, para borrar las categorías étnicas de la
sociedad colonial, todos aquellos trazos que nunca habían sido deseables para los
sectores dominantes y que ahora eran vueltos efectivamente invisibles. 22

21 No debemos olvidar que lo propio de la “sociedad disciplinaria” para Foucault no es la plana


homogeneización represiva, sino el control de las multiplicidades que ella misma produce y que constituyen
el mapa clasificatorio que está dispuesta a reconocer como margen de “libertad” para el “gobierno” de los
grupos e “individuos” (Foucault 1984; 1991; 1996).
22 Hay oscuros antecedentes de esa sociedad disciplinaria moderna en las políticas coloniales americanas

desde finales del siglo XVI. En las colonias españolas de América del Sur señalo algunas marcas: las
reformas toledanas en la década de 1570 en el Virreinato del Perú, apoyadas en los diseños urbanísticos de
Benjamín de Matienzo, asesor del Virrey Francisco de Toledo, que rediseñaron los espacios, juntando y
trasladando poblaciones, para crear los “Pueblos de Indios”: centros de tributación, catequesis y
pacificación; la organización del tiempo diario y la clasificación etaria y étnica de mano de obra en los
obrajes textiles y en las minas, sumado a la rutina litúrgica y la traducción evangelizadora en las
“reducciones” jesuíticas; la coreografía oficial de las fiestas religiosas (Rama 1984), con su barroca
distribución y clasificación semiológica de espacios, símbolos, vestimentas, ornatos, categorías, proxemias
y desplazamientos procesionales; los Censos y Padrones, y los Libros Parroquiales de Bautismos,
Casamientos, Confesiones y Defunciones: performatividad escrituraria conjuratoria del “desorden”
introducido aquí y allá de manera creciente por los mestizajes (léase sobre todo “mezcla de indios y
negros”: “zambos” o “cholos” según las regiones); las clasificaciones étnicas, exacerbadas durante el siglo
XVIII, que perseguían (e inventaban) la determinación de la “pureza de sangre”, y que llegaron a establecer
más de treinta categorías de “mestizos” (Rosenblat 1954). Pero la novedad nacional reside en la tabula rasa
“genética”, el gesto desdiferenciador que borra las jerarquías y las clasificaciones para refundar otras sobre
el desconocimiento de la socialidad anterior, violencia simbólica (Bourdieu y Passeron 1995; Bourdieu
1990; 1995; 1997a) que nos resulta constitutiva: desconocimiento necesario para reconocerse en la

13
Las élites criollas, mezcla de ideólogos ilustrados y políticos autoritarios (Segato
1991), se propusieron eliminar las desigualdades borrando las diferencias
(Bartolomé 1996). Sobre esta uniformidad refundacional, se reconocieron
diversidades regionales (las identidades provinciales enfrentadas a la identidad
capitalina) y socio-económicas (“pobre-rico”; “campesino”; “pajuerano” o
“provinciano”…), con un claro énfasis en la discontinuidad genésica, bloqueando
y domesticando diferencias que amenazaban desde la historia, de este modo
sometidas al control disciplinario de las multiplicidades. Sin embargo, mientras
las diferencias eran sepultadas, las desigualdades se reeditaban en las nuevas
categorías de la Nación. Una tecnología de encubrimiento “nacional” preside la
vertebración morfogenética radical en términos de “individuo” y de “ciudadano”:
tecnología primaria, “genética”, en orden a la expansión plana del modelo único
de “ciudadanía”; tecnología secundaria, disciplinaria, como agenciamiento
hegemónico de las nuevas multiplicidades, vigilando que la diversidad no se
vuelva topografía crítica de las diferencias. La cuestión nacional es la cuestión
colonial agudizada: la diferencia combatida 23 .

La construcción de la “ciudadanía” nacional se inscribe en una larga historia de


disciplinamiento oficial naturalizado por encima de un denso y bullente
“magma” intercultural, tratado como reto a la domesticación, o como amenaza.

En las Guerras de Independencia contra el ejército español, las tropas estuvieron


constituidas mayoritariamente por mestizos migrantes de todo tipo, negros
"liberados" e indígenas ex-tributarios. La “Independencia” generó una gran

“ciudadanía” nacional, distorsión perceptiva y pliegue cultural que habitamos cotidianamente.


23 En plena globalización, y cuando ya han sido relativizados los límites nacionales (y tal vez por ello
mismo), todavía encuentran legitimidad posiciones que perciben a los nuevos movimientos sociales de
diferencias étnicas y de género como amenazas y atentados contra la integración nacional.

14
movilización social y desplazamientos masivos. 24 La expectativa de un nuevo
orden político generaba un clima general de efervescencia, en el que se trataba de
aprovechar al máximo los beneficios de la ocasión y de ascender en las posiciones
sociales (Halperín Donghi 1988), pero en el que también encontraban libre curso
antiguas creencias de reconstrucción cosmogónica. Esa conmoción fue sometida a
control por las aristocracias criollas, los generales y los ilustrados, que
conformaron grupos en pugna que lograron sobreponer, por encima de aquéllas,
sus disputas e intereses minoritarios como sectores dominantes de la nueva
estructura de poder. Las luchas internas reorientaron las expectativas de
transformación social, de reconocimiento y de “gobierno propio”: las masas
alzadas fueron enfrentadas (y diezmadas) entre sí. Lo que Antonio Gramsci
llamaría una “revolución pasiva” (Chaterjee 1993): las mayorías movilizadas
lograron ser reducidas a una versión inferior del conflicto por la nueva
hegemonía. 25

24 Estos impresionantes desplazamientos masivos en América del Sur, a lo largo de los Andes y de las
llanuras, de sur a norte y de norte a sur, llamativamente, aún no han sido suficientemente estudiados (ver
Thibaud 2003), sobre todo desde la perspectiva de análisis de una modernidad social, que no vea en ellos
en primer lugar la ceguera y pasividad del “caudillismo” colonial, sino la enunciación libertaria de nuevas
subjetivaciones sociales y políticas. Asimismo, se contaría otra historia si se concibiera desde esa
perspectiva los agenciamientos populares de la “ciudadanía”, que hacen derivar a ésta a situaciones críticas:
por ejemplo, la efervescencia de identidades negadas bajo el sistema republicano representativo, que afloran
en las crisis de gobierno y en movimientos sociales; las migraciones urbanas nacionales, internacionales y
globales desde la segunda mitad del siglo XIX (ver Franco 1991); la expansión comunicativa a través de
nuevas tecnologías, que entran en una aceleración creciente desde mediados del siglo XIX.
25 El término "hegemonía" es usado en el sentido del establecimiento de relaciones de poder polarizadas

sobre los intereses de un sector dominante que pretende totalizar con su discurso el espectro social
heterogéneo. Lo propio de la hegemonía es homogeneizar en la diversidad. Esa totalización cuenta con la
complicidad de los sectores subalternos, pero nunca es completa, ya que la corporalidad y materialidad del
cotidiano, la dinámica social y la polivalencia de los intereses generan a cada paso lugares imprevistos que
derivan los juegos de poder a posiciones nuevas que innovan en la acción y exigen su reconocimiento en los
márgenes de ese ensanchamiento (Gramsci 1971; Foucault 1984; 1979; Williams 1977; De Certeau 1980;
Bocock 1986; Laclau & Mouffe 1990; Laclau 1996; Comaroff & Comaroff 1991; 1993). La formación
hegemónica no se consume ni tiene su mayor eficacia en el proyecto explícito: se ramifica y disemina en los
recodos de lo cotidiano. Su fuerza consiste en su invisibilidad: hunde las relaciones de poder mucho más
allá de la coacción; viste los cuerpos con la misma "naturalidad" que la ropa, impregna las voces a un nivel
tan constitutivo como el acento y los enunciados más ordinarios, se muestra y se oculta a la vez en el
sentimiento “religioso” con que se recubre los símbolos de la iconosfera nacional (bandera, himno,
dramatizaciones patrias, monumentos y narrativas míticas de los próceres, nacionalización de los Santos,
etc.)

15
El indio, "bárbaro e infiel", era ahora el enemigo extremo de la “civilidad”, la
“razón” y el “progreso”, tecnologías discursivas que conformaban la nueva
"episteme" de la nacionalidad (Foucault 1996; 1997; Nandy 1983). Masacres,
aislamientos, mercado de mano de obra servil, pérdida de tierras comunitarias,
valoraciones negativas y positivas del “mestizaje” 26, conversiones a la categoría
de “campesino”, seducciones, bloqueos y mimetismos fundaron aquí y allá
"espacios de muerte" (Taussig 1991; Anderson 1994), que reconvirtieron a los
"indios", “negros” y “zambos” de la Colonia en "ciudadanos” de la República, y,
en algunos casos, a los “indios” prehispánicos, en museo mítico de la Nación
(García Canclini 1995a Capítulo IV. El provenir del pasado). Lo "indio", lo “negro” y
las categorías “mestizas” fueron sepultados bajo el modelo de “ciudadanía”,
pasaron a constituir la subterránea diferencia, el suelo movedizo bajo los cimientos
(Sarmiento 1900), sin lugar en los discursos y las prácticas oficiales, pero muy
próximos de los cuerpos y las voces de grandes sectores sociales.

Los ideólogos de la organización nacional 27 pusieron en práctica varias


tecnologías políticas para transformar la "pasta de la población” (Alberdi 1984):
"pasta" “india”, “negra”, y de sus aún inferiores “mestizos”. En general, en las
diversas regiones latinoamericanas, esos conjuntos tecnológicos han estado
constituidos por el sistema educativo, las políticas de higiene y salud públicas, las
nuevas formas de lo urbano, las redes viales y de comunicación social, el aparato

26
Notar que los términos “mestizaje”, “mestizos”, han sido utilizados para generalizar las mezclas en las
que participan “indios” y “negros”, pero en primer lugar se refiere a la presencia (redentora) de lo “blanco”
o “español”. Hay toda una violencia simbólica en este término, ya que evita nombrar a la mezcla
mayoritaria de “indios” y “negros”, creciente y acelerada del siglo XVIII en adelante, es decir, “zambos” o
“cholos” (según las regiones). En todo caso, silencia lo “negro” del “mulato” y del “zambo”. Por tanto, aún
la valoración positiva del “mestizaje”, siempre mitificada en la estructura discursiva del elemento “blanco”
o “español”, calla a las mayorías “zambas” y a las poblaciones “negras” en general. Ver Grosso 1999.
27 En el caso de Argentina, por ejemplo, la tarea política liderada por los sectores dominantes durante la

segunda mitad del siglo XIX fue denominada literalmente como “Organización Nacional”.

16
jurídico… 28 Gestos, actitudes, sentimientos, maneras de hablar y de escribir,
formas de saludo y de vestido, relaciones laborales y rituales de la cotidianeidad,
la producción, la vida doméstica y el esparcimiento vecinal fueron la materia
plástica de la nación “moderna” (Elias 1993; Sennett 1978), conformaron aquella
"pasta" sobre la que se realizó la operación política de “nacionalización” de las
socialidades. De este modo, la profundidad histórica de las sociedades locales,
que amenazaban con volver sus folklóricos matices del modelo nacional en
diferenciales irreductibles, fue leída en clave de la nueva fundación, y las
historias regionales se redujeron a “muñecas rusas” de la Historia Nacional. Esta
operación de reducción incluyente fue reforzada por la historiografía del siglo
XIX y de comienzos del XX, estructuradora de la opinión pública y del marco
ideológico de los sistemas educativos (González Stephan 1995; 1996; Harwich
1994). La pertenencia nacional significó tomar un nuevo punto de partida para

28 El sistema educativo, con el autoritarismo del saber disfrazado de "civilización" y "cultura", invistió los

cuerpos de las nuevas generaciones con los colores de la bandera nacional, con las dramatizaciones del
nuevo modelo de “ciudadanía”, la biografía de los próceres y los hechos patrios, y con la floreciente ficción
historiográfica de la Nación, la mítica moderna de la “ciencia” y de la metanoia “racional”, y la Geografía,
que naturaliza la performatividad territorial de la soberanía emergente. Terrorismo de Estado establecido a
través de políticas públicas, en una primera fase, claramente coactivo, pero que se hunde y legitima
prontamente en la violencia simbólica del conocimiento dominante.
Las políticas de higiene y salud públicas determinaron las prácticas correctas de los cuerpos saludables, y
asociaron descaradamente los hacinamientos urbanos y de los obrajes, y la devastación rural, producidos
por el desarrollo del capitalismo de producción (extracción de materia prima, incipientes cordones
industriales suburbanos), con la ideología de la “inferioridad de las razas oscuras” y la “incuria natural de
sus formas sociales”, hasta llegar a celebrar la desaparición de esos sectores sociales como “obra de la
naturaleza”, causada, en verdad, por desprotección en la enfermedad, alcoholismo, desnutrición, heridas por
uso de armas, en medio del desmejoramiento progresivo de su calidad de vida. Las políticas públicas de
higiene y de salud cubrieron asépticamente las crueldades y costos sociales de la “modernización”.
Las transformaciones de lo urbano pretendieron darle al “centro” un carácter de modelación de los
comportamientos según el nuevo patrón “civilizado”, “racional” y “moderno”, sobre todo ante el creciente
proceso de migración desde los espacios rurales a las ciudades. Por ejemplo, los mercados fueron sacados
de la plaza central y reubicados en la periferia; de igual modo los cementerios; quedando ambos espacios
asociados de ahí en más a los sectores marginales y los basureros: los poblamientos periféricos refieren así a
“ruralidad”, “producción primaria”, olores, sabores y sudores, informalidad, desperdicios y desechos,
constituyentes de la mancha semántica y de la discursividad semiopráctica de lo “popular”; la plaza central
fue convertida en un jardín coronado por las estatuas de los próceres nacionales, lugar de paseo y de
representación de los modelos más acendrados de la nueva y reluciente “ciudadanía”. Sin duda que, en este
sentido, la pavimentación progresiva de las calles y la ampliación escénica de algunas de ellas tiene una
honda significación metafórica, que contrasta con la oblicuidad, curvatura y configuración laberíntica del
trazado urbano, más allá de la cuadrícula colonial.

17
narrar y leer la historia total: la Nación fue percibida como un mundo único en
formación. 29

El sistema republicano instituyó una nueva “representación” política (Habermas


1999), restringiendo, pero con legitimidad, la movilización democrática (Guerra
1993). Las diputacías, las elecciones indirectas del ejecutivo, luego los partidos
políticos, fueron canales de control de las masas movilizadas, en ocasiones en
medio de un intenso nerviosismo general: dentro de las negociaciones
clientelísticas, las adhesiones a figuras carismáticas y las seducciones conseguidas
por el discurso político, permanecía latente un quiebre, un desajuste y un
desborde de las relaciones de representación en la política latinoamericana. La
representación política en las nuevas naciones se implantó sobre un ocultamiento,
un desconocimiento cultural. Pero, cuando esta representación entraba en
ebullición, conectando con profundas identificaciones o animando altas
expectativas, movilizaba esas capas tectónicas; la situación social amenaza
entonces con explotar, se vuelve peligrosa, se pone fuera de control y, a los
sectores dominantes de las democracias, se les hace necesario contenerla (Bollème
1990). La historia social no contada repta y bulle en una modernidad social que ha
ido haciendo una digestión densa de la tan proclamada “democratización de la
política” en medio de una polifonía de reacentuaciones (Voloshinov – Bajtin 1992;
29 El paso del siglo XVIII al siglo XIX había significado un cambio ideológico y administrativo en la
relación del Monarca con sus súbditos. De la "sociedad barroca" (Romero 1978), basada en un pacto entre
el Rey y cada uno de los estamentos sociales y corporaciones, en el que las "castas" y los gremios,
fuertemente jerarquizados, eran reconocidos, y, en los pliegues sociales, desarrollaban formas de vida
propias, se pasó a una "sociedad moderna", en la que la ideología absolutista predicaba una única relación
binaria Monarca – individuos, en la que toda la sociedad era puesta a la luz de una nueva Razón (Elias
1993). El primer período de las independencias se desarrolló en ese clima de discusiones, en el que las
alternativas de la organización política americana, en la percepción y la ideología de las élites criollas, se
movía entre (1) el constitucionalismo histórico, que defendía la permanencia de aquel "pacto barroco", (2)
el absolutismo, que sostenía una forma de vinculación única y centralizada entre el Monarca y los
individuos, y (3) el pensamiento revolucionario republicano, que proponía la creación de una sociedad
basada en las libertades individuales, suprimiendo o relativizando al Rey en un pacto Estado democrático -
individuos (Guerra 1993). Finalmente (en la ideología, no siempre en las prácticas) triunfó esta última
posición, y fue progresivamente disuelto, en medio de ambigüedades o con gestos abruptos, el espectro
social de la estructura "barroca" de poder.

18
Zavala 1996) interculturales.

Las formaciones hegemónicas colonial y nacional en América Latina han hundido


en los cuerpos, pliegue sobre pliegue, identidades hechas en la descalificación,
estratificación, borramiento y negación. Los entramados interculturales
poscoloniales 30 construidos en esta tortuosidad histórica no pueden ser descriptos
desde una posición objetivista, dibujando los mapas y otras configuraciones
icónicas del conocimiento objetivo 31, sino al precio de suspender la gestión del
sentido de los actores sociales en sus luchas; está en juego aquí un nuevo lugar y
una nueva posición del científico social, un nuevo discurso de las ciencias
sociales, en la heteroglosia 32 de las relaciones interculturales. El discurso de los
cuerpos 33 puede ser abordado en toda su densidad barroca y conflictividad

30 Se habla de contextos “interculturales poscoloniales” para referirse a aquellos en los que se ha pasado

por la experiencia colonial europea, experiencia colonial inédita en la historia planetaria por sus alcances
mundiales y por generar un solapamiento entre occidentalización/universalidad. La hegemonía eurocéntrica
no fue radicalmente alterada, a pesar del cambio de status en lo político, al declararse las independencias
nacionales y organizarse Estados-Naciones en las recientes colonias; y se oculta y afianza aún más en la
hegemonía globocéntrica actual. Debido a este efectivo velo hegemónico, interculturalidad nombra el
oscuro trabajo de las diferencias antes que el collage híbrido, la feria de colores y el paneo objetivante en
los que se recrea el “multi-culturalismo”. Propongo un concepto de “interculturalidad” que reconozca las
diferencias entramadas en las relaciones de significación y poder (como una ambivalencia irreductible), más
acá de todo sueño de igualdad democrática o de totalidad autónoma de lo “propio”.
31 Ni siquiera la objetivación reflexiva y crítica al modo del socioanálisis de Pierre Bourdieu: Bourdieu

2001; ver De Certeau 1980, Chapitre IV. Foucault et Bourdieu.


32
“Heteroglosia: una estratificación interior, dentro de una lengua nacional unificada, en dialectos sociales,
modos de ser de grupo, jergas profesionales, lenguajes de géneros y discursos literarios, lenguajes de
generaciones y edades, lenguajes de corrientes ideológicas, políticas, literarias, lenguajes de círculos y
modas de un día, lenguajes de días y hasta de horas sociopolíticas –cada día tiene su consigna, su
vocabulario, sus acentos–; es la estratificación de cada lengua en todo momento de su existencia histórica.”
(Bajtin 1989)
33 Distinto del “discurso sobre el cuerpo”, que es el más generalizado en la descripción etnográfica y en las

ciencias sociales, donde el cuerpo es objeto pasivo del cual se habla, al cual se diagrama, fotografía, filma
… en el que se ha extendido largamente el estructuralismo, sometiéndolo a categorías universales,
ejerciendo la traducción permanente al lógos occidental, con el propósito de traerlo a la claridad del
conocimiento objetivo, desposeyéndolo así de su discursividad social propia, desconociendo la diferencia
cultural que lo constituye y apartando las fuerzas sociales que lo habitan. Lo que Michel de Certeau
denominaba “operación etnológica” refiriéndose a la “lógica de las prácticas” de Bourdieu (De Certeau
1980, Chapitre IV. Foucault et Bourdieu). “Discurso sobre el cuerpo” y “discurso de los cuerpos” no se
oponen en abstracto, sino en la autocomprensión crítica en que las ciencias sociales (en especial, la crítica
antropológica de la etnografía) se han puesto en curso en las dos últimas décadas, cuestionando la posición
del investigador respecto de los actores sociales y la relación que establece con ellos a través de la
producción de conocimiento, de autoridad y de poder. (Ver Grosso 2005c) El habitus científico del

19
histórico-política si se reconoce como lugar de producción de la práctica científica
esa trama social de silencios, denegaciones y subalternaciones que nos constituye,
de la que la misma ciencia social hace parte, y que se manifiesta en “luchas
culturales”, “polémicas ocultas”, “pluriacentuaciones” y “luchas simbólicas”, latentes
en las formaciones de “violencia simbólica” 34 en que vivimos, sedimentación en las
prácticas de categorías étnicas y maneras de hacer diferenciadas y estratificadas. En
nuestros contextos sociales, las diferencias no son sólo las puestas a la vista,
claramente inferiorizadas o excluidas: hay también, y sobre todo, invisibilización,
acallamiento, auto-censura, auto-negación, denegación, desconocimiento, dramática
nocturna de las voces en los cuerpos (Grosso 1999; 2003; 2004a; 2005a; 2006a;
2007a; 2007b; 2007c; 2007d; 2007e; Kusch 1983; 1986; 1976; 1978; de Friedemann
1984; Bartolomé 1996; Segato 1991; Wade 1997). 35 Esta densidad barroca de
fuerzas, subjetivaciones y sentidos en pugna, compleja semiopraxis crítica, no es
reconocida ni introducida en el análisis social bajo el concepto (ilustrado) de
“opinión pública”.

Más acá de la opinión pública ilustrada.

Habermas ha distinguido cinco tipos de “publicidad” en el proceso europeo


occidental: “representativa”, “burguesa”, “democrático-radical”, “comercial” y

investigador, formado en el “discurso sobre el cuerpo”, es sometido a una crítica intercultural y poscolonial
hacia un campo de acción en el que se abre camino el “discurso de los cuerpos”: el “discurso de los
cuerpos” opera la deconstrucción del “discurso sobre el cuerpo”.
34 Como señalaba Pierre Bourdieu en una de las primeras enunciaciones de este concepto: “Todo poder de

violencia simbólica, o sea, todo poder que logra imponer significaciones e imponerlas como legítimas,
disimulando las relaciones de fuerza en que se funda su propia fuerza, añade su fuerza propia, es decir,
propiamente simbólica, a esas relaciones de fuerza” (Bourdieu y Passeron 1995a: 44).
35 Una Semiología Práctica (Grosso 2007b; 2007d) tiene, por ello, un sentido estratégico en nuestros

contextos (más bien “táctico”, en términos de Michel De Certeau, pues se sitúa en un campo científico que
es a la vez epistemológico “universal”, geopolítico poscolonial, social intercultural, androcéntrico en
cuanto al género, y de distinción de clase), donde las formaciones hegemónicas establecieron en la “realidad
social” su mapa de diferencias por medio de políticas de aniquilamiento, de olvido y de negación, al poner
en primer plano las relaciones discursivas entre los cuerpos acallados e invisibles de la enunciación.

20
“crítica” (Habermas 1999).

1. La “publicidad representativa”, desde la Alta Edad Media en adelante, consiste en


el poder de representación de los sectores dominantes: la ostentación del status
frente al público espectador y su recíproca aclamación por parte del “vulgo”. Esta
“publicidad representativa” es la que está latente, según Habermas, en las formas
históricas subsiguientes de publicidad, amenazando la discusión pública plena
desarrollada con argumentos racionales, la que nacerá con la “publicidad
burguesa” y que es el modelo de “publicidad” habermasiano. 36

2. La “publicidad burguesa”, del siglo XVIII en adelante, consiste en la ampliación


de la participación política, cuando la burguesía se interesa por lo público, se
siente involucrada y exige participar. Se trata de un público letrado políticamente
activo: asociaciones de individuos que someten la cultura a una discusión
racional a través de argumentos, círculos de discusión permanente entre personas
privadas. También es llamada “publicidad literaria” y se cultiva en los “Salones
Literarios”: salas de visita privadas en las que se recibe a los invitados en calidad
de público debatiente (Habermas 1999: 82): allí, “la opinión pública se forma en la
disputa argumental alrededor de un asunto” (Habermas 1999: 103).

Si bien, en la idea que se hace de sí misma la sociedad burguesa, “la sociedad


determinada exclusivamente por las leyes del libre mercado se presenta no sólo
como una esfera libre de dominación, sino también como esfera exenta de poder”
36 Habermas abandona todo lo “popular” a esta función aclamatoria, que es una de las localizaciones de las
culturas populares en el contexto revolucionario del siglo XVIII (por ejemplo, el “democratismo” del
“hombre bueno”, de la oveja, del asno y del ganso con que Nietzsche identifica a la Revolución Francesa,
Nietzsche 1994, Libro Quinto, parágrafo 350: 273; Grosso 2006e), sometidas a las políticas de
apaciguamiento y control en los nuevos espacios nacionales (Bollème 1990 p. 40). Habermas renuncia a
indagar en los márgenes de esas contenciones (Bollème 1990 p. 35). En todo caso, el espectro de la
“publicidad representativa” persigue y asola toda otra forma de publicidad “moderna” y, sobre todo, a la
emancipatoria “publicidad (burguesa) crítica”, que se muestra, así, en primer lugar “emancipatoria” de la
“irracionalidad popular”.

21
(Habermas 1999: 115) 37, sin embargo, “el interés de clase es la base de la opinión
pública” (Habermas 1999: 122). Lo que ha pasado es que “durante aquella fase, (el
interés de clase) debe haberse confundido de tal modo objetivamente con el
interés general que esa opinión ha podido pasar por opinión pública –posibilitada
por el raciocinio del público– y racional” (Habermas 1999: 122). El interés de
clase, “mediado por el raciocinio público, adquiere una apariencia universal –al
identificarse el dominio con su disolución en la pura razón–“, apareciendo así “la
contradicción de la publicidad institucionalizada por el Estado burgués de
derecho: con el auxilio de su principio, que –según la idea que ella misma se hace
de la cosa– está enfrentado a toda dominación, se fundó un orden político cuya
base social, sin embargo, no hacía de la dominación algo superfluo” (Habermas
1999: 123). En la “publicidad burguesa”, universalidad y dominación conviven. 38

Pero hay una demora valorativa de Habermas en este estadio de la “opinión


pública”. Habermas rescata en él que “un proceso autosostenido de
comunicación, desarrollado en el ambiente de partidos y organizaciones, está,
como es manifiesto, en una relación exactamente inversa con la ‘representativa’ y
manipulativa eficacia de una notoriedad pública orientada a la virulenta
predisposición aclamatoria de la población” (Habermas 1999: 236-237). Conflicto
congénito entre “publicidad representativa” y “publicidad burguesa” que marcará
todo el devenir del concepto de “publicidad” para Habermas: a pesar de lo

37
“El dominio de la ley lleva implícita la intención de la disolución del dominio en general; (ésta es la) idea
burguesa típica” (Habermas 1999: 117). La “publicidad burguesa” realizada consistía en la “racionalización
del dominio en el ambiente proporcionado por el público raciocinio” (Habermas 1999: 236). Esto tendrá su
cumplimiento recién en la “publicidad crítica” y será el presagio de lo que posteriormente Habermas
llamará “interés emancipatorio” como propio de las Ciencias Sociales Críticas.
38
Como lo revelara el análisis de Marx, “la emancipación de la sociedad burguesa respecto del reglamento
de la superioridad no lleva, pongamos por caso, a la neutralización del poder en el tráfico entre personas
privadas; en vez de eso, cuajan en las formas de la libertad contractual burguesa nuevas relaciones de poder,
especialmente entre propietarios y trabajadores asalariados” (Habermas 1999: 156). La disolución de las
relaciones feudales de dominio en el medio del público raciocinante no es la pretendida disolución de todo
dominio político en general, sino su perpetuación en otra forma –y el Estado de derecho, junto a la
publicidad como principio central de su organización, mera ideología (Habermas 1999: 157).

22
ideológico aún presente en la “publicidad burguesa”, él le apuesta todavía a lo
comunicativo que hay en ella, a la “fuerza emancipatoria” del mismo, que tendría
en el propio carácter comunicativo el germen de su emancipación. La “publicidad
burguesa” es, así, un proyecto de “publicidad” inconcluso. En todo caso, la
“representación” burguesa, como grupo fijo de interlocutores que se asumen
como portavoces-educadores del público general lector (distinguido y separado
de la masa rural y del pueblo urbano, Habermas 1999: 75), ha expresado la nueva
forma (histórica, “moderna”, purificada) de “publicidad representativa”.

3. La “publicidad democrático-radical”, del siglo XIX en adelante, es la propuesta por


Marx, según Habermas. Se trata de la “publicidad burguesa” ampliada: “Ya a
mediados del siglo XIX podía anticiparse que esta publicidad (burguesa), de
acuerdo con su propia dialéctica, llegaría a estar compuesta por grupos (“público
ampliado”) que, al carecer de disposición sobre propiedad privada alguna, y con
ello, de una base para su autonomía privada, no podían tener ningún interés en el
mantenimiento de la sociedad como esfera privada” (Habermas 1999: 158). La
“autonomía” ya no es concebida como “autonomía privada”, sino que esta
misma deriva de la “autonomía originaria”, más amplia y universal, constituida
por el público general de los ciudadanos sociales (sin restricciones y en
ampliación progresiva) ejerciendo la publicidad (Habermas 1999: 160). 39 El
público raciocinante es transformado por la entrada de las masas incultas y
desposeídas (Habermas 1999: 167); en contrapeso, también aquí se hará necesario
un “público de élite, opinión pública minoritaria, engendro mixturado (otra vez)
con la publicidad representativa, un “esotérico público de ‘representantes’”, cuyo
raciocinio es determinante de la opinión pública” (Habermas 1999: 168). Claro
que esta élite intelectual establece un modo de relación diferente con los iletrados
39
Optimismo socialista racional que es colocado, para Habermas, en un escenario más realista y de
racionalidad estratégica por el liberalismo, en el que la opinión pública no disuelve, sino que apenas limita
el poder (Habermas 1999: 161-167).

23
al que estableció la élite letrada burguesa.

4. La “publicidad consumidora en una cultura de masas”, del siglo XX en adelante,


consiste en las organizaciones mediatizadoras de los individuos (lo que
Habermas denominará “Sistema”) y en la colonización del “Mundo de la Vida”. 40

También es caracterizada como “pseudo-público”, “opinión no-pública”,


“publicidad comercial”, publicidad política manipulativa, no-crítica, “receptiva”. En
este estadio, Habermas inclina la balanza hacia valoraciones negativas: “Dos
tendencias dialécticamente enfrentadas simbolizan la decadencia de la
publicidad: ésta penetra cada vez en más esferas de la sociedad, pero, al mismo
tiempo, pierde su función política, a saber: someter los estados de cosas, vueltos
públicos, al control de un público crítico” (Habermas 1999: 171). Opera allí una
dialéctica (corruptiva) entre ampliación y aquiescencia, entre extensión social y
conformismo político.

Habermas marca, en este estadio, el paso de un capitalismo de producción a un


capitalismo de consumo: “La autonomía privada se mantiene menos en las
funciones de disposición (de bienes) que en las de consumo (es decir, se desplaza
hacia el consumo); consiste hoy en día menos en el poder de disposición que
caracterizaba a los propietarios de mercancías (de la “publicidad burguesa”) que en
la capacidad de goce de los acreedores a prestaciones. Con ello se origina la
apariencia de una intensa privacidad (antes asociada al mercado de producción)
en una esfera íntima, reducida al ámbito de la comunidad consumidora familiar”
(Habermas 1999: 185). El ocio reemplaza la lectura privada burguesa (Habermas
1999: 187-189); aparece el “ámbito pseudopúblico” del consumo cultural 41

40
Esta contraposición entre Sistema y Mundo-de-la-vida tendrá un largo desarrollo en la obra posterior de
Habermas.
41 La lectura y la discusión pública críticas nunca serán, para Habermas, “consumo cultural”; es decir, toda

mediación comunicativa, en cuanto es sometida a la discusión, deja de ser consumo (y sólo así).

24
(Habermas 1999: 189). Se pasa de la “publicidad burguesa” de lecturas y raciocinios
privados a la publicidad de consumo desprivatizado: un “ámbito íntimo
desprivatizado, publicísticamente socavado”, de “pseudo-publicidad desliterada”
(Habermas 1999: 191). 42

Estamos ante “la absorción de la publicidad literaria por el consumo. Por eso es
apolítica la llamada actividad del tiempo de ocio: inserta en el ciclo de producción
y consumo, no puede constituir un mundo emancipado de las necesidades
existenciales directas” (Habermas 1999: 189-190). 43 “La ocupación del ocio del
público consumidor de cultura ... tiene lugar en un clima social, y no necesita
cuajar en discusiones: junto a la pérdida de la forma privada de la apropiación,
desaparece también la comunicación pública acerca de lo apropiado” (Habermas
1999: 192). 44 Con este gesto Habermas se separa de una vez de la “publicidad de

42 “Cuando las leyes del mercado, que controlan la esfera del tráfico mercantil y del trabajo social, penetran
también en la esfera reservada a las personas privadas en su calidad de público, el raciocinio tiende a
transformarse en consumo, y el marco de la comunicación pública se disgrega en el acto, siempre
uniformizado, de la recepción individual” (Habermas 1999: 190).
43 “Puesto que el raciocinio de las personas privadas en los salones, clubes y sociedades de lectura (en la

“publicidad burguesa”) no estaba directamente sometido al ciclo de la producción y el consumo, al dictado


de la necesidad existencial; puesto que estaba, antes bien, en posesión de un carácter ‘político’ emancipado
–en sentido griego– de las necesidades existenciales, también en su mera forma literaria –en el
autoentendimiento respecto de las nuevas experiencias de la subjetividad– podía constituirse una idea que
luego degeneraría a ideología (como hemos visto en la crítica a este estadio), a saber, la idea de
Humanität”: es decir, una “universalidad” (contradictoriamente) “de clase” (Habermas 1999: 189). Notar
muy especialmente este prerrequisito de haberse desentendido de la “necesidades existenciales” para la
constitución de un ámbito “político emancipado” (a la griega), que es, ya en la definición misma de los
conceptos de “publicidad crítica” y de “interés emancipatorio”, una marca de clase y una petición de
principio que vicia toda la pretensión de “universalidad” de la lógica “racional” del argumento. El referente
mítico griego, en todo caso, debería ser sometido también a la crítica histórica e intercultural poscolonial.
44 “La discusión, inserta en el ‘negocio’, se hace formal; posición y contraposición están obligadas al

respeto de ciertas reglas de juego; el consenso acerca de las cosas se hace sobrero, existiendo el consenso
proporcionado por el trato social. Los planteamientos de problemas son definidos como cuestiones de
etiqueta; los conflictos, antes llevados al escenario de la polémica pública, son ahora rebajados y
degradados al nivel del roce personal” (Habermas 1999: 193). Uno se pregunta por qué estas suavizaciones
de la discusión abierta serían propias de una sociedad de consumo y efectos de éste, siendo que lo que
parecen proteger es cierta autoridad intocable e incuestionable, muy propias de la tradición letrada. O,
¿cuándo fue la discusión pública burguesa una confrontación tan desnuda y descarnadamente abierta? Más
bien, la discusión letrada parece consistir en la construcción de nuevas formas de autoridad, bajo la presión
de las fuerzas sociales emergentes; y de ello son muestra nuestras universidades y comunidades científicas,
como agentes de “ilustración” de primer orden, en las que se establecen fuertes relaciones de asimetría con
los grupos de pares que tienen otras posiciones, o no deseados, y con la sociedad en general, ya sea por

25
consumo” como lo hizo de la extensión “democrático-radical”, sosteniendo en
ambos casos el principio liberal de la necesidad del interés privado racionalmente
formado para la gestión de lo público, contra todo “populismo” marxista y
“consumo cultural”. Pero junto con ello supone dar por sentado en las reglas de
juego una apreciación de clase sobre la praxis crítica y una percepción vertical,
descendente-ascendente, de las relaciones de conocimiento. 45

Como muy explícitamente distingue Habermas, en la “publicidad burguesa”, “el


‘pueblo’ es elevado a cultura, no la cultura degradada a masa (como en la
publicidad comercial)” (Habermas 1999: 194); “el contacto con la cultura forma,
mientras que el consumo de la cultura de masas no deja huella alguna”, no es
acumulativa. En esta última, la literatura es adaptada a los “deseos de comodidad
y amenidad de aquella recepción de escasos presupuestos culturales y débiles
consecuencias” (Habermas 1999: 195). El “consumo de cultura” es “deslastrado
en gran medida de la mediación literaria; comunicaciones no verbales o
comunicaciones que, aún cuando no traducidas a imagen y sonido, están
avaladas por apoyos ópticos y acústicos, van desplazando en mayor o menor
medida a las formas clásicas de la producción literaria” (Habermas 1999: 197). 46

coacción abierta y legitimada o por violencia simbólica, y que no parecen ser superables ni de algún modo
transformadas sin un cuestionamiento radical sobre qué es conocimiento, sin una apertura intercultural a
maneras otras de conocer y sin la alteración de las relaciones de conocimiento. La realización “ilustrada”
de la crítica a través de la discusión abierta y de la lógica argumentativa descansa sobre una gran
mitificación (histórica y trascendental) de erradicación de las relaciones de poder.
45
Enfatiza Habermas: “La cultura de masas se hace, en efecto, con su dudoso nombre, precisamente porque
el crecimiento de sus proporciones se debe a su adecuación a las necesidades de distracción y diversión de
grupos de consumidores con un nivel relativamente bajo de instrucción –en vez de, al revés, elevar a un
público amplio a una cultura no sustancialmente degradada–”, como era el caso de la “publicidad
burguesa” ampliada sólo a los nuevos letrados. Esto se encuentra también en el progresismo de Umberto
Eco en Apocalípticos e integrados al referirse a la democratización de la cultura a través de los medios.
46 Este párrafo, de orden epistemológico y sociológico a la vez, en el cual (diría Bourdieu) se manifiesta una

“sociodicea”, en este caso letrada, contiene elementos cruciales para el reconocimiento de una semiopraxis
popular más allá del régimen gramático de una Lingüística, elemento (medium) en/a través del cual los
“doctos” han fundado la imposición de su “arbitrario cultural” en las relaciones de conocimiento. Ver
Grosso 2005a; 2006a; 2006b; 2006d; 2006e; 2006f; 2007c; Bourdieu y Passeron 1995.

26
Así, “el público mediatizado está reclamado con mucha más frecuencia y desde
muchos más lados –en el marco de una esfera de la publicidad inmensamente
ampliada– para los fines de la aclamación pública (como nueva forma histórica de
la “publicidad representativa”)” (Habermas 1999: 207). La “transformación política
de la función de la publicidad” consiste en que la formación de opinión pública
no se produce a través del raciocinio y la discusión, sino a través de/para la
“influencia integradora”, y con un fin no sólo comercial, pues procura una mera
“ingeniería del consenso” (Habermas 1999: 220-221): “El consensus fabricado tiene
poco en común con la opinión pública, con la unanimidad final resultante de un
largo proceso de recíproca ilustración”, con la producción libre de una
“coincidencia racional entre las opiniones públicamente concurrentes”
(Habermas 1999: 222). 47

Resumiendo, “publicidad significaba antes (“publicidad burguesa”) la desnudez del


dominio político ante el raciocinio público; la publicity (ahora) suma las reacciones
de una benevolencia sin compromiso” (Habermas 1999: 222): publicidad
representativo-manipulativa que sirve a “procesos de comunicación
sociopsicológicamente calculados y técnico-publicitariamente montados”. Faltan
allí dos condiciones para que se dé verdaderamente “opinión pública”: (1) “las
opiniones inoficiales no se forman de un modo racional, esto es, en consciente
polémica con estados de cosas cognoscibles –sino que los símbolos públicamente
ofrecidos se corresponden más bien con múltiples procesos inconscientes, cuya
mecánica escapa a los individuos–; (2) ni se forman en discusiones, esto es, en los
pros y los contras de un diálogo públicamente sostenido –sino que las reacciones
se mantienen, más bien, a pesar de estar muy mediatizadas por las opiniones de

47Me pregunto: ¿por qué debería ser necesario pensar la crítica democrática como camino al consenso en
“unanimidad”, o como “coincidencia”, siendo estos términos tan próximos de la disolución que se critica?
¿O es que la razón argumentativa en la discusión pública hace converger en la pura transparencia, sin
cuerpos ya, sin creencias, relaciones ni mundos constitutivos?

27
grupos, en el terreno de lo privado, de lo privado en el sentido de que no están
sometidas a corrección en el marco de un público raciocinante–” (Habermas 1999:
247). El público se ha escindido en “minorías de especialistas no públicamente
raciocinantes” y en la “gran masa de consumidores receptivos” (Habermas 1999:
203).

Es decir, tanto en la “publicidad burguesa” letrada, como en la “publicidad


democrático-radical” iletrada, como en la “publicidad comercial” consumista, lo que
amenaza es la “publicidad representativa” en sus diversas y pregnantes formas
históricas “modernas”: “La publicidad burguesa ... recobra características
feudales: los ‘portadores de la oferta’ desarrollan toda una pompa
‘representativa’ ante los atentos clientes. La publicidad imita ahora aquella aura
de prestigio personal y de autoridad sobrenatural, tan característica en otra época
de la publicidad representativa” (Habermas 1999: 222). 48

5. Finalmente, la “publicidad crítica”, contemporánea, heredera del proyecto


ilustrado, supera una “racionalidad estratégica” que procura obtener beneficios
en espacios de poder y relaciones de dominación (y en la “publicidad burguesa”, al
proponerse ideológicamente como un espacio universal de discusión y acuerdo
que disfrazaba sus intereses de clase operaba una “racionalidad estratégica”) y
que, al volver a poner en marcha el proceso crítico de comunicación pública más
allá de la situación actual de la “publicidad de consumo” avanzada, procura que
surja de él “un interés general capaz de dar una pauta a la opinión pública”
(Habermas 1999: 259).

48
“El aura de la autoridad personalmente representada vuelve a constituirse en momento de la publicidad; la
moderna publicity está completamente emparentada con la feudal publicness. ... La publicidad se convierte
en la corte ante cuyo público permite que se desarrolle el prestigio –y no la crítica en él–” (Habermas 1999:
227).

28
Este “logro” de un “interés general”, en el que la razón se aparta de las relaciones
de poder, es lo que requiere para Habermas (por fuera de la historicidad
hermenéutica; ver Ricoeur 1985) poner como condición (trascendental) para la
construcción democrática el “acuerdo”, el “consenso”, la “unanimidad”, la
“coincidencia”: “El mantenimiento de un antagonismo estructural entre los
intereses, la imposibilidad de superarlo, levantaría barreras muy estrictas a la
publicidad reorganizada en sus funciones críticas por el Estado social; la
neutralización del poder social y la racionalización del dominio político en el
ambiente constituido por la discusión pública presupone, ahora y siempre, la
posibilidad de un consenso; presupone la posibilidad de una coincidencia basada
en criterios generales y obligatorios. De lo contrario, en el mejor de los casos, la
relación de poder –como siempre, públicamente contraída– entre presión y
contrapresión produciría un precario equilibrio de intereses, basado en
coyunturales correlaciones de fuerzas, que prescindiría, que prescinde, de la
racionalidad como pauta de un interés general” (Habermas 1999: 259). 49

49 Este “misarquismo” (Nietzsche 1986: 89), esta fobia al poder, síntoma del apaciguamiento “democrático”
y “nihilista”, para Nietzsche, reaparece también en posiciones aparentemente opuestas, “posmodernas”, tal
como la de Gianni Vattimo. En el nacimiento de una sociedad posmoderna, los mass media desempeñan un
papel determinante. Éstos caracterizan a esta sociedad, no como más transparente, más consciente de sí, más
ilustrada, sino como una sociedad más compleja, caótica incluso. Pero en este caos residen las esperanzas
de emancipación (Vattimo 1996a: 78). Los medios han sido determinantes para la disolución de los puntos
de vista centrales, del “principio de realidad”: “La radio, la televisión y los periódicos se han convertido en
componentes de una explosión y multiplicación generalizada de Weltanschauungen, de visiones del mundo”
(Vattimo 1996a: 79). Estas emancipaciones desmienten el ideal de una sociedad “transparente” (Vattimo
1996a: 81): “Realidad, para nosotros, es más bien el resultado del entrecuzarse, del 'contaminarse' –en el
sentido latino– de las múltiples imágenes, interpretaciones y reconstrucciones que compiten entre sí”
(Vattimo 1996a: 81). Así se abre camino un ideal de emancipación (posilustrada) a cuya base misma están
la oscilación, la pluralidad, y, en definitiva, la erosión del propio “principio de realidad” en el “mundo
fantasmático de los mass media” (Vattimo 1996a: 82-83). La multiplicidad de racionalidades “locales”
produce un “efecto de extrañamiento” respecto de la propia identidad por la multiplicidad de identidades
reconocidas (Vattimo 1996a: 84-85): la libertad aparece como “oscilación continua entre la pertenencia y el
extrañamiento” (Vattimo 1996a: 86). “El sistema (?) media-ciencias humanas funciona, cuando mejor
funciona, como emancipación, sólo por cuanto nos coloca en un mundo menos unitario, menos cierto, y,
por tanto, también bastante menos tranquilizador que el del mito (?)” (Vattimo 1996a: 110). (Me pregunto,
en los paréntesis intercalados en la frase anterior, por la reproducción acrítica de Vattimo de estos lugares
comunes: “sistema” y “mito”: ¿por qué llamarlo “sistema”?; ¿por qué el mito es “tranquilizador”?) En esta
lectura de los signos del mundo, Vattimo silencia que los medios son pluralizadores-estereotipadores pero
en el nuevo régimen “disciplinario” (audiovisual) de las multiplicidades (Foucault 1984). Tampoco parece
acertado llamar “pensamiento débil” al del “debilitamiento de la verdad”: más que de una dilusión o

29
A esta “publicidad crítica” “ya no puede denunciársela como ideología, al estilo de
(como a) la publicidad burguesa en la época de su desarrollo liberal: si acaso,
lleva hasta el final la dialéctica de aquella idea degradada a ideología” (Habermas
1999: 260). La “publicidad crítica” es la “publicidad burguesa” realizada en su
potencial de inclusión racional. Inclusión, por tanto, con un claro límite. Cuando
Andrew Arato y Jean Cohen (Arato y Cohen 1999) retoman esta posición
habermasiana: “La legitimidad de la esfera pública está vinculada a su potencial
de inclusión” (Arato y Cohen 1999: 40), tratan de salvar estos límites, a pesar de
que el mismo Habermas señalaba (ya lo hemos visto) cómo se corrompe el
principio racional en la “publicidad democrático-radical”. Se trata, en realidad, y en
todo caso, de una inclusión bajo el requisito lógico-argumentativo. Arato y Cohen
enfrentan las críticas: “Ciertamente, al consagrar una forma particular de discurso
como retórica correcta, o un lenguaje particular como forma única de discurso
público aceptable, los grupos dominantes pueden efectivamente silenciar a
aquellos que no han sido excluidos de jure ni de facto de la esfera pública, pero que
difieren en aspectos importantes de quienes han tenido acceso privilegiado a ella.
Pero esto sería claramente una deformación del principio normativo del discurso
público, no su expresión” (Arato y Cohen 1999: 41). La cuestión es que estos

disolución parece tratarse de una sutilización y, con ella, una mayor y más profunda efectividad de la
violencia que se tramita en la persistente y espectral verdad (“violencia simbólica”, según la expresión de
Bourdieu). La Modernidad histórica que la crítica posmoderna desoculta y distorsiona no es precisamente
caracterizable como “débil”, sino algo diferente que sigue teniendo que ver con la violencia y el poder. Esta
ilusión vattimiana lleva a una gran ingenuidad nada crítica, que se vuelve cómplice del nuevo régimen de
poder: “El advenimiento de los media comporta, de hecho, igualmente una acentuada movilidad y
superficialidad de la experiencia, que contrasta con las tendencias orientadas a la generalización del
dominio, por dar lugar a una especie de 'debilitamiento' en la noción misma de realidad, con el consiguiente
debilitamiento de toda su pregnancia. La 'sociedad del espectáculo' de que hablan los situacionistas no es
sólo la sociedad de las apariencias manipuladas por el poder, es también una sociedad en la que la realidad
se da con caracteres más débiles y fluidos, y en la que la experiencia puede adquirir los rasgos de la
oscilación, del desarraigo, del juego” (Vattimo 1996a: 153-154). Pero, ¿no hay allí violencia? Vattimo
coincide al fin con Habermas (aunque en direcciones opuestas: Habermas, proponiendo una radicalidad
“trascendental”; Vattimo, reinterpretando en una trivialización humillante la kénosis cristiana, ver Vattimo
1996b), en que la comunicación puede ser desprendida y separada de las relaciones de poder, y en que no
hay emancipación que se mantenga en la oposición de fuerzas y que se consiga a través de su movilización
y potenciación. En ambos casos se trata de emanciparse del poder, de su tejido en las relaciones.

30
reconocimientos y agenciamientos no se dan sino en la opacidad de la historia, y
una mente pura trascendental como inclusión absoluta de las racionalidades es
una ilusión que se muestra precisamente como tal cuando aquélla se restringe al
requisito (histórico, situado) de argumentación racional según la tradición
filosófica. El reconocimiento de las otras posiciones en el campo social y la
interacción con ellas es más que mental y cognitivo (en el sentido intelectualista
del término): se mueve en la densidad de las prácticas. Por lo tanto la “inclusión”
no podría nunca dejar de ser sesgada, porque el abrazo “incluyente” está siempre
parado sobre posiciones silenciosa y simuladamente defendidas; no podría ser de
otra manera. Y sobre todo es así en la ideología de la “inclusión”: ¿quién
“incluye” a quién y a/en qué trama de relaciones?

Como Arato y Cohen reconocen, el “público civil general” “opera a través de


niveles de interacción comunicativa para la cual basta el dominio de un lenguaje
natural, el cual está hecho para la comprensión general de la práctica
comunicativa cotidiana” (Arato y Cohen 1999: 41). En esa cotidianidad
comunicativa y práctica, en cuanto está progresivamente atravesada por los
medios de comunicación masiva con su ampliación de los contextos locales, los
sectores neo-ilustrados, las “audiencias especializadas” de la ciencia, el arte y la
academia que intervienen en ella, “permiten una inclusión cada vez mayor”
(insisto: ¿de quiénes hacia quiénes?; ¿quién “incluye” a quién?), de “efecto
intelectualizante” (donde se ve la orientación y el medium de tan generosa
“inclusión”): “la orientación de la esfera civil pública hacia el lego implica la des-
diferenciación, o mejor, la re-traducción de vocabularios técnicos especializados
al lenguaje ordinario y la elevación general (¡oh, “inclusión” tan
democráticamente orientada!) del nivel de comprensión intelectual de todos los
interesados” (Arato y Cohen 1999: 41). “Inclusión” (que es “elevación”)
“intelectual”, por tanto.

31
El concepto ilustrado de “opinión pública”, centrado en la discusión abierta,
racional y crítica, es, por lo tanto, en verdad, una estrategia de control y
dominación del diálogo y de toda praxis social. Sobre todo en contextos como los
nuestros, donde las barrocas y negadas relaciones interculturales han convivido con
renovadas políticas de desigualdad. 50 En una lectura inversa de la “opinión
pública” habermasiana (ya que, para él, la opinión pública letrada es el origen de
la generalización de lo político en la Modernidad, que se amplía luego,
pervirtiéndose, hacia una opinión pública “democrático-radical”, la de Marx 51),

planteo que, en el contexto de la hegemonía letrada “moderna” (que es aún de


más larga tradición, pues se sigue, vía Humanismo, de la clásica y la medieval-
eclesial), los actores sociales de los diversos estamentos asumieron la
participación política bajo el nuevo concepto de “ciudadanía” y fueron generando
y acogiendo (en una dialéctica sin comienzo puro) la expansión de las tecnologías
comunicativas asociadas a las diversas acepciones de aquél: de la plaza, el
comercio, las fiestas, las gestas y cantares, a los impresos, folletines y periódicos
(Burke 1991), al teléfono, a los transportes masivos, al cine, a la radio, a la

50
Incluso en el contexto europeo, Maurice Merleau-Ponty nota, con hondura fenomenológica, que “la
sociedad humana no es una comunidad de espíritus razonables, solamente ha podido entenderse
(ideológicamente) de esta forma en los países favorecidos en donde se había logrado un equilibrio vital y
económico de forma local y por un tiempo” (Merleau-Ponty 1997: 77).
51 Notar que la lectura habermasiana privilegia un sujeto social y un medio de comunicación sobre todos los

demás. Esto se hace evidente en sus seguidores, que lo dan por sentado ya sin tanto rodeo; por ejemplo, ver
Narváez 2005, donde, a pesar de que se pretende poner el énfasis en los “sujetos sociales en la esfera
pública” (“la esfera pública está constituida primero que todo por agentes sociales y no por medios”), se
afirma, sin mayores titubeos, que “el espacio mediático no constituye una ampliación de la esfera pública
sino una restricción de la misma, puesto que niega la visibilidad a las posiciones críticas y a los agentes
antisistémicos (?)”; porque “en el espacio mediático no hay un cambio en los sujetos de la esfera pública y
un paso de la esfera pública ilustrada y elitista de sujetos raciocinantes a otra plural y culturalmente diversa,
sino un cambio en los medios y las técnicas, al pasar de la comunicación cara a cara a la mediatización
impresa y de ésta a la mediatización audiovisual” (donde renueva el dualismo medios-sujetos que dice
superar); de donde se concluye que “esta mediatización audiovisual elimina la crítica y, por lo tanto, los
medios impresos son los únicos escenarios de pluralidad y la única esfera pública democrática (!) desde el
punto de vista de los intereses en juego”; y, finalmente (un dualismo insostenible aún en la lectura
dicotómica y fetichista de los medios:), que “la democratización de la sociedad pasa por la política y la
economía y no por los medios audiovisuales” (como si la política y la economía no estuvieran atravesadas
por esos medios y no resultaran mutuamente inseparables) (Narváez 2005: 202).

32
televisión, a la Internet, al celular… (Vázquez Montalbán 1997; Martín-Barbero
1998; Flichy 1993; Thompson 1998; Briggs y Burke 2002; Mattelart 2000)

El periódico, más que el origen, es el intermedio letrado en la expansión de aquel


diálogo social creciente; es la manifestación, en el contexto de la hegemonía
letrada tardía, de las fuerzas sociales de la modernidad social, que, avanzando el
siglo XIX y durante el siglo XX, se darán nuevas tecnologías de expresión
audiovisual. 52 La tecnología letrada hará relevo con las tecnologías audiovisuales
ligadas a una fase masiva del mercado y del consumo, cuando los
desplazamientos sociales en aumento, amenazantes (Foucault 1984: 152-153, 204,

52 Argumenta Martín-Barbero que nuestro latinoamericano “malestar en la modernidad” no es pensable


desde el inacabamiento del proyecto ilustrado que reflexiona Habermas, “pues ahí la herencia ilustrada es
restringida a lo que tiene de emancipadora, dejando fuera sus complicidades con la racionalidad de dominio
que legitimó su expansión” (Martín-Barbero 1999a: 20). Pero también, por otro lado, lo que Habermas, en
su purismo emancipador, no puede pensar es las complicidades, esos usos “desviados” de la imagen, de la
música, de los mensajes y consignas, y esa convivencia de otros modos de comunicar dentro de la
hegemonía audiovisual. “Desplazada –no desaparecida– del espacio nacional, la diferencia en América
Latina … (se ha convertido) en la indagación del modo des-viado y des-centrado de nuestra inclusión en, y
nuestra apropiación de, la modernidad: el de una diferencia que no puede ser digerida ni expulsada,
alteridad que resiste desde dentro al proyecto mismo de universalidad que entraña la modernidad” (Martín-
Barbero 1999a: 32). “Fuertemente cargada aún de componentes premodernos, la modernidad se hace
experiencia colectiva de las mayorías latinoamericanas merced a dislocaciones sociales y perceptivas de
cuño claramente posmoderno: efectuando fuertes desplazamientos sobre los compartimentos y exclusiones
que la modernidad instituyó durante más de un siglo, esto es, generando hibridaciones entre lo culto y lo
popular y de ambos con lo masivo, entre vanguardia y kitsch, entre lo autóctono y lo extranjero, categorías
y demarcaciones que se han vuelto todas ellas incapaces de dar cuenta del ambiguo y complejo movimiento
que dinamiza el mundo cultural…” (Martín-Barbero 1999a: 33). La televisión “aparece (para Martín-
Barbero) como un espacio de cruces estratégicos con ciertas tradiciones culturales de cada país: orales,
gestuales, escritas, teatrales, cinematográficas, novelescas, etc.” (Martín-Barbero 1999a: 30); “… las
mayorías en América Latina se están incorporando a, y apropiándose de, la modernidad sin dejar su cultura
oral, esto es, no de la mano del libro, sino desde los géneros y las narrativas, los lenguajes y los saberes, de
la industria y la experiencia audiovisual” (Martín-Barbero 1999a: 34). Dicha inclusión oblicua se construye
desde una larga experiencia social visual: “… la historia que nos lleva de la imagen didáctica franciscana
del siglo XVI (habría que recuperar también aquí las escrituras prehispánicas, sin las que la didáctica
evangelizadora no se entiende) al manierismo heroico de la imaginería libertadora, y del didactismo barroco
del muralismo mexicano a la imaginería electrónica de la telenovela…” (Martín-Barbero 1999a: 36) En
estas prácticas culturales se enfatiza un agenciamiento político popular en la complejidad de cruces de
tradiciones y formaciones emergentes, dimensión política de la cultura y dimensión cultural de la política,
con el concepto de “mediaciones sociales”, que señala, no sólo (y nunca sólo) procesos simbólicos de una
semiótica abstracta, sino sobre todo actores populares activos (ver Martín-Barbero 1998). Concebir “lo
popular” como “lugar metodológico” de los estudios de comunicación es reconocer subjetivaciones
populares críticas que construyen sentido y acción en luchas tácticas con otras posiciones, que es lo que
nombro como “modernidad social” en el contexto histórico en que lo popular se constituye en movimiento
social y actor político.

33
221 y 280; Grosso 2005b), sean puestos bajo control en la nueva formación
hegemónica que todavía habitamos. 53

La semiopraxis popular entre la Ilustración y el consumo: ciencia social y ciudadanías


otras.

La Ilustración, en verdad, ha sido una estrategia de control: reducción del diálogo


social expansivo a la discusión pública entendida como formación de consensos
con argumentos racionales (“uso público de la razón” y “opinión pública”) 54 y
reificación de su opuesto en una única “racionalidad instrumental”, omnímoda y
omnipotente. 55 Lo cual habla de un campo social en el que está en juego, como ya

53 Desde este punto de vista, podría decirse que la “Posmodernidad” (no siempre en coincidencia con la
conceptualización de Lyotard), que destaca la feria massmediática relativizando los grandes productos y
bienes de la Modernidad ilustrada, y que establece un nuevo vínculo (positivo o escéptico, pero siempre al
menos ambiguo) con la cultura popular y con los poderes disolventes de la doxa, es la “Modernidad-más-
allá-de-la-Ilustración”. La posición “posmoderna” sólo alcanza a ver a (conveniente) distancia la
modernidad social, de la cual es apenas su síntoma (en sentido freudiano) en las esferas ilustradas. Por eso
los “posmodernos” remarcan con tanto énfasis que el “pos” no indica superación de la “Modernidad” ni otra
cosa respecto de ella: se diferencia y la consagra a la vez como baluarte de distinción que asegura la
separación (aún cuanto más no sea en el gesto que eleva a la ironía, ese “carnaval frío”, por encima de la
burla y el sarcasmo; ver Eco 1989) respecto de las “masas” incultas.
54 Notar, en este sentido, el concepto de “opinión pública” menos dirigido y unívocamente orientado a una

crítica racional que presenta Isaac Joseph: “El público es la forma atípica de los objetos de la sociología
como saber de las inestabilidades o de las regularidades en formación. El público se alimenta con series
discontinuas de acontecimientos más que con el encadenamiento de fenómenos. Se nutre de secuencias
informativas, de las que adquiere conocimiento de manera más o menos directa y que puede transmitir sin
analizarlas o sin apropiarse de ellas. Se llamará conversación o espacio conversacional a un espacio social
en el que se constituye un público por coalescencia de secuencias informativas. … El periodista que tiende
a cobrar un saber sobre la formación de la opinión pública y el sociólogo que trata de constituir una ‘ciencia
de las conversaciones comparadas’ (expresión tomada de Gabriel Tarde, L’Opinion et la Foule, Alcan,
Paris 1901) deben pues permanecer más acá de la línea de los consensos y de las concertaciones. … Un
espacio público, un público, una opinión pública, son cosas naturalmente fluctuantes” (Joseph 2002: 41-44)
y su lenguaje constituye un lenguaje de referencias, de interacciones y de circunstancias, en el que la
inconsecuencia “le es esencial puesto que no tiene una función de expresión o de representación” (44).
55 Jean-Marc Ferry plantea la necesidad de una comprensión más amplia de la racionalidad moderna

respecto de la versión reductiva “instrumental” de Max Weber y de la Escuela de Frankfurt (Ferry 2001:
58-63). Asimismo lo plantea Habermas, pero Ferry no recurre como aquél al plano trascendental de una
racionalidad substancial de la acción comunicativa (concibiendo la racionalidad instrumental y estratégica
como figura histórica total de la primera Modernidad y a la crítica trascendental como tarea filosófica
ilustrada en la Modernidad tardía), sino que refiere dicha ampliación al conflicto histórico de
racionalidades: en este caso, la racionalidad instrumental es una figura entre otras de la racionalidad

34
lo había planteado y conceptualizado Gramsci, la posición del intelectual respecto
de las culturas populares: posición que guarda relación con concepciones
ideológicas pre-epistemológicas, con itinerarios sociológicos (biográficos,
disciplinares e institucionales) y con desplazamientos en las posiciones en el
curso de los procesos históricos. (Ver Bourdieu y Wacquant 1995, Primera Parte.
Capítulo 6. La objetivación del sujeto objetivante.) Una tarea sigue aún pendiente en
nuestra socialidad latinoamericana, y que la construcción de las nacionalidades
en gran medida encubrió aún más y de un modo más eficaz que las políticas
coloniales: la movilización de las alteridades étnicas y de las diferencias
culturales que constituyen nuestros campos de acción (Calderón, Hopenhayn y
Ottone 1996).

Las tácticas de modernidad social de la semiopraxis popular se desplazaron hacia la


progresiva y acelerada vinculación en redes, cada vez de mayor alcance, dando
“lugar” a la expansión del concepto de ciudadanía. 56 La experiencia de red coloca

moderna, frente a racionalidades prácticas en las que intervienen elementos semióticos simbólicos, icónicos
e indexicales (Peirce), que generaron, y generan, en el escenario comunicativo, formas diversas (y en
pugna) de intersubjetividad. Una posición hermenéutica, para la que la crítica se da en el curso de las
interpretaciones en la historia, tal como Ricoeur y Gadamer le hacen notar a Habermas. Por mi parte, marco
aquí un énfasis, más allá del culturalismo antropológico en que suele quedar la hermenéutica, destacando el
escenario comunicativo, no sólo como feria de la diversidad, sino como campo de batalla entre
subjetividades-maneras de significación-acción (“semiopraxis”); y leo la reducción a la “racionalización
social” bajo la figura instrumental (y el recurso subsiguiente y anunciado a la razón trascendental) como
estrategia de control de las racionalidades prácticas sociales, que ejercen la crítica desde lugares
filosóficamente no previstos ni sancionados como legítimos, con lenguajes y lógicas ininteligibles para el
filósofo ilustrado, haciendo valer sus sensibilidades y exigencias de reconocimiento en el impulso moderno
de generalización de la política. También Giacomo Marramao (Marramao 2001) cuestiona a la crítica
sociológica y neomarxista que no han sabido reconocer, en la racionalidad instrumental y estratégica
weberiana, su carácter político intenso en cuanto escenario de relaciones de poder, reduciéndolo, unilateral
y unívocamente, a un automatismo progresivo que encierra en la “jaula de hierro” del mundo administrado
de las organizaciones.
56
Un énfasis en las redes sociales semejante al que hago aquí se encuentra en el concepto de “multitud” de
Antonio Negri y Michael Hardt (Hardt y Negri 2006): “Lo que emerge hoy es un ‘poder en red’ … (en el
que) la multitud también puede ser concebida como una red abierta y expansiva” (Hardt y Negri 2006: 15);
en una red, “los distintos nodos siguen siendo diferentes, pero todos están conectados en la red; además, los
límites externos de la red son abiertos, y permiten que se añadan en todo momento nuevos nodos y nuevas
relaciones” (17). “El desafío que plantea el concepto de multitud consiste en que una multiplicidad social
(en la que las diferencias sociales siguen constituyendo diferencias) consiga comunicarse y actuar en común
conservando sus diferencias internas” (16).

35
en primer plano un nuevo “sentirse parte de” y “estar en contacto con”: ser
tocado por lo que circula en un amplio radio de alcance, con una fuerza de
alianza/arrastre que convoca cuerpos y sentidos en una orientación estratégica o
táctica 57 de la acción (Grosso 2007a).

El concepto dominante de “conocimiento”, en nuestros contextos poscoloniales,


descansa en el des-conocimiento de nuestra interculturalidad, tanto en su dimensión
epistemológica como en su polémica oculta con los lenguajes naturales en
nuestros cotidianos. Esas rupturas sepultadas seguirán cobrando su colonialismo
secreto, aún con mucha más fuerza cuando este “conocimiento” atraviese de punta
a cabo la vida social al realizar el sueño ilustrado a través de la efectividad
tecnológica global, ampliando así el campo tecnocrático que nos ahorra (e impide)
acoger nuestras diferencias y construir acciones conjuntas con sentidos otros. Pero,
a su vez, la hegemonía de las redes de contacto, en cuanto formación de poder en la
que se desencadenará el diálogo intercultural de los cuerpos, hará posible que las
culturas populares desmitifiquen, al traer a la superficie social la potencia estética y
sensible de las creencias cotidianas, la enorme capa del (des)conocimiento que nos
cubre, y que invadan/alteren el escenario público con sus furias de re-
apropiación. Lo público será volteado por las matrices epistémicas y prácticas de
nuestra “malicia” (indígena) y nuestra “cimarronería” (negra) en la red
intercultural que agencian. Como acción epistémico-política, debemos constituir la
red de malicias y cimarronerías en posición teórico-metodológica: ésa es nuestra
posición táctica popular en la tan mentada “sociedad del conocimiento” (Grosso
2004a; 2007a). Y esto marca un nuevo posicionamiento del científico social en la
fenomenología práctica y política de las sociedades con las que establece un
heteroglósico diálogo de interpretaciones (Grosso 2006d).

57Teniendo en cuenta la distinción de De Certeau entre “estrategias” dominantes y “tácticas” populares (De
Certeau 1980). Las redes expanden el alcance de las “estrategias”; pero lo más notable tal vez sea la
ampliación del terreno y la complejización de la acción de las “tácticas”.

36
El impulso popular de la modernidad social de finales del siglo XIX y la primera
mitad del siglo XX gestó el sentido de “pueblo”, expresado en la
autorrepresentación, en la manifestación y en la asamblea multitudinarias, e hizo
posible reconocer y reconocerse “culturas populares”, con sus maneras de hacer en
el cotidiano (De Certeau 1980; Martín-Barbero 1998). A finales del siglo XX y
primeras décadas del siglo XXI, aquel sentido se orienta hacia las extensiones y
predominio de las solidaridades y del estar en con-tacto, segmentarias, que
alcanzan grandes escalas, insospechadas en la historia social. No se trata,
ciertamente, a pesar del sueño ilustrado de la “sociedad del conocimiento”, de
una ampliación de los usuarios de la argumentación racional en una “opinión
pública” “bien” formada y elevada a un diálogo “culto y civilizado”, sino de una
profundización democrática (hundida por estas mismas luchas) en las
racionalidades prácticas tramadas en nuestra historia (Grosso 2007a).

En la semiopraxis popular, en su impulso de modernidad social, la crítica trabaja en la


transformación de las relaciones en/a través de la burla, la risa, el
desplazamiento de los cuerpos en las relaciones de poder, las fugas metamórficas,
las reacentuaciones… Éste ha sido el verdadero temido al que atacaron las
tecnologías ilustradas de la Modernidad (Foucault 1984; Grosso 2001; 2005b), y al
que atacan hoy las tecnologías del mercado y del consumo, congelando en la
estereotipia de las representaciones “multiculturales” y en su digestión voraz y
vertiginosa, los discursos no gramaticalizables de las diferencias interculturales
(Grosso 2006d; 2007a). La semiopraxis crítica del contacto alcanzará su mayor
campo de acción en la experiencia de las mayorías populares, localizadas y
dispersas, en red, expandidas a las periferias migratorias globales, todas ellas
recreadas en procesos de socialización primaria: la música, la comensalidad, la
gestualidad, el afecto, la proxemia, los olores, los colores… que exceden, pero en

37
ese mismo nivel, el régimen massmediático del consumo, de la estética
dominante y la estereotipia audiovisual “multicultural”, estableciendo allí luchas
culturales radicales. ¿Cuál será el lugar que en esos nuevos contextos ocuparemos
los científicos sociales con nuestras réplicas?

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