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Blade Runner veintisiete años después1


Manuel Guillén

Cuando Ridley Scott filmó Blade-Runner, en 1982, la imaginería


postmoderna nos había dado ya alcance de manera plena. La ciencia
ficción clásica había muerto y con ella el discurso que la nutrió,
vigorizándola hasta la aporía. Es decir, la firme creencia en la
posibilidad de un futuro mejor, la convicción de que la humanidad
observa un tránsito lineal y acumulativo hacia el progreso, la fe en la
capacidad de aprendizaje de la especie. Todas estas actitudes
colapsaron en el último cuarto del siglo veinte sobre los goznes
chirriantes de sus endebles contenidos conceptuales. Exactamente lo
contrario parecía ser lo verdadero. Degradación social inexorable,
acumulación de males biológicos y tecnológicos, saltos cualitativos
azarosos en la marcha temporal de la humanidad. El imperio del caos.
La herrumbre y la corrupción. El triunfo de la estética cyberpunk.
La ciudad de Los Ángeles en el año 2019 es un zoológico urbano. En
ese espacio vital de la decadencia y la explosión social se hacinan en
sus calles multitudes poliétnicas, animales biomanufacturados y seres
robóticos cuasi humanos. Al mismo tiempo, como un claro aviso de que
el sistema social ha llegado a una etapa crepuscular, la megalópolis se
halla bajo la lluvia pertinaz y las eternas brumas que sólo
ocasionalmente dan paso a un sol poniente. En tanto que chimeneas
de fuego en lo alto de numerosos edificios indican desde la
deslumbrante toma inicial que la urbe es una bienvenida a los
infiernos.
En efecto, el anuncio y el reclamo inaugural que tendrá el teniente Rick
Deckard (Harrison Ford) para reincorporarse a sus actividades de

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Una versión ligeramente modificada de este artículo apareció publicada en el
suplemento Arena del periódico Excélsior, en julio del 2002, con motivo del vigésimo
aniversario de Blade-Runner.
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detective y matón policiaco es que los demonios se han rebelado y han


vuelto a su lugar de origen —la Tierra—. Cinco androides, conocidos
como “replicantes”, se encuentran en la ciudad con fines aviesos. Sólo
un ángel caído conocedor del terreno y el oficio habrá de poder
encargarse de ellos; “retirarlos”, para usar el término oficial. Es
entonces que comenzará a desarrollarse la trama, estructurada como
novela negra, homenaje y pastiche del cine noir de los cincuenta,
reelaborada en un entorno futurista y decadente.
Al despliegue inicial de la serie de los terrores propios del cyberpunk
que la cotidianidad mundial parece ir cubriendo puntual e
inevitablemente, como son la hiperpolución, la completa perversión del
ecosistema y el advenimiento probable de los ciber-fascismos, en su
personalísima versión de Do the Androids Sleep with Electric Sheep?,
quintaesencial novela del subgénero, que Phillip K. Dick escribiera en
1968, Scott retomó como vértice de su cinta el tema de la usurpación
divina en manos del hombre. La creación emulando al creador. Sin
embargo, la parábola scottiana carece de discurso moralizante o
grandilocuente —en el sentido teológico del término—. En cambio,
remite al acontecimiento de la pérdida ilustrada de la divinidad y sus
inquietantes consecuencias mundanas en un espacio estético
postmoderno lleno de posibilidades biotecnológicas, como el
representado en la trama.
De esta manera, los hijos rebeldes de la Corporación Tyrell, emporio de
la creación ciber biológica mundial, vuelven a la Tierra desde su
estadio de esclavitud en las colonias espaciales con el fin de exigir a su
dador de vida más tiempo de supervivencia. Desencadenados en las
acuosas y humeantes calles angelinas (la imperturbable niebla resalta
el carácter a un tiempo de contenedor zoológico y de gruta infernal de
la ciudad; vaho y humo: aliento y piedras ardientes), su sola presencia
no es suficiente para perturbar el caótico y abigarrado orden social
citadino, plenamente acostumbrado a la excentricidad. De manera que
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lo único que perturban es la tranquilidad del teniente Deckard, cuya


misión cazadora comienza a revertírsele por etapas.
La lucha entre las criaturas —las unas clandestinas; la otra,
representante de la ley y el orden— halla su primer momento
bélicamente virtuoso cuando el agente blade-runner despedaza de dos
disparos de su pistola de doble cañón la espalda y el sistema vital de
Zora (Joanna Cassidy) a mitad del aparador de un centro comercial,
tras una vertiginosa persecución por el aglomerado centro urbano.
Scott subraya el dramatismo del momento con la secuencia de la caída
de la androide en cámara lenta y los teclados y el saxo de Vangelis
saturando la atmósfera. La muerte violenta de la humanoide es
prácticamente igual de desoladora que la de cualquier humano en
plenitud. Aquí cabe pensar que la utilización de la transparencia —ella
lleva una chaqueta translúcida y muere a mitad de una caja de vidrio,
que contrasta sin equívocos con el escarlata de la sangre, remite a la
pulcra naturaleza del acto: la lógica inevitable de la vida, y el pertinaz
instinto asesino de nuestra especie, así sea contra sus propios
engendros.
En medio del fragor de su misión, Deckard da con Rachel (Sean Young),
bella replicante que cree que es humana. Tras un primer encuentro que
termina con la ruda advertencia que él le hace sobre su naturaleza
pseudo humana, afirmando que los supuestos recuerdos que posee
son meros implantes némicos de la sobrina del dueño de Tyrrell Corp.,
el encuentro erótico entre ellos sigue a un momentum determinante
que la humaniza: salva la vida del teniente cuando Leon (Brion James),
amante de la recién retirada Zora, está a punto de, literalmente,
sacarle los ojos en un sucio callejón a unos metros de los cristales
rotos del mall.
La dinámica del encuentro romántico entre ellos (en el departamento
de un piso 97, a media luz, entre ocres y con la testaruda sombra
giratoria de los molinos de energía de las azoteas circunvecinas)
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destaca el código y la paradoja de eso que llamamos amor. Por una


parte, él le enseña a decir ‘te deseo’, ‘te amo’: el imperativo de la
semántica amorosa perfectamente determinada y establecida por el
código del amor pasional2. Por otra, y en esto Scott teje fino, el amor,
para ser, deberá surgir de una inalcanzable pureza esencial; una
virginidad que no es física, sino conceptual: desde un cerebro que no
conoce dicho síndrome —biológico, químico, lingüístico—. La paradoja,
por supuesto, es que ello habrá de verificarse exclusivamente en un
ente que no sea humano; en la hermosa, fría e inquietante androide
Rachel.
Cuando Roy (Rutger Hauer), el líder del grupo fugitivo, logra acceder al
dormitorio mismo de Tyrell (Joseph Turkel), le reprocha su falta de
voluntad y de pericia para otorgarle más vida y, con ella, posibilidades
de ser en el mundo. Acto seguido, con la ambivalencia de la pena y la
ira, lo mata con sus propias manos, hundiéndole los bulbos oculares y
fracturando su cráneo. La creación da cuenta de su creador. Es decir,
primero reafirma su ceguera —de hecho, Tyrell es miope; un dios
miope— que no lo dejó ver la perfección de sus engendros. Después, le
destroza la cabeza, eliminando materialmente su capacidad de
razonar. Ahora sólo habrá lugar para un nuevo cerebro, si bien
fatalmente condenado a una rápida extinción. El hijo ha matado al
padre en un desesperado arrebato que en nada cambia su destino
fatal; los dados fueron echados de antemano: matar a dios no vuelve
inmortales a sus engendros.

Deckard quebrará con sus mini proyectiles el torso de una replicante


más, Pris (Darryl Hannah); modelo de seducción o puta del espacio,
amante de Roy, y enfrentará su destino dentro de un abandonado,
herrumbroso y dañado edificio del centro de la ciudad que se cae a
2
Desarrollo esto con más detalle, siguiendo de cerca la sociología de Niklas Luhmann
y tomando como punto de partida precisamente estos caracteres de Blade Runner,
en “El amor a fin de siglo”, aparecido en Origina, número 72, febrero de 1999.
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pedazos (abandonado por los humanos que decidieron hacer una


‘nueva vida’ en las colonias espaciales). El recinto es la sinécdoque de
la urbe y la humanidad toda. Representación de la soledad, la
decadencia y el olvido, coronado por el inexorable paso del tiempo
simbolizado por la perenne rotación de las aspas de los molinos de
energía de la azotea. Espacio arquitectónico, es decir vital, donde lo
humano y lo humanoide medirán fuerzas para descubrir no quién
conquistará ese espacio vacío, sino quién logrará malamente
sobrevivir bajo la lluvia y la polución perpetuas; a la sombra del
desencanto y la pérdida de sentido social.
Antihéroe por excelencia, el blade-runner es vencido de manera
contundente por su adversario. Escenas en picado, medios planos, el
agua incontenible, close-ups de los riachuelos que serpentean sobre
las mohosas paredes de la construcción; aullidos y ululaciones de Roy,
rebotando como el eco espeluznante de animales al acecho, énfasis en
la velocidad de la lucha y la persecución, primeros planos del rostro de
Deckard: la inevitable máscara del miedo. Al final, cuando el tiempo ha
colapsado y Roy ya sólo tiene unos segundos en su programación vital,
perdona la vida a Deckard, lanzando una última y enigmática salmodia
sobre el sentido de la vida: no hay vida inútil, lo mismo humana,
animal o artificial. Una paloma alza el vuelo en medio de la tormenta
tras zafarse del puño inerte del androide. La vida abriéndose paso
entre el caos y la desolación.
En el epílogo, Deckard va por Rachel quien se halla escondida en su
departamento, puesto que sabe que otros blade-runners irán por ella.
Se cierran las puertas del elevador y acaba el filme con un final abierto
que aporta un retorcimiento más: el sargento Gaff (Edward James
Olmos), chaperón y sombra imperceptible de Deckard, es quien al final
decide que éste haga la jugada de “salvar” a su androide amante.
Aficionado a la papiroflexia, deja al pie del elevador por el que la pareja
comenzará su huida la figurilla de un unicornio. Deckard sueña con un
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unicornio al galope de manera recurrente. ¿Cómo sabe su chaperón el


contenido de sus sueños? ¿Quizá porque conoce la programación
mental del replicante Deckard?3
Ridley Scott filmó hace veintisiete años la primera película del siglo
XXI. En ella plasmó las visiones de nuestra decadencia. Los temores
fundados acerca de los caminos no virtuosos del desarrollo científico.
La posibilidad de convertirnos en dioses salvajes. La incapacidad para
diferenciar entre vida y pragma. La implosión del código amoroso. La
certeza de que lo único que nos une es el desencanto. La probabilidad
de que no podamos más resguardarnos de nosotros mismos en la
inmensidad social. La profecía de un futuro posible, inevitable y
desgastante. Hoy, incluso más que hace dos décadas y media, su
esmeralda cinematográfica es lenguaje vivo y significativo. Es decir, es
un clásico en toda la extensión de la palabra.

3
Para más sobre el asunto, puede verse el artículo “Blade Runner riddle solved” del 9
de julio del 2000 en BBC on line (www.news.bbc.com.uk).

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