Conozco a Castrillo de los Polvazares desde siempre y desde siempre
Castrillo de los Polvazares es un poema viviente, con métrica y rima, lleno de encanto. Su calle Real, soberbia, amplia, larga y majestuosa, divide al pueblo en dos mitades, atiborradas de luz pétrea y de color, hasta el mismo Cristo de arriba. Es aquí donde nacen otras dos calles que, cual antigua “forca” labriega de dos púas, permanecen unidas como un todo a su tronco y nos conducen, por ambas partes, hacia el final del pueblo, de este pueblo maragato que nunca muere y siempre permanece, indeleble, en la retina del que lo visita. Nada hay tan bello. Pero si impresionante y regia es la calle central, no lo son menos sus calles adyacentes, estrechas y con requiebros algunas, que parecen escondidas como auténticos duendes, esperando, inquietas, a que las contemplemos para seducir nuestro espíritu con la armonía de sus cadencias perfectas y deslumbrantes. Valga como ejemplo vivo de embrujo y de hechizo, la sonora calle de la “Chinchinilla”. ¿Hay acaso algo más sugerente? Tampoco, en modo alguno, hemos de olvidar la plaza, eterna, grave y serena que nos invita a meditar, sin prisas y despacio, en la esencia misma de nuestro yo, al abrigo de la hermosa iglesia que la cobija. Sentados allí, en ese sofá central, de piedra maciza, inquebrantable y firme, que nos brinda al aire libre, elevaremos también nuestro espíritu espontáneamente por las inmensidades del cielo y del amor soñando, cual Mariflor en la Esfinge Maragata, ante el busto vigilante de Concha Espina. Sí. Sin duda. Castrillo de los Polvazares es muy diferente a cualquier otro pueblo. La arquitectura de sus viviendas es única, con un estilo propio, que podría ser nombrado como: arquitectura maragata. Todo es de piedra: de piedra sus casas, de piedra sus fuentes, de piedra sus calles. En su conjunto, muy uniforme, las casas son todas señoriales, como fortalezas reales, y en los frontispicios de algunas de ellas podemos apreciar los blasones de antiguos nobles. Es, en realidad, un homenaje vivo a la piedra, a lo eterno, a lo que nunca cambia. Es también un homenaje permanente a los arrieros maragatos de antes, recios y honestos, que se ganaban la vida transportando mercancías a distintas ciudades de España hasta que el humo del tren empezó a dibujar en los cielos su silueta desvaída. Nadie ha podido contar tanta piedra, siempre hermanada según un orden, como nadie ha podido contar las estrellas del firmamento. Tarea es imposible. No caben tantos números en la mente del humano. Las piedras que tapìzan el suelo son como una alfombra mágica e inmensa, prediseñada también en sus formas, que la convierten en estampa clásica de valor incalculable. Todos admiran la sobriedad y la prestancia de su carácter. ¡Ah! Y por las noches, cuando la luz de la luna creciente alumbra, atrevida, las piedras, el color del pueblo se torna plateado y un mar de sensaciones nostálgicas y placenteras envuelve entonces el alma del que lo contempla. Son vivencias, nunca en otro sitio experimentadas, que nos subliman en todo momento por encima de lo material y nos sumergen en el mar tranquilo y en calma de la felicidad del olimpo. Haced la prueba y os veréis transportados a la meca deseada de los buenos sueños. Siempre. Castrillo de los Polvazares, amigos, está situado a cinco pasos, por no decir a cinco kilómetros, de la capital de la Maragatería: Astorga. Es en sí un monumento entero, de arriba abajo, que miles de turistas lo visitan al año. Nadie queda decepcionado. En verdad que merece la pena. ¿Por qué sino fue declarado en 1980, en un Consejo de Ministros, como Conjunto Histórico Artístico?
Fernando GARCIA MARTINEZ
Astorga, 26 de Agosto del 2009 (Publicado en El Faro Astorgano el 01 de Septiembre del 2009)