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Mis padres salían todos los sábados por la mañana. Iban al centro de la
ciudad a comprar verduras, pescado y frutas a la feria trashumante, por lo
que me quedaba solo en casa. Antes de salir mi madre me decía: “Ojo con el
gas; siempre cerrá la llave de paso. No pongas música muy fuerte. Y no le
abras a nadie, aunque te digan que nosotros lo mandamos”. Mi padre, por su
parte, me reprendía diciéndome que no prendiera las luces: “Usá la luz del
sol”. Jamás pude comprender a qué se referían. Casi nunca prendía las
hornallas para calentar siquiera el agua para el mate, no oía música porque
me gustaba ver televisión y no prendía las luces por considerarlo un acto
estúpido. Además, dormía casi toda la mañana hasta que ellos volvían.
Los padres de Fabián eran, de entre los hermanos, de los más entusiastas y
lideraban un grupo de ocho o diez personas encargadas de peregrinar
justamente en mi barrio. Su madre se llamaba Sofía. Era una mujer altísima
de cabello lacio y rubio y sus ojos eran de color celeste. De joven habrá sido,
seguramente, una bellísima mujer.
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Así viví al menos hasta los doce o trece años de edad. Siempre sucedía lo
mismo. Las mismas mujeres, el mismo intento por mi parte de negarme a salir
y, por supuesto, el mismo chantaje de Sofía, aun sabiendo que Fabián había
cambiado de escuela hacía ya cuatro años y lo veía muy de vez en vez en el
almacén de Doña Enriqueta cuando me mandaban a comprar.
Me confesó que los evangelistas mueven toneladas de dinero y que, las más de
las veces, aparentan no tenerlo cuando, en realidad, lo tienen y en cantidades
para derrochar. Pero el problema, o lo que a él no le gustaba, era que no le
sacaban ningún provecho. Y Fabián quería guita: Plata para comprarse lo que
quisiese, para viajar a donde desee y hasta para malgastarla en estupideces
que le dieran un mayor estatus –o, simplemente, placer-.