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LOS TESTIGOS DE JAIMITO

POR CHE MBAÉ

Salía en la mañana de mi casa bastante dormido cuando me topé con dos


mujeres. Me preguntaron si tenía un minuto puesto que necesitaban hacerme
una pregunta, y yo, tan despistado, les dije que sí, que no había ningún
problema. Pero lo había: Esas locas resultaron ser evangelistas.
¿Hace cuánto tiempo que no me molestan? Puedo afirmar, con sinceridad, que
más de diez años. Particularmente desde que me revelaron el secreto para
espantarlos.

Mi compañero en la escuela primaria se llamaba Fabián Escudero. Era alto,


delgado, rubio y de ojos azules. Llevaba el pelo siempre engominado, por lo
que parecía esos niños de los años 40’; y de todos nosotros, era la pulcritud en
persona. Hablaba poco y era un niño correcto, por lo que era presa de
nuestras burlas y de nuestros deseos de golpearle. Pero eso no tenía nada que
ver a la hora de las piñas en el recreo: Yo fui el primero de los cinco en caer al
suelo con el labio roto cuando creíamos que podríamos humillarlo. Sí, Fabián
Escudero era calladito, modosito, pero ningún boludo. Cosa rara para un niño
evangelista.

Mis padres salían todos los sábados por la mañana. Iban al centro de la
ciudad a comprar verduras, pescado y frutas a la feria trashumante, por lo
que me quedaba solo en casa. Antes de salir mi madre me decía: “Ojo con el
gas; siempre cerrá la llave de paso. No pongas música muy fuerte. Y no le
abras a nadie, aunque te digan que nosotros lo mandamos”. Mi padre, por su
parte, me reprendía diciéndome que no prendiera las luces: “Usá la luz del
sol”. Jamás pude comprender a qué se referían. Casi nunca prendía las
hornallas para calentar siquiera el agua para el mate, no oía música porque
me gustaba ver televisión y no prendía las luces por considerarlo un acto
estúpido. Además, dormía casi toda la mañana hasta que ellos volvían.

Por la cuadra de mi casa pasaban miles de vendedores ambulantes vendiendo


antenas para televisores, tendederos para colgar la ropa, espejos, azafrán y
hasta libros usados. A todos les decía lo mismo. “No, no. Gracias”. Y volvía a
mi cama o al sofá. De quienes no podía librarme con tanta facilidad era de los
vendedores de la palabra de Dios.

Los padres de Fabián eran, de entre los hermanos, de los más entusiastas y
lideraban un grupo de ocho o diez personas encargadas de peregrinar
justamente en mi barrio. Su madre se llamaba Sofía. Era una mujer altísima
de cabello lacio y rubio y sus ojos eran de color celeste. De joven habrá sido,
seguramente, una bellísima mujer.
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Sofía llegaba a media mañana con un grupo de mujeres a la puerta de mi casa


y tocaba el timbre o golpeaba las manos hasta que le contestaran. Jamás pude
hacerme el distraído, por lo que solía hablarles desde la ventana. “Mis papás
no están ahora”, les gritaba. Pero no las amedrentaba en lo absoluto. Les daba
una pena enorme no encontrar a mis padres en ese momento pero me pedían
que me acercara a la puerta de calle para, cuanto menos, oír lo que ellas
tenían para decirme y, así, yo se lo diría a mis padres a su regreso.
Por supuesto yo era un niño de unos seis o siete años al que le costaba poco y
nada confiar en cualquier persona del mundo –aun cuando me hayan
aleccionado para desconfiar de todos-, pero tampoco era tan tonto. ¡Los
Testículos de Jehová, como solíamos llamarles con mis amigos, querían
tenderme una trampa! Les insistía en que no podía abrirle la puerta a nadie y
menos aún acercarme a la reja. Ahí era cuando aparecía Sofía. Me saludaba y
me decía que era la mamá de Fabián. Con eso bastaba. Ella sabía que no
podía negarme a saludar a la madre de mi compañero de escuela. Entonces
debía salir y comerme una perorata divina de cuanto menos veinticinco
minutos. Y de todo cuanto Sofía me decía, apenas si me quedaba alguna que
otra frase suelta en mi memoria, más las mil doscientas veces que utilizaba la
oración “Dios, nuestro Señor”.

Así viví al menos hasta los doce o trece años de edad. Siempre sucedía lo
mismo. Las mismas mujeres, el mismo intento por mi parte de negarme a salir
y, por supuesto, el mismo chantaje de Sofía, aun sabiendo que Fabián había
cambiado de escuela hacía ya cuatro años y lo veía muy de vez en vez en el
almacén de Doña Enriqueta cuando me mandaban a comprar.

Cierto día me reencontré con Fabián Escudero en la fiesta de un amigo que


teníamos en común. Lo vi cambiado: Ya no llevaba el pelo engominado sino un
corte muy moderno. Vestía pulcramente, es cierto, pero se notaba que le
importaba la estética y le gustaba cualquier prenda que no fuera el consabido
traje de vestir de color gris, camisa banca y corbata negra.
Recuerdo que me impactó verlo fumar cigarrillos y, peor para mi asombro,
beber cerveza como el que más. Me acerqué, nos saludamos y nos pusimos a
conversar. Yo le preguntaba, o medio le reprendía, si sus padres estaban al
tanto de que fumaba y bebía. Fabián se me rió en la cara como si le hubiese
contado un excelente chiste o una vieja infidencia. Me quedé atónito e
inquieto, sin saber qué decirle. Y aunque ya éramos bastante grandecitos, el
recuerdo de la golpiza me desanimó para embocarlo en la napia.

Mi viejo compañerito de escuela fue a buscar unas cervezas, se sentó


nuevamente a mi lado, me dio una botella, me abrazó y me preguntó si yo
verdaderamente creía que él podía profesar las mismas pavadas en las que
creían sus padres. Nuevamente me quedé sin respuesta.
Entonces Fabián fue explicándome el hecho de que sus padres se hayan
convertido al evangelismo, y aún cuando a él mismo lo hayan bautizado bajo
esa misma fe, no significaba que él fuese evangelista por defecto. Fabián tenía
muy en claro desde pequeño, según me contaba, que quería ser cualquier cosa
antes que un predicador o, simplemente, un imbécil más teniendo que dejar
de vivir y ser feliz para tener que peregrinar calles y calles en busca de
adeptos. Y lo que más le gustaba a Fabián Escudero, además de los cigarrillos,
los amigos, el escabio y las chicas, era, en definitiva, el dinero.
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Me confesó que los evangelistas mueven toneladas de dinero y que, las más de
las veces, aparentan no tenerlo cuando, en realidad, lo tienen y en cantidades
para derrochar. Pero el problema, o lo que a él no le gustaba, era que no le
sacaban ningún provecho. Y Fabián quería guita: Plata para comprarse lo que
quisiese, para viajar a donde desee y hasta para malgastarla en estupideces
que le dieran un mayor estatus –o, simplemente, placer-.

Conversamos y nos reímos durante toda la noche y nos sentimos, al menos yo


lo sentí así, como si hubiésemos sido de los mejores amigos en la infancia.
Creo que así sucedió porque él se complacía que alguien del pasado
descubriera su más íntima verdad, puesto que jamás dejó de ir con sus padres
a la iglesia ni de salir a evangelizar con su padre por otros barrios hasta que
fue mayor y se fue de la casa y del país. Y por mi parte lo sentí cercano porque
pudo confirmar mi idea de que ser evangelista puede ser una tortura viviente
y, también, porque lo vi como un descarriado de la senda del Señor. No, mejor
aún, como el mismísimo Lucifer: Inteligente, sagaz, dramático, complaciente y
con deseos muy precisos y claros.

Luego de la fiesta viajábamos en el colectivo recordando pendejadas de


escuela, de la frígida de la directora que nos castigaba hasta por respirar y de
mil cosas más. Sin embargo, algo me quedaba picando en la cabeza. Le
pregunté, entonces, por qué él siendo hijo de padres evangelistas y
perteneciendo a los Testigos de Jaimito –como se les conocía despectivamente
por la gente del barrio-, y sin faltar a las costumbres familiares y religiosas de
los suyos, haciendo finalmente lo que realmente quería, por qué no se copaba
y le pedía a su madre, a Sofía, que me dejara en paz y que entendiera que ni
yo ni ninguno en mi familia estaba interesado en lo absoluto en convertirse al
evangelismo.

Antes de bajarse del colectivo me preguntó si realmente quería deshacerme de


ellos y de sus continuas visitas de sábado por la mañana. Le contesté que sí,
que era una de las cosas que más deseaba en la vida. Fabián se rió y me dijo:
“La próxima vez que vayan a tu casa salí hasta la puerta con una gran
sonrisa, pero lleváte encima la imagen de la Virgen María”.

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