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LA MADRE DEL ALCALDE

La gente es muy interesada, muuuuuuuy


interesada, alarga mamá cada vez que
recuerda todo lo que vivió cuando mi
hermano fue Presidente Municipal interino
por un mes, ¡por un mes!
Desde luego que a todos nos dio gusto ese
logro de mi hermano, aunque haya sido por
prelación, pero yo no quiero hablar de él;
de eso en todo caso que se encarguen sus
biógrafos. De lo que quiero hablarles es de
la odisea o de las mieles del poder que
disfrutó mamá durante este larguísimo
mes.
Yo supongo que así es la fama: al principio
es como vivir un sueño, un precioso sueño,
pero después, conforme la fama crece, ese
sueño se vuelve una terrible pesadilla.
Estoy seguro que eso le pasó a mamá. Todo
inició con felicitaciones y como tales las
recibió con los ojos brillosos de la emoción,
hiperorgullosa de mi hermano, pero sobre
todo de ella misma, por tener la gracia de
haberlo parido.
Las deferencias hacia su persona no fueron
menores. En los primeros días del cargo,
mamá fue al mercado de rebozo y de bolita,
como suele hacerlo a diario, y unas horas
más tarde volvió cargada de víveres de la
mejor calidad sin gastar un solo quinto, ya
que los locatarios, sabedores de a quién
había dado a luz hacía más de cuarenta
años, la paraban en seco cuando mamá
hacia la faramalla como que iba a abrir el
monedero,
Las dispensas del cobro no eran gratis. A la
primera distracción de mamá llegaban
como cascada los pliegos petitorios: “dígale
al profe que ahí le encargo a mi hija,
acaba de terminar la carrera”; “viera
como me llega de agua doña ¿le puedo
traer el recibo mañana?”; “¿no cree que su
hijo me pudiera conseguir un descuentito
en el predial?
mamá, firme en sus convicciones y alérgica
siempre a eso del nepotismo, sólo
contestaba por cortesía con un
“haberquepuedohacer,
yavequeesoahoraestámásdifícil” al tiempo
que su morral se iba apilando que de
frescas piezas de pollo, que de rojas
manzanas, que de gordos tomates, que de
un quesito del sur, que de tortillas de
harina precocidas, que de esto y de lo otro,
lo cual hacia pandear a mamá de regreso a
casa, pero no podía rechazarlos, decía,
“porque la gente, mi´jito, se ofende cuando
la desairas.”
A Mamá le pesó la fama y llegó el momento
en que rogaba a Dios para que el mes se
fuera raudo.
Y es que en medio de ese ensueño también
la tenía que hacer de recepcionista o de
secretaria particular, pues no habia
mañana que un viejo amigo del nuevo
alcalde o una vecina con una receta o una
muchacha con su hija tomada de la mano y
ésta con una boleta en la suya, llegaran
tempranito a casa de mamá buscando a mi
hermano.
Las primeras veces Mamá seguramente le
mostró hasta los soldaditos con los que
jugaba el ahora munícipe cuando era niño,
pero lo poco agrada y lo mucho nosequé,
así es que mamá a mitad del mes ya no fue
tan tolerante con todo el desfile de
conocidos, y con mucha sutileza le fue
necesario advertirles que el señor alcalde
despachaba, por si no lo sabían, en otro
lado.
El goce ya habia sido bastante. La gloria ya
no tenía tan buen sabor, y el infierno de la
fama le empezaba a cansar. Eso lo notó
sobre todo una mañana que atendía a uno
de los tantos peticionarios: sonó el teléfono
y con ese pretexto sin pensarla mucho lo
mandó a volar.
Del otro lado del auricular la mala noticia
le llegó de sopetón: mi tía Esther, la que
tanto tiempo teníamos sin ver, había
muerto la noche anterior. Mamá ya ni
recordaba la última vez que la vio, pero
sintió la obligación moral de ir al velorio.
Preguntó motivos del fallecimiento y esas
cosas y cuando dejaba caer unas cuantas
lágrimas, llegó mi hermano flanqueado por
dos tipos de cara dura que después se
sabría era la escolta que de rigor le asignan
a un funcionario de ese linaje.
Mamá les dio café y tortillas de harina con
queso y cuando mi hermano se hacia el
segundo taco, ella le dio la noticia. Alístese,
suavizó mi hermano, y mas tarde vengo por
usted, le prometió.
Una resolana se pasaba por aquellos
dompes y motores viejos y un suelo negro
con archipiélagos de aceite por donde iban
y venían al trote una bola de niños como un
ejército de duendes. Esa era la valla que
habrían de cruzar todos para llegar hasta
un rústico ataúd de color gris metálico que
contenía los restos de mi tía Esther.
Frente aquella escena se estacionó una
suburban color azul rey del Ayuntamiento,
de la cual bajó el señor Alcalde seguido de
mamá, quien iba impecablemente vestida.
Un traje sastre color perla, una medalla
grande al pecho y dos enormes coquetas, le
permitían lucir espectacular.
Los murmullos bajaron y subieron de tono.
Los dos entraron con sus caras
compungidas como exigía la ocasión, y
justo cuando pasaban el umbral de la sala,
mi tía Chayo, que hacía más de quince años
que no veía a mamá, aventó el rosario hacia
no sé dónde y se le abalanzó al cuello y
luego soltó el llanto desconsoladamente.
Con una habilidad de mago, presurosa sacó
tres sillas y en un parpadeo resumió la
enfermedad de mi tía Esther. Ya no volvió a
tocar el tema; ahora estaba sumergida en la
emoción que le causaba que junto a ella
estuviera Mamá y por supuesto su sobrino:
el Presidente Municipal, ambos
acompañándola en tan quejumbroso
momento.
Arrastró su silla a la de ellos y con un
ademán hacia nosequién ordenó café con
leche del clavel para los tres y mientras el
pedido llegaba, le tomó la mano a mamá
para no volvérsela a soltar hasta después
de cuatro horas, justo cuando ya iban a
levantar el cuerpo.
Mi hermano sopló y sorbió, sopló y sorbió
el café a tragos gordos porque el deber
llamaba y se fue de ahí, no sin antes
repartir innumerables saludos a quienes se
presentaron como primos, sobrinos,
ahijados, nietos, hermanas, hijos, cuñados,
comadres, concuños, compadres, íntimas
amigas, vecinas, yernos, nueras, algunas de
mi tía Chayo, otros tantos de mi tía Esther,
que para el caso ya daba lo mismo.
Mi tía Chayo, sin soltar a Mamá de la
mano, lo despidió de beso y le prometió
que no levantarían el cuerpo hasta que él
regresara, para que dijera unas palabras.
Mamá se la pasó saludando a todo aquel
que ya estaba ahí y a todo aquel que iba
llegando. Mi tía Chayo sacó las sillas y las
puso a la entrada de la casa. Ahí se sentó
con mamá, quien ya sentía su mano
entumecida por lo apretones que le daba
mí tía Chayo cada vez que se paraba de
golpe para presentarle a cualquier extraño.
La bola se fue haciendo grande alrededor
de mamá y de mi tía Chayo. La lona que
estaba en el patio para protegerse de la
resolana la trasladaron a la entrada, y los
concurrentes se amontonaron para
guarecerse del calor que a esas horas caia
húmedo y pegajoso.
Mamá sacó de su bolsa un abanico de
mano y se empezó a echar aire. Mi tía
Chayo se levantó en el acto, fue por el
abanico de pie que estaba junto al ataúd y
en un tris a mamá ya le resoplaba un aire
caliente en sus coquetas.
Mi tía Chayo volvió a su lugar y de nuevo le
tomó la mano a mamá para jugar con ella.
El batallón de niños no dejaba de jugar,
corría por entre la bola de señoras de negro
que se habían juntado en torno a mi tía
Chayo y mamá. Eso motivó que mi tía
Chayo les llamara la atención en repetidas
ocasiones. “¡No ven que le echan polvo a la
señora!”, los increparía con voz fuerte y
chillona.
Hasta mamá llegó un hombre sucio y
envejecido, con el pelo cano y cuerpo
pestilente. En su mano traía un bote de
cerveza y, por su mirada, era notorio que
no era la primera que tomaba. Masculló
unas palabras y otras más de las cuales sólo
se entendió “mamá”. “Es Javier, tu
hermano” aclaró mi tia Chayo, y mamá se
le quedó viendo como si viera al pasado, a
ese pasado hecho un rompecabezas al que
le faltaban miles de piezas por encontrar.
Los niños en tropel se volvieron a cruzar y
entonces mi tía Chayo pasó de las palabras
a los hechos. Se quitó un huarache y lo
lanzó a la bola, estrellándolo en un blanco
impersonal que los hizo replegarse por un
buen rato.
Mi tía Chayo se levantó de ahí y
acompañada de mamá fueron a la cocina.
Los recibieron unos apretujados
comensales y limpiándose las manos en la
ropa, volvieron a saludar a mamá y la
invitaron a sentarse. Eran las cuatro de la
tarde; en dos horas más levantarían el
cuerpo de mi tía Esther. Mamá, no
obstante, comió despreocupadamente. Con
puro café en la panza había justificadas
razones para no distraerse y disfrutar con
calma ese caldo rebosante, que mi tía
Chayo le acababa de servir.
Pero el resto de comensales no querían
desperdiciar la oportunidad de tener frente
a ellos a la mismísima madre del Alcalde.
Mamá sólo tenía ojos para ese plato, así es
que escuchaba una petición y nomás movía
la cabeza o pelaba los ojos como para dejar
constancia del asombro que le causaba
cada historia que iba escuchando.
Esa cocina, reducida y lúgubre, iniciada
con ladrillos y acabada con desechos de
cartón, acompañó a mamá cuando le
solicitaron un terrenito, unos botes de
pintura, cartón negro, árboles frutales,
anuencias para expendios, permisos para
construcción, prótesis, legalización de
predios, descuentos, andaderas para
ancianos y en eso estábamos cuando mamá
sintió una mano en la espalda y todos
callaron, menos Javier, que abrazó a mamá
y le quiso decir no sé qué cosa y se soltó
llorando y así pasaron las horas, hasta que
alguien anunció que habia llegado la
carroza.
Mi tía Chayo llegó hasta mamá y
tomándola de la mano se la besó y se soltó
llorando en sus brazos. Mamá le dio un
abrazo fuerte y la llevó hasta el féretro. Mi
tía Esther yacía con un bata color crema y
unos holanes que le circundaban el cuello.
Tenia la piel de cera y el cabello extendido
como si ella misma se acabara de peinar.
Su cara constreñida le hacía presentar una
papada que rozaba con los holanes de la
bata. Las manos unidas caían en su pecho y
aprisionaban el borde de un rosario que mi
tía Chayo le colocó cuidadosamente para
garantizar el eterno descanso.
Mi tía Chayo y mamá la miraron abrazadas,
mientras platicaban no sé qué cosa bien
quedito. Mi tía se limpió las lágrimas con
una servilleta y volteó con lentitud hacia el
reloj que en forma de girasol colgaba de la
pared. Dos jóvenes parcos, de camisa
blanca y pantalón oscuro, se pararon junto
a mi tía Chayo sin decir nada, y diciendo
mucho. Entendió su presencia, le subió el
volumen a su llanto y se recostó, babeando,
en el pecho de Mamá. Los demás parientes
se acercaron a consolarla y trataron de
retirarla del féretro; mamá hizo lo posible
por convencerla y le dijo que mi tía Esther
ya estaba descansando y todas esas cosas
comunes que se dicen al doliente. Calló un
poco, se sonó y le advirtió a mamá que mi
hermano no había llegado. Mamá quiso
apaciguarla, pero mi tía Chayo embistió
estridente otra vez con su llanto y se le
volvió a enrollar en su cuello con tal fuerza,
que las hizo trastabillar hasta donde
estaban dos mujeres cabizbajas orando una
apresurada letanía.
Mamá aprovechó la peripecia y se la fue
llevando hacia la puerta, seguramente con
la idea de endosársela al primer familiar
que se pusiera enfrente. Dos hombres de
regular tamaño, lentes oscuros y visible
agotamiento vinieron a su encuentro, y
mamá le cedió de inmediato a mi tía
Chayo, quien ya estaba a punto de
desfallecer.
Deteniendo a mi tía Chayo como un fardo,
los dos hombres sudorosos le comunicaron
a mamá lo inesperado: las tortillas de
harina con queso y las varias tazas de café
con leche habían causado efectos mayores,
y mi hermano no regresaría porque el dolor
estomacal nomás no cesaba.
Mi tía Chayo se enderezó tan pronto
escuchó la noticia, se limpió la nariz con el
antebrazo y dispuso: Pues tú vas a tener
que decir las palabras. Luego siguió
llorando.
En el interior, cuatro hombres rudos
estaban por levantar el ataúd. Tres mujeres
iban recogiendo las coronas y los ramos de
flores que estaban dispersas por toda la
sala. Javier miraba desde la puerta con un
mirar nebuloso, lejano, solitario.
Mamá, muy a fuerzas -diría después- tomó
las riendas del cortejo y pidió a los
presentes que formaran una valla. Mujeres
y niños se comenzaron a formar. Poco a
poco los hombres fueron sumándose a la
fila, mientras se quitaban el sombrero con
solemne lentitud.
Acá un llanto, allá un sollozo, ahí un
puchero, al fondo un silencio y un olor a
flores muertas.
Los cuatro hombres rudos empezaron a
sacar el féretro y atrás se fueron quedando
mucha soledad y mucho silencio. Mi tía
Esther ya no sintió más aquella resolana
que a esas horas todavía no se iba. Cuando
estaban por traspasar la valla, mamá les
pidió un alto con la mano al frente, y los
hombres detuvieron su marcha. Mamá
echó sus manos hacia atrás y enderezó el
cuerpo. Mi tía Chayo mandó callar a todos
con un chillido, para escuchar aquel
discurso:
“Señoras y señores: nos encontramos aquí
reunidos para despedir como se merece a
la hermana Esther…una mujer en toda la
extensión de la palabra, como esas que
tanto necesita el Estado y el País…Tal vez
no sea yo la más indicada para dedicarles
estas últimas palabras… Quizá esté yo
aquí de mera casualidad sin merecerlo;
este lugar, lo sé, debería estar ocupado
por mi hijo, pero ante la urgente
eventualidad que tuvo, no me queda mas
que el inmerecido privilegio de ocupar su
lugar en este trance tan amargo para
todos, y pedirle no un minuto de silencio,
sino todo un minuto de aplausos para ella,
la gran Esther, a quien no le podemos
decir adiós, sino hasta luego….”
Cuerpos sudorosos y al borde del desmayo
coronaron esas palabras con un estrepitoso
aplauso que se fue apagando poco a poco y
disparejamente, cuando cada quién supuso
que había transcurrido el minuto pedido
por Mamá.
Mi tía Chayo se le echó encima con un
expresivo abrazo y, ahí, en su cobijo, soltó
de nuevo el llanto como la mejor de las
plañideras
Los hombres rudos levantaron el ataúd y
cansinamente lo depositaron en la carroza,
al tiempo que el resto de los carros
encendía sus motores. Un trío de mujeres
retacaba de coronas a un pick up, mientras
varios niños seguían acarreando ramos de
flores desde la sala.
Acá de nuevo un llanto, allá un sollozo, ahí
un puchero, al fondo un silencio y un olor a
flores muertas.
Mi tía Chayo, gemebunda, tomó del brazo a
Mamá y se encaminaron hacia la carroza,
cuyo chofer, encubierto en gafas amplias y
negras, aceleraba bruscamente y la miraba
por el retrovisor con ojos destellantes…
La tarde ofrecía un color crepuscular. Era,
sin duda, el mes de claroscuros que estaba
por vencer.

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