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Pocos somos inmunes a la euforia que marca el momento. Mis amigos en la izquierda
me escriben diciendo sentir algo muy parecido a la “redención” o que “el país ha vuelto
a nosotros” o que “por fin tenemos a uno de los nuestros en la Casa Blanca”. Por
supuesto, al igual que ellos, me descubro inundada de incredulidad y entusiasmo a lo
largo del día, ya que saber que el régimen de George W. Bush se acabó es un gran
alivio. Y pensar en Obama, un candidato negro reflexivo y progresista, significa dar un
giro al terreno de la historia, y sentimos el cataclismo conforme su llegada abre una
nueva brecha.
Siempre ha habido buenas razones para no abrazar la “unidad nacional” como ideal y
para albergar sospechas ante la identificación absoluta y perfecta con cualquier líder
político. Después de todo, el fascismo dependió, en parte, de esa identificación total con
el líder y los republicanos participan del mismo tipo de campaña a fin de orquestar un
efecto político cuando, por ejemplo, Elizabeth Dole se dirige a su público con estas
palabras: “Los amo a todos y cada uno de ustedes”.
Pensar en la política de la identificación eufórica se torna más importante que nunca
ante la elección de Obama y considerando que el apoyo que obtuvo coincide con el
apoyo de causas conservadoras. De cierta manera, esto explica su éxito “universal”. En
California ganó con 60% de los votos y, sin embargo, una parte significativa de quienes
votaron por él también votaron en contra del matrimonio homosexual (52%). ¿Cómo
entender esta aparente disyunción? Primero, recordemos que Obama no ha apoyado
explícitamente el derecho al matrimonio entre personas homosexuales. Además, como
lo señaló Wendy Brown, los republicanos han advertido que el electorado no está tan
motivado por los temas “morales” como lo estuvo en procesos electorales recientes; las
razones detrás del apabullante voto a favor de Obama parecen ser fundamentalmente
económicas y la lógica que lo explica parece más estructurada en torno a la racionalidad
neoliberal que a las inquietudes religiosas.
Esta es sin duda una de las razones por las que fracasó la idea de asignar a Palin la
función de despertar a la mayoría del electorado con la discusión de cuestiones morales.
Pero si los temas “morales”, como el control de las armas, los derechos relacionados
con el aborto y los derechos de las personas homosexuales, no fueron tan determinantes
como en el pasado, quizás se deba a que se encuentran perfectamente instalados en otro
compartimiento de la mente política. En otras palabras, enfrentamos nuevas
configuraciones de las convicciones políticas que posibilitan mantener, al mismo
tiempo, visiones en apariencia divergentes: alguien puede, por ejemplo, discrepar de
Obama en ciertos temas, pero haberle dado su voto. Esto se hizo más notorio ante el
surgimiento del contraefecto Bradley,[i] cuando los votantes pudieron asumir y de
hecho asumieron de manera explícita su racismo, pero dijeron que de todas maneras
votarían por Obama. Entre las anécdotas de lo que se llegó a escuchar decir incluyen
frases como “Sé que Obama es musulmán y terrorista, pero igual votaré por él;
probablemente sea mejor para la economía”. Esos votantes lograron conservar su
racismo y votar por Obama, y albergar convicciones contrapuestas sin tener que
resolverlas.
A la par de las fuertes motivaciones económicas se han conjugado otros factores menos
discernibles desde lo empírico en los resultados de las elecciones. No podemos
subestimar la fuerza de la desidentificación en este proceso electoral, la sensación de
repugnancia porque George W. ha “representado” a Usamérica ante el resto del mundo,
la vergüenza por nuestras prácticas de tortura y detención ilegal, el asco de haber hecho
la guerra con base en argumentos falsos y haber propagado el racismo en contra del
Islam, la inquietud y el horror ante el hecho de que la desregulación económica llevada
al extremo haya provocado una crisis económica mundial.¿Obama surgió finalmente
como un mejor representante de la nación a pesar de su raza o debido a su raza? En esa
función de representación es, al mismo tiempo, negro y no negro (hay quienes dicen que
“no es lo suficientemente negro” y quienes dicen “es demasiado negro”); en
consecuencia, puede atraer a votantes que no solo carecen de una vía para resolver su
ambivalencia ante el tema, sino que ni siquiera desean tenerla. No obstante, la figura
pública que permite al pueblo conservar y maquillar su ambivalencia aparece como una
figura de la “unidad”: no cabe duda de que cumple una función ideológica. Estos
momentos son intensamente imaginarios, cosa que no les resta fuerza política.
La indiscutible relevancia de la elección de Barack Obama está del todo relacionada con
la superación de los límites implícitamente impuestos a los logros de la población negra
en USAmérica; ha inspirado, inspirará y emocionará a la juventud negra; al mismo
tiempo, precipitará un cambio en la autodefinición del país. Si la elección de Obama es
un indicio de la voluntad de la mayoría de los votantes de que este hombre “los
represente”, entonces se entiende que el “nosotros” se constituye de nuevo: somos una
nación de muchas razas, interracial, y Obama nos ofrece la oportunidad de reconocer
quiénes somos y qué seremos, y así parecería superarse aquella cierta escisión entre la
función de representación de la presidencia y la función del pueblo representado.
Seguro que se trata de un momento de euforia, pero ¿puede durar? ¿Debería?
¿Qué consecuencias tendrá esta expectativa casi mesiánica conferida a Obama? El éxito
de esta presidencia requiere de cierta decepción y de la capacidad de superar esa
decepción: el hombre se volverá humano, se mostrará menos poderoso de lo que
quisiéramos y la política dejará de ser una celebración carente de ambivalencias y
cautela; de hecho, la política demostrará ser menos una experiencia mesiánica y más
una vertiente para el debate sólido, la crítica pública y el necesario antagonismo.
Hace falta salir un poquito de la ilusión para poder recordar que la política no tiene
tanto que ver con la persona y la imposible y hermosa promesa que representa como con
los cambios concretos en el ejercicio político que, con el tiempo y no sin dificultades,
habrán de construir las condiciones favorables a una mayor justicia.[i] En la cultura
política usamericana se denomina efecto Bradley al fenómeno según el cual los
candidatos pertenecientes a una minoría racial suelen tener mejores resultados en las
encuestas que en las urnas. N. de la T.