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Pompas

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ficción

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Los pequeños enterradores
por Creativo J

Los miro a través de la ventana. Son humildes y cuidadosos. Los pequeños


enterradores me siguen cada día, van recogiendo todo lo que nace de mí pero muere fuera
de mí, y por la noche hacen sus enterramientos. Entierran las frases que mueren sin surtir
efecto en las personas a las que iban dirigidas. Entierran las acciones que mueren intentando
sacarme de mi indefensión y confusión. Ahí fuera, en el jardín, a la vista de todos, tienen
todo un mausoleo atestado de proyectos garabateados cuando mis horas bullían ingenua
brillantez. Parece que eso fue hace siglos, como si entonces reinaran los cartagineses o
algo así. No maldicen su trabajo, ni tampoco se congratulan de mis miserias o se jactan de
sermonearme sobre ellas. Ellos entierran, y yo tengo cosas que enterrar.

Ahora llueve, es de noche, y las luces de la calle se reflejan en sus palas y en sus
ropas, mojadas y brillantes. Están ahí, a oscuras, velando por los difuntos que acaban de
enterrar. No se si recitan alguna oración o algo así, desde aquí no puedo oírlos, y nunca he
sentido la necesitad de salir a estar con ellos. Es como si hicieran un trabajo que sé que es
necesario, pero del que no quiero tomar parte, a pesar de que no puedo negar que sea el
causante del mismo.

Esta noche veo a tres de ellos. He llegado a ver hasta siete de ellos, salpicándose de
tierra de tanto cavar al mismo tiempo. Van cargados de sábanas viejas, las hacen jirones,
con ellos envuelven lo que vayan a enterrar. Al final esos cadáveres parecen bolas de
papel, como cuando apuntas algo pero lo haces una bola y lo tiras porque te das cuenta que
no vale para nada. Así es mi vida, un continuo imaginar y desechar, casi como un proceso
lógico, imagino para desechar, por el mero hecho de sentir que he imaginado, no porque
de ningún modo vaya a ejecutar lo imaginado. Es como fabricar cosas sólo para tirarlas
a la basura, sólo para dejárselas a los enterradores. Son enterradores pequeños, mi vida
no es muy importante. Encajo en el perfil de “clase media”, en el que eres influido por un

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número de personas inversamente proporcional al que tú influyes.

Mientras los miro bajo la lluvia, esta noche no puedo dejar de pensar en ellos.
¿Llevarán una lista de todo lo mío que han enterrado? ¿Sabrán cuántas veces han enterrado
la misma cosa, la misma idea, el mismo intento de algo? Eso les podría dar una idea de
mis mayores fallos, de las lagunas de mi vida que necesitan de puentes más fuertes para
ser sorteadas. A veces creo que me conocen mejor que yo mismo. Quizá por eso aún me
sigan. ¿Estarán sorprendidos de que aún no haya sido derrotado definitivamente?

Me miran. No me dan miedo, no me miran de ese modo. No son inquietantes,


veo en sus miradas que me conocen, que me comprenden, que siguen mi vida y ven lo
inevitable de mis pasos. Parece que me miran como a un libro abierto, como si ellos
estuvieran reflexionando sobre lo que acaban de enterrar, sacando por mí las conclusiones
que yo mismo no soy capaz de hacer.

Estoy a oscuras, sentado frente a la ventana, sosteniendo mi taza de sopa caliente,


mirándolos bajo la lluvia. Bebo la sopa en taza en lugar de en plato, tardo menos en lavar
la taza. La sostengo con ambas manos, como si tuviera frío, pero no es así. Aquí se está
bien. Aún no estoy bajo tierra, aún no estoy envuelto en una de esas sabanas viejas y
con tres palmos de tierra por encima. No es mucho, pero esta noche es suficiente: la taza
caliente en mis manos, la oscuridad que dibuja formas sinuosas en mis dilatados ojos, el
tacto cálido y mullido de mis chanclas de ciudadano medio, corrientes y funcionales, nada
más. Como yo mismo.

A veces creo que una noche, llamarán a mi puerta. Yo les abriré, claro, soy
estúpidamente manso. Imagino que me mirarán con sus ojos medio cerrados y dirán algo
como “Esta noche has sido tu mayor error. Venimos a por ti”, o algo así, o al menos es
lo que quiero imaginarme, que dirán algo así de críptico e inquietante. Pero en el fondo
sé que no será así, no puede serlo. Si esa noche llega algún día, ellos entrarán en casa
sin necesidad de llamar a la puerta, y yo les seguiré sin que me dirijan la palabra. Unos
forcejeos quizá, lo justo para doblegar el innato instinto de supervivencia, y eso será todo.
Es estúpido, pero ante esa imagen lo primero que se me ocurre es que, llegado ese punto,
se quedarán sin trabajo. ¿No es irónico? Es como si un ahorcado se preocupara de dañar la
soga con la que va a ser ajusticiado.

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El mundo está lleno de contrastes, hay gente que no se fija en las cosas, y también
hay gente que “sólo” ve esas cosas que nadie ve. Lo que ocurre es que terminan por
pensar que sólo existen esas pequeñas cosas. Y consienten en dejarse empequeñecer, con
tal de seguir viendo esas pequeñas cosas de cerca, a su misma altura. Y se convierten en
una de esas pequeñas y preciosas cosas a las que nadie presta atención. Y a esa escala, el
mundo es tan complejo y abrumador que te tomas una vida entera para intentar entenderlo,
cuando los demás se ponen a vivirlo. Es la diferencia entre pintar con esmero una manzana
o devorarla sin saborearla. Ninguna de las dos posturas en la mejor, uno aprecia más la
manzana, pero el otro aunque no disfruta de sus sabor, sobrevive porque se la come, no
vive de la añoranza de la manzana, ya se la ha comido, no añora nada, ya está pensando
en otra cosa.

No me siento coaccionado por los pequeños enterradores, incluso hay días que no
tengo trabajo para ellos. Son como una parte de mí, pensar en ellos sería como si pensara
en mi mano en plan “¿qué es lo siguiente que voy a coger con esta mano, ese papel, ese
zapato, abriré ese armario?”. No funciona de esa manera, es algo más natural, con una
complicidad que no busca aprobación ni aprecio. Ellos no aprecian lo que hago, y yo no
haría lo que ellos hacen.

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