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Rafael Peñaloza N.
Había sido un día extenuante. Estaba hambriento y necesitaba una cerveza, así que
decidí detenerme en un pequeño puesto callejero que ofrecía tacos de suadero y una
variedad de bebidas. Tras ordenar la comida – cuatro tacos, charoleados y con mucha
salsa, – me dediqué a husmear en la lista de cervezas. El último elemento llamó mi
atención: cerveza vieja. Su precio inferior a la mitad de cualquier otro.
Me explicaron que se trataba de cerveza caduca, lo que los obligaba a rematarla a
precio ridículo. Una vez que me aseguraron que aún era bebible, y principalmente por lo
barata que era, decidí probar una. Sacaron una Sol, con corcholata abre-fácil (por medio
de un sencillo giro) que destaparon frente a mí.
Noté que el añejamiento había provocado que la bebida perdiera un poco de color,
además de producir mucha menos espuma. El sabor también me resultó extraño, aunque
no del todo discorde con el suadero empapado en chile.
Comí y bebí con gusto, complementando mi orden inicial con otros tres tacos, con
mucha salsa, y una cerveza vieja. Cuando hube terminado todo esto, estaba listo para
irme a casa a lidiar con todos mis problemas. Pensando en el largo camino que me
esperaba, decidí pedir una última cerveza vieja que me ayudaría a combatir el frío de la
ciudad nocturna.
Me dijeron que tenían que ir por más a la bodega, porque se habían terminado las que
tenían ahí con ellos. Vi a uno de ellos meterse en un obscuro callejón cercano y esperé.
No sé cuánto tiempo pasó, pero no tuve paciencia para quedarme más tiempo por una
mísera cerveza de medio precio, por lo que me alejé en dirección a casa. Mientras
caminaba, pasé frente al callejón que llevaba a la bodega. Como un reflejo, volteé a ver
si encontraba al hombre que había ido por mi cerveza.
Y ahí estaba. Con el pantalón abajo. Un embudo lo ayudaba a rellenar la botella sin
desperdiciar su chorro amarillo.