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DIPLOMADO EN ARTES

UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE ZACATECAS

El laberinto de la estética
y la estética del laberinto
Apreciación del arte y reflexiones en torno a la experiencia estética

Javier Acosta
*
Arte: creación y apreciación estética

¿Qué cosa es el arte? hay una manera sencilla de contestar a esta pregunta,
diciendo que cuando hablamos de arte nos referimos a unos objetos clasifica-
dos dentro de las bellas artes. Pintura, música, literatura, arquitectura, escultu-
ra, teatro —y desde hace cien años, el cine; y desde hace unos pocos, otro tipo
de artes como las instalaciones, el performance, el arte de transformar el pro-
pio cuerpo, etc.; entre más nos aproximamos a nuestros días menos más raro,
más complicada, más inestable parece el terreno.
Más allá de las clasificaciones, más allá de las definiciones sobre el arte, más
allá de la trampa que nos hace reducir el arte a tal o cual objeto, podríamos
enfocar nuestra atención a la experiencia del arte; es decir a lo que pasa en
nosotros —en nuestra mente, en nuestra sensibilidad— cuando sostenemos
una relación artística con un objeto o evento, y aún más, cuando establecemos
una relación «artística» con objetos que no pertenecen oficialmente al mundo
del arte, es decir, con objetos que no son ni cuadros, ni edificios, ni pinturas, ni
poemas, ni esculturas, ni obras de teatro, ni películas, ni siquiera objetos raros
que son colocados por los artistas en las calles, ni siquiera esas obras inclasifi-
cables que ejecutan los artistas modernos.
Lo que nos pasa con las obras de arte frecuentemente es una variedad de
una experiencia más general, denominada estética. Esa experiencia, la estética, se
refiere en primer lugar a las percepciones de los sentidos, es decir a las imáge-
nes. En segundo lugar, se asocia a esa experiencia del «agrado». Se entiende
también que esa percepción no se dirige hacia un interés particular —estas
imágenes nos perturban de tal manera que encontramos un agrado no condi-
cionado por el provecho que podemos obtener de la «cosa» o «evento» que nos
impresiona. Digamos que la experiencia del agrado estético no está determinada
por un momento posterior, por una ganancia o un objetivo que se logre a
través de esa experiencia.
La experiencia estética es un lapso especial, provocado por un objeto, o por
una situación, que tiene el poder para suspender nuestra relación habitual con el
mundo. Esta relación, la habitual, se refiere a la forma repetitiva, tediosa,

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cómoda o áspera en que consiste el día a día de nuestra existencia. Ese día a
día ejerce sobre nosotros un potente influjo —que podríamos entender como
«anestético», hacia donde se inclina la experiencia cotidiana: el influjo de la
repetición se traduce en anestesia, en sedante. La percepción del dolor, del dis-
placer, se logra así mitigar; pero gracias al mismo proceso también se atenúa el
placer y el goce. «La experiencia estética se presenta (...) por el contrario, como
una refuncionalización placentera de la experiencia cotidiana, que se abstrae de
la totalidad de la estructura fundamental, o sea, sujeto, objeto y los modos de
experiencia de su carácter práctico–vital de la realidad.»1 Esta experiencia es al
mismo tiempo inusual y familiar, pues nos retrotrae a una forma de relación
con el mundo que podemos encontrar en nuestra historia personal, por ejem-
plo, en ese momento en que radica nuestra relación inicial con el mundo: la
infancia, ese ómphalos, ese ombligo de nuestra existencia; también podríamos
decir que hay otro tipo de experiencias imprácticas, digamos, que se cumplen
en sí mismas, como ciertas formas del juego y de la relación amorosa ―aunque
no sabemos que tan sujeto esté el placer a ciertos momentos posteriores.

***

La experiencia estética consiste en una percepción extrañamente familiar del


mundo: es una experiencia rehabilitada. Volvamos a la percepción: lo estético
es aesthesis, lo que recibimos por los sentidos. Pero la estética no está referida a
la sencilla percepción del mundo, se refiere a un conjunto de eventos que son
desatados por la percepción y a una actitud cuando menos infrecuente; a un
estado contemplativo que difiere del sentido práctico, del moral y del religioso:
la contemplación estética «se basa en una determinada actitud, que permite que
los objetos sean explicados mediante el recurso a una armonía preconsciente
entre los tipos de percepción y la forma de los objetos».2
Los perceptos de los sentidos debemos ahora entenderlos como imágenes,
es decir, como impresiones del mundo —interior o exterior— en nuestro apa-
rato psíquico. No sólo percibimos el mundo mediante los cinco sentidos, sino
que además intervienen en nuestra percepción elementos trascendentes, como

1 Henckmann, Wolfhart, y Lotter, Konrad, Diccionario de estética. Madrid: Crítica, p. 1998, p.

94.
2 Ídem, p. 86.

3
señala Kant, esos elementos son el tiempo y el espacio (en los que tenemos
toda la experiencia de los objetos); además tenemos que lo percibido por nues-
tros sentidos es contrastado con nuestra voluntad, de la que se produce un
«placer» físico, afectivo e incluso intelectual.
La experiencia estética supone una armonía entre un objeto y un sujeto;
esta armonía no tiene porque valer para todos los sujetos, ni para todos los
objetos, ni tiene porque valer en todo tiempo y lugar. Sin embargo, esta ar-
monía plantea una ruptura del tejido normal del tiempo y el espacio tanto para
el sujeto como para el objeto. Se trata de un choque, de una iluminación, por
la que se encuentran dos partes que embonan, que resuenan más allá de sus
determinaciones empíricas. La experiencia estética «se basa en la cooperación
de la percepción sensible, el sentimiento, la voluntad y el pensamiento, sobre la
base de una disponibilidad elevada frente a la realidad y un placer que es a la
vez requisito y resultado del intercambio libre entre sujeto y objeto, hasta que
la energía “lúdica” liberada por la refuncionalización ha sido consumida».3
La imagen nos predispone a producir imágenes. La imagen es la impresión
que dejan en nuestra percepción los sentidos; la imaginación es una actividad
creadora que va más allá de la percepción del mundo externo4 y se dirige tam-
bién a la percepción de un mundo interno. En la experiencia estética tenemos
la experiencia de un componente seductor, que llama a la armonía a aquellos
elementos que se encuentran dispersos y aún (aparentemente) en conflicto en
nuestra interioridad —la imaginación y el pensamiento, por ejemplo, nuestro
placer y nuestro displacer, incluso. También supone esta relación un lapso de
renuncia al dominio, a la imposición de nuestros deseos sobre el mundo,
cuando menos, aparece una renuncia a dominar la materia con un fin práctico.
En el arte se deja de dominar al mundo para escucharlo, oírlo, palparlo,
bailarlo. armoniza, por ejemplo, la naturaleza y sus fuerzas con la fragilidad
humana. Se trata de una rara armonía en la que encontramos que el mundo
resuena en nosotros y nosotros en el mundo. Oscura armonía que se refiere
también en que nuestra razón, nuestro sentido práctico de la existencia no se
había aún agigantado, no había tomado el poder de nuestra intimidad. Esa
edad del juego que coincide con la experiencia de la eternidad, la infancia. El
momento en que recibimos las primeras impresiones —imágenes— del mun-

3Idem, p. 94.
4La distinción es analizada por Guillo Dorfes, en El devenir de las artes. México: FCE, 1967, p.
20.

4
do en nuestra piel y en nuestro espíritu, ese tiempo en que todo aparecía con el
grandioso poder de su novedad. Ese tiempo que quizá es rehabilitado en el
arte.

Los antiguos, Platón, por ejemplo, nos dicen que la belleza es aquello que «re-
clama reconocimiento» en la experiencia estética hay entonces un reclamo —
que en este caso no es un reproche, sino que es una llamada, un grito, un cla-
mor. Ese grito nos despierta dos veces, en primer lugar a la sensibilidad; en se-
gundo lugar, dentro de la sensibilidad, nos despierta a la percepción de un
contenido íntimo: algo que resuena desde el exterior en nuestro interior. El
reclamo es doble, viene de dentro y de fuera.
Por estética podemos entender la experiencia de ese reclamo pero también
sus preliminares, es decir, la pura experiencia sensible: la percepción de un
mundo que no juzgamos por lo que podemos obtener de él, sino por su ser
nada más el mundo, así como es: puesto que cuando suspendemos el prove-
cho que podemos obtener del mundo se abre en nosotros la oportunidad de
contemplarlo, de atestiguarlo, no por medio de los conceptos —que van tras la
verdad de la obra. En la experiencia estética se suspende nuestro entendimien-
to inteligente del mundo, pero se despierta nuestro entendimiento sensorial:
no queremos extraer el contenido de una obra, no exigimos conocer el sentido
de un objeto, ni siquiera podemos decir que somos llamados a interpretarlo.
Ese tipo de experiencia la podemos encontrar en ciertas etapas de la infancia,
antes de que se imponga la palabra y su tenaz «¿por qué?».
Por artística pudiéramos entender, como habíamos dicho, una variedad de la
experiencia estética, dirigida ahora a la contemplación o la creación a los obje-
tos producidos por el hombre. El arte propone objetos, eventos, que permitan
una relación diversa a la funcional, a la conceptual (aunque es cierto que en el
siglo XX apareció un arte llamado así, conceptual), a la interesada: proponer es
querer persuadir —el arte nos persuade, pero al mismo tiempo nos llama a ser
persuadidos. Los griegos decían que el arte posee un poder de encantamiento:
peithó (persuasión).5

5 Vid. Azara, Pedro, La imagen y el olvido. El arte como engaño en la filosofía de Platón. Madrid:
Siruela, 1995; p. 218

5
En cierto modo, podríamos decir que la experiencia de la belleza no reviste
ningún interés. Es en ese sentido que es interesante. La belleza nos interesa
porque no tiene ningún interés, cuando menos no un interés práctico. Nos
desinteresa. Podría decirse así que es una invitación a gastar sin recibir a cambio
otra cosa que no sea la obra de arte. La experiencia estética surge en medio de
muchas otras experiencias, digamos que emerge dentro del magma del mundo,
ese cúmulo de impresiones.

*
* *

Frente a la impresión estética tenemos también algo así como la pulsión estéti-
ca. Quiero decir que hay un deseo de crear objetos que salgan de lo cotidiano,
y que perturben el decurso normal del tiempo y la estructura o disposición
general del espacio. Hay un ímpetu que nos lleva a intentar la producción de
objetos que propicien la experiencia estética. Este tipo de hacer humano ha
tenido unos compartimientos que ahora se encuentran más o menos estabili-
zados que hemos conocido como bellas artes. El término nos puede parecer ya
algo redundante y pensamos que las artes son artes bellas por definición. O tal
vez el término belleza nos puede parecer quizá un poco anticuado y cursi, en-
tonces optamos por llamar arte. Digamos que el arte puede designar este tipo
de acciones creativas, que pueden inclinar a algunos hombres—o todos los
hombres, eso no lo sabemos con certeza—a desarrollar un tipo de actividades
sin utilidad práctica, sin provecho. Actividades que tienen a veces un cierto
porque sí. Considerando lo que un antiguo ha dicho, refiriéndose al arte: mien-
tras que la naturaleza produce objetos necesarios, aquellos que no pueden no
existir; por el arte se producen objetos que pudieron no existir.
Y sin embargo el valor que damos a ese tipo de objetos o de experiencias,
salidas del ámbito de lo accesoria, frecuentemente son considerados de gran
valor dignos de ser admirados por todos los hombres, dignos de ser preserva-
dos. ¿Por qué?

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El espacio del arte

Lo primero es que estamos en el espacio. Lo primero es que tenemos un cuer-


po, una masa, una extensión. Lo primero es que percibimos el mundo gracias a
una distancia. Que separamos el espacio entre interior y exterior. Que senti-
mos que hay un espacio extenso y otro intenso, el mundo de los cuerpos y el
mundo espiritual que nos habita. Una vez que hemos dicho esto nos damos
cuenta de que no sabemos que cosa es el espacio. Los griegos llamaban jóra al
espacio. Y lo que se puede decir de él parece sólo negativo. No tiene figura, no
tiene límite «es lo que propiamente no es, sino que solamente es llenado». (Ti-
meo) Gracias al espacio puede concebirse el movimiento, o al revés.
Nos dice Ferrater Mora que para los antiguos griegos, el espacio no era una
categoría sin cualidades, estaba determinado por el operador vacío/lleno. Tò
pléon (lo lleno) y tò kenòn (lo vacío). El espacio es un ámbito gracias a esta oposi-
ción primaria, como existe la oposición primigenia entre Urano y Gea, encuen-
tro de constante y frustrada fecundación que no permite que el mundo deven-
ga un hábitat. Un mundo sin distancia, cópula incesante, por la que todo lo
generado debe permanecer en el útero de la tierra, es decir, en el tiempo del
mito toda la materia permanece replegada en el prólogo de la generación, se
trata de la contención, ya divina, de la teogonia, de la producción de los dioses.
Imposibilidad que se produce por la cercanía absoluta entre el cielo y la tierra.
Se trata de un espacio —el que hay entre el Cielo y la Tierra— donde no hay
lugar para la materia: un espacio que no es un lugar. La oposición de lo lleno y lo
vacío es «paralela —nos dice Ferrater— a la oposición que existe entre la mate-
ria y el espacio»6. La cópula entre el cielo y la tierra nos remite a un momento

6 Ferrater, Diccionario de filosofía. Barcelona: Ariel, 1999; p. 1079.

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en el que sólo hay una materia primaria y un movimiento exclusivo, el sexual.
De acuerdo con la definición clásica de Aristóteles: el tiempo es la medida del mo-
vimiento según el antes y el después; si extrapolamos esta definición, el espacio podr-
ía ser la medida del movimiento según el lejos y el cerca. Si nos resulta incom-
prensible imaginarnos un tiempo sin movimiento, el espacio sin materia nos
parece más bien un no–espacio. El espacio que en su ceguera erótica produce
Urano es anulada constantemente por el ritmo de la cópula. El hueco de la
tierra no se colma así, porque el momento de la fecundación no deja espacio a
lo fecundado. No habrá espacio hasta que uno de los dioses nonatos —
Cronos: quizá el tiempo— desmembre los genitales de su padre. Al retirarse de
la tierra, Urano denuncia la violenta producción del espacio: el nacimiento de
la distancia: Citando a J. P Vernant ―El universo, los dioses, los hombres―. Desde
ahora tú y tus hermanos se llamarán «titanes», porque han puesto la distancia
entre el cielo y la tierra. ¿Por qué existe un espacio que puede ser un hábitat?,
por una separación de elementos que eran a la vez el continente y lo conteni-
do.

Se hablaba en la antigüedad medieval de tres especies del espacio:

El locus: el tópos (lugar) definido por santo Tomás como límite inmóvil de las
cosas.
El situs: la disposición de las partes del cuerpo en «su» lugar.
El espatium: es la distancia entre dos puntos, el intervalo, el vacío.

El espacio es para Kant una forma de la intuición sensible, un a priori de la


sensibilidad. No es una cosa, sino el medio en el que se perciben las cosas. No
es una experiencia, sino la condición para que se dé la experiencia.
El espacio es un orden, una orden, una estructura. El espacio es un desierto
o un lugar. En el desierto nadie puede estar. En el lugar se puede transitar o
habitar —piensa en los lugares que habitas, piensa espacialmente, piensa
mecánicamente, piensa simbólicamente. Objetos, distancias y estructuras pue-
blan el espacio, pero también jerarquías y morales. Lo moral viene del espacio:
lo moral es la morada: el lugar al que uno regresa. Piensa en el espacio de los
museos.
Piensa en los lugares para contemplar: el teatro es un «lugar para ver», don-
de el ver encuentra lugar, un lugar en el que puedes recobrar la visión, un es-

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pacio en el que las cosas se vuelven visibles. El templo es un ejemplo que se ha
usado para explicar la relación del espacio con el arte. El tempo abre un claro
en el bosque, no elimina el bosque, pero emplaza un lugar para contemplar. El
hombre funda territorios: espacios regidos, delimitados, por los que el hombre
se puede mover: eso es un mundo. El espacio entendido como mundo es un
espacio con direcciones, un lugar por el que te puedes mover: estos mundos
señalan un espacio para el culto de la ciudad, separada del bosque, separada del
desierto, separada de la intemperie. El arte funda espacios, pero no son espa-
cios simplemente civiles, simplemente útiles.
¿Qué piensas que hace el artista? ¿Modifica o instaura o deja intacto el es-
pacio y el tiempo?

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