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De una isla a otra isla, además del Canal de la Mona, hay cientos de miles de
historias por contar, no importa que en castellano la "H" sea muda; los tiburones,
no. Ese Caribe, lleno de contrastes y contradicciones, con sus migraciones, sus
trapiches, sus negros, sus mulatos y su muy particular manera de hacer vibrar a
todo tren los cueros, se cruza y se entrecruza en muchos puntos donde lo real, lo
soñado o lo real deseado pierden sus verdaderos nombres. Miguel Ángel Fornerín
no ha tenido que ir muy lejos para hurgar y desentrañar, como él dice, en la
República de las letras de dominicanos y puertorriqueños, en las historias de los
narradores tal vez todo lo que no quieren o no pueden decir los cronistas de la
Historia, la oficial y la otra.
—La historia y la ficción son dos discursos lingüísticos (es decir que sólo se dan
en lo que llamaba Gadamer la linguisticidad) . Lo que ocurre es que la Historia
como práctica de los historiadores tiene una especificidad distinta a la de los
creadores literarios. Y esas estrategias discursivas son las que he revelado en este
libro, pienso en el ensayo dedicado al libro de Luis López Nieves La verdadera
muerte de Ponce de León (2000). Si distinguimos, entonces, la relación
especifica de cada género, podemos pensar la ficción como mímesis creativa y la
Historia como mímesis del pasado, que busca ser un discurso verdadero y
legitimado por el documento. Lo que planteo, siguiendo a Ricoeur, es que los
relatos se encuentran y buscan la especificidad de ese encuentro en cada texto. Lo
que nos aleja de postular la ficción como mentira y la Historia como verdad.
—Con esta obra trato de hacer un estudio narratológico, que no está limitado a
géneros específicos, sino a aquellos donde se relata una historia (story), pero
podría trabajar con la Historia (history). Me interesó la relación de la Historia
con la crónica; el cuento y la novela predominan en esta relación. En cuanto a la
relación historia-crónica nos interesa la forma en que nos aproximamos al
pasado. Un discurso pretende ser objetivo, como el de la Historia y otro pretende
ser mixto entre lo literario y la ficción. Uno busca la historia en el pasado y otro la
trabaja desde el presente. En la Historia, el historiador que realiza la
configuración busca desaparecer a favor de la objetividad, pero en la crónica, es el
protagonista, el punto de donde se focaliza. Me parece interesante el intento de
estudiar la crónica con la fotografía, lo que ocurre en el capítulo dedicado a
Puertorriqueños: Álbum de la sagrada familia… de Edgardo Rodríguez
Juliá. También trabajo la crónica en los cuentos de Ana Lydia Vega, el choteo y la
caribeñidad en su obra. Como la emigración y la familia en Paraje de tránsito
de López Ramírez y en Las horas del sur de García Ramis.
—Sobre lo primero te diré que vivo en Puerto Rico, pero mi escritura tiene como
objetivo el estudio de la literatura de ambos países. La diferencia es que mis
vivencias, mis prácticas cotidianas se encuentran de este lado. Pero vivo en la
república dominicana de las letras. En el pensar lo dominicano, como lo hago con
lo puertorriqueño. Soy profesor de literatura dominicana y puertorriqueña en el
Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe y todo eso me permite
pensar la patria lejana y vivir en esta otra patria, donde algunos me niegan
ciudadanía y muchos me aprecian. Aprecian lo que hago. En medio de todo esto,
está la maldición de la nación, cuando fue definida desde una perspectiva
territorial y lingüística. Estoy consciente de que la verdadera patria de un escritor
es la lengua en la que vive, habita, escribe y sueña con un porvenir mejor para sus
semejantes.
El libro El cuento dominicano y la generación del setenta (2009) es un
proyecto de estudio sobre la narrativa breve en Santo Domingo. Creí necesario
poner en blanco y negro esa práctica de la escritura, al no encontrar en la
bibliografía dominicana un estudio que planteara el desarrollo del cuento
dominicano; quehacer que había dado figuras de la talla de un Juan Bosch, quien
plantea la modernidad del cuento en Camino real (1933), a un Fabio Fiallo,
principal figura del cuento Modernista
Cuentos frágiles (1908) y a Virginia
Elena Ortea, Risas y lágrimas (1903).
Era un imperativo hacerme una idea de ese
desarrollo y de las tendencias del cuento
dominicano en el siglo XX. Por eso realicé
esta investigación. No está terminada, pero
le da una ojeada general al problema. Sin
embargo, trabajo de forma más detenida el
grupo de escritores del ochenta, en el que
se destaca la cuentística de René Rodríguez
Soriano
—Cuando estudiamos textos de autores que aún escriben, es muy difícil realizar
afirmaciones definitivas. Así que veo este libro como el estudio de una literatura
en movimiento. Y específicamente a la generación del ochenta como un grupo
que va decantándose más allá de sus pretensiones juveniles. Son las obras las que
hacen al escritor. No los alardes narcisistas o los discursos de de su época. Del
Ochenta conocemos a mucha gente que ha escrito libros de cuentos, pero pocos
se han dedicado con tesón a ese género y han logrado una individualidad
creativa, como René Rodríguez Soriano. Se dice que una paloma no hace verano.
Pero los cambios más significativos en el narrar, las distintas estrategias
narrativas que se usan, el lenguaje como creación poética y la forja de un
microcosmos particular está en su obra. Hablo de muchos otros autores, como
Ramón Tejada Holguín, Ángela Hernández, Manuel García Cartagena, entre
otros. Pero viendo el asunto desde la presencia de un corpus que nos permita
estudiar una literatura sólida, no creo que se pueda ir más allá. Pasa lo mismo
con la generación anterior: Peix, José Alcántara Almánzar y Armando Almánzar
Rodríguez, son los que más se han dedicado al relato breve. Los demás pueden
haber escrito obras admirables como Diógenes Valdez, Manuel Rueda, Efraím
Castillo, Roberto Marcallé Abreú… Hay muchos narradores que escriben cuentos,
ahora bien, lo importante es encontrar a un narrador que haya trabajado con
dedicación este género y plantee una ruptura. Veo en los del setenta una
transición, una ruptura con el cuento de Bosch, una influencia del Boom en
Virgilio Díaz Grullón, René del Risco, Miguel Alfonseca, Marcio Veloz, Pedro Peix
y Alcántara Almánzar. Pero hay mucho que estudiar, entre ruptura y tradición en
esta época. La ruptura la veo más clara en René Rodríguez Soriano, en los
ochenta.
—Interesante pregunta, tal y como se plantea, el asunto nos lleva a decir que
siempre la literatura dominicano ha tenido exponentes en ultramar. Empezando
por los del Monte, (Francisco Muñoz del Monte y Félix María), que vivieron en
Cuba y Puerto Rico; José Ramón López, que vivió en Caracas y Mayagüez;
Francisco Carlos y Virgina Elena Ortea, quienes también vivieron en Mayagüez;
Jesusa y Manuel de Jesús Galván, quienes vivieron en San Juan de Puerto Rico y
Nueva York; Juan Bosch, que publicó cuentos en Cuba y Chile, y ensayos en
Venezuela y Puerto Rico. A lo que debo agregar el trabajo de Pedro Henríquez
Ureña en México, Fernández Spencer en España y Manuel del Cabral en
Argentina…en fin, siempre hemos tenido una literatura dominicana en ultramar.
Pero sé que de lo que me preguntas es de la llamada diáspora de la literatura
dominicana. Estos no son escritores exiliados, que por razones políticas viven en
el extranjero. Son personas que han nacido o que han emigrado muy
temprano en su vida a Estados Unidos y otros países.
—No creo que la crítica literaria dominicana se haya interesado por esta materia.
Al menos, Giovanni Di Pietro que ha escrito un libro sobre Julia Álvarez (La
dominicanidad de Julia Álvarez, 2002) y varios ensayos sobre Junot Díaz, a
los cuales remito al lector interesado. Pero ni Diógenes Céspedes, Bruno Rosario
Candelier, Manuel Matos Moquete, Manuel Núñez ni Odalís G. Pérez. Han
tratado este tema. Me faltaría hablar de Franklin Gutiérrez y Daysi Cocco De
Filippis, que son los críticos que viven en Nueva York. Luego tenemos discursos
de gente que reseñan libros o realizan estudios culturales. Pero no hay una crítica
literaria dominicana que haya trabajado el fenómeno de la literatura híbrida y a
los escritores que no viven en el patio. ¿Y por qué? Porque lo que hacemos fuera
no cambia la cultura dominicana. No la pone en juego. El que intentó revolverla
fue Silvio Torres Saillant, pero sucumbió postrado frente al presidente Fernández
y una medallita de patriota.