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MIGUEL ÁNGEL FORNERÍN: La verdadera patria de

un escritor es la lengua en la que vive, habita,


escribe y sueña…
Con esto nos quitamos de encima los alardes literarios de personas
que se dicen escritores o que aparecen en las listas como
intelectuales…

Por Miguel Fontana Moncada | © MEDIAISLA

De una isla a otra isla, además del Canal de la Mona, hay cientos de miles de
historias por contar, no importa que en castellano la "H" sea muda; los tiburones,
no. Ese Caribe, lleno de contrastes y contradicciones, con sus migraciones, sus
trapiches, sus negros, sus mulatos y su muy particular manera de hacer vibrar a
todo tren los cueros, se cruza y se entrecruza en muchos puntos donde lo real, lo
soñado o lo real deseado pierden sus verdaderos nombres. Miguel Ángel Fornerín
no ha tenido que ir muy lejos para hurgar y desentrañar, como él dice, en la
República de las letras de dominicanos y puertorriqueños, en las historias de los
narradores tal vez todo lo que no quieren o no pueden decir los cronistas de la
Historia, la oficial y la otra.

En sus libros Entrecruzamiento de la historia y la literatura en la


generación del setena (2009) y El cuento dominicano y la generación
del ochenta (2009), el autor dialoga, indaga y realiza un estudio pormenorizado
del entroncamiento entre el discurso ficticio y el histórico en los textos narrativos
de los más destacados autores de la generación del setenta en Puerto Rico. De
Igual modo, en el segundo, desempolva y escudriña en las bibliotecas
internacionales sobre la prehistoria de la narrativa breve de la República
Dominicana, a la vez que esboza una interesante panorámica sobre la más joven
cuentística que se escribe en la patria de Bosch.

Miguel Ángel Fornerín básico |


Higüey, RD

Doctor en Literatura de Puerto Rico y el


Caribe. Profesor de la Universidad de
Puerto Rico en Cayey y del Centro de
Estudios Avanzados de puerto Rico y el
Caribe. Ha sido profesor invitado de la
Universidad Michel Montaigne,
Bordeaux 3 y de la Universidad de
Poitiers, Francia en 2003 y 2007. Premio de Ensayo Pedro Henríquez Ureña con su obra
inédita La escritura de Pedro Mir en 1995. Ha publicado libros de poesía, ensayo y
crítica literaria. http://fornerin. blogspot. com
—Llevas un buen tiempo dedicado al estudio y a la enseñanza de
literatura caribeña en Cayey para la Universidad de Puerto Rico y,
precisamente, en tu libro más reciente Entrecruzamiento de la
historia y la literatura en la generación del setenta (Centro de
Estudios Avanzados/Imago Mundi, 2009), exploras una nueva arista
de la literatura puertorriqueñ a, ¿cuáles son los parámetros de los
cuales partes y cuáles los autores que te sirven de modelo para el
análisis?

—Este libro es producto, en primer lugar, de las discusiones filosóficas sobre la


Historia que aparecen luego de la caída del Muro de Berlín. Todas esas ideas del
fin de la Historia y el fin de la Modernidad dejaron un amplio debate, que
siempre quise llevar a mi lado: la Historia y la literatura. En segundo lugar, tiene
que ver con mi estudio de la obra literaria de Pedro Mir que realicé a principios
de los noventa. En el marco antes descrito,
me era imperativo profundizar en la
relación de la Historia y la literatura
porque estaba estudiando a un autor que
era literato e historiador, no sólo el
historiador de Tres leyendas de
Colores, El gran incendio y La
historia del hambre en la República
Dominicana, sino el autor de un libro
teórico sobre la historia: La noción de
periodo en la historia dominicana.
Por otro lado, y finalmente, en Puerto Rico
ha habido un debate sobre la memoria (La
memoria rota (1993) de Arcadio Díaz
Quiñones) y la escritura de la Historia, que
me ayudaron a buscar una manera de
estudiar estos problemas.

El itinerario de estos estudios sobre el


tema es amplio y tiene varios autores en
los que me empino para alcanzar las metas
que me propuse. Finalmente, la
hermenéutica ontológica y fenomenológica
de Paul Ricoeur me ayudó a llegar al puerto deseado, que es este libro anclado en
la periferia de una cultura. Y digo periferia porque soy un pensador limítrofe de la
puertorriqueñidad y los ecos que logre este libro servirán para aquilatar la
importancia de mi esfuerzo.

—¿La historia, como disciplina, es un tema o clave inherente a la


generación del setenta o ha estado presente en generaciones
anteriores? ¿Nombres, elementos de transición?
—La Historia tiene su disciplina de estudio que es la historiografía. Un saber que
Croce desarrolló en Italia y que en Alemania fue fundado Leopold Von Ranke y
siguen Spengler...la escuela de Baden y de Frankfurt, etc. En Puerto Rico la
disciplina de la Historia, el interés historiador, es de los románticos como
Alejandro Tapia y Rivera, y seguirá con la historia positivista… Lo que me ha
parecido interesante es el movimiento de la Nueva Historia de los años sesenta y
el entrecruzamiento del texto de ficción con el texto histórico. Las discusiones
dentro del campo de la Historia las conozco porque he estado en las controversias
de los historiadores en Puerto Rico en las últimas dos décadas y he asistido como
fundador y ponente a distintas reuniones de la Asociación Puertorriqueñ a de
Historiadores.

En mi libro planteo la permanencia del historicismo como cosmovisión en la


cultura puertorriqueña y el interés de la Generación del Setenta en estos temas.
Una de las figuras más importantes en ese esfuerzo por reformular, pensar y
rescribir el pasado, es José Luis González, autor de las novelas La llegada
(1980) y Balada de otro tiempo (1978); pero anterior a él, Luis Hernández
Aquino, había escrito La Muerte anduvo por el Guasio (1959) y existía la
preocupación historicista. Ahora bien, lo que planteo es la dedicación muy
especial de esta generación a entrecruzar los textos de ficción con un referente
histórico que busca repensar el presente puertorriqueño. Los nombres son
muchos, en el libro trabajo a Edgardo Rodríguez Juliá, que es el fundador en la
novelística de esa época con La renuncia del héroe Baltarsar (1974), Tomás
López Ramírez que lo atisbaba en Cordial magia enemiga (1970), Ana Lydia
Vega y Magali García Ramis en Falsas crónicas del sur (1991) y Las horas
del sur (2005) respectivamente. Y claro quedaron fuera por razones de espacio
otros autores como Olga Nolla en El castillo de la memoria (1996) y Rosario
Ferré en Maldito amor (1989).

Me interesó un tema colindante, la familia como metáfora de la nación; tema que


inicia Magali García Ramis en su libro de cuentos La familia de todos
nosotros (1978), lo sigue Edgardo Rodríguez Juliá con Puertorriqueñ os:
álbum de la sagrada familia puertorriqueñ a a partir del 1898 (1989) y
Tomás López Ramírez, con Paraje de transito (1997). Creo en fin, que la
dedicación de esta generación a pensar el pasado se da como una forma de
comprensión del presente. De ahí que coincida con Croce en que la Historia es
una manera de pensar, de pensar nuestra relación con el tiempo o nuestra
historicidad.

—¿Dónde se encuentran y se distancian ambos discursos –la historia


de ficción y la Historia como tal?

—La historia y la ficción son dos discursos lingüísticos (es decir que sólo se dan
en lo que llamaba Gadamer la linguisticidad) . Lo que ocurre es que la Historia
como práctica de los historiadores tiene una especificidad distinta a la de los
creadores literarios. Y esas estrategias discursivas son las que he revelado en este
libro, pienso en el ensayo dedicado al libro de Luis López Nieves La verdadera
muerte de Ponce de León (2000). Si distinguimos, entonces, la relación
especifica de cada género, podemos pensar la ficción como mímesis creativa y la
Historia como mímesis del pasado, que busca ser un discurso verdadero y
legitimado por el documento. Lo que planteo, siguiendo a Ricoeur, es que los
relatos se encuentran y buscan la especificidad de ese encuentro en cada texto. Lo
que nos aleja de postular la ficción como mentira y la Historia como verdad.

—Además del cuento y la novela, ¿cuáles otras modalidades de la


literatura entran en el estudio?

—Con esta obra trato de hacer un estudio narratológico, que no está limitado a
géneros específicos, sino a aquellos donde se relata una historia (story), pero
podría trabajar con la Historia (history). Me interesó la relación de la Historia
con la crónica; el cuento y la novela predominan en esta relación. En cuanto a la
relación historia-crónica nos interesa la forma en que nos aproximamos al
pasado. Un discurso pretende ser objetivo, como el de la Historia y otro pretende
ser mixto entre lo literario y la ficción. Uno busca la historia en el pasado y otro la
trabaja desde el presente. En la Historia, el historiador que realiza la
configuración busca desaparecer a favor de la objetividad, pero en la crónica, es el
protagonista, el punto de donde se focaliza. Me parece interesante el intento de
estudiar la crónica con la fotografía, lo que ocurre en el capítulo dedicado a
Puertorriqueños: Álbum de la sagrada familia… de Edgardo Rodríguez
Juliá. También trabajo la crónica en los cuentos de Ana Lydia Vega, el choteo y la
caribeñidad en su obra. Como la emigración y la familia en Paraje de tránsito
de López Ramírez y en Las horas del sur de García Ramis.

—Eres dominicano, con más de 20 años de residir y ejercer docencia


en Puerto Rico, pero siempre has mantenido un sólido nexo con la
cultura y la literatura dominicana. Este mismo año, acaba de salir tu
libro El cuento dominicano y la generación del ochenta (Imago
Mundi, 2009), ¿qué aspecto específico de la narrativa dominicana y
una de las más jóvenes generaciones de narradores dominicanos
estudias en este libro?

—Sobre lo primero te diré que vivo en Puerto Rico, pero mi escritura tiene como
objetivo el estudio de la literatura de ambos países. La diferencia es que mis
vivencias, mis prácticas cotidianas se encuentran de este lado. Pero vivo en la
república dominicana de las letras. En el pensar lo dominicano, como lo hago con
lo puertorriqueño. Soy profesor de literatura dominicana y puertorriqueña en el
Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe y todo eso me permite
pensar la patria lejana y vivir en esta otra patria, donde algunos me niegan
ciudadanía y muchos me aprecian. Aprecian lo que hago. En medio de todo esto,
está la maldición de la nación, cuando fue definida desde una perspectiva
territorial y lingüística. Estoy consciente de que la verdadera patria de un escritor
es la lengua en la que vive, habita, escribe y sueña con un porvenir mejor para sus
semejantes.
El libro El cuento dominicano y la generación del setenta (2009) es un
proyecto de estudio sobre la narrativa breve en Santo Domingo. Creí necesario
poner en blanco y negro esa práctica de la escritura, al no encontrar en la
bibliografía dominicana un estudio que planteara el desarrollo del cuento
dominicano; quehacer que había dado figuras de la talla de un Juan Bosch, quien
plantea la modernidad del cuento en Camino real (1933), a un Fabio Fiallo,
principal figura del cuento Modernista
Cuentos frágiles (1908) y a Virginia
Elena Ortea, Risas y lágrimas (1903).
Era un imperativo hacerme una idea de ese
desarrollo y de las tendencias del cuento
dominicano en el siglo XX. Por eso realicé
esta investigación. No está terminada, pero
le da una ojeada general al problema. Sin
embargo, trabajo de forma más detenida el
grupo de escritores del ochenta, en el que
se destaca la cuentística de René Rodríguez
Soriano

El libro tiene una primicia: el primer


estudio de Los cuentos que Nueva
York no sabe (1949) de Ángel Rafael
Lamarche, un libro que funda la literatura
dominicana en el extranjero, desde la
perspectiva de la generación del cuarenta:
el Universalismo. Obra que pone en el
centro de sus preocupaciones la relación
del hombre con la cosmópolis. Allí se
encuentra el primer cuento policial y de
ciencia ficción que conocemos en la narrativa dominicana. Es un libro
desconocido para la mayoría de los lectores y estudiosos dominicanos y un
iniciador de nuevos caminos par la narrativa del país.

También aparece en este ensayo una lectura de El candado (1959) de Sanz


Lajara visto de desde la hipótesis de que esta obra participa de la revaluación del
negro, que plantea de los problemas de la negritud. Interesante la narrativa de
Sanz Lajara en la medida en que afloran en ella los problemas de grupos
subalternos signados pos su condición racial como los indios hispanoamericanos
y el negro. No dejo apuntar la importancia que le da este autor al tema del poder.

—¿Cuáles aspectos y rasgos caracterizan y diferencian a esa


generación del ochenta, de narradores de las anteriores? ¿Crees que
mantienen nexos con los maestros del género en la isla o han roto
totalmente con la tradición?

—Cuando estudiamos textos de autores que aún escriben, es muy difícil realizar
afirmaciones definitivas. Así que veo este libro como el estudio de una literatura
en movimiento. Y específicamente a la generación del ochenta como un grupo
que va decantándose más allá de sus pretensiones juveniles. Son las obras las que
hacen al escritor. No los alardes narcisistas o los discursos de de su época. Del
Ochenta conocemos a mucha gente que ha escrito libros de cuentos, pero pocos
se han dedicado con tesón a ese género y han logrado una individualidad
creativa, como René Rodríguez Soriano. Se dice que una paloma no hace verano.
Pero los cambios más significativos en el narrar, las distintas estrategias
narrativas que se usan, el lenguaje como creación poética y la forja de un
microcosmos particular está en su obra. Hablo de muchos otros autores, como
Ramón Tejada Holguín, Ángela Hernández, Manuel García Cartagena, entre
otros. Pero viendo el asunto desde la presencia de un corpus que nos permita
estudiar una literatura sólida, no creo que se pueda ir más allá. Pasa lo mismo
con la generación anterior: Peix, José Alcántara Almánzar y Armando Almánzar
Rodríguez, son los que más se han dedicado al relato breve. Los demás pueden
haber escrito obras admirables como Diógenes Valdez, Manuel Rueda, Efraím
Castillo, Roberto Marcallé Abreú… Hay muchos narradores que escriben cuentos,
ahora bien, lo importante es encontrar a un narrador que haya trabajado con
dedicación este género y plantee una ruptura. Veo en los del setenta una
transición, una ruptura con el cuento de Bosch, una influencia del Boom en
Virgilio Díaz Grullón, René del Risco, Miguel Alfonseca, Marcio Veloz, Pedro Peix
y Alcántara Almánzar. Pero hay mucho que estudiar, entre ruptura y tradición en
esta época. La ruptura la veo más clara en René Rodríguez Soriano, en los
ochenta.

—¿Crees que existe verdaderamente una literatura dominicana


escrita fuera de los límites geográficos de la isla? ¿Nombres u obras
que pudieran darnos pistas sobre el trabajo de los escritores
dominicanos de ultramar?

—Interesante pregunta, tal y como se plantea, el asunto nos lleva a decir que
siempre la literatura dominicano ha tenido exponentes en ultramar. Empezando
por los del Monte, (Francisco Muñoz del Monte y Félix María), que vivieron en
Cuba y Puerto Rico; José Ramón López, que vivió en Caracas y Mayagüez;
Francisco Carlos y Virgina Elena Ortea, quienes también vivieron en Mayagüez;
Jesusa y Manuel de Jesús Galván, quienes vivieron en San Juan de Puerto Rico y
Nueva York; Juan Bosch, que publicó cuentos en Cuba y Chile, y ensayos en
Venezuela y Puerto Rico. A lo que debo agregar el trabajo de Pedro Henríquez
Ureña en México, Fernández Spencer en España y Manuel del Cabral en
Argentina…en fin, siempre hemos tenido una literatura dominicana en ultramar.
Pero sé que de lo que me preguntas es de la llamada diáspora de la literatura
dominicana. Estos no son escritores exiliados, que por razones políticas viven en
el extranjero. Son personas que han nacido o que han emigrado muy
temprano en su vida a Estados Unidos y otros países.

Lo primero que creo pertinente es aclarar que, teniendo en cuenta la presencia de


una cultura híbrida, los más connotados de esos escritores ponen en jaque la
noción de literatura nacional, en la medida en que lo nacional estaba definido a
partir de la lengua. Ahora tenemos una literatura dominicana escrita en inglés, es
decir, hay una dominicanidad híbrida que se expresa en la lengua sajona y que los
nacionales sólo pueden disfrutar a través de la mediación de un traductor. Es la
literatura de Junot Díaz, Julia Álvarez, Nelly Rosario y demás; una literatura de
anticipación. Como existe en estos textos una ruptura con la literatura nacional
en español, mucha gente dice que esos no son escritores dominicanos. Pero creo
que se equivocan. Su dominicanidad es controversial y lo que debemos entonces,
pensar es que la dominicanidad ha cambiado tanto dentro como fuera. Somos
una cultura híbrida fluida. Dentro, una cultura que convive con la haitiana y
fuera, con la experiencia de las emigraciones. Creo que ahí residen las discusiones
de los artículos de la Constitución sobre la nacionalidad y el voto en el exterior.
Lo de fuera, unas veces, se deja afuera y cuando conviene, se le integra. Es un
discurso de poder, que aleja o acerca a esa dominicanidad viajera.

Otra cosa muy distinta, es preguntar por la existencia de una literatura


dominicana en el extranjero. Es problemático desde una epistemología literaria,
en la medida en que existen textos y discursos, pero esta literatura está en
movimiento y no podemos hacernos una idea muy clara de ella. Se está haciendo;
es muy reciente. Y creo que con esto nos quitamos de encima los alardes literarios
de personas que se dicen escritores o que aparecen en las listas como
intelectuales, etc. Quisiéramos leer sus obras, no los discursos sobre ellas. Son
pocos los escritores que viven fuera de los que podamos hacernos una idea clara
de su trabajo, si dejamos a Eugenio García Cuevas, Néstor Rodríguez, que han
realizado un trabajo en la crítica literaria y cultural y uno que otro que han
publicado un par de libros. Creo que tienen mucho camino por recorrer.

—¿Y la crítica, cuál es el criterio de la crítica literaria dominicana con


relación a los escritores que no residen en la Patria?

—No creo que la crítica literaria dominicana se haya interesado por esta materia.
Al menos, Giovanni Di Pietro que ha escrito un libro sobre Julia Álvarez (La
dominicanidad de Julia Álvarez, 2002) y varios ensayos sobre Junot Díaz, a
los cuales remito al lector interesado. Pero ni Diógenes Céspedes, Bruno Rosario
Candelier, Manuel Matos Moquete, Manuel Núñez ni Odalís G. Pérez. Han
tratado este tema. Me faltaría hablar de Franklin Gutiérrez y Daysi Cocco De
Filippis, que son los críticos que viven en Nueva York. Luego tenemos discursos
de gente que reseñan libros o realizan estudios culturales. Pero no hay una crítica
literaria dominicana que haya trabajado el fenómeno de la literatura híbrida y a
los escritores que no viven en el patio. ¿Y por qué? Porque lo que hacemos fuera
no cambia la cultura dominicana. No la pone en juego. El que intentó revolverla
fue Silvio Torres Saillant, pero sucumbió postrado frente al presidente Fernández
y una medallita de patriota.

No hay un trabajo epistemológico sobre la dominicanidad desde afuera, que


pueda cambiar el hecho de que el centro se considere origen de los discursos de la
dominicanidad. Primero, porque es una opción de poder, mientras Santo
Domingo sea la ciudad letrada, ella construirá y reinventará el deseo de
comunidad. Y los discursos tienen un valor político. Nueva York no podrá
imponer su discurso. Lo de Silvio fue un alarde. Alarde que se pude ver como un
gesto valeroso; pero sucumbió ante los poderes que dominan la construcción
discursiva de lo dominicano. En fin, que lo que se hace con lo que se fueron es
olvidarlos. Es algo desgraciado, pero es una verdad. La visita de uno de "la
diáspora", la puesta en circulación de uno de sus libros o la participación en una
Feria del libro, es el encuentro de Narciso con su trasero. Un espacio sólo
retomado cuando nos conviene y les conviene a los poderes discursivos. Los de
afuera están fuera.

—¿Consideras que la crítica literaria dominicana actual cumple


realmente con lo que decía Martí del "ejercicio de criterio"?
¿Interpreta y juzga o simplemente está dividida en grupos que se
autodefienden y contraatacan cada vez que sienten lesionados sus
epidermis o intereses?

—La crítica literaria dominicana se reduce a unos cuantos nombres. Y a una


historia de grandes logros. Debo decirte que esta actividad la fundaron Max y
Pedro Henríquez Ureña. Que la dictadura de Trujillo limitó el ejercicio crítico a
las obras de Balaguer, una historia literaria positivista y un recuento de libros y
autores hasta llegar a Fernández Spencer. De ahí en adelante, el trabajo lo han
realizado el grupo que he mencionado más arriba y unos cuantos que ahora nos
dedicamos a valorar los textos literarios. Pero debemos significar que existen los
críticos literarios y los críticos culturales. Algunos hacen los dos tipos de críticas.
Pero la literaria se ejerce menos que la crítica cultural, a menos que no sea en
tesis realizadas en el extranjero. Creo que si hablamos de crítica nos referimos a
ejercicio de criterio, a un pensamiento sobre lo literario como manifestación de la
cultura dominicana. Ahora bien, hay otro grupo de gente que escribe crítica,
sobre todo para saludar la aparición de un libro. Pero no hace crítica
trascendental. ¿A qué llamo crítica trascendental? A la que dialoga con el sistema
de representació n literaria y con el sistema de la cultura. Aquella que se empina
en las tradiciones de la crítica. Para nosotros la tradición hispánica se echa de ver
en Fernández Spencer y Bruno Rosario Candelier; la tradición francesa, en
Diógenes Céspedes, Manuel Matos Moquete y Manuel Núñez, y la
norteamericana en los críticos que han estudiado en Estados Unidos. Una crítica
no es una actividad en sí mima; es un acto de pensamiento que toma la literatura
como medio y se afianza en la cultura, la historia y los discursos de la época y
contra ellos.

Falta la crítica de ocasión, la que generalmente encontramos en los periódicos y


puede ser una crítica de capilla, de grupos. La otra, por su carácter científico,
debe ser inclusiva. Aunque tiene sus limitaciones, es una crítica que establece su
marco de acción. Sus propios límites.

—Y la poesía, ¿ha secuestrado el crítico al poeta de los libros iniciales


o podemos esperar en un futuro nuevas incursiones en los ámbitos
del poema?
—La crítica y la poesía son dos actividades muy distintas. Y si le agregas a eso, ser
profesor universitario y la participación en coloquios, conferencias y seminarios,
da como resultado que sólo se vea lo que hacemos en el campo de la crítica. Sigo
escribiendo poesía aunque no con la constancia que quiero. Me acostumbré a
escribir libros de poesía, no poemas sueltos. Lo que complica las cosas. Necesito
hacer un plan ara escribir poemas. Planificar un libro de poemas donde quiero un
lenguaje, un tema… algo distinto a lo que he realzado anteriormente. No me gusta
repetirme. Aunque es bueno decir, que siempre escribimos una parte del gran
poema que es nuestra vida. Pienso muchas veces: "ahora dejo un poco la crítica y
me dedico a la poesía". Otras veces, me digo: "tal vez cuando sea viejo, volveré a
ser el poeta que fui en mis años mozos". No sé; pero la poesía vive en mí. Tengo
constancia que las habilidades de poeta las tengo. El tiempo dirá cuando
sorprendo a los amigos con otro poemario.

—¿En cuáles otros proyectos, además de la enseñanza y el estudio de


la cultura y la literatura del Caribe anda Miguel Ángel Fornerín?

—Estoy escribiendo ensayos y ponencias para varios eventos que se organizan en


este año. Pero lo que más me interesa es difundir el libro Entrecruzamiento
de la Historia y la literatura en la generación del 70. Ya se ha presentado
en Cayey, Ponce y San Juan. La próxima parada será en Mayagüez, el 22 de
octubre (lo presentarán el historiador Carlos Hernández y el crítico Mario
Cancel) y el 14 de noviembre en La Tertulia de Río Piedras (lo presentarán
Eugenio García Cuevas y Andrés L. Mateo). El año próximo estaremos en la
Universidad de Puerto Rico en Carolina y terminaremos con un coloquio en
Cayey. Me quedan el libro sobre el cuento y tengo en prensa Andrés L. Mateo
la aventura espiritual de la dominicanidad que aparece en este mes. Luego
me embarcaré en un libro sobre la ensayística dominicana y otro sobre narrativa
hispanoamericana, que ya tengo comenzado. No creo que tenga tiempo para algo
más, pero iré a ver el mar.

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