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Bailarines en el desierto: Tres sociedades de baile
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Bailarines en el desierto: Tres sociedades de baile

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La declinación de la espiritualidad religiosa en las sociedades modernas parece ser un fenómeno de evidencia casi irrefutable. Pero otra cosa sucede con el ritual festivo, entendido como una práctica religiosa que se hace presente como acción de devoción y de culto con una intención de aproximación directa a la divinidad a través de gestos y formas que buscan como objetivo último obtener de ella favores, bienestar y protección. Observamos con sorpresa entonces, cómo surge y se incrementa con fuerza la religiosidad según las maneras rituales ancestrales y renovadas en los lugares de culto del desierto, el mismo en el que Juan van Kessel se sumergió para observar, registrar y comprender la espiritualidad hecha fiesta. En 'Bailarines en el Desierto' el autor nos introduce en el mundo devocional de gran culto a las imágenes sacras de la Virgen del Norte Grande chileno. Pedro Mege Rosso, Director Centro de Estudios Interculturales e Indígenas - CIIR
LanguageEspañol
PublisherEdiciones UC
Release dateOct 12, 2018
ISBN9789561422940
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    Bailarines en el desierto - Juan van Kessel

    EDICIONES UNIVERSIDAD CATÓLICA DE CHILE

    Vicerrectoría de Comunicaciones

    Av. Libertador Bernardo O’Higgins 390, Santiago, Chile

    editorialedicionesuc@uc.cl

    www.ediciones.uc.cl

    Bailarines en el desierto.

    Tres sociedades de baile

    Juan van Kessel

    © Inscripción Nº 296.089

    Derechos reservados

    Octubre 2018

    ISBN Edición impresa 978-956-14-2287-2

    ISBN Edición digital 978-956-14-2294-0

    Edición:

    Jaime Coquelet

    Centro de Estudios Interculturales e Indígenas - CIIR.

    Diseño:

    M. Francisco de la Maza

    versión | producciones gráficas Ltda.

    Diagramación digital:

    ebooks Patagonia

    www.ebookspatagonia.com | info@ebookspatagonia.com

    CIP - Pontificia Universidad Católica de Chile

    Van Kessel, Juan, 1934-, autor.

    Bailarines en el desierto: tres sociedades de baile / Juan van Kessel.

    Incluye bibliografía.

    1. Danzas folklóricas chilenas – Chile – Zona Norte.

    2. Bailarines – Chile – Zona Norte.

    I. t.

    2018 793.31983 + DDC23 RDA

    Índice

    Prólogo

    Recorridos y prácticas fotográficas de Juan van Kessel

    BAILARINES EN EL DESIERTO

    Notas del Editor

    Tres sociedades de Baile

    Sociedad de Baile Moreno Nuestra Señora de Las Peñas de Hilario Aica, Arica

    Sociedad de Baile Chuncho Promesante de Abdón Rosales, Chuquicamata, Calama

    Sociedad de baile Pieles Rojas del Carmen de Alberto Madrid, Tocopilla

    Prólogo

    Bailarines en el Desierto¹ es un relato de tres sociedades de bailes religiosos: el baile de Los Pieles Rojas de Alberto Madrid (Tocopilla), el baile de los Chunchos Promesantes de Abdón Rosales (Calama) y el baile Moreno de Hilario Aica (Arica). Estos tres grupos bailan en los grandes santuarios marianos del Norte Grande, la Virgen del Carmen de La Tirana en el caso de Madrid, la Virgen de la Guadalupe de Ayquina –aunque Rosales se inscribe como baile nuevo por algunos años también en La Tirana– y Nuestra Señora de Las Peñas, en el caso de Aica. Estos relatos constituyen retratos de la vida interior de las sociedades de baile que van Kessel consideraba representativos de centenares de grupos semejantes que se formaban en los grandes puertos de Tocopilla, Iquique o Arica o en las ciudades cupríferas como Calama, alrededor de los años 70 del siglo recién pasado.

    La investigación consta de observaciones bastante detalladas de las coreografías y estructura de los bailes, de la liturgia festiva en los santuarios con sus rituales de entrada y despedida, de las reuniones y preparaciones previas que incluyen delicadas cuestiones de logística, pero también de dirección y organización del grupo y, en todos los casos, con detalles sobre la formación e historia de la sociedad de baile. Una parte considerable de estos relatos versa sobre la vida cotidiana al interior de las familias troncales que han formado y sostienen el baile y su esfuerzo específico por mantenerlo vivo, en el marco de las nuevas generaciones que despuntan en un mundo en proceso de cambio y modernización. En un estudio reciente, Pablo Villalobos encontró que después de cuarenta años los tres bailes reseñados por van Kessel en este libro, todavía bailaban en sus respectivos santuarios con sus mismos estandartes y denominaciones, lo que alienta la publicación de estos relatos que, en muchos aspectos, reflejan lo que aún sucede en la actualidad de los bailes religiosos².

    Bailarines en el Desierto es el segundo volumen de una obra mayor de Juan van Kessel que contempla también los resultados de un censo de todas las sociedades de baile del Norte Grande (con un registro de 355 grupos) y de una encuesta realizada en la fiesta misma de La Tirana en 1970 con una muestra de bailarines, peregrinos, turistas y comerciantes de alrededor de mil casos en total. El censo y la encuesta había de ser el método principal de recolección de datos para las variables socioeconómicas (ver pág. 45), pero una plena atención a las pautas culturales y religiosas exigía un estudio cualitativo, a pesar de que la encuesta contiene también una importante medición de actitudes religiosas.

    Los resultados de esta investigación cuantitativa están expuestos sistemáticamente en una versión francesa del primer volumen, que lleva el mismo título que el segundo, Danseurs dans le Désert³. En este libro, van Kessel expone largamente su tesis sobre los bailes religiosos desde la perspectiva de una sociología de la modernización y de la pregunta –tan común en aquella época– acerca de las posibilidades de los bailes religiosos de coordinarse y sobrevivir en un proceso acelerado de cambio social.

    Es sabido que las teorías en boga de la modernización apenas acreditaban la religión popular como un fenómeno digno de consideración y estudio, y con mucho se consideraban meras sobrevivencias destinadas a desaparecer con el progreso de la conciencia de clase o de la educación universitaria. Para sorpresa de muchos, van Kessel demuestra que los bailes religiosos y la devoción a la Virgen se alojan en una población que posee niveles de escolaridad, ingresos y sindicalización superiores al promedio de la población obrera de la época.

    En los relatos esto aparece claramente: Aica es un comerciante de origen boliviano que ha prosperado y adquirido una sólida reputación local en el comercio de frontera, Rosales ha terminado su vida como empresario microbusero y la familia Madrid está formada por pescadores artesanales con diversos golpes de suerte en la pesca de la albacora. Los cabezas de familia suelen ser hombres respetables y prósperos con capacidades de organización y financiación del baile mismo. Los Madrid, y sobre todo los Rosales, construyen su baile en el marco de una familia extensa con algunos allegados, pero Aica tiene propiamente una clientela formada por empleados y paisanos bolivianos que se han avecindado por años en Arica. Por otra parte, Rosales y toda su familia votan por Allende en la elección de 1970, aunque es posible verlo reparando artificiosamente una de sus micros para evitar un recorrido obligatorio que le arroja pérdidas en aquellos años en que el pasaje de la locomoción estaba controlado.

    Aica, por su lado, brindó apoyo entusiasta a la revolución indígena de Paz Estensoro en los años 50 y fue uno de los principales agentes del estensorismo en la comunidad boliviana de la frontera chilena. Ninguno de ellos es francamente apolítico, como sucede por doquier en la conciencia devota. Otro aspecto notable que aparece en los relatos es la importancia que se concede al progreso en la educación formal. Es cierto que don Alberto Madrid todos los años hace una ronda por las escuelas, para pedir que se autorice la ausencia de los niños durante toda la semana de la fiesta, permiso que los directores le niegan infaltablemente. Pero los hijos progresan en su educación a un ritmo acelerado y algunas de las hijas de Rosales ya han alcanzado a entrar en la universidad en una época en que apenas se conseguía completar la enseñanza secundaria. No existe ninguna actitud a contracorriente de las primeras oleadas de modernización que incluían la instalación de motores bencineros en los botes artesanales de Madrid, a través de cooperativas de pescadores, o la aparición de la televisión en blanco y negro y el gusto por las telenovelas en casa de los Rosales.

    Según van Kessel, todo esto contrasta con el ritualismo religioso y una rígida adhesión a las normas que prevalecían en las sociedades de baile. A diferencia de los bailes del Norte Chico donde los caporales gozaban de cierta capacidad de innovación, los del Norte Grande se esmeran en cumplir exacta y puntillosamente con el rito y conservar la herencia litúrgica sin cambio alguno. Los bailes religiosos tienden a cerrarse en torno a sí mismos en el marco de una organización más rígida y convencional.

    Otra nota distintiva del Norte Grande, que favorece esta disposición, es que los bailes tienen su propia Virgen (a diferencia de Andacollo donde se baila solo con estandartes propios), aunque nadie deja por ello de bailar en el santuario central, punto culminante del ciclo litúrgico anual. Van Kessel escribe en una coyuntura en que los bailes religiosos adquieren conciencia de sí mismos como algo único y especial en el campo religioso, y mayor reflexión como consta en los debates que se producen en sus reuniones ordinarias. La presión social contra los bailes se intensifica como en el caso de los directores de escuelas públicas, punta de lanza del secularismo y del ímpetu modernizador del Estado chileno. Lo mismo sucede con la actitud de la Iglesia, que en el relato del baile de Madrid, oscila entre la condescendencia del cura párroco –que no conoce ni se ha involucrado jamás con los bailarines– y la hostilidad de las devotas de Acción Católica, representantes de una religiosidad más moderna y al mismo tiempo más clerical y moralmente orientada.

    El esfuerzo, sin embargo, del baile de Alberto Madrid por conseguir el apoyo del cura párroco e incorporarlo como asesor del baile de los Pieles Rojas muestra una actitud de apertura que tendrá hondas consecuencias en el reforzamiento de los lazos entre los bailes y la Iglesia. También en los relatos de Madrid y Rosales aparece el desafío de los pentecostales, los de la Biblia, que los bailes contraponen rígidamente con ellos mismos que se autodenominan como los de la Virgen. Los jóvenes comienzan a quedar expuestos a la disidencia religiosa del pentecostalismo –y rara vez a la del secularismo– como en el caso del sobrino de Abdón Rosales que se hace adventista, sin dejar de bailar por algunos años todavía en La Tirana. El pentecostalismo impulsa la preocupación por saber más acerca de la religión propia en consonancia con el progreso escolar de la nueva generación que ha tenido mayor acceso al libro.

    Este ambiente de presión y hostilidad contrasta, sin embargo, con la aparición del turismo religioso en los bailes de La Tirana que data justamente de la época en que van Kessel escribe su etnografía y que tendrá un desarrollo considerable en los años venideros. Los turistas, aunque no siempre adhieren a las creencias religiosas de los bailarines –como sucede con los peregrinos– y no forman parte de la comunidad religiosa, miran con simpatía e incluso entusiasmo los bailes y les brindan un soporte tácito e inesperado. Van Kessel estimaba entonces que los turistas acrecentarían el tradicionalismo de los bailes religiosos y la conciencia de su especificidad cultural, puesto que al turista le atrae justamente el elemento idiosincrático de la fiesta religiosa. Los bailes tendrían pues la posibilidad de emanciparse y sobrevivir por sí mismos en un contexto de hostigamiento modernizador, afirmando su autonomía religiosa a través de la Virgen propia y reemplazando el soporte comunitario –que inevitablemente se fracturaba con el pentecostalismo y en menor medida por el secularismo– por la adhesión de los espectadores.

    En consonancia con esta tesis, van Kessel definirá posteriormente a los bailes religiosos como un ejercicio de resistencia cultural y lucha por el reconocimiento de la tradición indígena, en particular de la cultura aymara, en una interpretación que desborda los marcos de sus libros originales. La homología entre los bailes religiosos y la cosmovisión aymara se produciría en varios planos, principalmente en la transposición de la Virgen como representación cosmológica de la fertilidad de la tierra y de la vida universal (Pachamama), así como en la afirmación del santuario (y de la cancha de baile) como axis mundi, que representa el punto de ordenamiento y regeneración cósmica, en la organización de la mudanza clásica en dos filas bilaterales que se oponen entre sí, que se asemeja a la estructura social dualista de los aymara o en la organización jerárquica de las filas y el baile por turnos que reproduce la forma en que se conduce el trabajo y las relaciones familiares⁴.

    La evaluación de esta tesis excede los marcos de este comentario, pero es importante notar los relatos del baile de Hilario Aica en este volumen, un aymara hablante de origen boliviano –como se ha dicho– que conserva la tradición del baile zampoñero en el santuario de Las Peñas. Por lo demás, la conciencia indígena está completamente ausente en el resto de los bailes religiosos, que se esfuerzan por doquier por definirse a sí mismos como católicos (incluyendo Aica que no tienen ninguna duda al respecto) y adheridos con firmeza al nacionalismo estatal, lo que incluye el uso abundante de banderas chilenas en los santuarios y, en particular, la legitimidad que se otorga a la advocación a la Virgen del Carmen (Patrona de Chile después de la Independencia) en el santuario de La Tirana.

    Estructura y dinamismo de la manda religiosa

    Como el mismo van Kessel reconoce, los bailes religiosos están estructurados a partir de lo que los devotos llaman una manda. En las conversaciones que sostiene con el caporal de los Pieles Rojas, el cura que fue llamado a asesorarlos pregunta: Dígame, Heriberto; en el fondo, ¿a qué van a La Tirana? Vamos a pagar la manda, fue su respuesta lacónica, completamente clara para Heriberto, pero para el otro sin ningún significado" (ver pág. 337). En su forma más conocida, la manda es una promesa de retribución por favores que se solicitan a la Virgen y que esta eventualmente concede, y que obligan a su cumplimiento. Los bailarines se definen como promesantes en un sentido general y duradero: han consagrado su vida y bienestar a la Virgen y le cumplen con rigurosidad a través del esfuerzo y sacrificio que conlleva el baile.

    En ocasiones, los padres promesaban a los hijos cuando niños y quedaban obligados respecto de la Virgen, lo que hacía de los bailes una tradición específicamente familiar. El jefe de familia consagra a los suyos al servicio de la Virgen e implanta con solidez el baile en el seno de su propia familia, parentela y allegados en un proceso de trasmisión intergeneracional de la fe en extremo eficaz. La expresión ser de la Virgen o somos de la Virgen muestra además el carácter indeterminado de la manda que opera con independencia de peticiones o favores específicos. La manda evoluciona, en efecto, en dos sentidos complementarios que aparecen de manera esporádica en los relatos de van Kessel: por un lado, se tiende a afirmar y reconocer el carácter voluntario de la promesa que se desprende de esta manera del linaje y de la transmisión familiar; por otro, la manda queda crecientemente referida a peticiones particulares que se suscitan en momentos extraordinarios de angustia y desazón, y cuyo cumplimiento adquiere entonces un carácter eventual y ocasional.

    Esta forma de la manda cubre una parte considerable de la conciencia religiosa de los peregrinos comunes y corrientes que visitan los santuarios como particulares, y en los cuales se aplica propiamente la expresión pagar una manda. En los bailarines aparece de manera excepcional esta forma de concebir la manda como en el caso de El Cojo que ofrece llevar su bote al santuario si logra pescar una albacora que le había resultado tan esquiva o también el de Heriberto que, afligido por un parto de mal pronóstico de su esposa Gloria, le ofrece a la Virgen hacer la entrada al santuario de rodillas, en un gesto característico de la devoción de santuarios, malinterpretada como una práctica penitencial, cuando se trata tan solo de una forma de cumplir una manda excepcional o un favor extraordinario. La expresión más corriente que utilizan los bailarines es cumplir con la Virgen en el marco de una vida que se consagra a su beneficio y protección, y que cubre no solamente la existencia propia sino la de toda una familia o comunidad determinada.

    El baile es una forma de sacramentar la vida en el marco de un ciclo litúrgico anual que conserva la temporalidad de las fiestas patronales y de los ciclos agrícolas de antaño. Los bailarines quedan fuera de esta manera de la estructura y del ciclo sacramental de la Iglesia que tiende hacia una especificidad y periodicidad mucho más ceñida. La conciencia de que bailando se cumple entera y suficientemente con Dios y la Virgen, está muy afincada en los bailes que prescinden casi por completo de la mediación sacramental que ofrece la Iglesia, con la poderosa excepción del bautismo. Como se dice en el relato de Aica, el bautismo es lo que distingue el nacimiento de un ser humano (un cristiano) de una parición de ganado (ver pág. 76), al tiempo que sitúa a los niños bajo la protección inmediata de la Virgen.

    Todos los bailarines son bautizados y se reconocen inequívocamente como católicos. La pastoral sacramental de los santuarios es muy activa y los curas aprovechan la ocasión para bautizar y más raramente casar a las parejas, pero no logran atraer a los bailarines hacia la eucaristía y menos hacia la confesión. La reticencia de los sacerdotes hacia los bailes tiene, en primer término, un motivo sacramental, porque alejan a los devotos de la mediación del sacramento que ofrece la Iglesia y les permiten afirmar una acción sacramental alternativa, casi completamente autogestionada y ubicada en un ciclo litúrgico anual inalcanzable para la rutina eclesiástica (se acuerdan de Dios solamente una vez al año, les reprochan a los bailarines). Con todo, los curas nunca dudan de la autenticidad de la devoción popular hacia la Virgen y de la fortaleza de la fe que muestran los danzantes que asombran por la tenacidad, seriedad y disciplina que colocan en el baile religioso.

    Lo sacramental de esto último se expresa también en el énfasis exclusivo que se pone en el cumplimiento ritual que prescinde por completo de una moral determinada por la religión. La manda (bailar) debe ser cumplida obligatoriamente, sin coartadas ni pretextos de ninguna especie. Rara vez se puede hacer una excepción al compromiso de bailar cada año, aunque la mudanza de Rosales desde Ayquina a La Tirana provocó una interrupción, e incluso Aica decidió alguna vez no subir el baile a Las Peñas en un período de inusual penuria económica. Solo algunos motivos de fuerza mayor pueden disculpar de la obligación, como enfermedad y la amenaza de despido para quienes se ausentan de su trabajo, aunque son comunes los casos en que se asiste a los santuarios incluso bajo tales condiciones. Por ejemplo, uno de los Madrid pierde derechamente su empleo en un pirquén por bailar sin permiso laboral en La Tirana.

    La manda, a su vez, es inamovible y no puede ser alterada o cambiada por ninguna cosa, en particular por dinero. La costumbre de enviar dinero para pagar una manda entre quienes no pueden visitar o bailar en el santuario por algún motivo excepcional, no está bien vista y no hay evidencia que se utilice en los santuarios del Norte Grande, a diferencia de Andacollo donde existen oficinas que recepcionan dinero de mandas, aunque a veces solo como complemento de la devoción de peregrinos presentes que dejan algún estipendio para la atención del templo y del fasto de la Virgen. Según los datos de van Kessel, la intercambiabilidad de la manda por dinero o alguna otra retribución era más común entre peregrinos particulares, pero entre bailarines prevalecía la exigencia de cumplir estricta y puntualmente con la promesa ofrecida. La conciencia de que la Virgen castiga la infidelidad del creyente y el incumplimiento ritual está muy asentada entre los bailarines, y en especial entre los caporales y guías de baile que lo recuerdan de manera constante.

    En la encuesta que van Kessel hizo en La Tirana en 1970, prácticamente todos los bailarines contestan que la Virgen castiga a los hombres, proporción que es casi unánime entre quienes declaran que el motivo para visitar el santuario es el cumplimiento de una manda sean peregrinos o miembros de sociedades de baile. Este castigo está calificado, a su vez, en dos tipos de faltas: castigos que remiten a faltas morales, donde la Virgen castiga a los que toman lo ajeno, a los que pegan a su esposa y a las que engañan a sus esposos; y otros que remiten a faltas cúlticas. Ante estas últimas, la Virgen castiga a los que no cumplen su manda, a los que no respetan la imagen de la Virgen y la insultan, diciéndole cosas groseras. Alrededor del 75% de los bailarines de La Tirana considera que la Virgen castiga las faltas rituales, mientras que las faltas morales son apenas marcadas en el 44% para el robo, 34% para la esposa adúltera y 29% para el abuso conyugal.

    Esta indiferencia de la Virgen respecto de las faltas morales muestra la preeminencia del rito en la conciencia religiosa del devoto de La Tirana. No se trata en absoluto que estas faltas no sean objeto de reproche o de sanción moral, sino del hecho de que no están religiosamente calificadas, y pertenecen más bien al dominio de la moral natural, que incluye entre todos los creyentes la firme convicción de que el hombre falla en forma constante en el plano de la conducta moral. La religión es un asunto que compete al rito, no a la moral. El devoto está consagrado sacramentalmente a la Virgen y lo esencial de la conciencia religiosa es el cumplimiento de la promesa ritual y el respeto debido a su imagen. Al igual que en la doctrina ritual de la Iglesia, la eficacia salvífica del sacramento es independiente de los méritos morales de quienes lo otorgan y lo reciben.

    Solo el sacramento de la confesión introduce una variante específicamente moderna en la doctrina tradicional del ex opere operato (de la infusión de gracia que introduce por sí mismo el sacramento) al exigir a los fieles presentarse ante la eucaristía con la conciencia limpia de pecados, al menos mortales. Es por esta razón que los bailarines rechazan con tanta vehemencia la confesión que observan como el recurso sacramental por excelencia de los curas. El ritual mismo carece de todo acto penitencial, e incluso purificatorio. Las compañías se presentan ante la Virgen a través de un baile de Entrada (después de un saludo somero a la Cruz del Calvario en la entrada del pueblo) e ingresan en el templo sin ningún acto de contrición ni rito purificatorio, con plena conciencia, por lo demás, de haber penetrado en un espacio sagrado. Las mandas que se pagan de rodillas, incluso con el hijo recién nacido en brazos como en el caso de Heriberto, no constituyen actos penitenciales, sino formas específicas de cumplir el rito de una manda especialmente solicitada. Los devotos tienen bastante conciencia que el cumplimiento requiere no obstante esfuerzo y sacrificio, y a menudo critican el excesivo confort que el equipamiento moderno introduce en la fiesta, por ejemplo, la posibilidad de subir a los santuarios en vehículos motorizados, de alojar en casas especialmente acondicionadas o quizás comer en exceso, pero el ascetismo de la fiesta es muy limitado y no adquiere nunca un sentido penitencial.

    La fiesta, desde luego, no conoce ayuno ni mortificación alguna, no se rechaza el dinero ni el comercio que abunda por todos lados, ni exige algún hábito de higiene o pureza, aunque nunca asume un tono carnavalesco de inversión simbólica del orden establecido. La organización jerárquica de los bailes se mantiene intacta, lo mismo que la autoridad familiar y la diferenciación sexual del trabajo, mientras los caporales son especialmente cuidadosos con el abuso del alcohol y los devaneos amorosos de los jóvenes.

    Tampoco desde el punto de vista del rito existe carnaval. El baile de los Madrid tiene un diablo, pero es obligatorio esconder la máscara para presentarse ante la Virgen (en Andacollo la prohibición es más estricta y formal, no se puede bailar con máscaras, todo debe ser a cara descubierta). Según van Kessel el Diablo y el infierno juegan también un papel, pero secundario (ver pág. 213), el Diablo molesta pero no interfiere realmente en una vida que ha sido puesta bajo la protección de la Virgen, porque no es un principio de organización cósmico que deba luchar con otro igualmente eficaz, ni la fiesta es la representación simbólica de ese combate entre el orden y el desorden como sucede en los arquetipos carnavalescos.

    El reproche que se hace a la fiesta como un lugar de desorden moral es totalmente injustificado, pero esconde el segundo motivo que enfrenta a los curas y los bailarines: la ausencia casi completa de una religión moral entre los danzantes de la Virgen. Van Kessel resume de esta manera la conciencia religiosa del danzante: La Bendición del Cielo es la suerte del que cumple con Dios, con la Virgen y los Santos y con la fe y el culto; que respeta las tradiciones y costumbres religiosas, que coopera con la religión materialmente y con aportes de dinero y que participa en el culto (del santuario). Hay que tener todos sus sacramentos: bautizo, primera comunión, confirmación y matrimonio religioso; pero también hay que ser bueno y caritativo (ver pág. 213). El orden de los factores es claro, primero están las obligaciones rituales, luego el orden sacramental de la Iglesia (excluida la confesión) y recién entonces la moral. Por el contrario, la Desgracia, el castigo de Dios, sobreviene en consecuencia de haberse renegado de Dios, su culto, la Virgen, los Santos; o de no conformarse con la voluntad de Dios que nos pone a prueba. También proviene de no cumplir con sus obligaciones religiosas, particularmente la manda, de perder la fe en Dios o en la Virgen, de abandonar la religión o burlarse de ella; o de no respetar a la Virgen, no hacerle caso cuando Ella llama la atención en sueños o en otras formas (ver pág. 213). En esta última sentencia, no se hace ninguna alusión a la disposición de la Virgen para castigar las faltas morales, y menos el incumplimiento con las exigencias sacramentales de la Iglesia.

    En los relatos de van Kessel aparecen ya los primeros esfuerzos de los párrocos de santuarios por desvalorizar el significado puramente ritual de la manda y moralizar el sentido de la devoción popular. El cura coloca en el templo de La Tirana grandes cartulinas con sentencias como éstas: Ve primero a reconciliarte con tu hermano, y después vuelve a presentar tu ofrenda, o mejor En vez de prender velas, ofrezca su aporte para las obras de caridad, y La manda más grata a Dios es: amar al prójimo y perdonar al que te ofende que van Kessel califica de gritos inútiles en el desierto (ver pág. 377). Los bailes están doblemente desafiliados del ciclo litúrgico de la Iglesia (objeción sacramental) y de la capacidad de fundar una conciencia moral calificada (objeción moral) tematizada a nivel teológico como el déficit cristológico de la religión popular.

    Cuando el cura bendice el nuevo estandarte del baile de los Rosales en La Tirana, no se ahorra sus invectivas contra el gasto excesivo de la fiesta (que bien podría destinarse a obras de caridad) y contra el ritmo litúrgico anual (se olvidan de Dios el resto del año en vez de ir a la Iglesia todas las semanas). El esfuerzo de la Iglesia por atraer a los danzantes hacia lo sacramental y moralidad eclesiástica ha sido exitoso. En un estudio reciente que replica la encuesta de van Kessel en La Tirana⁵, los resultados relativos a la motivación y sentido del baile han cambiado drásticamente. Los bailarines que declaran subir al santuario para cumplir una manda han caído de 62% a 21% y se acogen hoy en su mayoría a la expresión que antes utilizaban los peregrinos que subían por devoción. El culto mariano, en efecto, ha comenzado a abandonar la vieja estructura de la manda religiosa.

    Más impresionante es la completa inversión de la conciencia de que la Virgen castiga –que antes era unánime– y que constituía una pieza fundamental en el cumplimiento de las relaciones de reciprocidad que se contraían con ella. La concepción eclesiástica de una Virgen infinitamente misericordiosa se ha abierto impuesto sin contrapeso. Dios castiga, pero la Virgen no, le dice el cura al viejo Abdón Rosales. Hoy más del 80% de los danzantes considera inequívocamente que la Virgen no castiga, algo que comparten todos los que suben a la fiesta cualquiera sea su motivación. Además, aquellos pocos que consideran que la Virgen sanciona ya no hacen la diferencia entre las faltas rituales y morales como ocurría antaño en la encuesta de van Kessel.

    Por la misma razón, el cumplimiento de la manda ya no se presume tan perentorio como antes cuando más del 50% de los bailarines consideraba que una manda debe ser cumplida al pie de la letra, proporción que ha descendido apenas al 10% en la actualidad. La erosión de la manda es el resultado más visible de la transformación de la conciencia religiosa de los danzantes de la Virgen cuya devoción, sin embargo, no ha disminuido en estos años a juzgar por la vitalidad con que se mantienen los bailes y el fervor que se coloca en ellos. La conciencia religiosa de los bailarines y peregrinos se ha acercado mucho más a la conciencia eclesiástica, y probablemente también a las prácticas, aunque no tenemos datos comparados sobre esto. Con todo, hoy el 30% de los bailarines declara ir a la iglesia todas las semanas (una norma que suele sobre declararse pero que está muy por encima del promedio católico registrado también en encuestas) y es posible que muchos bailes hayan perdido su origen y soporte familiar y comiencen a ser organizados en las propias parroquias bajo el liderazgo de sus párrocos.

    La controversia de la imagen

    Es un hecho incuestionable que los creyentes, tanto antes como ahora, consideran que determinadas imágenes de la Virgen son milagrosas o están dotadas de gracia sobreabundante y que merecen por ello un respeto y devoción especial. Van Kessel califica esta actitud de iconolatría. Los sacerdotes hacen una distinción entre la veneración y la adoración de las imágenes que se reserva solo para el culto eucarístico, pero los creyentes no están disponibles para tales sutilezas. Una parte crucial de la teología cristológica está basada justamente en esta distinción que releva la posición eminente de Cristo respecto de María. La crítica pentecostal de las imágenes es mucho más devastadora porque contrapone la imagen con la palabra y afirma la exclusividad del texto bíblico para la comprensión correcta de Dios y sus promesas. Los curas se mantienen, en cambio, dentro del mundo de las imágenes, aunque en el marco de un conflicto muchas veces soterrado e implícito.

    Las imágenes religiosas admiten distintos grados de mediación eclesiástica-sacramental. Existen imágenes que pertenecen por completo al templo regentado por una orden religiosa o por un párroco, cuya devoción está anclada, por lo general, a una piedad sacramentalmente mediada por sacerdotes. El culto de santos, tal cual fue promovido por la Iglesia es un ejemplo de tales imágenes, pero también existen muchas representaciones marianas –enquistadas en el casco religioso de las grandes ciudades– que cumplen con estas características.

    Otras imágenes igual de milagrosas, por el contrario, carecen casi por completo de esta mediación, se ubican de una manera permanente fuera del templo y rara vez un cura siquiera las bendice. Las animitas (sin contar con que la su forma habitual remeda la apariencia de un templo) y los llamados santos populares son un buen ejemplo de esta clase de imágenes. Entre ambos extremos se encuentran las principales imágenes veneradas en la religión popular que asumen una posición mixta: se encuentran dentro de un templo formalmente reconocido por la Iglesia (pertenece al cura, como se dice a veces), pero los devotos toman posesión de ella y le rinden culto también fuera de él.

    En el estudio reciente antes citado, no fue posible decidir la preferencia de los devotos respecto de venerar a la Virgen de La Tirana dentro o fuera del templo. La respuesta inequívoca fue en ambas partes. Bailar dentro del templo ha sido desde antiguo una aspiración crucial de los bailes religiosos. ¿Por qué se nos prohíbe bailar dentro del templo?, pregunta el caporal de los Madrid al párroco de La Tirana (puesto que algunos párrocos fueron celosos en esta materia). La respuesta que le habían dado al caporal era porque allí habitaba la hostia sagrada (ver pág. 334), la presencia eucarística de Cristo (relevando la piedad cristológica de los sacerdotes). Los templos católicos, sin embargo, nunca han afirmado la exclusividad del culto eucarístico y han abierto amplias oportunidades de veneración tanto respecto de santos como de la Virgen (aunque habitualmente en altares de menor calado dentro del mismo templo).

    El frenesí de la fiesta de santuario, por otra parte, se produce en particular cuando la Virgen es levantada de su altar mayor y conducida fuera del templo. La aparición de la Virgen en el pórtico del templo es el momento culminante de la fiesta. Todas las miradas están dirigidas a captar el instante preciso de su aparición, lo que es motivo de gritos de júbilo y muestras de especial fervor religioso (comparables con los que se producen en los ritos de despedida). A propósito de la salida de la Virgen de Las Peñas en lo que se llama el canto de la Procesión, van Kessel interpreta la salida de la Virgen como descendimiento: En ese supremo momento de gracia, es cuando se alcanza la bendición de esa Virgen celestial que desciende y pasea majestuosamente por la tierra de los mortales, reanimando las fuerzas vitales de la naturaleza, y concediendo vida y perdón, favores y milagros a sus hijos peregrinos (ver pág. 154).

    La aparición de la Virgen en el pórtico reproduce aquella que sucedió fuera de un templo, en una fuente de agua, en una roca o en un árbol, usualmente lejos de una iglesia, incluso la de la aldea. La imagen milagrosa –como las apariciones reales– transcurre, en efecto, fuera de un templo, y la vitalidad original de la imagen parece refrescarse justo cuando sale de él, aunque su destino desde luego sea volver una vez que la fiesta ha terminado. Los curas nunca han sido reacios a sacar las imágenes religiosas fuera de los templos mientras se haga en un contexto de respeto y devoción.

    Las expresiones de religiosidad que desbordan el templo son características del catolicismo, en agudo contraste con la tradición clásica del protestantismo que solo reconoce espacio para la religión dentro de los templos y en la casa, pero nunca en un espacio público abierto. La veneración de imágenes marianas en grutas es tan común como las procesiones en que se saca en andas al santo patrón o la Virgen del lugar, aunque estas tienden a veces a situarse en las proximidades del templo y las procesiones están siempre presididas por el sacerdote o algún representante calificado (como el alférez en las fiestas patronales de antaño). Con todo, no solo los bailarines reconocen la posibilidad de veneración de la Virgen dentro y fuera del templo, sino también los sacerdotes lo hacen de buen grado. No se trata de que unos pujen por sacar a la Virgen y otros porque permanezca en él, y siempre se han encontrado soluciones de compromiso –no exentas de dificultades– respecto del lugar de veneración de las imágenes.

    Los relatos de origen de las imágenes de los grandes santuarios ayudan a entender esta disposición de las cosas. La narración arquetípica de una aparición mariana es la siguiente: algún pastorcillo se aleja de su aldea detrás de su rebaño y de pronto descubre una imagen que destaca por su belleza o luminosidad. Salido de su asombro se dispone a llevar la imagen encontrada a su aldea o derechamente al cura de su pueblo, pero la imagen porfía en quedarse en el lugar de su aparición original. El relato que hace Victoria Castro respecto de la Virgen de Ayquina (el santuario original de los Rosales) es característico: Han ido a ver ahí, donde apareció, ahí mismo dice que estaba, de nuevo estaba ahí. Entonces ellos dijeron, pensaban que era pa’Paniri, le han llevado a Paniri. Ese es un oratorio también ahí y allá la dejaron. ¿Quién sería en esos años? Entonces que han llevado, que han ido a dejar allá a Paniri. Dejaron, dice que estaban viniendo por el camino, de allá, montado en animales que venían, más una ‘tropa’. Ya venían por aquí en la pampa, vieron clarito que pasaba una palomita blanca así, como que pasa pa’Ayquina. De ahí que dicen ¿qué será ese blanquito? Estaban pensando. Que han llegado en Ayquina, entonces dice que ahí mismo estaba otra vez. Ahí donde estaba al lado del agua. Y han ido a ver pa’Paniri. Que no estaba. Por eso dice que han rellenado ese (lugar) y ha hecho un oratorio ahí mismo (en el lugar de la iglesia actual). Ahí la pusieron y de ahí no se ha movido nunca⁶.

    Van Kessel también incluye en el relato de Hilario Aica la leyenda de Las Peñas en términos similares: Unos pastores que llegaban atrasados a la fiesta (del pueblo de Carangas) encontraron en el camino del pueblo a una señora desconocida. Le preguntaron si no iba a la fiesta, y ella respondió: ‘Voy a otro lugar donde me adoran más’. Y de pronto se convirtió en una paloma blanca que voló al oeste. Tiempo después un curandero afligido por el gobernador llegó llorando a las rocas de Livilcar y vio llegar una paloma blanca, que se posó a descansar contra la peña. Era la paloma que vino de Carangas. Le llamó la atención al curandero, porque era muy bonita. Quería pillarla y llevarla al gobernador para pedirle compasión. Justo cuando quiso pillar la paloma, desapareció y en la roca quedó grabada una Virgen. El curandero hizo comparecer al gobernador en la quebrada de Livilcar quien finalmente acreditó la imagen y perdonó al curandero. Entonces "fueron a avisar al cura de Humagata, y este lo comprobó también y avisó a los padres franciscanos de Copda.

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