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Resumen:
La constitución de los actores colectivos es temática medular de las
ciencias sociales actuales. Descentradas de viejos paradigmas, las novedosas
formas de acción colectiva que enfrentaron en todo América Latina las
consecuencias y supuestos neoliberales, permiten pensar nuevas identidades
contingentes, surgidas desde la práctica misma y atravesadas por multiplicidad
de dimensiones. Estas prácticas colectivas, asentadas en una dislocación
hegemónica (Laclau,E. 1985) cuestionan las significaciones dominantes y
movilizan distintos códigos de atribución de sentido. De este modo, el abanico
de movimientos, movilizaciones, beligerancias y disrupciones sociales
recientes en América Latina, ensamblan en disputas por el orden social con
nuevas formas de la acción política que subvirtieron los imperativos de la
política entendida exclusivamente desde la institucionalidad.
En nuestro país, la discusión más reciente sobre los movimientos
sociales, se centró en gran medida en torno a los movimientos de desocupados
o piqueteros. Mucha producción teórica ha aportado pistas sobre las
potencialidades que estas organizaciones encarnan en torno de rupturas y
continuidades en sus procesos identitarios, sus formatos organizativos y las
connotaciones políticas de sus prácticas. Sin ahondar, diremos que resulta
insoslayable el lugar político de la emergencia de este actor que, más allá de
sus fluctuaciones, se mantiene como un interlocutor reconocido para hablar de
la pobreza urbana en nuestro país, y que ha inscripto importantes
modificaciones en cuanto a las capacidades políticas de la práctica disruptiva
de actores subalternos.
Sobre este actor, el movimiento piquetero2, se hará foco, pero
1 Lucía Corsiglia Mura (FAHCE- UNLP) 2009.
2
No pretendemos simplificar en la expresión de Movimiento Piquetero la profunda
heterogeneidad que existe entre las organizaciones de desocupados con trayectorias y
planteamientos políticos diversos y, a veces, francamente desencontrados. Menos aún,
pensando en que a partir de la asunción del gobierno kirchnerista se profundiza aún más la
heterogeneización, separándose aguas entre adherentes y opositores al gobierno. Sin
embargo, a los fines de esta exposición diremos que, acordamos con Svampa y Pereyra (2003)
en la existencia de un mínimo posible de identificación en torno a puntos comunes como la
recreación de metodologías de acción directa, la adopción de diversos formatos de democracia
1
profundizando en un campo que parece poco explorado. Se intentará
profundizar en un aspecto de relevancia, presente en la narrativa piquetera y
complementario a la radicalidad disruptiva que acompañó al proceso de
irrupción pública, sobreexplotado en la dimensión mediática y de centralidad
simbólica en torno a la disputa política. Estudiaremos las autodefensas
piqueteras, o cordones de seguridad, mencionados marginalmente en la
bibliografía sobre el piqueterismo, nacidos a partir de un discurso legitimante en
torno al derecho de “defenderse” de unas fuerzas de seguridad socialmente
cuestionadas como represivas, y constituidos después de largos años, como
estructuras que disputan, aunque más no sea simbólicamente, el monopolio de
la fuerza en manos del Estado.
El palo y la capucha, ¿un simbolismo piquetero de disputa política?.
Aclaraciones pertinentes
Antes de empezar, surge una aclaración, que en todo caso lleva a la
reflexión de hasta qué punto, la agenda mediática condiciona la agenda de las
ciencias sociales. Y es que apenas unos meses, por no decir semanas, antes
de empezar a sistematizar las reflexiones de esta ponencia, estudiar las
autodefensas piqueteras como un tema de agenda pública hubiera merecido
una serie de explicaciones acerca de la trascendencia que la temática ha
ocupado y ocuparía aún en momentos de menos relevancia mediática. Sin
embargo, el resurgimiento público reciente de la conflictividad piquetera ha
dado un nuevo marco de actualidad a la discusión en torno a la metodología de
expresión reivindicativa y de irrupción política que tiene este actor colectivo. Y,
en ese contexto, las discusiones acerca de las caras tapadas y los palos en
manos de jóvenes piqueteros desafiantes del orden y de los supuestos “modos
civilizados” de expresión pública, han colmado los anhelos de variopintos
sensacionalismos mediáticos y aparecen más actualizados que nunca.
Así mismo, aclaramos que las reflexiones de esta ponencia surgen de
reiterados trabajos de campo realizados en distintas organizaciones piqueteras
que han redundado en una serie de observaciones participantes y entrevistas a
directa que reposan sobre cierta predisposición asamblearia, la referencia a la pueblada como
horizonte insurreccional y un modelo de intervención territorial a partir de la demanda de planes
sociales y del desarrollo comunitario. Categorías que, aún con sus matices, nos parece que
siguen presentes en el universo de acción del piqueterismo.
2
lo largo de los pasados tres años. Especialmente, mencionamos que la
pregunta acerca de las autodefensas surge de un trabajo de investigación
complementario, actualmente en curso y que se centra en la subjetividad de los
jóvenes que son parte de dichas formaciones defensivas, investigación que ha
significado un nuevo abordaje de campo (aún en curso), dentro del cual se
inscriben observaciones participantes recientes en el marco de la secuencia de
movilizaciones, cortes de accesos a Capital Federal y acampe en la Av 9 de
Julio frente al Ministerio de Desarrollo Social, organizados por una veintena de
organizaciones piqueteras entre los meses de Septiembre a Noviembre de
2009, por la demanda de puestos de Cooperativas del Plan Argentina Trabaja.
3
que a la etimología de la palabra. Entre la violencia considerada como legítima
y la considerada como ilegítima media el proceso de construcción de un orden
social, siempre inestable, en el que los individuos, grupos y clases sociales se
reconocen mutuamente y disputan su lugar dentro de la sociedad.
4
reflexionar sobre la pobreza en nuestro país.
5
calles, los puentes y hasta “invadiendo” las ciudades neurálgicas con sus ollas
y campamentos); pero especialmente la imponen en el espacio político. Y entre
este lugar asignado estructuralmente, el de la pobreza profunda, y la
conformación de un actor disruptivo, media la capacidad de acción, que
atravesada por la experiencia colectiva, permitió transformar los parámetros
desde donde entender la propia subalternidad, generando claves para
identificar situaciones agraviantes, aportando al señalamiento de responsables
y a la elaboración de cursos de acción posibles.
La emergencia de este sujeto, el piquetero en tanto actor colectivo, viene
a expresar un litigio que hace visible la unilateralidad de un orden que no
incluye, es decir, un litigio que, volvemos a coincidir con Muñoz (2005) y la
utilización que hace de las herramientas analíticas de Ranciere para pensar la
politicidad del Movimento Piquetero, expresa “la parte de los sin parte”, un
nosotros que ha sido excluido de toda distribución. Siguiendo a Ranciere
(2007), vamos a asumir que “la política existe cuando el orden natural de la
dominación es interrumpido por la institución de una parte de los que no tienen
parte” (Ranciere, 2007:25). Esta interrupción del orden despierta otros sentidos
de lo que es y no es la justicia, se constituye en sí mismo como altamente
violentizador del status quo al marcar puntos de dislocación y poner en
cuestión al mismo estado de las cosas. En ese sentido, nos parece que los
puntos de dislocación que se muestran al “interrumpir el proceso natural de
dominación” lo que hacen es deslegitimar el orden y legitimar el proceso de
resistencia.
Y por eso, reside acá, a nuestro entender, el corazón de la violencia que
le endilgan al Movimiento Piquetero. Sin lugar a dudas, es sumamente violento
ver a una marea de pobres, que estaban excluidos de todo, incluso de ser
vistos por el resto de la sociedad, salir del silencio y tomar las calles,
pretendiendo revertir el espacio social que la estructura les había preservado.
Y esta violencia permite suponer la subyacencia de un temor a lo
plebeyo, a la irrupción política y a la configuración de un litigio que evidencia un
orden dislocado, abriendo la potencialidad de encontrar a partir de la acción
subalterna los puntos de sutura en un proyecto que dispute lo hegemónico.
Este temor, parece ser lo que se expresa en la impugnación permanente del
piqueterismo como actor válido políticamente hablando. La apelación a la
6
legitimidad exclusiva de los procedimientos institucionales es la forma más
recurrente para reafirmar la idea que lo excluido del sistema debe no ser
incluido a través de su propia expresividad4.
7
cuestión de la legalidad. Ríos de tinta cargan condenas morales, públicas y
judiciales contra piquetes, tomas de edificios, cortes de calle, y otro tipo de
acciones modulares que se expresan a partir de la acción directa. Y,
efectivamente, asumiremos que la forma de irrupción pública de este actor
colectivo ha incluido un repertorio de acción cargado con diversos grados de
utilización de la fuerza, constituida en sí misma como un recurso de posibilidad
y de visibilidad.
Esto a su vez, ha redundado en un tratamiento delictual por parte del
Estado, significando en una fuerte trayectoria de experiencias represivas que
han experimentado en mayor o menor grado todas las organizaciones
piqueteras y que podría decirse, constituye un elemento de relevancia en su
narrativa. En ese sentido, es factible reconocer una fuerte carga expresiva en
torno a la defensa ante procesamientos judiciales, detenciones, sucesos
represivos con heridos y hasta muertos en hechos represivos, que implican una
naturalización del tratamiento belicoso del conflicto piquetero por parte del
Estado. (Teresa Rodríguez, Aníbal Verón, Javier Barrionuevo, Darío Santillán y
Maximiliano Kosteky, son algunos de los nombres que nos interpelan para
pensar la huella que la violencia represiva ha dejado en estos agrupamientos).
Desde esta trayectoria, cobra obviedad la construcción de diversas
herramientas defensivas, ya sean las llamadas líneas de autodefensa piquetera
o cordones de seguridad, donde los jóvenes con palos y rostros tapados
parecen invocar de algún modo el ejercicio del derecho a la protesta.
Esta simbología, el palo, la capucha, la autodefensa, enerva
explícitamente el sentido hegemónico del orden y son respondidos, como ya
dijéramos, con su tratamiento fundamentalmente dentro de la órbita de lo
delictual. Sugeriremos que la irritación que genera este simbolismo, que lleva a
que en más de una oportunidad se planteen mediáticamente en forma de
equivalencias las acciones defensivas por parte de los piqueteros con
despliegues represivos (llamando por ejemplo “enfrentamientos” a las
represiones y equiparando fuerzas altamente desparejas5), tiene su origen en
que elementos como los cordones de autodefensa dispuestos para hacer frente
a las embestidas de las fuerzas de seguridad, simbolizan ni más ni menos, que
la disputa por el uso de la violencia, restándole legitimidad al monopolio de ésta
8
en manos del Estado.
Y el tema de la violencia, justamente, es un tema que siempre ha sido
complejo para su abordaje y que, en términos políticos ha quedado confinado a
los rincones de la ilegalidad, irracionalidad, precivilización (Elías), a partir de la
consagración del Estado Moderno.
En el caso del Movimiento piquetero, la expresividad pública del conflicto
que con él emerge ha sido respondida desde el estado, desde la focalización
asistencialista, o bien desde el tratamiento represivo, mientras que, por parte
de los sistemas de producción pública de sentido se ha procedido a la
descalificación normativa. Se ha mostrado al corte de calle o ruta, el cordón de
seguridad o la cara tapada como acciones propias de “la irracionalidad de un
grupo de locos”, de “los inadaptados de siempre”, “los salvajes”, entre otros
adjetivos agraviantes, reinscribiendo en la actualidad la dicotomía que en
épocas fundacionales de la Argentina se utilizara para distinguir a la
“civilización” de la “barbarie”, o, en tiempos no tan lejanos, para metaforizar a
los sectores populares con la triste alegoría de aluvión zoológico. Coincidimos
con Garriga Zucal y Moreira (2006) al sostener que estas calificaciones
generan una doble representación de la violencia y de sus actores,
confinándola a expresiones marginales y de grupos pequeños e irracionales.
Sin embargo, estas prácticas piqueteras, mostradas como carentes de sentido,
muy por el contrario, se inscriben en la lógica organizativa de expresiones
colectivas de sectores subalternos, en tensión permanente con la represión,
además de aparecer como un canal de construcción de reconocimiento social.
Difícilmente escape a ningún estudioso sobre el tema, el lugar que la
tensión ante la posibilidad represiva ha ocupado en el movimiento piquetero
desde su propio origen, que sitúa al piquete como metodología modular
inscripta como soporte de su relato identirario. Desde Cutral Có o Tartagal-
Mosconi6 en adelante, la cara tapada, la capucha, el palo, la piedra o la
gomera, se constituyen elementos no sólo materiales a partir de los cuales
intentar minimizar las consecuencias del episodio represivo, sino que además,
constituyen elementos que reaparecen en los relatos, a veces de forma épica,
como fuente de orgullo, de demostración de tenacidad de la lucha aún, pese a
6 Nos referimos a los primeros piquetes de desocupados, sucedidos en esas localidades a
partir del año 1997, que constituyen el mito de origen del relato piquetero. Ver Svampa y
Pereyra (2003)
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los dispositivos represivos del Estado7. Adquieren en ese sentido, un carácter
de insumo simbólico que parece otorgarles un valor analítico específico. Sin
embargo, no queremos detenernos ahí. Nos parece que es necesario además,
situar la relevancia que adquieren estos elementos confrontativos y
generadores de orgullo, dentro de las inscripciones cotidianas de los sujetos
que las vivencian. Así, queremos complemetar esta lectura con las tradiciones
que vienen estudiando los fenómenos de la violencia en sectores populares,
donde ésta se reconfigura como medio de construcción de reconocimiento
social y status ante la carencia de otros soportes identitarios, inscribiéndose en
las lógicas de valorización “del aguante”, de “poner el cuerpo”, de “bancar”
(Garriga Zucal y Moreira, 2006), todas expresiones referenciadoras de esta
ubicuidad de la violencia y del lugar que la corporalidad cobra como última y a
veces única frontera en los estratos más marginalizados8. Las formaciones de
autodefensa se constituyen así, en recursos constitutivos de la identidad del
movimiento piquetero, representa en algún punto la rebeldía, la mística
aglutinante del piqueterismo. Pero además, implican en sí mismas una lógica
que tiene arraigo previo en sectores marginalizados, expresándose de forma
conjunta la voluntad y capacidad de enfrentamiento de situaciones agravantes
7 Baste haber presenciado alguna vez la intensidad y la gestualidad con la que, enfrentados
cara a cara, los piqueteros cantan a los cordones de infantería o a la policía en general el
cántico hecho a posteriori de la Masacre del Puente Pueyrredón en recordatorio y
reivindicación de Maximiliano Kosteky y Darío Santillán, que expresa¨…y dale alegría alegría a
mi corazón/la sangre de los caídos se reveló/ya vas a ver…las balas que vos tiraste van a
volver/y sí señor…vamos a llenar de ratis el paredón¨; para reflexionar acerca de la inscripción
simbólica de la violencia y, más específicamente de la actitud de resistencia y lucha, que se
revive constantemente en la escenificación piquetera.
8 La violencia, es considerada por diversos autores (Castel, 2004; Miguez, 2008; Reguillo,
2008; Gentile, 2008; Urresti, 2006) un recurso de construcción de respetabilidad y
reconocimiento ante la falta de otros soportes culturales o económicos. “El uso de la fuerza
física aparece en los sectores populares como una forma propia de sociabilidad, como un
recurso valorado y como un criterio de organización que permite identificar, clasificar y
jerarquizar a las personas en el espacio social. El manejo de la fuerza física o la violencia
supone un capital específico, que permite ocupar una posición valorizada en el mundo social y
obtener así reconocimiento social y prestigio, especialmente en aquellos sectores en que esto
no se logra a través del uso de capitales económicos o culturales.” (Gentile, 2008). Llamamos
especialmente la atención sobre la dimensión de lo corporal, señalada por Urresti (2006) quien,
hablando de los jóvenes, dimensiona al sector excluido dentro de una vulnerabilidad
multidimensional, con la violencia urbana especialmente posicionada sobre ellos, donde las
formas de construcción y pedido de respeto o reconocimiento social están permeadas por la
violencia ambiente en la que viven, naturalizándose ésta como un medio de supervivencia, de
obtención de recursos o para prevalecer en cualquier discusión o situación problemática. La
violencia se vuelve una suerte de fórmula mágica, que condensa poder. Y en ese marco, el
autor señala los cambios de significación respecto a la corporalidad, situando esta idea “del
aguante” en la valoración de la fuerza física y la resistencia la dolor, a lo incómodo, a lo que da
temor, al sacrificio. En suma, Urresti, al pensar al cuerpo como última frontera, lo piensa desde
un concepto de “aguante” que se basa en una suerte de “cuerpo sacrificial”
10
leídas en clave política, con la forma de expresividad de sectores de pobreza
estructural, donde los códigos de violencia y acción directa están naturalizados
a partir de su propia cotidianeidad. En palabras textuales de un militante
responsable de la autodefensa de la CTD A V (Coordinadora de Trabajadores
Desocupados, Aníbal verón): “Sí, yo creo que a los chicos a veces lo que más
les atrae es la chalina, el palo, y después entonces discutimos con ellos hacia
quién hay que usar esa fuerza y por qué hay que usarla. Porque no es agarrar
el palo y la capucha, y tirar una piedra no más; sino que todo lo que se hace se
hace con una convicción política, sabiendo qué se hace y por qué. Y ahí se
habla con los chicos, de por qué hay que usar esa fuerza, contra quién, no?. Y
eso es lo que cambia, porque si es por saber pelear, estos pibes ya saben.
Siempre decimos acá que muchos pibes prefieren estar acá, defendiendo lo
que les corresponde, que estar tirados en los barrios, consumiéndose un paco,
matándose por 2 pesos y arruinándose su vida y la de su familia, no?”
(Entrevista realizada en el acampe piquetero realizado en la Av 9 de Julio entre
los días 3 y 4 de Novimebre de 2009)
9 Debemos aclarar que, pese a que la Constitución del Estado Moderno y de los supuestos de
ilegitimidad de las violencias por fuera de las manos del éste, existieron dentro del mundo
político y académico, las tendencias a reservar legitimidad a aquellas confrontaciones propias
de procesos contrahegemónicos. Los procesos de liberación nacional de Asia y África desde
años 50, así como las experiencias revolucionarias e insurgentes del continente
latinoamericano desde los años 60 hasta fines de los 80 dan cuenta de ello. Desde esta lógica,
esencialmente desde las tradiciones marxistas, la violencia política era vista como una forma
legítima de oponerse a la dominación imperialista y de clase.
11
plano práctico político del socialismo realmente existente) y las consecuencias
aterradoras de las dictaduras en América Latina, y especialmente en nuestro
país, parecen haber desterrado la rebelión (y por ende la violencia) del
horizonte de posibilidades de acción de los sectores subalternos.10
El universo de sentido neoliberal clausuraba toda discusión por el poder
en la explicación de la inevitabilidad de democracias excluyentes y expulsivas.
La política era banalizada y sólo asunto de las proclamadas “clases políticas” y
la violencia en ese plano, sólo sería entendida como legítimo (o legal) poder de
imposición de los sectores dominantes o bien, como fuga individual e
individualizante de sectores subalternos fragmentados, descolectivizados y
diezmados políticamente. En ese plano, la violencia sólo se presenta como
recurso de sociabilidad y reconocimiento social ante la falta de otros soportes
de construcción de prestigio en sectores marginalizados.
Esta presencia social ubicua de la violencia, asociada a la expresividad
“cotidiana” de los sectores empobrecidos leídos en clave de “clases
peligrosas”11 nos mete en el otro temor que generan estas fracciones de
sectores subalternos, organizados ahora en clave reivindicativa y política y
rompiendo las barreras de confinamiento espacial. Son pobres, entonces, casi
por definición, son violentos y encima son piqueteros. Se imponen
políticamente para dar una pelea en torno a la identificación centrada en el
desempleo pero más genéricamente en la pobreza, cambiando las matrices
desde donde entender lo que es y no es justo, interpelando desde allí, los
significados de la democracia. Sus formas de manifestación son violentas,
porque para emerger tienen que romper la imposición de exclusión; pero
aparte, incluyen una naturalidad violenta propia de sus condiciones de
existencia, donde la violencia es un recurso de socialización válido ante la falta
de soportes económicos o culturales. Estos sujetos, los “parias urbanos”
(Waqcuant, 2001), invaden en el escenario geográfico de los “incluidos”
imponiendo sus formas, su estética, sus estilos y códigos, áltamente
12
estigmatizados. Y a la vez, irrumpen en el escenario político, decodificando en
clave política su disputa por el lugar dentro de la sociedad. La impugnación de
la metodología, la escandalización por las caras tapadas o el palo de la
autodefensa, la descalificación permanente caracterizando la presencia
piquetera como “invasión” de bandas o de bárbaros parecen inscribirse, en una
suerte de clímax del temor a lo popular, condensando en esa impugnación el
temor mismo a la existencia pública de lo plebeyo.
Es en ese marco, que proponemos pensar el lugar político que ocupa la
capucha y el palo piquetero. Pensar en la disputa simbólica que da la foto del
joven encapuchado, disponiendo sobre el tránsito de la Av 9 de Julio y
blandiendo su palo frente a cordones bien armados y parapetados de la
Infantería. Recordando, a su vez, que ese joven, está ahí parado, presto a
responder a un eventual episodio represivo, en defensa de una columna más
numerosa que hace piquete para exigir ser incorporada a planes de trabajo.
No será seguramente ésa la lectura que se focalice en la construcción del
discurso público, ni mucho menos la referencia a las férreas experiencias
colectivas y comunitarias que llevan a que se pueda montar operativamente
una protesta de envergadura. La imagen que tendrá centralidad mediática, será
el joven y su capucha, asimilándose la conflictividad social a las cuestiones de
la “seguridad”, y reproduciendo sistemáticamente la caracterización de “clases
peligrosas” reinstalando la exclusión a partir del discurso público.
Lejos de eso, proponemos otro tipo de reflexión, viendo en el palo y la
capucha piquetera un simbolismo, que creemos que efectivamente disputa los
sentidos acerca del orden, y que nos parece debe hacernos pensar acerca de
las limitaciones de una democracia excluyente, aunque ya no neoliberal, que
sólo visibiliza a “los parias” que estructuralmente sigue produciendo, a partir de
su organización colectiva y de la irrupción violenta de su demanda.
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REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS:
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