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Yo soy Rafael Nadal.

¡Con cuánto más patriotismo podría haber elegido a Diego Armando Maradona!,
o quizás a Mariano Matínez, el cual, con la pueril imagen de chico perfecto que le
impuso el mercado ayudaría muchísimo mejor a la idea que intentaré explicar. Creo
dejar en claro que el nombre de Rafael Nadal podría cambiarse por el de Roger Federer,
Bill Gates, o Susana Giménez, en definitiva, el de alguien que aparentemente es feliz o,
por defecto, rico, millonario. Porque de eso se trata la idea, esta idea que asalta al
desesperado, al de cuerpo enfermizo, al inválido; esta idea se vincula mucho con la
felicidad de los otros.
Borges, el escritor más completo que conozco, utilizó mucho la construcción “de
alguna manera” para explicar ideas que no eran fáciles de explicar, ideas demasiado
abstractas, poco comunes al dialecto cotidiano y a los temas que tratamos en la charla
ocasional. En realidad yo pienso que toda la literatura de Borges es poco convencional;
gracias a su increíble dominio del idioma, podía encarar cualquier concepto en breves
palabras; sólo usaba “de alguna manera” en ocasiones especiales o metafísicas, tal vez
para franquear una lerda definición que socavaría su literatura. Yo, con el permiso de
ese gran escritor, también utilizaré la construcción “de alguna manera” para tratar de dar
a entender mi idea.
Cuando uno está deprimido, triste, o sencillamente obnubilado por la envidia,
hay un sentimiento, creo que común a todos, que es la transmutación del alma, o mejor
dicho de la personalidad, de la identidad. Uno quiere ser otra persona. Este sentimiento,
por supuesto, es relativo; se sabe que hay grados para sentir: nadie cuerdo siquiera
sospecha lo que siente un loco.
Elegí la palabra “transmutación” como podría haber elegido “empatía”, pero la
empatía está relacionada con el sentir piadoso hacia el otro, y yo quiero hablar sobre la
piedad hacia uno mismo. El deseo de transmutar es una contemplación balsámica, un
paliativo que nos es dada por, quizás, la parte menos lógica de nuestro cerebro.
Hasta aquí y con esto el lector —a menos que esté situado en un asado amistoso
con la mesa adornada de botellas vacías y rodeada de los amigos más bromistas— no
podría afirmar que su existir es consecuencia directa de su voluntad. Nadie —habrá que
acostumbrarse a las frases taxativas, al menos en este texto— nadie, en palabras menos
rebuscadas, ha elegido ser.
Ya conocerán la célebre frase filosófica que reza que “el hombre es arrojado al mundo”.
Si ahora, a un hipotético juguete de la contingencia, neonato y vació, lo animamos y le
hacemos creer en su libertad y en la democracia.
Y si —ahora, todopoderosos, nos inyectamos en su interioridad— también le
proveemos de una determinada forma de actuar, su manera particular de conducirse en
la vida. Podemos chasquear los dedos y obtener un hombre maduro o semi-maduro. ¿Y
si continuamos viéndolo crecer, como alguna vez también lo hicimos nosotros?.
Recuerdo un pasaje del que sólo me llega su contenido y no su autor, era algo así:
“sembrad un acto y tendréis un hábito, sembrad un hábito y tendréis una conducta,
sembrad una conducta y tendréis un carácter”. Aparte de ser estéticamente aceptable, es
verdad. De esta manera, por más que nuestro teórico gólem no lo quiera obtendrá un
carácter, sólo por el hecho de estar vivo. Y cuando hayan pasado, supongamos, veinte
años aparecerá frente nuestro un joven con, al menos, una preferencia de la amplia gama
que nos ofrece el mundo; con, como mínimo, una conducta; por más miserable y obvia
que sea, con una ideología. Jamás —aseguro yo y me respalda Leibniz, Shopenhauer,
Nietzsche, Heidegger, Camus, Sartre, toda la filosofía existencialista—, jamás, en
ningún momento, mi pretendido hijo escogió, eligió realmente existir; y sin embargo
está, existe en una vida “a la que ha sido arrojado”. Aún peor, ni siquiera, en la
imposibilidad de negarse a existir, ha podido escoger al menos qué vida vivir.
En ciertas ocasiones, cuando veo algún actor archi-conocido dilapidar el dinero
o a Rafael Nadal ganar un torneo, imagino el camino que les llevó hasta allí, ¿cómo
Borges llegó a ser Borges?, ¿cuántos caminos alternativos tuvo a su disposición y no los
escogió? Nadal, en una rueda de prensa, dijo que quiso ser futbolista, pero sus padres
insistieron por el tenis. ¿Qué clase de inconstancia amenaza mis planes para
convertirme en lo que quiero ser? Puedo, el día de mañana, siendo la casualidad que
soy, encontrarme convertido en el médico o en el científico que alguna vez deseé ser,
estudiando dípteros en un laboratorio de Argentina; puedo, el día de mañana, ser o no
ser lo que proyecté, podría morir dentro de cinco o siete años, podría derrumbarme
psicológicamente ante la muerte de un ser querido y nunca más salir de un encierro
cáustico, o podría terminar con una banca importante.
Borges dijo (y anteriormente lo habían dicho otros no menos calificados que él)
que el hombre es todos los hombres, dando a entender que uno solo encierra todas sus
posibilidades. Creo que a estas alturas ya nos está permitido afirmar que, de alguna
manera, todos somos Rafael Nadal, Maradona, un ganador de algún prestigioso premio,
Borges, Sábato... toda gloria (y lamentablemente también todo ultraje) hecha por otro,
mientras sea del género humano, en su juventud o en su vejez, de alguna manera nos
pertenece, pues tengamos la seguridad de que “ellos” pudimos ser “nosotros”.

ALI SANG

TIEMPO DE ESPALDAS
Sí. Maru, sí Marujita, tanto tiempo ha pasado de aquello pero una
se asusta todavía; decí que te encontré porque a veces me vienen ganas
de contarlo y no a todo el mundo, claro. Impresiona todo eso de los
leones y el tipo esa noche que salimos, hasta pesadillas tengo, loca. Vos
me vas a entender porque vos también sos del oficio y te iniciaste
conmigo en el local del Negro. Sí, ¿te acordás? El Negro le había puesto
un nombre en inglés, más paquete, pero los vagos le llamaban “Rancho
de goma” porque una nunca sabía cómo entraban tantos. Qué época,
Maru, qué época. El Negro era muy astuto, el local de día funcionaba
como santería y de noche como quilombo. Qué época, las viejas de la
Liga de Madres se escandalizaban, nos amenazaban, hasta el cura los
domingos se tiraba contra nosotras. Decí vos que el Intendente y el
Comisario eran clientes de fierro y se portaron, aguantaron todas las
presiones que si no; veinte años pasan volando y a pesar de que una se ha
pasado todo ese tiempo de espaldas con cualquier crápula encima, hay
cosas que vale la pena recordar.
El tipo cayó esa noche bastante tarde, eso de las dos y
cuando el Negro y nosotras, Maru, no sentábamos a compartir una pizza
y alguna cerveza; algunas chicas ya se habían ido, en Raíces a esa hora
no pasa nada. Pero el tipo entró decidido y en algún lado me había
fichado porque se vino derecho. Me ofreció quinientos, en aquel tiempo
quinientos pesos era mucha plata. Los otros entraban a regatear como si
una fuera una licuadora o un ropero. El tipo tenía nivel, empilchaba lo
mejor, loca. Así que dije que sí y agarré la cartera. En el cuartito del
fondo no, me dijo cuando me prendí del brazo. En tu casa, entonces? Le
pregunté mientras me acomodaba en el asiento de la camioneta. No me
contestó y salió lentamente como si tuviéramos mucho tiempo. A esta
altura yo tenía hambre y sueño y si no era por los quinientos no
agarraba viaje. En eso el Negro era macanudo, si una no quería no te
hacía problemas.
Cuando el tipo se detuvo delante del circo y me dijo llegamos,
empecé a mirarlo. De hecho que no era de pueblo, con la poca luz del
boliche no lo había visto bien, pero ahora, mientras bajábamos se me
hizo que era uno de los artistas del circo, en esas el dueño. Todos
dormían, la función había terminado a las doce y no había una luz en el
lugar.
Avanzamos entre los camiones y yo esperaba que el tipo abriera la
puerta de algún camarín o nos metiéramos en la carpa, que sé yo, Maru,
un rinconcito cualquiera o de pie, tantas veces lo hice de pie con los
menchos de Raíces, pero nunca lo que me propuso
- Ahí quiero.
- ¿En la jaula?
- Sí. En la jaula de los leones.
Entré a fruncirme. Lo miré pensando que me estaba cargando.
Casi lo puteo, casi nomás, porque enseguida pensé en los quinientos.
Aunque quinientos para tanto riesgo era poco, Maru.
- Pero ¿vos sos loco?
- No. Soy domador - me sonrió y se acercó a la jaula. Los leones
dormían. El tipo estaba por levantar los barrotes como si yo hubiera
aceptado. Del miedo no podía dar un paso, ni rajar siquiera.
- ¿Aceptás?
- ¿Por qué ahí?
- Es un gusto. Quiero darme ese gusto.
Es un gusto muy caro, le dije de pronto, además tengo miedo,
mirá si se despiertan, le digo, y el tipo se ríe y me recuerda que es el
domador, Marujita, el gran domador del Circus Magnus. Las pelotas, le
contesto, entrá vos primero a ver qué pasa.
Para qué lo dije, el tipo se metió suavemente, se paseó entre los
dos leones dormidos, se quitó el saco y lo tendió en el centro de la jaula
y me invitó:
- Vení. Son mansitos y tienen el sueño pesado.
Lo dijo como si se tratara de dos gatitos indefensos y yo como una
idiota me acerqué. Es así, le digo, quinientos es poco, por menos de mil
no me meto. Trato hecho, me contestó
y entonces cerré los ojos, Maru, por la puta plata, Marujita, y entré.
Con los ojos cerrados, al tanteo, me acosté encima del saco. Hay,
Maru, no sabés lo que es estar así de espaldas, el tiempo no pasaba
nunca, nunca, encima el guacho se quería hacer el cariñoso y yo con los
ojos cerrados y a unos centímetros los leones dormidos que enseguida
nomás se empezaron a inquietar. Él entonces me hablaba al oído para
tranquilizarme, pero yo sudaba como nunca y cuando estaba por
empujarlo y salir corriendo me acordaba de los mil pesos y todo lo que
podía hacer con los mil pesos que el tipo ya me había pagado y que
había guardado en el corpiño y una tiene sus reglas, hay que cumplir
con el cliente como dice el Negro. Así que me fui convenciendo de que
estaba en una cama, que allí no había nadie más que el tipo y yo, y toda
corajuda abrí los ojos y Maru, no sabés Marujita, me encontré con los
ojos de un león, con los ojos brillantes de un león que empezaba a
moverse, a inquietarse mientras el tipo desde el piso le hablaba, no se
qué le decía, pero el león volvió a tranquilizarse sin dejar de mirarme,
yo tampoco podía dejar de mirarlo, el terror no me dejaba cerrar los
ojos.
De regreso y en la camioneta comencé a reírme como una loca. El
tipo también se reía y me dijo que estaba muy contento porque se había
dado el gusto, que había ahorrado durante mucho tiempo para darse este
gustazo y que me felicitaba por mi coraje, que él en realidad tenía más
miedo que yo, porque él había sido el gran domador del Circus Magnus,
no de éste, que era un cirquito de pueblo, un cirquito caracha.

Orlando Van Bredam

Un relato de mierda.
Abrir la puerta, entrar, cerrar la puerta tras de mí, disponer dos cigarrillos y el
encendedor, apoyarlos en el suelo; desnudarme completamente y doblar la ropa a un
lado cuidando de que no se salpique, abrir la canilla del lavatorio, escuchar el sonido del
agua, sentarme, encender el cigarro y libro en mano dejar salir la mierda.
En wikipedia pude leer que se trata de una expresión generalmente malsonante y
polisémica; que expresa indignación y contrariedad dice la real academia.
Algunos ejemplos serán más que alumbradores para acomodarse a la definición.
¿Qué mierda pasó?
¿Cómo mierda pensás eso?
¿A dónde mierda te crees que vas?
¡A la mierda!
Es una mierda
Y un sin fin de voces tanto de interrogación como de júbilo que podríamos citar.
La palabra que ya se ha hecho presente no es otra que la mismísima Mierda.
Como ferviente impulsor de su expulsión indiscriminada es que me dispongo a abordar
este tratado sobre la mierda. Aunque sea malsonante y polisémica su pronunciación,
como bien dice wiki, la palabra trae consigo cuestiones de alta observación filosófica.
Cuantas veces me ha tocado oír la tristemente célebre siguiente frase:
-Nooo, yo entro cago en dos minutos, me limpio el culo y ya esta-
Ah! Qué feo. Qué falta de respeto por sí mismo y por el otro. Qué descuido.
Como si la mierda fuera una cosita así no más.
Es preciso que narre el episodio que me acercó a entender la cosa de otra manera y que
me hizo pensar en el gran bien que uno se hace y le hace a los otros sacándose la
porquería de adentro.
A los 18 años, cuando yo ya era un mozo grande y trabajador con barba y pelos por
doquier, me cagué como no lo había hecho nunca antes hasta la fecha, en Avenida
Rivadavia altura Once.
Fue muy trágico para mí. Muy violento.
Usted seguramente recordará alguna situación vergonzante como ésta en su vida y todo
lo que ello acarrea: el calzón que se infla y se infla y se infla y no hay modo de frenarlo,
el calzón que se infla hasta que la masa informe encuentra un hueco y cual viborilla
picarona, desciende por la pierna llevando dolor y atrocidad hasta culminar asomando la
cabecita por debajo de la botamanga.
Sobreviene el pánico, la pavura, la alarma. El rostro desencajado. La desesperanza. Las
ganas de correr hacia algún sitio. Porque uno es conciente de que hay que solucionar el
imprevisto antes de ser descubierto y ajusticiado.
Y entonces es peor porque pasada la primera impresión uno descubre que también se ha
meado, que no hay solución posible, y que el olor se ha expandido por los cien barrios
porteños. Lo siguiente es aceptar la derrota y la humillación. Poner la caripela.
Aquella vez que me cagué en Rivadavia altura Once no puede otra cosa que atarme el
buzo a la cintura y esconder las pruebas que delataban mi condición de ser humano
despreciable. Caminé por la calle evitando a los peatones que de todas formas repelía mi
figura. Los autos cerraban las ventanillas al pasar a mi lado y las madres tapaban los
ojos a sus niños.
Al llegar a casa papá me abrió la puerta como para darle un cierre estrepitoso a la
cagada. Quise despistarlo, que un padre te vea así es muy vergonzoso. Le dije que me
sentía mal y que tenía ganas de vomitar que me urgía el baño. Me dijo ¿Te cagaste
pedazo de boludo?
De los sadismos cometidos en el baño para borrar las huellas no voy a dar detalles. Sí
diré que en poco más de una hora toda la familia estaba al tanto del suceso y me miraba
como se mira a un perro agonizando.
Desde entonces me dije que la mierda es algo muy importante como para tomárselo a la
ligera.
Quienes la guardan con avaricia son proclives a rencores y humores malignos.
En mi caso apenas siento un aviso voy. No importa donde esté.
Como especifiqué antes trabo la puerta, me pongo en bolas y hago lo que tengo que
hacer. Si no hubiera traba siempre llevo en el bolsillo medio broche ya que el ritual no
puede ser demorado.
En cuanto a la calidad del excremento viene al caso decir que lo he moldeado a mi
manera y que no solo yo puedo hacerlo si no también cualquiera que se lo proponga.
Debe ser ni muy anchito (porque duele) ni bolita (porque salpica para arriba); ni muy
rasposo ni muy largo porque impresiona. Siempre uniformes, suaves, sedosos, mismo
tamaño y mismo peso. Al concluir nada de papel, eso es ser roñoso al pedo. Bidet y
jabón. Si no hay bidet se junta agua en un tarrito estirando la mano hasta el lavatorio. Si
el lavatorio esta lejos se camina hasta el medio encorvado, para no perder nada en el
camino, se trepa y se termina la faena a lo grande. A tal efecto el broche estará
asegurando la puerta así que nada de que preocuparse.
Lo que importa es sacarse la mierda. Sacarse la mierda como metáfora.
Hace poco en el Tinku boliviano muchos detractores decían:
…”escudados en una práctica ancestral estos pueblos se enfrentan en una lucha ridícula
causando heridos y derramando sangre innecesaria…”
Los participantes en cambio decían ni más ni menos que:
“Nos juntamos y nos sacamos la mierda”.
Y hete aquí el meollo del asunto. ¿Porqué guardarla?
Parece ser una constante la queja. Se ha puesto de moda. Siempre estuvo de moda con
expresiones como “que país de mierda”, “sueldo de mierda” “somos una mierda”.
Pero… ¿y quién se saca la mierda?: pocos. Muy pocos. Es preferible contenerla en este
mundillo de pseudos seguridades que nos hemos creado, en donde hay que acostarse
temprano para ir a laburar porque el trabajo dignifica, en donde conviene no mirar
mucho porque te indignas, en donde no vuelvas tarde a ver si te pasa algo, en donde si
te guardas dos monedas de un peso por día en una botella de coca cola a fin de año te
compras un jueguito para la play, en donde abundan los barrios cerrados y las puertas
blindex para guarecerse del olor, no el de los otros, si no del olor a nuestra propia
mierda.
Prueba de ésto es el mercado que se ha generado alrededor de los guardamierdas: desde
laxantes de todo tipo hasta esas típicas publicidades en donde una mujer le dice a otra
frotándose la panza:
-mmmmmRRRmmm, no sabes como estoy-
-¿Qué pasa no me digas que tenés un atorito?-le dice la otra.
-Si no te imaginás hace 15 días que nada-
-¿Y por qué no probás con este yogurt?-insiste la otra con cara de cagar como un burro
con colitis. Finalmente las dos amigas aparecen abrazadas en un hermoso plano
tirándose por el tobogán y saludando a cámara.
Lógicamente si uno se ha aguantado quince días con la porquería dentro lo menos que
puede hacer es tirarse por un tobogán con cara de estúpido.
Para ir finalizando una fórmula matemática simplísima, de tercer grado que viene justo
al caso y que es la siguiente:
Si a A -------B; a B---------C. Dicho de otra forma si a A que es una persona le
sucede B que son las ganas de ir de cuerpo, seguro que C, que es sentarse y cagar como
Dios manda. El problema radica en la alteración que le hemos infringido a la fórmula. Y
que viene a ser si a A------B; a B---------B1. B1 es aguantársela y quedarse con la
porquería adentro.
El tema señores es respetar a C y realizar la tan demodé “revolución individual”. Como
los sabios bolivianos del norte de Potosí sacarse la mugre, sacarse la mierda.
Ya que sucios por dentro no es mucho lo que se puede pretender.

Maximiliano Federico Sambucetti

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