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EL ASTEROIDE DE LA EDAD DEL FUEGO

Aunque la idea de los viajes a través del tiempo se había popularizado desde la remota

época de las imaginativas novelas de Wells, su posibilidad teórica no se transformó en

realidad operativa hasta muy avanzados los años ochenta del siglo XXI. El problema de la

transformación de la masa en energía –o en antimasa cuando fue posible superar la velocidad

de la luz– había venido impidiendo alcanzar una aceleración suficiente que permitiera a un

vehículo salir de la órbita terrestre y del tiempo actual y alcanzar espacio-tiempos siderales

sin graves consecuencias para sus ocupantes y con unas velocidades suficientes.

No obstante, los sistemas de transferencia semi-instantánea descubiertos y puestos a

punto a mediados de los años setenta hicieron posible superar la velocidad de la luz

convirtiendo la masa en energía e invirtiendo después el proceso una vez que la velocidad

aminorada lo permitía. De ambos procesos se encargaban los ordenadores de la nave.

Como piloto entrenado en diversas misiones espaciales fui seleccionado, junto con

otros dos cosmonautas masculinos y tres femeninos, todos ellos especializados en sus campos

de actividad, para llevar a cabo una misión secreta y, al parecer, relativamente peligrosa. Yo

soy el mayor de los seis y una de las cosmonautas era una joven doctora en Medicina

espacial. La segunda se ocupaba de Biología y esperaba encontrar vida fuera de la Tierra.

Nuestra expedición, retrocediendo a través de los milenios, tendría que habernos

descubierto el estado de una zona de tiempo marcada en nuestro haz de coordenadas y que

correspondería, aproximadamente, a un intervalo situado en su mayor parte en el Plioceno,

entre siete y diez millones los años antes de nuestra era, tiempos muy anteriores al homo

erectus, al homo faber y a los cuatro millones y medio en los que constaba la presencia de los

australopithecos africanos y poco después asiáticos.

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Si los planes de la NASA se hubieran cumplido según estaba programado, nuestros

ordenadores nos habrían reanimado poco antes de esa fecha y, una vez de nuevo activa, toda

la tripulación se habría preparado para explorar la zona del espacio y del tiempo marcado por

el cronor situado en el tablero de mandos de a bordo y que regía la vida en la nave.

Sin embargo el controlador de tiempos debió de haber entendido mal el propósito de

los programadores, de modo que, cuando nos despertamos, tuvimos la impresión de que

habíamos retrocedido mucho más de lo previsto. La lujuriosa vegetación y la para nosotros

desconocida orografía del lugar así parecía indicarlo. El comandante de la nave no obstante

intentó llevar a cabo la parte de la misión que se nos había encomendado, pero ello no fue

totalmente posible.

Aunque, en realidad, los resultados de la expedición superaron todas nuestras

expectativas desde el momento en que descubrimos la inesperada presencia de seres humanos

perfectos, tanto femeninos como masculinos. Junto a estos seres humanos encontramos

también diversas especies de simios en curiosa familiaridad con los primeros.

La relativa violencia del impacto al posarse la nave sobre la tierra sólida nos obligó a

detenernos durante el tiempo que duró la reparación de la parte deteriorada. Y así fue como,

sin pretenderlo y con el cuidado de no alterar en modo alguno el pasado o de cambiarlo lo

menos posible, entramos en relación con aquellos perfectos semejantes nuestros.

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No parecían especialmente tímidos y, a pesar de las dificultades provocadas por el

desconocimiento de su lenguaje, nos fue posible comunicarnos con ellos relativamente

pronto. Logramos comprender que sus antepasados sobrevivieron al impacto de algo

semejante a una “ola de fuego” que habría casi acabado con la vida en la Tierra. Nadie podía

recordar, al parecer, el incierto momento, al que se referían con sus gestos y sonidos

vagamente inteligibles, durante el cual el brutal impacto del asteroide (o de los asteroides)

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destruyó la casi totalidad de la anterior vida terrestre y de la raza humana que habitaba el

planeta antes de que las letales radiaciones se difundieron por la atmósfera terrestre. Se

trataba sólo de vagas tradiciones orales ya que, por lo que pudimos comprender, solamente

sobrevivió un reducido número de seres humanos en el otro lado del hemisferio, zona que

había sufrido con alguna menor intensidad los letales efectos de las radiaciones y en la que

tuvo lugar de modo evidente la supervivencia de los más aptos.

Según pudimos deducir, pues, de nuestro descubrimiento, debido a la intensidad de la

radiación, la mayoría de los muy escasos supervivientes, que habían encontrado un precario

refugio en aquellos apartados rincones del planeta, sufrieron mutaciones degenerativas que

los convirtieron en caricaturas de su humana perfección primitiva. Sintieron atrofiarse sus

cerebros y, antes de haber sufrido la primera glaciación de que guardaban memoria, su cuerpo

fue ya cubriéndose de un pelo hirsuto que los protegería muy eficazmente de aquel frío

glacial. Fue una eficaz adaptación al nuevo ambiente que habría encantado a Darwin si la

hubiese conocido.

Al parecer, fueron esas diversas radiaciones soportadas durante varios milenios por la

superficie terrestre las que más contribuyeron a tal degeneración. Logramos entender que

una parte considerable de los hombres y mujeres primigenios que había logrado sobrevivir

mostraran un aspecto encogido y peludo. Casi habían perdido la facultad de articular sonidos

coherentes mediante los cuales se entendían entre sí y con sus parientes de las especies

cercanas. En su lugar emitían unos gruñidos que les permitían hasta cierto punto

comunicarse, pero ignoraban el lenguaje articulado, la lectura y la escritura. Vivían sobre

todo en los árboles de las selvas más espesas junto a los seres humanos que habían logrado

superar los efectos de la citada radiación y conservaban la mayor parte de sus cualidades

primitivas. (Unos lejanos descendientes suyos serían finalmente capaces, millones de años

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más tarde, de dibujar siluetas de animales y de cazadores en las cuevas que les servían de

refugio contra el frío exterior).

No obstante, diríase que su herencia genética impulsaba a buena parte de los simios

hacia la progresiva recuperación de su estructura física y mental primera, cuando la raza

humana era hermosa, perfecta e inteligente. Poco a poco, y ante el ejemplo y testimonio de

los compañeros humanos relativamente indemnes, fueron evolucionando a través de los

milenios hasta una progresiva recuperación de la mayor parte de las cualidades primitivas,

aunque habían perdido algunas propiedades innatas que les permitían en su anterior estado no

sufrir enfermedades o superar las lesiones con rapidez. Y su actividad cazadora durante

muchos siglos sería propicia a los accidentes que podían provocarlas.

Gracias a este viaje trans-temporal, pudimos, pues, adivinar algo de lo sucedido en

aquellos lejanísimos tiempos a los que no habríamos podido llegar sin la avería (si lo fue)

producida en el programa regulador de fechas, que no se detuvo en el momento previsto por

los especialistas de la NASA en los ordenadores que debían dirigir las maniobras y que, al

reanimarnos, nos produjo el notable sobresalto al ver retroceder el cronor sin detenerse a los

siete, ni siquiera a los diez millones de años antes de Jesucristo. ¿Cuándo se habría detenido

por fin nuestra nave?

Habíamos quedado absolutamente inmóviles después del choque algo brusco en una

llanura cubierta de hierba, mientras que el cronor seguía girando sin pausa, como loco. Siguió

y siguió retrocediendo a pesar de nuestra inmovilidad, por lo que no nos fue posible calcular

con alguna aproximación en qué época nos habíamos detenido.

Sin embargo, cuando más desconcertados estábamos, descubrimos cerca de nuestra

nave a aquellos seres humanos de tan sorprendente perfección. Sus hermosas facciones y

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proporciones corporales, así como su asombrosa belleza corporal eran la norma común en

ellos. Dadas las fechas supuestas de nuestra llegada, era lo último que esperábamos encontrar.

Nos rodearon y observaron con evidente curiosidad e interés nuestra nave de

navegación trans-temporal. Nos preguntaron algo que no pudimos comprender de momento,

pero siguieron manifestándose amistosamente curiosos. Al principio, la carencia de un

lenguaje común era desesperante, aunque, pacientemente, conseguimos al cabo de cierto

tiempo un aceptable grado de comunicación con ellos.

Estábamos sin duda perdidos en un tiempo anterior a las primeras glaciaciones y muy

anterior igualmente a la caída del otro gran asteroide que acabaría bastantes milenios después

con los dinosaurios. Pero por entonces, aunque no todos, la mayor parte de los habitantes

humanos habría desaparecido ya mucho tiempo antes, por lo que no pudieron coincidir en el

tiempo con aquellos gigantescos depredadores.

O, probablemente a causa de las intensas radiaciones producidas y que afectaron a

gran parte de la superficie terrestre, la mayoría de ellos habían degenerado en simios de

especies variadas que apenas conservaban un vago recuerdo de la que, según pudimos

comprender por los dibujos de aquellos seres humanos, conocían como Edad del Fuego y a la

que se referían con signos de terror.

La carencia de restos identificables que permitieran adivinar su existencia, dio lugar al

convencimiento de que los hombres y mujeres posteriores y cuyas huellas se remontaban a

poco antes del Paleolítico representaban un gradual y continuo perfeccionamiento en su

progreso con respecto a la etapa simiesca anterior, lo que no dejaba de ser cierto, pero los

investigadores no podían adivinar que aún estaban muy lejos de la perfección anatómica de

los seres humanos de la más primitiva etapa, cuando la Tierra era todavía un bello paraíso

habitable. En la edad anterior al catastrófico impacto del Primer Gran Meteorito.

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He llegado a sospechar en algunos momentos que la avería del cronor estaba

programada de antemano. Parece que, gracias al viejo telescopio Hubble se habían

descubierto algunas intrigantes pistas y ciertos indicios, especialmente confirmados más

tarde, una vez conseguida la construcción de telescopios mucho más potentes instalados lejos

de la Tierra, lo que había decidido a la NASA a enviarnos a unos tiempos anteriores a todos

los visitados hasta entonces en los primeros viajes al cosmos.

Un sabio inglés del siglo XIX, que ignoraba todo de esta primitiva etapa feliz había

afirmado que el hombre descendía del mono. Pero murió ignorando que la realidad era

exactamente lo contrario: el mono era sólo una rama degenerada del ser humano de la

primitiva edad del Paraíso, pero que había conservado una vaga y permanente vocación por

regresar a su más perfecto estado primitivo anterior. Su afirmación fue aceptada como algo

que gozaba de todas las garantías de la Ciencia y la convicción de que el hombre descendía

del mono estuvo vigente hasta el descubrimiento de las máquinas de Tiempo y la posibilidad

de viajar con ellas hasta las épocas más remotas.

El descubrimiento de restos arqueológicos semihumanos, bautizados como “homos”

de diversas procedencias, pitecántropos o antropopitecos e identificados como seres

intermedios entre el mono, supuestamente primitivo, y el hombre resultante de la evolución

de éstos a través de los siglos, pareció militar a favor de tal hipótesis frente a las tradicionales

corrientes creacionistas.

También nosotros, salvo Esther, la bióloga de la expedición, compartíamos este

convencimiento hasta el viaje que nos puso en contacto con aquellos seres humanos

perfectos, tanto las mujeres como los varones. Había muchos niños y niñas entre ellos y eran

también unas criaturas de gran belleza. Naturalmente, las leyes de los viajes interplanetarios y

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trans-temporaleas nos impedían cambiar las circunstancias en las que vivían aquellas felices

criaturas. Esther parecía también muy feliz ante el espectáculo.

Según las deducciones derivadas de nuestro descubrimiento, los dibujos de Nazca

pueden ser más primitivos de lo que se sospecha, aunque, naturalmente, no pertenezcan a la

remotísima Edad a la que habíamos accedido en nuestra nave.

Cuando regresemos –si logramos regresar– a casa, sólo Dios sabe el tiempo que habrá

pasado desde la ignición de los propulsores que permitieron nuestra salida para un largo viaje

que tantas sorpresas nos ha deparado. Entretanto, si las peculiares frecuencias de nuestras

emisiones de radio llegan alguna vez a la Tierra desde nuestra lejanía temporal y espacial,

esperamos que la noticia de la prioridad temporal de los seres humanos sobre los simios nos

preceda en nuestro regreso a casa (al menos de los supervivientes de la tripulación en esas

fechas) y que, con la documentación gráfica conseguida, la incógnita haya quedado por fin

definitivamente aclarada.

FIN

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