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Debido Proceso

NOVELA

Jaime Alejandro Rodríguez

1999
INDICE

Primera parte:LA INDAGATORIA __________________________________ 3

1. _________________________________________________________________ 4

2. ________________________________________________________________ 13

3. ________________________________________________________________ 23

4. ________________________________________________________________ 34

5. ________________________________________________________________ 44

6. ________________________________________________________________ 52

7. ________________________________________________________________ 58

Segunda parte:EL JUICIO ________________________________________ 64

Tercera Parte:LA CONDENA _____________________________________ 154

EL ABOGADO ___________________________________________________ 155

LA PINTORA ____________________________________________________ 162

EL PROFESOR ___________________________________________________ 169

2
Primera parte:

LA INDAGATORIA

3
1.

Tenía que haber una salida. Varias veces en los últimos días, con
la recóndita intención de escucharse a sí mismo, Pavony se lo
había repetido a su asistente. Necesitaba exteriorizar sus propias
dudas; desesperadamente trataba de alcanzar pequeñas certezas,
antes de enfrentarse a lo que definiría el destino de las cosas: el
inicio próximo del juicio. Y aunque Pavony no se hacía ninguna
esperanza con la ayuda que pudiera ofrecerle el joven y brillante
abogado que le habían asignado para que lo acompañara durante
el proceso, se lo seguía repitiendo cada vez con mayor
insistencia: entre más se metía en el asunto, más claro se le
hacia que sí había una salida.

Pero la verdad era que, por más que repasaba los antecedentes y
circunstancias del caso, no conseguía encontrar nada que pudiera
ser utilizado para mitigar la tendencia —ya casi unánime— de
creer que se debía condenar a muerte a este hombre, Santiago
Mendoza, por su participación en el atroz crimen. Y, sin
embargo, estaba seguro de que había algo que no ajustaba, algo
que debía escudriñar con más tesón. Sentía, además, que hallar
esa luz que andaba buscando podría ofrecerle el sosiego que
necesitaba con tanta urgencia. Tal vez fuera posible convertir

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esta defensa en una nueva oportunidad para conjurar esa odiosa
impresión de haber equivocado el camino de su vida. Quizás
pudiera sustituir la imagen del misántropo que todos veían ahora
en él por una más conveniente a su misión.

Hacía apenas unas semanas que había visto la fotografía de Raúl,


un antiguo compañero de colegio, publicada en el periódico. La
nota anunciaba que un destacado profesor universitario había
asesinado horrendamente a su familia (la mujer y dos niños aún
pequeños) y luego se había suicidado. Sintió entonces un terrible
malestar: el mismo estremecimiento cuyos signos (ese ahogo
intempestivo, seguido de una especie de latigazo en el interior
del estómago) curiosamente había experimentado con idéntica
intensidad unos meses antes, cuando se enteró de que a Carlos,
otro amigo de la época, lo habían matado desconocidos en un bar
de mala muerte. Pero lo más extraño es que había vuelto a sufrir
ese mismo fastidio al encontrarse, apenas unos días antes, por
pura casualidad, a otro viejo amigo suyo, Guillermo, en los
pasillos del Parlamento, rodeado por una nube de agentes de la
fiscalía y un anillo más externo de fotógrafos y reporteros que
deseaban entrevistarlo y obtener así algunas palabras de quien,
en unos pocos meses, había pasado de ser el Ministro más
promisorio del equipo de gobierno a un asqueroso ejemplo de
corrupción administrativa.

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—Lo que son las espirales del destino —le soltó Pavony a su
asistente, mientras señalaba con el cursor algunos detalles en la
pantalla—, se supone que siete compañeros de la secundaria:
estos tres que te cuento, y otros cuatro: Enrique, Jaime, Oscar y
yo, tendríamos que habernos reunido hace diez años en la Plaza
Mayor de Madrid o en los Campos Elíseos en París, como
resultado de un pacto de honor que suscribimos, con sangre y
todo, la misma noche en que celebramos nuestro grado de
bachilleres; de eso, chico, hace ya veinte años.
—¿Y qué clase de pacto era ese, doctor Pavony? —preguntó el
joven asistente, sinceramente impresionado por lo que acababa
de contarle el abogado.
—Bueno, más que un pacto, era una especie de desafío a nuestro
espíritu aventurero. Recuerdo que también barajamos en su
momento otras dos posibilidades que al fin desechamos, más por
soberbia que por otra cosa: el Zócalo, en Ciudad de México, y la
Plaza San Martín, en Buenos Aires; lugares imaginados gracias a
lecturas literarias, que, como medicina bendita, aliviaban nuestra
candorosa amargura de adolescentes. Eramos unos ingenuos...
—Y supongo que nadie cumplió la cita... —afirmó con timidez el
asistente, todavía intrigado.
—Nadie, chico, nadie. Y lo peor: no nos volvimos a comunicar
entre nosotros, como avergonzados por lo que resultaba ser la
prueba de nuestra rendición. De Jaime apenas si me he enterado
que alguna vez ganó un premio literario, pero no lo volví a ver,
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ni supe más de su carrera de escritor. A Enrique lo perdí de vista
casi desde el comienzo. Sé que Oscar es músico y vive en
Belgrado... Aquél pacto de honor, hijo, se desvaneció sin saber
cómo o por qué...

Esto último lo dijo ya sin fuerza. Pavony estaba seguro de que la


decepción de los otros, si no mayor, al menos sería igual que la
que él mismo había sentido al reencontrárselos. Podía por eso
imaginar lo que dirían (o dejarían de decir) si pudieran
observarlo aquí, sentado frente al computador, con la cabeza
medio calva y esa vergonzosa barriga que luchaba por no salirse
de su camisa; si pudieran saber cuán lleno de obligaciones y
deudas estaba ahora. Pero, a lo mejor —si a uno le hubiera
alcanzado la fe, al otro la vida y al último la paz— esos tres
viejos amigos habrían sido los únicos seres aptos en este mundo
para comprender por qué él había aceptado, casi sin pensarlo, la
defensa del terrorista que acababa de ser declarado culpable de
participar en el asesinato de una veintena de personas, al hacer
explotar una bomba de alto poder en un edificio público.

Y si la rara obstinación de hallar una salida se le había


presentado al comienzo —cuando le ofrecieron el caso, cuando
la reacción inicial había sido la condena inmediata del hecho,
cuando todo el mundo pedía la muerte del terrorista, aún en ese
clima tan tenso que hizo que otros abogados rechazaran el
7
proceso—, ahora que acababa de visitar al hombre, se le
confirmaba. Como si la entrevista con Mendoza hubiera abierto
algún conducto interno desde el cual surgía una especie de
fulgor que le confirmaba la intuición que había tenido desde el
principio, incluso desde el momento mismo en que se enteró por
los noticieros de la ejecución de un nuevo atentado, esta vez en
pleno centro administrativo de la ciudad. Pero no lograba
expresar en forma objetiva aquélla primera impresión que le
indicaba que en este caso había algo distinto, algo que no
encajaba en el modelo de los otros atentados.

Aunque tenía muy claro que debía tratar de alejar de su mente y


de sus sentimientos cualquier afinidad con el acusado que
enturbiara su visión imparcial de los hechos, no podía dejar de
sentir que algo los conectaba. Acaso, ¿no existía un íntimo
paralelo entre el camino que condujo a su amigo Carlos a
vincularse con maleantes peligrosos y el que había seguido
Santiago Mendoza? ¿No debían ser similares las oscuras
motivaciones que tuvo Raúl para cometer su horrible asesinato y
las del terrorista? ¿No era la penosa decadencia de Guillermo
una manifestación más de los mismos signos que llevaron a
Mendoza a la desesperación? Pero más inquietante aún: en
esencia, ¿no era la sensación de derrota que él ahora sufría, la
misma que había arrastrado a los otros al abismo?

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En el filo; así se sentía, en el límite, como tantas veces en su
vida. Seguro que este muchachito, medio yupy, medio nerd, que
tenía al lado, entregándole no sé que información, no podía
imaginarse las penurias que él debió sufrir cuando era aún niño,
allá en su pueblo de provincia. Este muchachito sólo ha conocido
las comodidades, no los sufrimientos. Tal vez ni siquiera se
pregunta de dónde viene el agua de las llaves. Cómo se ve que su
mundo es el de los aviones y las computadoras, el de la
televisión; si hasta en su modo de vestir no hace más que imitar
los modelos del éxito que fabrican las propagandas; y anda tan
seguro de sí como si estuviera convencido de habitar el mejor de
los mundos posibles. En cambio, él jamás se ha sentido cómodo
en el que le tocó vivir, como si habitara más bien un universo
turbulento, cuyos flujos se empeñaran en zarandearlo de un lado
para el otro. Si algo tiene de memoria de su niñez (porque lo
demás se ha borrado casi por completo) es la imagen de unos
padres asustadizos y conformistas, unos seres que a duras penas
podían imaginarse otro mundo posible, aunque no porque
creyeran perfecto el suyo, sino porque se habían resignado muy
pronto a vivirlo sin discusiones. Antes, cuando se cansó de la
mediocridad de sus parientes y de sus coterráneos, había
imaginado que en la ciudad encontraría un lugar más adecuado a
sus ambiciones, pero se dio cuenta muy pronto de que ese mundo
no podía ser el suyo, de que debía luchar aquí también por
cambiarlo. Después, cuando al fin pudo ganar un sitio, se dio
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cuenta con dolor de que estaba condenado a una especie de
conformismo obligado (tal vez natural o congénito si lo pensaba
bien): no era tan fácil desprenderse del miedo como había
creído. Él ya no se asustaba con la ciudad o con el sistema, es
cierto (como sus padres, pobres viejos, que aún hoy viven debajo
de la cobijas temiendo lo peor), pero había terminado por
convertirse en un ser tan corriente como ellos. ¿Tenía, en
consecuencia, alguna autoridad moral para resentirse con el
terrorista? ¿En nombre de qué orden, de qué mundo, podía él
exigir el arrepentimiento de Mendoza? Acaso, ¿no era ese
conformismo claudicante una señal clara de su incapacidad para
calificar a alguien? Mientras él había vivido en el límite, a la
espera de una oportunidad, medroso como una gallina, Mendoza
(como Carlos y Raúl y hasta el propio Guillermo), queriéndolo o
no, se había atrevido a transgredir la línea, se había puesto del
otro lado, y desde allí lo podía mirar ahora con desprecio. La
diferencia estaba en esa frontera que Mendoza había atravesado
y que él, en cambio, temía. Si, ahora se daba cuenta de que había
vivido en el limite, y que lo había hecho no por osadía sino
como una condena.

Y esa conciencia era la causa de este malestar que lo mantenía


huraño e inseguro. A muy mala hora, porque el juicio, según le
confirmaba ahora su asistente, debía iniciarse en un poco más de
un mes y él no contaba todavía con una visión clara de los
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hechos, visión que necesitaba con urgencia, no tanto porque la
defensa significase el mayor reto de su carrera, sino por la
oportunidad —que, íntimamente, se había jurado aprovechar—
de conjurar este maldito sentimiento de derrota.

—Si sigue lloviendo, no vamos a poder llegar a tiempo, doctor


Pavony —anunció el asistente—. Sugiero que llamemos para que
nos esperen un rato más.
—Muy bien, chico, hazlo —contestó Pavony en forma mecánica,
como saliendo apenas de su profundo ensimismamiento.

Apagó el computador y se dirigió hacia el ventanal de la


oficina. Entreabrió la persiana y observó la lluvia torrencial que
castigaba con furia los andenes de enfrente. Algunas personas
corrían para ampararse de la inclemencia del tiempo.

Mientras escuchaba la comunicación telefónica del asistente con


la cárcel, una imagen absurda distorsionó su mirada de la calle.
Le pareció que alguien lo saludaba desde el otro lado. Su amigo
Carlos, muerto hacía unos meses, que le hacía señas como de
náufrago y luego profería una carcajada. Asaltado por el miedo,
soltó de un golpe las láminas de la persiana y se volvió a su
escritorio. Escuchó de nuevo la voz de su asistente.

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—Parece que hay problemas, doctor Pavony. No nos pueden
recibir ya hoy, ¿qué les digo?
—Que iremos la otra semana —contestó el abogado, un poco más
sereno. Y encendiendo de nuevo el computador, anunció
enseguida—: revisaremos otra vez esta maldita indagatoria hasta
encontrar algo que nos sirva.

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2.

En sus tiempos de estudiante, Pavony inauguró un célebre


programa de asistencia jurídica destinado a favorecer a los
presidiarios más desprotegidos por el sistema. Su sacrificada
labor de entonces hizo que se volviera un viejo conocido en las
cárceles de la ciudad. Pero, pese a esto, no lograba controlar
nunca sus emociones al entrar a una de ellas. Cada vez que
traspasaba el umbral e iniciaba el ritual de los papeleos y de los
sellos, sentía como si ingresara a un lugar ajeno a sus
referencias. No dejaba de percibir miradas y acechos, y no pocas
veces estuvo a punto de ceder a inminentes accesos de paranoia.
Sus sentimientos, sin embargo, se volvían más complejos cuando
las visitas obedecían a la defensa de algún interno. Se mezclaban
entonces la compasión, el dolor y la rabia, con el miedo; miedo
que le costaba manejar, hasta el punto de que en varias ocasiones
se vio forzado a renunciar a los casos por el temor a demostrar
demasiada inseguridad frente al defendido.

Era como si en el ámbito de la cárcel él no contara con


resguardos, como si los mecanismos de protección que afuera lo
salvarguardaban suspendieran allí su operación y él tuviera que
iniciar cada vez el aprendizaje de unas nuevas condiciones de

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sobrevivencia. Aún hoy no sabe qué hacer con los hombres que
se le acercan a pedirle limosna o con los rostros duros que le
incriminan quién sabe qué participación en su culpa. Ojos, como
esos ojos pobres de Baudelaire, le recuerdan constantemente
cuánto de su confort depende de la permanencia de ellos en la
cárcel, de su aislamiento. Rostros que se empecinan en seguirlo,
no ya por lo corredores y patios de la cárcel, como por las
galerías de su laberinto de temores. Cuerpos desechos por la
droga, pieles convertidas en retazos de costra, manos que pueden
una vez implorar y al momento asesinar, ojos que no se cierran
ni para dormir, que se agotan en las sombras del calabozo, que
proyectan su carga de rencor sobre los trajes limpios de quienes
ingresan al infierno. Como si él tuviera inevitablemente que
lavar sus culpas en una especie de caldo solidario antes de
penetrar en la intimidad del habitat. Pero una vez sobrepuestas
estas sensaciones, una vez cumplido el rito del paso, venía la
recompensa: una sonrisa sincera, una caricia sutil, un corazón
abierto. Sabía a la perfección que así eran las cosas en la cárcel,
aunque también, qué jamás era posible saber con exactitud qué
cosas pudieran suceder, qué nuevos ojos estarán acechando, qué
locura se estará gestando.

Mientras espera en el locutorio la llegada de su defendido, el


abogado vuelve a revisar el análisis de la indagatoria anterior
que, junto con el asistente, ha preparado en esta última semana.
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No ha podido avanzar mucho, sobre todo porque las
declaraciones de Mendoza no dejaban casi ningún rastro: se
limitaban a insistir en que su participación en el atentado sólo se
explicaba por una especie de inconsciencia que lo había llevado
a obedecer involuntariamente a su cómplice, el verdadero autor,
tanto material como intelectual del atentado. De un lado, esta
afirmación resultaba muy débil y en realidad nadie habría podido
sacarle ningún juego. Ya en la fase acusatoria del juicio había
resultado inútil y había conducido a la declaración de
culpabilidad de Mendoza por parte de la Corte. Pero, de otro, le
parecía a Pavony que era una manifestación muy sincera y de
alguna manera sólida, en la medida en que se mantenía intacta
hasta hoy, pese a la presión de los fiscales. Incluso Manuel
Huertas, el otro acusado, la había confirmado, echándose sobre
él prácticamente todo el peso de los actos, y asegurando así su
condena a muerte. ¿Podía entonces profundizar en esta clave?
Algo le decía que sí, que debía tratar de consolidar algún
argumento que pudiera fortalecer la percepción de atenuancia
por parte de los jurados.

En realidad, el abogado seguía su instinto y a la vez la lección


de cierta experiencia personal. Un hecho ya lejano de su
juventud que podía servirle como modelo ahora que necesitaba
encontrar una salida para llegar al juicio con alguna estrategia
concreta. Se trataba de un secreto que ni siquiera su mujer
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conoció nunca. Una situación comprometedora por donde quiera
que se le mirase, pero que ahora debía desenterrar, aún a riesgo
de caer en evidencia.

Por la época en que fugazmente perteneció a una célula


universitaria del Ejército de Liberación Nacional, fue puesto a
prueba por uno de los comandantes de la red urbana (por
entonces, una organización apenas en proceso de consolidación
y, por lo tanto, muy susceptible de errores, tal y como se
demostró con la cantidad de estudiantes que cayeron muertos
después de osadías increíbles a las que seguían descuidos
infantiles). Pedro, el comandante de la red, le había ordenado la
ejecución de un traidor detectado al interior de la célula, y él no
había podido negarse, un tanto porque deseaba congraciarse con
sus superiores, pero también por el temor de ser considerado a su
vez enemigo de la causa. Eran tiempos difíciles. Una especie de
cacería de brujas se había desatado tras los frecuentes y graves
fracasos de las primeras acciones de la red en Bogotá, y ya nadie
distinguía quién era traidor o quién una víctima inocente.

Fueron dos meses de sufrimiento y amargura. Compró el


revolver y hasta diseñó un plan minucioso que incluía el
seguimiento del acusado (en realidad un compañero de estudios
suyo, a quien conocía de lejos) y la investigación de sus
antecedentes. Entretanto, participó con él en un par de misiones
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y hasta entabló cierta amistad cordial. Aunque nunca detectó un
comportamiento irregular, no se atrevió a expresar sus dudas y
tuvo más bien que justificar varias veces la demora. A diferencia
de la mayoría de sus compañeros, quienes por lo general
mantenían una densa niebla sobre su historia personal, éste se
mostraba abierto y peligrosamente franco, lo que dificultó aún
más la tarea que se le había encomendado, pues se le fue
formando una imagen tan contraria a la que le había vertido el
comandante, que empezó inconscientemente a encontrar siempre
alguna disculpa para aplazar la ejecución. Las noches se hicieron
tan intensas y dolorosas, que ya no le alcanzaba el tiempo para
dormir lo suficiente y empezó a bajar su rendimiento en clases y
a incumplir algunos compromisos con la célula. Los pocos
momentos de descanso se interrumpían con pesadillas que ya no
le daban respiro. Estuvo a punto de huir, se comunicó al pueblo
con sus padres y les anunció que iría pronto. Incluso llegó a
pensar en utilizar el revolver contra sí mismo; pero, al fin, una
noche decidió el momento y la hora en que lo haría.
Aprovecharía una acción en la que participarían juntos, y haría
aparecer su muerte como una baja de guerra.

Las cosas, sin embargo, se desenvolvieron de una manera


inesperada. Dos días antes, se anunció la ejecución del
comandante Pedro, a quien se le encontró culpable de fraude a
las finanzas de la red y de conspiración contra la cúpula. Las
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acciones que Pedro había ordenado se suspendieron y se abrió un
proceso de desintegración temporal de las células que Pavony
entonces aprovechó para retirarse definitivamente de la guerrilla,
cosa que pudo hacer sin mayores traumas. Su amigo murió unos
pocos meses después, dado de baja en una acción similar a la que
debieron emprender juntos alguna vez.

Lo más importante de todo es que Pavony solía pensar en su


experiencia asociándola con la palabra inconsciencia, de la
misma manera como Mendoza la enunciaba en sus declaraciones:
como un estado en el que la obediencia o la compulsión de una
tarea bloqueaba el sentido de responsabilidad o de libertad, lo
que debía considerase un atenuante de los actos cometidos bajo
semejante estado. Debía aprovechar, pues, esa certeza y ponerla
en juego, de manera que el jurado pudiera comprenderla. Pero
para ello debía conocer más detalles, y eso era lo que esperaba
obtener de Mendoza en esta entrevista.

Anuncian la llegada de Mendoza. El abogado defensor, se pone


de pie y con un movimiento de cabeza le ofrece un saludo. En el
rostro de Mendoza se evidencian las secuelas de una mala noche.
Pareciera como si en el corto tiempo en que han estado en
contacto, hubiera envejecido varios años. No sólo ha perdido
cabello, sino que en su piel se han profundizado las arrugas.
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Además, las gafas que hoy trae puestas le dan un aspecto muy
demacrado a su rostro. El guardián cierra la puerta y le advierte
al abogado que cuenta con veinte minutos para la entrevista.
Mendoza se sienta. A través de la fina trama de alambres que
separa a los detenidos de sus visitantes, Pavony percibe con
fastidio el aliento demasiado cargado de ajo de Mendoza.

—Bien Doctor, y ahora, ¿qué es lo que quiere? —le lanza


Mendoza con desgano, mientras restriega su frente con la palma
de una de sus manos.
—Necesito algunos detalles de la última entrevista...
—Pero si ya le dije todo, doctor. Mire —anuncia Mendoza,
levantando la cabeza—: yo creo que lo mejor es que no pierda su
tiempo. Con la confesión de Manuel nos hundimos los dos. Es
cierto, como le he dicho ya varias veces, que no me siento
culpable, pero creo que lo mejor es resignarse. Ya sabe usted
cómo están las cosas con el gobierno. Ellos no van a
desaprovechar la ocasión que le hemos dado. Nos condenarán a
muerte a los dos, sea como sea.
—De eso precisamente es de lo que vine a hablarle, Mendoza.
De la posibilidad que he encontrado para montar nuestra defensa
en el juicio. Pero necesito su confianza, ¿me entiende?
—Yo lo único que entiendo, doctor —dice Mendoza, alzando la
voz—, es que usted también es un oportunista. ¿O me va a decir
que no tiene también sus intenciones políticas en todo esto?
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—Mire, Mendoza. Ni a usted ni a mí nos conviene ponernos en
peleas a esta hora. Quién sabe qué cucarachas le habrán metido
en la cabeza, pero lo cierto es que he estado analizando todo el
asunto, y aunque me cuesta comprenderlo, creo que puede haber
una salida. Ya sabe: nos estamos jugando el canje de la pena
capital por una cadena perpetua. Píénselo bien, porque de eso
depende que tengamos éxito, de sus ganas de vivir.
—Ganas de vivir —dice con desprecio Mendoza, levantándose
con furia—. Ese tipo de frases es el que ustedes, los que están
afuera, suelen repetirnos. Cómo se ve que no están aquí,
sufriendo toda la mierda que toca aguantar adentro. Yo no tengo
ganas de nada ya, doctor, esa es la verdad. Le agradezco su
interés, pero puede olvidarse de todo.
—No Mendoza, no diga eso —suplica el abogado en un tono
conciliatorio—. Yo creo que la vida está antes que nada. Así se
haya cometido el error que se haya cometido, se tiene el derecho
a seguir viviendo, ¿no cree?
—Bueno, suéltela pues, ¿qué es lo que quiere que le detalle? —
solicita Mendoza, un poco más calmado.
—Se trata de que podamos juntar argumentos muy sólidos para
que el jurado comprenda que usted cometió el hecho en un
estado de inconsciencia, tal y como me lo ha dicho en otras
ocasiones. Que usted no actúa, nunca ha actuado, de la manera
como lo hizo. Sólo algo muy especial pudo haber causado su
comportamiento. He pensado que si usted me escribe una especie
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de autobiografía detallada, podríamos montar una estrategia para
conmover al jurado. Que se entienda que sólo bajo presiones
muy grandes y de muy difícil repetición usted pudo actuar como
lo hizo, ¿me entiende?
—Si es por conmover a alguien creo que podría facilitarle, claro,
cuando lo tenga listo, el poemario que estoy escribiendo. No es
propiamente una autobiografía, pero...
—¿Qué? ¿Usted escribe, Mendoza?
—Si, ¿por qué? ¿No me cree?
—No, claro que le creo. Es que si usted escribe, yo podría... ¿Ha
escrito algo más?
—Si, varias cosas, pero no veo cómo...
—Yo tampoco, es una intuición que tengo. Si usted me facilita
los escritos... ¿Los tiene aquí?
—Tengo unos manuscritos y se podría conseguir un ejemplar del
libro de poemas que publiqué hace quince años, pero...
—Perfecto. ¿Cuándo me los tiene?
—Si quiere, en una semana.
—Listo. No se hable más, siga escribiendo lo de ahora y me
avisa cuando termine, ¿de acuerdo?
—Claro, pero no se haga ilusiones, son versos que escribo más
por desahogo o para mí mismo que otra cosa.
—No importa, tranquilo, no importa.

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Tras un silencio un poco incómodo para los dos hombres, el
guardia atendió el llamado de Pavony. Retiraron a Mendoza y
abrieron el locutorio. En el rostro del abogado brillaba el vigor
que le había dado el surgimiento inesperado de una muy buena
expectativa. Esas eran las cosas que lo volvían a reanimar, de
modo que su salida estuvo rodeada de buenos presagios. Incluso
el asistente, quien lo esperaba en el auto, lo notó enseguida.
—¿Algo bueno, doctor Pavony?
—Sí, creo que encontré un camino —le contestó Pavony, todavía
imbuido por el buen ánimo—. Enciende el auto y vamos a la
oficina.
—Claro, doctor, enseguida. Ah —se interrumpió el muchacho
para anunciar algo—, mientras lo esperaba llamó como tres
veces un tal Carlos Bernal.
—¿Qué? Debes estar equivocado, no puede ser. Imposible, él...

El ruido del motor ahogó el resto de la frase, y ya, durante el


camino, Pavony no insistió en el asunto. Sólo jugueteó en su
mente con la imagen de su amigo Carlos, muerto a tiros por
facinerosos en un bar de mala muerte, unos meses antes.

22
3.

El profesor Núñez no lograba desprenderse de esa fastidiosa


sensación de amenaza que lo había asaltado apenas colgó el
teléfono la noche anterior, como si, con la llamada, el abogado
hubiera violado irremediablemente su intimidad. Pero había
comprometido su reputación profesional en el caso y ahora debía
rendir ese informe que, con tanta urgencia, le solicitaba el pool
de abogados que Pavony lideraba.

Es curioso, la inercia académica había hecho que el profesor


tomara sus primeras labores como un simple ejercicio, como si
tuviera que preparar un artículo para publicar en alguna revista.
Y en verdad era algo como eso lo que le habían pedido: analizar,
desde el punto de vista psicocrítico, la producción poética y
literaria de Santiago Mendoza, en busca de lo que vagamente se
expresaba en la solicitud como “una explicación del enigma en
la personalidad del acusado”. Pero, poco a poco, aquél trabajo —
al comienzo bajo el pudor de la desconfianza, después con la
frialdad de la aplicación y finalmente con el furor del
apasionamiento—, lo fue ganando, hasta exigir prácticamente
toda su atención. Y a la semana de haber iniciado el estudio, el
profesor ya estaba, literalmente, fascinado por el caso.

23
Durante aquéllos días de intenso trabajo, el profesor se habituó a
un manejo tan diferente del tiempo y de sus relaciones con los
demás, que la mañana de la visita de Pavony le costó aceptar la
idea de tener que recibir a un extraño en su departamento. Había
admitido, sin mucha conciencia de las consecuencias, la
propuesta que Pavony le había hecho la noche anterior, cuando
en forma sorpresiva se comunicó con él. Según el abogado, era
mucho más seguro que se vieran allí que en la universidad o en
su oficina, y como el profesor no tenía mucha noción de lo que
significaba participar en un juicio, accedió sin reparos. Pero no
dejó de sentirse incómodo durante toda la entrevista.

Pavony llegó a eso de las nueve de la mañana, hora en que el


profesor normalmente tomaba el baño. Núñez lo recibió en la
sala y luego tuvo que ofrecer su informe, no sólo por escrito,
sino oralmente, acosado por la presencia de una pequeña
grabadora que Pavony traía en sus manos.

No habría podido adivinar el aspecto de Pavony. Quién sabe por


qué razón se lo había imaginado gordo y simplón. Pero ahora
tenía ante sí a un hombre moreno, alto e imponente, y que a
pesar de una incipiente calvicie lucía todavía joven;
impecablemente vestido, con pequeñas marcas de acné en sus
mejillas, pero de rostro bien delineado. Se veía que no
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practicaba mucho deporte, pero, en cambio, que le gustaba la
buena vida. Siempre con una sonrisa en sus labios —que
desgranaba sin prevención—, no escuchaba sino que platicaba
para sí mismo. Varias veces, el profesor respondió preguntas que
nada más se hacía el propio Pavony, y esto hacía que Núñez se
sintiera cada vez más incómodo, como si perdiera puntos
preciosos para la batalla.

Después de charlar un rato sobre trivialidades, Pavony al fin se


lanzó a preguntarle sobre su tarea:

—Y bien, Núñez, ¿cómo le fue con nuestro amigo?


—Pues bien, en la medida de lo posible.
—¿Muy difícil?
—No tanto lo difícil, como lo interesante.
—¿En realidad lo cree así, Núñez: interesante? —preguntó
Pavony, como tratando de punzar alguna expresión más abierta.
—Si, claro —contestó el profesor—; en el sentido de que no me
esperaba tantas cosas.
—A ver: quiero que me hable sobre el asunto. ¿No le molesta la
grabadora, verdad? —preguntó Pavony, sin dar tiempo a una
respuesta. Y entonces el profesor vio la lucecita roja del aparato,
y sintió una especie de recelo que lo cortó un poco al principio.
—Pues verá usted: la verdad es que la virtud literaria de los
escritos de Mendoza no es muy homogénea.
25
—¿Ah sí?
—Si. De los cincuenta y dos poemas que conforman su libro
publicado podrían, si acaso, rescatarse unos seis o siete que
alcanzan cierto grado de originalidad. Lo demás es clisé, basura.
Algunos poemas incluso poseen un tono tan infeliz que ni
siquiera merecieron de mi parte ninguna consideración: algo así
como lamentos o quejas sin ninguna gracia.
—No diga —murmuró Pavony, más atento a su grabadora que a
otra cosa—. Pero prosiga, no me haga caso.
—Ese desnivel en la calidad, sin embargo, me ha parecido que
puede resultar importante para la investigación. Eso y la
cronología que Mendoza, por fortuna, incluye en la mayoría de
los escritos. El hecho, por ejemplo, de que los mejores poemas
sean precisamente los escritos tras su estadía en Vancouver; la
serie esa de diez poemas, usted sabe, ¿verdad?
—Si, claro, esa. Algo leí...
—Pues bien, me ha dado una pista. Mire, la obra total se puede
organizar en cuatro partes: una primera incluye poemas que
narran algunas experiencias de la vida guerrillera. Son poemas
llenos de frases de cajón, armados como panfletos, sin ninguna
originalidad y cargados de una adjetivación exasperante. La
segunda parte contiene poemas sobre viajes, en los que se intenta
hacer una descripción emotiva de los paisajes que el yo poético
va descubriendo como extraños o sorprendentes. Aunque hay un
mejor manejo de la palabra, y la sutil inclusión de la primera
26
persona deja entrever un despegue de la expresividad —
especialmente en el último poema de la serie, titulado
precisamente: Vancouver, que anticipa lo que Mendoza hará más
adelante—, aún la calidad literaria está lejos de lo que logra en
la tercera parte: poemas de la nostalgia, donde ya la conjunción
de sentimiento, descripción y narración alcanza a generar una
efusión muy particular. Son poemas que evocan una época feliz,
por los que pasan historias de amor y desamor, donde la luz es
brillante y el ambiente se llena de calor; poemas afortunados.
Hasta ahí los poemas del libro. La última parte la constituyen los
escritos desde la prisión, que vuelven a caer en la queja y el
lloriqueo.
—Ve, yo pensé que esos podrían ser los mejores —interrumpió
Pavony—. Pero no me haga caso, yo de eso no sé nada. Usted es
el experto. Lo escucho.
—Si. Yo insisto en que la tercera parte es la más interesante.
Hay un poema, el último: ¡Qué el cielo exista!, que anuncia lo
que realmente creo que va a servir para comprender un poco
mejor los posibles cambios en la personalidad de Mendoza: el
texto narrativo.
—¿Cómo? ¿Tiene también un texto narrativo? —preguntó
sorprendido Pavony—. ¿Algún libro de cuentos?
—Si, o mejor dicho, no. Es una especie de mosaico que no se
organiza según una trama lineal: no es posible establecer con
claridad ni un principio ni un final. Los fragmentos, treinta y
27
seis en total, no se subordinan bajo ninguna secuencia lógica, y
más bien abunda la promoción del silencio y de la ambigüedad.
En ese sentido, sigue siendo un texto muy cercano a lo lírico.
—O sea que también es poesía —afirmó Pavony, como quien
hace un gran descubrimiento.
—Más o menos. Es un texto muy raro. El efecto que se impone
en la lectura es el de estar ante un álbum de imágenes, recursos,
expresiones y deseos. Su desorganización produce así mismo la
sensación de que el discurso se está llevando a cabo in situ, que
no está preparado de antemano, que es espontáneo e inconcluso.
El texto trata de decirlo todo, sin seleccionar, ni construir, como
cuando se está frente al psicoanalista. De ahí la impresión de
vacío y de ruptura; como si el poder de lo irracional y del eros
hubiera desplazado el orden de lo racional. En ese sentido, el
texto de Mendoza es subversivo, escapa de los patrones de una
expresión tradicional, autoritaria y consecuente, se refugia en el
hermetismo y la ambivalencia y se hace, por eso, tan rico en
datos psíquicos.
—No entiendo mucho, profesor, pero, por lo que dice usted, creo
que hay que profundizar por ahí.
—Si, es cierto. Mire, en el libro, por momentos, es clara la
presencia del mundo de la esquizofrenia: la profusión de
conceptos utilizados en contextos no explícitos y por tanto con
una significación totalmente diferente, apenas decidible, cosas
como Ciclos, Estrategas, Allegados, Virtudes, etc., la continua
28
fragmentación del yo, la mezcla de significantes distintos y sin
relación, y, en fin, la práctica misma de lo fragmentario y lo
aleatorio, son algunos de los rasgos de esta escritura que
permiten afirmar que el texto no expresa tanto una pesadilla
como una realidad que quiere ser autónoma y auto referente. Por
eso, sólo es posible imaginar lo narrado de un modo apenas
cercano a la experiencia cotidiana: es necesaria una especie de
lógica alegórica excedente para dar con el conjunto. Aún así no
es fácil encontrar el centro narrativo. Este apenas es una
promesa que no se cumple jamás.
—Es como el texto de un loco... que interesante lo que usted me
dice, Nuñez. ¿Y será que lo podemos probar? Eso sí que nos
serviría. Claro que habrá que expresarlo en una forma menos
técnica, para que el jurado lo comprenda. Pero eso ya lo veremos
después. Tenemos todavía más de una semana.
—No sé. Esto es apenas una visión preliminar. Habría que
confrontarlo con datos de su vida real, ¿me entiende? En
realidad, la vinculación entre texto y personalidad suele ser muy
ambigua, nunca es contundente.
—Eso quiere decir que habría que reforzar con alguna otra cosa
estas afirmaciones. Pero, por favor, prosiga.
—De algún modo, el texto también manifiesta una especie de
escepticismo radical. La referencia al mundo exterior como un
lugar en el que no puede haber ya amparo y la constante
justificación del narrador protagonista de su refugio en el
29
interior, manifiestan esa desconfianza en la cultura, propia del
nihilista, que, asqueado de la realidad, se asila en su mundo
íntimo. El fragmento que describe la transformación física del
narrador, por ejemplo, podría interpretarse como una conciencia
angustiosa de su lenta despersonalización, de la pérdida de la fe
y de la necesidad de ocultarse de un mundo que ya no tiene
ningún sentido para él.
—Mire, Nuñez. Insisto en que no sé nada de crítica, pero lo que
usted me está diciendo es bien importante. Creo que podremos
utilizarlo en la Corte. Le agradezco mucho.

Pavony guardó la grabadora en el maletín y de inmediato se


levantó de su asiento. Como si llevara mucho afán o sintiera
asco de algo, se despidió del profesor con un fugaz apretón de
manos. Luego se ofreció a enviarle toda la información
periodística que el pool había reunido en torno al caso; también
prometió hacer lo posible por obtener una autorización de visita
a la cárcel.

El profesor cerró la puerta y se dirigió a la ventana de la sala,


desde donde espió a Pavony. Con un profundo sentimiento de
repulsión vio cuando un muchacho le abría la puerta del auto.
Luego esperó a que se perdiera de vista para cerrar la persiana.
Caminó hacia el pequeño bar y se preparó un cognac.

30
¿Cómo se había metido en este berenjenal? ¿Qué lo había
llevado a aceptar su participación en el juicio? Se sentía
estrujado, aprovechado por algo o por alguien, cuya
manifestación externa era Pavony, pero que debía tener una
magnitud mayor, tan absorbente que él mismo no había podido
retraerse. ¿Era eso cierto, o estaba de nuevo sobredimensionando
las cosas, poetizándolas?

Utilizado, manipulado, así se sentía tras la entrevista con


Pavony, como si su discurso y su trabajo fueran una simple pieza
del proceso. Otra vez había actuado la fuerza viril, esa especie
de tormenta loca que lo envolvía y lo zarandeaba sin oportunidad
de ningún control. Lo peor es que se sentía comprometido, que
no veía la manera de salirse del asunto.

Jamás había tenido la fuerza para negarse a nada, no tanto por


convicción, sino más bien por debilidad. Era como su destino, su
karma. Desde niño tenía dificultades para todo. Claro: él era el
más inteligente, pero también el más bobo. Nunca pudo resistir
las amenazas de sus compañeros y terminaba haciendo por ellos
sus labores, estudiando para ellos. Sus hermanos siempre lo
ultrajaron, lo trataron como lo peor, pero a la hora de los
reconocimientos, elogiaban su inteligencia y su sensibilidad,
sobre todo su sensibilidad, y eso bastaba para perdonarlos,

31
aunque supiera qué maligna intención escondía esa palabra
sensibilidad.

Aún recuerda cómo llegó a la literatura. Un fraude, había sido un


fraude, como todo en su vida. Ese documento sobre El Quijote
que había preparado para el examen final de su bachillerato no
era más que una descarada compilación de citas de otros
trabajos, pero el profesor de literatura lo aplaudió y buscó su
publicación, y él ya no tuvo más remedio que aceptar una
supuesta predestinación literaria, una supuesta sensibilidad
excepcional, y eso lo decidió a estudiar letras. Más que el amor
sincero por lo literario fue una especie de oportunidad que la
vida le daba para que al fin se le reconociera por lo que era o
podía ser. Y ya no tuvo fuerzas para negar esa mentira que había
ido creciendo hasta volverse una auténtica bola de nieve, y que
hoy lo tenía en estas circunstancias tan incómodas. ¿Qué es la
vida de un hombre sino una gran fraude sostenido a fuerza de
pequeñas mentiras?

Tenía sus dudas, pero no sabía cómo expresarlas. De un lado


sentía rabia por quien había cometido la barbaridad de asesinar
tanta gente, pero por otro consideraba justa la apreciación de
Pavony. Más que nadie, él sabía que los textos de Mendoza
podían ser utilizados para un lado o para otro. La poesía era eso

32
precisamente: ambigüedad. ¿Por qué no utilizarlos entonces
como evidencia acusatoria?

Necesitaba pensar, necesitaba otro cognac, necesitaba llamar a


Mauricio, quizás él pudiera socorrerlo, quizás su sabiduría y su
belleza pudieran ofrecerle hoy el sosiego. Quizás él pudiera
ayudarle a quitarse de encima la asquerosa sensación de amenaza
que lo había asaltado desde la noche anterior, cuando Pavony le
había sugerido reunirse en su departamento y él no había podido
negarse.

En este momento de su vida, Núñez sólo podía confiar en


Mauricio. Su inteligencia y su tolerancia lo habían convertido
ante sus ojos en un ser perfecto. Llevaban ya casi un año
saliendo y la relación no podía ser más armónica. Con él podía
expresarse a fondo, sin temores, sin la falsa premura del amor
imposible. Además, Mauricio conocía los pormenores del caso,
hasta el punto de que varias de las más agudas observaciones
sobre la obra de Mendoza que acababa de entregar a Pavony
habían sido posibles gracias a su sabia opinión. De modo que
estaba decidido: le pediría que viniera en la tarde, para eso, para
hablar del asunto, para escuchar su opinión, para que le ayudara
a sacudirse la terrible sensación de atropello que aún lo
fastidiaba. Aunque también para sentir de nuevo el cálido humor
de su tacto amoroso.
33
4.

Sale de su departamento envuelta en un chal oscuro y tocada


con una pañoleta gris, de esas que sólo se consiguen hoy en el
mercado de las pulgas. Ella misma parece una anacronía, una
estampa antigua incrustada en un ambiente moderno, como si
viniera de otros tiempos. Pero no es vieja, ni siquiera es una
mujer muy madura, tiene a lo sumo treinta y cinco años. Camina
ligero por las aceras y sólo sale de casa para comprar lo
necesario, como si siempre llevara mucha prisa. Sus lugares de
frecuencia son las pequeñas tiendas y panaderías, y un almacén
de artículos de pintura artística en dónde es una cliente muy
conocida. Además de las compras diarias, que suele realizar en
las tardes, y de los paseos matutinos con su perro, en muy pocas
otras ocasiones se la ve por fuera de su departamento en el día.
Algunas noches, especialmente los jueves o los sábados, sale al
cine o a teatro, pero por lo regular se resguarda en su estudio.
Vive con su madre, una pequeña anciana a quien no se le ve en
la calle si no es por una urgencia médica o alguna otra causa
extravagante.

Quienes las han visto juntas aseguran que, pese a la diferencia


de edades, se parecen mucho: el mismo rostro pequeño y fino,
34
los mismos ojos verdes y algo apagados, la misma boca de
labios carnosos, la misma nariz respingada; una frente estrecha
y una barbilla plana les realza con la misma fuerza el porte. La
vieja permanece todo el tiempo en una silla de ruedas y cuando
se la ve afuera, luce nerviosa y dicharachera, como esos
animalitos que no saben qué hacer cuando ven la luz del día y
respiran el aire de la calle, después de prolongados periodos de
encierro. La mujer entonces empuja la silla por las aceras,
tratando de esquivar el contacto con los transeúntes o pasando
indiferente entre los vecinos, que ya se han acostumbrado a sus
rarezas.

Hace por lo menos veinte años viven en el barrio y hace quince


que no cambian de departamento, desde cuando pudieron
comprarlo, tras la muerte del padre y de los hermanos en un
accidente de aviación. Cuentan además con una pensión
vitalicia, heredada por la madre, que les permite vivir en forma
modesta y sin mayores apuros. Llevan en apariencia una vida
tranquila y en el vecindario ya nadie reprocha sus actitudes
antisociales. Se podría decir que las han olvidado y que ellas se
benefician de una aparente resignación.

Hoy por hoy, los únicos testigos del modo de vivir al interior del
departamento, son los modelos que por épocas contrata la mujer
para sus labores artísticas. Hasta hace diez años, ella también
35
impartía clases de pintura y vendía cuadros los días sábados,
cuando la gente podía ver su exposición. Pero ya no hace ni una
cosa ni la otra. De modo que la versión de los modelos es la
única; aunque resulte incompleta, pues su paso por la
habitación se limita a entrar por el corredor principal, seguir
directamente al estudio, y volver por el mismo camino. Lo único
que se sabe es que las demás puertas permanecen cerradas, que
el ambiente es oscuro y oloroso a humedad, que el canto
susurrante de la anciana no para en todo el día y que todo el
tiempo se siente en el aire la turbiedad de la tristeza.

Pero la niebla de su presencia ha hecho que la imaginación de


la gente se suelte y más de un mito rueda por ahí completando el
cuadro de su modus vivendi o deformándolo. Se dice, por
ejemplo, que a muy altas horas de la noche ingresa un hombre al
departamento, que se puede escuchar su voz si en el edificio hay
mucho silencio y que suele salir antes de la madrugada. Otros
afirman que el hombre aparece por temporadas, con una
frecuencia incalculable y que permanece adentro días y hasta
semanas y entonces se vuelve a ir. Otros más osados afirman
que ella simplemente selecciona de entre sus modelos el amante
de turno y la modalidad de su convivencia y les paga para
satisfacer sus apetitos de hembra.

36
Hubo una época en que la anciana no vivió con la mujer; en
apariencia porque tuvo que recluirla en alguna clínica por un
tiempo prolongado. Pero hay quienes afirman que la anciana
murió y que para suplir su ausencia adoptó a otra, con quien
convive ahora. También se escucha esta misma versión, pero con
el ingrediente adicional de que la muerte de la anciana llegó de
manos de la propia mujer. En todo caso, los comentarios llegan
a ser de lo más fantasiosos. No dejan de circular, por supuesto,
las viejas acusaciones de brujería y de otras depravaciones, y
hasta se asegura todavía lo que hace unos años se comprobó
como pura especulación: que las dos mujeres realizan con cierta
frecuencia misas negras y otros rituales satánicos.

En realidad se trata de una antigua estudiante de artes plásticas


a quien el destino ha golpeado con más de una desdicha. Siendo
aun una niña fue violada por un tío suyo y del trauma le
quedaron secuelas psicológicas graves, que le impidieron llevar
una vida afectiva del todo corriente. Más tarde, tuvo que
presenciar la muerte de su novio, quien, al atravesar una calle
sin precaución, por la prisa que llevaba para cumplirle una cita,
fue arrollado por un automóvil. Finalmente debió soportar la
muerte simultánea de su padre y de sus tres hermanos, a quienes
perdió en un absurdo accidente aéreo.

37
Pero quizás la tragedia más grande es la que ahora vive a
diario: el cuidado de su madre loca.

***

Sale de su departamento envuelta en un chal negro y tocada con


una pañoleta gris, de esas que sólo se consiguen hoy en el
mercado de las pulgas. Ella misma parece una anacronía, una
estampa antigua incrustada en un ambiente moderno, como si
viniera de otros tiempos. Ha recibido ayer una notificación y,
como suele suceder con las cosas que requieren de su presencia,
se ha tomado muy a pecho el asunto. Por eso no ha dudado un
momento en romper su estricta clausura y ha resuelto ir hoy
mismo al lugar de la cita. En la esquina de su alcoba, sobre un
sillón grande de terciopelo, como un inmenso feto, se ha
quedado acurrucada su madre, y aunque le ha explicado varias
veces la urgencia de su salida y le ha dejado a su alcance las
cosas que necesitará mientras ella esté afuera, la anciana se ha
quedado mirándola con esos ojos de reproche que nunca
cambian. Y son esos ojos los que lleva la mujer todavía
empotrados en su mente, cuando arriba al edificio a dónde ha
sido citada. Ojos que no la dejan mover a su gusto, que la siguen
para donde ella vaya; ojos que descubren sus más recónditas
intenciones, que demandan con un ligero parpadeo sus

38
requerimientos, que aún en la distancia avisan sus ansias, que
vierten a toda hora el rencor.

Aunque su modo de vestir responde a una necesidad de pasar


desapercibida, la verdad es que por lo general produce un efecto
contrario; tal vez el mismo que produciría si se vistiera con
minifaldas y se maquillara para resaltar su belleza. Pero ella no
lo comprende así y por eso se molesta tanto cuando alguien se
queda mirándola, como ahora en el ascensor. Sin embargo, lleva
tanta prisa y hay tanta expectativa en su cabeza que, apenas sale,
olvida el rostro del hombre que ha estado observándola con tanto
interés durante el trayecto de cinco pisos que han hecho juntos;
tampoco se percata de que se ha quedado detrás de ella,
conversando con alguien, a la entrada de la misma oficina a la
que ha sido notificada.

Ya en el despacho, presenta la boleta y exige inmediata atención.


Una secretaria recibe el telegrama, pero ni siquiera la mira y le
pide que espere. La mujer se impacienta muy pronto y vuelve a
exigirle a la empleada que la atienda.

—Señorita, usted no entiende —clama la mujer—, tengo una


enferma en casa que necesita de mi cuidado. No puedo
demorarme mucho y necesito saber para qué he sido citada.

39
—Mire señora —le contesta la empleada casi con cinismo—, sus
problemas personales no son de mi incumbencia. Usted debe
esperar como los demás a que le llegue el turno.

Esperar, como si esta muchacha supiera lo que es esperar.


Esperar ha sido su vida, precisamente esperar. Esperar una mejor
existencia, esperar la suerte que otros han tenido, esperar alguna
recompensa a su sacrificio, esperar el reconocimiento de su
labor. A lo mejor esta muchacha ni siquiera ha visto una obra de
arte en su vida y se cree sin embargo dueña del mundo. Ella no
sólo tiene cientos de obras que ha hecho con paciencia, con esa
paciencia que la vida le ha asignado como ley a su misión, sino
que ha despedazado otras miles, pues su trabajo le exige incluso
la serenidad para deshacerse de lo poco valioso, de lo mediocre.
Con cuánto gusto se desharía ahora mismo de esta empleada; un
ser mezquino, forjado seguramente en la estupidez de su
ambiente, en la miseria de su destino. Arrojarla a la basura o
incendiarla en la chimenea, eso quisiera, como ha hecho con más
de un lienzo allá en casa; lienzos que valen más, mil veces más,
que la miopía de esta chica, lienzos nacidos de su
responsabilidad, del cumplimiento de su deber, de la exigencia
que se ha impuesto en su tarea. Una exigencia que nadie
comprende, porque ni siquiera sus colegas tienen la capacidad
para hacerlo. Siempre la han menospreciado, asumen la corta
visión de sus criterios como única clave de aprobación y ya nada
40
puede entrar al recinto sagrado que han erigido que no responda
a sus reglas. Están locos, todos están locos; han querido reducir
el arte a unos simples preceptos que responden más a la moda
que a la hazaña real del artista: su aventura interior. Ellos jamás
han vuelto su mirada al interior de sí mismos; jamás aprendieron
a cerrar los ojos y por eso se deslumbran tan fácilmente con las
sorpresas que da la tecnología o la televisión. Están tan
confundidos que han perdido el horizonte y se embelesan con
simulacros de obras, con trampas de color que no poseen ya ni la
profundidad, ni la espesura de las indagaciones intelectuales más
atrevidas. Puras contorsiones vanguardistas que difícilmente
pueden impactar más allá de una primera impresión falaz.
Cuántos genios incomprendidos, cuánto talento desperdiciado en
aras de una especulación que las galerías ponen a circular. Su
obra es única y por eso no puede ser comparada con ninguna
referencia. Su obra es única como ha sido única su propia vida,
tan llena de recovecos y obstáculos que sólo se explican porque
algo le espera al final. No es posible saber con exactitud qué es
eso, pero tiene la certeza de que alcanzará una recompensa a su
obra y a su vida tan llenas de tropiezos. Eso le dice a su madre
que no comprende tampoco. Pero no por estupidez, como esta
muchacha, sino porque se le ha agotado el juicio. La anciana ha
sufrido tanto o más que la mujer y ha sido como una especie de
puente entre su vida y su obra. Su destino final será también
convertirse en parte de ella. Existe una especie de relación
41
perversa entre la magnitud de su juicio y la de su creación. Lo
sabe. Ella lo sabe: del agotamiento de su juicio depende la
magnificencia de su obra. Por eso, debe cuidarla: para que la
desmesura de sus desvaríos siga sirviendo de fuente de su
inspiración. Sin los gritos que la loca da al anochecer, sin la
descripción de sus alucinaciones, ella no podría emprender la
tarea diaria de su obra. Entre más aberrantes son sus imágenes,
más cerca está ella siempre de alcanzar la perfección. Pero no
todo lo que grita o describe la anciana en sus crisis puede ser
llevado a la imagen. Debe hacer un gran esfuerzo para hacer que
eso que la loca le regala en sus delirios, pueda plasmarse en sus
telas. Horas de paciencia que pueden fácilmente culminar en el
tarro, miles de pinceladas que pueden conducir al vacío. Una y
otra vez, sin descanso, hasta que la obra quede culminada, hasta
que la imagen que refleje el lienzo corresponda a la delirante
visión de la loca. Por eso necesita cuidarla, para que su
inspiración no se acabe, para que sus cuadros se acerquen a esa
perfección que necesita alcanzar. Detrás de ella está la
recompensa final. Esa, por la que debe esperar con paciencia. Y
esta muchachita le pide esperar, como si supiera qué es eso.
Esperar ha sido su vida, precisamente esperar. Esperar una mejor
existencia, esperar la suerte que otros han tenido, esperar alguna
recompensa a su sacrificio, esperar el reconocimiento de su
labor...

42
De pronto escucha la voz de la empleada:

—Buenos días, doctor Pavony.

La mujer, saliendo de su arrobamiento, levanta la mirada, y


descubre al frente el mismo rostro del hombre del ascensor.

—Gracias, señorita —responde Pavony—. Voy a atender de


inmediato a la señora. —Saluda a la mujer con una sonrisa y,
dirigiéndose a ella, le ruega—: siga a mi oficina, por favor.

43
5.

Sabe que se ha vuelto famoso porque acostumbra comprometerse


con los casos más difíciles, con esos que suelen estar
condenados de antemano al fiasco. Sabe que esperan de él que
les de la vuelta, que ponga en escena su destreza para
encontrarle a cada uno su borde refractario, la muralla contra la
que han de estrellarse las pruebas más sólidas, esa perspectiva
antagónica que nadie había previsto. Pero sabe también que, a
diferencia de lo que suponen muchos, no lo hace motivado por
alguna oscura convicción política, sino más bien por la simple
consecuencia de llevar a su extremo la lógica misma de la
defensa: nadie es culpable de nada hasta que alguien compruebe
sin duda lo contrario. Sabe que esa misma habilidad lo ha ido
convirtiendo en un ser insensible, al que incluso hoy se le
dificulta distinguir el bien del mal, lo defendible de lo que no lo
es, embelesado como llega a estar a veces por el puro placer del
desafío. Sabe igualmente que por eso hay quienes lo acusan de
mercenario y que en algunos círculos hasta se le conoce como La
hiena, en alusión no tanto a que se nutra de sobras jurídicas, sino
a que termina dando siempre la impresión de que se ríe de todo.
No es que sea un escéptico, no es que haya dejado de creer en el
amor, sino que de tanto cohabitar con las pestilencias del

44
fracaso, éstas se han convertido en su atmósfera natural; ha
hecho de la derrota el escenario de sus luchas y ha sido por eso
capaz de mirar de frente lo oscuro, lo inhóspito o lo macabro, y
ha aprendido a iluminarse con fuegos fatuos, con débiles
antorchas, con la desapercibida luz de los meteoros. Sabe
moverse entre las multitudes sin que se le reconozca, sabe cubrir
grandes distancias dando apenas algunos pasos, ha ejercitado con
sapiencia el arte de construir túneles imprevistos, de transitar
por los atajos, de salirle adelante a cualquier consecuencia.

Tal vez por eso, el joven abogado asistente que lo acompaña


anda tan atento a sus más leves movimientos, con una
expectación tan grande por cada cosa que hace o se le ocurre,
que a ratos parece estupidez pura. El muchacho desea aprender
de quien es considerado un maestro, pero el abogado sabe muy
bien que en realidad no hay nada que aprender, que no hay
fórmulas mágicas, que todo se reduce a un deambular por el
límite, y para eso no hay técnicas infalibles, puras intuiciones,
simples accidentes. Quizás por eso se ha negado a enseñar en la
universidad, por eso y por la gran dificultad que tiene para
comunicar verdades, incluso cuando tiene que formularlas para
sí mismo. En cambio, suele moverse a gusto en medio de la
incertidumbre, tanteando a ciegas, arañando las paredes con su
pezuña; aunque a veces suceda lo de anoche: ese horrible sueño,
cuyas secuelas le han estropeado el día.
45
Hacía rato que no le ocurría: sentirse atraído en forma tan
incomprensible. Desde cuando perdió a su mujer (de eso hace
más de diez años), ha vivido como el perfecto solitario y no
porque hubiera querido hacerle honor a su recuerdo o nada
parecido, simplemente porque sus obligaciones no le permiten
emprender ya ninguna aventura de la envergadura del amor. Se
ha contentado por eso con amantes furtivas o romances
esporádicos, sin consecuencias, sin huellas; por lo general
colegas, con las que puede desarrollar a la vez su labor
profesional. Además, y tal vez por eso mismo, no había vuelto a
sentir el pinchazo de la seducción, siente miedo y se cubre con
máscaras o endurece a tiempo su armadura. Al amor le sucedía
lo que a las otras cosas de afuera: difícilmente podía atravesar la
densa niebla que él había resuelto soltar sobre su vida. No puede
afirmar por eso que la sensación de ayer haya sido producto de
una embestida del amor, tal vez no haya sido más que la reacción
natural por una presencia tan extraña e ininteligible como la de
esa mujer que había citado en su oficina con la intención de
persuadirla para que le sirviera como pieza en su estrategia de
defensa. !Que excelente dato había conseguido: una pintora que
conocía la historia secreta de Mendoza!

Pero el encuentro lo ha dejado intranquilo, inquieto, ha resonado


toda la tarde; luego se ha escurrido por algún flanco débil hasta
46
sus sueños y finalmente lo ha envuelto en esa angustia que ahora
le dificulta tomar el refrigerio que el joven abogado ha pedido al
mesero de la cafetería donde se encuentran esperando al hombre
del juzgado con el que se han citado. Siente como si algo se le
hubiera atorado en la garganta, algo intangible, pero contundente
que le impide respirar con naturalidad.

La pesadilla lo había devuelto a esos parajes de su infancia que


tanto temía: el baño de sus padres y el cuarto de Sanalejo... Se
encontraba cenando en familia, cuando se desató una tormenta
que no tardó en hacerse tan intensa como para romper los vidrios
y colarse hasta el interior de la casa. De pronto, como si una
fuerza inaudita lo sorbiera, fue arrastrado por un remolino hasta
el baño, donde tuvo que presenciar cómo era baleado en la
cabeza su amigo Carlos: trozos de su cerebro saltaron desde el
cráneo a las paredes y un hilo de sangre empezó a manar de su
nariz y a crecer hasta convertirse en un río, por donde, girando
como una veleta loca, Pavony fue empujado hasta el cuarto de
los cachivaches. Una oscuridad aterradora se apoderó del recinto
y al comienzo no lograba moverse, como si su cuerpo se hubiera
paralizado de golpe; pero, al fin, a tientas, encontró la cerradura
de la puerta. Al intentar salir sintió que unas manos atrás lo
tomaban de los hombros. Entonces, al volverse, descubrió el
rostro de la mujer de la oficina, la extraña pintora, que surgía
desde las sombras, y en seguida sufrió la luz intensa de sus ojos
47
verdes como flamas que lanzaban fuego sobre los suyos...
Despertó fastidiado por los primeros rayos del sol.

Ahora volvía a llover.

—Pide más bien un aguardiente a ver si se me quita este ahogo


—soltó con toda naturalidad el abogado, pero sin dejar de
sostener su frente con las dos manos.
—Si, si doctor —admitió con sorpresa el joven asistente—, lo
que usted quiera. Pero cuénteme: ¿se siente usted mal?
—Sólo un poco aturdido. Debe ser cansancio y nada más.

Cada vez que alguien abría la puerta de la cafetería, sentía como


si todo el ruido de la calle se volcara sobre su cabeza y le
rasgara los tímpanos. Por eso decidió que sólo esperarían cinco
minutos más. Al fin y al cabo podía revisar la lista otro día. A
través de la ventana podía observar esa curiosa barahúnda de
gente que corría como enloquecida de un lado a otro,
esquivándose hábilmente, llevando mensajes o papeles. Cuántos
casos dependían de esos movimientos azarosos, de la
puntualidad de un abogado o del estado de salud de un burócrata.
Cuántas personas empezaban hoy a sufrir la agonía de un pleito,
cuántos podían hoy terminarla. Recordó al amigo que unos días
antes le había pedido el favor de ayudarle a acelerar la custodia
de su hija y al que, después de haberse ocultado por meses para
48
evitar una captura, había resuelto presentarse a las autoridades.
A ambos les había prometido ayuda, pero no había hecho nada.
Y no porque lo hubiese olvidado o porque no tuviera el tiempo o
los contactos, sino porque no le importaba hacerlo, como si una
coraza de insensibilidad se hubiera ido tejiendo sobre su cuerpo,
sin que pudiera hacer nada por detener sus estragos.

—Aquí tiene su aguardiente, doctor —le anunció el joven


asistente
—Gracias. Me lo tomo y nos vamos —advirtió el abogado.
—Como usted diga.

En ese momento se volvió a abrir la puerta de la cafetería.


Además del ruido, esta vez el frío castigó el rostro del abogado.
Apareció en el umbral el hombre que esperaban. El joven
asistente hizo unas señas y el hombre se dirigió a la mesa donde
se encontraban.

—Buenos días, doctor —saludó—. Disculpe la demora, pero sólo


pude volarme hasta ahora.
—Tranquilo, señor Martínez, ¿se toma algo? —le sugirió el
abogado.
—No doctor: es que tengo que volver ya mismo —explicó el
hombre—. Aquí le traigo lo que me pidió.
—Le agradezco mucho. ¿Está completa?
49
—Si. Ya están incluidos los datos de la persona que faltaba. Ahí
también están sus antecedentes.
—Perfecto, señor Martínez. De nuevo, gracias.

El hombre se alejó de la mesa, saludó a un par de conocidos y


salió de la cafetería. El abogado entonces empezó a ojear el
papel que le habían traído: una copia de la lista de los jurados
que habían sido nombrados para su participación en el juicio de
Mendoza. Con un estremecimiento inadmisible en él, comenzó a
leer uno a uno los datos; a medida que avanzaba, trataba de
hacerse una idea del conjunto. Había allí varios empleados, dos
amas de casa, un par de abogados, tres estudiantes. Le temblaban
las manos y de pronto se le aflojó uno de los codos con los que
se apoyaba en la mesa. La hoja se alcanzó a rasgar por el brusco
movimiento de su brazo que quedó de pronto en vilo. El joven
asistente reaccionó:

—¿Sucede algo, doctor Pavony?


—No, no es nada —se apresuró a contestar el abogado.

En su rostro se dibujó involuntariamente una mueca que le


deformó la boca, pero se levantó enseguida, como tratando de
abreviar la mortificación que le producía haberse puesto en
evidencia. Se dirigió a la salida, mientras el joven auxiliar
cancelaba la cuenta, y ya en la calle volvió a recuperar la
50
tranquilidad. Saludó a un par de colegas que se dirigían a la
cafetería y en su ademán volvió a aparecer, espontánea, el aura
de invulnerabilidad que lo caracterizaba.

51
6.

Todavía podía negarse. Era, según se lo había explicado el


abogado, apenas un primer emplazamiento a participar como
testigo de la defensa en el juicio de Santiago Mendoza y, aunque
en principio se sentía obligada, podía acudir a varias excusas.
Una, por supuesto, el cuidado de su madre.

Había oído del asunto en los noticieros. Se trataba de un caso


muy importante, nada menos que terrorismo, y el gobierno
parecía muy ansioso de ofrecer una especie de castigo ejemplar.
Pero las cosas se habían complicado, pues, aunque declararon
culpables a los dos criminales, uno de ellos había admitido una
especie de coacción sobre el otro, lo que permitió la posibilidad
de una apelación de la condena para este último. De modo que se
decidió que la ejecución se llevaría a cabo sólo tras la
celebración de este segundo juicio. En el caso de que se
confirmara la condena, se producirían las dos ejecuciones
simultáneamente; pero en caso de que surtiera efecto la
apelación, sólo se realizaría la de quien había admitido hasta
ahora toda la culpabilidad. El asunto tomaba, pues, tintes
políticos complejos, ya que el hombre que había apelado era, ni
más ni menos, uno de los jefes guerrilleros amnistiados del

52
proceso de pacificación de hace diez años, quien regresó al país
después de cumplir una labor humanitaria muy destacada en un
organismo de solidaridad internacional en Vancouver, Canadá.
En cambio, el otro, el que se había echado sobre sí toda la culpa,
era poco menos que un desconocido, lo que hacía pensar que tras
el proceso mismo de apelación y en el interés de que se salvara
este hombre, se tramaban oscuros móviles.

Volvió a leer todo esto en la prensa y esta mañana escuchó un


resumen del caso en el noticiero. No podía sustraerse a la
fascinación que había producido el asunto. Al fin y al cabo hacía
parte, irremediablemente, de un país embelesado por la muerte y
por la violencia, y aunque se había jurado muchas veces no
prestar atención a las estupideces de los noticieros, terminaba
encendiendo el televisor en forma compulsiva, ya sea con la
excusa de descansar un poco de la extenuante labor de la pintura,
ya con la otra de acompañar a su madre, quien en cambio, no
apagaba el aparato en todo el día.

—Si mija, yo también estoy al tanto de todo eso —aclaró al fin


la anciana volviendo fatigosamente de su posición fetal—, pero
me parece muy peligroso para usted que se meta en esas cosas.
Por mí no se preocupe, que por unos días no es grave que me
quede un poco sola. Pero, usted mija... me da como miedo, no sé.

53
—Es por usted que me preocupo —ripostó la mujer—, porque el
juicio puede demorar meses y va a demandar mucho tiempo
diario, y usted sabe que yo no confío en nadie para que me la
cuide.
—Hacemos como la otra vez —sugirió la anciana—, ¿se
acuerda? Contratamos una enfermera y con eso usted libera algo
de tiempo. Si quiere consúltelo, a ver si así se puede.
—Bueno —aprobó la mujer—, pero lo más importante es que
debo reflexionar antes sobre la conveniencia o no de mi
participación. Usted sabe: es la vida de un hombre la que está en
juego, y no es la vida de cualquier hombre, mamá, sino la de
Santiago Mendoza.
—En eso tiene usted razón, mija: piénselo antes que nada.

Aunque había estado trabajando sin sosiego en los últimos cinco


años, con jornadas de trabajo que podían llevar fácilmente ocho
o diez horas sin que eso significase para ella un verdadero
agobio, no hacía mucho había pensado en darse un descanso, ya
fuera viajando a algún lugar del extranjero o renunciando a la
pintura por un tiempo y cambiando de actividad. Esto último era
en verdad más complicado, porque sus intentos por vincularse a
la universidad habían fracasado y no veía qué otra cosa podía
hacer que no fuera enseñar lo único que sabía: pintar. Con
respecto a lo otro, se había propuesto ahorrar para el viaje, pero
aún no contaba con el suficiente dinero. Por lo menos necesitaba
54
otros seis meses de economías para pensar en ir al lugar que se
había imaginado. Así que lo del juicio había llegado en un
momento que podía calificarse de oportuno. Sin embargo, pensar
en todos los trámites y todas las penurias por las que
seguramente tendría que pasar la habían hecho dudar. Bastaba el
ejemplo del trato que había recibido por parte de la secretaria de
la oficina de los abogados. Si no fuera por la amabilidad del
doctor Pavony, las cosas hubieran sido más complicadas. Parecía
un hombre respetable. Al menos la actitud de la empleada así lo
demostraba: después de su intervención, ésta se hizo mucho más
cortés, respondió a todas sus preguntas y le dio información
adicional sobre el caso. Pero, ¿si no contaba con esa suerte más
adelante? Las cosas no iban a ser fáciles, seguro que no.

—Si mija —se atrevió a decir la anciana, después de un


prolongado silencio—, es mejor que lo piense. Recuerde tantas
otras cosas que nos han pasado con la gente...
—¿Otra vez con el cuentico mamá? —interrumpió con fuerza la
mujer— ¿Es que usted no se cansa de reprochar?
—Mija, pero yo...
—Ya sé para dónde va. Recordarme mis fracasos, eso es lo que
usted quiere, como si no supiera que le encanta echarme la culpa
de todo, como si no supiera que usted vive desencantada de mis
cosas, que quisiera tenerme fuera más tiempo; pero apenas salgo
empieza con sus achaques y sus pendejadas. Usted a veces me
55
cansa. Si, ya sé que nadie quiere reconocer la importancia de mis
obras. Eso lo entiendo de los de afuera. Entiendo a los estúpidos
de los vecinos, y a los idiotas de la galería y hasta los zoquetes
de la universidad, pero usted mamá, que me ve aquí todos los
días, matándome, que me ha visto envejecer al lado suyo; usted
mamá quisiera verme más bien muerta, ¿no? ¿Y que le pasaría
entonces a usted?, pues que no duraría ni un solo día sola; eso es
lo que pasaría...

De pronto un estrépito que venía del piso de encima las hizo


saltar. Una voz, la voz de siempre, aguda pero fuerte a la vez,
una voz sin sexo, empezó a gritarles:

—CÁLLENSE VIEJAS LOCAS, CÁLLENSE O BAJO A


MATARLAS

Las dos mujeres se abrazaron, temiendo lo peor. La voz de nuevo


se alzó:

—PAR DE PUTAS, QUÉ LES PASA ¿ES QUE NOS VAN A


DEJAR VIVIR TRANQUILOS O QUÉ?

Por unos minutos no se volvió a escuchar nada, pero al rato


sonaron cristales rotos y la anciana empezó a temblar. La mujer
la abrazó con fuerza, mientras le susurraba:
56
—Tranquila mamá, tranquila, son esos locos de arriba otra vez.
Ya verás cómo quedándonos calladitas se van calmar. A lo mejor
están en otra de sus orgías, quién sabe.

Más ruidos de cristales, y de pronto la voz muy cerca.

—ESTA VEZ SÍ ME LAS CARGO A LAS DOS

Después la oscuridad y en seguida el terror.

57
7.

Desde el otro lado de la ventana, a través del durmiente, se cuela


un ruido que Santiago reconoce enseguida: el aletear nervioso de
las palomas.

Ha visto la misma escena infinidad de veces desde su celda: una


enfermera, chiquita, negrita, a eso de las diez de la mañana, sale
al patio de enfrente y riega maíz o boronas de pan. Enseguida se
aproxima una bandada, produciendo el alboroto. Ahora,
recostado en la camilla de la enfermería, a donde ha sido
conducido para examinarle una extraña alergia que ha atacado a
varios reclusos, las escucha aletear. También percibe el olor, ese
aroma ácido de sus plumas que tanto lo impelía a correr tras
ellas, cuando aún era un niño inocente.

Tal vez la historia de su vida pudiera empezar por ahí, por los
incidentes que marcaron el fin de su inocencia y que habían
hecho que la armonía del mundo se derrumbara sin otra
alternativa que aceptar dolorosamente aquella catástrofe.

Podría ser eso: una historia de la pérdida de su fe. La mujer de


las cartas ha dicho que es religiosa, pero no a qué culto
58
pertenece. Ofrece consuelo, eso ha dicho, el consuelo que, a
través de ella, envía Dios. Pero, ¿cuál Dios?

Dios, es decir, la armonía del mundo de los adultos, se había


esfumado sin remedio para él. ¿Es que Dios había esperado tanto
para volver a asomarse? A lo mejor sus ocupaciones lo tenían
ocupado atendiendo a los demás —como le tocaba hacer a este
médico, que ahora revoloteaba como una paloma nerviosa por la
enfermería—, y por eso dejaba mientras tanto que una torpe
enfermera lo cuidara. Pero la enfermera lo dejaría desangrar. Si,
era una buena imagen: una torpe enfermera dejaba que su savia
espiritual abandonara su cuerpo, y ahora estaba muerto para la
fe. Eso tenía que advertírselo a la religiosa, por si acaso. Quería
creer en su consuelo, no en el de Dios, al menos no en el de ese
Dios olvidadizo y atareado que había dejado morir su espíritu.

Algo especial ocurrió en Vancouver, pero terminó siendo una


más de las máscaras del vacío. Conoció a Susan, y con ella había
vuelto a renacer la idea de un sentido posible de la vida. Pero
Susan veía las cosas de una manera tan distinta. Quizás por eso
el encuentro con ella estuvo marcado desde el comienzo por el
desconcierto y las dificultades. Dificultades que sobre todo
provenían de él, pues ella sostenía siempre esa actitud, amable y
delicada, que a él le parecía tan sospechosa y superficial.

59
Llegaron por caminos diferentes a la organización. Él, huyendo
de las paradojas del proceso de reinserción de su país, de esa
dolorosa experiencia que casi lo había dejado sin opciones. Ella,
huyendo de su casa, de su bonita, cómoda y rica casa. Él,
apostando la última carta que le daba vida. Ella, convencida de
su destino, de la inevitable y útil tarea que debía cumplir. Él,
con la esperanza de echar raíces de nuevo. Ella, dispuesta a
trasegar caminos sin atarse a nada. Él, lleno de resentimientos y
dudas. Ella, con una fuerza y una alegría tan grandes que su cara
no dejaba de irradiar nunca esa hermosa sonrisa que seducía sin
remedio a las personas que se le acercaban. Niños, mujeres,
jóvenes, hombres, ancianos, incluso animales; cualquier ser caía
rendido ante su aura benigna. Y Santiago no podía ser la
excepción.

Intentó todo: desde aplastarla con su prepotencia hasta pedir el


traslado a otra ciudad, pero fue inútil. La atracción por Susan era
ineludible, y entre más luchaba por desprenderse de sus
emociones, más sucumbía ante su presencia. Había algo en su
ojos azules que le recordaba a su madre. Algo en su sonrisa lo
llevaba a los mejores recuerdos de su infancia. Lo más difícil era
evitar la sensación de alegría y de inocencia que inundaba la
atmósfera cuando estaban juntos, como si el mundo recobrara
sus dimensiones naturales y deshiciera la trinchera que él se
había armado durante todos estos años de guerra y odio.
60
Él, que podía ser considerado todo un técnico de la muerte; él,
que juzgaba la guerra como algo inevitable, como una constante
antropológica; él, que había hecho del asesinato su oficio; él,
que había hecho de la violencia su segunda naturaleza, se
encontraba ahora con un ser sinceramente limpio y bueno, que le
desmoronaba sus certezas. El gran solitario, el hábil excavador
de galerías, el topo por excelencia, no sabía qué hacer frente a la
inocencia de Susan. El gran hibernador, el camaleón, parecía
ahora una dulce paloma frente a Susan.

Todo resultaba tan insignificante. Ni la neutralidad interior que


había alcanzado, ni la frialdad de su rostro o de sus ademanes, ni
su cínica indiferencia por toda obra humana, ninguna de esas
firmes actitudes que constituían su utilería personal servían a la
hora de comunicarse con Susan.

Y Susan lo había amado sinceramente. Al comienzo, con la


misma compasión con la que atendía a los niños destrozados por
la violencia, con la misma bondad platónica con la que cuidaba a
un anciano moribundo. Después con la ternura de una novia y al
final con ese ímpetu de una amante apasionada.

Santiago llegó entonces a creer sinceramente en un sentido


posible de la vida. Pensó que una docena de seres como Susan
61
serían suficientes para salvar el mundo. Era tal su energía y su
bondad que ante ella, los seres más refractarios deponían las
armas, todas las armas, las físicas y las espirituales. Bastó un
año para que él volviera a recuperar la fe en el mundo, y por eso
se sintió tan comprometido y se le vio tan activo en las obras de
la organización. Llegó a destacarse e, incluso, sintió que había
llegado la hora de formar una familia. Pero justo cuando su alma
había recuperado la tranquilidad del estanque que ha dejado de
vibrar tras la caída de una piedra, vino la noticia: debía volver a
su país, solicitado en extradición por su gobierno.

El baño de santidad de Susan, le duró todavía un par de meses,


hasta cuando sus cartas dejaron de llegar, hasta cuando se
anunció un nuevo juicio contra él. Sobrevino entonces la
decepción y la furia, las ganas de destrozarlo todo. El último
refugio había desaparecido, la última carta se había jugado, y ya
no tenía opciones. De los dos bandos se le reprochaban cosas. De
lado de los guerreros, su traición; del lado del establecimiento,
su crueldad. ¿Qué hacer?

Si después de todo eso, la religiosa insistía en la fe, era por su


propia ingenuidad e ignorancia. Si después de todo eso, el
abogado defensor insistía en la vida, era por cinismo o
estupidez.

62
El médico sigue revoloteando por la enfermería que se le llena
ahora con más reclusos afectados por la curiosa epidemia.
Santiago, entre tanto, sucumbe a la anestesia, abrumado por
imágenes incomprensibles. Un momento antes de la
inconsciencia alcanza a reconocer a la pintora que ha estado
retratándolo en su celda y que ahora entra a la enfermería,
cargando su bastidor y sus pinceles. Pero sus fuerzas apenas le
alcanzan para ladear su cabeza sobre el cómodo almohadón de
plumas de la camilla...

63
Segunda parte:

EL JUICIO

64
Frente a mí, el televisor. Me fastidia su odioso chisporroteo,
pero llevo horas contemplándolo, sin atreverme a hacer otra cosa
distinta. Que uno pierda el tiempo frente a un televisor mirando
películas, noticieros o telenovelas no es raro; no estaría mal
visto, ni siquiera para un intelectual o para un profesor. Podría
arguírse que se hace con sentido crítico o que hay alguna
investigación de por medio o simplemente que se descansa tras
una jornada extenuante. Cualquier motivo, por forzado o ridículo
que resulte, podría servir para justificar semejante estupidez.
Pero que uno pase horas, sin moverse, frente a un televisor sin
señal es un síntoma inequívoco de algún trastorno grave.
Máxime si el aparato está a todo volumen, como ahora, y el
sonido te lastima los oídos y tu no haces nada, absolutamente
nada.

Me siento enfermo, acabado, es cierto. Una suerte de inercia se


ha tomado mi cuerpo, como si de pronto hubieran cesado todas
las funciones vitales. Por ratos me asaltan unos espasmos
penosos que me obligan a reacomodarme en la silla. Al comienzo
intenté pararme, pero después de cuatro tanteos desistí. Fue tan
intenso e inesperado el dolor que desistí. Y desde entonces no
me atrevo a moverme. Es como si el centelleo del televisor me
hubiera arrastrado hasta sus profundidades, como si una fuerza
65
extraordinaria me hubiera sorbido hacia algún vórtice fantástico,
como si una energía sobrenatural me hubiera poseído. Lo sé: los
muchachos que ya no son tan muchachos habrían pegado el grito
en el cielo al verme en este estado de insensata postración. Pero,
por fortuna, ellos no están aquí para ser testigos de mi deterioro.

Tendría que telefonear, pero no pienso hacerlo; al menos no por


ahora. Es cuestión de resistir un poco más y ya. Unos minutos y
podré levantarme. Repararé desde la ventana el fondo de la
ciudad, me dejaré transportar por el paisaje de los cerros hacia
esas imágenes arcaicas de mis recuerdos y soñaré los personajes
de mi novela. Aspiraré el aroma a papel quemado de las fogatas
de la calle. Tal vez grite como un loco para acabar de asustar a
los vecinos que ya empiezan a fastidiarse con mi presencia;
quizás baje a la calle a exponerme al arresto o a la locura de los
francotiradores. Unos minutos, sólo unos minutos y ya...

***

Un chillido muy agudo me ha puesto sobreaviso de alguna falla


en el sistema de alimentación eléctrica del departamento, pero
no he sido capaz de encontrar la causa y tampoco de resolver el
problema por mí mismo. En otras circunstancias eso no habría
sido un inconveniente, pues habría llamado a algún electricista o
66
habría esperado a que alguien más conocedor de los detalles y
los circuitos viniera a ayudarme, pero algo así será imposible, al
menos por ahora.

El fallo eléctrico en realidad es mínimo: sólo ha roto la


instalación en donde se encuentra conectado el equipo de sonido
y alguna que otra bombilla; así que podría solucionar mis
requerimientos de música, trasladando el equipo de lugar o
encendiendo la pequeña radio que hay en la alcoba. Pero todo
esto me ha obligado a reflexionar sobre la fragilidad de mi
decisión, y también me ha hecho recordar la anécdota aquella de
mi amigo Jorge, antropólogo él, quien, después de vivir durante
más de seis meses en medio de una comunidad aborigen del
Amazonas y de haber alcanzado un acercamiento que le permitía,
entre otras cosas, completar los datos para su tesis doctoral, y de
haber logrado construir verdaderos lazos de amistad con algunos
miembros de la tribu, un día tuvo que marcharse de improviso
porque su padre había muerto. Entonces se despidió de todos y
muy en especial de Luis, un muchacho de quince años con quien
había entablado una relación muy estrecha. Luis sabía desde el
día anterior que Jorge se iría, cuando lo escuchó anunciar su
partida al Shaman, y por eso pasó toda la noche en vela
construyendo un arco y una flecha con la madera que había
guardado desde hacia varias semanas para la próxima ceremonia
del vejá, durante la cual se le daría anuencia para la caza como
67
nuevo hombre de la tribu. Fueron horas de entusiasmo y
dedicación que culminaron con la manufactura de dos objetos
preciosos que Jorge recibió halagado y a la vez sorprendido, tan
sorprendido que no acertó más que a ofrecerle a Luis en
retribución el reloj de pulso que llevaba, recordando que el
muchacho varias veces le había demostrado su interés por ese
extraño mecanismo que permitía saber las horas con tanta
precisión. Luis rechazó el regalo. No quería ese reloj, sino uno
que hubiera hecho Jorge con sus propias manos; y mi amigo tuvo
así que aceptar, no tanto su incompetencia, como la dolorosa
conciencia de que vivir en un mundo que había hecho de sus
artefactos cotidianos puras cajas negras constituía una auténtica
aberración; y no sólo eso, sino que descubrió en la mueca de
Luis (un gesto que expresaba a la vez altanería y desencanto), la
seña que confirmaba lo que él siempre había sospechado: que
toda su vida no había sido más que un genuino farsante, apenas
un mercader de ideas, ideas que jamás supo compaginar con sus
acciones.

Y es así como me siento un poco ahora. Arreglar el daño


eléctrico con mis propias manos es como tener que reinventar el
mundo paso por paso: necesitaría desde repasar las leyes de la
física hasta sustituir los materiales industriales con los que están
hechos los artefactos que necesito componer. Me pregunto: ¿qué
haría un hombre como yo, condicionado a la tecnología, si de
68
pronto se quedase sólo en el mundo? Muy pronto se degradaría
hasta las fases más primitivas de la vida. Lo cual puede ser una
desgracia o una ventaja. Tal vez ese hombre pudiera visitar el
cementerio de las oportunidades perdidas y pudiese emprender la
tarea siempre deseada de cambiarle el destino al mundo. Pero
necesitaría compañía, tal vez una mujer... ¿No estoy ya en el
mito bíblico?, ¿no estoy ya delirando? Creo que el cuento ya lo
he escuchado muchas veces. Pero, ¿no es eso mismo lo que se
hace cada vez que se escribe una novela? La conciencia de la
tarea me desborda y me deprime, me está volviendo loco (pero
algo me anima: imaginarme la burla despiadada de los
muchachos, que ya no son tan muchachos, si de pronto
renunciara).

Así que la falta de música no es realmente lo que me afecta, sino


la conciencia misma de mi incapacidad para sobrevivir sin estas
comodidades que he instalado en mi habitación. Puedo hacer
algo entretanto: dispondré de una silla y de mi vieja radio y
escucharé piezas clásicas. Al fin y al cabo, lo que necesito es
hallar el sosiego que el daño eléctrico ha destruido hace unos
minutos; el sosiego que en todo caso requiero para construir la
historia de ese hombre, el exguerrillero loco que terminó
confinado en la cárcel, acusado de terrorista, y cuyo caso se hizo
tan famoso en todo el país, porque fue el primer hombre

69
condenado a muerte, después de haber sido implantada la pena
capital.

***

Dice un poeta amigo mío que cuando él se decide a escribir —a


diferencia de otro (digámoslo de una vez: Rilke), para quien
hacer poemas implicaba nada menos que pedir prestado un
castillo, tomar una pluma de plata o de pavo real y pedirle a los
ángeles que se acercaran— lo abaten los problemas de la tierra,
y entonces no puede esperar a que se den tantas cosas juntas y va
tomando cualquier lápiz y papel desarrugado y escribe entre
trituradoras, bocinas, secuestros, televisión, torturas y balaceras;
y yo pienso que la cuestión es definir qué es para uno el castillo
y qué son los ángeles y a lo mejor hacer como Faulkner, para
quien el castillo podía ser cualquier burdel y los ángeles siempre
la botella de whisky a su lado; es decir, que la cuestión es tener
la capacidad de definir qué es eso mínimo que se necesita para
escribir; cosa nada fácil, pues si uno cree que es la soledad,
también puede ser que sea un tipo de soledad: esa segura, por
ejemplo, que requiere que cuando uno ya no la pueda soportar
más, esté la mano amorosa presta para salvarlo de los infiernos;
y si uno cree que es el silencio, puede que sea ese tipo de
silencio que sólo se consigue en los verdaderos castillos y en
compañía de los verdaderos ángeles, con lo que volvemos al
70
inicio; o puede ser que una vez conseguidos la soledad y el
silencio, no aparezcan los ángeles y haya que adquirir una
costosa dosis de conversación angelical y que para ello se tenga
que reformar todo el modus vivendi, hasta el punto de que, una
vez se tenga el dinero para hacerlo, has perdido de nuevo la
tranquilidad y tienes que volver a pelear para que la soledad y el
silencio... o puede suceder que, después de trasegar por el
laberinto, te halles de pronto en medio de una soledad y de un
silencio aterradores que no conocías de antes y entonces la
dificultad radique en esto que hoy siento: la terrible angustia de
no poder iniciar la escritura, pues no sé qué hacer con el tiempo
ahora extendido hasta el infinito.

De cualquier manera, ya he comenzado a imaginar al hombre


ese, el exguerrillero loco; lo he visto en su alcoba de mala
muerte, al sur de Bogotá, rumiando una angustia mezquina,
preparando el golpe que debería sacarlo del anonimato y que
tendría también que permitirle cumplir esa secreta promesa de
venganza que se había hecho a sí mismo.

Todo se reduce a creer que lo que se narra tiene algún sentido,


que no es una mera evasiva o una estrategia para salir del
anonimato o para cumplir una vaga promesa de venganza, porque
puede suceder que, como a Orfeo, todo esto no tenga más sentido
que el de llenar ese vacío que nos deja la ausencia definitiva de
71
la persona amada, y que el canto que queremos invocar sea nada
menos que el de la necesidad de ser amado. ¿Hasta dónde
escribir no nace siempre de una urgencia como ésa, la del pobre
Orfeo? ¿Quién asegura que la trascendencia que le damos
después al acto de escribir no es una fingida, acordada por
algunos para el embaucamiento de los otros? Escribimos para
otros, para que otros nos escuchen, confiamos en la continuidad
de la vida, en su sentido, en su significancia; ¿no es esa misma
la razón por la que una mujer se liga a un hombre después de
haber dado el sí: para que no se crea que es una puta, es decir,
una mujer in-significante? Y por eso entonces se encarga de
tapar con palabras y promesas y seducciones continuas y
derrotas múltiples lo que ya no puede ocultarse, y se embarca en
una espiral, a cuyo término está siempre y de nuevo el reproche
de su hombre: solo eres una pobre puta...

***

Los ataques han recomenzado, tímidamente: apenas afectan los


puntos más desprotegidos de la ciudad. He superado mi primera
crisis, pero aún no he podido empezar a escribir.

Llevo más de una hora examinando las ronchas rojas que ahora
han invadido también mi antebrazo izquierdo. En realidad no son
tan molestas: el escozor que producen casi no es perceptible y se
72
diría que hasta resulta agradable, si no fuera porque presagia
signos aterradores (todo ese cuento sobre los sarcomas y el
deterioro de la piel). Por ahora no son más que eso: pequeñas
ronchas que, desde la mano, han emigrado al antebrazo y que
pueden ser olvidadas, porque no rascan más que una leve
picadura de zancudo.

He decidido, sí, empezar por el principio: intentar una crónica de


la vida del exguerrillero loco; y por eso ando tratando de
ensamblar fragmentos de memoria, tomados de mi propia vida,
con esos relatos olvidados en alguna carpeta o en los disquetes
del computador y que ahora les ha dado por juguetear en mi
mente, aunque sin llegar aún a tener la energía suficiente para
completar la figura que necesito. Tal vez pueda tomar un poco
de allí y otro de allá para ir juntando una historia que sea
verosímil y significativa. Dimensionar esos fragmentos,
construirles bisagras como a pequeñas puertas, para que a su vez
den paso a otros niveles, hasta que en el umbral de alguna de
ellas surja la nítida silueta del exguerrillero loco.

Hace un momento ha sonado el timbre del teléfono, pero no he


querido atender la llamada. Puede ser alguno de los muchachos
que ya no son tan muchachos, en busca de información sobre mi
tarea: ganas de joderme. O tal vez la pobre Angelita que ya debe
estar medio aburrida de mi juego y a lo mejor ha conseguido el
73
número; aunque no creo que los bastardos amigos míos hayan
sido tan mañosos, no. En este momento lo que menos necesito
son sus interrupciones. Debería estar claro que no tienen por qué
fastidiarme, pero serán capaces de todo para que desista, para
demostrar que mi tontería no tiene sentido y que a la menor
dificultad abandonaré el proyecto. Claro que se quedarán viendo
un palmo de narices, los muy tontos, porque de aquí me sacan
muerto antes que vencido (frasesita insulsa: ¿qué le vamos a
hacer si apenas soy un, un... sí, un escritorzuelo?).

Por la radio me he enterado de que el último ataque ha dejado


una zona periférica de la ciudad en escombros. Tal y como ha
sucedido desde hace más de tres meses, fue imprevisible y corto,
pero demoledor. En realidad no hay manera de prepararse, pues
los bombardeos pueden afectar cualquier sector de la ciudad y no
respetan ningún horario. Tanta es la impotencia que ha cundido
ya el malsano deseo de que se extiendan de una vez por todas.
Pero, al parecer, los agresores desean minar toda resistencia
antes de intentar la aniquilación final (¿es así o he entrado ya a
mi fase alucinatoria?).

De cualquier manera este lugar no será todavía un blanco fácil,


así que podré continuar mi tarea (si es que el teléfono deja de
timbrar y las ronchas de fastidiar). Imaginar por ejemplo una
infancia del exguerrillero loco más bien corriente, signada
74
apenas por antecedentes normales de violencia familiar o por
circunstancias algo más dramáticas. Podría también ponerlo a
correr como un loco por los laberintos del colegio, tratando de
eludir la presencia obsesiva del maestro de lenguaje que ahora
ha fijado su mirada en él, todo muy normal; o verlo, un poco
después, ensimismado, pensando en su primer amor platónico, la
niña de ojos verdes y olor a frutas que ayer lo ha mirado, cuando
visitó con sus compañeros el Colegio de Señoritas para un
intercambio cultural (así llamaba el Rector a esas visitas que
más bien, para Santiago, sí, se llamará Santiago, eran un
tormento: con esa timidez suya que lo hacía sonrojar al menor
contacto...). O imaginarlo en el baño, descubriendo el placer de
los pajazos o intentando encontrar respuesta a las preguntas que
sobre el sexo se le han abierto como una epifanía, con ese mismo
ardor y esa misma pasión de todos los misterios intangibles.
Imaginarlo, quizás, angustiado por los acosos de su padre y de
su madre que han dejado de comprenderlo y ahora le exigen
tareas inauditas que él no quiere o no puede cumplir. Imaginarlo
en el corredor del colegio, durante las fiestas patronales,
envuelto en el ritual de consumo de drogas de algunos de sus
compañeros, siendo testigo de una osadía de la que él nunca será
capaz, pero convencido de haber encontrado por fin el sentido de
su vida. En todo caso, tengo que hacerlo vivir, ahora que
necesito que me ofrezca sus secretos y sus sueños.

75
***

La verdad es que la idea del exguerrillero loco me asaltó desde


distintos flancos. Es como si en esa frase trunca: el exguerrillero
loco aquél que terminó confinado en la cárcel, acusado de
terrorista y condenado a muerte... (en la que está dicho todo y
no hay nada aún), y en la imagen que quiere moverse desde su
lecho de palabras, estuviera contenida una especie de verdad o
de destino inevitable que debo sacar a flote a costa de mi salud
mental (al menos eso es lo que creyeron los muchachos que ya
no son tan muchachos, cuando oyeron mi propuesta de
recluirme). De cualquier manera, no ha sido fácil lanzarme a
esto que nunca creí que tuviera alguna posibilidad de éxito para
mí: escribir una novela. Angelita se sorprendería de las cosas
que hago ahora, gracias a la alcahuetería de los muchachos que
no son tan muchachos, sobre todo porque para ella todo esto
sería como una especie de desvarío infantil.

Lo cierto es que (los muchachos lo saben) no me había vuelto a


sentar frente a un computador a escribir cosas de largo vuelo,
como ésta en la que ahora ando metido, tratando de dar vida (dar
vida, de eso se trata) a una figura como esa —fantasmal—, la de
Santiago, el exguerrillero loco, que para colmo de males resulta
ahora, en el balance de mis arbitrios, un ser muy extraño, algo
así como un camaleón que muta según lo hace el ambiente; como
76
el Zellig de Woody Allen o como ciertos animales, las perdices,
por ejemplo, que cambian su aspecto según la estación, o esas
arañas que tejen telas con muchos centros para desviar la
atención del predador sobre el lugar donde se encuentra
verdaderamente el cuerpo de la presa.

***

Antenoche, luego de observar por un rato desde la ventana de la


sala el fascinante y a la vez terrible relampagueo de los
bombardeos —que a lo lejos brillaba como si se tratara de
inocentes fuegos artificiales—, se me ocurrió disfrazarme de
religiosa. Después de mucho pensarlo, encontré que era la única
manera de romper la dura coraza con que Santiago defiende su
intimidad.

Me puse unos viejos vestidos de mujer, armé un improvisado


altar y luego de rezar algunas oraciones me senté a escribirle una
carta. No fue difícil: simplemente le pedí información sobre su
vida y le conté, para atraer su confianza, mi secreto, mi terrible
secreto. Creo que funcionó: acabo de recibir su respuesta. Eso
demuestra: de un lado, que Santiago no es tan perverso como se
quiere creer, y, de otro, la gran necesidad de expresión que
esconde tras sus máscaras de suficiencia. Pese a la soberbia de
77
sus palabras y de sus gestos, ahora sé que en su alma sobrevive
el eco antiguo de los terrores de la infancia y las marcas de un
precoz desengaño.

Casi puedo verlo en su vieja casa, asustado por lo que puede


considerarse el inicio de la cadena de frustraciones que
conducirá a la pérdida de su fe. Es sábado. Puedo verlo ahí,
tendido en el piso, escuchando el nervioso aletear de sus
palomas, totalmente desconcertado por lo que acaba de pasar...
Un par de horas antes, su profesor de biología ha estado
almorzando en casa, invitado por sus padres, quienes han
querido con eso agradecerle la deferencia que ha tenido con
Santiago en el colegio. Y Santiago se siente orgulloso y hasta
sueña con lo que tantas veces le repite el profesor cada vez que
informa sobre los resultados de los exámenes en la clase. Sueña
con ser biólogo, con ir a la universidad y estudiar la profesión
que le permitirá acceder a un conocimiento más profundo de los
misterios de sus amadas palomas. Desde hace dos años se ha
interesado por ellas y hasta reconoce con una facilidad, que a
otros chicos les resulta asombrosa, la gran variedad que habita
en el altillo de su casa. A diferencia de su hermano que se la
pasa escarbando en el jardín para desenterrar las lombrices con
las que asustará después a las niñas del colegio, Santiago se
entretiene con el cuidado de las palomas que allí anidan. Ha
estudiado tanto de ellas que ahora es capaz de ofrecer lecciones
78
e historias en esas reuniones de adultos que con frecuencia
organiza su padre en la casa. Y lo hace imbuido de esa
reverencia con la que ha aprendido a comportarse frente a los
mayores. El universo de los mayores es para Santiago una
especie de tabú que presiente misterioso y rígido. Por eso,
obtener de ese mundo el reconocimiento con el que lo gratifican
después de sus exposiciones, le parece a él un gran homenaje a
su dedicación. Mucho tiene, pues, que agradecer a su profesor de
biología que le ha otorgado, con la promoción que ha hecho de
sus aptitudes, el pasaporte a ese mundo misterioso y armónico.
Pero hoy el profesor ha estado muy raro. Casi no ha hablado y se
ha interesado más por conversar con su hermano —a quien le ha
pedido que le enseñe la casa—, que por sus últimos logros en la
materia. Así que, un poco desalentado, se ha retirado a su cuarto.
Al rato, sin embargo, Santiago ha recordado que tiene una
lámina que el profesor no conoce y decide buscarlo para
mostrársela. Se reprocha el no haber mencionado el asunto en el
almuerzo, cuando sus padres estaban presentes, pero piensa que
de todos modos vale la pena enseñarle su tesoro al profesor de
una vez y no esperar hasta el lunes. El profesor, sin embargo,
está interesado en otros tesoros y mi pobre Santiago no lo sabe.
Casi siento tristeza cuando lo veo bajar las escaleras, presuroso,
emocionado, con su pequeña lámina aún intacta y brillante. Pasa
por la sala y ve a su padre durmiendo la siesta en el sillón, y,
desde allí, ve a su madre ocupada en la cocina, así que resuelve
79
ir al altillo. Tal vez sus palomas le den el sosiego que necesita.
Lo veo subir las escaleras ensimismado, un poco cabizbajo. Soy
testigo del preciso momento en que sus ojos saltan cuando
percibe arriba un ruido extraño, mezcla de quejidos y pujos, que
para cualquiera podría confundirse con los gorgoteos de sus
palomas; para cualquiera, menos para él. Veo sus rasgos
inocentes un instante antes de que cambien (porque después del
incidente ya no serán los mismos, ya no podrán ser los mismos).
Veo el terror en sus ojos cuando abre el altillo y se encuentra
con la inconcebible y monstruosa presencia de un cuerpo
desnudo de cuatro pies, cuatro brazos y dos cabezas que suda por
todos los poros y exhala horribles chillidos. Veo su
consternación cuando advierte que los rostros de ese monstruo
son los de su hermano y el profesor. Por un momento, Santiago
no sabe que pensar, pero enseguida ruedan por sus mejillas dos
lágrimas gruesas. Lo veo finalmente correr desesperado hacia la
ventana del altillo en busca de sus palomas que ya no pueden
hacer nada para cambiar la memoria de lo visto, que han sido
también testigos mudos de lo que ha ocurrido. Veo, porque soy
el narrador de su desventura, las contracciones de su corazón y
el derrumbamiento penoso de su alma...

Hoy, el escozor de las pequeñas ronchas no ha querido aliviarse


con la loción que he estado utilizando. Hoy, el escozor de las
pequeñas ronchas me ha impedido escribirle otra carta a
80
Santiago. Hoy tampoco ha retumbado el estruendo de los
bombardeos. Hoy ni siquiera ha timbrado el teléfono, como si
los muchachos que ya no son tan muchachos supieran de mi
congoja...

***

Una mujer ha ido a visitarlo Una extraña mujer. Ha llegado


envuelta en un chal oscuro y tocada con una pañoleta antigua, de
esas que sólo se consiguen hoy en el mercado de las pulgas. Ella
misma parece una anacronía, una estampa antigua incrustada en
un ambiente moderno, como si viniera de otros tiempos. Pero no
es vieja, ni siquiera es una mujer muy madura, tiene a lo sumo
treinta y cinco años. Ha permanecido con Santiago en su celda
durante las cuatro horas que duran las visitas. No ha sido un
encuentro conyugal: la mujer ha estado trabajando en un retrato
a lápiz que ella le ha pedido a Santiago.

Lo que no sabe él (y esto quizás le suene demasiado forzado a


los muchachos que ya no son tan muchachos, pero qué le vamos
a hacer, si los sueños no tienen por qué acomodarse a la rígida
lógica de la vigilia) es que una vez, hace muchos años, ellos dos
se encontraron, y que el destino los ha reunido de nuevo. Ella no
lo ha olvidado. Sucedió hace veinte años, cuando Santiago
terminaba sus estudios en la universidad y ella era estudiante de
81
primer semestre. Entonces, durante una manifestación
estudiantil, Santiago fue herido en el rostro y en la mano por las
esquirlas de una granada de gases lacrimógenos y, cuando
trataba de huir del acoso, se enredó en un vallado. Casi como un
milagro, apareció la Mujer, que para entonces era apenas una
niña, y lo auxilió. Como pudo lo arrastró fuera de los predios de
la universidad y lo llevó en un taxi hasta su casa, donde le hizo
curaciones y le dio de comer. Allí también, mientras él
descansaba, le hizo un retrato que luego tituló: El ángel
durmiente. Después lo despidió. Claro que Santiago intentó
obtener su teléfono y algunos otros datos, pero no insistió
demasiado ante la negativa de la mujer que entonces era apenas
una niña, y como en realidad Santiago era un hombre muy guapo
y ya su soberbia lo sobrepasaba, la olvidó por completo.

Por lo demás, veinte años marcan diferencias físicas notables en


cualquier ser humano, y más si dejamos de ver a la persona tanto
tiempo. Así que no puede reconocerla ahora; pero esta vez él ha
cedido ante la insistencia de la mujer, quien en verdad no ha
hecho mucho esfuerzo para convencerlo de dejarse hacer el
retrato que ella sin ningún pudor ha titulado esta vez: el
exguerrillero loco condenado a muerte. Ha sido como una
especie de vanidad, pero también como una suerte de alivio,
parecido al que la misma mujer, cuando era apenas una niña, le

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brindó, tras aquella desafortunada manifestación en la
universidad.

Para tranquilidad de los muchachos que ya no son tan muchachos


he de agregar que en realidad la mujer ha dado con él no por
coincidencia, sino porque nunca lo ha perdido de vista. Durante
estos veinte años, como si supiera en qué iba a parar todo, lo ha
seguido a lo lejos. Se ha enterado de sus camaleónicas
transformaciones y de sus fracasos y se le ha ocurrido ahora
hacer una serie de cuadros, cuyos extremos son los dos que ya
tiene pintados. Intentará llenar la serie con lo que su recuerdo y
su imaginación le ofrezcan, como yo mismo lo estoy intentando
hacer ahora, cuando reconstruyo con palabras la vida de
Santiago.

***

Angela ha sido mi mujer por quince largos años. A su lado he


vivido momentos muy intensos y aunque muchas veces he
reprochado su pasividad y su medianía, en realidad ha sido ella
quien ha sabido guiarme por los oscuros caminos del laberinto.
Los muchachos que ya no son tan muchachos lo saben y por eso
andan atentos a corregir el rumbo, cada vez que con mis
exabruptos termino lastimándola. Quizás no sospeche nada.
Quizás, como siempre, sepa finalmente comprender lo que hago.
83
Recuerdo cuando la conocí. Fue, si se quiere, un encuentro de lo
más vulgar y, sin embargo, tan lleno de casualidades y
resonancias que ha terminado (por efecto también —digámoslo
ya sin reparos— de su continua reelaboración) por devenir
poético. Había quedado de reunirme con los muchachos en el
Café Eléctrico para discutir sobre la corrección de algunos
textos que debíamos entregar a la revista. Tenía aún tiempo
suficiente, así que tomé un autobus cerca de mi casa, con tan
mala suerte que pronto estuvo repleto de gente y empecé a
hartarme de rabias y disgustos No tuve más remedio que
resignarme a soportar las incomodidades y los estrujones y
también la nauseabunda mezcla de humores que, por causa de la
lluvia que se había desgranado de pronto, se apoderó del
pequeño recinto. Sin embargo sucedió algo que me hizo olvidar
las contrariedades y que, aún después, cuando me encontré con
Enrique en el café, hacía vibrar mi pecho con intensidad.

Desde el asiento donde me encontraba, podía observar un gran


espejo retrovisor (lo que en un principio no me causó ninguna
gracia, pues lo único que reflejaba era el tumulto de pasajeros
que se hacía cada vez más intolerable: lo que menos necesitaba
era duplicar mis angustias); sin embargo, en algún momento del
viaje levanté los ojos y fue entonces cuando vi reflejado en él un
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rostro perfecto. En realidad era el perfil de un rostro de mujer
que se destacaba de la masa como si fuera ajena a ella. Tal vez
la energía de mi mirada hizo que la mujer reparara a su vez el
espejo y encontrara mis ojos refractados, fascinados, abiertos a
la emoción, y respondiera con igual intensidad. Al principio me
confundí: pensé, por la naturalidad con que la mujer me miró,
que era alguien conocido, pero por más que revolví en mi
memoria no encontré ninguna referencia, así que decidí iniciar
una especie de coqueteo que ella atendió y a la vez respondió.
Se inició una extraña danza de gestos y sonrisas, besos a
distancia y otros ademanes más atrevidos que ganaron
vehemencia, la vehemencia que permitía aquel juego de
imágenes, porque ninguno de los dos arriesgó la certeza del otro.
Fueron tres, tal vez cinco, minutos en que la magia de la
seducción y del gusto del uno por el otro fertilizó la posibilidad
de ese encuentro; encuentro intenso, pero ficticio, porque,
cuando las luces del autobús se apagaron, por algún accidente
que aún hoy no comprendo, y el recinto quedó en penumbras, el
espejo se transformó en un ojo ciego y ocioso que ya no me
permitió verla más. Quise pararme, pero me detuvo la barahúnda
de gente que empezó a apelmazarse con más furia, debido al
intempestivo corte de la electricidad. Unos segundos después
cuando volvió la iluminación, ella ya no estaba. Me bajé
entonces como pude, seguro de que se había apeado cerca de allí.
Caminé por los alrededores, pero desistí finalmente, convencido
85
de mi estupidez. No me hallaba lejos del lugar de la cita con los
muchachos, de modo que caminé hasta allí y me senté en la mesa
que solíamos reservar.

Como no había llegado nadie aún, pedí un aguardiente, un poco


para mitigar el frío, pero sobre todo para tratar de sedar la
frecuencia de mis latidos que, con el asunto del espejismo, me
mantenía extenuado. Aún estaba bebiendo de mi copa, cuando
llegó Enrique. Se sentó y antes de que yo le hablara nada me
soltó el cuento de haber visto la mujer más hermosa del mundo,
allí, a unas cuadras, entrando a la universidad donde él
estudiaba. Me describió su rostro con detalle, pero también con
la exageración de sus tics románticos y cuando acabó le conté lo
de mi experiencia en el autobus. Parecía que el amor tocaba por
fin las vigorosas fronteras que ese grupo de misóginos había
trazado para que nada parecido pudiera atravesarlas.

Como Raúl tardaba, empezamos a revisar los textos y ya casi


habíamos terminado, cuando hizo su aparición. Al principio me
quedé petrificado, pues venía acompañado por la mujer del
autobus. Ella me miró furtivamente y luego se fijó en mi amigo
Enrique, quien con un codazo me sacó de la parálisis y entonces,
con una sincronía digna de la mejor comedia, dijimos al tiempo;
«¡Es ella!». Lo que al comienzo fue desconcierto absoluto, se
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convirtió enseguida en la más sonora carcajada que jamás se
hubiera escuchado en el café. Raúl no salía de su asombro.
«Cuenten el chiste, pendejos», fue todo lo que acertó a decir y se
sentó con Angela en la mesa. Entonces le narramos lo sucedido y
la carcajada se volvió a repetir, esta vez a cuatro voces, porque
Angela, como si no se tratara de ella, comprendió de pronto la
tonta casualidad y la exageración de nuestras alucinaciones.

En realidad, Angela se unió desde aquella noche al grupo y fue


el amor de los tres. Nunca nos peleamos por sus besos, porque
aceptamos sin reparos sus reglas de juego. Juego que se reducía
a un único y simple precepto: someterse sin condiciones a su
elección. Al cabo de los años, fui yo quien se quedó con ella,
pero los muchachos nunca han dejado de protegerla de mis
exabruptos; tanto que, por ahora, no le han contado sobre mis
verdaderos proyectos, ni sobre mi reclusión, ni, mucho menos,
sobre mi estado, pues saben que eso la mataría de tristeza.

***

Pienso en mi viejo barrio de la niñez (ya le dio la nostálgica,


pensarán los muchachos que ya no son tan muchachos, pero qué
le vamos a hacer: estos encierros dan para todo, hasta para

87
realizar ciertos inventarios), en sus calles de tierra, en la época
en que era tan fácil cerrar una para convertirla en cancha de
microfútbol o en diamante de béisbol. Pienso en mis amigos, en
Carlitos y su gran humor, en la calidez de su afecto, en su
insólita y hasta inverosímil generosidad. Pienso en Rafico, en su
cabello lacio y fuerte que lo hacía ver tan gracioso, como un
pequeño puercoespín. Pienso en Guillo y en su extraordinaria
habilidad para el fútbol que con el tiempo le permitió jugar
algunos partidos en la liga profesional. Pienso en esa época
lejana como en un paraíso perdido (y aquí sí que no me jodan los
muchachos: ¿acaso Bataille no ha recordado ya que la literatura
es la infancia al fin recuperada?), y me estremezco al sentir que
algo se quedó irremediablemente enterrado en esas calles de
tierra, bajo el pavimento que después las cubrió y las hizo tan
modernas y bonitas.

Fue Carlitos quien nos lo contó: había, en la calle ubicada cinco


cuadras al norte del parque, una niña que se asomaba a la
ventana y hacía señas como de auxilio. Siempre se le veía
haciendo esas muecas, pero parecía que nadie podía ayudarla.
Tal vez es una loca, decía Guillermo, mejor yo no voy. Creo que
el loco es Carlitos, decía Rafa, yo tampoco voy a perder el
tiempo. Mejor vamos y nos dejamos de pendejadas y miedos,
sugería yo. Hasta que un día nos decidimos. Nos encontramos en

88
el parque a las nueve y emprendimos el camino. Carlitos, para
aplacar su nerviosismo, nos describía una vez más lo que había
visto: el rostro perfecto de una niña de quizás trece años, las
lágrimas que rodaban por sus mejillas y sus gestos de súplica.
Tal vez ya no esté allí, nos advertía, y nosotros nos poníamos
también nerviosos. Una cuadra antes de llegar, Guillermo dudó
en seguir acompañándonos y Rafael también se detuvo, pero
Carlitos se encargó de tranquilizarlos. Su cara es muy dulce, lo
que pasa es que está pidiendo ayuda, nos decía, tal vez nosotros
podamos hacerlo. ¿Y qué le vamos a decir?, preguntaba
Guillermo. Si, si, qué le vamos a decir, repetía Rafa; pues que
venimos a ayudarla, que qué necesita, eso le vamos a decir,
sugería yo. Dejémonos ya de maricadas. Y, de pronto, estaba ahí
el prodigio. Parecía una virgen, con su pelo largo y lacio
cayendo sobre sus hombros, y su rostro blanco y sus ojos tristes.
Estaba tan quieta que parecía un retrato o un afiche. Pero apenas
nos paramos al frente empezó a moverse de la manera como nos
había contado Carlitos. Parecía muy contenta y ansiosa a la vez,
como si supiera que nosotros pudiéramos ser su salvación y no
quisiera perder el tiempo. Al principio sentimos miedo y
quisimos correr, pero al fin Carlitos se atrevió a gritarle. «¡¿Qué
es lo que quiere, en qué podemos ayudarla?!». Enseguida nos
serenamos; ella se puso muy inquieta y empezó a manotear y a
mover su cabeza de un lado a otro. Volvimos a gritar, dos, tres
veces más, y entonces sucedió algo extraordinario: la ventana se
89
abrió y vimos un viejo que se asomaba y nos insultaba: «¡¿Qué
es lo que quieren chinos huevones?! ¡Lárguense ya!». La niña
había desaparecido como si nunca hubiera estado allí, pero justo
antes de correr vimos cómo su imagen reaparecía en la ventana
cuando el viejo la cerró de nuevo. Vean, vean, gritaba Carlitos,
allí está ella, allí está, se los dije, y nosotros no salíamos de
nuestro asombro hasta que, azuzados otra vez por el viejo loco,
emprendimos la carrera, calles abajo, cada uno con la última
efigie de la niña pegada a la mente. Apenas si tuvimos aliento
para llegar al parque.

Allí nos tendimos en el prado, hasta que, más calmados,


comentamos lo que había pasado y llegamos a la conclusión de
que la niña ya no aparecería de nuevo, que habíamos sido los
afortunados de ver su alma en pena por última vez. Poco tiempo
más tarde, después de haber logrado la atención de nuestros
padres, nos enteramos de que la policía, gracias a nuestras
denuncias, había arrestado al viejo loco, quien resultó ser un tío
de la niña, autor de su terrible muerte, ocurrida apenas unos días
antes de que Carlitos la hubiera visto por primera vez. Creo que
ese fue el comienzo del fin de nuestra inocencia.

Hoy —lo he escuchado hace un momento en la radio—, el viejo


barrio ha sido declarado zona de ataque. Es posible que muy
90
pronto sea destrozado por los bombardeos. ¡Que los muchachos
no reprochen mi sensiblería! Al fin y al cabo, también hoy
empiezan a morir de algún modo mis recuerdos.

***

En el mismo patio de Santiago malviven un mafioso y un poeta.


En un país como el nuestro, capaz de triturar cualquier
esperanza, eso no resulta extraño. Lo insólito es que después de
haber entablado una amistad de lo más rara, se pelearon, y a la
celda del poeta llegaron hace una semana los matones del
mafioso y le dieron una paliza que por poco lo manda a mejor
vida. En realidad el poeta se quedó en una estación del viaje: la
enfermería. Y por pura casualidad hoy se lo ha encontrado
Santiago, quien ha ido a consultar otra vez lo de sus ronchas. Y
adivinen, muchachos, ¿por quien ha tomado partido Santiago,
después de haberse enterado del asunto?:

—¿Cómo así compañero que el maldito no le pagó? Cuénteme a


ver, porque eso si que no lo tolero. Que un tipejo como ese,
picho en plata, le haya tumbado su paga me parece asqueroso.
Cuénteme a ver qué puedo hacer yo.

91
Desde el otro lado de la ventana, a través del durmiente, se
colaba mientras tanto un ruido que Santiago reconoció
enseguida: el aletear nervioso de las palomas.

—Si maestro, como le digo. Yo lo único que hice fue cobrarle


por unos poemas —empezó a narrar el poeta—. Llevaba
escribiéndoselos como seis meses, uno cada semana, o sea como
veinticinco y sólo me pagó el primero.

Lo ha visto desde su celda: una enfermera, chiquita, negrita,


como a eso de las diez, sale al patio de enfrente y riega maíz o
boronas de pan y enseguida se aproxima una bandada. Ahora las
escucha aletear desde la camilla y también le llega su olor, ese
aroma ácido de sus plumas que tanto lo impelía a correr tras
ellas, cuando era aún un niño inocente.

—¿Y es que era su único cliente o qué?


—No, ni más faltaba. Le escribo esporádicamente a casi todos
los reclusos. Eso sí, se había convertido en el cliente más asiduo.
Como le digo, tenía que redactarle uno por semana, mejor dicho,
uno por mujer, porque al tipo lo visita siempre una mujer
diferente.
—Mucho cafre...

92
Su hermano hurgaba la tierra del antejardín en busca de
lombrices rojas con las que después asustarían a las niñas del
colegio, pero a él le interesaban más las palomas. Podría ser
eso. Comenzar por ahí. Contarle a la religiosa lo de las
palomas.

—... Bueno poeta, pero el tipo le negó el pago ¿o qué?


—Sí, claro —contestó el poeta que ahora se le apagaba el ojo
izquierdo como si estuviera muy cansado—. O mejor dicho, me
lo mandó a decir con sus matones: que ya me había pagado desde
la primera vez, que con lo que me dio por el primer poema había
quedado cancelado lo de un año.
—¿Y eso es cierto?
—Pues sí me pagó bien, el equivalente de mi tarifa por diez
poemas. Pero nunca me dijo que era un pago adelantado ni nada
parecido, y además ya llevo escritos muchos más.

Tal vez la historia de su vida pudiera empezar por ahí, por los
incidentes que habían marcado el fin de su inocencia y que
habían hecho que la armonía del mundo se derrumbara sin otra
alternativa que aceptar dolorosamente aquella catástrofe.

—Incluido el panfleto que empezó a circular por ahí...


—Bueno, ésa fue una manera de cobrarme

93
—Me preocupa su fiebre —le advirtió el médico a Santiago,
interrumpiendo la conversación—. Puede que esté asociada a la
alergia, pero quiero asegurarme, así que lo voy a dejar un par de
horas en observación.

—Claro que el panfleto es un poco atrevido —continuó Santiago,


sin prestar atención al médico—. Todo ese cuento de sus amores
forzados y las imágenes con que describe sus coitos interruptus y
todo lo demás, el juego de palabras cuando describe los genitales
del capo.... cualquiera se ofendería.
—Sí, pero él me ofendió primero. No sólo fue lo del pago, sino
el cuento ese que empezó a rodar sobre mi supuesta maricada.
—Si, la cosa estaba al rojo, no hay duda...

—Tampoco me gusta para nada esta hemorragia en la nariz —


anunció de nuevo el médico, y, dirigiéndose a la enfermera,
ordenó—: traiga la gasa, señorita, y cuide este hombre, mientras
atiendo a los demás.

Podría ser eso, una historia de la pérdida de su fe. La mujer de


las cartas ha dicho que es religiosa, pero no a qué culto
pertenece. Ofrece consuelo, eso ha dicho, el consuelo que, a
través de ella, envía Dios. Pero, ¿cuál Dios?

94
—Hagamos un balance —sentenció Santiago—: usted le escribió
veinticinco poemas, pero él le pagó sólo diez. Usted le cobró y
él empezó a regar el cuento; así que usted escribió el panfleto y
lo rodó también. Por el lado de los cuentos no hay saldo. En
últimas, lo que el viejo le debe son los quince poemas y la
paliza, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—Bien, son dos cosas que se pueden arreglar —concluyó
Santiago, mientras la enfermera intentaba parar la hemorragia de
su nariz, que ahora parecía agravarse—, ya veremos...

Dios, es decir, la armonía del mundo de los adultos, había


desaparecido aquel día de las palomas y no se le había vuelto a
cruzar en su camino. ¿Es que Dios había esperado tanto para
volver a asomarse? A lo mejor sus ocupaciones lo habían
obligado a fijarse antes en los demás —como le había tocado
hacer a este médico, que ahora revoloteaba como una paloma
nerviosa por la enfermería—, y lo había abandonado mientras
tanto al cuidado de una torpe enfermera que lo había dejado
desangrar. Si, era una buena imagen: una torpe enfermera había
dejado que su savia espiritual abandonara su cuerpo y ahora
estaba muerto para la fe. Eso tenía que advertírselo a la
religiosa, por si acaso. Quería creer en su consuelo, no en el de
Dios, al menos no en el de ese Dios olvidadizo y atareado que
había dejado morir su espíritu.
95
—Listo —confirmó Santiago—. Ya sé qué es lo que debo hacer
—y se puso bocarriba por indicación de la enfermera y ya no
habló más—.

***

Debo tener cuidado. He descubierto micrófonos. Posiblemente


haya también cámaras. Los muchachos que ya no son tan
muchachos deben haber instalado artefactos de espionaje y eso
me causa escalofríos. Es muy posible que lo hayan hecho de
buena fe, con la intención de ayudarme por si se presentase
algún inconveniente. Pero me molesta, me fastidia infinitamente
haber encontrado estos artilugios, me hacen perder la confianza
que requiero para seguir adelante, me hacen pensar que algunos
comportamientos que había creído naturales de parte de ellos,
responden a ese conocimiento de mi intimidad que ahora niegan.
Así es imposible cumplir ningún proyecto. Creo tener derecho a
terminar mi obra, antes de exponerla a la evaluación pública.
También a manipular los medios para conseguir los fines. Si
hubiera querido que se supiera cómo estoy escribiendo lo que
escribo, habría sido el primero en solicitar la instalación de estos
aparatos. Todo esto me conduce de manera irracional a mis más
execrables temores. A ese miedo que me causa ser descubierto
en alguna acción inmoral o prohibida. Por eso nunca he confiado
96
en los espejos, porque me resultan siempre sospechosos, como si
detrás de ellos estuviera alguien vigilando mis actos o
grabándolos, o como si los ojos que reflejan no fueran en
realidad los míos, sino los de ese inquisidor listo a censurar lo
que hago. ¿Que pasaría si un día descubriéramos que nuestros
actos íntimos han sido siempre vigilados? ¿Qué haríamos si
alguien nos mostrara el vídeo de nuestros pecados? ¿Qué
haríamos al escuchar, reproducidas, nuestras palabras más
cochinas? ¿Qué haríamos, si alguien exhibiera nuestros malos
pensamientos? ¿Qué le diríamos a la gente que se sintiera
afectada con esas revelaciones? ¿Cómo soportar tanta bajeza? ¿Y
si además de nuestros pensamientos, alguien exhibiera nuestros
deseos más terribles o nuestros sueños más pecaminosos? ¿Qué
quedaría de nosotros? ¿Podríamos soportar algo así? Ya le entró
la paranoia a este tipo, dirán los muchachos que ya no son tan
muchachos, y es cierto, me siento ofendido, me siento ultrajado;
no soporto, en nombre de ningún propósito piadoso, esta
intromisión. Protesto con todas mis fuerzas por lo que acaba de
suceder. Que quede muy claro que no toleraré la invasión de mi
intimidad. Si me entero de alguna otra artimaña, renunciaré al
proyecto. Y que las consecuencias de ese acto afecten lo que
tengan que afectar. Hace muchos años, sentí por primera vez esta
misma horrible ansiedad, este espantoso peso de la vergüenza,
cuando mi madre espió adrede el ritual de mis primeros pajazos
y luego lo sacó a relucir en una reunión pública. No sería posible
97
soportar tanta carga; sin la posibilidad de violar las normas a
solas, sin esa sabia regla de juego que establece que lo punible
es sólo lo que afecta a los demás, no sería posible vivir. Lo han
sabido siempre los mejores escritores. Kafka y después Orwell
fabricaron grandes y a la vez terribles poemas al rededor del
conflicto entre lo público y lo privado. Los legisladores ponen
de presente en primer lugar el derecho a la intimidad; saben que
su violación constante puede causar el desmoronamiento de toda
la sociedad. Por eso exijo el retiro inmediato de todo artefacto
de espionaje que haya sido instalado en mi habitación. Exijo mi
total privacidad, so pena de abortar el proyecto. Exijo que me
devuelvan mi sosiego y mi paz interior. No toleraré mas
intromisiones. ¿ME ESCUCHAN? No lo haré.

***

Ha quedado claro que lo ocurrido no ha sido más que un ataque


(por lo demás, previsible) de paranoia. Raúl fue quien primero
llegó en mi auxilio. Me encontró tirado, al lado de la tina,
bañado en sangre, debido a la herida que me hice después de
golpearme con alguna pared de la casa, en medio de mi delirio y
mi desesperación. En realidad, el asunto no es tan grave, pero ha
preocupado a los muchachos, quienes incluso me consultaron la
posibilidad de comunicar lo del accidente a Angelita. Por

98
supuesto me negué, así como también a quedarme más de lo
necesario en la clínica a dónde fui conducido. Después de las
curaciones de urgencia, les he pedido a mis amigos que me
traigan de nuevo. Enrique insistía, siempre tan dramático él, en
que me dejara examinar por un loquero amigo suyo, pero yo le
he recordado que en el contrato que suscribimos está muy
claramente estipulado que algo así sólo será posible si llego a
caer en la postración. No insistió más, pero no pudo dejar su
cara de preocupación, sino hasta cuando me dejaron instalado de
nuevo.

—¿Seguro, Jaime, que no necesitas nada? —Me preguntó con


sincero interés, antes de abandonar el departamento—.
—Seguro Enrique, seguro. Era previsible que después de quince
días de encierro algo así ocurriera ¿o no? —Le respondí en tono
tranquilo, aunque en el fondo, yo mismo estoy sorprendido de la
prontitud del ataque.
—Está bien, está bien —cortó Enrique, a sabiendas de que no
podía ganar ya la discusión.

Lo vi hacer una última seña antes de salir, el ademán ése, tan


característico en él (un pequeño giro de su mano izquierda a la
altura de la frente), con que informa su beneplácito. Raúl, en
cambio, estuvo muy parco, y eso me dejó algo intranquilo. Sé
que su preocupación no tiene que ver con el ataque, ni con el
99
accidente, sino con mi aspecto. Ha debido notar el deterioro
(porque Enrique es menos observador. A él, los aspectos físicos
casi no lo afectan. Contrariamente, es muy sensible a los
cambios de ánimo y otras circunstancias de orden más bien
psíquico).

La verdad es que en estos quince días los síntomas se han


agravado. He enflaquecido dramáticamente y la alergia se ha
extendido a casi toda la espalda y al pecho. De igual modo,
algunos puntos negros han empezado a crecer, presagiando los
terribles sarcomas. Todo esto, sumado al insomnio de la últimas
noches, debe confluir en un aspecto nada saludable, que para
Raúl ha de haber resultado impresionante.

Aproveché igualmente para enterarme de algunas cosas del


exterior: la salud de Angelita y de los niños y el avance real de
los ataques a la ciudad. Con respecto a lo primero, puedo
despreocuparme. Los tres han estado tranquilos y la serie de
cartas que los muchachos se han encargado de hacerles llegar (y
que ha sido preparada de antemano, como parte del proyecto)
como si provinieran del supuesto sitio de mi trabajo temporal (en
el exterior, así arreglamos este asunto, como si yo hubiera tenido
que trasladarme temporal y clandestinamente al exterior), han
hecho ya su saludable efecto. Lo segundo es lo inquietante. Por
lo que han podido averiguar los muchachos, las posiciones se
100
han radicalizado y es muy posible que la guerra se extienda más
rápido de lo previsto. La facción que comandan los rebeldes se
ha posicionado en las afueras y ya el ejército regular ha perdido
varios combates en flancos por los que puede avanzar la
invasión. Una circunstancia muy desfavorable para la paz es que,
en los sitios tomados, la población se ha adherido a los invasores
y eso debilita las estrategias de defensa de la ciudad en un grado
que puede resultar fatal. Es muy posible, por la información que
me han dado los muchachos, que el gobierno tenga muy pronto
que proponer una tregua o inventar algún ardid político para
ganar tiempo y recuperar fuerzas. Entretanto, mi barrio de la
niñez ha sufrido ya algunos ataques.

No puedo dejar de pensar en sus viejas casas, convertidas ahora


en socavones, o en el parque habilitado ahora como sede del
campamento rebelde. Son imágenes que no puedo conciliar con
mis recuerdos, como si mi mente hubiera perdido la oportunidad
hace mucho tiempo de preparar los cambios de escenario que
ahora se han convertido en una realidad tan atroz. Dicen que los
sueños tienen, justamente, esa función: anticipar las imágenes de
nuestra vida futura. Pero los míos nunca fueron tan osados o
terribles. A lo sumo llegaban a incluir la destrucción de alguna
casa o de una calle, nunca la de un barrio o una ciudad completa,
como parece que ha de ser la apremiante imagen que tendremos
que elaborar muy pronto.
101
***

Es como si un hueco hubiera dañado parte de su cerebro o como


si un virus hubiera borrado de su memoria ese suceso ocurrido
en la adolescencia de Santiago. Tuvo que ser muy duro para él.
La muerte de su madre debió afectar no sólo su estructura
psíquica, sino también el sistema de relaciones con el mundo
exterior. Ser testigo y víctima del derrumbe de la familia, toda
esa tormenta que concluye con el hundimiento de su padre en el
alcohol y la separación de los hijos, debió ser terrible. Ahora, en
ese intento por encadenar la serie fatídica que conduciría a la
pérdida de su fe, ha resuelto escribirle a la religiosa acerca de su
primera experiencia con las drogas en el colegio. Pero apenas si
ha mencionado lo de la muerte de su madre y sus consecuencias.
Ese olvido ha sido el dato más importante para mi crónica,
porque una omisión así sólo puede sugerir el gran dolor que
causó en su vida una desaparición tan repentina como insólita.

Puedo imaginar por eso a Santiago el día que llega del colegio a
almorzar y se encuentra con la sorpresa de que no hay nadie en
casa y de que los vecinos no le saben informar sobre lo sucedido.

102
—Pero alguien tiene que haber visto algo —le reclama a una
señora, la mejor amiga de su madre.
—No, niño Santiago, seguro que no. Lucila debió salir muy
temprano, porque no la he visto en toda la mañana —le responde
medio atolondrada la vecina—. O a lo mejor está por llegar —le
sugiere, pero ya sin ninguna fuerza, y enseguida se suelta a
llorar.
—Dígame, señora, dígame la verdad —le pide Santiago,
agarrándola con fuerza de los hombros.
—No sé, no sé, niño Santiago —insiste la vecina—. Lo único es
que como a eso de la nueve vino su padre y luego lo vi salir
afanado y después llegó con un taxi, y entre él y el conductor
sacaron a su mamá alzada y la pusieron en la parte de atrás. Eso
es todo.
—Pero, ¿a dónde se la llevaron? ¿Qué le pasó? Usted debe saber.
Algo debió decirle mi padre —y ya Santiago le hablaba a otro
vecino que había llegado, persuadido por el escándalo.
—No sé, no sé —seguía respondiendo la vecina.

Alrededor de un Santiago acurrucado en la acera, vencido por la


incertidumbre, se fue formando un grupo de vecinos que se
lamentaban de lo ocurrido y de no poder ayudarlo, porque las
cosas habían acaecido con tanta rapidez, que todos habían
quedado tan desconcertados como él ahora. Y Santiago,
apoderado de una suerte de presentimiento de lo peor, sólo
103
atinaba a decir: «¿por qué, ¡Dios mío!, por qué?», mientras la
gente intentaba consolarlo y lo invitaba a su casa. Pero él
resolvió aguardar en la suya, por si llamaba su padre. Además
debía esperar a su hermano, que a lo mejor tampoco sabía nada.

Me lo imagino después en el hospital, ya en compañía de su


padre y de su hermano, esperando las noticias del médico. Me lo
imagino luchando por ver el cuerpo inerte de su madre que se
niegan a liberar. No podía desprenderse de la imagen que al fin
le había ofrecido la vecina: ella había visto a su madre
babeando, su boca llena de espuma, de una espuma abundante y
blanca, y con los ojos entornados, esos hermosos ojos azules
apenas visibles, pero emitiendo aún su luz intensa de siempre, y
rígida, muy rígida, como si ya estuviera muerta. Santiago no
comprende y no querrá comprender jamás, qué ha sucedido. No
puede ser algo tan intempestivo, se dice, tiene que ser el
resultado de un lento proceso que él ignora, del que lo han
marginado, como si no tuviera derecho a saber qué condujo a su
madre a tomar una determinación tan absurda. Y ellos, ¿qué?
¿Había sido tan fuerte su dolor que no le había dado tiempo para
pensar en ellos, en lo que significaría para los hijos la ausencia
definitiva de la madre?

No pudo verla sino después, ya en la funeraria. Le habían


devuelto su placidez. De alguna manera los amortajadores habían
104
logrado acomodar su rostro para que ahora, en el féretro,
volviera a aparecer mansa y feliz, como había sido en vida.
¿Cómo lo habían hecho? ¿Qué técnicas manejaban estos hombres
que podían hacer que un rostro babeado, espumoso y rígido
recuperara de golpe su naturalidad? La contempló por varias
horas, casi hasta desfallecer y luego la siguió viendo en la
pequeña y clandestina iglesia de la única parroquia de la ciudad
que accedió a celebrar la misa para una suicida. La siguió viendo
durante el cortejo y luego cuando ofrendó el último adiós en el
cementerio, y ya no pudo verla más. Ni en los sueños, ni en la
memoria de sus días. Y se fue quedando sin la imagen, sin el
tiempo, sin ese dolor intenso que pronto se fue aliviando, como
si nunca lo hubiera sufrido, hasta desaparecer por completo,
llevándose con él la retentiva del momento en que se entera de
su muerte, la imagen imposible de su madre rígida y babosa y
hasta el instante en que arroja la rosa sobre esa fosa que nunca
visitará, esa fosa a dónde nunca nadie ha vuelto más.

Hoy, Santiago me ha hablado de su experiencia con las drogas,


del terrible agujero negro en que cayó cuando, en una especie de
espiral diabólica que no le dejaba respiro, probó toda la serie de
toxinas que le era permitido adquirir; pero no me ha escrito nada
sobre la impresionante experiencia de la muerte de su madre, ni
tampoco sobre el derrumbe de la familia que vino después, como
si con ello quisiera darme una señal de lo que significó
105
realmente para él y para la historia que ha decidido relatarme.
Algo así sólo se omite porque no se puede tolerar, porque resulta
insoportable y se hace necesario esconder. Algo así sólo se omite
cuando se quiere apartar de sí la verdad, toda la verdad, la
verdad de un padre despótico y mujeriego, que ha hecho de la
vida de su esposa un infierno, pero que Santiago no puede
denunciar, no tanto por el miedo a que las consecuencias de la
denuncia provoquen la ira de su padre, sino más bien porque una
denuncia de las perversiones de su padre habría provocado la
ruptura de ese último hilo débil que aún lo ataba a la armonía del
mundo. Cuántas veces vio la furia alcohólica en los ojos de su
padre, cuántas veces escuchó los sollozos lastimeros de su
madre, cuántas veces fue testigo de los golpes y de los insultos
de su padre, pero nunca se atrevió a darles la fuerza de una
realidad. Santiago prefería atribuirlos a su propia imaginación
depravada que era capaz de poner ante sus ojos las marcas de
una cara golpeada, cuando sólo debía estar el rostro feliz y la
sonrisa ingenua de su madre; esa fantasía diabólica que le hacía
ver escenas violentas, cuando sólo debía estar el trato delicado y
hasta infantil que su padre les brindaba; esa horrible fantasía que
deformaba lo bueno en malo, que le hacía ver cosas que nunca
habían sucedido, como las golpizas a su hermano o los ataques
de violencia contra los perros de la casa o las interminables
cantaletas. No, no podía aceptar esas imágenes que contradecían
las otras, las que debían ser verdaderas, las de un padre
106
inteligente y culto, respetado por todos, amable y cariñoso, fiel y
complaciente. Tenía que ser algo distinto lo que había llevado a
su madre a tomar aquella determinación, no podía ser que
coincidiera el infierno que él sólo se imaginaba con el que
realmente había sufrido su madre, era algo inexplicable y
misterioso; a lo mejor la culpable de todo era ella, a lo mejor
había llegado a su decisión como resultado de la culpa. Eso, eso
había sido: ella era una mujer culpable de los más execrables
pecados; ella, detrás de su cara ingenua, de sus ojos hermosos,
ocultaba la maldad. Era la única explicación al sufrimiento
infinito de su padre, no podía ser de otra manera. La madre los
había engañado a todos y por eso no merecía el perdón, no iría
jamás a visitarla, desecharía su recuerdo, no valía la pena, había
sido una sombra maligna, ¿para qué entonces alimentar el dolor?
Debía olvidar todo, los recuerdos buenos y los malos, debía
lograr la asepsia total, la inmunidad contra la desdicha. Sólo así
sería posible restaurar la única visión de felicidad que aún le
quedaba: la de un padre bondadoso, inteligente y culto,
injustamente golpeado por la vida, que por eso se hundía ahora
en el alcohol.

Era la única manera de mantener ese hilo débil que aún lo ataba
a la armonía de un mundo difícil pero equitativo. Era la única
manera, aunque eso le costase tanto, aunque eso le significase
vivir en la ilusión y no en la realidad, aunque la presión de tener
107
que aceptar y vivir un mundo así, basado en la mentira, lo
condujese a las drogas, a ese otro mundo donde por momentos
podía vivir de nuevo la verdad, a ese otro mundo donde la
imagen de su madre reaparecía en su magnificencia, a ese otro
mundo que podía resguardar para sí y del que sólo saldría
después de una difícil travesía. Eso es lo que finalmente me ha
contado Santiago en su carta; pero yo, porque soy su narrador,
he penetrado en sus recuerdos sepultados y he recuperado las
causas de su ingreso al infierno de las drogas. Yo, que soy su
narrador (así protesten los muchachos que ya no son tan
muchachos), reclamo mi derecho a exponer toda la verdad.

***

Las cosas se complicaron. Lo que comenzó como un supuesto


acto de justicia ha desencadenado una verdadera guerra en la
cárcel. Primero fue la muerte de Víctor —compañero de celda de
Santiago y antiguo camarada de armas— a manos de uno de los
matones; después las continuas grescas entre reclusos partidarios
del exguerrillero loco y los escoltas del mafioso, y ahora el
atentado contra el propio Santiago que lo ha devuelto a la
enfermería y lo mantiene al borde de la muerte. Ni siquiera en la
época en que portó armas y estuvo en el monte por varios años,
estuvo tan cerca como ahora. Es cierto, la muerte era una vieja
conocida, pero no hay manera de acostumbrarse a sus caprichos,
108
como tampoco hay forma de anticipar sus decisiones. Mucho
menos puede imaginarse uno lo que será su visita personal, la
apariencia que seleccionará para presentarse, o el proceso que
determinará poner en marcha para cumplir con su deber y con
nuestro destino. Por eso, Santiago no sabe qué pensar de la
presencia que ahora se instala en la enfermería.

El olor a formol y el nervioso revolotear de las palomas que han


invadido el recinto le impiden concentrar su atención en lo que
realmente sucede a su alrededor. Es como si desde las sombras
de la muerte se hubiera levantado un telón donde ahora se ponen
en movimiento retazos de su vida desconocida. Todo se mezcla
en un confuso magma de visiones que no puede diferenciar sino
con un gran esfuerzo. Ahora ve una mujer que le alivia con
pociones apestosas sus heridas. En realidad no la ve, sino que la
presiente, porque, como sucede con lo demás, su figura flota
como si careciera de algún peso. Pero Santiago logra por fin
centrar su vista en la mujer y entonces ve su cabello rubio y
alcanza a distinguir también, aunque esto último sin ninguna
certeza, una mueca que podría indicar sonrisa (¿o desprecio?
¿Cómo saberlo?). Siente también que cada aplicación de la gasa
que hace la mujer sobre su piel lo alivia. Es como un placer
imprevisto, como si el licor penetrara directamente a su sangre y
le proporcionara el goce de los alucinógenos. La capacidad de su
visión periférica está estropeada, por eso le es tan difícil
109
apreciar los contornos de las cosas que ahora desfilan ante su
vista trastornada a una velocidad increíble: palomas decapitadas,
pedazos de bombillas que arrojan intensos haces luminosos sobre
sus ojos, ráfagas de viento huracanado que atraviesan la sala y
los gritos fundidos en un solo alarido de la gente que entra y sale
de la enfermería. La mujer ahora se acerca y le dice algo.
También el sonido está distorsionado, pero las palabras penetran
a su cerebro con el ímpetu de una sentencia:
—Estás muerto, maldito, estás muerto.

La sonrisa de la mujer se convierte entonces en el aspaviento


amenazante de una fiera. Santiago siente un terror infinito, pero
también suplica porque no deje de aliviarlo. Como si quisiera
huir de ahí y a la vez quedarse enganchado a los instantes de
placer que el cuidado de la mujer le brinda. Entonces oye otra
frase absurda:
—Tu alma será mía.

Cierra los ojos y deja de escuchar la tormenta de voces. Siente


como si en una esquina del cuarto, algún vórtice se tragara todos
los objetos. Siente como si la fuerza de una máquina quisiera
absorberlo hacia esa esquina. Entonces se agarra de los
travesaños de la camilla y grita; grita, tratando de resistir el
embate de la fantástica aspiradora. Un instante después, como si
de pronto hubiera entrado a un túnel cuyo recorrido se hace cada
110
vez más estrecho, tiene que soportar el dolor que le causan unas
paredes que aplastan sus huesos. Súbitamente todo se detiene.
Ya no hay viento, ni ruido, ni siquiera el olor apestoso de las
pociones. Sólo un leve sonido, como de alguien que rasguña un
papel. Tarda todavía un tiempo antes de abrir los ojos. La mujer
de antes sigue aplicando el licor, pero no sobre su cuerpo, sino
sobre un lienzo. El bastidor de la mujer que lo visita está frente
a su cama y ella lo está retratando. Antes de reconocer lo que
hay en el cuadro, trata de incorporarse y entonces el dolor en su
costado, lo vuelve a tirar sobre la cama.
—¿Qué hace usted aquí? —Le pregunta Santiago a la mujer
—Usted solicitó que viniera —le responde ella—. ¿Acaso ya no
lo recuerda?
—¿Yo? —Pregunta sorprendido Santiago
—Sí. Usted. Ayer —asegura la mujer—. Me llamaron porque, en
su desvarío, pidió mi presencia.
—Ya veo —confirma Santiago, resignado— ¿Y cómo va a llamar
a éste? —pregunta, concentrando su atención en el cuadro, que
la pintora está a punto de terminar y en el que se ve a un
Santiago recostado en la cama, vendado y rodeado de palomas,
en un ambiente brumoso y estremecedor.
—Agonía —responde la mujer—, simplemente “agonía”.
—Entonces es cierto —suelta de pronto Santiago.
—¿El qué? —Pregunta, curiosa, la mujer.
—Que usted se va a quedar con mi alma.
111
—Creo que usted todavía delira —responde sin alterarse la
mujer—. Pero, tranquilo, puedo salir ya, si quiere; volveré
mañana para terminarlo.
—No, no —advierte casi alarmado Santiago—. Quédese el
tiempo que quiera. Sus pociones me alivian.
—¿Qué dice?
—Deliro, simplemente deliro. Pero quédese por favor —le ruega
Santiago—. Ahora sé que voy a morir.

Dice esto último ya en medio del letargo, que, bendito, ha


regresado con la tranquilidad de los buenos sueños.

***

A veces pienso en la muerte próxima de Santiago. Sé que a pesar


de su esperanza (porque la tiene; allá, muy detrás de su coraza
de cinismo y displicencia, la tiene) la ejecución debe producirse.
Sé que ni siquiera el extraño arsenal de defensa que se ha
formado alrededor suyo podrá evitarlo. Sospecho incluso que la
ejecución pueda producirse antes de la sentencia. Nada de raro
tendría que de golpe resultase muerto dentro del penal o que se
ponga en escena algún montaje para justificar su desaparición
prematura.

112
Es que se trata de un caso muy importante, nada menos que
terrorismo, y el gobierno parece muy ansioso de ofrecer una
especie de castigo ejemplar. Pero las cosas se han complicado,
porque, aunque han declarado culpables a los dos terroristas
acusados, uno de ellos ha admitido haber coaccionado al otro, lo
que ha permitido la posibilidad de una apelación de la condena
para éste último (adivinen, muchachos, ¿quién es ese otro?). De
modo que se ha decidido que la ejecución se llevará a cabo sólo
tras la celebración de un segundo juicio. En el caso de que se
confirme la condena, se producirán las dos ejecuciones
simultáneamente; pero en caso de que surta efecto la apelación,
sólo se realizará la de quien ha admitido hasta ahora toda la
culpabilidad. El asunto ha tomado tintes políticos de lo más
curiosos, porque el hombre que ha apelado es ni más ni menos
que uno de los jefes guerrilleros amnistiados del proceso de
pacificación de hace una década, que ha regresado al país hace
poco más de un año, después de cumplir una labor humanitaria
muy destacada en un organismo de solidaridad internacional en
Vancouver, Canadá (adivinen, muchachos, ¿quién es esa
joyita?). En cambio el otro, el que se ha echado sobre sí toda la
culpa, es poco menos que un desconocido, lo que ha hecho
pensar que, tras el proceso mismo de apelación y en el interés de
que se salve este hombre (¿ya lo saben? ¡Qué bien! Si: Santiago.
¡Eureka muchachos!), se traman oscuros móviles.

113
En sus escritos (¡Ah! Claro: Santiago escribe, ¡qué le vamos a
hacer! Escribe nada menos que poesía), la presencia de la muerte
es una de las constantes más fuertes y también más diversas.
¿Qué como me he enterado? Si que están hoy curiosos,
muchachos. Pues, porque le ha enviado sus escritos a la religiosa
y yo acabo de leerlos. Ya saben: él confía en todo ese cuento que
la gente se ha creído sobre el prestigio y la bondad de quien
escribe. Un cuento muy raro, porque en realidad desde que la
literatura se conoce como literatura, siempre se ha enfundado el
papel del loquito de la esquina. No hay escritor que no se haya
creído eso de ser la mala conciencia de su tiempo. Y entonces
me pregunto yo: ¿por qué una práctica social que va en contra de
la sociedad misma, que la critica, que la desnuda, que la
denuncia, termina siendo reconocida como una práctica
prestigiosa? Al rededor de ella se tejen instituciones, actividades
y sacralizaciones, y toda esa parafernalia cultural que hace del
poeta casi un Dios. Un cuento raro que algo así se asocie
después también con la bondad y con la capacidad de expresar
las más altas aspiraciones del espíritu humano (eso es, al menos,
lo que se reconoce en los premios Nobel, ¿o no?), porque nada
es menos ejemplar que la figura del poeta: un vago con licencia
para blasfemar, un ser improductivo, un parásito que nada tiene
que ofrecer en últimas, pues sus escritos (la única producción
que esgrime) están plagados de ambigüedades, de falsos
sentidos, de indeterminaciones que nadie descifra nunca a
114
cabalidad. Nada que ver en realidad con aquello que nos enseñan
sobre la literatura como vehículo de los mitos sagrados de la
experiencia humana o de las preciadas posesiones de la cultura o
de proposiciones esenciales acerca de la naturaleza humana
(como si hubiera una naturaleza humana). Los poetas: una banda
de desalmados, de prepotentes, de desadaptados, terroristas de la
cultura; ahora sé por qué Santiago es también poeta y por qué se
come el cuento de que su poesía es bella y buena.

Pues bien, en sus escritos la muerte aparece en todos sus modos


posibles: como tema central del poema, como figura
acompañante, como alegoría del deterioro, como consecuencia
del desamor, como tabla de salvación, como fuente de misterios.
No hay tópico que Santiago no haya ilustrado con la muerte. Y
aquí, al contrario de lo que sucede con lo que no me cuenta,
siento que la exasperante presencia de la muerte es una especie
de afirmación del temor que él le tiene. Aún si acepto su asepsia
religiosa, su ateísmo radical, algo no funciona en el perfil del
guerrillero loco: su temor a la muerte. Ahora estoy seguro de que
a pesar de que ella ha sido una constante, no sólo en su poesía,
sino en su vida misma, nunca ha sabido mirarla de frente. Por
eso es que puede fallar toda la estrategia de la defensa, porque
Santiago, sin quererlo, pobre Santiago, muestra una gana
demasiado evidente por seguir viviendo. No son suficientes sus
bromas pesadas o su cinismo o sus poses ante las cámaras de
115
televisión, su caminar arrogante, sus palabras seguras o sus
gestos de desprecio; detrás de todo ello está el temor a la
muerte. Y cualquiera que lo observe con atención un poco, lo
notará enseguida. Santiago se muere de ganas de vivir. Déjenme
decir, muchachos, esta otra frase de cajón sin que tenga que
sonrojarme por ello, ¡son tan livianas, ayudan tanto a desfogar
tensiones. Claro que, al parecer, mis peores frases no tienen
nada que envidiar a sus mejores poemas...

***

¿Cómo van los cuadros de la Mujer? Parece que la serie anda ya


por el cuadro número diez. Una producción asombrosa, no sólo
por la prolijidad misma (¡casi dos cuadros por semana!), sino por
la capacidad que ha mostrado la Mujer para captar una historia
que apenas si se puede sospechar con lo poco que Santiago le ha
relatado. Y la Mujer espera pintar al menos otros diez cuadros.
Desea recoger así ese tiempo de espera que tan pacientemente ha
sabido abonar con su imaginación, con la idea de un encuentro
que debía darse sin ningún apremio, y que ahora el destino le ha
puesto en sus manos.

ANDROCLES Y EL LEON
Todo está allí: el lánguido ambiente de la tarde lluviosa, la
humedad contenida de los prados, el alambrado apenas
116
perceptible, la rabia impotente de Santiago y hasta el gesto
leonino de su rostro. Ella aparece ataviada con ropas de la
época romana en una clara alusión a la fábula que le da nombre
al cuadro. Parece un muchacho, aunque ha cuidado de retratar
muy bien la feminidad en los brazos y en las piernas
semidesnudas. Al fondo, un conjunto de edificios en
construcción que le dan ese toque urbano necesario a la escena,
pero que juega a lo que podría ser su contraste: el estado actual
de la ciudad. Atrás, el perfil de la Ciudad Universitaria, algo de
humo y las luces de los autos policiales que atenazan una
multitud en desbandada que intenta volcarse sobre los prados.
Todo esto de una manera impresionista y en tono mas bien
plomizo, a excepción de la escena central que en realidad
aparece retratada en una de las esquinas inferiores del cuadro y
en una escala al menos cinco veces mayor que el resto del
cuadro. Hay en esa escena un colorido extraño como de
ardorosa pasión, como de encuentro inesperado, como de
erotismo intenso y sobrecogedor. La escena es, en algunos
rasgos, casi realista y está protegida por una especie de burbuja
que la aísla del ambiente que la rodea. En los ojos del esclavo
romano hay reflejada una fuerte emoción y en el gesto de
Santiago esa expresión de soberbia que aún hoy lo caracteriza.

117
EL DESENCUENTRO
Poco después del episodio aquél en que la mujer, que apenas era
una niña, rescató de entre las trampas de la cerca a un Santiago
derrotado, ella perdió a su familia. Sólo quedó su madre, quien
poco a poco perdió la razón. El destino le negaba la posibilidad
de correr tras su héroe, le cerraba los atajos al sueño, y ella
tuvo que aprender a renovarlo cada noche con la invocación del
recuerdo de esos ojos claros que la miraron con tan extraña
ternura, con una ternura que habría podido ser el principio del
amor. Ahí están esos ojos. Ahí también el bulto pequeño al que
quedó reducido el cuerpo de su madre anciana. Ahí la mujer con
un pincel en la mano y con la mirada extraviada en el horizonte
de su ventana. Ahí la esperanza, el dolor, la rabia, el amor, en
una misma amalgama de colores densos. La imagen de la madre
es aterradora: acurrucada encima de una silla, mira a la mujer.
Es una mirada intensa, rabiosa, burlesca. La luz exterior muere
apenas ingresa a la habitación, y en el rostro de la mujer (si se
mira con cuidado) se dibuja una sombra, una diminuta sombra,
casi parece un lunar en la mejilla. Pero es también la figura de
Santiago. De un pequeño Santiago uniformado de guerrillero,
portando un arma de largo alcance. Al lado de la cama (en un
toque surrealista), un inesperado par de zapatos de hombre:
zapatos viejos, empolvados, siniestros.

118
GABRIELLA
Se llamaba Gabriella y también la conoció en la Universidad. O,
mejor dicho, la conoció en una de esas citas clandestinas que se
usaban como parte del entrenamiento en la época en que
Santiago ingresó al trabajo político del partido. Después supo
que ella trabajaba en la Facultad, y que era, nada menos,
miembro prestigioso de uno de los comandos universitarios.
Desde ese primer momento hubo una empatía muy fuerte entre
los dos, empatía que sirvió incluso para traspasar fronteras
vedadas por esa especie de autosometimiento absurdo que hacía
de los profesionales del partido seres chatos y aburridos,
negados a la realización de sentimientos. Es increíble la manera
cómo la Mujer revive en este cuadro toda esa experiencia a la
vez dolorosa e intensa de Santiago. Ahí está el espacio para esa
primera cita: él con una naranja en la mano y ella observándolo
como a un chiquillo asustado que apenas si maneja algún
sentido de la ubicación. Ahí también los primeros besos y el
sabor de las caricias fragorosas. Ahí las noches sin sueño,
teñidas de culpa. Ahí la separación, los gestos duros de
Gabriella, su sentido de la responsabilidad imponiéndose al
amor; ahí, también, las lágrimas, el reproche tardío por no
haber vivido la vida que se ofrecía como fruta prohibida y
deliciosa. Los tonos pastel de la parte superior del cuadro
juegan a la ironía. La ironía que se torna, poco a poco, en
amargura, en colores amarronados y ocres: la amargura del
119
marginado que al fin descubre la trampa que ha tendido el
Partido...

***

He tenido que pedir a los muchachos su presencia por segunda


vez. Sucedió de la manera más imprevisible. En realidad no tuve
más remedio que hacerlo: era la única forma de que el chico no
se me desangrara aquí en la sala. El torniquete, que
improvisadamente apliqué en su muslo baleado cuando llegó,
apenas si contuvo la hemorragia por un par de horas. Justo el
tiempo que empleó Enrique para llegar hasta el departamento (y
esa demora extrema confirma la veracidad del dramático relato
que me ha hecho el chico sobre las crecientes dificultades en la
ciudad y el recrudecimiento de la guerra).

Acaban de llevárselo. Lo más seguro es que no lo vuelva a ver.


No debería importarme, pero la verdad es que he quedado muy
inquieto. Ahora que mis vínculos con el exterior se han
deteriorado, ahora que me estoy quedando sólo, que ya no poseo
la fuerza suficiente para salir de aquí, justo ahora, no podré
hacer nada por Ignacio. Acaban de llevárselo. No han sido sino
unos minutos de compañía y sin embargo padezco ya una
congoja enorme por su ausencia, como si algún lazo

120
imperceptible, lazo sanguinolento, se hubiera roto de golpe
separándome de mi propia historia.

Es como si Ignacio hubiera llegado desde otro tiempo, como si


su recorrido por las calles de la ciudad hasta mi departamento
hubiera tardado años y no horas. Tengo la sensación de que el
chico me habló de otra guerra, de otra ciudad, de otro tiempo.
Ahora estoy seguro de mi intuición inicial: llegó huyendo del
horror, de un horror de siglos, de un horror milenario. No es
tanto la guerra, o el disparo en la pierna o su juventud desecha
en unas horas lo que me duele, sino su dolor inmemorial, eterno,
que me conecta con su tragedia y con la que todos, de alguna
manera, tendremos que sufrir ahora. Eso es lo que ha quedado
rebotando en mi alma tras sus palabras, tras sus gestos, tras esos
ojos tiernos que no sabían como llorar más: la seguridad de que
Ignacio, siendo apenas un niño, ha sufrido ya lo que todos los
hombres.

Serían tal vez las cuatro de la mañana. Yo aún trabajaba en la


corrección de unos de los fragmentos, cuando, después de
algunos disparos, escuché sus gritos. Nada fuera de lo normal si
se tiene en cuenta que este edificio se ha convertido en los
últimos días en una especie de manicomio, con la gente
abandonando los departamentos y volviendo luego por sus cosas.

121
Pero los golpes no cesaban y el eco de la puerta retumbaba tan
fuerte, que resolví asomarme.

Ahora sé que me llamaba a mí. Que necesitaba hablarme a mí,


pero también que yo necesitaba escucharlo. Nadie salió a la
calle, nadie lo amparó, tal vez por miedo, tal vez porque todos se
han ido ya (es lo que presiento, es lo que tal vez ha sucedido sin
que yo me percatara del todo). Entonces me paré del escritorio y
me dirigí a la ventana y lo vi allí, arrastrándose, tratando de
alcanzar de nuevo la puerta, y fue cuando alzó sus ojos. Una
especie de fuego atravesó mi cuerpo. Bajé de inmediato y lo
encontré tiritando sobre el frío cemento de los andenes, casi
inconsciente. Me costó mucho trabajo subirlo a cuestas los cinco
pisos. Mis fuerzas ya casi no sirven para nada. Hasta teclear me
causa esfuerzo. Lo acomodé como pude en el sofá, le llevé un
café caliente, lo arropé, e improvisé un torniquete sobre la
pierna herida. Entonces el chico reaccionó.
—Es el horror, es el horror —me dijo, todavía en medio de su
delirio. Lloraba y se sacudía algún peso imaginario de la cabeza.
—Cálmate hijo, cálmate —le dije, tratando de sosegarlo.

De pronto entró en shock y sufrió un impresionante ataque de


convulsiones. Yo me asusté. Pero enseguida se hundió en una
especie de sueño del que nunca estuve seguro que saliera. Así,
dormido, empezó a hablarme de su tragedia. Apenas abrió los
122
ojos un par de veces, para mirarme con la mayor naturalidad del
mundo. No sé si en su excitación me confundió con alguien
conocido, no sé si se hallaba en un estado de sonambulismo, no
sé si me hablaba a mí en ese momento, no sé si existió, si en
realidad estuvo conmigo, si Enrique era Enrique o era Raúl; no
sé tampoco si todo ha sido un sueño. Lo único que sé es que en
mi corazón ha quedado este vacío intenso que me ha obligado a
encender de nuevo el computador para escribir la crónica de esa
presencia intempestiva.

Me habló de una cita con su padre, de la tranquilidad de su vida


en el campo —de donde vino, a mala hora, en busca de trabajo a
esta ciudad imposible—, del ataque de nervios que sufrió cuando
fue a la morgue a ver si encontraba a sus hermanos o a su padre
que no se comunicaban con él desde el día que atacaron el barrio
donde se había instalado, del amigo que mataron cuando el
ejercito lo encontró saqueando una tienda de paños, del miedo de
salir, de las horribles visiones que sufría todas las noches y del
hambre que tuvo que soportar durante días.
—Sólo teníamos arroz y panela y algo de chocolate que trajo
Fernando antes de que lo matara el ejército. Estábamos sitiados.
No podíamos salir más allá del barrio porque habíamos quedado
entre los dos fuegos y la lucha por el espacio se hizo intensa.

123
Las pocas cosas de las que se enteraba sólo alimentaban una
visión apocalíptica. El acoso del hambre y del miedo debió
trastornarlo. Sólo así me explico que ese muchacho campesino,
lleno de horror y sin la más mínima idea de la geografía de la
ciudad, haya decidido salir de su barrio, cruzar la línea de fuego
con una pierna herida y alejarse de su casa (que si bien debió
parecérsele al infierno, era un lugar mucho más seguro que la
calle). Pero lo hizo. Debió arrastrase kilómetros antes de
detenerse.
—¿A quién buscabas, por Dios?
—A mi padre —me contestó con una sonrisa en sus labios. Fue
una sonrisa angelical, llena de una dulzura urgente, como si
estuviera seguro de haber llegado al lugar que buscaba.
—¿Y lo encontraste?
—Si, lo encontré. Estaba con mis hermanos y me esperaba.
—¿Y qué pasó con ellos?
—Se fueron. Se fueron muy lejos de aquí, a nuestra casa, en el
campo, y allá me esperan, me están esperando, quieren que
vuelva, porque ya no desean vivir más acá. Ellos me van a
enseñar todas las cosas que aprendieron y me van a querer y me
van a llevar a pasear en sus autos...

Ya deliraba. Lo vi tan pálido que me asusté de nuevo, y Enrique


sin llegar. Pero Ignacio sólo se quedó dormido, allí, sobre el
sofá. Su rostro se tornó candoroso. Tras sus ojos cerrados se
124
adivinaba una paz, la paz que había estado buscando. Estaba en
el limbo y yo lo dejé dormir.

Su pierna se amorataba. Quise aflojar el torniquete y enseguida


brotó el chorro de sangre. Era como si tuviese dos Ignacios a la
vez. Uno indiferente a la angustia de la muerte y el otro
desangrándose. Y yo paseaba mi mirada de su rostro a su pierna,
como si cruzara la frontera de dos países distintos. Luego,
Ignacio empezó a murmurar.
—Ven aquí, ven aquí.

Al principio sin angustia, como llamando a alguien que estuviera


su lado. Pero después empezó a sobresaltarse y luego comenzó a
gritar y entonces se levantó bruscamente. Me miró con rabia: una
mirada que sostuvo por un par de segundos —que a mí me
parecieron un par de siglos— y sentí como si hubiera abierto mi
alma de un tajo. Volvió a recostarse en el sofá, y allí, en
posición fetal, se quedó hasta que al fin llegó Enrique y pudo
llevárselo en su auto al hospital.

Enrique ha prometido informarme de su salud, pero yo sé que ya


no volveré a verlo. Iba en muy mal estado. Incluso creo que ya
no estaba vivo. Y la idea de que Ignacio se haya muerto en mi
casa me ha dejado en este estado de máximo nerviosismo. Tal
vez porque, de ser cierto, habría sido el primer muerto de esta
125
guerra que me ha tocado. Siento, por eso, su ausencia, siento
como si un hueco negro se hubiera instalado en medio de esta
sala, en medio de esta escritura que ya no me consuela.

***

La Mujer se encuentra en verdad atareada. Ha vuelto a la cárcel


puntualmente cada semana y permanece allí las cuatro horas de
la visita. Hasta se ha hecho camarada de los amigos de Santiago.
En su mente bullen más proyectos. Una gran serie que refleje la
vida de los presos políticos en la cárcel, su extraña solidaridad.
Quizás un mural o un inmenso fresco. Santiago es apenas una
pieza del engranaje...

CARLOS
Ya había aprendido a decir «camarada» sin sonrojarse, había
quemado banderas de los Estados Unidos, se había leído
bastantes folios de documentos del partido, había pegado
calcamonías y manchado paredes de muchos barrios con
consignas revolucionarias; incluso había cumplido el rito de
iniciación de todo guerrero: había participado directamente en
la quema de un par de buses. Todo medio en juego, medio en
serio. Se sabía de memoria los manuales de Carlos Marighela
sobre guerrilla urbana, tenía su propia chapa, había participado
126
en numerosas reuniones clandestinas del Frente; concurría con
calculada frecuencia al café de La Normanda, como debía ser, y
hasta recitaba versos de Roque Dalton (de ahí le venían también
esos aires de poeta). Se había hecho asiduo de las tardes
culturales y de las canciones revolucionarias de la Nueva
Trova... Y ahí está, con toda su ingenuidad, con toda su utopía a
cuestas, acompañado de su camarada Carlos, en esta estampa
que ha plasmado la Mujer. Es como una fotografía de dos
alegres muchachos que caminan contentos por el centro de la
ciudad. Pero en realidad es la despedida de Santiago. Mañana
parte para el monte, asignado a un comando rural, por petición
suya y tras la anuencia del máximo comandante del Frente que
ha empezado a confiar en él. No podía faltar en esta estampa,
entre pintoresca y socarrona, la bufanda, las botas y la mochila
arhuaca; los bluyines rotos y la barba rala. Como no podía
faltar la recitación frecuente y respetuosa de Benedetti o la
admiración por Silvio y Pablo o citar a Camus, tener un afiche
del Che, emborracharse en Quiebra-Canto, comentar a Lenin,
decir sí a la marihuana, hablar mal del machismo, saberse una
estrofa de la Internacional y cantar la Mula revolucionaria...
Qué pronto se empañaría el cielo de la utopía. Esa nube negra,
en una esquina del cuadro, parece anunciar los tiempos aciagos;
esa nube negra que contrasta con los vivos colores de la
estampa, con la risa a carcajadas de los muchachos, con el
tiempo detenido de la alegría...
127
PABLO.
El paisaje es brusco y escarpado. Los trazos frenéticos,
rabiosos. Sobre la cima de uno de los picos está Santiago. El
combate ha sido sangriento y él, sobreviviente, busca contacto
con el grupo de retaguardia que se ha fortificado en el valle.
Dos cuerpos inertes cuelgan de otras peñas más abajo,
separados por varios metros de altura. Uno es el de un
guerrillero. Santiago se encuentra con él, aliviando unas
heridas que ya son mortales. Es su comandante, Pablo. El otro
es el cuerpo de una mujer. Santiago lo sostiene por debajo de la
cintura y besa su cuello. La mujer tiene una pierna rota y el
vientre ensangrentado, pero su rostro está todavía fulgurante.
Los tres Santiagos, los tres momentos de Santiago, están hechos
con trazos delicados y realistas. La Mujer ha cuidado que sus
ojos azules aparezcan bien iluminados en las escenas. El
uniforme está lleno de detalles. De los otros personajes apenas
resalta rasgos generales de sus cuerpos y sus vestidos, pero sus
rostros son también muy expresivos. El de Pablo se llena con
una sonrisa muy alegre, evocando el carácter casi festivo y
siempre cordial que Santiago admiraba tanto en su comandante.
El de la chica es casi angelical. Y Santiago no puede menos que
llorar por ella. Los colores se degradan desde arriba y en la
escena final se hacen intensos. La sangre que rueda del vientre
de la chica y empapa las manos de Santiago, se hace arroyo, y
128
cierra la parte inferior del cuadro, sin que por eso se haga
escandaloso.

EL MESÓN
Se ha convertido en un técnico de la muerte. Son sus últimos
meses antes del proceso de reinserción. Ha ido a la Unión
Soviética y a Cuba a especializarse en explosivos para apoyar
las acciones de la red urbana. En su rostro no hay sino
amargura. El ambiente es oscuro. Es su cuarto, en un alejado
suburbio de la ciudad. De las paredes no cuelgan sino elementos
y cables eléctricos. Hay un gran mesón de laboratorio en el
centro y otro, más pequeño, recostado sobre una de las paredes.
La Mujer no ha dibujado ni ventanas ni puertas, como si
quisiera enfatizar el encierro interior de Santiago. La
habitación, efectivamente, es su búnker personal. De él ya no
sale, si no es para lo estrictamente necesario. Lleva puestas
unas gafas redondas y usa unos guantes blancos, demasiado
blancos, tan blancos que ciegan la vista. Construye un detonante
electrónico. Es su trabajo. Ya no le interesa ir al combate. Está
hastiado de la muerte directa, pero goza con su trabajo. Es un
perfeccionista. No hay un detalle que se pueda escapar de su
cabeza. Todo lo calcula y disfruta con ello, con el cálculo,
imaginando el poder de su bomba y las muertes que pueda
causar, pero no quiere ver los muertos, se ha prometido no ver
más muertos. Cumple con su deber; se ha hecho frío e impasible.
129
No cree en nada. Espera también su propia muerte como un paso
más. Quizás por eso, la Mujer dispone una especie de aura
oscura alrededor del cuerpo inclinado de Santiago. Apenas se
nota, apenas se percibe, pero detrás de la cabeza de Santiago
hay otra. Es una silueta muy débil, redonda, que acompaña
simétricamente el cráneo de Santiago. Si: ahí está, es la figura
de la muerte, con su sábana oscura y todo. Con su guadaña
apenas insinuada debajo de su manto, y se ríe, sí, y mira,
cómplice y orgullosa, a su alumno favorito. Sí, ahí está, la
sombra de la muerte.

***

Mi amada Angelita. Me pregunto cómo serían las cosas si


estuviéramos juntos. ¿Habrías soportado la verdad? ¿Habrías
tenido la fuerza para advertir mi deterioro? ¿Me habrías
acompañado o habrías huido con los niños? Me pregunto qué
habrías hecho al ver aparecer en su fastuosidad el primer
sarcoma, éste que ahora se ha apoderado de la nariz deformando
mi otrora bello rostro, las facciones que tanto admirabas, que
tanto elogiabas, de las que tanto te enorgullecías y me
enorgullecías. No es autocompasión, no. Ustedes, muchachos, lo
saben: es simple curiosidad.

130
Tarde o temprano te habrías dado cuenta. Es inevitable, lo sé,
desde el comienzo lo he sabido. Mi reclusión ha sido apenas una
especie de refugio temporal, de última oportunidad; en realidad
jamás he pensado en la fuga. Ha sido también una manera de
evitarte el dolor del testimonio, la terrible secuencia de mi
estropicio. Entretanto, quiero anticiparme al desastre que puedan
ocasionar mis revelaciones de la única manera como sé hacerlo:
escribiendo. Escribir es anticipar, es explorar en medio del caos,
es hallar órdenes ocultos allí donde todo está condenado al
fracaso, y por eso escribo y te escribo, mi amada Angelita.

Podría haber inventado todo un drama, quizás un accidente


inesperado, la transfusión de sangre forzada por las
circunstancias, una contaminación inevitable, cualquier cosa.
Pero he preferido la verdad. Todo podría parecer tan vulgar: la
eterna historia de la infidelidad de un hombre... aunque también
podría narrarse de otra forma, tal vez diciendo: con una mujer
así cualquier cosa podía suceder... es cuestión de tomar los
hechos de nuevo y de establecer los nodos y las relaciones y de
navegar por su extensión, tratando de hallar el trayecto más
adecuado a mi expresión. Al fin y al cabo, las cosas suceden sólo
una vez, lo demás es cháchara. Pero de esa cháchara vive el
hombre, esa cháchara nos ha mantenido firmes por siglos,
embelesados ante la imagen de una sociedad perfecta. Así que se
trata de ofrecer una cháchara: esta cháchara con la que podrás,
131
no tanto enterarte de las cosas que han sucedido, como de su
posible sentido. No me he preguntado si tú quieres la verdad o si
prefieres una mentira piadosa. Eso no podría saberlo hoy. Sólo
sé que necesito ofrecerte un significado, para poder así sacar de
mí, el diablillo de la culpa y el dolor del engaño.

También podría comenzar diciendo que las cosas sucedieron de


una manera inefable, siguiendo la secuencia de un libreto
montado de antemano. Pero me detengo al imaginar a los
muchachos, que no son tan muchachos, cagados de la risa,
burlándose de una estrategia tan baladí: el cuento ése del destino
inevitable, de la mano que ha escrito por anticipado nuestros
pasos. Prefiero por eso decirte más bien que mi carne fue débil;
que a la hora de la verdad, todas las ideas y todos los discursos
fallaron y que se impuso el lado oscuro, el flanco desconocido,
ése que por miedo evitamos y que nos pasa su factura de cobro
cuando menos lo esperamos.

Te engañé, Angelita, y me siento culpable, y hasta podría decirte


que me merezco lo que ahora me pasa, que sufro el castigo justo,
que debo por eso alejarme de ti, pero eso no basta, porque lo que
importa de verdad es afirmar, con la fuerza que me ha dado la
lucidez de mi reclusión, que lo hecho ha sido por amor, que las
consecuencias no importan, que no he pecado, que ejercí mi

132
libertad, que desde lo oscuro se llega también a Dios, a la
armonía, al sosiego. No quiero ser cínico, no muchachos, no...

CANCIÓN PRIMERA
Viene a mi mente el poema de Pessoa aquella recordada canción;
viene a mi alma la saudade de sus palabras, porque en mi
corazón, como en el poema, el recuerdo de eso que los hombres
han llamado "amor" rompe hoy sus represas. Como lo hace el
narrador en el poema, cierro los ojos, y dejo que la luz de este
luar que anega hoy mi ventana inunde también mi cuerpo; y
vibro como lo hace el yo poético en los versos, y llego asimismo
a lo más profundo de mis sentimientos. ¿Por qué alguien ama a
otro? ¿Qué es eso que los hombres llaman el amor? ¿Acaso una
búsqueda infinita del paraíso perdido? ¿O, tal vez, una
justificación de nuestras aberraciones? ¿Existe verdaderamente
el amor, o es una más de nuestras debilidades, una más de
nuestras vulnerabilidades? Siento que el mundo hoy me
sobrepasa, que mi alma se encoge de miedo, que ya no soy capaz
de mirar hacia fuera y que mi ser se conecta por eso con el mito,
la pena, la ausencia y la distancia. Desde la noche inmensa de
mi corazón, una voz suena. No es la tuya Angelita, es la voz de
ese secreto que nunca recibí, de esa promesa jamás cumplida.
Como si el fin estuviera cerca y yo tuviera que abandonar mi
casa para siempre...

133
CANCIÓN SEGUNDA
Ya no sé bien como llegó la primera vez. Tal vez disfrazado de
cara bonita con ojos verdes. Tal vez en forma de sonrisa
deslumbrante o transportado por unas palabras inauditas. Sé
que llegó cuando aún era niño, pero también que no lo reconocí
en seguida. Quizás lo miré con desprecio o con temor, o con la
prepotencia de quien cree tenerlo todo. No llegó con el apremio
del deseo, eso vino después, sino con la gracia del payaso, con
la ilusión de una ofrenda. No sé bien cómo ni cuando llegó la
primera vez, Angelita, sólo sé que pasó de largo, la primera
vez...

CANCIÓN TERCERA
Supe entonces que las mujeres tenían piernas torneadas y
sensuales, y mis sueños se llenaron de cuerpos completos. Ya no
sólo eran caras y labios para besar, sino senos para embeber y
sexo para horadar. Supe entonces que también eso era amor. No
sólo palabras bonitas o sonrisas deslumbrantes o caras bellas,
sino deseo también. Supe que sin el deseo no era posible el
amor, que debía satisfacer ante todo el deseo y tener a la mano,
por si acaso, el corazón. Supe, Angelita, que un amor sin
cuerpo, era una amor triste, que ahora podía ser amante sin
amor...

134
CANCIÓN CUARTA
Entonces, después del juego, vino el hastío, el eros insípido, y
junto con él la prevención, el amor costo/beneficio, las trampas,
las estrategias para gozar y zafarse, la costra de la indiferencia.
El afecto se volvió negocio y ya no tuvo más el sabor del
milagro, las palabras sobraron, los coqueteos se volvieron
ridículos y las caricias se quedaron enredadas en el baño. No
hubo más que sudores incómodos, palabras vulgares, reproches,
burlas y el vacío de los polvos infelices. Y entonces, después del
juego, al borde del abismo, Angelita, apareciste tú...

CANCIÓN QUINTA
Con tu voz ambigua, con tu piel fresca, con tus dientes
tranquilos, con tu serenidad a cuestas, con tu ropa cómoda, con
tus senos puntiagudos, con tu cola redonda, con tu vagina
húmeda, con tus piernas maduras, con tus pies juguetones, con
tu cabello selvático, con tu nariz entrometida, con tu boca
salada, con tu cuello esmaltado, con tu espalda inclinada, con tu
sexo abierto, con tu voz inquieta, con tus dedos malignos, con
tus dolores mensuales, con tu vientre hambriento, con tus uñas
de monja, con tus huesos fuertes, con tus venas elásticas, con tus
músculos de hembra, con tu sangre hervida, con tus cavernas
misteriosas, con tus caminos múltiples, con tus angustias
tiernas, con tus sueños volcánicos, con tus mejillas rotas,
Angelita, con tus manos temblorosas...
135
CANCIÓN SEXTA
Como si se pudiera elegir en el amor... Vino al fin ella, demonio
de ojos azules, mujer de cabellos ondulados, promesa de mejores
horizontes... llegó al medio día, Angelita, al borde del ocaso,
anunciando la noche oscura, prometiendo la luz al final del
camino, exudando sales de su cuerpo experimentado,
provocando sueños inéditos... Se atravesó sin aviso previo, se
presentó como ofrenda de los Dioses, no quiso saber de razones,
no escuchó mis advertencias, sólo me tomó, me engulló, me hizo
trizas en un minuto y luego me abandonó como quien bota a la
basura una cáscara de banano... Se fue con una mueca en su
rostro que no supe descifrar, hasta el día en que me enseñaron
los resultados de los exámenes médicos y me advirtieron que
podía morir y hacer morir a otros... se fue sin darme
explicaciones, dejando mi cuerpo enfermo y mi alma
despedazada.

CANCIÓN SÉPTIMA
Noche fría. Estoy triste. Mañana: guerra y muerte. Estoy triste,
Angelita, hoy estoy triste.

***

136
En aquél entonces todavía se podían pronunciar frases
temerarias. El profesor de filosofía, un cura joven, guapo e
irreverente (es decir, en condiciones para emitir ese tipo de
expresiones ante un grupo de muchachos ávidos de pretextos
revolucionarios), tras un acalorado debate en su clase que,
habiendo comenzado por la discusión sobre el concepto de
cultura, terminó por producir una serie de justificaciones para lo
que el propio cura llamó sin pelos en la lengua «la inminencia de
una revolución», culminó su clase dictaminando: «Si me dan
algunos muchachos para educarlos podría construir verdaderos
agentes de cambio». La frase resultó sobrecogedora,
especialmente para jóvenes que, como Santiago, andaban en
busca de sentido para sus vidas. La frase, sin embargo, no era
más que el resultado del calor del debate, algo como una
reacción natural, aunque un poco ostentosa, del cura frente a las
veladas acusaciones de cobardía que se lanzaron en medio de la
controversia. Pero dejó en el ambiente un sabor a reto, una
luminosa grieta sobre el sólido muro de los temores que algunos
chicos percibieron con alborozo.

Lo demás se desató con la furia de una represa que se rompe de


golpe y desencadena toda su energía contenida: en menos de un
mes ya funcionaba el grupo de estudio y antes de comenzar las
vacaciones del primer semestre se contaba con sede propia y
había comenzado el montaje de la obra de teatro. La idea de la
137
comuna fue discutida, documentada y finalmente aprobada
apenas una semana después de iniciadas las vacaciones. El cura
logró una buena financiación a su proyecto y así fue como
Santiago se trasladó a la sede, dispuesto a convertirse él mismo
en agente de cambio. Se llevó todos sus corotos y sin mayores
explicaciones se dispuso a trabajar durante aquél mes en la obra
de teatro.
—Nunca he sabido de un campamento que dure todo un mes, hijo
—protestó su padre al escuchar el cuento con el que Santiago
cubrió su mudanza, pero al fin aceptó todo, incluso la condición
de que sería él quien los llamara en caso de necesidad.

Era una mezcla muy extraña de trabajo político, creación


colectiva y aislamiento ascético. El grupo lo conformaban el
cura, cinco chicos y dos muchachas. Contaban con el apoyo de
una pareja de campesinos que se encargaban de las labores
domésticas y de la preparación de los alimentos, a quienes, sin
embargo, solían integrar en otras actividades, sobre todo a las de
discusión política. Las jornadas eran exhaustivas: comenzaban a
las cuatro de la mañana con oración durante una hora y
dinámicas doctrinales antes de un ligero desayuno. Después
venía el trabajo de creación que era dirigido por el cura, pero
cuyos resultados finales sólo deberían ser alcanzados como
integración del colectivo. La idea era crear una obra capaz de
comunicar al pueblo (así había decidido llamar el cura al público
138
objetivo) la conciencia de su situación. Lo curioso es que las
técnicas a emplear tenían que ver más con el teatro
propagandístico de la contrareforma española que con el teatro
épico brechtiano, pero Santiago no podía saberlo, aunque
intuyera, sí, el fraude en todo aquello. Las sesiones de ejercicio
espiritual no se hicieron esperar, como tampoco las
manifestaciones de un fanatismo místico que se hacía cada vez
más incontrolable.

Hacia noviembre, la obra estuvo lista para el montaje final. Para


entonces afloraron también las primeras crisis. Primero fue la
deserción inexplicable de Federico, acompañada casi de
inmediato por el sermón sentencioso y apocalíptico del cura,
quien acusó a Federico de ángel rebelde e instó a los demás a
condenarlo en sus oraciones y a desacreditarlo ante las directivas
del colegio. Después vinieron los trances histéricos de las chicas
que empezaron a anunciar no sólo visiones milagrosas, sino el
segundo advenimiento de Cristo. El mismo Santiago se vio
envuelto en una de estas visiones inverosímiles.

Sucedió al final de una agotadora jornada, durante la cual habían


ayunado por orden del cura. En medio de la sesión de síntesis,
hacia las cinco de la tarde, se desató una discusión sobre el
manejo financiero del montaje. Pedro, otro de los muchachos,
había denunciado la desaparición de algunos dineros, asunto que
139
explicaba el retraso en la consecución de los materiales para el
montaje final que debería realizarse en menos de quince días. Lo
que empezó como un simple informe, se convirtió de pronto en
la impugnación general sobre la manera como se habían
conducido las cosas en las últimas semanas y el asunto ya giraba
hacia la acusación directa al cura, cuando éste se levantó de su
sitio:
—Ahí muchachos —gritó de pronto, completamente
transfigurado—. Ahí está la imagen, sobre el telón, ahí,
muchachos, es Nuestro Señor Jesucristo que hace de nuevo
presencia entre nosotros.

El cura miraba hacia una de las paredes, encortinada con tela


negra, y sobre la cual se había dibujado una falsa ventana. En
efecto, en el centro de esa falsa ventana se distinguía ahora una
pequeña figura. Todos se dirigieron muy despacio hacia la pared.
Aún hoy Santiago jura haber visto una menuda cruz y la figura
de Jesucristo en movimiento. La visión duró unos pocos
segundos y desapareció, dejando en el más absoluto mutismo a
los miembros del grupo
—Es un mensaje muy claro, muchachos —dijo de pronto el
cura—: Nuestro Señor nos pide serenidad. Estamos a punto de
culminar y ahora debemos estar más unidos que nunca. Oremos,
muchachos, oremos. Y todos se pusieron de rodillas,
desconcertados, pero a la vez imbuidos por una energía nueva.
140
El asunto, sin embargo siguió deteriorándose. A los pocos días,
Pedro decidió hablar con Santiago. Le contó las verdaderas
razones de la huida de Federico. Acordaron hablar con los otros
chicos y resolvieron tomarse la sesión de síntesis del próximo
sábado. Increíblemente las chicas fueron las más ansiosas.
También ellas habían sido víctimas de los acosos del cura. Esta
vez el sacerdote entró en una furia inverosímil. Juró vengarse y
abandonó la sede. La semana previa a la presentación los
muchachos se volvieron a reunir, pero no pudieron avanzar: el
cura se había llevado no sólo muchos de los materiales, sino
todo el dinero remanente y ya no volvió a aparecer, ni por el
colegio, ni por la sede, ni por el barrio. Como si se lo hubiera
tragado la tierra. Entonces salieron a flote todas las
depravaciones. Por alguna razón, Santiago había sido el único
que no sufrió ultrajes por arte del cura, pero las atrocidades que
cometió con los otros muchachos lo dejaron estupefacto y
herido, tanto que quiso ir en busca del maldito cura para
matarlo. Los otros muchachos, sin embrago, lo convencieron
para que dejara las cosas así. Al fin y al cabo, habría podido ser
peor.

Santiago cayó en una desazón tan grande que abandonó el


colegio a sólo unas semanas de su grado de bachiller y —por
despecho, por vergüenza, por rabia— aceptó la invitación que un
141
año antes le hiciera un compañero del colegio, al que habían
expulsado por revoltoso, de vincularse a una célula de trabajo
político del partido comunista.

Allí volvería a escuchar frases temerarias. Allí habría de trasegar


otras espirales diabólicas. Su fe se iba agotando, sólo que antes
de desaparecer por completo debía mutar hacia otras figuras,
hacia otras falsas manifestaciones. De eso se había tratado
siempre: del deterioro de su fe y así se lo quería hacer ver a la
religiosa que ahora, con la carta del recuento de la terrible
experiencia de Santiago en la mano, se inclina sobre su pequeño
altar e implora por su salvación. Los fuegos de los bombardeos,
afuera, alcanzan a iluminar por momentos la habitación y en mis
dedos empieza a notarse ya la caída inevitable de las uñas.

***

VERDADES QUE DUELEN


Es una estampa conocida: Javier, sentado sobre una roca,
declara culpable (o absuelve, ¿cómo saberlo?) a un guerrillero.
Es la matanza de Tacueyó, recreada por la Mujer. Santiago,
hace cola en la larga fila de guerrilleros que, unos metros atrás,
hincados de rodillas, esperan la sentencia. La Mujer lo ha
destacado con colores vivos y rasgos precisos: el mismo tono e
intensidad que ha utilizado a la hora de dibujar la figura del
142
comandante Javier. Los otros guerrilleros apenas son esbozos de
silueta... Tantos fracasos políticos y militares llevaron al
desgaste, al escepticismo y a la marginación de algunos
militantes. A esta altura de la guerra, eran demasiados muertos
y los errores abundaban; la desconfianza entre la militancia
cundió y pronto se convirtió en un espectro que fácilmente se
instaló en los agobiados corazones de todos. Llegaron las
primeras noticias sobre los fusilamientos ordenados por Javier
en Tacueyó, y la paranoia se extendió como pólvora. Los que
hoy fusilaban eran los fusilados del día siguiente, como ovejas
camino al matadero; todo en una silenciosa complicidad de las
víctimas que nacía en parte del miedo que Javier había
cultivado entre sus compañeros... En el rostro de Santiago se
dibuja una sonrisa extraña, mientras que la mueca de Javier es
más bien de cólera, la cólera de Ulises. Sobre el pecho de las
figuras de los otros guerrilleros sin rostro, la Mujer ha dibujado
una idéntica prenda: un escapulario. Es la alusión a la
explicación que posteriormente diera Javier como criterio para
la matanza: ¡el escapulario no era tanto un símbolo como una
seña de identificación de los infiltrados! Santiago no la lleva, y
tal vez eso explica su expresión. Pero también hay algo de
desencanto y de resignación en ese gesto que ya no lo
abandonará...

143
DESMOVILIZACIÓN
Santiago aparece insólitamente en medio de una plaza de
mercado, mirándose frente a un espejo. Se encuentra de
espaldas, pero con el ángulo suficiente para dejarnos ver su
rostro sobre la luna. Está vestido de paisano y su ademán no
puede ser más impasible. En su cara se refleja ya la huida de los
años mozos y en su cuerpo se notan las secuelas de las
caminatas, de la leishmaniasis, del hambre, del alcohol, del
bazuco que consumió en sus días de preso político y de los
muertos que almacenó en su memoria. Alrededor suyo hay toda
suerte de mercaderes. Hombres en traje de campaña totalmente
ebrios, hombres impecablemente vestidos, con maletín de
ejecutivo, entregando dinero a los combatientes; campesinos,
recibiendo cheques millonarios, prostitutas ofreciendo su cuerpo
a los nuevos ricos, armas abandonadas en un arrume
gigantesco. La escena retratada por la Mujer es una especie de
carnaval inmenso en el que todos aparecen por fin hermanados y
felices. Pero este ojo acostumbrado ya a las trampas icónicas de
la Mujer, descubre por fin el ardid. En cada una de las cuatro
esquinas de la plaza, detrás de sendas columnas, aparece
furtivamente una figura femenina. Cada una lleva el traje y
porta la imagen de las alegorías de El Fausto: la Escasez, la
Duda, la Preocupación y la Miseria. La alusión es perfecta: la
desmovilización no fue más que un pacto faústico, en el que los
guerreros rasos llevaron la peor parte. Por eso, todos, a la
144
larga, tras los estragos que les dejarían la escasez, la duda, la
preocupación y la miseria, habrían de afirmar que el proceso de
paz no fue otra cosa que una artimaña con la que fueron
obligados a vender su alma al diablo. Después de la embriaguez
vendría la resaca, después del carnaval, la dura realidad. Los
hombres que hoy aparecen en la plaza de mercado convencidos
de su futuro, pronto se darán cuenta del error. Muy tarde, pues
también la vejez los habrá alcanzado...

FINALES
El cuadro está dividido en tres partes: una para cada final
imaginado por la Mujer para Santiago. En una, Santiago está
tirado en una calle miserable, harapiento y enfermo, fumándose
un cigarrillo de bazuco, completamente deteriorado. En el fondo
de esta primera escena, se aprecian sus padres y su hermano
recibiéndolo con los brazos abiertos. Esta imagen kitsh de la
familia unida contrasta violentamente con la del hijo
abandonado. Al lado izquierdo del cuadro, se lo ve en la camilla
del hospital de la cárcel, rodeado de varios amigos. Conversa
con ellos, a lo mejor de su ingenuidad, del fin de la historia, de
la caída de las utopías, de un mundo que claudica sin mayores
aspavientos, de una felicidad que se aleja y de los amores
malgastados. El espacio restante está dedicado al último final:
la ejecución. Sobre una camilla, y a través de un gran vidrio, se
lo ve conectado al circuito de la muerte. Es la hora de la
145
ejecución. Al lado suyo hay tres figuras: el cura, el juez y el
médico, todos muy circunspectos. Afuera, como en una especie
de graderías, varios policías, los alguaciles de la cárcel, el
Presidente y sus Ministros, y varios allegados de Santiago. Es
una escena gris, de rasgos impresionistas, que desequilibra la
posible armonía del tríptico; como si estuviera en segundo
plano, respecto de las otras dos escenas: Y sin embargo es, a la
vez, la escena más "absorbente", una especie de agujero negro
que atrae inevitablemente nuestra vista...

***

Raúl ha matado a su familia. Por lo que me ha contado Enrique,


ha sido algo horrendo. Encontraron los cuerpos inertes de su
mujer y de los dos niños cada uno en su cama. Cuando Enrique
llegó, Raúl estaba aún con vida y se arrastraba desde la cocina
hacia la puerta de salida, con las vísceras abiertas. Había
recibido la llamada de Raúl unos minutos antes.

Todo se inició por una simple discusión. Sarita le reprochó no sé


que falta de bríos a Raúl y éste intentó responder, pero en lugar
de eso le salió un incontrolable deseo de ahogarla. Al comienzo,
según me ha dicho Enrique, Raúl se abalanzó sobre Sarita ¡para
besarla! Pero ese empuje, ambiguamente erótico, se transformó
enseguida en un impulso asesino. Le tomó el cuello y lo apretó,
146
al comienzo con suavidad, después con fuerza. Ella apenas tuvo
tiempo de salir de su desconcierto. Eran como las dos de la
madrugada y Raúl, acosado por los efectos de su última
pesadilla, todavía sentía gotear sudor por el cuello. De pronto un
espasmo completo del cuerpo le indicó que Sarita había muerto.
La mantuvo abrazada, dice Enrique que le dijo Raúl, durante más
de una hora, hasta que el frío de su cuerpo lo ensopó. Entonces
el miedo se apoderó de su alma. Lo demás ocurrió en un tiempo
muy corto. Los niños también fueron ahogados con las
almohadas. Y él se dirigió al teléfono para llamar a Enrique.
Enseguida bajó a la cocina y se asestó varias puñaladas en el
vientre. Así, arrastrándose, con las vísceras en su manos, lo
encontró Enrique, muy cerca de la puerta.

Raúl fue siempre el más frío y racional de los muchachos.


Aunque su humor era mordaz y en ocasiones ofensivo, su
espíritu estaba siempre listo a promover la sensatez. No pocas
veces medió para que las tontas peleas entre nosotros se
resolvieran con serenidad. Eso mismo lo llevó a destacarse entre
sus colegas. Fue siempre muy apreciado como académico, pero
sobre todo como amigo.

Raúl ha cruzado la frontera y yo presiento que el final está


cerca. Hay una especie de atmósfera húmeda y bochornosa en las
calles que también nos ahoga a todos. Raúl no ha hecho más que
147
anticipar a su familia lo que de todas maneras habría de llegarle:
una muerte lenta y por asfixia. Sé que esto suena demasiado
melodramático, pero es así. Enrique ya no se ríe por mis
cursilerías. Lo tengo a la mano y alcanzo a percibir el temblor de
su corazón. No es una taquicardia, como me ha dicho él, sino
una especie de vibración elemental, como la de un pajarito que
se sabe indefenso. Así está hoy Enrique, como un pajarito
miedoso. Sé que ya no podrá salir de ese miedo y temo lo peor
para él.

***

Curioso que en medio de los últimos acontecimientos haya


podido escribir. Enrique ha querido permanecer conmigo durante
este par de días; incluso ha revisado los manuscritos y yo no me
he sentido incómodo. Es como si ya no existieran márgenes,
como si las fronteras entre la realidad y la fantasía, entre la
razón y la sinrazón se hubieran desvanecido. Veo a la Mujer, por
ejemplo, pasearse cómodamente por la sala, la veo cuando limpia
sus pinceles, cuando examina sus cuadros, veo a su madre
acurrucada en un sillón de la esquina. Veo a la religiosa leyendo
las cartas de Santiago, y a él departiendo con Enrique como si
nada, como si las barreras ya no existieran y hubiésemos
encontrado por fin la clave de la convivencia. Veo a Pavony en
el sofá, fumando pipa, contando la historia de su amigo Carlos,
148
baleado por maleantes en un café de mala muerte. Veo a Ignacio
por fin feliz, y al profesor Núñez rasguñando con su pluma unos
papeles... ¿Es tan complicado que las cosas puedan ser realmente
así?

***

Enrique se ha lanzado por la ventana. Sucedió esta mañana, justo


cuando un comando allanaba el edificio. Estaba completamente
trastornado. Por la radio por fin se escuchó la voz victoriosa del
Máximo Comandante y la presencia rebelde ya se ha extendido a
toda la ciudad.

Siempre fue tan sensible el pobre Enrique. Recuerdo todavía sus


terribles enamoramientos, los prolongados periodos de amargura
que seguían a los rompimientos, y luego los arrebatos
incontrolables que le hacían jurar cada vez que por fin había
encontrado el amor de su vida. Un ser así, tan frágil e inerme, es
demasiado vulnerable a los efectos de la guerra, pobre mi
Enrique. Cómo sufrió en estos días con la ejecución apresurada
de nuestro Santiago. Cómo lloró por la ausencia de Ignacio. Casi
no sale del sufrimiento que le causó la maligna indiferencia de la
Mujer. Era, pues, previsible.

149
Pero lo hizo menos como una medida desesperada que como un
acto final de lirismo. Ese último vuelo fue su obra maestra, su
poema. Lo hizo incluso con alegría, como si se liberara por fin
de todas sus penas, como si estuviera seguro de que así
reencontraría a sus amigos. Sucedió esta mañana, a eso de las
seis, justo cuando el comando rebelde se disponía a allanar el
edificio, a la misma hora en que sonaba el Himno Nacional por
la radio y la voz victoriosa del Máximo Comandante anunciaba
la instalación del nuevo gobierno. Después del grito (un grito
extraño, emitido por Enrique con la fuerza de un río que rompe
las represas) salí a la ventana y me encontré con los ojos duros y
desorbitados del comandante, que veía empañado así el futuro
venturoso que anunciaba a los pocos habitantes del edificio,
reunidos en el portal para dar la bienvenida a los vencedores.

***

Angelita y los niños han estado aquí. Mientras afuera una lluvia
apacible mojaba las ventanas de la sala y los niños jugaban con
los almohadones del sofá, Angelita acariciaba mis escasos
cabellos. Lo hacía con suavidad y, estoy seguro, con amor. No
hubo muchas palabras. Intercambio de algunas expectativas
frente a lo que podría suceder en el país ahora que el gobierno
rebelde ha instalado la asamblea constitucional y anuncia fuertes

150
reformas. Informaciones sobre el destino final de algunos
amigos, fórmulas de amabilidad y nada más.

Sé que mis días están contados y que, de alguna manera, todos


nos habíamos preparado para el final: para el final de nuestras
ilusiones, para el final de nuestras certezas e, incluso, para el
final de nuestras vidas. Así que, ser uno más entre los muertos
de esta guerra, ya no es una sorpresa. Pero hay algo extraño en
la actitud que han tenido conmigo los vecinos y que ahora
percibo también en Angelita. Una especie de serenidad, un
especie de perdón por fin otorgado a alguien que ya no está entre
ellos; como si se pudiera anticipar mi propia muerte. Yo mismo
he entrado en la resignación y por eso tal vez no me incomodo
con las palabras suaves, ni con estas actitudes piadosas y hasta
reivindicativas.

No nos hemos preguntado qué será de los niños, pero sé que al


lado de Angelita crecerán bien. Quizás sean ellos los
beneficiarios de las nuevas oportunidades que se abren. Ella,
como siempre, sabrá conducirlos. Me pregunto si pueden
concebir la verdadera dimensión de mi estado. Saben que estoy
enfermo y también me tratan con amor, con todo el amor. No hay
ninguna traza de asco o de prevención en sus caricias y eso me
alivia tremendamente.

151
Mi rostro está desfigurado y en el pecho y los brazos se han
extendido las llagas, pero aún tengo capacidad para teclear estas
últimas palabras. Todo se deshizo. El intento por detener el
derrumbe fue inútil. Siento sin embargo el sosiego de la tarea
cumplida. Esta escritura no tiene razón ya para prolongarse.
Puedo morir tranquilo.

***

VANCOUVER
Susan aparece en el centro del cuadro, rodeada de niños
harapientos. Son rostros frágiles y tiernos que clavan su mirada
sobre el de Susan, quien les baña las heridas de la guerra.
Santiago observa la escena desde el umbral de la puerta. La
sala es un espacio amplio, casi vacío. Apenas contiene un viejo
escaparate con drogas y un gran botiquín. El cuerpo y el rostro
de Santiago están rejuvenecidos, muy rejuvenecidos. Fuma de
una pipa y en sus ojos claros se refleja un brillo especial. Es un
cuadro sencillo, sin mayores pretensiones alegóricas. Sin
embargo, llama la atención la figura extraña de una niña que se
encuentra apartada del grupo. Desde una de las esquinas de la
sala, la niña mira hacia el centro. Tiene uno de sus pulgares en
la boca y está completamente ovillada. Tanto que no se puede
apreciar su cuerpo, sólo esa mano en la boca y una mirada
infernal que acusa, una mirada que la Mujer ha retratado otras
152
veces: la mirada de su madre loca, una mirada inquisidora, una
mirada terrible, una mirada que se roba el cuadro y que le quita
la candidez y la belleza a las escenas centrales. No puedo quitar
la vista de esa mirada, no puedo evitar este sentimiento de culpa
que ella me enrostra, ni este desánimo que me agobia...

153
Tercera Parte:

LA CONDENA

154
EL ABOGADO
Se siente manipulado y triste. En realidad, los resultados del
juicio no podían atribuírsele. Las circunstancias externas habían
pesado mucho más que su estrategia profesional y distorsionaron
toda posible imparcialidad. Además, el destino de Santiago
Mendoza había estado decidido desde siempre, y él no había
podido hacer nada: ni el cuerpo, ni el alma de Mendoza tenían ya
salvación. ¿Era, tal vez eso, lo que, desde la eternidad, le
advertía su amigo Carlos todo este tiempo? Esas apariciones,
esas extrañas llamadas, ¿no habían sido, acaso, señales? Pero,
¿qué importaban ahora?

Ya no sabe qué pensar. Que el proceso se hubiera contraído por


la emergencia de la guerra, y que con ello él hubiera perdido la
oportunidad de desarrollar toda la estrategia, lo había
sorprendido, es cierto. Un poco menos, el resultado del trabajo
del Profesor: que Mendoza fuera un suicida en potencia. Pero
que el hombre hubiera resultado con SIDA, no estaba, ni de
lejos, en sus cálculos. Con todo, lo que jamás había esperado es
que el interés de la Mujer por el caso estuviera tan
predeterminado. En realidad alcanzó a permitirse la ilusión de
que toda esa energía que de pronto ella había desplegado, todo

155
ese basto trabajo que había realizado, tenían por motivación una
secreta simpatía, un posible amor por él. ¿Cómo pudo ser tan
tonto?

Sabe que este es su último recorrido hasta la oficina. Acaba de


dejar a la Pintora en un taxi y, tras ella, su corazón destrozado
por la indiferencia. Lo ha decidido: va a renunciar al pool. No
quiere pasar sus últimos años enredado en la misma espiral en la
que ha estado dando vueltas todo este tiempo. Su asistente ha
estado callado y como lejano. Simplemente conduce el auto.
Toda su curiosidad, todas sus ganas de conocer secretos
profesionales, han desaparecido. Para él, quizás, también es una
especie de fracaso, de apuesta mal orientada. Pavony siente algo
de culpa, pero aunque puede explicarle al muchacho lo que ha
sucedido y la manera cómo podrían obtenerse provechosas
consecuencias de la experiencia que han compartido, prefiere
callar. Tampoco eso le interesa.

En otras ocasiones, la derrota había sido una manera de ganar.


Cada aspecto del proceso merecía una minuciosa evaluación y
sus resultados iban a parar al banco de datos. Pero ahora, Pavony
sólo tiene una idea en la cabeza: recoger sus objetos personales
y refugiarse un par de días en su departamento, antes de salir del
país. Ni siquiera lo incomoda el malestar del asistente, la
156
decepción que, quizás, provoca esa exudación de todos sus
poros, y que enrarece el ambiente del pequeño automóvil. Siente
una especie de tristeza, apenas un rescoldo de pesadumbre. Su
coraza opera perfectamente todavía.

Un mal negocio, eso había sido, simplemente eso, un mal


negocio. Pavony se repite todo el tiempo esa frase a manera de
bálsamo, mientras el lento trayecto hacia la oficina le permite
apreciar los efectos últimos de la guerra: las calles destrozadas,
algunas tenduchas hechas ruina y el pulular de mendigos. De
entre los rostros anónimos, de pronto, reconoce el de Carlos, y
vuelve a estremecerse. Quiere pedirle al muchacho que se
detenga, pero desiste ante la impasibilidad de su semblante. Para
esta nueva señal, Pavony no tiene ninguna hipótesis, de modo
que decide olvidarlo. Al rato, llegan al parqueadero.

—Bueno muchacho —lanza Pavony a manera de despedida,


tendiéndole la mano—, hasta aquí nos trajo el río.
—Fue un placer, doctor Pavony —responde el muchacho,
aceptando el gesto, y luego agrega—: aprendí mucho con usted,
espero que podamos seguir trabajando juntos, y que...
—No hay necesidad de que te explayes en reconocimientos, hijo
—corta Pavony—. La verdad es que la experiencia no ha sido la
mejor, y lo lamento. Pero ya llegará el tiempo en que alguien

157
pueda ofrecerte la sabiduría y el ejemplo que esperas y
necesitas.
—De todas maneras, gracias, Doctor —agrega el asistente—. Y
no crea que no aprendí cosas. La idea de usar el arte como pieza
procesal, fue genial. Nunca lo había visto, lo que pasa es que no
hubo ocasión para medir sus resultados. Pero le aseguro que el
jurado quedó conmovido tanto con las conclusiones de la
psicocrítica del Profesor, como con el trabajo de la Pintora. Es
un lástima que a una estrategia tan interesante se le haya negado
la oportunidad, es cierto, pero qué le vamos a hacer: Mendoza
estaba ya condenado.
—!Me sorprendes chico! —exclama Pavony—. Qué buena
evaluación haz hecho. ¿Es lo que andabas pensando en el auto,
verdad? Y yo que creía...
—¿Qué, doctor, qué creía?
—Nada, hijo, nada. Acepta mis deseos sinceros por un futuro de
éxito, y vete ya. Tengo demasiadas cosas pendientes

Pavony le brinda al muchacho un abrazo y entra al edificio.


Mientras sube por el ascensor, recuerda su primer encuentro con
la Mujer, y siente de nuevo que la tristeza se toma su ánimo.
Había sido una especie de esperanza fallida, una obsesión,
quizás. Nunca tuvo certeza de los sentimientos de la Mujer.
Hubo ocasiones en que se atrevió a pensar que algo profundo los
ligaba. Por momentos, sentía una especie de rabia incontrolable
158
contra ella, una rabia que llegaba a bloquearle la razón. A veces,
la veía como una niña, especialmente cuando se concentraba en
su trabajo, allá en la cárcel, y entonces se enternecía casi hasta
las lágrimas. Pero lo más difícil era cuando, en sus noches, la
deseaba. No podía salir de la idea obsesiva de hacer el amor con
la Mujer, de develar los secretos de su cuerpo, que tan
magistralmente ella protegía con sus chales extraños, con sus
vestidos discretos. Le daba por pensar en una virginidad tardía,
en una pieza de museo, y lo desbordaba el ansía.

Tal y como lo había previsto, sus cosas ya están preparadas. El


computador bien empacado, las cajas de libros perfectamente
clasificados, sus pequeños ornamentos de escritorio
adecuadamente protegidos y los cuadros en sus estuches. Afuera,
el taxi lo espera, pero Pavony se da unos minutos para echar un
último vistazo a la oficina.

Ordena por fin que trasladen sus cosas y se despide con un


emocionado abrazo de su fiel secretaria. Por primera vez observa
sus ojos de cerca, así como su rostro. Es un rostro delicado y
bello. Piensa que habría podido ser el punto de entrada para un
idilio, pero desecha enseguida esa ridícula idea.

Baja por las escaleras, despacio, casi rumiando los pasos. Lo


atropellan las últimas imágenes del juicio, el temor de los
159
jurados y la descarada parcialidad del juez. Recuerda el
momento en que el fiscal lleva los exámenes que confirman la
presencia de la mortal enfermedad de Mendoza. El encogimiento
de hombros de éste y el estupor de los jurados. Claro que fue una
acción fuera de lugar, claro que nada tenía que ver con el
proceso, pero cuánto había pesado en todos. Cómo sacar el dato
de la mente. La aceptación de la protesta de la defensa no sirvió
para nada ¿Qué pretendía el fiscal? Ni siquiera podía afirmarse
que la enfermedad se hubiera contraído antes del crimen. Pero el
daño se había causado. Además, la inminencia del triunfo
rebelde, hacía que las cosas tuvieran que decidirse más rápido de
lo previsto. Así que la confirmación de la sentencia fue como
una salida oportuna. Cayó como bálsamo bendito y fue aceptada
por todos.

Manipulado y triste: así se siente Pavony ahora que alcanza la


salida, ahora que ve a los hombres cargando en el baúl del taxi
sus cosas, ahora que le ofrecen la mano y se vuelven al edificio,
ahora que se acerca a la puerta del auto, ahora que vuelve a
escuchar la risa de Carlos, su amigo abaleado por facinerosos en
un bar de mala muerte, ahora que siente pasos ligeros detrás
suyo, ahora que el brazo del conductor lo detiene
inexplicablemente, cerrándole el paso hacia el interior del auto,
ahora que vuelve la mirada sobre los dos pistoleros que se
acercan, ahora que siente escurrir un hilo caliente desde su
160
frente, ahora que el taxi parte sin él, ahora que ve por primera y
última vez la rugosa textura del pavimento...

161
LA PINTORA
Ya ha terminado la serie de veinte cuadros y en su mente bullen
más proyectos. Una gran serie, por ejemplo, que refleje la vida
de los presos políticos en la cárcel, su extraña solidaridad.
Quizás un mural o un inmenso fresco sobre la guerra.

Santiago había sido apenas una pieza del engranaje, el resorte


que la había impelido a otros escenarios insospechados. Ese
había sido el sentido final del reencuentro con Santiago, una
especie de oportunidad para la liberación: ya no más cuadros de
viejos, ya no más sufrimiento con los gritos de la loca; ahora era
reconocida. Bastaba apreciar el impacto de sus pinturas en la
Corte para asegurar que la espera por fin cobraba sus frutos.
Quizás pudiera comenzar una vida nueva, la vida que se merecía.
Tal vez el triunfo rebelde coincidía con una renovación de su
destino personal.

El paisaje afuera del café le resulta extraño. Todavía tiene fresco


en su memoria el recuerdo de otras citas con Pavony en este
mismo lugar, en su refugio, como él lo llamaba. Personas que
corrían llevando papeles, rebasando obstáculos, inquiriendo
firmas, entrando y saliendo del café en busca de escurridizos

162
abogados. Pero hoy parecía como si la locura cotidiana de la
gente, su ritmo indómito, hubiera cedido a una expectación
imprecisa. Ya no se la ve con sus afanes de siempre. Es más,
casi no hay nadie: sólo unos pocos ancianos sentados alrededor
de la pileta, tomando el sol, y algunos vendedores ambulantes,
ocupan el espacio de la plazoleta. También dos o tres mendigos
que despiertan a esta hora ya madura de la mañana.

Pavony la mira, con esos mismos ojos que siempre parecen


fascinados y a la vez atentos. La escucha en silencio como
confirmando sus expectativas. Pero ella sabe, que el fracaso le
tritura el corazón al abogado. Era de esperarse: un hombre tan
seguro de sí, un vencedor, ahora vencido. Debe ser muy
doloroso, piensa la Mujer.

—Sé que ahora tendrá usted el reconocimiento que merece y eso


me alegra —le dice Pavony, y en seguida le pregunta—: ¿Qué
piensa usted hacer, tomará al fin ese viaje de descanso?
—No sé —responde la Mujer—. La verdad es que tengo tantos
proyectos, que las ganas de viajar se han esfumado. ¿Sabe,
doctor Pavony? Pintar es también como viajar. Cada cuadro que
comienzo es como un viaje misterioso que emprendo, como una
aventura fascinante llena de sorpresas y peligros. Nada parecido
a esos tursitos preparados de antemano que matan la
contingencia, ¿me entiende?
163
—La verdad es que apenas puedo imaginarme esa experiencia —
contesta Pavony casi con desgano—. Mi trabajo es más parecido
a una rutina con variaciones. Al principio de la carrera todo
parece aventura, pero después, se da uno cuenta de que hay
recetas y trayectos predefinidos, que no hay mucho espacio para
la creación.
—Eso es lo que siempre me ha parecido ese oficio suyo —afirma
la mujer con prepotencia—: una especie de recetario aburrido.
—Si, si, puede ser —responde Pavony, alistando el dinero para
cancelar el refrigerio que se han tomado, sin poder esconder la
molestia que le han causado las últimas palabras de la Mujer.

Afuera, la Mujer se despide de Pavony con un beso en la mejilla


y él, un instante antes de que ella ingrese al interior del taxi que
la conducirá a su departamento, le aprieta la mano, como
queriendo detenerla. Ella lo mira desde la ventanilla y lanza un
último adiós, antes de que Pavony se de vuelta y se dirija de
nuevo al café.

Se siente segura y alegre. Espera contarle a su madre las últimas


decisiones. Se llena de expectativas y sentimientos nuevos. Y
así, con ese ánimo, llegará a su departamento, abrirá la puerta y
llamará a la anciana. Pero no escuchará el jadeo con que la vieja,
como un animalito agradecido, suele responder a sus saludos... Y
empezará el horror...
164
Casi a tientas correrá hacia la sala, buscará en la esquina el
sillón donde la vieja permanece ovillada casi todo el tiempo,
pero no la hallará allí. Verá el desorden: el sillón roto, los demás
muebles patas arriba, los cuadros acuchillados, las paredes
pintadas con letreros obscenos. Entrará a la pieza y verá su cama
destendida, los estantes de libros en el piso, la llave de la ducha
aún goteando y las ventanas abiertas. Y tampoco encontrará allí
a la vieja. Se dirigirá a la cocina y se tropezará con la nevera
atravesada sobre un baldosín hecho pedazos, examinará cada
anaquel, cada aparato, ya completamente desequilibrada. Dará un
primer grito que sonará más bien como el gemido de una gata en
celo. Se lanzará en carrera al patio de ropas y revolverá cada
prenda, cada cuerda, cada bocanada de aire en busca de su
madre, pero allí tampoco dará con ella. Entonces intentará
calmarse. Respirará hondo, tratando de controlar el ritmo, pero
se irá llenando de terror hasta que de su pecho salga un segundo
grito, esta vez fuerte y agudo. Volverá a la sala, revisará de
nuevo cada rincón del departamento y se dará por vencida. Se
convencerá de que su madre no está en el departamento, de que
ha sido asaltado, de que se la han llevado, de que está sola y a
merced de los asaltantes. Intentará comunicarse por teléfono con
el abogado pero la línea no funcionará. Nada funcionará: ni la
corriente eléctrica, ni el agua de las llaves, ni sus intentos por
sosegarse. Entonces, se sentará en el centro de la sala, apoyará
165
su cabeza sobre las dos manos y emitirá un tercer grito, grito
grande, grito rabioso, grito desesperado, grito loco, grito inútil.

Unos minutos más tarde, cuando de sus ojos no quieran salir más
lágrimas, cuando de su boca no puedan salir más gritos, cuando a
sus manos no quiera llegar la sangre, intentará conseguir la
ayuda de los vecinos. Pero se encontrará con la grosería de unos,
con la indiferencia de otros, con la burla de los más. Correrá
impotente por las escaleras, golpeará en vano las ventanas, las
puertas, las paredes, porque nadie querrá auxiliarla: no
encontrará la compasión que merece su coyuntura.

Volverá, abatida, al departamento, procurará poner en orden sus


ideas, se detendrá en la lectura de los letreros que han dejado los
asaltantes y confirmará lo que desde el comienzo ha presentido:
han sido los locos de arriba, los drogadictos, los salvajes que
siempre las habían fastidiado, pero que hasta ahora no se habían
atrevido a hacer nada. Se llenará de fuerza y valentía y se
dirigirá al departamento de esos locos.

Una bocanada de aire pestilente saldrá de la puerta y unos ojos


negros la mirarán inmutables, y luego un brazo la tirará de su
blusa y sentirá como es empujada hacia adentro, hacia el salón.
Y allí, horrorizada, verá el cuerpo de su madre, desnudo e inerte
y a dos seres andróginos acurrucados, bebiendo de sus líquidos
166
orgánicos, e intentará apartarlos, pero sólo podrá acomodarse
para soportar el fuerte golpe que uno de ellos soltará contra su
frágil cuerpo. Intentará salir, pero será detenida por el mismo
brazo y los mismos ojos negros y diabólicos que la recibieron.
Sentirá que es elevada por los aires, como si sólo fuera una
muñeca, sentirá también el frío de la navaja sobre su cuello y las
manos, innumerables, que la desnudarán, y que, ansiosas de
descubrir los secretos de su cuerpo tan magistralmente
resguardados, ansiosas de corroborar el mito de su virginidad
tardía, arañarán sus carnes blancas. Sentirá el dolor de la
penetración salvaje y los labios succionadores de los seres
andróginos, bebiendo de su sangre y de sus sexo, sin que pueda
defenderse.

Correrá desnuda, ya sin vergüenza alguna, hacia su


departamento, se arropará con los jirones de las sábanas que
encontrará en su cuarto, se meterá al baño, al comprobar que
todo vuelve a funcionar: la corriente eléctrica, el agua de las
llaves, el teléfono, y se dará una ducha larga e intensa, con la
que procurará quitarse de encima la asquerosa sensación de los
diabólicos succionadores, y se vestirá y llamará a la oficina del
abogado y escuchará, de la voz todavía quebrada por el horror
del joven asistente, la noticia de que a Pavony acaban de
asesinarlo dos pistoleros.

167
Se dará cuenta entonces de que está sola, de que no puede contar
con nadie, de que el cerco se ha cerrado, de que el destino se
ensaña de nuevo con ella, de que tendrá que volver a comenzar...

168
EL PROFESOR
Muchachos: es como si ya no existieran márgenes, como si las
fronteras entre la realidad y la fantasía, entre la razón y la
sinrazón se hubieran desvanecido. Veo a la Mujer pasearse
cómodamente por la sala, la veo cuando limpia sus pinceles,
cuando examina sus cuadros, veo a su madre acurrucada en un
sillón de la esquina. Veo a la religiosa leyendo las cartas de
Santiago, y a él departiendo con Enrique como si nada, como si
las barreras ya no existieran y hubiésemos encontrado por fin la
clave de la convivencia. Veo a Pavony en el sofá, fumando pipa,
contando la historia de su amigo Carlos, baleado por maleantes
en un café de mala muerte. Veo a Ignacio por fin feliz, y al
profesor Núñez rasguñando con su pluma unos papeles...

Amado Mauricio:
Enfrentar el final no ha sido tan difícil. Tanto que, a contrapelo
de quienes hablan de desequilibrio y locura, puedo afirmarte
que hoy ha sido el día más tranquilo de mi vida. La decisión está
tomada desde anoche a esta misma hora. Hasta he consultado
algunos textos médicos, he incluido una sesión de análisis y
ahora te escribo esta carta.

169
Quizás todo esto pueda verse como algo anormal. Al fin y al
cabo, una carta a un muerto, el uso de la racionalidad para
decidir el tipo de suicidio y la serenidad con la que he resuelto
vivir cada minuto de mi último día, son cosas que pueden
parecer muy raras, es cierto, pero no caen en esa bufonada con
la que han rodeado la verdad del suicidio. Me siento más bien
como el protagonista de ese cuento tan bello y extraño al mismo
tiempo que alguna vez leímos juntos: la tercera orilla del río, de
Joao Guimaraes. Es algo similar: preparo la canoa más cómoda
para el viaje, le pido al ser más cercano que me acompañe y que
me espere, corto de tajo toda relación con el mundo y me lanzo
al río, a ese río que eternamente le dará movimiento a mi
canoa: el río de la muerte.

No quiero hablarte de una sinsalida, no quiero ponerme


melodramático. Quiero más bien escribirte como siempre te
hablé: con toda la seguridad y la calma que me daban tus
caricias y tu amor sincero. Porque aún, en medio de esas
últimas imágenes que los noticieros han trasmitido de nuestra
ciudad hecha escombros, hay todavía belleza. No sabes lo mucho
que me emocioné cuando anunciaron que habían rescatado a un
niño recién nacido del fondo de un edificio en ruinas. Nadie se
explica cómo pudo sobrevivir, pero ahí estaba: flaquito y
mocoso y vivo. Cómo son las cosas: ese mismo día me
confirmaron que tu vida se había agotado por causa de las balas
170
perdidas y odiosas de los francotiradores. Y ese mismo día se
llevó a cabo la ejecución de Santiago Mendoza.

Yo aún sigo sin saber si Mendoza era un psicópata o un


iluminado. Los jurados quedaron muy conmovidos con mi
análisis de su obra literaria. El abogado y el mismo Mendoza no
salían de su asombro: que se pudieran inferir tantas cosas de
unos pocos rasguños sobre el papel, parecía cosa de brujos. No
fue tan afortunado, en cambio, el análisis grafológico. Yo se lo
advertí a Pavony, pero el hombre andaba desesperado por el
apuro que significó acelerar el proceso.

No pude, sin embargo, quitarme la sensación de que mi trabajo


había sido apenas una especie trampa resbalosa en la que podía
caber tanto una cosa como la otra. Tú me lo advertiste, pero
también me animaste a seguir adelante. Al fin y al cabo era
también la oportunidad para poner en escena eso que tú
llamaste una estrategia posmoderna. Pavony se reía con tu
hipótesis, pero en realidad era exactamente eso: hacer que un
discurso tan lejano de la esfera jurídica como es el discurso
poético se tuviera en cuenta en la Corte.

Creo que tu agudeza jugó un papel importante en el proceso. A


la intuición y a la perspicacia del abogado se sumó tu agudeza.
Y lo tomaste como un juego, fuiste una especie de asesor que
171
ofrecía conciencia a las acciones de la defensa. Hacer caer en
cuenta, por ejemplo, que lo que había puesto en escena Pavony y
su equipo había sido ni más ni menos una yuxtaposición de la
estrategia hermenéutica, más propia de los análisis estéticos
que de los jurídicos, fue realmente genial de parte tuya.

Pero esta carta no está destinada solamente a alabar tu


inteligencia. Es más bien una especie de anticipación de lo que
conversaremos allá, en ese lugar a dónde espero llegar en un
par de horas. Ese es el tiempo que bastará para que los efectos
de la anemia produzcan mi deceso. Y ahora que la sangre
empieza ya a brotar de mis venas por los tres puntos
estratégicos que he abierto en mi cuerpo, deseo simplemente
escribir de mil maneras el registro de mi amor por ti.

Ocurre que he vivido un infierno desde que tu ausencia se volvió


definitiva. Ocurre que este último mes me ha parecido eterno.
Cuento no sólo las horas y sus minutos, sino cada segundo. Y
hasta el sonido del reloj que hay en mi alcoba me tortura, pues
se ha convertido en una especie de corazón paralelo que replica
mi dolor. No he podido dormir y nada me consuela. No hallo que
hacer. A veces intento quedarme en casa y no salir, a veces, en
cambio, salgo con la primera luz y regreso, después de recorrer
las calles, cuando me siento completamente agotado. Ocurre que
nada tiene sentido ya para mí.
172
Nunca creí que dependiera tanto de tu amor. Soy un adicto de
tus besos y de tus palabras. Eso es. Y ante la escasez absoluta
de esa droga bendita, no hay tratamiento de rehabilitación que
funcione. Algo me recorre entero y parezco ya un enfermo. No
hay nada que alivie esa secuela de mi adicción.

La universidad no me ofrece consuelo. El oficio se ha reducido a


la investigación insulsa y a las labores administrativas. No hay
clases y los claustros parecen cementerios. Todo ha sido
profanado por la guerra, así que me queda muy poco por hacer.
Leer o escribir, lo único que sé hacer, resultan ahora
actividades irresponsables. La mayoría de los profesores se han
retirado y hacen trabajo social en las zonas afectadas. A los
pocos que nos hemos quedado nos tildan de cobardes e
incompetentes. No pocas veces se han cometido atentados contra
el alma mater. La universidad ha perdido su función cultural y
su burbuja ha sido violada. De modo que no constituye un
resguardo muy seguro que digamos.

He intentado unirme a las brigadas de trabajo social. Pero mi


sensibilidad me traiciona a cada instante. ¡Qué ironía! Nunca
he aguantado ver sangre, tú lo sabes, no puedo con las imágenes
de cuerpos mutilados, el rostro desfigurado de los niños
afectados por el hambre me estremece. Y toda esa incapacidad
173
física me excluye automáticamente de las labores de auxilio. Las
calles destrozadas me causan tanto dolor que termino refugiado
de nuevo en mi alcoba, donde tus olores y tus recuerdos se
juntan para acabar con mi tranquilidad.

Hoy, todos se alegran del triunfo rebelde, como si no se supiera


bien qué vendrá después. Al menos para nosotros, la gente de la
cultura y de la academia, no existe un futuro inmediato. Vendrán
las labores de la reconstrucción. Y en nombre de esa
reconstrucción nosotros seremos excluidos. El exilio será
inevitable. No puede ser distinto en nuestra ciudad. La historia
es implacable. No sabes cuánta falta me haz hecho por eso a la
hora de tomar las decisiones cruciales. Tú habrías tenido los
argumentos precisos, las ideas claras y, a lo mejor, entre los dos
habríamos podido vislumbrar el mejor atajo. Pero no estás y he
preferido más bien unirme a ti. Desde allá, veremos lo que le
pasa a esta ciudad agobiada que ahora intenta sacudirse de sus
tiempos terribles.

La sangre sigue fluyendo de la manera que había calculado.


Faltan apenas algunos minutos. Pronto ya no tendré la fuerza ni
la lucidez para escribir más. Por eso me apresuro a terminar
esta misiva, mi amado Mauricio. Quiero que sepas que soy
también tu mejor amigo. Quiero que cuentes con migo para tus
nuevos planes. En esencia, nada tiene por qué cambiar allá.
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Podemos seguir amándonos como siempre. Podemos seguir
imaginándonos el mundo perfecto. A lo mejor en eso consiste
nuestra utopía: en la posibilidad de estar juntos de nuevo...

...Son las últimas gotas y también las últimas palabras, todas


para ti Mauricio, para ti... Ojalá que mi sangre y mis palabras
que ahora se agotan se conviertan en el puente hacia ti... hacia
ti...

***

Muchachos: quizás hoy sea mi último día sobre la tierra (y, si


quieren cagarse de la risa por la frasesita, háganlo de una vez:
tienen todo el derecho, ahora que están fuera del alcance de mis
manos). El deterioro ha alcanzado, por fin, órganos vitales. Es
cuestión de horas, según ha dicho el médico. Así que espero
acompañarlos muy pronto, donde quiera que estén ahora, para
hacer el balance de las cosas que han sucedido en estos últimos
tiempos. Tal vez, descarados, estén gozando de una cerveza fría,
como en los viejos tiempos o —lo más seguro— de una ardorosa
temporada de verano en los infiernos. Lo cierto es que la suerte
que ustedes han merecido es la misma que me tocará padecer
muy pronto. No existió diferencia esencial en nuestras vidas, no
tiene por qué existir ahora en el más allá. La cuestión era, más
bien, quién habría de llegar primero y qué ventajas tendría esa
175
presteza. Me imagino por eso a Raúl preparando el camino y a
Enrique pelando allá, sólo por llevarle la contraria. Pero la
suerte que tengo, creo, consiste en haber partido de último, en
haber resistido un poco más que ustedes, muchachos, pues me
evito así abrir trocha, actividad que —ustedes lo saben— nunca
fue compatible ni con mi condición física ni con mi fuerza
espiritual.

Tendrán que perdonarme el tonito solemne que he utilizado en


mi ulterior mensaje, pero es la forma menos complicada de
hacerlo. La urgencia lo exigía y no podía quedarme callado.
Tenía que decirlo antes de emprender el viaje definitivo:
perdimos.

Sigan, muchachos, riéndose de mis frasesitas. No saben ustedes


cuán grato es escuchar sus risotadas desde la eternidad. Ese es
mi consuelo: pensar que allá podemos seguir riéndonos de todo.

Hasta muy pronto, muchachos.

FIN

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