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NOVELA
1999
INDICE
1. _________________________________________________________________ 4
2. ________________________________________________________________ 13
3. ________________________________________________________________ 23
4. ________________________________________________________________ 34
5. ________________________________________________________________ 44
6. ________________________________________________________________ 52
7. ________________________________________________________________ 58
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Primera parte:
LA INDAGATORIA
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1.
Tenía que haber una salida. Varias veces en los últimos días, con
la recóndita intención de escucharse a sí mismo, Pavony se lo
había repetido a su asistente. Necesitaba exteriorizar sus propias
dudas; desesperadamente trataba de alcanzar pequeñas certezas,
antes de enfrentarse a lo que definiría el destino de las cosas: el
inicio próximo del juicio. Y aunque Pavony no se hacía ninguna
esperanza con la ayuda que pudiera ofrecerle el joven y brillante
abogado que le habían asignado para que lo acompañara durante
el proceso, se lo seguía repitiendo cada vez con mayor
insistencia: entre más se metía en el asunto, más claro se le
hacia que sí había una salida.
Pero la verdad era que, por más que repasaba los antecedentes y
circunstancias del caso, no conseguía encontrar nada que pudiera
ser utilizado para mitigar la tendencia —ya casi unánime— de
creer que se debía condenar a muerte a este hombre, Santiago
Mendoza, por su participación en el atroz crimen. Y, sin
embargo, estaba seguro de que había algo que no ajustaba, algo
que debía escudriñar con más tesón. Sentía, además, que hallar
esa luz que andaba buscando podría ofrecerle el sosiego que
necesitaba con tanta urgencia. Tal vez fuera posible convertir
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esta defensa en una nueva oportunidad para conjurar esa odiosa
impresión de haber equivocado el camino de su vida. Quizás
pudiera sustituir la imagen del misántropo que todos veían ahora
en él por una más conveniente a su misión.
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—Lo que son las espirales del destino —le soltó Pavony a su
asistente, mientras señalaba con el cursor algunos detalles en la
pantalla—, se supone que siete compañeros de la secundaria:
estos tres que te cuento, y otros cuatro: Enrique, Jaime, Oscar y
yo, tendríamos que habernos reunido hace diez años en la Plaza
Mayor de Madrid o en los Campos Elíseos en París, como
resultado de un pacto de honor que suscribimos, con sangre y
todo, la misma noche en que celebramos nuestro grado de
bachilleres; de eso, chico, hace ya veinte años.
—¿Y qué clase de pacto era ese, doctor Pavony? —preguntó el
joven asistente, sinceramente impresionado por lo que acababa
de contarle el abogado.
—Bueno, más que un pacto, era una especie de desafío a nuestro
espíritu aventurero. Recuerdo que también barajamos en su
momento otras dos posibilidades que al fin desechamos, más por
soberbia que por otra cosa: el Zócalo, en Ciudad de México, y la
Plaza San Martín, en Buenos Aires; lugares imaginados gracias a
lecturas literarias, que, como medicina bendita, aliviaban nuestra
candorosa amargura de adolescentes. Eramos unos ingenuos...
—Y supongo que nadie cumplió la cita... —afirmó con timidez el
asistente, todavía intrigado.
—Nadie, chico, nadie. Y lo peor: no nos volvimos a comunicar
entre nosotros, como avergonzados por lo que resultaba ser la
prueba de nuestra rendición. De Jaime apenas si me he enterado
que alguna vez ganó un premio literario, pero no lo volví a ver,
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ni supe más de su carrera de escritor. A Enrique lo perdí de vista
casi desde el comienzo. Sé que Oscar es músico y vive en
Belgrado... Aquél pacto de honor, hijo, se desvaneció sin saber
cómo o por qué...
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En el filo; así se sentía, en el límite, como tantas veces en su
vida. Seguro que este muchachito, medio yupy, medio nerd, que
tenía al lado, entregándole no sé que información, no podía
imaginarse las penurias que él debió sufrir cuando era aún niño,
allá en su pueblo de provincia. Este muchachito sólo ha conocido
las comodidades, no los sufrimientos. Tal vez ni siquiera se
pregunta de dónde viene el agua de las llaves. Cómo se ve que su
mundo es el de los aviones y las computadoras, el de la
televisión; si hasta en su modo de vestir no hace más que imitar
los modelos del éxito que fabrican las propagandas; y anda tan
seguro de sí como si estuviera convencido de habitar el mejor de
los mundos posibles. En cambio, él jamás se ha sentido cómodo
en el que le tocó vivir, como si habitara más bien un universo
turbulento, cuyos flujos se empeñaran en zarandearlo de un lado
para el otro. Si algo tiene de memoria de su niñez (porque lo
demás se ha borrado casi por completo) es la imagen de unos
padres asustadizos y conformistas, unos seres que a duras penas
podían imaginarse otro mundo posible, aunque no porque
creyeran perfecto el suyo, sino porque se habían resignado muy
pronto a vivirlo sin discusiones. Antes, cuando se cansó de la
mediocridad de sus parientes y de sus coterráneos, había
imaginado que en la ciudad encontraría un lugar más adecuado a
sus ambiciones, pero se dio cuenta muy pronto de que ese mundo
no podía ser el suyo, de que debía luchar aquí también por
cambiarlo. Después, cuando al fin pudo ganar un sitio, se dio
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cuenta con dolor de que estaba condenado a una especie de
conformismo obligado (tal vez natural o congénito si lo pensaba
bien): no era tan fácil desprenderse del miedo como había
creído. Él ya no se asustaba con la ciudad o con el sistema, es
cierto (como sus padres, pobres viejos, que aún hoy viven debajo
de la cobijas temiendo lo peor), pero había terminado por
convertirse en un ser tan corriente como ellos. ¿Tenía, en
consecuencia, alguna autoridad moral para resentirse con el
terrorista? ¿En nombre de qué orden, de qué mundo, podía él
exigir el arrepentimiento de Mendoza? Acaso, ¿no era ese
conformismo claudicante una señal clara de su incapacidad para
calificar a alguien? Mientras él había vivido en el límite, a la
espera de una oportunidad, medroso como una gallina, Mendoza
(como Carlos y Raúl y hasta el propio Guillermo), queriéndolo o
no, se había atrevido a transgredir la línea, se había puesto del
otro lado, y desde allí lo podía mirar ahora con desprecio. La
diferencia estaba en esa frontera que Mendoza había atravesado
y que él, en cambio, temía. Si, ahora se daba cuenta de que había
vivido en el limite, y que lo había hecho no por osadía sino
como una condena.
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—Parece que hay problemas, doctor Pavony. No nos pueden
recibir ya hoy, ¿qué les digo?
—Que iremos la otra semana —contestó el abogado, un poco más
sereno. Y encendiendo de nuevo el computador, anunció
enseguida—: revisaremos otra vez esta maldita indagatoria hasta
encontrar algo que nos sirva.
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2.
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sobrevivencia. Aún hoy no sabe qué hacer con los hombres que
se le acercan a pedirle limosna o con los rostros duros que le
incriminan quién sabe qué participación en su culpa. Ojos, como
esos ojos pobres de Baudelaire, le recuerdan constantemente
cuánto de su confort depende de la permanencia de ellos en la
cárcel, de su aislamiento. Rostros que se empecinan en seguirlo,
no ya por lo corredores y patios de la cárcel, como por las
galerías de su laberinto de temores. Cuerpos desechos por la
droga, pieles convertidas en retazos de costra, manos que pueden
una vez implorar y al momento asesinar, ojos que no se cierran
ni para dormir, que se agotan en las sombras del calabozo, que
proyectan su carga de rencor sobre los trajes limpios de quienes
ingresan al infierno. Como si él tuviera inevitablemente que
lavar sus culpas en una especie de caldo solidario antes de
penetrar en la intimidad del habitat. Pero una vez sobrepuestas
estas sensaciones, una vez cumplido el rito del paso, venía la
recompensa: una sonrisa sincera, una caricia sutil, un corazón
abierto. Sabía a la perfección que así eran las cosas en la cárcel,
aunque también, qué jamás era posible saber con exactitud qué
cosas pudieran suceder, qué nuevos ojos estarán acechando, qué
locura se estará gestando.
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Tras un silencio un poco incómodo para los dos hombres, el
guardia atendió el llamado de Pavony. Retiraron a Mendoza y
abrieron el locutorio. En el rostro del abogado brillaba el vigor
que le había dado el surgimiento inesperado de una muy buena
expectativa. Esas eran las cosas que lo volvían a reanimar, de
modo que su salida estuvo rodeada de buenos presagios. Incluso
el asistente, quien lo esperaba en el auto, lo notó enseguida.
—¿Algo bueno, doctor Pavony?
—Sí, creo que encontré un camino —le contestó Pavony, todavía
imbuido por el buen ánimo—. Enciende el auto y vamos a la
oficina.
—Claro, doctor, enseguida. Ah —se interrumpió el muchacho
para anunciar algo—, mientras lo esperaba llamó como tres
veces un tal Carlos Bernal.
—¿Qué? Debes estar equivocado, no puede ser. Imposible, él...
22
3.
23
Durante aquéllos días de intenso trabajo, el profesor se habituó a
un manejo tan diferente del tiempo y de sus relaciones con los
demás, que la mañana de la visita de Pavony le costó aceptar la
idea de tener que recibir a un extraño en su departamento. Había
admitido, sin mucha conciencia de las consecuencias, la
propuesta que Pavony le había hecho la noche anterior, cuando
en forma sorpresiva se comunicó con él. Según el abogado, era
mucho más seguro que se vieran allí que en la universidad o en
su oficina, y como el profesor no tenía mucha noción de lo que
significaba participar en un juicio, accedió sin reparos. Pero no
dejó de sentirse incómodo durante toda la entrevista.
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¿Cómo se había metido en este berenjenal? ¿Qué lo había
llevado a aceptar su participación en el juicio? Se sentía
estrujado, aprovechado por algo o por alguien, cuya
manifestación externa era Pavony, pero que debía tener una
magnitud mayor, tan absorbente que él mismo no había podido
retraerse. ¿Era eso cierto, o estaba de nuevo sobredimensionando
las cosas, poetizándolas?
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aunque supiera qué maligna intención escondía esa palabra
sensibilidad.
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precisamente: ambigüedad. ¿Por qué no utilizarlos entonces
como evidencia acusatoria?
Hoy por hoy, los únicos testigos del modo de vivir al interior del
departamento, son los modelos que por épocas contrata la mujer
para sus labores artísticas. Hasta hace diez años, ella también
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impartía clases de pintura y vendía cuadros los días sábados,
cuando la gente podía ver su exposición. Pero ya no hace ni una
cosa ni la otra. De modo que la versión de los modelos es la
única; aunque resulte incompleta, pues su paso por la
habitación se limita a entrar por el corredor principal, seguir
directamente al estudio, y volver por el mismo camino. Lo único
que se sabe es que las demás puertas permanecen cerradas, que
el ambiente es oscuro y oloroso a humedad, que el canto
susurrante de la anciana no para en todo el día y que todo el
tiempo se siente en el aire la turbiedad de la tristeza.
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Hubo una época en que la anciana no vivió con la mujer; en
apariencia porque tuvo que recluirla en alguna clínica por un
tiempo prolongado. Pero hay quienes afirman que la anciana
murió y que para suplir su ausencia adoptó a otra, con quien
convive ahora. También se escucha esta misma versión, pero con
el ingrediente adicional de que la muerte de la anciana llegó de
manos de la propia mujer. En todo caso, los comentarios llegan
a ser de lo más fantasiosos. No dejan de circular, por supuesto,
las viejas acusaciones de brujería y de otras depravaciones, y
hasta se asegura todavía lo que hace unos años se comprobó
como pura especulación: que las dos mujeres realizan con cierta
frecuencia misas negras y otros rituales satánicos.
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Pero quizás la tragedia más grande es la que ahora vive a
diario: el cuidado de su madre loca.
***
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requerimientos, que aún en la distancia avisan sus ansias, que
vierten a toda hora el rencor.
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—Mire señora —le contesta la empleada casi con cinismo—, sus
problemas personales no son de mi incumbencia. Usted debe
esperar como los demás a que le llegue el turno.
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De pronto escucha la voz de la empleada:
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5.
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fracaso, éstas se han convertido en su atmósfera natural; ha
hecho de la derrota el escenario de sus luchas y ha sido por eso
capaz de mirar de frente lo oscuro, lo inhóspito o lo macabro, y
ha aprendido a iluminarse con fuegos fatuos, con débiles
antorchas, con la desapercibida luz de los meteoros. Sabe
moverse entre las multitudes sin que se le reconozca, sabe cubrir
grandes distancias dando apenas algunos pasos, ha ejercitado con
sapiencia el arte de construir túneles imprevistos, de transitar
por los atajos, de salirle adelante a cualquier consecuencia.
51
6.
52
proceso de pacificación de hace diez años, quien regresó al país
después de cumplir una labor humanitaria muy destacada en un
organismo de solidaridad internacional en Vancouver, Canadá.
En cambio, el otro, el que se había echado sobre sí toda la culpa,
era poco menos que un desconocido, lo que hacía pensar que tras
el proceso mismo de apelación y en el interés de que se salvara
este hombre, se tramaban oscuros móviles.
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—Es por usted que me preocupo —ripostó la mujer—, porque el
juicio puede demorar meses y va a demandar mucho tiempo
diario, y usted sabe que yo no confío en nadie para que me la
cuide.
—Hacemos como la otra vez —sugirió la anciana—, ¿se
acuerda? Contratamos una enfermera y con eso usted libera algo
de tiempo. Si quiere consúltelo, a ver si así se puede.
—Bueno —aprobó la mujer—, pero lo más importante es que
debo reflexionar antes sobre la conveniencia o no de mi
participación. Usted sabe: es la vida de un hombre la que está en
juego, y no es la vida de cualquier hombre, mamá, sino la de
Santiago Mendoza.
—En eso tiene usted razón, mija: piénselo antes que nada.
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7.
Tal vez la historia de su vida pudiera empezar por ahí, por los
incidentes que marcaron el fin de su inocencia y que habían
hecho que la armonía del mundo se derrumbara sin otra
alternativa que aceptar dolorosamente aquella catástrofe.
59
Llegaron por caminos diferentes a la organización. Él, huyendo
de las paradojas del proceso de reinserción de su país, de esa
dolorosa experiencia que casi lo había dejado sin opciones. Ella,
huyendo de su casa, de su bonita, cómoda y rica casa. Él,
apostando la última carta que le daba vida. Ella, convencida de
su destino, de la inevitable y útil tarea que debía cumplir. Él,
con la esperanza de echar raíces de nuevo. Ella, dispuesta a
trasegar caminos sin atarse a nada. Él, lleno de resentimientos y
dudas. Ella, con una fuerza y una alegría tan grandes que su cara
no dejaba de irradiar nunca esa hermosa sonrisa que seducía sin
remedio a las personas que se le acercaban. Niños, mujeres,
jóvenes, hombres, ancianos, incluso animales; cualquier ser caía
rendido ante su aura benigna. Y Santiago no podía ser la
excepción.
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El médico sigue revoloteando por la enfermería que se le llena
ahora con más reclusos afectados por la curiosa epidemia.
Santiago, entre tanto, sucumbe a la anestesia, abrumado por
imágenes incomprensibles. Un momento antes de la
inconsciencia alcanza a reconocer a la pintora que ha estado
retratándolo en su celda y que ahora entra a la enfermería,
cargando su bastidor y sus pinceles. Pero sus fuerzas apenas le
alcanzan para ladear su cabeza sobre el cómodo almohadón de
plumas de la camilla...
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Segunda parte:
EL JUICIO
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Frente a mí, el televisor. Me fastidia su odioso chisporroteo,
pero llevo horas contemplándolo, sin atreverme a hacer otra cosa
distinta. Que uno pierda el tiempo frente a un televisor mirando
películas, noticieros o telenovelas no es raro; no estaría mal
visto, ni siquiera para un intelectual o para un profesor. Podría
arguírse que se hace con sentido crítico o que hay alguna
investigación de por medio o simplemente que se descansa tras
una jornada extenuante. Cualquier motivo, por forzado o ridículo
que resulte, podría servir para justificar semejante estupidez.
Pero que uno pase horas, sin moverse, frente a un televisor sin
señal es un síntoma inequívoco de algún trastorno grave.
Máxime si el aparato está a todo volumen, como ahora, y el
sonido te lastima los oídos y tu no haces nada, absolutamente
nada.
***
69
condenado a muerte, después de haber sido implantada la pena
capital.
***
***
Llevo más de una hora examinando las ronchas rojas que ahora
han invadido también mi antebrazo izquierdo. En realidad no son
tan molestas: el escozor que producen casi no es perceptible y se
72
diría que hasta resulta agradable, si no fuera porque presagia
signos aterradores (todo ese cuento sobre los sarcomas y el
deterioro de la piel). Por ahora no son más que eso: pequeñas
ronchas que, desde la mano, han emigrado al antebrazo y que
pueden ser olvidadas, porque no rascan más que una leve
picadura de zancudo.
75
***
***
***
82
brindó, tras aquella desafortunada manifestación en la
universidad.
***
***
87
realizar ciertos inventarios), en sus calles de tierra, en la época
en que era tan fácil cerrar una para convertirla en cancha de
microfútbol o en diamante de béisbol. Pienso en mis amigos, en
Carlitos y su gran humor, en la calidez de su afecto, en su
insólita y hasta inverosímil generosidad. Pienso en Rafico, en su
cabello lacio y fuerte que lo hacía ver tan gracioso, como un
pequeño puercoespín. Pienso en Guillo y en su extraordinaria
habilidad para el fútbol que con el tiempo le permitió jugar
algunos partidos en la liga profesional. Pienso en esa época
lejana como en un paraíso perdido (y aquí sí que no me jodan los
muchachos: ¿acaso Bataille no ha recordado ya que la literatura
es la infancia al fin recuperada?), y me estremezco al sentir que
algo se quedó irremediablemente enterrado en esas calles de
tierra, bajo el pavimento que después las cubrió y las hizo tan
modernas y bonitas.
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el parque a las nueve y emprendimos el camino. Carlitos, para
aplacar su nerviosismo, nos describía una vez más lo que había
visto: el rostro perfecto de una niña de quizás trece años, las
lágrimas que rodaban por sus mejillas y sus gestos de súplica.
Tal vez ya no esté allí, nos advertía, y nosotros nos poníamos
también nerviosos. Una cuadra antes de llegar, Guillermo dudó
en seguir acompañándonos y Rafael también se detuvo, pero
Carlitos se encargó de tranquilizarlos. Su cara es muy dulce, lo
que pasa es que está pidiendo ayuda, nos decía, tal vez nosotros
podamos hacerlo. ¿Y qué le vamos a decir?, preguntaba
Guillermo. Si, si, qué le vamos a decir, repetía Rafa; pues que
venimos a ayudarla, que qué necesita, eso le vamos a decir,
sugería yo. Dejémonos ya de maricadas. Y, de pronto, estaba ahí
el prodigio. Parecía una virgen, con su pelo largo y lacio
cayendo sobre sus hombros, y su rostro blanco y sus ojos tristes.
Estaba tan quieta que parecía un retrato o un afiche. Pero apenas
nos paramos al frente empezó a moverse de la manera como nos
había contado Carlitos. Parecía muy contenta y ansiosa a la vez,
como si supiera que nosotros pudiéramos ser su salvación y no
quisiera perder el tiempo. Al principio sentimos miedo y
quisimos correr, pero al fin Carlitos se atrevió a gritarle. «¡¿Qué
es lo que quiere, en qué podemos ayudarla?!». Enseguida nos
serenamos; ella se puso muy inquieta y empezó a manotear y a
mover su cabeza de un lado a otro. Volvimos a gritar, dos, tres
veces más, y entonces sucedió algo extraordinario: la ventana se
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abrió y vimos un viejo que se asomaba y nos insultaba: «¡¿Qué
es lo que quieren chinos huevones?! ¡Lárguense ya!». La niña
había desaparecido como si nunca hubiera estado allí, pero justo
antes de correr vimos cómo su imagen reaparecía en la ventana
cuando el viejo la cerró de nuevo. Vean, vean, gritaba Carlitos,
allí está ella, allí está, se los dije, y nosotros no salíamos de
nuestro asombro hasta que, azuzados otra vez por el viejo loco,
emprendimos la carrera, calles abajo, cada uno con la última
efigie de la niña pegada a la mente. Apenas si tuvimos aliento
para llegar al parque.
***
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Desde el otro lado de la ventana, a través del durmiente, se
colaba mientras tanto un ruido que Santiago reconoció
enseguida: el aletear nervioso de las palomas.
92
Su hermano hurgaba la tierra del antejardín en busca de
lombrices rojas con las que después asustarían a las niñas del
colegio, pero a él le interesaban más las palomas. Podría ser
eso. Comenzar por ahí. Contarle a la religiosa lo de las
palomas.
Tal vez la historia de su vida pudiera empezar por ahí, por los
incidentes que habían marcado el fin de su inocencia y que
habían hecho que la armonía del mundo se derrumbara sin otra
alternativa que aceptar dolorosamente aquella catástrofe.
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—Me preocupa su fiebre —le advirtió el médico a Santiago,
interrumpiendo la conversación—. Puede que esté asociada a la
alergia, pero quiero asegurarme, así que lo voy a dejar un par de
horas en observación.
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—Hagamos un balance —sentenció Santiago—: usted le escribió
veinticinco poemas, pero él le pagó sólo diez. Usted le cobró y
él empezó a regar el cuento; así que usted escribió el panfleto y
lo rodó también. Por el lado de los cuentos no hay saldo. En
últimas, lo que el viejo le debe son los quince poemas y la
paliza, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—Bien, son dos cosas que se pueden arreglar —concluyó
Santiago, mientras la enfermera intentaba parar la hemorragia de
su nariz, que ahora parecía agravarse—, ya veremos...
***
***
98
supuesto me negué, así como también a quedarme más de lo
necesario en la clínica a dónde fui conducido. Después de las
curaciones de urgencia, les he pedido a mis amigos que me
traigan de nuevo. Enrique insistía, siempre tan dramático él, en
que me dejara examinar por un loquero amigo suyo, pero yo le
he recordado que en el contrato que suscribimos está muy
claramente estipulado que algo así sólo será posible si llego a
caer en la postración. No insistió más, pero no pudo dejar su
cara de preocupación, sino hasta cuando me dejaron instalado de
nuevo.
Puedo imaginar por eso a Santiago el día que llega del colegio a
almorzar y se encuentra con la sorpresa de que no hay nadie en
casa y de que los vecinos no le saben informar sobre lo sucedido.
102
—Pero alguien tiene que haber visto algo —le reclama a una
señora, la mejor amiga de su madre.
—No, niño Santiago, seguro que no. Lucila debió salir muy
temprano, porque no la he visto en toda la mañana —le responde
medio atolondrada la vecina—. O a lo mejor está por llegar —le
sugiere, pero ya sin ninguna fuerza, y enseguida se suelta a
llorar.
—Dígame, señora, dígame la verdad —le pide Santiago,
agarrándola con fuerza de los hombros.
—No sé, no sé, niño Santiago —insiste la vecina—. Lo único es
que como a eso de la nueve vino su padre y luego lo vi salir
afanado y después llegó con un taxi, y entre él y el conductor
sacaron a su mamá alzada y la pusieron en la parte de atrás. Eso
es todo.
—Pero, ¿a dónde se la llevaron? ¿Qué le pasó? Usted debe saber.
Algo debió decirle mi padre —y ya Santiago le hablaba a otro
vecino que había llegado, persuadido por el escándalo.
—No sé, no sé —seguía respondiendo la vecina.
Era la única manera de mantener ese hilo débil que aún lo ataba
a la armonía de un mundo difícil pero equitativo. Era la única
manera, aunque eso le costase tanto, aunque eso le significase
vivir en la ilusión y no en la realidad, aunque la presión de tener
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que aceptar y vivir un mundo así, basado en la mentira, lo
condujese a las drogas, a ese otro mundo donde por momentos
podía vivir de nuevo la verdad, a ese otro mundo donde la
imagen de su madre reaparecía en su magnificencia, a ese otro
mundo que podía resguardar para sí y del que sólo saldría
después de una difícil travesía. Eso es lo que finalmente me ha
contado Santiago en su carta; pero yo, porque soy su narrador,
he penetrado en sus recuerdos sepultados y he recuperado las
causas de su ingreso al infierno de las drogas. Yo, que soy su
narrador (así protesten los muchachos que ya no son tan
muchachos), reclamo mi derecho a exponer toda la verdad.
***
***
112
Es que se trata de un caso muy importante, nada menos que
terrorismo, y el gobierno parece muy ansioso de ofrecer una
especie de castigo ejemplar. Pero las cosas se han complicado,
porque, aunque han declarado culpables a los dos terroristas
acusados, uno de ellos ha admitido haber coaccionado al otro, lo
que ha permitido la posibilidad de una apelación de la condena
para éste último (adivinen, muchachos, ¿quién es ese otro?). De
modo que se ha decidido que la ejecución se llevará a cabo sólo
tras la celebración de un segundo juicio. En el caso de que se
confirme la condena, se producirán las dos ejecuciones
simultáneamente; pero en caso de que surta efecto la apelación,
sólo se realizará la de quien ha admitido hasta ahora toda la
culpabilidad. El asunto ha tomado tintes políticos de lo más
curiosos, porque el hombre que ha apelado es ni más ni menos
que uno de los jefes guerrilleros amnistiados del proceso de
pacificación de hace una década, que ha regresado al país hace
poco más de un año, después de cumplir una labor humanitaria
muy destacada en un organismo de solidaridad internacional en
Vancouver, Canadá (adivinen, muchachos, ¿quién es esa
joyita?). En cambio el otro, el que se ha echado sobre sí toda la
culpa, es poco menos que un desconocido, lo que ha hecho
pensar que, tras el proceso mismo de apelación y en el interés de
que se salve este hombre (¿ya lo saben? ¡Qué bien! Si: Santiago.
¡Eureka muchachos!), se traman oscuros móviles.
113
En sus escritos (¡Ah! Claro: Santiago escribe, ¡qué le vamos a
hacer! Escribe nada menos que poesía), la presencia de la muerte
es una de las constantes más fuertes y también más diversas.
¿Qué como me he enterado? Si que están hoy curiosos,
muchachos. Pues, porque le ha enviado sus escritos a la religiosa
y yo acabo de leerlos. Ya saben: él confía en todo ese cuento que
la gente se ha creído sobre el prestigio y la bondad de quien
escribe. Un cuento muy raro, porque en realidad desde que la
literatura se conoce como literatura, siempre se ha enfundado el
papel del loquito de la esquina. No hay escritor que no se haya
creído eso de ser la mala conciencia de su tiempo. Y entonces
me pregunto yo: ¿por qué una práctica social que va en contra de
la sociedad misma, que la critica, que la desnuda, que la
denuncia, termina siendo reconocida como una práctica
prestigiosa? Al rededor de ella se tejen instituciones, actividades
y sacralizaciones, y toda esa parafernalia cultural que hace del
poeta casi un Dios. Un cuento raro que algo así se asocie
después también con la bondad y con la capacidad de expresar
las más altas aspiraciones del espíritu humano (eso es, al menos,
lo que se reconoce en los premios Nobel, ¿o no?), porque nada
es menos ejemplar que la figura del poeta: un vago con licencia
para blasfemar, un ser improductivo, un parásito que nada tiene
que ofrecer en últimas, pues sus escritos (la única producción
que esgrime) están plagados de ambigüedades, de falsos
sentidos, de indeterminaciones que nadie descifra nunca a
114
cabalidad. Nada que ver en realidad con aquello que nos enseñan
sobre la literatura como vehículo de los mitos sagrados de la
experiencia humana o de las preciadas posesiones de la cultura o
de proposiciones esenciales acerca de la naturaleza humana
(como si hubiera una naturaleza humana). Los poetas: una banda
de desalmados, de prepotentes, de desadaptados, terroristas de la
cultura; ahora sé por qué Santiago es también poeta y por qué se
come el cuento de que su poesía es bella y buena.
***
ANDROCLES Y EL LEON
Todo está allí: el lánguido ambiente de la tarde lluviosa, la
humedad contenida de los prados, el alambrado apenas
116
perceptible, la rabia impotente de Santiago y hasta el gesto
leonino de su rostro. Ella aparece ataviada con ropas de la
época romana en una clara alusión a la fábula que le da nombre
al cuadro. Parece un muchacho, aunque ha cuidado de retratar
muy bien la feminidad en los brazos y en las piernas
semidesnudas. Al fondo, un conjunto de edificios en
construcción que le dan ese toque urbano necesario a la escena,
pero que juega a lo que podría ser su contraste: el estado actual
de la ciudad. Atrás, el perfil de la Ciudad Universitaria, algo de
humo y las luces de los autos policiales que atenazan una
multitud en desbandada que intenta volcarse sobre los prados.
Todo esto de una manera impresionista y en tono mas bien
plomizo, a excepción de la escena central que en realidad
aparece retratada en una de las esquinas inferiores del cuadro y
en una escala al menos cinco veces mayor que el resto del
cuadro. Hay en esa escena un colorido extraño como de
ardorosa pasión, como de encuentro inesperado, como de
erotismo intenso y sobrecogedor. La escena es, en algunos
rasgos, casi realista y está protegida por una especie de burbuja
que la aísla del ambiente que la rodea. En los ojos del esclavo
romano hay reflejada una fuerte emoción y en el gesto de
Santiago esa expresión de soberbia que aún hoy lo caracteriza.
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EL DESENCUENTRO
Poco después del episodio aquél en que la mujer, que apenas era
una niña, rescató de entre las trampas de la cerca a un Santiago
derrotado, ella perdió a su familia. Sólo quedó su madre, quien
poco a poco perdió la razón. El destino le negaba la posibilidad
de correr tras su héroe, le cerraba los atajos al sueño, y ella
tuvo que aprender a renovarlo cada noche con la invocación del
recuerdo de esos ojos claros que la miraron con tan extraña
ternura, con una ternura que habría podido ser el principio del
amor. Ahí están esos ojos. Ahí también el bulto pequeño al que
quedó reducido el cuerpo de su madre anciana. Ahí la mujer con
un pincel en la mano y con la mirada extraviada en el horizonte
de su ventana. Ahí la esperanza, el dolor, la rabia, el amor, en
una misma amalgama de colores densos. La imagen de la madre
es aterradora: acurrucada encima de una silla, mira a la mujer.
Es una mirada intensa, rabiosa, burlesca. La luz exterior muere
apenas ingresa a la habitación, y en el rostro de la mujer (si se
mira con cuidado) se dibuja una sombra, una diminuta sombra,
casi parece un lunar en la mejilla. Pero es también la figura de
Santiago. De un pequeño Santiago uniformado de guerrillero,
portando un arma de largo alcance. Al lado de la cama (en un
toque surrealista), un inesperado par de zapatos de hombre:
zapatos viejos, empolvados, siniestros.
118
GABRIELLA
Se llamaba Gabriella y también la conoció en la Universidad. O,
mejor dicho, la conoció en una de esas citas clandestinas que se
usaban como parte del entrenamiento en la época en que
Santiago ingresó al trabajo político del partido. Después supo
que ella trabajaba en la Facultad, y que era, nada menos,
miembro prestigioso de uno de los comandos universitarios.
Desde ese primer momento hubo una empatía muy fuerte entre
los dos, empatía que sirvió incluso para traspasar fronteras
vedadas por esa especie de autosometimiento absurdo que hacía
de los profesionales del partido seres chatos y aburridos,
negados a la realización de sentimientos. Es increíble la manera
cómo la Mujer revive en este cuadro toda esa experiencia a la
vez dolorosa e intensa de Santiago. Ahí está el espacio para esa
primera cita: él con una naranja en la mano y ella observándolo
como a un chiquillo asustado que apenas si maneja algún
sentido de la ubicación. Ahí también los primeros besos y el
sabor de las caricias fragorosas. Ahí las noches sin sueño,
teñidas de culpa. Ahí la separación, los gestos duros de
Gabriella, su sentido de la responsabilidad imponiéndose al
amor; ahí, también, las lágrimas, el reproche tardío por no
haber vivido la vida que se ofrecía como fruta prohibida y
deliciosa. Los tonos pastel de la parte superior del cuadro
juegan a la ironía. La ironía que se torna, poco a poco, en
amargura, en colores amarronados y ocres: la amargura del
119
marginado que al fin descubre la trampa que ha tendido el
Partido...
***
120
imperceptible, lazo sanguinolento, se hubiera roto de golpe
separándome de mi propia historia.
121
Pero los golpes no cesaban y el eco de la puerta retumbaba tan
fuerte, que resolví asomarme.
123
Las pocas cosas de las que se enteraba sólo alimentaban una
visión apocalíptica. El acoso del hambre y del miedo debió
trastornarlo. Sólo así me explico que ese muchacho campesino,
lleno de horror y sin la más mínima idea de la geografía de la
ciudad, haya decidido salir de su barrio, cruzar la línea de fuego
con una pierna herida y alejarse de su casa (que si bien debió
parecérsele al infierno, era un lugar mucho más seguro que la
calle). Pero lo hizo. Debió arrastrase kilómetros antes de
detenerse.
—¿A quién buscabas, por Dios?
—A mi padre —me contestó con una sonrisa en sus labios. Fue
una sonrisa angelical, llena de una dulzura urgente, como si
estuviera seguro de haber llegado al lugar que buscaba.
—¿Y lo encontraste?
—Si, lo encontré. Estaba con mis hermanos y me esperaba.
—¿Y qué pasó con ellos?
—Se fueron. Se fueron muy lejos de aquí, a nuestra casa, en el
campo, y allá me esperan, me están esperando, quieren que
vuelva, porque ya no desean vivir más acá. Ellos me van a
enseñar todas las cosas que aprendieron y me van a querer y me
van a llevar a pasear en sus autos...
***
CARLOS
Ya había aprendido a decir «camarada» sin sonrojarse, había
quemado banderas de los Estados Unidos, se había leído
bastantes folios de documentos del partido, había pegado
calcamonías y manchado paredes de muchos barrios con
consignas revolucionarias; incluso había cumplido el rito de
iniciación de todo guerrero: había participado directamente en
la quema de un par de buses. Todo medio en juego, medio en
serio. Se sabía de memoria los manuales de Carlos Marighela
sobre guerrilla urbana, tenía su propia chapa, había participado
126
en numerosas reuniones clandestinas del Frente; concurría con
calculada frecuencia al café de La Normanda, como debía ser, y
hasta recitaba versos de Roque Dalton (de ahí le venían también
esos aires de poeta). Se había hecho asiduo de las tardes
culturales y de las canciones revolucionarias de la Nueva
Trova... Y ahí está, con toda su ingenuidad, con toda su utopía a
cuestas, acompañado de su camarada Carlos, en esta estampa
que ha plasmado la Mujer. Es como una fotografía de dos
alegres muchachos que caminan contentos por el centro de la
ciudad. Pero en realidad es la despedida de Santiago. Mañana
parte para el monte, asignado a un comando rural, por petición
suya y tras la anuencia del máximo comandante del Frente que
ha empezado a confiar en él. No podía faltar en esta estampa,
entre pintoresca y socarrona, la bufanda, las botas y la mochila
arhuaca; los bluyines rotos y la barba rala. Como no podía
faltar la recitación frecuente y respetuosa de Benedetti o la
admiración por Silvio y Pablo o citar a Camus, tener un afiche
del Che, emborracharse en Quiebra-Canto, comentar a Lenin,
decir sí a la marihuana, hablar mal del machismo, saberse una
estrofa de la Internacional y cantar la Mula revolucionaria...
Qué pronto se empañaría el cielo de la utopía. Esa nube negra,
en una esquina del cuadro, parece anunciar los tiempos aciagos;
esa nube negra que contrasta con los vivos colores de la
estampa, con la risa a carcajadas de los muchachos, con el
tiempo detenido de la alegría...
127
PABLO.
El paisaje es brusco y escarpado. Los trazos frenéticos,
rabiosos. Sobre la cima de uno de los picos está Santiago. El
combate ha sido sangriento y él, sobreviviente, busca contacto
con el grupo de retaguardia que se ha fortificado en el valle.
Dos cuerpos inertes cuelgan de otras peñas más abajo,
separados por varios metros de altura. Uno es el de un
guerrillero. Santiago se encuentra con él, aliviando unas
heridas que ya son mortales. Es su comandante, Pablo. El otro
es el cuerpo de una mujer. Santiago lo sostiene por debajo de la
cintura y besa su cuello. La mujer tiene una pierna rota y el
vientre ensangrentado, pero su rostro está todavía fulgurante.
Los tres Santiagos, los tres momentos de Santiago, están hechos
con trazos delicados y realistas. La Mujer ha cuidado que sus
ojos azules aparezcan bien iluminados en las escenas. El
uniforme está lleno de detalles. De los otros personajes apenas
resalta rasgos generales de sus cuerpos y sus vestidos, pero sus
rostros son también muy expresivos. El de Pablo se llena con
una sonrisa muy alegre, evocando el carácter casi festivo y
siempre cordial que Santiago admiraba tanto en su comandante.
El de la chica es casi angelical. Y Santiago no puede menos que
llorar por ella. Los colores se degradan desde arriba y en la
escena final se hacen intensos. La sangre que rueda del vientre
de la chica y empapa las manos de Santiago, se hace arroyo, y
128
cierra la parte inferior del cuadro, sin que por eso se haga
escandaloso.
EL MESÓN
Se ha convertido en un técnico de la muerte. Son sus últimos
meses antes del proceso de reinserción. Ha ido a la Unión
Soviética y a Cuba a especializarse en explosivos para apoyar
las acciones de la red urbana. En su rostro no hay sino
amargura. El ambiente es oscuro. Es su cuarto, en un alejado
suburbio de la ciudad. De las paredes no cuelgan sino elementos
y cables eléctricos. Hay un gran mesón de laboratorio en el
centro y otro, más pequeño, recostado sobre una de las paredes.
La Mujer no ha dibujado ni ventanas ni puertas, como si
quisiera enfatizar el encierro interior de Santiago. La
habitación, efectivamente, es su búnker personal. De él ya no
sale, si no es para lo estrictamente necesario. Lleva puestas
unas gafas redondas y usa unos guantes blancos, demasiado
blancos, tan blancos que ciegan la vista. Construye un detonante
electrónico. Es su trabajo. Ya no le interesa ir al combate. Está
hastiado de la muerte directa, pero goza con su trabajo. Es un
perfeccionista. No hay un detalle que se pueda escapar de su
cabeza. Todo lo calcula y disfruta con ello, con el cálculo,
imaginando el poder de su bomba y las muertes que pueda
causar, pero no quiere ver los muertos, se ha prometido no ver
más muertos. Cumple con su deber; se ha hecho frío e impasible.
129
No cree en nada. Espera también su propia muerte como un paso
más. Quizás por eso, la Mujer dispone una especie de aura
oscura alrededor del cuerpo inclinado de Santiago. Apenas se
nota, apenas se percibe, pero detrás de la cabeza de Santiago
hay otra. Es una silueta muy débil, redonda, que acompaña
simétricamente el cráneo de Santiago. Si: ahí está, es la figura
de la muerte, con su sábana oscura y todo. Con su guadaña
apenas insinuada debajo de su manto, y se ríe, sí, y mira,
cómplice y orgullosa, a su alumno favorito. Sí, ahí está, la
sombra de la muerte.
***
130
Tarde o temprano te habrías dado cuenta. Es inevitable, lo sé,
desde el comienzo lo he sabido. Mi reclusión ha sido apenas una
especie de refugio temporal, de última oportunidad; en realidad
jamás he pensado en la fuga. Ha sido también una manera de
evitarte el dolor del testimonio, la terrible secuencia de mi
estropicio. Entretanto, quiero anticiparme al desastre que puedan
ocasionar mis revelaciones de la única manera como sé hacerlo:
escribiendo. Escribir es anticipar, es explorar en medio del caos,
es hallar órdenes ocultos allí donde todo está condenado al
fracaso, y por eso escribo y te escribo, mi amada Angelita.
132
libertad, que desde lo oscuro se llega también a Dios, a la
armonía, al sosiego. No quiero ser cínico, no muchachos, no...
CANCIÓN PRIMERA
Viene a mi mente el poema de Pessoa aquella recordada canción;
viene a mi alma la saudade de sus palabras, porque en mi
corazón, como en el poema, el recuerdo de eso que los hombres
han llamado "amor" rompe hoy sus represas. Como lo hace el
narrador en el poema, cierro los ojos, y dejo que la luz de este
luar que anega hoy mi ventana inunde también mi cuerpo; y
vibro como lo hace el yo poético en los versos, y llego asimismo
a lo más profundo de mis sentimientos. ¿Por qué alguien ama a
otro? ¿Qué es eso que los hombres llaman el amor? ¿Acaso una
búsqueda infinita del paraíso perdido? ¿O, tal vez, una
justificación de nuestras aberraciones? ¿Existe verdaderamente
el amor, o es una más de nuestras debilidades, una más de
nuestras vulnerabilidades? Siento que el mundo hoy me
sobrepasa, que mi alma se encoge de miedo, que ya no soy capaz
de mirar hacia fuera y que mi ser se conecta por eso con el mito,
la pena, la ausencia y la distancia. Desde la noche inmensa de
mi corazón, una voz suena. No es la tuya Angelita, es la voz de
ese secreto que nunca recibí, de esa promesa jamás cumplida.
Como si el fin estuviera cerca y yo tuviera que abandonar mi
casa para siempre...
133
CANCIÓN SEGUNDA
Ya no sé bien como llegó la primera vez. Tal vez disfrazado de
cara bonita con ojos verdes. Tal vez en forma de sonrisa
deslumbrante o transportado por unas palabras inauditas. Sé
que llegó cuando aún era niño, pero también que no lo reconocí
en seguida. Quizás lo miré con desprecio o con temor, o con la
prepotencia de quien cree tenerlo todo. No llegó con el apremio
del deseo, eso vino después, sino con la gracia del payaso, con
la ilusión de una ofrenda. No sé bien cómo ni cuando llegó la
primera vez, Angelita, sólo sé que pasó de largo, la primera
vez...
CANCIÓN TERCERA
Supe entonces que las mujeres tenían piernas torneadas y
sensuales, y mis sueños se llenaron de cuerpos completos. Ya no
sólo eran caras y labios para besar, sino senos para embeber y
sexo para horadar. Supe entonces que también eso era amor. No
sólo palabras bonitas o sonrisas deslumbrantes o caras bellas,
sino deseo también. Supe que sin el deseo no era posible el
amor, que debía satisfacer ante todo el deseo y tener a la mano,
por si acaso, el corazón. Supe, Angelita, que un amor sin
cuerpo, era una amor triste, que ahora podía ser amante sin
amor...
134
CANCIÓN CUARTA
Entonces, después del juego, vino el hastío, el eros insípido, y
junto con él la prevención, el amor costo/beneficio, las trampas,
las estrategias para gozar y zafarse, la costra de la indiferencia.
El afecto se volvió negocio y ya no tuvo más el sabor del
milagro, las palabras sobraron, los coqueteos se volvieron
ridículos y las caricias se quedaron enredadas en el baño. No
hubo más que sudores incómodos, palabras vulgares, reproches,
burlas y el vacío de los polvos infelices. Y entonces, después del
juego, al borde del abismo, Angelita, apareciste tú...
CANCIÓN QUINTA
Con tu voz ambigua, con tu piel fresca, con tus dientes
tranquilos, con tu serenidad a cuestas, con tu ropa cómoda, con
tus senos puntiagudos, con tu cola redonda, con tu vagina
húmeda, con tus piernas maduras, con tus pies juguetones, con
tu cabello selvático, con tu nariz entrometida, con tu boca
salada, con tu cuello esmaltado, con tu espalda inclinada, con tu
sexo abierto, con tu voz inquieta, con tus dedos malignos, con
tus dolores mensuales, con tu vientre hambriento, con tus uñas
de monja, con tus huesos fuertes, con tus venas elásticas, con tus
músculos de hembra, con tu sangre hervida, con tus cavernas
misteriosas, con tus caminos múltiples, con tus angustias
tiernas, con tus sueños volcánicos, con tus mejillas rotas,
Angelita, con tus manos temblorosas...
135
CANCIÓN SEXTA
Como si se pudiera elegir en el amor... Vino al fin ella, demonio
de ojos azules, mujer de cabellos ondulados, promesa de mejores
horizontes... llegó al medio día, Angelita, al borde del ocaso,
anunciando la noche oscura, prometiendo la luz al final del
camino, exudando sales de su cuerpo experimentado,
provocando sueños inéditos... Se atravesó sin aviso previo, se
presentó como ofrenda de los Dioses, no quiso saber de razones,
no escuchó mis advertencias, sólo me tomó, me engulló, me hizo
trizas en un minuto y luego me abandonó como quien bota a la
basura una cáscara de banano... Se fue con una mueca en su
rostro que no supe descifrar, hasta el día en que me enseñaron
los resultados de los exámenes médicos y me advirtieron que
podía morir y hacer morir a otros... se fue sin darme
explicaciones, dejando mi cuerpo enfermo y mi alma
despedazada.
CANCIÓN SÉPTIMA
Noche fría. Estoy triste. Mañana: guerra y muerte. Estoy triste,
Angelita, hoy estoy triste.
***
136
En aquél entonces todavía se podían pronunciar frases
temerarias. El profesor de filosofía, un cura joven, guapo e
irreverente (es decir, en condiciones para emitir ese tipo de
expresiones ante un grupo de muchachos ávidos de pretextos
revolucionarios), tras un acalorado debate en su clase que,
habiendo comenzado por la discusión sobre el concepto de
cultura, terminó por producir una serie de justificaciones para lo
que el propio cura llamó sin pelos en la lengua «la inminencia de
una revolución», culminó su clase dictaminando: «Si me dan
algunos muchachos para educarlos podría construir verdaderos
agentes de cambio». La frase resultó sobrecogedora,
especialmente para jóvenes que, como Santiago, andaban en
busca de sentido para sus vidas. La frase, sin embargo, no era
más que el resultado del calor del debate, algo como una
reacción natural, aunque un poco ostentosa, del cura frente a las
veladas acusaciones de cobardía que se lanzaron en medio de la
controversia. Pero dejó en el ambiente un sabor a reto, una
luminosa grieta sobre el sólido muro de los temores que algunos
chicos percibieron con alborozo.
***
143
DESMOVILIZACIÓN
Santiago aparece insólitamente en medio de una plaza de
mercado, mirándose frente a un espejo. Se encuentra de
espaldas, pero con el ángulo suficiente para dejarnos ver su
rostro sobre la luna. Está vestido de paisano y su ademán no
puede ser más impasible. En su cara se refleja ya la huida de los
años mozos y en su cuerpo se notan las secuelas de las
caminatas, de la leishmaniasis, del hambre, del alcohol, del
bazuco que consumió en sus días de preso político y de los
muertos que almacenó en su memoria. Alrededor suyo hay toda
suerte de mercaderes. Hombres en traje de campaña totalmente
ebrios, hombres impecablemente vestidos, con maletín de
ejecutivo, entregando dinero a los combatientes; campesinos,
recibiendo cheques millonarios, prostitutas ofreciendo su cuerpo
a los nuevos ricos, armas abandonadas en un arrume
gigantesco. La escena retratada por la Mujer es una especie de
carnaval inmenso en el que todos aparecen por fin hermanados y
felices. Pero este ojo acostumbrado ya a las trampas icónicas de
la Mujer, descubre por fin el ardid. En cada una de las cuatro
esquinas de la plaza, detrás de sendas columnas, aparece
furtivamente una figura femenina. Cada una lleva el traje y
porta la imagen de las alegorías de El Fausto: la Escasez, la
Duda, la Preocupación y la Miseria. La alusión es perfecta: la
desmovilización no fue más que un pacto faústico, en el que los
guerreros rasos llevaron la peor parte. Por eso, todos, a la
144
larga, tras los estragos que les dejarían la escasez, la duda, la
preocupación y la miseria, habrían de afirmar que el proceso de
paz no fue otra cosa que una artimaña con la que fueron
obligados a vender su alma al diablo. Después de la embriaguez
vendría la resaca, después del carnaval, la dura realidad. Los
hombres que hoy aparecen en la plaza de mercado convencidos
de su futuro, pronto se darán cuenta del error. Muy tarde, pues
también la vejez los habrá alcanzado...
FINALES
El cuadro está dividido en tres partes: una para cada final
imaginado por la Mujer para Santiago. En una, Santiago está
tirado en una calle miserable, harapiento y enfermo, fumándose
un cigarrillo de bazuco, completamente deteriorado. En el fondo
de esta primera escena, se aprecian sus padres y su hermano
recibiéndolo con los brazos abiertos. Esta imagen kitsh de la
familia unida contrasta violentamente con la del hijo
abandonado. Al lado izquierdo del cuadro, se lo ve en la camilla
del hospital de la cárcel, rodeado de varios amigos. Conversa
con ellos, a lo mejor de su ingenuidad, del fin de la historia, de
la caída de las utopías, de un mundo que claudica sin mayores
aspavientos, de una felicidad que se aleja y de los amores
malgastados. El espacio restante está dedicado al último final:
la ejecución. Sobre una camilla, y a través de un gran vidrio, se
lo ve conectado al circuito de la muerte. Es la hora de la
145
ejecución. Al lado suyo hay tres figuras: el cura, el juez y el
médico, todos muy circunspectos. Afuera, como en una especie
de graderías, varios policías, los alguaciles de la cárcel, el
Presidente y sus Ministros, y varios allegados de Santiago. Es
una escena gris, de rasgos impresionistas, que desequilibra la
posible armonía del tríptico; como si estuviera en segundo
plano, respecto de las otras dos escenas: Y sin embargo es, a la
vez, la escena más "absorbente", una especie de agujero negro
que atrae inevitablemente nuestra vista...
***
***
***
149
Pero lo hizo menos como una medida desesperada que como un
acto final de lirismo. Ese último vuelo fue su obra maestra, su
poema. Lo hizo incluso con alegría, como si se liberara por fin
de todas sus penas, como si estuviera seguro de que así
reencontraría a sus amigos. Sucedió esta mañana, a eso de las
seis, justo cuando el comando rebelde se disponía a allanar el
edificio, a la misma hora en que sonaba el Himno Nacional por
la radio y la voz victoriosa del Máximo Comandante anunciaba
la instalación del nuevo gobierno. Después del grito (un grito
extraño, emitido por Enrique con la fuerza de un río que rompe
las represas) salí a la ventana y me encontré con los ojos duros y
desorbitados del comandante, que veía empañado así el futuro
venturoso que anunciaba a los pocos habitantes del edificio,
reunidos en el portal para dar la bienvenida a los vencedores.
***
Angelita y los niños han estado aquí. Mientras afuera una lluvia
apacible mojaba las ventanas de la sala y los niños jugaban con
los almohadones del sofá, Angelita acariciaba mis escasos
cabellos. Lo hacía con suavidad y, estoy seguro, con amor. No
hubo muchas palabras. Intercambio de algunas expectativas
frente a lo que podría suceder en el país ahora que el gobierno
rebelde ha instalado la asamblea constitucional y anuncia fuertes
150
reformas. Informaciones sobre el destino final de algunos
amigos, fórmulas de amabilidad y nada más.
151
Mi rostro está desfigurado y en el pecho y los brazos se han
extendido las llagas, pero aún tengo capacidad para teclear estas
últimas palabras. Todo se deshizo. El intento por detener el
derrumbe fue inútil. Siento sin embargo el sosiego de la tarea
cumplida. Esta escritura no tiene razón ya para prolongarse.
Puedo morir tranquilo.
***
VANCOUVER
Susan aparece en el centro del cuadro, rodeada de niños
harapientos. Son rostros frágiles y tiernos que clavan su mirada
sobre el de Susan, quien les baña las heridas de la guerra.
Santiago observa la escena desde el umbral de la puerta. La
sala es un espacio amplio, casi vacío. Apenas contiene un viejo
escaparate con drogas y un gran botiquín. El cuerpo y el rostro
de Santiago están rejuvenecidos, muy rejuvenecidos. Fuma de
una pipa y en sus ojos claros se refleja un brillo especial. Es un
cuadro sencillo, sin mayores pretensiones alegóricas. Sin
embargo, llama la atención la figura extraña de una niña que se
encuentra apartada del grupo. Desde una de las esquinas de la
sala, la niña mira hacia el centro. Tiene uno de sus pulgares en
la boca y está completamente ovillada. Tanto que no se puede
apreciar su cuerpo, sólo esa mano en la boca y una mirada
infernal que acusa, una mirada que la Mujer ha retratado otras
152
veces: la mirada de su madre loca, una mirada inquisidora, una
mirada terrible, una mirada que se roba el cuadro y que le quita
la candidez y la belleza a las escenas centrales. No puedo quitar
la vista de esa mirada, no puedo evitar este sentimiento de culpa
que ella me enrostra, ni este desánimo que me agobia...
153
Tercera Parte:
LA CONDENA
154
EL ABOGADO
Se siente manipulado y triste. En realidad, los resultados del
juicio no podían atribuírsele. Las circunstancias externas habían
pesado mucho más que su estrategia profesional y distorsionaron
toda posible imparcialidad. Además, el destino de Santiago
Mendoza había estado decidido desde siempre, y él no había
podido hacer nada: ni el cuerpo, ni el alma de Mendoza tenían ya
salvación. ¿Era, tal vez eso, lo que, desde la eternidad, le
advertía su amigo Carlos todo este tiempo? Esas apariciones,
esas extrañas llamadas, ¿no habían sido, acaso, señales? Pero,
¿qué importaban ahora?
155
ese basto trabajo que había realizado, tenían por motivación una
secreta simpatía, un posible amor por él. ¿Cómo pudo ser tan
tonto?
157
pueda ofrecerte la sabiduría y el ejemplo que esperas y
necesitas.
—De todas maneras, gracias, Doctor —agrega el asistente—. Y
no crea que no aprendí cosas. La idea de usar el arte como pieza
procesal, fue genial. Nunca lo había visto, lo que pasa es que no
hubo ocasión para medir sus resultados. Pero le aseguro que el
jurado quedó conmovido tanto con las conclusiones de la
psicocrítica del Profesor, como con el trabajo de la Pintora. Es
un lástima que a una estrategia tan interesante se le haya negado
la oportunidad, es cierto, pero qué le vamos a hacer: Mendoza
estaba ya condenado.
—!Me sorprendes chico! —exclama Pavony—. Qué buena
evaluación haz hecho. ¿Es lo que andabas pensando en el auto,
verdad? Y yo que creía...
—¿Qué, doctor, qué creía?
—Nada, hijo, nada. Acepta mis deseos sinceros por un futuro de
éxito, y vete ya. Tengo demasiadas cosas pendientes
161
LA PINTORA
Ya ha terminado la serie de veinte cuadros y en su mente bullen
más proyectos. Una gran serie, por ejemplo, que refleje la vida
de los presos políticos en la cárcel, su extraña solidaridad.
Quizás un mural o un inmenso fresco sobre la guerra.
162
abogados. Pero hoy parecía como si la locura cotidiana de la
gente, su ritmo indómito, hubiera cedido a una expectación
imprecisa. Ya no se la ve con sus afanes de siempre. Es más,
casi no hay nadie: sólo unos pocos ancianos sentados alrededor
de la pileta, tomando el sol, y algunos vendedores ambulantes,
ocupan el espacio de la plazoleta. También dos o tres mendigos
que despiertan a esta hora ya madura de la mañana.
Unos minutos más tarde, cuando de sus ojos no quieran salir más
lágrimas, cuando de su boca no puedan salir más gritos, cuando a
sus manos no quiera llegar la sangre, intentará conseguir la
ayuda de los vecinos. Pero se encontrará con la grosería de unos,
con la indiferencia de otros, con la burla de los más. Correrá
impotente por las escaleras, golpeará en vano las ventanas, las
puertas, las paredes, porque nadie querrá auxiliarla: no
encontrará la compasión que merece su coyuntura.
167
Se dará cuenta entonces de que está sola, de que no puede contar
con nadie, de que el cerco se ha cerrado, de que el destino se
ensaña de nuevo con ella, de que tendrá que volver a comenzar...
168
EL PROFESOR
Muchachos: es como si ya no existieran márgenes, como si las
fronteras entre la realidad y la fantasía, entre la razón y la
sinrazón se hubieran desvanecido. Veo a la Mujer pasearse
cómodamente por la sala, la veo cuando limpia sus pinceles,
cuando examina sus cuadros, veo a su madre acurrucada en un
sillón de la esquina. Veo a la religiosa leyendo las cartas de
Santiago, y a él departiendo con Enrique como si nada, como si
las barreras ya no existieran y hubiésemos encontrado por fin la
clave de la convivencia. Veo a Pavony en el sofá, fumando pipa,
contando la historia de su amigo Carlos, baleado por maleantes
en un café de mala muerte. Veo a Ignacio por fin feliz, y al
profesor Núñez rasguñando con su pluma unos papeles...
Amado Mauricio:
Enfrentar el final no ha sido tan difícil. Tanto que, a contrapelo
de quienes hablan de desequilibrio y locura, puedo afirmarte
que hoy ha sido el día más tranquilo de mi vida. La decisión está
tomada desde anoche a esta misma hora. Hasta he consultado
algunos textos médicos, he incluido una sesión de análisis y
ahora te escribo esta carta.
169
Quizás todo esto pueda verse como algo anormal. Al fin y al
cabo, una carta a un muerto, el uso de la racionalidad para
decidir el tipo de suicidio y la serenidad con la que he resuelto
vivir cada minuto de mi último día, son cosas que pueden
parecer muy raras, es cierto, pero no caen en esa bufonada con
la que han rodeado la verdad del suicidio. Me siento más bien
como el protagonista de ese cuento tan bello y extraño al mismo
tiempo que alguna vez leímos juntos: la tercera orilla del río, de
Joao Guimaraes. Es algo similar: preparo la canoa más cómoda
para el viaje, le pido al ser más cercano que me acompañe y que
me espere, corto de tajo toda relación con el mundo y me lanzo
al río, a ese río que eternamente le dará movimiento a mi
canoa: el río de la muerte.
***
FIN
176