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EL PRINCIPIO DE NATURALEZA
Tan pronto aludimos al concepto de humanismo, nos asalta la esperanza de poderlo com-
prender mejor si lo oponemos al concepto de naturaleza. Y así en realidad ha ocurrido en las
reflexiones de grandes pensadores que han abocado el tema.
La situación parece ser hoy totalmente distinta. Quizás no tanto porque hayamos acercado
el hombre a la naturaleza, cuando porque el concepto de naturaleza se nos ha tornado, o bien
más oscuro, o bien más rico en posibilidades.
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Ya para nosotros no es tan fácil como para lo que ha sido tradición occidental, saber
exactamente qué es lo natural. ¿Será lo natural que el acto erótico sólo tenga por fin el engendrar?
¿Será lo natural que en la convivencia humana cada cual diga lo que piense?
En el concepto tradicional del humanismo encontramos una nota que dice relación al
hombre con la naturaleza, pero sólo en cuanto ésta es racional y se capta racionalmente. El
hombre es así el que sabe decir de la naturaleza lo que es, su esencia y consistencia. Se postula
un paralelismo entre nuestra potencialidad de razón y la racionalidad objetiva de aquello mismo
a que la razón se aplica, es decir, a la naturaleza. En otras palabras, confiamos en que las
categorías de nuestro conocimiento se correspondan con las categorías de la realidad. Empero,
hoy vemos ejércitos humanos distanciarse de esta conducta, aceptar muy serenamente que el
mundo, la sociedad y el hombre son irracionales, quizás captables por el sentimiento, tal vez
accesible al corazón y no a la razón.
La visión humanista nos ilusionaba con la idea de que el hombre sería al cabo más recto,
más ordenado por normas que por deseos y apetitos, bien fueran estas normas autónomas, o
heterónomas. Pero hoy asistimos a una progresiva tendencia a actuar espontáneamente, sin
diques ni controles, con la esperanza de que de tal espontaneidad surja, no el caos, sino otro
orden distinto al hasta ahora conocido.
EL PRINCIPIO DE LO SAGRADO
En la palabra sagrado va la significación de lo separado, lo que está alejado del común.
De este sentido participan los vocablos secreto, sacerdote y obviamente la secreta de la liturgia
que es la separación de las especies que han de ser consagradas.
El humanismo clásico, si bien afirmó al hombre frente al misterio y lo trascendente, en
muchos casos sin negarlo, en otros, los menos, con expreso repudio, lo sagrado era lo selecto
mismo que la cultura humanística deparaba. El humanista era un elegido y las letras clásicas
daban nobleza a quien las conquistaba, así hubiera nacido plebeyo. Hoy el humanismo es una
bandera de los dirigentes de masas, pues éstos buscan que lo selecto y escogido de la actividad
humana llegue a todo hombre y a todos se divulgue. Aún aceptando que la riqueza siga mal
distribuida, muchos líderes populares no admitirían boy que la inteligencia y el arte quedaran
recluidos solamente en las bien abastecidas mansiones de la burguesía, que tal vez no entienda
de otra cosa que del aprovechamiento económico.
Voltaire, el último representante de la vieja nobleza europea, pensaba seriamente que el
gran arte y las letras clásicas no se compaginaban e integraban en forma auténtica, sino en un
hombre que mantuviera un espléndido vivir y una fortuna bien cimentada. Hoy, los hippies y
muchos grupos afines han refutado con más conciencia que nunca este concepto y pretenden
ser portadores de una vida cultural elevada, aún en medio de la mayor limitación de bienes
materiales.
EL PRINCIPIO DE LA AUTORIDAD
No precisamente que el viejo humanismo instaurara el principio de la autoridad o se hiciera
su primer defensor. Pero en realidad y como hecho histórico, el humanismo nació en un ambiente
en el cual la autoridad era omnipresente. Por esto para los epígonos del humanismo, la autoridad
de los clásicos estaba tan inconmoviblemente fundada que en muchas ocasiones, como lo
proclama Boileau, les eximía de pensar por su propia cuenta y bastaba ceñirse a lo que los
maestros habían pensado y expresado.
Hoy toda autoridad ha tenido que reajustar sus posiciones en la sociedad y en la cultura.
El disentimiento de los llamados a obedecer es el primer derecho de los tiempos modernos, tan
sagrado como aquellos que proclamó la gran Revolución. Esto no significa, sin embargo, que
se quiera implantar la anarquía. Sino que ya no existe el mandato imperial y la obediencia ciega.
Se quiere tomar conciencia de lo que se hace a nombre del imperativo que se promulga. No
obedecer hoy no es precisamente sublevarse, sino querer dialogar. Es preciso recordar que
obedecer tiene justamente su origen en oír, audire. El que apenas oye asume una actitud pasiva;
el oído es uno de los sentidos más receptores que poseemos. Por eso no querer obedecer es, en
este sentido, no querer simplemente oír porque se aspira a la réplica, y con ella al diálogo.
Mucha parte de la rebelión estudiantil radica en que los mayores no quieran reconocer este
hecho, y casi también en que no reconozcan que los otros principios que he enunciado, han
modificado su substancia.
Hoy, con excepción de aberraciones que creo no prosperarán, se han reducido las zonas
del pudor en forma impresionante para nuestros hábitos de hace pocos decenios. Pero no es
porque se haya querido desconocer la intimidad de todo verdadero y grande amor, sino porque
en concepto de unos, es necesario quitar de la mente del hombre actual todas aquellas asociaciones
libidinosas que solían acompañar a la visión de ciertas partes del cuerpo humano. Se busca así,
repudiar el tabú, descorrer el mito y exponer a la ley de los sentidos lo que una magia centenaria
había mantenido oculto. Otros como Herbert Marcuse, piensan que es posible producir un mundo
plenamente erotizado sin que ello signifique que se encuentre dominado por el sexo. La razón
se hace sensual, y se reemplaza el principio de la represión por el principio del placer. "La
sexualidad llevaría a su propia sublimación y la libido no conduciría fatalmente a estados
primitivos e infantiles, sino que transformaría el contenido perverso de estos estados".
San Agustín veía llenarse el mundo de liviandad si se apartaba de la sociedad a las meretri-
ces. Se ha observado que esta tolerancia de la prostitución es aberrante, por cuanto se entrega a un
ser humano a la total alienación. Pero quizás el peligro de sensualidad ilimitada que adivinaba el
gran obispo africano, encuentra una posible solución en una cremación intelectualizada y extra-
genital.
EL PRINCIPIO DE LA INSTITUCIÓN
Paralelo al principio de la naturaleza racional funcionó por milenios el principio de la
institución. Por ésta entiendo el empeño sistemático de formalizar y racionalizar toda vivencia,
haciéndola objetividad.
Uno de los clamores del mundo juvenil se dirige contra el convencionalismo y la simulación
de las generaciones precedentes. Quieren hacer tabla rasa de toda organización y de toda insti-
tución. Hoy asistimos no ya a una crisis de las instituciones, sino a una crisis de la instituciona-
lidad. "¡Abajo toda institución presente y por venir!" es el grito del día. Buscan lo espontáneo
y creador, y rechazan lo enmohecido y rutinario. Los hippies ya mencionados, no tienen otra
explicación. "L'ancien régime" y su "douceur de vivre" del siglo XVIII, "la belle époque" de
la primera década de esta centuria en su mentira y en su artificio, gestaban silenciosamente la
etapa del terror y la hecatombe de la primera y segunda guerras mundiales.
Pero las instituciones son necesarias. En ellas como que se cristaliza el espíritu para
sobrevivir. Son un signo de la composición humana de cuerpo y alma. Tal vez sea una de las
mayores limitaciones del hombre el tener que apelar siempre a las instituciones. De tal cariz
son las normas éticas que concentran en forma de deber, una institución moral y profunda y a
menudo incomunicable; pero esas normas acaban por secarse y no decir nada a un espíritu
vivífico. Igual ocurre en el derecho como cristalización de la justicia: ineludible pero a la larga,
injusto: "summum jus, summa injuria". El matrimonio es, en la mayoría de los casos, el más
rudo golpe que sufre el amor romántico. En fin, el hombre está condenado a institucionalizar,
y al cabo de un tiempo, a mudar de instituciones, de estructuras. Pero de todos modos, es
incalculable el porvenir de una humanidad que quiere arrasar todo vestigio de institucionalización,
que ni siquiera acepta su necesidad aún dentro de sus limitaciones.
Este cristianismo escatológico, esta religión del más allá, ha sido para muchos cristianos,
si no repudiada, al menos colocada entre paréntesis. Un largo paréntesis que promete durar
milenios. Ahora se cita a menudo la frase de un sacerdote colombiano que murió guerreando
para que cada hombre tuviera en este mundo un digno y colmado vivir: '"No sé, decía, si el
hombre es inmortal o no; p e r o lo que sí sé es que el hombre es tremendamente mortal". Como
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frase de un cristiano, es lo cierto que no está en ninguna ortodoxia. Pero en todo caso, revela
muy a cabalidad, la tónica del mundo de hoy.
¿Y qué diremos de los demás hombres? ¿Habrá todavía en ellos la posibilidad de martirio?
Es difícil preconizar y profetizar si el hombre actual está dispuesto a la inmolación ante una
causa suprema.
Yo no diría que el hombre de hoy esté todo sumido en la corriente hedonista. Es muy
verosímil que el placer sensible sólo obsesione hoy día a los que dan pábulo para que la
propaganda y las agencias de publicidad hagan su oficio. La verdad es la que hay ejércitos
incontables de hombres que proclaman por ejemplo, la dignidad del amor. Pero este amor de
benevolencia es un amor sin esperanza y sin fe y por tanto incapaz de sufrir. Se busca implantar
el amor y desalojar el sufrimiento en que yace la humanidad, desde milenios. Pero el amor
mismo es incapaz de lograr esta finalidad, si no está en capacidad de aceptar muchos sacrificios.
Parece otro destino de la condición humana el que no alcance nada si no es a costa de tremendas
desgarraduras. Al menos en este mundo, el amor no es el compañero de la felicidad, y si en el
empeño de conseguir ésta nos armamos solamente con las armas del amor, de seguro el resultado
será una frustración.
EL PRINCIPIO DE LO TRADICIONAL
Puede decirse que a través de muchos siglos de cultura occidental el hombre ha pensado
siempre de acuerdo con un patrón tradicional y lo ha aceptado justamente en cuanto es tradicional.
Todavía podría afirmarse que la conducta del hombre común en nuestra civilización es la de
reclamar tradición en toda cosa, en el pensar y en el obrar, en el mandar y en el obedecer, en
el construir y en el demoler.
La teoría de la evolución que desde cierto punto de vista es una concepción progresista,
por otro aspecto es una afirmación rotunda de lo tradicional. Es a ella a la que debemos el dato
de cuántos miles de años de paciente gestación ha necesitado la vida para llegar a ostentarse en
forma de un cangrejo, de un perro o de un cerebro humano.
La actitud cultural es siempre un recuerdo, una memoria. Hegel y Freud, desde ángulos
diversos, han visto la importancia capital, esencial, que la memoria tiene en la historia del hombre.
Hubo un momento en que pareció borrarse la función de la tradición. Fueron los partidarios
del progreso indefinido los que lanzaron la idea de que más importante que recordar es anticiparse,
y más que conservar el pasado, conquistar todos los días un futuro desconocido y mejor.
Los tradicionalistas acabaron por ceder ante el progresismo, si bien con salvedades. "Acep-
tamos el progreso como un deber. No como una fatalidad. El tiempo que todo lo devora no
puede por sí solo mejorarnos", decía Ramiro de Maeztu.
Pues ha ocurrido que el progreso se nos ha impuesto como algo ineludible, precisamente
como una fatalidad. Progreso ya no tiene una significación que mencione o aluda a un bien
mayor en relación con lo anterior. Simplemente es progreso todo lo que viene después, lo que
borra el pasado, sin esperar muchas veces que lo supere.
Esto hace parte de la mentalidad de nuestra época. De ahí la excitabilidad de la vida
humana, por donde quiera se la mire. Nadie quiere reposar en el recuerdo. Todos anhelan el
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cambio, la revolución. La sociedad de consumo explota ante todo la novelería de la gente y
sobre ella monta todas las otras modalidades en que se presenta.
Por esto los jóvenes han llegado a la cumbre de la valoración. Nunca se les tuvo en tanta
estima. Se parte de la base de que por el sólo hecho de serlo, se tiene el porvenir o, por lo menos,
la negación del pasado. No se les quiere recibir en lo que realmente son; fuerzas renovadoras,
ingredientes que aportan verdor y frescura a frutos ya demasiado maduros, sino como negadores
y aniquiladores de todo lo anterior.
Es posible que de esta actitud los mayores perjudicados resulten ser los mismos jóvenes.
Porque éstos, dialécticamente, sólo se justifican en tanto haya viejos, de la misma suerte que
los viejos sólo tienen sentido cuando confían en una juventud que ha de recibir su legado
remozándolo.
EL PRINCIPIO DE LA TRASCENDENCIA
Es cierto que la metafísica de la subjetividad se ha apoderado de la cultura moderna, desde
Descartes a nuestros días, hasta el punto de que en muy buena parte de la polémica filosófica
de estos cuatro siglos últimos está entre los que defienden la posición contraria, la de la trascen-
dencia, y todos los que se colocan del lado del inmanentismo.
La trascendencia ha ganado una batalla decisiva: el objetivismo de las matemáticas y el
de las cosas sensibles. Con esto se hace ciencia positiva. Tal vez la única que hoy verdaderamente
importa en un mundo de masas alfabetas y, en cieno sentido, cultas.
Pero las restantes verdades, las que le abrían al hombre un horizonte más allá del tiempo
y del espacio, ésas se han reducido exclusivamente a vivencias, ideas y creencias.
El teólogo católico Carlos Rahner nos informa de otro teólogo de su misma clase para
quien ningún interés tiene el que Cristo haya existido o no en un momento dado de la historia.
Se quiere trabajar con un cristianismo puramente conceptual, un cristianismo puro, según la
imagen que de él se hace este tipo de predicadores. Se cuenta que Carlos Marx exclamó alguna
vez: "Moi, je ne suis pas marxiste". Desde luego que esta frase en boca de Cristo no sería
inconcebible hoy ante tantas deformaciones. Pero tratada realísticamente y en relación con la
fe cristiana, es la negación de una religión por la negación de su fundador, pues la existencia
de éste es consubstancial a la esencia de aquella.
Sin embargo, esta subjetividad radical está en la médula de nuestra actual civilización.
Así como niega la tradición, también reemplaza una doctrina histórica que en alguna forma
acoge y admira, con otra doctrina que apenas la recuerda. La realidad suscita, pero no se impone.
El hombre como hombre ha olvidado que hay cosas de las que tiene que partir para construir
la propia imagen de sí mismo y de su historia. Ha preferido refugiarse en su subjetividad y
construirse un mundo a su acomodo, a su capricho. Esto va más allá del narcisismo, pues como
se ha hecho notar, Narciso no se enamora tanto de sí mismo, puesto que no se conoce, sino de
la imagen de sí reflejada en el agua, de la cual, al fin y al cabo, ignora que es la suya.
CONSIDERACIONES
Parece desprenderse sin lugar a dudas, de la descripción que se ha hecho, que lo que se
halla en crisis en la hora presente es la disciplina personal y social. No se quiere admitir por
parte alguna ni la férula magistral ni la autorepresión. No queremos ni normas de fuera ni de
adentro, n i impuestas n i a u t o p r o f e s a d a s .
Y esto ocurre justamente en la época tecnológica y en la sociedad industrial, una y otra
exigentes de un extremo rigor en los procesos, en los métodos y en el aprovechamiento de los
resultados. ¿No es paradójico que cuando el sabio requiere más rigor, el beneficiario de ese
rigor científico, que es el hombre común, aspire a comportarse como un espontáneo, como un
romántico extasiado por lo sentimental y emotivo?
No hay duda alguna de que, por otra parte, la misma ciencia en su rápida evolución ha
contribuido a que el hombre se encuentre inseguro y sin principios valederos. Además porque
los medios de comunicación modernos dan a conocer el ensayo, el error y el acierto que tiene
lugar todos los días en los laboratorios. El descubrimiento de hoy está fosilizado al cabo de
diez años, los hallazgos de una década quedan borrados con el progreso que obtiene la siguiente.
Pero esto mismo indicaría que el mundo propio del hombre no es el de la técnica. Ya
Hegel atribuía el saber matemático al espíritu sonambúlico. La técnica agobia y nos lleva a la
extrema tensión muscular y emotiva. Sólo el espíritu que es capaz de intuir, más que de razonar,
es el verdadero libertador del hombre. Pero esto parece que solamente se conseguirá cuando la
técnica sea plenamente lograda y con ella el hombre pueda entregarse al trabajo desalienado de
la inteligencia.
CAYETANO BETANCUR