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La acción comienza cuando Medea conoce que va a ser abandonada por Jasón, el cual
le había prometido matrimonio ante el altar de Hécate, y además había formado con
ella una familia, en cuyo seno habían concebido dos hijos. Sin embargo, al llegar
a Corinto, Jasón se prenda de Glauce, hija del rey Creonte, y decide romper el
compromiso que le unía a Medea, con quien hasta entonces había llevado una vida
errante, y casarse con aquella joven, a cuyo lado se le abren considerables
posibilidades de convertirse en rey.
Medea se lamenta de ese absurdo patriarcado que hace que las mujeres estén
sometidas a las decisiones de sus esposos, por arbitrarias que éstas sean,
Llora por su padre querido, por el país y la casa que traicionó para venir con un
hombre que ahora la desprecia.
pero es la propia Medea quien mejor lo expresa con sus propias palabras:
Medea acusa de ingratitud a su esposo, pues todo cuanto hizo por él, fue por amor,
por confianza en su promesa de matrimonio: ayudó primero con su magia a Jasón a
vencer a los dos toros y a la serpiente que custodiaban el vellocino de oro,
aunque eso significara ponerse en contra de su padre, Eetes, y por tanto renunciar
a sus vínculos familiares y sociales; después, y una vez comprometidos, para
eludir el castigo decidieron escapar juntos de la Cólquide, y con el fin de
facilitar su huida, no dudó en despedazar a su propio hermano e ir esparciendo los
trozos por el camino, entorpeciendo con ello la persecución emprendida por su
padre; por último, ya de vuelta en Yolco, se vengó de Pelias, que había puesto
gratuitamente en peligro la vida de Jasón encomendándole la búsqueda del
vellocino, y para ello engañó con un truco de magia a las hijas de aquél,
convenciéndolas de que si le descuartizaban, volvería a la vida rejuvenecido.
Semejante derroche de violencia parece estar plenamente justificado para ella:
tanto el asesinato de su hermano, que tiene un carácter práctico, utilitario, ya
que constituye un mero instrumento para facilitarse la huida, como la muerte de
Pelias, la cual responde a un ajuste de cuentas, una venganza necesaria, una justa
respuesta a la absurda y arriesgada misión encomendada a su esposo. Por eso,
cuando se lamenta de la ingratitud de su amado, Medea está sentando las bases
sobre las que se asentará la justificación de la venganza que se dispone a tomar
contra él:
Jasón, o la ingratitud
Jasón se nos revela como un hombre que ha conseguido lo que tiene con relativa
facilidad, siempre gracias a Medea. En efecto, el mayor reto de su vida,
apoderarse del vellocino de oro, lo logra fundamentalmente con ayuda de ésta. Tal
vez por eso no dé suficiente valor a lo que tiene: una esposa perdidamente
enamorada, que ha renunciado a su familia y a su patria por él y que le ha dado
dos hijos.
Jasón, en efecto, no se conforma con llevar una vida errante junto a la proscrita,
desterrada y fugitiva Medea, y, nada más llegar a Corinto, se encapricha de
Glauce, hija del rey Creonte, la cual puede proporcionarle más poder y prestigio
que aquélla, a la que, al fin y al cabo, no le une más que un simple compromiso
verbal; y así, cegado por las oportunidades que le ofrece emparentar con la
familia real, incumple la palabra dada a Medea. Sin embargo, lo que ésta parece
reprocharle con más fuerza no es tanto el abandono por otra como su ingratitud, su
incapacidad para reconocer que lo que ha conseguido se lo debe primordialmente a
ella:
Te salvé (...) cuando fuiste enviado a uncir bajo el yugo los toros que respiraban
fuego (...), y tras matar yo la serpiente que, sin dormirse, guardaba el vellocino
de oro (...), hice surgir para ti la luz de la salvación. Y fui yo quien, después
de traicionar a mi casa y a mi padre, más por pasión que por prudencia, llegué
contigo (...) a Yolco. Y maté a Pelias con la más dolorosa de las muertes, a manos
de sus propias hijas, y eliminé todos tus temores. Y tras recibir de mí estos
favores, ¡oh, el más malvado de los hombres!, me has traicionado y te has
procurado un nuevo lecho, a pesar de los hijos que tienes. (...) No has cumplido
tus juramentos conmigo.
Pero es que Jasón piensa que es ella la que debería estarle agradecida, pues él le
ha dado la oportunidad de vivir en Grecia:
Has recibido por mi salvación más de lo que has dado. En primer lugar, vives en
Grecia y no en un país de bárbaros.
Como ha quedado señalado, Medea es, tanto en el amor como en el odio, una mujer
violenta:
Ama tempestuosamente, sin medida, sin límites, y por amor a Jasón lo deja todo.
Pero cuando se ve abandonada, y una vez superados esos primeros momentos en los
que se compadece a sí misma de su desgracia,
¡Ay, ay! ¡Ojalá me libere con la muerte, dejando antes de tiempo una existencia
odiosa!
Es la mujer un ser lleno de miedo y cobarde (...), pero cuando se siente ultrajada
en cuestiones conyugales, no hay mente más sanguinaria que la suya.
NODRIZA: Este es el máximo signo de seguridad: que una mujer no esté en desacuerdo
con su marido.
La venganza
sin embargo, prefiere infligirle el mayor dolor posible, dejando que viva para que
pueda ver las consecuencias de sus caprichos y de su ingratitud. Decide, así,
enviar como regalo a Glauce, la nueva amada de Jasón, un peplo y una corona
envenenados, y después matar a sus propios hijos.
Para llevarlo a cabo, finge hacer las paces con él, y hasta tal punto le convence
de su buena voluntad, que éste mismo llegará a justificar el enfado inicial de
Medea:
Alabo, mujer, esta actitud y no te censuro aquella de antes, pues es natural que
la raza de las mujeres se irrite contra el esposo que mete de contrabando la
mercancía de una nueva boda.
¡Hijos malditos de una madre abominable, ojalá perezcáis con vuestro padre y la
casa se derrumbe!
Es absolutamente necesario que ellos mueran, y puesto que deben morir, yo los
mataré, yo, que los hice nacer.
Nada la detiene: ni el vínculo del amor materno, ni las voces espantadas del coro
de mujeres, que representan a una sociedad horrorizada por el crimen que está a
punto de cometerse. Su rencor la ha llevado a infligir a Jasón dolor, aunque sea a
costa de sentirlo ella también. Su decisión es, por tanto, firme:
¡Desdichada mano mía, coge la espada! (...) Olvídate de tus hijos y después...
llora, pues, aunque los mates, no por ello te son menos queridos.
¡Que seáis felices los dos, pero allá! La felicidad de aquí os la robó vuestro
padre.
Justifica de este modo sus actos, diciéndose que el haberles dado la vida la
autoriza ahora a quitársela; sin embargo, será eso precisamente lo que, a los ojos
de Jasón, hará más terribles, y por tanto menos justificables, los hechos cuando
los conozca:
¡Oh, ser abominable, (...) que te atreviste a hundir en tus hijos la espada,
siendo su madre, y me mataste al quitármelos!
Tal vez esta última frase nos proporcione otra clave más para interpretar la
conducta de Medea: quizá la muerte de los niños no sea, como pudiera parecer a
simple vista, el auténtico castigo a Jasón, pues éste ya había renunciado a ellos
consintiendo su destierro, al que marcharían junto con Medea. El infanticidio se
nos revela casi como un mero instrumento: la auténtica venganza consiste en
aniquilar social y emocionalmente a aquél. Para ello, primero mata a Glauce, lo
que, además de sin amada, le deja sin opciones al trono al que hubiera aspirado
sucediendo a Creonte, y a continuación mata a sus dos hijos, con lo que consigue
que Jasón se quede sin refugio emocional, sin descendencia, sin continuidad en la
estirpe, sin nadie que le honre ni en vida ni después de muerto. Medea acaba, de
este modo, con el ámbito familiar y social de Jasón, y le deja solo. Completamente
solo.
Cuando éste recibe la funesta noticia, se deshace en un dolor desesperado e
increpa a la asesina comparándola con
una leona, no una mujer, que tiene los instintos más salvajes que la tirrénica
Escila.
¡Ay, de mí! (...) ¡Me has matado, mujer! (...) Lamentar mi destino es lo único que
puedo hacer, pues ni disfrutaré del lecho recién concertado, ni podré dirigirme a
unos hijos vivos que yo engendré y crié, sino que todo lo he perdido.
El “síndrome de Medea”
Así pues, sus actos no pueden ser considerados impulsivos, y mucho menos
inconscientes: decide vengarse de Jasón, pagando con mal el mal recibido; y no con
cualquier mal, sino con el mayor mal posible, aunque a la vez esto suponga también
un sufrimiento para ella. Matar a Glauce, su rival, no le produce a Medea ningún
conflicto moral; sin embargo, dar muerte a sus propios hijos le genera tal
sufrimiento que podría incluso haberle conducido después al suicidio (lo cual
hubiera resultado también un final perfectamente coherente para esta tragedia),
como a menudo sucede en algunos casos de la vida real, de no ser porque en este
caso ella lo mitiga con grandes dosis de autojustificación.
La “justificación”
MEDEA: (...) si Zeus no supiera lo que has recibido de mí y lo que has hecho. ¡No
ibas tú a llevar una vida agradable riéndote de mí, después de haber ultrajado mi
lecho! (...) Así que, si quieres, llámame leona y Escila que habita en costas
tirrenas, pues que, a cambio, yo herí tu corazón como es debido.
JASÓN: Tú misma estás sufriendo y participas de mis males.
MEDEA: Sábelo bien: me libera el dolor, si con él tú ya no vas a reírte de mí.
JASÓN: ¡Oh, hijos, qué madre tan malvada habéis tenido!
MEDEA: ¡Oh, hijos, cómo habéis muerto por la locura de vuestro padre!
JASÓN: Pero no fue mi diestra quien los mató.
MEDEA: No, fue tu orgullo desmedido(...)
No es sólo Medea la que, a través de sus palabras, intenta justificar sus actos.
También lo hace el Corifeo, personaje dotado de una singular autoridad moral,
cuando recrimina a Jasón:
Muchas son las desgracias que, con justicia, parece trabar la divinidad contra
Jasón en este día.
Oh, desgraciada madre de los niños, que asesinarás a tus hijos por culpa del lecho
nupcial que, impíamente, tu esposo abandonó para vivir con otra compañía.
Conclusión
Eurípides nos presenta una Medea, violenta, cruel, despiadada, asesina de sus
hijos, pero que, paradójicamente, no constituye una encarnación del mal, sino más
bien de la desmesura del amor: una vez dejó todo por seguir lo que le dictaba el
corazón y ahora se ve convertida en una víctima de su propia ilusión:
¡Ay, ay, qué mal tan grande es para los mortales enamorarse!
Y lo hace de tal manera que no resulta difícil inclinarse a juzgarla con ternura,
e incluso a veces casi llegar a justificar sus actos.