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SELECCIÓN
Quipu Editorial
Arrepentimiento
El Malamor
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la memoria. Yo era uno de esos individuos que padecen la
“meticulosidad en la observación”, razón por la cual ningún suceso
era lo suficientemente lento como para que llegara a percibirlo en su
totalidad y, por ende, me satisficiera. Es decir que, cuando yo estaba
captando la esencia de dichos sucesos, éstos ya habían pasado.
Me encontraba, entonces, con un extenso cargamento de recuerdos
incompletos en mi memoria; después de haber tenido mujer y familia,
solo, sin saber muy bien cómo había llegado a ser todo ésto. Bien,
pero no empecé a escribir para hablar de mí mismo, sino para dejar
consignados los increíbles hechos que me acontecieron en aquellas
vacaciones.
El pueblo de Belén es un pequeño conglomerado de casas antiguas,
sencillas y bien cuidadas, entre las sierras. De algún modo aquello
debía ser para mí como un retiro espiritual: con ese criterio había
elegido el lugar.
Me hallaba, dos o tres días después de llegar, meditando
serenamente en la hermosa placita de Belén, mientras avanzaba
suavemente sobre los árboles el crepúsculo primaveral. Acababan de
regar las calles de tierra y flotaba en el aire un olor a humedad, que
mezclado al de las flores y hojas reverdecientes de los centenarios
árboles, producía en el espíritu como una sensación edénica de
tranquilidad. En el momento en que comienzan a desdibujarse los
contornos y las casas parecen flotar en el aire tenue, fue que vi la
aparición de esa mujer.
Era delgada y alta. Traté de salir, dificultosamente, de la bruma de
mis meditaciones, para incorporar a la rubia mujer, que parecía
manifestarse por una acumulación de repeticiones transparentes
surgiendo de la distancia... La vi rodear la plaza, por la vereda de
enfrente y, de pronto, perderse tras una esquina.
Como de costumbre, todo había sucedido demasiado rápido para mi
capacidad de reacción. Me había quedado allí inmóvil y un poco
apesadumbrado, sin atinar a otra cosa que a mirarla. Estaba meditando
aún sobre las posibilidades de volver a encontrarla, cuando la vi
reaparecer. En su mano derecha llevaba una bolsa de soga tejida.
La vi entrar ahora en una puerta grande, que tenía encima un
rústico letrero con la palabra “Almacén”. Me decidí a entablar relación
con ella. En el momento en que me levantaba con este propósito la vi
salir. Entonces comencé a seguirla.
Tomó por una calle ancha que bajaba hacia los cerros. Caminaba
delante de mí, como a unos veinte pasos y durante largo rato pude
admirarla. Aquella calle abría además ante mis ojos tan hermosa
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perspectiva que de pronto me pareció ser el invitado feliz a la
presentación de una obra magistral, en la cual cada elemento de la
composición tenía su función, a la vez fugaz e infinita y por ello
mismo, perfecta. En ese paisaje de cerros grises que se difuminaban
como inmensos monstruos del alma, caminábamos por la calle, que
parecía correr a unirse con el horizonte, solamente ella y yo: ella
adelante, leve, yo siguiéndola, sin que mi voluntad participara más
que para no detenerme extasiado.
“Buenas tardes”, le dije, quitándome el sombrero que dejó al
descubierto mi calva por un segundo. Ella me miró y contestó al
saludo, pero de un modo un tanto distante. Me asombró al decirme,
cuando intenté presentarme, que ya sabía quién era. Lo dijo
naturalmente, casi con indiferencia. Le hice una pregunta cualquiera y
me detuve a regodearme con sus maneras y sus rasgos. Parecía que la
placidez de la tarde y aquél misterioso paisaje se sintetizaran en ella,
expresándose por un milagro a través de su lenguaje lento y los dulces
matices de su tonada catamarqueña. Me dijo que no podía permanecer
allí por más tiempo, pero que si deseaba conversar con ella
“normalmente”, la podría hallar esa noche en el baile del Club Social.
No recuerdo si la saludé, tan impresionado estaba por lo que había
desencadenado en mí con su persona. La vi esfumarse en el horizonte,
despaciosa, y regresé con paso tranquilo a mi hotel.
Esa noche sufrí la primera decepción. Isidora -pues tal era su
nombre-estaba en el baile. A su lado había una mujer anciana que
después supe era su madre. No tuvo inconvenientes en concederme los
primeros bailes. Pero noté que, mientras danzaba conmigo, su mirada
se dirigía con apenas disimulado interés hacia uno de los ángulos del
salón. En una de esas ocasiones, un hombre muy elegante, unos veinte
años menor que yo, levantó apenas perceptiblemente su copa hacia
ella y le sonrió. La miré y noté que se había sonrojado. Herido en mi
amor propio, no pude dejar de asumir en el resto de lo que duró la
ronda de temas una actitud de ofendida indiferencia. Aquello no
pareció, sin embargo, preocuparla demasiado.
Con dolor asistí a lo que me temía: apenas terminada la pausa, fue a
invitarla el joven que le había sonreído. No sólo eso, sino que
consiguió, después, que mi pretendida y su madre le permitieran
sentarse junto a ellas. Así es que me pasé, el resto de aquella noche,
contemplándolos danzar y reírse desde mi mesa, mientras rumiaba
entre copa y copa pensamientos más bien oscuros. Aquella noche
volví acongojado y borracho al hotel.
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al parecer atípica que se había desarrollado a partir de la tragedia,
donde se detenían y se volvían más cautelosas todas las versiones.
Parece que Isidora y su hermano -un año menor que ella-tuvieron
que hacerse cargo del mantenimiento del hogar pues la madre había
perdido el interés por esos afanes. Esto motivó que los niños crecieran
intensificando cada vez más una adhesión mutua -que, según se decía-
, ya había sido fuerte antaño. Llegó el tiempo en que la muchacha se
convirtió en una mujer alta, bellísima, naturalmente codiciada por
todo hombre joven del lugar. Pero aquel momento pareció ser la
cúspide también de los afectos entre los dos hermanos pues no podía
hallárselos en ningún lado sin que estuvieran juntos. Entonces fue que
el joven comenzó a protagonizar muchos incidentes, pues parece que
era acerbamente celoso. Hasta el punto de no tolerar que nadie
saludara con cierta galantería a la muchacha, sin exigir explicaciones.
Aquellos celos debían llevarlo fatalmente a mal puerto; al fin chocó
con un mozo de otro pueblo, que resultó ser muy veloz con el
cuchillo. Esa noche perdió su vida. A partir de allí, a Isidora se le
conocieron únicamente “filitos” (así se llama allá a lo que la moda
metropolitana denomina “flirt”), pero ningún noviazgo serio.
Ahora bien, noté que de un modo u otro se buscaba relacionar en
los testimonios esta historia con unos cuentos, esbozados a
regañadientes y escondiendo los ojos, sobre los cadáveres descarnados
de algunos forasteros, que habían aparecido de tanto en tanto tirados
entre los cerros... y sobre un raro perro negro, que, según decían,
mataba a las cabras y a las ovejas arrancándoles el corazón. No les
hice caso y continué con mi empeño.
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Casi me caigo de espaldas al reconocer, en la parpadeante
penumbra del salón, la tenue y alta figura. Me esperaba, sentada en un
hondo sillón, como la imagen de un sueño, en el último costado de la
habitación. Llevaba un vestido blancoamarillento que la cubría hasta
los pies, graciosos, que emergían de bajo el ruedo calzados con
sandalias tacoalto del mismo color. En la cabeza, sobre sus trenzas
trigueñas, un pañuelo de hilo tejido a mano, haciendo juego con el
chalequito entallado que cubría su torso.
No podría describir con demasiada precisión lo que me sucedió esa
tarde. Sólo estoy seguro de que no he de olvidarla hasta que muera.
En sus ojos, al saludarla ya percibí esa serena resolución que un
hombre de mi edad sabe reconocer en las mujeres. Tomamos mi
camioneta y me pidió que fuéramos a un lugar alejado, junto al río.
El sol suspendía en el aire las facetas de los cerros. Como una
bendición sonora el agua azul corría a nuestros pies, sobre las piedras.
Isidora se quitó los zapatos.
Hasta ese instante yo había estado como idiotizado, mudo,
sorbiendo cada suceso con una confusión de anhelos turbulentos que
no conociera antes, siguiendo dócilmente las indicaciones breves que
ella me hacía, expectante a cada uno de mis movimientos.
Me tomó de la mano.
Deshice una por una las espigas de sus trenzas. Fuimos
quitándonos las ropas tiernamente, sin apuro...
Y en la orilla pétrea del río, bajo la fresca sombra de un arbolillo,
conocí en unos instantes extensos la dicha más plena que hubiera
podido captar mi conciencia... recibí sobre la piel la sensación más
total que conociera; me introduje con el corazón abierto en un mar de
calma, en un remanso envolvente y limpio, en la confianza original. Y
tuve paz.
La vi levantarse y caminar desnuda hacia el agua y mis ojos
agradecidos registraron el descenso de su cuerpo y el ascenso del agua
transparente, que pareció descomponerla en dos personas, la superior,
de dorado volumen, y la inferior, una ondulante sucesión de formas
azuladas que se movían buscándola en su centro.
Sólo atiné a quedarme allí, en la orilla, un poco más arriba, en el
suave barranco, tendido, mi cuerpo apoyado en un codo y recibiendo
de la cintura para abajo el fuerte sol que ya se había corrido, sin
moverme, no sé por cuánto tiempo. Reaccioné cuando, perlada de
gotas, me tendió la mano para que la ayudara a remontar el barranco.
Ahora recuerdo un pensamiento que cruzó por mi mente aquel
instante. Al verla tan limpiamente, plena bajo el sol, percibí la
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analogía de sus formas perfectas con las sublimes carnaduras del
quattrocento itálico. Pero en ese mismo instante, mis ojos habituados a
mirar hallaron una emanación monstruosa, una efracción enfermiza en
aquel cuerpo. Por un momento encontré los rasgos -para dar una
semejanza-de algo parecido a las deformes figuras de Bacon; como si
sus facciones se descompusieran en otras excéntricas, dejando al
descubierto, por partes, su dentadura y sus huesos: tal visión tuve de
ella, por un instante.
Luego volvimos, sin hablar, en mi camioneta. Se despidió de mí
con un suavísimo beso.
Sólo al volver a mi habitación, ya más dueño de mí, bajo la ducha,
mientras rememoraba momentos de esa tarde extraordinaria, acusé
recibo de algo que ella había dicho antes de que todo comenzara. Algo
que no me favorecía, ciertamente. Junto al río, en el momento de
tomarme la mano ella había murmurado claramente estas palabras:
“Vivamos hoy pues no nos veremos más”.
Sobrepasado por los sentimientos, había seguido con más interés la
modulación de las palabras y el timbre húmedo de su voz, que su
contenido conceptual. De modo que, al develárseme su significación,
ya muy luego, se produjo en mí esa sensación de vacío en el pecho
que suele causarnos la súbita percepción de un hecho grave. Sin
embargo, terminé convenciéndome de que era solamente una fórmula,
con la cual una mujer bien educada pretendía salvar lo desdoroso que
podría resultar, visto a la distancia, un acto prematuro de entrega total.
A medias conforme con este pensamiento, me retiré a cenar en la mesa
más alejada de la terraza del hotel.
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Una ingobernable desesperación comenzó a adueñarse de mi
espíritu. Yo, que había sido un hombre mesurado hasta el punto de
pasar por frío, por primera vez en mi vida no podía dormir. Una
confusa masa de sentimientos en los que se mixturaban deseos,
angustia, despecho y soledad, estaban haciendo de mí paulatinamente
un ser crispado.
Al levantarme una mañana, vi mi rostro en la luna del ropero; y
decidí que aquello no podía seguir más. Me estaba convirtiendo en un
guiñapo. Entonces me resolví a montar guardia, por las tardes, frente a
su casa, hasta verla salir. Le iba a exigir que se casara conmigo. Y si
no aceptaba, la mataría... y me mataría yo después (hasta tal punto
había llegado mi locura)...
Aquel día fue interminable para mí. Me afeité y acicalé temprano,
sin poder evitar hacerme algunos cortes en el rostro con la navaja.
Almorcé en mi pieza. Después caminé, en mi encierro, hasta perder la
cuenta de mis pasos.
Por fin llegaron las primeras sombras de la tarde.
Inesperadamente una intensa calma embargó todo mi cuerpo.
Como si no fuera yo quien actuara, con una conciencia exacerbada de
mis movimientos tomé lentamente del armario el revólver Smith &
Wesson calibre 38 corto y lo ajusté con funda y sobaquera sobre mi
pecho izquierdo. Después, me coloqué la chaqueta y salí.
Me puse de guardia tras una pared rocosa, muy cerca de su casa.
Como ya mencioné, Isidora vivía en una antigua construcción, grande
y solitaria, en un vallecito aislado entre las sierras... Esto hacía
sumamente sencillo mi trabajo.
Ya había anochecido cuando llegó el reluciente automóvil, modelo
del año y se paró frente a la verja. Con el corazón palpitando en la
garganta, vi al joven bajar, golpear apenas, y perderse tras la sombra
de la puerta. Después, salieron los dos. El la llevaba del brazo.
¿Por qué no los maté en aquel instante? ¿Acaso, por una extrema
degradación de mi autoestima, me proponía complacerme con mi
sufrimiento y contemplar hasta el final mi propio escarnio? Lo cierto
es que los dejé partir. Tomé mi camioneta y, a prudente distancia, los
seguí.
Se internaron en las sinuosidades de los cerros. Con el dolor que
atravesaba el corazón de ese hombre que era yo, pero por un
enajenamiento de tipo nervioso a la vez me resultaba extraño, los
seguí por el camino que ya había conocido muy bien.
Vi apagarse los focos traseros del auto a la distancia y me detuve.
Por unos largos momentos me quedé cavilando, inmóvil frente al
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volante de mi vehículo sin saber qué hacer. Después, bajé, y continué
el camino a pie.
Tras unas nubes espesas y negras, de pronto, apareció la luna.
¿Qué haría? ¿Los mataría a los dos? ¿Me mataría yo?... Con estos
febriles pensamientos llegué a la roca que, algunos días atrás cobijara
nuestro amor junto a las aguas. Bruscamente la salté.
Y allí me encontré ante una escena inenarrable.
En el suelo, alumbrado por la luna, yacía el joven ingeniero. Su
espalda había quedado sobre una roca, a la altura del cinto, por lo cual
su cabeza colgaba hacia atrás y parecía mirarme. Estaba semidesnudo,
con el cuerpo horriblemente bañado en sangre... y encima de él...
aquél extraño ser... oscuro... mezcla de perro y oso... inclinándose a la
altura de su pecho... ¡le comía las carnes!
Me quedé mudo. Por unos segundos, la bestia no reparó en mí, y
siguió con su horrible tarea. Saqué el revólver. Debo de haber hecho
algún ruido, porque me vio. Levantó su cabeza hacia mí y pareció
asustarse. Cuando la apunté se me abalanzó y pude ver que sus agudos
dientes brillaban como si fueran de fuego... Cerré los ojos y disparé.
Disparé, hasta agotar el tambor.
Sentí que la bestia me dejaba. Al abrir los ojos la vi alejarse
renqueando, dejando tras de sí un reguero de sangre. Cuando miré mi
mano casi me desmayé. En vez de ella, había quedado un muñón
sanguinolento.
No pude manejar mi camioneta, así que regresé caminando al
pueblo. Llegué al amanecer.
El médico de Belén, por precaución, me hizo trasladar a la ciudad
de Catamarca, luego de darme los primeros auxilios y escuchar con
paciencia mi increíble relato. No puedo narrar nada del viaje pues,
bajo los efectos de un tranquilizante, me dormí.
Desperté en una blanca habitación del Hospital Regional de
Catamarca. Allí me dieron una atención tan afectuosa, que a los dos
días me sentí recuperado. Por lo extraño de mi caso, sin embargo, el
director no quiso dejarme ir sin que pasaran al menos dos semanas. Al
día siguiente de internado llegó mi hija, que avisada por mis
hospederos había venido de Rosario. Como me habían trasladado con
lo puesto, partió enseguida hacia Belén para buscar el resto de mi
equipaje. Por ella me enteré del resto de esta historia.
El joven ingeniero fue hallado muerto en el lugar que denuncié, con
medio cuerpo descarnado. Para no comprometer a Isidora me había
propuesto callar la razón por la que andaba yo en aquellos parajes (aun
a riesgo de convertirme en el principal sospechoso). Pero me enteré
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con horror que mi hija había presenciado un velorio y le habían dicho
que era el de Isidora. Mucho se murmuraba -según narró mi hija-sobre
el modo en que se había realizado aquel entierro. Nadie sabía decir
cómo murió ni en qué momento la habían introducido en el basto
cajón. Por una luneta calada en la tapa podía verse su cara, pálida,
cubierta de un velo blanco. Algunos llegaban a decir que el camino de
su casa había amanecido aquel día regado con sangre humana. Pero
ante extraños, todos callaban.
Transido por estos sucesos, sólo fui a Belén, al salir del hospital,
para prestar declaración. Mi hija me convenció de que debía descansar
bajo el cuidado de ella y su marido durante una buena temporada.
Algún tiempo después recibí, en Rosario, el sobreseimiento de la
causa.
Epílogo
Muchos años después, ya con los cabellos blancos, volví a caminar
por aquel valle. La anciana ya no existe. Pero sobre la ancha laja de
entrada ha quedado... (¿o es mi perturbada imaginación que necesita
hallar pruebas?) una mancha, nítida, ennegrecida por el tiempo, que,
estoy seguro, es de su sangre.
Hijo de poeta
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como emparchada en la oscuridad, como si quien la pronunciara
estuviera convencido de que es tarea inútil y se apurara a terminar.
Después, de nuevo el silencio.
-Pero, lo que no puedo entender aún, es cómo llegaste a conocerla-
urgió el viejo.
-Tienes razón. He comenzado mal mi historia. Para que la
entiendas, tendría que haberte contado primero quien soy yo-dijo
Lucrecio, con la voz pausada de uno que ha perdido para siempre los
apuros.
-Mi padre-continuó, mi padre solía decir, al ver mi cuerpo
abrillantado por el sudor en los ejercicios gimnásticos, que yo había
nacido para la guerra y no para el laúd.
Pero la tradición -y el escaso poderío económico de mi familia-,
determinaba que yo debía ser poeta. Un poeta muy especial, es cierto.
Pero un poeta, al fin. Todo mi ingenio y mi gallardía física, debían
servir sólo para granjearme los aplausos de los poderosos durante sus
banquetes.
“No estoy desconforme con la vida que he llevado como aedo. Al
fin y al cabo resulta una profesión no tan riesgosa como la de un
capitán y muchas veces mejor recompensada. Te aseguro que puedo
hablar, con mayor propiedad que muchos generales del imperio, de
sus propias viñas, del fruto de sus huertos y hasta de sus mujeres.
Pocos han sido los lechos ennoblecidos por el poder de la sangre o el
dinero que no hayan acogido, aunque subrepticiamente, a este cuerpo
y pocos los secretos de estado que no se hayan deslizado en mis oídos,
susurrados por algún amoroso labio femenino. Mas, como dijo alguno
de esos sabios hebreos cuyo nombre no me acuerdo, cierto es también
que “en creciendo el saber crece el dolor”. Las cosas conocidas en mi
tan agitada existencia, a la par que pesadas para mi espíritu, han
servido finalmente sólo para precipitarme en el dolor y la miseria.
“Ella era la esposa de un cónsul plebeyo; de los llamados `tribunos
del pueblo’, que por esos tiempos había conseguido amasar una
fortuna inmensa. Era bella.. sobre su frente pequeña caían
delicadamente descuidados algunos mechones del cabello fino,
castaño como la miel. Sus labios, entreabiertos permanentemente, eran
como una herida en una fruta roja, húmeda, incitante. Todo su rostro,
con un óvalo imperfecto y una nariz pequeña aunque no bella,
producía una sensación entre sensual y adolescente que perturbaba los
sentidos. Su cuerpo era el de una sirena nacarada. Sólo sus ojos, sus
ojos verdes, transparentes, tenían algo, un no sé qué de discordante.
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En instantes en que ella parecía descuidar su vigilancia despedían un
brillo que hería como un puñal y rápido como él, desaparecía.
“Fue durante un banquete, en palacio del cónsul Licio Escipión,
que la conocí. Había asistido el Emperador y la orgía fue tan
memorable que aun hoy hay quienes la recuerdan con nostalgia. En
esos tiempos era nota de excelente tono contar con mis servicios de
aedo en toda casa que se preciara de exquisita. Ella no había sacado
sus ojos de mí durante toda la actuación y la vi inclinarse al oído de su
viejo esposo antes de que me invitaran a compartir su mesa. De allí a
convertirme en un asiduo de las veladas en su palacio, hubo un paso.
No transcurrió mucho tiempo tampoco antes de que conociera su
delicado lecho. El cónsul era un hombre intensamente ocupado en sus
ambiciones políticas y las obligaciones lo llevaban con frecuencia a
ausentarse de su hogar por largos meses. Además -según ella me
confió-, no era potente.
“Yo no era su único amante, lo sé. No podría haberlo sido nunca.
Como si adivinara que su vida no iba a ser muy larga, la dominaba
una especie de fiebre posesiva, que hacía desfilar por sus recintos
perfumados a casi cuanto varón hermoso se cruzara en su camino.
Pero, quizá influida por mi condición de artista, parecía yo ser el único
que gozaba realmente de sus favores. Me colmaba de regalos, gemía
entre mis brazos transportada en largos éxtasis y me confiaba sus más
íntimos secretos. Debo reconocer que no había conocido hasta
entonces placeres tan sostenidos a intensos. Creo que la amé.
“Pero la fatalidad es para los hombres como la sombra a los
objetos. ¿Y puede acaso alguno librarse de su sombra?
“Un día tembloroso y gris ella me dijo que había quedado
embarazada. El cónsul no quería reconocerlo y estaba en su derecho:
todo el mundo sabía que él no era capaz de dar un hijo a nadie. La
vergüenza iba a caer sobre la casa.
“Anduvo como poseída algunos días; comía poco y casi no dormía.
Hasta que de pronto pareció haberse liberado de sus preocupaciones;
una serenidad semejante a la indiferencia despejó su rostro. Yo creo
que en aquel momento decidió mostrarse definitivamente como lo que
siempre había sido en el fondo de su corazón: una mujer ambiciosa,
dura como el pedernal y decidida a conseguir sus objetivos personales
por encima de todo.
“Desapareció por quince días (después supe que había ido a Delfos
a consultar al oráculo).
-Todo ese asunto de los oráculos es una patraña que sirve
solamente para enriquecer a los sacerdotes-interrumpió el viejo.
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-No sé. Lo cierto es que a causa de ese oráculo cambió la historia
del imperio.
-Bueno, ¿qué fue lo que le dijo?-preguntó el viejo, ya picado.
-Espera, ¿te conté que ella estuvo una vez a punto de envenenar a
su propio padre?
-¡Eso no me interesa! ¡Cuéntame lo que le dijo el oráculo!
-Bien. Si así lo quieres...
“cuando habló por primera vez, el oráculo dijo que haría falta un
sacrificio; el del padre del niño. Si esto se cumplía, auguraba un futuro
de gloria para el que estaba por nacer. Pero en vez de una solución,
esto fue un mayor problema. ¿Cómo iba a saber ella quién era el
padre? La habían amado tantos...
“El oráculo habló por segunda vez y dijo:
`Aquél que, invitado a cenar a tu palacio, en tomando el licor, cuya
fórmula te será entregada por mis monjes, se formare sobre su cabeza
una aureola, es el padre de la criatura’. Y enmudeció. Los monjes, que
habían estado oyendo, la proveyeron del brebaje, no sin apelar a la
generosidad de la dama y recibir una abundante contribución para el
santuario.
“Uno a uno fueron desfilando por la mesa de la bella sus amantes.
Ninguno recibía sobre sí la aureola. La mujer ya desesperaba.
“Hasta que una noche -según me enteré después-, estando yo
divirtiéndome y jugando a los dados con su marido el cónsul, nos
ofreció el licor, que recuerdo sólo por su extraordinaria exquisitez.
Parece que la aureola se formó inmediatamente. Sólo que de tal
manera, que fue a abarcar mi cabeza y la del cónsul...
“¿Qué significaba eso? ¿Que debíamos ser sacrificados los dos?
Ella anduvo algunos días meditando sobre este enigma.
“El cónsul, amaneció un día dormido para siempre sobre su lecho.
Se lo enterró con los honores que correspondían y su viuda se
convirtió en una de las mujeres más ricas del imperio.
“Yo imaginé la causa de la muerte del cónsul, pero ignorando que
mi vida peligraba igualmente, me hice aún más íntimo de la rica
viuda.
“Nació un varón. Sus ojos y su pelo eran iguales a los míos. Pero
sus labios tenían, ya desde la cuna, ese rictus extraño que lo hacía tan
parecido a su madre. (Ahora que conozco la historia entera, me
estremezco al pensar en esos tiempos). Por causas que no tengo bien
establecidas, ella decidió en su fuero interno postergar mi ejecución
por algún tiempo.
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“Cuando se casó con el emperador -un casamiento que escandalizó
a muchos-yo fui el encargado de educar e iniciar en las artes musicales
al pequeño. Creyéndome un agraciado por la fortuna, sin imaginar ni
lejanamente el designio nefasto que sobre mí pesaba, dediqué todos
esos años a perfeccionar mi manejo de los instrumentos y a gozar
serenamente los deleites que la corte ofrece.
“Hasta que un día -¡ay, de memoria execrable!-fui apresado y
echado aquí donde me ves. Mi alumno era ya un joven educado; no se
precisaba más de mis servicios. Se me dijo, como única respuesta a
mis sollozos, que iba a ser echado a los leones.
“Pero estaba en los códices de los dioses que no se cumpliría esa
sentencia. La muerte del emperador postergó toda otra cosa que no
fueran sus fastuosos funerales. Y al poco tiempo, ella misma le siguió
los pasos... ¡asesinada por su propio bastardo!
“Como podrás imaginarte, ya encumbrado, él se olvidó de mí. Y
aquí me tienes, medrando junto a ustedes en este infierno tenebroso y
frío. Más me valdría que me hubieran devorado los leones!”.
Los hombres callan. Afuera el resplandor ha crecido, hasta
convertirse en una potente luz rojiza que llena con una claridad
fantasmal la catacumba. Ya casi no se oyen las corridas, y sólo de
cuando en cuando algún alarido lejano interrumpe ese ruido incesante,
como un crepitar de madera bajo el fuego, que no ha dejado de
escucharse ni un momento. El viejo recorre con la mirada los rostros
flacos, sucios de horror más que de fango, que miran fijamente la
ventanita desde donde se difunde el resplandor y de pronto se vuelve
hacia Lucrecio, como si se hubiera hecho la luz también en su cerebro:
-Pero... no me dirás que él... que él es...
-Has acertado. El es:
El que tañe la lira, mientras arde Roma.
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Negro mano chusa
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-Con esta manito l’hei pegao a la Virgen-decía el negro y largaba la
risita. Es que el negro Uta había estado en la salamanca.
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Uta le escupió en la cara a Jesús y le dio una tremenda cachetada a
la Virgen María.
Y entró.
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reptaban, subían y bajaban silbando y enseñando los dientes, en un
espectáculo alucinante.
Uta se quedó duro en la puerta, sin poder hablar ni mover los pies.
-No tengas miedo-le dijo el Manchachicoj -, lo peor que hay es
tenerles miedo. Vení, vamos a pasar. Pero que no se den cuenta de que
les tienes miedo, porque ahí sí que vas a sonar. Hagan lo que hagan,
vos quedate tranquilo.
Las víboras se apartaban amenazantes al paso de los intrusos y
había que poner el pie con un cuidado bárbaro para no pisarlas. Se le
subían al Uta por la pierna, se le metían por la bragueta y le salían por
un agujero que tenía en el bolsillo. Se le enrollaban en el cuello, le
metían la cola en la nariz y en la oreja, pero el Uta ni se mosqueaba.
Así llegaron al final del pasillo, donde les esperaba la segunda prueba.
Tenía que subir hasta la punta de un eucalipto como de seis metros
y largarse de allá en las aguas de un estanque.
Se sacó la ropa y subió.
De arriba se veía chiquitito el estanque, pero no lo pensó mucho,
porque si uno piensa mucho las cosas, al final no las hace, y se largó.
Cuando venía en el aire se dio cuenta de que el estanque ya no estaba
más; en su lugar se alzaban unas piedras puntiagudas como cuchillos.
“Bueno, alguna vez hay que morir”, pensó el Uta; “lo único que
siento es no haberla podido voltear nunca a la Jacinta”. Y cerró los
ojos.
No sintió nada.
Cuando abrió los ojos, se encontró sentado en el suelo, con el
Manchachicoj que se encorvaba de risa a su lado.
-Te has salvado porque no has tenido miedo-le dijo el
Manchachicoj-. Si te hubieras asustado, a esta hora estás destripado...
¡Ji, ji, ji!...
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debajo del vestido en medio de sus piernas, y le lamía las partes y ella
se reía.
-Es la Reina de las Almamulas-explicó el enano. Entonces el Uta se
dio cuenta de que los dientes de la mujer brillaban como el fuego.
-¿Ves esas mujeres?-preguntó el Manchachicoj-. Tienes que
besarles la cola una por una. ¿Te animas?
-Cómo no-dijo el Uta. Eran viejas, gordas y roñosas, pero no era
cuestión de volverse atrás a esta altura del partido.
Cuando oyeron eso, las viejas se pusieron muy sumisas, en fila, se
agacharon y se alzaron las polleras hasta la cintura.
Se levantó un olor a pescado muerto.
El Uta contempló horrorizado esas nalgas grasosas, los rollos en las
piernas que temblaban como un flan y las matas oscuras de pelos
cochambrosos que asomaban por entre los glúteos.
-Bien en el medio-oyó que le decía el enano y comenzó.
Eran como cuarenta. Cuando besó a la primera, sintió que le
lanzaba un chorro de orina como ácido en la cara. Consternado, lo
miró al Manchachicoj.
-Seguí-le dijo éste. Se reía a carcajadas.
Chorreándole la orina por la cara, con la camisa húmeda y
hedionda, llegó a la última, por fin. Esta prueba fue muy dura para el
Uta.
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y la gloria! ¡Solamente un tonto puede hacerse problema por una cosa
tan pequeña! Además, aparte de vos y yo, ¿quién se va a enterar?
El Uta lo pensó detenidamente. Luego preguntó:
-¿Seguro que no me va a doler mucho?
-¡Nooo!-contestó el enano.
Pero dice que le dolió bastante.
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practicaban la Chacarera. Relumbraban las espuelas reflejando la luz
como un espejo y en las mediavueltas las polleras de las chinitas
dejaban, por un segundo, el espejismo de sus formas parpadeando en
el cerebro. Sobre un terraplén, elevado unos cincuenta centímetros por
encima del nivel de los demás, estaban lo zapateadores. Vestidos
todos de negro, danzaban la monotonía de su danza con movimientos
medidos, con gravedad de rito, el rostro serio, majestuoso, la mirada
ensimismada, bajo el rítmico golpetear del bombo. Cada sector tenía
su orquesta. Los del Pericón, piano, violín, arpa y contrabajo y los
músicos de frac. Los de la Chacarera, guitarra, bombo, violín y
acordeón, los músicos con hermosos trajes de paisanos. Un viejecito,
del que si no hubiera sido por el movimiento activísimo de sus manos
se hubiese pensado que era una estatua, se encorvaba sobre el bombo,
marcando el ritmo del malambo. Un negro alto y delgado lo
acompañaba con guitarra.
Alrededor de los escenarios, por caminos preciosamente dibujados
entre jardines y arboledas hormigueaba el público: un público selecto,
entre el que podía hallarse al mismo tiempo el refinamiento más
exquisito en los modales y los vestidos más ricos y variados que
mente humana pudiera imaginar.
En los claros del parque, mesas anchas y maravillosamente
provistas sostenían los manjares más exóticos. Una hilera de ciervos
dorados al vino, con racimos de uvas rojas bajo las orejas, estaban
siendo prolijamente trozados por caballeros de blanco y consumidos
por rozagantes comensales que reflejaban en sus rostros colorados
todo el placer y la tranquilidad posibles... Hermosas mujeres nórdicas
con los pechos desnudos los servían, recibiendo de vez en cuando y
entre risitas una caricia o un mordisco.
A lo lejos, un extraño cortejo compuesto por hieráticos personajes
de pelucas empolvadas y trajes de púrpura barrocamente bordados en
oro, sentados sobre literas transportadas por rubios esclavos de librea,
ascendía con lentitud exasperante una pequeña colina. Cuando
llegaban a la cima, volvían a bajar de la misma forma, para después
subir de nuevo; así hasta el infinito.
Entre las hojarascas del vergel parejas de amantes copulaban
febrilmente al ritmo de las músicas.
Nubes de colores calidoscópicos iluminaban con reflejos
fantasmales la gigantesca escena.
Un raro lago de aguas ocres separaba al Uta y Manchachicoj de la
Ciudad y sus placeres.
-Esta es la última prueba-dijo el Manchachicoj-: cruzar al otro lado.
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Ya no sonreía. Se quedó mirándolo, anhelante, como si esperara
que el Uta protestara o dijera algo. Del lago se levantaba un hedor de
mil cadáveres.
Despaciosamente el Uta se sacó la ropa.
-¿Qué es eso?-preguntó señalando el lago.
-Mierda.
En la otra orilla apareció una banda de música compuesta por
muchachas desnudas con flores en sus cabellos. Podía advertirse el
temblor de las hermosas nalgas de la directora a cada movimiento de
batuta; ella, como si hubiese adivinado que el Uta la estaba mirando,
se dio vuelta y le sonrió.
La música que tocaban era tan sensual que erizaba la piel.
El Uta se largó. El excremento, espeso, lo tragó como una ciénaga,
pero él comenzó a nadar. El olor era casi insoportable. Una sensación
de asco incontenible lo acometió y comenzó a vomitar. Pero se
recuperó y siguió nadando. El horrible elemento se pegaba a su piel y
le hacía dificilísimo el braceo. Cada vez que disminuía el ritmo
amenazaba hundirse y la mierda le manchaba el cuello, los cabellos...
Convencido de que ya había hecho la mayor parte del trayecto,
levantó la cabeza para tomar resuello. Casi gritó al comprobar que
apenas había avanzado unos tres metros. Desde arriba de su trono de
brillantes Mandinga contemplaba divertido esta escena. Las
muchachas de la orquesta acompañaban el ritmo de la música con
suaves movimientos, que descubrían en rápidas visiones por entre los
instrumentos las partecitas más adorables de sus cuerpos. El Uta
siguió nadando, enardecido. De pronto sintió un dolor y un tirón en los
testículos y se hundió. Algo, algún bicho se le había colgado de allí y
lo arrastraba hacia el fondo. Luchó, desesperado, pero el monstruo era
demasiado fuerte. Comenzó a faltarle el aire y el asqueroso elemento
se le metió por la nariz y por la boca cuando trató de respirar. Estaba
ciego. Las venas de las sienes le latían como un bombo bagualero. Iba
a morir. Iba a morir. Estallidos rojos en su cabeza le anunciaron que
los pulmones estaban a punto de reventar. Iba a pedirle ayuda a Tata
Dios, pero se acordó que no podía. Hizo un esfuerzo desesperado; con
la cabeza ya por explotar se sacudió la garra que lo atenazaba.
Y sorpresivamente se sintió libre. Casi desvanecido, sintió que
emergía. Levantó los brazos y se sacó a manotazos la mierda de la
boca y los ojos. Respiró. Chapaleando para no hundirse, respiró. En la
orilla la muchacha rubia que dirigía la orquesta volvió a sonreírle. Los
movimientos de las que tocaban los instrumentos se habían vueltos
eróticos en un grado exacerbante.
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Pero el Uta se rindió. No quiso seguir más y emprendió el regreso.
Maltrecho, arañado y lleno de sangre, con los testículos ardiéndole
y el cuerpo desnudo embarrado de arriba a abajo en mierda, cayo,
agotado, a los pies del Manchachicoj.
El enano estaba sombrío.
La música se había apagado.
El Uta volvió la cabeza a tiempo para ver las espaldas de las
mujeres que se retiraban con paso aburrido hacia la Ciudad.
A lo lejos, titilaba la Ciudad. Ruidos de motores, atenuados,
llegaban hasta el lago. Carteles, que prendían y apagaban formaban
dibujos multicolores en el cielo ceniciento. En lo alto de su trono,
Mandinga estaba ya entretenido en quién sabe qué cosa que sucedía en
otra parte. Hermoso, como esos actores de los gringos, presidía aquel
reino de estructuras infalibles y placeres inagotables.
-Has fracasado-dijo el enano.
-¡Dame otra oportunidar!-gimió el Uta.
Sonrió el Manchachicoj. Pero ya no con la sonrisa de antes. Esta
era apenas una mueca triste.
-Vas a recibir el don del baile. Es lo único que te puedo dar para
que te defiendas en la Ciudad.
¿La Ciudad? ¿Me van a dejar entrar en la Ciudad?-jadeó el Uta.
No contestó el enano y un fogonazo que pareció estallar en su
cerebro lo dejó ciego al Uta por un rato. Cuando abrió los ojos, se
encontró de nuevo en el desierto. El caballo mordisqueaba unos yuyos
secos, atado por las riendas en las ramas de un vinal.
No había nadie alrededor.
Por un momento Uta creyó que había soñado. Pero se miró la mano
y vio que la tenía como si se le hubiera achicharrado.
-¡Con esta manito l’hei pegao a la Virgen!-sabía decir el Uta,
cuando le preguntaban.
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El Manchachicoj
Corina Coria era una de las muchachas más bellas del pueblo. Por
las tardes, en el verano, cuando el vapor del suelo empezaba a ceder a
la brisa fresca, solían verla pasar los ojos codiciosos de los
muchachos, con sus vestidos anchos y floreados, asomando apenas
por bajo del ruedo las puntas de las zapatillas. Nunca sola Corina,
siempre con alguna de sus hermanas, o su madre. Vivían un tanto
alejados del caserío central (boliche, capilla, comisaría y oficina del
escribiente), razón por la cual cargaba normalmente una bolsa. Se
aprovechaba el viaje para comprar mercadería. Los martes y viernes
iban con sus hermanas, temprano, a buscar harina para el pan de la
semana. Los domingos por la mañana, a misa. El padre, un tanto
escéptico y la madre, por seguirle la corriente, consentían -únicamente
por ese día-que Corina fuese sola a la iglesia. Tenía especial
inclinación por el culto Corina, mas ninguna de sus tres hermanas la
acompañaba. Menos espirituales, preferían quedarse a atender a los
primos y amigos, que venían sin falla a jugar a la taba y visitarlos
hasta bien entrada la tarde del último día de la semana.
Fue en una de esas mañanas, un día caluroso de sol excesivo que se
encontró por primera vez con el Manchachicoj.
Una tropilla de burros había levantado esa nube de polvo que
recién se aplacaba. Deslumbrada por el resplandor del mediodía vio
aparecer por el camino, entre burbujas, una figura pequeña pero
extrañamente imponente.
-Buenos días, bella señorita-dijo el enano deteniéndose -¿podría
indicarme si voy bien para La Noria?
Pese a que deseaba con toda su alma huir, Corina se paró. El
extraño individuo se había quitado la galera, que sostenía entre sus
manos grandes mientras la observaba sonriente. Todo en aquel ser
parecía haber sido hecho deliberadamente para presentar un aspecto
disparatado. La cabeza, las manos y los pies, desmesuradamente
grandes, surgían grotescamente del cuello y las mangas del arcaico
chaqué, como las de un gorila en cuerpo de niño. El atildamiento que
denotaban, en vez de mejorar la impresión, le agregaba un raro toque
de incongruencia. Pero había algo en él, una sugestión oscura, que
impedía, pese a lo ridículo de su aspecto, tomarlo en broma.
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Corina balbuceó una indicación aproximada. Se veía que el enano
sólo buscaba pie para iniciar el diálogo, pues continuó sin transición:
-¿Y cómo es que anda sola por aquí, una señorita tan guapa?
-Vengo de misa...-contestó ella.
A partir de allí no fue posible cortarle la conversación al enano. Y
ahí nomás se ofreció, galante, a acompañarla: “Usted sabe, andan
tantos atrevidos por estas partes...”.
Donde dobla el camino, a docientos metros de las casas, se
detuvieron.
-Hasta aquí nomás la acompaño, niña -dijo el pequeño ser. -No sea
cosa que me la repriendan sus padres.
Rompiendo su timidez, recién entonces Corina se atrevió a
preguntar:
-Si me perdona una preguntita... ¿usted, por un casual... no será el
Manchachicoj?
El mismo que viste y calza-respondió el enano. -Para servirla a
usted.
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sí; había una condición: tenía que andar bien con los humanos, pero
no comprometerse con ninguno.
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-¿Qué, ahora conviersas sola?-le preguntó su madre, entre
asombrada y divertida.
No lo había visto al Manchachicoj. No se lo veía. Y estaba allí.
-Nada mami. ¡Estaba cantando!-contestó Corina, y siguió
revolviendo con el palo el arrope de la tinaja.
Nadie se enteraba de esa relación extraña. El Manchachicoj se
conformaba, por su parte, con acompañar y galantear cortésmente a la
bella muchacha. Además -se decía ella-, siempre es bueno tener algún
aliado del otro lado, sea en el cielo, sea en el infierno. Era evidente
que el Manchachicoj era de uno de esos dos lados; porque de aquí, no
era.
Con éstos y parecidos argumentos se justificaba Corina, cuando en
las noches la asaltaba la duda de si no le estaría faltando al Andrés. Y
hasta a veces se decía, que aun si fuera de otra forma, se lo tenía
merecido, por desamorado. ¿Para qué tenía que irse al sur? ¿Sólo por
unos cuántos pesos más? Aquí había tanto trabajo... Pero no. El mozo
tenía que ir lejos, a demostrar su libertad. Y ella se sentía tan sola. El
Manchachicoj, con ser como era, la ayudaba tanto, la escuchaba y le
daba consejos, como un padre. Con el tiempo, ella se había
acostumbrado a contarle sus cuitas. No lo veía como un galán Corina
(¡quién hubiera pensado en eso!), sino como un buen amigo.
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un bargueño español, un ropero de peteribí... La casita, hacía rato que
estaba terminada.
Un leve ruido a su lado la alertó. Por la puerta entreabierta filtraba
la luz brumosa del amanecer. Junto al marco, como un aparecido,
estaba el Manchachicoj. Al principio le costó reconocerlo, más por
estar sumida en sus pensamientos que por la oscuridad. Seguidamente,
la ganó una instintiva sensación de rechazo.
-¿Qué buscas aquí?-le espetó con brusquedad impensada.
-Parece que ya te has olvidado de mí-replicó el Manchachicoj. En
su voz había un timbre siniestro que ella no le conocía.
Un desagradable silencio siguió al breve intercambio de frases.
Después fue nuevamente Corina quien habló:
-Me vas a tener que perdonar, Manchachicoj. Hasta ahora has sido
mi único amigo... Pero Andrés, mi novio, ha vuelto... él es muy
celoso...
-A mí no me vas a correr así nomás, Corina. Vos no has sido leal
conmigo. Si me hubieras dicho de un principio que no me querías, yo
me hubiera ido. Pero vos me aceptabas. Ahora no me puedes dejar.
Conmigo, sabelo bien, no vas a jugar.
-Pero vos no me has entendido... -replicó la muchacha, el Andrés es
muy peligroso con el cuchillo. Si se entera, te puede llegar a matar...
Por primera vez oyó Corina su carcajada, y aquel sonido inhumano
le congeló la sangre.
-¡Vamos a ver quién es más peligroso!-gritó el Manchachicoj. E
inmediatamente desapareció.
Cuando llegó el mediodía y fueron a avisarle que había que
preparar la comida, Corina aún no había podido pegar un ojo.
- 29 -
pesos por adelantado a Reynerio Cuba y sus cimarrones para
comprometerlos).
Cuatro asadores vestidos de gaucho aguardaban la señal para hacer
descender sobre las brasas sabiamente distribuidas los chivitos,
lechones y dos vaquillonas. Había además empanadas, locro, tamales
y vino a granel. Iba a ser un casamiento memorable.
Frente al gran espejo del ropero, Corina, su madre y las hermanas
daban los últimos toques al vestido blanco, tal vez cargado de
puntillas en exceso.
Bajo el alero, Andrés -de azul, rastra con patacones de plata-
contestaba sin atender las bromas de los amigos. Pucha, si estaba más
nervioso que la primera vez que agarró el facón.
Bellas muchachas atraían la atención de la concurrencia, pero
ninguna tan bella como Corina, que concentró sobre sí todas las
miradas cuando apareció en la puerta del rancho.
Tatapancho se había acercado discretamente a la novia y tomándola
del brazo la condujo hacia el centro del patio, donde se había ubicado,
bajo un algarrobo centenario, el altar.
Andrés acompañado de dos mujeres -madre y madrina-se dirigió
hacia ellos. Graciosamente juntaron su andar unos metros antes de la
mesa con el cáliz y se encaminaron radiantes en dirección al
sacerdote. La multitud cerró el círculo a su alrededor. Parecía que todo
hubiese detenido su transcurso, pendiente del acto de unión eterna de
aquella hermosa pareja.
El sacerdote efectuó con indisimulado gusto los movimientos
tradicionales y oraciones previas. Pero cuando llegó a la fórmula por
la cual debía inquirir, con voz grave, a la novia:
-Corina Coria, aceptas por esposo al joven Andrés...
-¡Esa mujer tiene dueño!-se oyó una voz restallante que gritaba.
De la multitud, como una alucinación, se había adelantado
desafiante el Manchachicoj.
Luego de un segundo de estupor, varios hombres indignados se
abalanzaron sobre el enano para darle su merecido. Pero se oyó la voz
de Andrés que decía:
-¡Dejenló!
Sus ojos sardios saltaban chispeantes del intruso a la novia y
recorrían los rostros de los padres, las hermanas y los familiares,
buscando una explicación.
-¡El solo se ha hecho ilusiones! ¡Yo nunca le hei dao pie a nada!-
gimió Corina.
- 30 -
-¡Si tienes honor, defendé tu prienda como un macho!-rugió el
Manchachicoj y brilló en su diestra el facón.
Como en un sueño, Andrés se vio arrastrado por una fuerza que
nacía de él mismo, pero que no podía controlar, hacia el centro de la
reunión. Se oyó pidiendo: “un facón”, mientras estiraba su mano a la
multitud. Se vio un fulgor que cruzó el aire y el Andrés cazó en su
palma el mango de plata. Lo amasó un poco para tomarle el pulso y
avanzó.
Dos sombras, una alta y elegante y otra breve y rechoncha, se
vueltearon, se acercaron y alejaron, brincaron, cual terribles bailarines,
durante eternos instantes. El polvo alzado por las botas semejó el
incienso pagano, que asperjara una sacrílega ceremonia cultual. Como
un refucilo se vio el relumbrar de una hoja que se perdía en un
cuerpo... después, la muerte.
En el suelo yacía Andrés Castañeda, con una flor roja sobre su
pecho.
Un alarido como el de un animal prehistórico al que arrancaran las
entrañas se elevó cortando el aire, que de repente se había puesto frío.
Corina cayó postrada junto al cuerpo yerto de su amado. Boqueaba
como si le faltara la respiración y aunque no podía llorar, ya no se
levantó. Le temblaba todo el cuerpo.
El enano había quedado sombrío, mirando todo, con el facón en la
mano.
La muchedumbre empezó a dispersarse, alejándose de allí, como si
una extraña peste se hubiera abatido sobre la casa.
Cuando las luces rosadas del amanecer pintaron las nubes bajas del
horizonte, los familiares de Andrés tuvieron que usar la fuerza para
quitar las manos del muerto de entre las de Corina, que se habían
endurecido como garras.
Epílogo
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Según Mamadelia, es el castigo que le dio Mandinga, por haberse
enamorado.
Hembra
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Dinaleh
Geraldine
- 33 -
recordándole estúpidamente a su madre golpeando un felpudo en el
patio.
Geraldine, pensó. Desde la primera vez que me miraste supe
que me amabas.
No imaginé, en cambio, que ibas a llegar tan hondo en mí.
Mezclada con la gente en el concierto, sorprendía tus ojos
contemplándome y te ruborizabas, mirabas con premura hacia otro
lado, con esa gracia que sólo es posible a tu edad. Yo lo tomé como
un juego, dejándome llevar displicente por los ruidos de la calle.
¿Cuándo se te ocurrió aprender piano? Llegaste una tarde,
acompañada de tu mamá, mientras yo auscultaba la penumbra de mi
sala con el corazón trémulo pues intuía que algo iba a suceder. Al
principio rehusé, con excusas elípticas, sugiriendo ocupaciones o
falta de hábito en la docencia. Tenía miedo e amarte. Confinaba ese
oscuro sentimiento, que había nacido el mismo día que te viera pasar
junto a mí, en el concierto. No lo sabías, ni yo mismo lo tenía claro,
pero fui el primero en enamorarme. Yo no había tocado; no me
conocías. Ensayábamos con el cuarteto en la cabina acústica que está
al costado del salón... ¿por qué me levanté y fui a la puerta? Al correr
un poco la cortina te vi pasar, con esa levedad que tienes, y ni te diste
cuenta.
Después, te amé. Las horas fueron vuelo de inexpresables alas,
los sentimientos crearon la luz que nos dio forma, sentido, razón, si
esta existe.
-Despierta, Geraldine- dijo el Maestro de Música, y se sintió en
el acto dolorosamente grotesco. Un espejo oval le devolvió su rostro,
el cabello enmarañado de mesárselo, las ojeras brillando violetas bajo
las lágrimas.
-¿Por qué tenía que dejarme ahora?... ¿Es que estoy condenado
para siempre al dolor? -le preguntó a su propia cara en el espejo.
Atrás, Geraldine reposaba como dormida. La miró reflejada en
el vidrio, recorrió aquella imagen pálida, sus labios como siempre
entreabiertos, sus dientes pequeños, sus ojos marrones... sus ojos...
¡Geraldine! ¡Había abierto los ojos!
El Maestro de Música se dio vuelta hacia ella y se quedó
mirándola, pasmado.
-¿Estabas dormida? -preguntó por fin.
Ella, sin decir nada, enlazó su cuello con esos brazos largos que
tenía y apoyó la cabeza en su hombro izquierdo. Luego susurró: "te
amo".
- 34 -
Ananova
- 35 -
intercambiaron fotos. “Por ello tratan de usarme bajo ese aspecto,
quitándome tiempo para la investigación o trabajos más serios”.
Jaír disentía con este criterio. Era hermosa (si de verdad le había
mandado su foto). El trabajar gran parte de su jornada en los
noticieros, dando la cara al público, no dejaba de ser algo de
considerable nivel. Pero secretamente pensaba que su opinión era
interesada, pues si no fuese bonita difícilmente él estaría ahora
chateando con ella todos los días —a veces hasta 3 chateadas por
día—. ¿En qué irá a terminar esto? —se preguntó, y en el acto dibujó
en su mente las palabras de censura: “al final somos todos pequeño-
burgueses, mezquinos, frívolos... queremos asegurar el porvenir,
extraer a los sucesos el máximo placer, garantizar los beneficios...”
- 36 -
Occidente, para justificar la ofensiva. Tercera: lanzarse, con el mayor
arsenal conocido en la historia, contra los enemigos de la civilización
anglosajona. El resultado debía ser asegurarse el control absoluto de
las mayores reservas energéticas y los territorios estratégicos de vital
feracidad, para siempre. El riesgo de este plan era que una reacción
imprevisible de Corea, China — “o incluso Rusia, de quien aún no
debemos fiarnos”, habían dicho los conjurados— podría hacer saltar
en millones de pedacitos al planeta entero. “Ninguna epopeya se
cumplió sin graves riesgos”, sostuvo entonces cierto anciano muy
flaco, que hasta el momento permaneciera callado. Sólo agregó que se
debía tomar como claro ejemplo de ello a los Templarios. Ananova
había captado esta reunión por un error de sintonía al manejar su
moviola, mientras procesaba las noticias del primer informativo.
Asustada, corrió a preguntar al Editor Senior qué debían hacer con
ello. Este pareció sorprenderse mucho al principio, pero terminó
aconsejándole que se tomara un par de días para relajarse: quizá el
stress la estaba haciendo ver alucinaciones. O, en caso contrario, podía
tratarse de alguna serie que el canal probaba, en vez de la
videoconferencia que ella creía haber captado con su sintonizador de
red. Pero a partir de allí, pese a que nadie había vuelto a referirse al
asunto, habían aparecido aquellos hombres y mujeres extraños que
ahora la seguían por todas partes.
Jaír regresó a Brazil con agudo sentimiento de culpa. Por
tranquilizar a Ananova, había terminado poniéndose al lado de
quienes ella ahora odiaba. La desgastante discusión había terminado
cuando ella, junto a la escalerilla del avión, le había dicho que no
estaba segura de si deseaba otro encuentro. Iba a tomarse un tiempo
para pensarlo. Pese a la saudade Jaír aceptaba las cosas con cierto
fatalismo:
—Yo he sido programado para ser un científico, no un
revolucionario... —se justificó. En el acto sintió que algún lugar de su
conciencia se llenaba de indignación. —¿Cómo puedo pensar así? —
se recriminó—. ¿Quién podría haberme “programado” a mí? ¡Soy un
ser humano, libre! ¡Puedo hacer lo que a mí me parezca mejor!
Dos días después, luego de innumerables cuitas, que no le dejaban
trabajar en sus investigaciones, tomó una arriesgada decisión. Escribió
con el mayor detalle lo que Ananova le había confiado, y lo
distribuyó, metódicamente, por e-mail, en cuatro idiomas, a los miles
de contactos en todo el mundo que guardaba en sus bases de datos la
Universidad. Cuando terminó la tarea, sintió un reconfortante alivio.
Quiso conectarse con Ananova por el Messenger, pero ella no
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contestó: debía estar en la calle, sin su laptop. Vio el resplandor del
amanecer filtrando por los ventiletes de la oficina, y apagó el
ordenador. Fue lo último que hizo, antes de caer en la oscuridad, de la
cual en apariencia ya nunca más volvió.
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Hijo de los sueños
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también un ingreso relativo, pues se había hecho una clientela
extendida al barrio y hasta a lugares distantes de la ciudad, con el paso
de los años. Incluso algunos negocios de comestibles le encargaban
partidas de 10 o 20 frascos, cada tanto. Pero ella no aceptaba
demasiados, pues lo hacía principalmente porque le gustaba y no
quería quedar pendiente de ello.
Todo bien. Pero no habían podido tener hijos. Al principio, por
previsión. Quisieron adquirir el departamento, antes de “encargar” el
bebé. Y amoblarlo. Para ello debieron esperar unos años. Con la
misma prolijidad con que Jesús redactaba los informes para sus
remates e Imelda confeccionaba a mano las etiquetitas para los frascos
de dulce, respetaron los días de prescripción. Y lo lograron. Llegaron
a tener el departamento, bien amueblado, con todo lo que se
necesitaba para vivir bien: heladera, freezer, lavarropas, cocina,
televisor, un pequeño automóvil para transportarse con comodidad,
accesorios... Ahora estaban listos para recibir al hijo.
La sorpresa desagradable fue que no podían. Durante dos años
estuvieron intentándolo, sin obtener resultado. No había embarazo, a
pesar de que, con la mencionada prolijidad de antes en sentido
inverso, se ocupaban meticulosamente de calcular cuáles serían los
días precisos de máxima ovulación. Nada.
Desalentados luego de esos veinticuatro meses, no quisieron
consultar a un médico por temor a descubrir que uno de ellos era
impotente. Se querían, se respetaban, hubiese sido humillante para
quien le tocara. Prefirieron dejarlo así: resignarse a vivir sin hijos,
pero ignorando cuál de los dos era “el culpable”.
Ambos eran personas sensatas, regulares en hábitos y expectativas.
Su vida no cambió demasiado por esta restricción. Incluso se volvió –
cual modesto consuelo–, posiblemente más cómoda y ordenada. No
necesitaban de nadie para estar bien. Ella llegó a saber cada uno de sus
pequeños gustos; él no se olvidaba jamás de sus cumpleaños o el
aniversario de casamiento.
No tenían amigos. Por una especie de singular designio, sus vidas
parecían haber sido dibujadas para una autosuficiente soledad de a
dos. Ambos provenían del interior -aunque de provincias diferentes-,
eran hijos únicos, sus padres ya no existían. La lejana comarca donde
hicieran sus estudios primarios y secundarios, había dejado en ellos
sólo maquinales referencias a un tiempo desganado.
- 40 -
remedos, vuelos o sobresaltos que enseguida olvidaba –o a veces ni
esforzándose lograba recordar bien, del pasado. Los sueños de ahora
consistían en vivencias singularmente nítidas, mucho más emotivas e
intensas que la propia existencia de vigilia, dotadas además de un
ritmo tan vital, que le costaba creer en la existencia exterior como
verdadera, cuando despertaba.
En ellos siempre aparecía un hijo. Se llamaba Rodrigo, como había
pensado ponerle él si era varón. Y le decía papá. Los domingos los
visitaban, con Imelda, en su pequeña y florida casa de las afueras, para
intercambiar ideas o simplemente contarse los asuntos de la semana.
Rodrigo estaba casado con Lourdes, una muchacha guapita y feliz. La
mujer ideal para él, que era un joven emprendedor. Pues Rodrigo tenía
todo lo que él en su vida se había encargado muy bien de reprimir: era
audaz, no había querido estudiar porque “nada le gustaba”, y a una
edad muy joven, había decidido ser comerciante, largándose por su
cuenta con un pequeño negocio de fruta envasada y artesanías en la
Costa. Le había ido bien. Por eso había podido comprarse, pronto,
aquél bonito chalet. Y tener un hijo, a los 22 años.
- 41 -
Ahora sabía detalles de cómo había conocido Rodrigo a Lourdes –
durante unas vacaciones en Córdoba–, que habían decidido irse a vivir
juntos luego de que ella estuviese embarazada, que él había estado en
la droga, por un tiempo, pero en gran parte gracias a ella y por amor a
su hijo, la había derrotado... Ahora sólo vivía para su trabajo y su
familia. ¿El nieto? Se llamaba Jesús Sidharta... Igual que él, pero el
segundo nombre porque al conocerse, ambos se habían hecho
budistas... ¡Qué chicos estos!, pensaba, sonriendo, mientras
desayunaba...
–Otra vez has soñado– oyó entonces a Imelda, que le preguntaba.
–Sí –contestó él. –No te preocupes, vamos...–agregó, al ver una
sombra en su cara –Es algo inofensivo... sólo sueños... pero si sirven
para estar mejor, ¿qué problema con ellos?
–Es cierto–, contestó ella, al parecer convencida.
Pero una noche soñó que Rodrigo había estado todo el tiempo
preocupado, cuando le visitaran, ese domingo, y no le había querido
decir la causa. Sólo por la tarde, ya cuando se aprestaban a subir al
auto, para regresar, llevándolo un momentito aparte le cuchicheó “me
van a rematar la casa”. Él no supo que contestarle, y cuando iba atinar
a decir algo, comprendió que estaba despierto.
Anduvo malhumorado todos los días que restaban de esa semana.
El viernes, 27 de agosto, le alcanzaron una notificación a su oficina:
Martes, 31 de agosto, 10 Hs., Sala de Remates Judiciales. Propiedad
ubicada en Barrio... Manzana... Helmann & Domínguez, abogados,
contra Rodrigo Benítez, por cobro de pesos...
¡Rodrigo Benitez! ¡Su hijo!... Se paró tan violentamente que todos
sus compañeros le miraron: ¡el impasible Jesús!... ¡Nunca, en 35 años
de compartir la oficina, le habían conocido esos movimientos!
Decidió averiguar de inmediato mayores precisiones, consultando
el expediente. Inusitadamente, también –solía cumplir rigurosamente
sus horarios– pidió permiso al Jefe para salir antes.
Cuando llegó a Tribunales, sin embargo, no pudieron proveérselo.
La oficina que lo guardaba se había cerrado, ya.
Durante ese fin de semana dejó de soñar en absoluto, pues casi no
pudo dormir. Su angustia se multiplicaba porque había decidido no
contarle nada de nada a Imelda. Lo tomaría por loco. Decidido a
cargar solo con su cruz, pues, esperó estoicamente que llegara el lunes
para correr a los Tribunales, con el propósito de constatar si
verdaderamente se trataba de su hijo o era otra persona.
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Esto último era casi seguro: no tenía hijos. Esa era la realidad. Lo
demás, sueño. Más intenso o no, pero sueño al fin. A pesar de ello, le
costó tanto fingir displicencia y serenidad durante la tediosa película y
la cena del sábado ¡a lo largo del interminable domingo! como si
llevase un cilicio con puntas de acero apretado a su cintura,
mordiéndole furiosamente a cada instante.
El lunes llegó, por fin, y no fue a trabajar. Imelda se dio cuenta de
que algo gigantesco, extraordinariamente anormal, pasaba, cuando él
le dijo:
–Telefonea a la oficina, diles que no voy a trabajar, pues estoy algo
resfriado.
¡En 35 años no había faltado jamás a la oficina! Aún con resfríos, o
algo más fuerte, iba igual. No le explicó nada, sin embargo, y salió
apresurado luego de tomar rápidamente el desayuno.
Por suerte la chica que atendía la oficina estaba, no había mucha
gente, así que pudo atenderlo rápido y con amabilidad le permitió ver
el expediente del juicio, luego de que se identificara.
“Rodrigo Benítez Gondra y Lourdes Sanginés Alcántara”... leyó
apenas poco después del encabezamiento... ¡eran ellos! ¡Gondra era el
apellido de Imelda y Sanginés el de Lourdes, Alcántara debía de ser el
de su madre!... ¡Oh no! ¿Cómo podía ser esto? ¿Y podía Dios ser tan
cruel, haber determinado que fuese él, su propio padre, el verdugo, el
encargado de rematar los bienes de su hijo?...
“Pero a ver, a ver...”, se dijo para sus adentros: “¡...mi hijo no
existe! ¡no tengo hijo!...” Esta constatación detuvo un poco el
torbellino de sus pulsaciones, se quedó inmóvil, pensativo, con el
carpetón en las piernas, unos instantes, algo tranquilizado, pero con un
sudor frío que recién ahora percibió le caía sobre toda la espalda.
Al volver a mirar el expediente, sin embargo, el corazón volvió a
golpear rápidamente, y la sangre le puso encendida la cara: “Calle
Magdalena Ruiz 721, Barrio Miraflores...” ¡Era la casa de ellos! ¡No
podía haber tantas coincidencias! Por alguna razón, que él no
entendía, el tenía un hijo, y tenía un nieto, que se llamaba Jesús
(Sidharta), a ambos los quería más que a su vida... ¡y no podría
rematarles la casa!... ¡Antes prefería morir, sí, se iba a suicidar, pero
quitarle la casa a su hijo, no, eso hubiera sido lo último que haría en su
vida!...
“A ver, a ver”, se volvió a decir, para tranquilizarse... “¿Cuánto
habrá que pagar? ¡Tal vez no sea mucho! Tal vez yo puedo obtener el
dinero, llegar a un arreglo... Aunque después de emitida la sentencia,
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es difícil...”, se rectificó. El único camino que le quedaba era adquirir
la casa él, y devolvérsela... pero esto tampoco era fácil...
Generalmente los que adquirían las propiedades, cuando les
convenía, eran los propios abogados. Con frecuencia los mismos
abogados que decían “defender” al rematado. Las cosas se ponían
difíciles para cualquier “extraño” que intentara participar de la puja,
en esos casos, pues solía haber “pactos preexistentes” que
determinaban una suerte de prioridad para los letrados. Aunque todo
era posible, “tal vez hablando con ellos”, se dijo, podríamos arreglar.
Miró otra vez el expediente. Esta vez su cara no se encendió, sino
por el contrario, debe de haberse puesto pálido. La base que se
imponía era demasiado alta para sus posibilidades. No tenía ese
dinero. Aún vendiendo algo no llegaría a la cantidad necesaria.
Tampoco tenía amigos, como para pedirlo prestado. Sus ahorros
apenas podrían cubrir un 20 % del depósito exigido. Y el remate era
mañana.
Demudado, frío, tembloroso, se levantó con las manos extendidas
para devolver la carpeta. La jovencita que atendía el mostrador lo miró
por encima de sus anteojitos, extrañada:
-¿Le pasa algo, señor? ¿Quiere que le alcance un vaso de agua?
-No, no, está bien -contestó Jesús-, estoy bien, muchas gracias.
Y se fue.
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El sacrificio
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mentira que solamente los pobres, a veces, nos la creemos... para
ellos, para los ricos, para los explotadores, nosotros somos menos
importantes que los gusanos y nos llaman únicamente cuando
necesitan nuestro trabajo, para aumentar sus riquezas...”
La misa terminó y el padre Roberto aceptó mansamente las decenas
de requerimientos, planteos de pequeños y grandes problemas que le
presentaba la gente, mayormente mujeres, de humilde condición. En el
atrio departió por cerca de una hora más con los vecinos, a los que se
sumaron los jóvenes del Coro y la Acción Católica que hacían trabajo
de base con él.
Como a las nueve y media pudo recién desocuparse. Entonces hizo
lo que durante todo el día pensó: ir a visitar a Sofía. Lo angustiaba su
situación, lo angustiaba su opción, así como las de todos sus
compañeros. Sofía era guerrillera, como su esposo muerto, y estaba
dispuesta a combatir con un arma en la mano apenas se lo ordenasen.
Pero por su talento para la comunicación la habían designado a cargo
del trabajo barrial. Y si bien él no conocía nada de la estructura interna
(tampoco había intentado siquiera averiguarlo), sospechaba que su
responsable máxima.
Villa El Libertador era uno de los barrios pobres más extensos y
poblados de Córdoba, donde vivían desde cirujas hasta obreros de la
Ford y la Fiat. Y policías. Muchos sin uniforme, pues se sabía que su
gente era “el caldo de cultivo de la subversión”, así que solían
instalarse sigilosamente, como un pobre más, levantaban una casita de
bloques y chapas, simulaban interés por los problemas vecinales,
participaban de las movilizaciones... pero por las noches salían con
sus bandas de asesinos a secuestrar a quienes detectaban como líderes
barriales o militantes.
—¡Padre! ¡Qué alegría verte! —gritó Sofía, que era muy expresiva,
y a él se le estrujó el corazón.
No quiso decirle de entrada lo que había estado pensando, pero
luego de algunos mates, y escuchar pacientemente su análisis de la
situación política nacional, donde López Rega ocupaba el centro,
Roberto empezó a acercarse con circunloquios a la propuesta que
había decidido hacerle.
— Sofía — murmuró — ¿no has pensado en cambiarte de barrio?
¡Estás tan expuesta aquí!...
— Ni loca... ¿quién se va a hacer cargo de todo esto? ¡Tenemos
más de cincuenta unidades básicas aquí! Que no se ocupan
únicamente de política, sino de la salud de los niños, las necesidades
de los desempleados, los problemas de vivienda... ¡millones de cosas!
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— Bueno, hay otros compañeros tuyos que pueden coordinar todo
esto... ustedes son muchos y jóvenes, así que no creo que todo se
venga abajo porque vos te vayas (ojo, lo digo sin subestimarte)...
— Ojalá fuese así, Roberto, ojalá. Pero no es sólo mi supuesta
capacidad o no... nosotros formamos una organización militar, como
lo sabes... una estructura donde nada se hace por antojo propio o
decisiones individuales, que casi siempre son impulsivas... Mientras a
mí no me ordenen que cambie de zona, debo quedarme aquí... así lo
aceptamos, libremente, con mi compañero, cuando empezamos a
militar...
—Eso es otra cosa que aunque me esfuerzo no comprendo... —dijo
cautamente Roberto — ¿cómo es posible que jóvenes nobles,
generosos, sanos, como ustedes, estén dispuestos a... matar a sus
semejantes por tras de objetivos políticos?
Sofía entró en un mutismo hosco. El cura había vuelto nuevamente
con la misma. Él también era joven, apenas ocho años atrás había
salido del seminario, pero conservador en muchas cuestiones, como
esta. Y en su indumentaria: jamás se vestía de civil, como muchos
otros curas: él siempre de sotana. Vieja y raída, la que llevaba hoy le
perlaba la frente y las manos de transpiración. Era primavera, ya hacía
calor.
— Roberto... —pronunció entonces ella, como si él fuese uno de
los chicos a los que impartía la catequesis— Jesús, también usó la
violencia...
— Ah, ¿sí? ¡Novedad para mí! —exclamó el cura, que por lo
general era muy tímido.
—¿Acaso no echó a latigazos a los mercaderes, del Templo?...
El cura, luego de unos segundos, para no parecerle irreflexivo,
contestó:
— Tal violencia, Sofía, fue la mayor acción de ese tipo que efectuó
Jesús, y tuvo un grado de control, un límite... no puedes comparar
unos cuantos latigazos, los puntapiés a unas mesas, con la violencia
sistemática, armada y fríamente organizada que practica tu
organización.
— La violencia de abajo es consecuencia de la violencia de arriba
—contestó secamente Sofía.
— Sí... —concedió Roberto—: estamos completamente de acuerdo
en eso... completamente... pero hay otros métodos para combatir esa
violencia, que viene de arriba y nos lastima a todos...
— Qué métodos... ¿las elecciones? ¿el diálogo? Sabemos que tarde
o temprano los más ricos llegan a dominar el tablero, pues quién más
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quien menos, todos los políticos y sindicalistas terminan siendo
corruptos... Nosotros participamos de las elecciones, el peronismo
arrasó, con el voto de los más pobres, ¿y qué pasó luego? Nos echaron
del partido. Nuestros diputados fueron obligados a renunciar. Nuestros
gobernadores, intendentes, dirigentes sindicales, empezaron a caer
como moscas, asesinados casi públicamente por las Tres A, un
engendro policial. ¿Y nuest ro gobierno qué hizo? Les dio la razón a
ellos... como siempre... primero te usan y después te encuentran
culpable de algo, para poderte eliminar.
Podían conversar tranquilos porque la niña dormía, plácidamente,
en su cuna. Todo ocurría en la pequeña cocina-comedor de esa casita,
que tenía sólo una habitación más, un bañito, y un pequeño patio.
—Está la movilización... —intentó Roberto, con expresión algo
dubitativa — miles de personas en las calles obligan a reflexionar al
gobierno... no es necesario tomar las armas, así caemos en lo mismo
que lo de ellos...
— No es lo mismo, Roberto... ¿o me dirás que es lo mismo la
violencia del Ché Guevara que la de Nixon, que está bombardeando
con fósforo líquido a millones de familias inocentes en Vietnam?...
El cura se quedó callado. No era que lo hubiese convencido, él
estaba seguro de que nadie podía ser cristiano y levantar las armas, al
mismo tiempo. Pero no hallaba un argumento definitivo, que a la vez
fuese respetuoso de esa muchacha que apreciaba mucho, como si
fuese su propia hermana, o tal vez su hija —aunque le llevaba apenas
cuatro años.
En ese momento golpearon a la puerta. Como una pantera, Sofía se
levantó, poniéndose a un costado de la puerta. Allí había un pequeño
orificio, con una lente imperceptible desde fuera, por la que podía ver
rápidamente el panorama.
—¿Señora Sofía Balestra? —se escuchó una voz masculina que
llamaba.
— La cana —cuchicheó ella, volviéndose rápidamente hacia el
sacerdote. Rajá. Por atrás puedes entrar en la casa de la Norma, de ahí
pasas al siguiente módulo y así zafas, enseguida. Lo tenemos
organizado.
—¿Cómo sabes que es la policía? —preguntó Roberto.
— ¡Es la cana! ¡Aquí está un tipo de civil, pero ya he visto los
bultos de los otros apostados afuera, y hay una camioneta con cúpula
esperando a un costado!
—¿Señora Sofia Balestra? —repitió el otro desde fuera, en tono
más alto.
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—¿Quién es? —gritó Sofía.
— Un vecino nuevo... —contestó el hombre en el acto.
—¡Venga mañana! — dijo ella — No puedo atenderlo ahora.
Se suscitó un silencio. Sofía, en tanto, levantó un cuadro con la
figura de un payaso bajo del cual, en un hueco, había una pistola. La
sacó rápidamente y cuidadosamente, casi sin hacer ruido, remontó el
disparador.
— ¡Qué haces...! ¡Estás loca! ¡No pensarás enfrentarlos!...
—No, me voy a escapar... si puedo... —dijo Sofía. Pero antes le
voy a hacer unos cuetazos, para que se contengan...
Entonces el de afuera pateó la puerta.
— ¡Abrí carajo, somos la policía! —gritó.
Entonces parándose de un salto Roberto arrebató la pistola de
manos de Sofía y le espetó:
— ¡Vete! ¡Yo los voy a aguantar aquí!
— ¿Sabes usar un arma? —se asombró ella.
—Hay que apretar el gatillo nada más, ¿no? ¡Vete, te digo que te
vayas, ya!... —dijo el cura.
Sofía empalideció. Miró la cunita donde su hija dormía, y luego a
los ojos buenos de Roberto.
— ¡Por favor...! —alcanzó a decir.
En ese momento se escuchó gritar nuevamente desde afuera:
— ¡Te damos diez minutos para que salgas! ¡Si no te vamos a
reventar, a vos y a todos los que estén con vos en esa casa!...
Sofía volvió a espiar por al agujerito.
—El tipo de aquí se ha replegado. Se preparan para atacar. ¿Y si
intentamos rajar juntos? — le dijo a Roberto.
— Nos van a cazar. Y nos van a matar a los dos. Vete. Salva a tu
hijita. Ella no fue consultada para meterse en esto.
La joven lo miró con reprobación.
—Bueno, vete ¡ya!.. —ordenó el cura—. Primero decime por
dónde les tengo que tirar.
La muchacha le hizo una seña para que entrase a su dormitorio.
Una vez allí, arrancó un bloque de unos veinte centímetros cuadrados
que había en la pared. Ello abría una tronerita ideal para que por ahí se
pudiese disparar un arma.
—Bueno, entonces adiós — le dijo el cura.
Enmudecida por un sollozo, ella lo abrazó. Luego se soltó
bruscamente, y tomando a su hijita dormida salió, silenciosamente, al
patio. Tres golpecitos en la puerta de la vecina, que tenía su cocina
lindante, le bastaron para ser introducida en aquella casa. De allí,
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pasaron rápidamente a la casa de otro vecino, y de otro, hasta que,
cinco minutos después, una motocicleta salía de la penúltima casa de
esa cuadra, manejada por un muchacho que llevaba una mujer, con su
bebé en brazos, detrás.
Para entonces ya había empezado el tiroteo. Tableteos intermitentes
se escuchaban, y de vez en cuando un estampido como de cohete, y
otro y otro.
Roberto cada tanto sacaba la pistola 9 milímetros por el boquete, y
apuntando hacia el cielo, disparaba. Cada vez que ello ocurría, una
andanada sacudía las paredes de la casa, arrancando esquirlas de las
paredes, rompiendo ya las ventanas de chapa y algún vidrio adentro.
—Bajá la punto 50, vamos a terminar de una vez con la hija de puta
—dijo uno de los atacantes. Obediente, un regordete corrió
zigzagueando hacia la camioneta. A los dos minutos regresó, con una
imponente ametralladora pesada. Satisfecho, el bigotudo que diera la
orden la acarició.
La primera ráfaga volteó la mitad de la pared de la cocinita y la
puerta. La segunda ráfaga destruyó la pared del dormitorio. Una
tercera ráfaga, muy extensa, dejó totalmente sin paredes la fachada de
la vivienda, como si fuese un cajón al que hubiesen arrancado por
completo las maderas del frente. Para entonces, Roberto ya no vivía.
Luego de una hora de silencio absoluto, los policías entraron.
Encontraron el cuerpo de Roberto, con su sotana negra pero casi gris,
de tan vieja, empapada en su propia sangre.
—Mirá vos el curita— dijo el comisario... —también había sido un
zurdo hijo de puta. ¡Ya me parecía!
El cantor
A Carlos Di Fulvio
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Inspirado en la represión interna que se desató por entonces en Santiago
del Estero, el escritor imagina una historia en dos planos: la del coronel
Carranza, sobrino de Juan Felipe Ibarra, que huye para buscar refugio entre
las tropas federalistas que aún resisten.
Y el de un recital en Córdoba de un conocido cantor, en cuya
personalidad sugiere la perduración de un misterioso karma.
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brecha entre sus enemigos. No se hace ilusiones. Sabe que tarde o
temprano lo van a agarrar.
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La voz del cantor suena ahora con tonos donde se combinan
matices metálicos con otros vegetales. «Era una cinta de fuego/
galopando, galopando/ piel revuelta en llamaradas/ mi alazán, te
estoy nombrando...»
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le ordeno ahora que me lleve a Santiago... bajo mi responsabilidad».
El joven parece hondamente preocupado. Luego de un larguísimo
resollar, asustado, de mala gana, dice. «Está bien, coronel... espero
que no me haga meter a mí también la pata en la vizcachera. Duerma
tranquilo ahora, mañana vamos a ver». Bajo del jacarandá frondoso
donde habían conversado, Carranza se recuesta, entonces. Hay luna
llena. «Me parece que al menos he ganado la primera, piensa».
Adolorido por la caída, siente después que un sueño intranquilo lo va
venciendo.
Estallan los aplausos. El cantor sonríe y saluda. Luego baja los tres
escalones y con su guitarra, inicia, entre la marea humana, el
dificultoso camino hacia la entrada. Recibe apretones de manos,
reverencias. Yo me acerco también, tímidamente, al pasillo, para
mirarlo de cerca. Pero al llegar a mí, de repente, sucede algo que me
corta el aliento. Al verme el cantor parece espantado. Se pone pálido,
tiembla. Soltando su guitarra, que por suerte es sostenida por alguien
antes de caer, parece querer escapar de mí. Pero luego vence su miedo.
Se acerca. Me mira. Y tomándome de la mano con sus dos manos
frías, me dice sordamente: «Perdóneme, coronel... ¡yo no lo quería
hacer!»
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Encuentro con Maia
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empresa de los europeos y llego justo para una maldita reunión social,
atravieso los grupitos elegantes, llego al teléfono, marco: nada, la puta
que lo parió, me digo, lo voy a ir a ver a Litto Nebbia y chao, esta
mina no me va a matar la alegría, me escabullo como puedo de los
requerimientos; entonces una determinación se va abriendo paso,
autónoma, en mi corazón: voy a ir a su casa, a mí no me va hacer
venir para borrarse sin al menos decime "gracias por cumplir con la
cita, pero no va más" y me encuentro caminando hacia la terminal, me
encuentro en la terminal, me encuentro con el boleto en la mano
haciendo cola para los colectivos que van a La Plata; ya no voy a ir a
ver a Litto Nebbia, seguro: son las 8 y veinte, conservo el rostro
inexpresivo mas miro con ansiedad a los costados, ¿por qué imagino
que puede bajar de uno de los colectivos que van y vienen?, miro
hacia atrás, veo una cabellera caoba, leve, enmarañada y de bucles
hondos, me sobresalto, casi la encuentro, así me pasó luego de la
primera vez por el centro, la vi pasar, piernas bellísimas, salí
corriendo, nalgas subversivas entre la multitud, la llamo por su
nombre tomándola del brazo, sólo para recibir una mirada feroz de la
muchacha, bastante parecida, me consuelo, mezcla frecuente en
Buenos Aires, de español, italiano y alguna sangre centroeuropea
produciendo esa belleza que, fíjense ustedes, ya Rafael Sanzio
preanunció; al fin me toca subir al colectivo veo sus ojos azules frente
a mí el domingo siguiente, a las tres de la tarde, con el fondo de los
antiguos marcos marrones de las puertas y ventanas del café y los
autos perezosos que transcurren las calles angostas de Congreso, veo
la plaza con las enormes estatuas, las palomas, el edificio reiterando
en mi memoria su simbolismo ambiguo del poder en tiempos de paz,
siento su abrazo, sus pechos hermosos redondos contra mi cuerpo, su
boca en mí, gente pasando, mirándonos, mirasonriendo, hacemos linda
pareja, siempre hice lindas parejas, la veo frente a mí sentada en la
silla antigua del café, contándome que al hecho de que su padre era
camarista en la época del proceso le deben el haber salvado la vida,
tuvimos que irnos a Salta, cinco años metidos en el campo de mi tío,
el usó su título de ingeniero agrónomo, habíamos estado con
Montoneros, aquí, me dices y yo termino de aceptar que esa
hermosísima mujer de voz suavemente grave está ahí, para
comprobarlo te tomo de la mano un poco bruscamente y en el
movimiento vuelco el vaso con soda, qué hacés loquito me dices, otra
vez, te ríes, se te marca esa arrugita tan única de la comisura, me
muestras tus dientes de coneja refinada, voy mirando con curiosidad
los bloques de edificios por la ventana, mientras, anochece, nos
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metemos en un túnel negro y desembocamos sobre un puente
tenebroso, todo evoca muerte, por acá se manejaban las patotas de
secuestradores, me digo, cuánta muerte en mi país, mi Dios, y pienso
nuevamente en vos, cómo te has metido en mí, muchacha, qué pasa,
otro colectivo se ha parado en el camino y la gente haciendo señas,
sonamos; nos detuvimos, el otro chofer explica y sube la gente,
renegando, transpirando, aún espero encontrarla entre ellos pero ya
débilmente, ausentemente, una certidumbre se me va gestando en el
corazón a medida que nos acercamos a La Plata, a medida que
aparecen los edificios blancos, casitas bonitas, estaciones de servicio,
no sé en qué momento nos pusimos en camino entonces te veo llegar,
sábado por la noche, ojos arcanos, cabello humedecido, toda de negro
y marrón, me mataste, pienso, camisa en seda bordada pulóver pelo de
llama sobre los hombros, sandalias, franja de cuero sobre tu empeine
bellísimo y un medallón de hierro: "me mató", pienso, mientras te
miro por tras del vidrio y las rejas coloniales, hierro forjado y
quebracho en la puerta cancel, me demoro con la gran llave para
mirarte bien, las once en punto, sonríes, te beso; cierro la puerta de
calle y vuelvo: cenamos con cerveza y dos velones en el ancho
comedor, aparece La Plata en la distancia, abro la ventana, enseguida
estamos en medio de las calles intrincadas y los pocos autos, la
terminal, bajo embotado de pensar en ella con tanta intensidad, una
terminal vieja y amarillenta bajo los focos, voy al teléfono público,
marco (corazón palpitando en la boca) me atiende un niño, voy a
llamarla me dice, oigo tu voz (aún no lo creo): "¿estás aquí, en serio?",
me dices, "¿no quedamos en que vendría?", digo, "¿de dónde me
hablas?", "de la terminal", "¿en serio?", te ríes, "claro", digo, "¡qué
loco!", me contestas, "estaba saliendo para despedir a Papá que viaja a
España, está bien, dices, me arreglaré para no ir, me arreglaré, en
cuarenta minutos estoy ahí, a las once menos diez tu cuerpo blanco
como en La merienda campestre, de Manet, sólo el slip oscuro,
bordado, tus pies hermosos junto a los míos, mi cuerpo quemado por
el sol, tu delicado olor, me despierto en medio de la noche y te
encuentro en mí, tengo que esperar (¿por qué habrá dicho "menos
diez"?), pregunto la hora, me voy a caminar por las calles aledañas,
esta ciudad me recuerda a Río Cuarto, una avenida ancha,
descendente, parecida también a La Cañada; calles oscuras, gente
vestida de un modo provinciano, camino media hora y recojo todos los
olores de esa noche primaveral yo conozco un lugar, dijiste aquél
sábado, bajamos de tu auto pequeño, un boliche coqueto, con
escalinatas de piedra, en las afueras de la ciudad, carlitos y cerveza,
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medialuz, muchachos y chicas danzando tranqui tranqui, "esta noche,
es una noche sensacional", decía Porcheto, estoy loco por vos, lo
sabes, quizá tú también, pero por qué a la tarde siguiente, luego que
todo hubiera pasado y se acercaba el momento de la despedida, antes
de cruzar la anchísima 9 de Julio, tuve temor de que me empujaras
bajo el horrendo vértigo de los autos, y retiré el brazo que me
aferrabas; habíamos andado -después del boliche-, hasta el amanecer,
querías ir conmigo a Buenos Aires, vacilabas por los niños, "mañana",
te dije, a la postre ahora estaba menos impaciente que vos, "mañana",
y qué julepe cuando me llevabas a la terminal y al salir de un giro
encontramos una pinza, "como las del proceso", dijimos después,
porque hasta pasarla nos quedamos mudos, una mujer joven se ha
puesto a darme la lata, me he sentado en un banco sucio de la
terminal; me da pena imaginar su decepción cuando Maia aparezca
(¿aparecerá?), pero es imposible no ser cortés: estoy contento al
mango; la conversación se ha puesto animada, ella se acerca un poco y
me cuenta que dentro de una hora va a viajar a Mar del Plata, de
repente siento algo, me doy vuelta, allí está, acreciéndose por el
pasillo con pantalón negro, escarpines y un buzo amarillo con
capucha, el pelo recién lavado; me levanto, dejando a la mujer del
banco sorprendida, tus increíbles ojos lapizlázuli se humedecen y
sonríen, me besas, suavemente, en la mejilla: "Tengo el auto aquí a la
vuelta", dices. Y nos vamos.
Eufemia
Quién iba a decirme que el amor iría a traer aparejada esta angustia,
tres amores después de la ida, y el alma que no acierta en la alegría,
melancolía, destellos de segundos, más, belleza más perfecta pero no
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calma el corazón, cada vez. Deambula el espíritu del poeta de aquí a
allá sin posarse, las manos, delgadas, largas, y su voz, honda y lenta,
ojos de almendra, pelo de cerveza efervescente y esa ausencia, ese
silencio, tal vez fuera el camino por el que yo no debiera de haber ido.
Tres idas y se repite: de nuevo estoy a las puertas del sepulcro.
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duro. El médico, benevolente, me explicó: -Se la hemos vendado con
gasa enyesada, para proteger la zona de la operación.
II
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posible sin mortandad ni violencia, se que yo solo no pudiera; tal
cometido excede la dotación que se me dio poseer.
Ella me miró como asombrada con sus ojos café. -¿Te sucede algo?
-me dijo. -No sé. Tal vez he estado soñando. Eufemia se quedó
mirándome largo rato, junto al río. Yo seguía silencioso. Cuando se
me dio hablar, dije: -¡Qué extraño!... Adriana... los chicos... mi
familia, la familia de mi familia... ¡parecían tan reales!
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El otro yo de Mr. Hyde
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las intrincadas callejuelas de Londres, pero una cosa era cierta: dormía
indefectiblemente con Hyde.
Lo extravagante del asunto consistía en que este Dr. Jekill -o como
se llamase- había comprado una amplia casa en la zona residencial,
amoblándola por completo. Allí, había instalado su consultorio, e
incluso había contratado a un valet, un ama de llaves y numerosa
servidumbre. ¿Por qué, entonces, iría a dormir con Hyde, en un
incómodo departamento de ocho por cuatro en los barrios bajos?
Lord Snowdon no era demasiado inteligente pero poseía mucho
tiempo. Le llevó muchas noches completas de paciente control la
investigación que obtuvo, como premio, establecer las raras
costumbres de estos dos individuos. En esos períodos de estática
vigilancia, ora frente a la vivienda de Hyde, ora frente a la de Jekill,
meditaba. Se le ocurrió una explicación bastante absurda, pero luego
de mucha vacilaciones la aceptó. ¿Acaso el famoso chevalier Dupin
no había llegado por este método a la resolución de varios crímenes?
Por una serie de indicios encadenados, Lord Snowdon arribó a la
convicción, decíamos, de que Mr. Hyde y el Dr. Jekill... ¡eran la
misma persona!
La aserción adquirió solidez poco a poco en su mente. Hyde era un
delincuente, un marginal de la sociedad, que, harto de tal degradación
había encontrado el modo de huir de su condena existencial. A través
de quién sabe cuan largas y misteriosas experimentaciones -quizás
guiado por algún científico loco- había logrado una fórmula para
cambiar de personalidad. Logrado este propósito, convertido en un ser
que era precisamente su contrario -y justamente por eso agraciado y
amable- no le resultó difícil encandilar a la frívola sociedad
londinense. Sin duda contaba con abundantes fondos -producto
seguramente de toda una vida de pillerías-; de otro modo le hubiera
sido imposible dotar a su creación del nivel de vida que ostentaba. Era
evidente, sin embargo, que no había logrado la receta para permanecer
definitivamente en su aspecto de "Jekill". Sin tal supuesto no se
explicaría que se viese obligado a regresar, noche tras noche, a la
infame madriguera de Mr. Hyde. Todo esto meditaba el Lord,
mientras vigilaba.
Pese a las quejas de su joven esposa, Lord Snowdon persistió en
sus agotadoras investigaciones nocturnales. Se le había fijado en la
mente un empeño: iba a develar este caso. Noche a noche, semana tras
semana se mantuvo como un soldado, alternativamente ante las
moradas de Jekill y de Hyde. Así esperaba acumular al serie de
- 63 -
evidencias que, llegado el momento, le permitirían entregar el caso
resuelto a las autoridades.
Una noche esperó en vano. Ni el Dr. Jekill ni Hyde se mostraron.
¿Qué sucedía? Tal vez había llegado el momento de actuar. Presuroso,
Lord Snowdon acudió a Scotland Yard. Cuando regresó con los
agentes, halló la vivienda del abominable Hyde vacía. Corrieron a la
casa de Jekill. Tampoco había nadie. El pájaro había volado. Los
criados no estaban, el consultorio no daba muestras de haber sido
usado en varios días, y los guardarropas desocupados indicaban que su
propietario había emprendido un largo viaje. ¿Bajo qué personalidad
lo había hecho? Tal vez nunca lo sabría. Desalentado, Lord Snowdon
regresó caminando a su residencia.
Allí, le esperaba una sorpresa: no encontró a su esposa por ningún
lado. Atacado de repentina suspicacia, corrió a la caja fuerte. La halló
despojada de caudales.
Desconsolado en extremo, tuvo que acudir nuevamente a Scotland
Yard. Luego se retiró a descansar, en su casa de campo. Creía
merecerlo. El largo período de investigación y los últimos
acontecimientos le habían agotado.
En aquel lugar, varios días después, los detectives tuvieron que
narrarle el conjetural destino del "otro yo" de Mr. Hyde. Al parecer
había partido, cargado de equipaje y dinero -dejaba abundantes
propinas por donde pasaba- hacia un paradisíaco lugar de Suramérica,
donde proyectaba radicarse definitivamente. Quienes los vieron,
juraban que la joven dama que le acompañaba, con el muy presumible
propósito de endulzar sus horas, era la mismísima, adolescente y bella,
Lady Christinne.
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bombona de las que se usan para guardar elementos gaseosos. A
izquierda y derecha agujeros, con sus bocas redondas.
-¡Zas -digo-, me he caído en una encrucijada de cloacas!- Y me
dispongo a ver el modo para salir de allí.
De sólo mirar me convenzo de que no me va a ser posible
trepar. Ni se ve la boca de salida. Debe ser por la noche, pienso. Lo
cierto es que me largo por una de las tuberías. No sin aprensión, claro,
pero a poco me sorprendo porque está todo limpio. Ni sombra de
suciedad. Una vez andados cerca de 100 metros me percato de que las
supuestas cloacas eran de un material muy liso, como plástico o algo
así, no cemento. "Habría que felicitar al gobierno", me digo. No
termino de pensar esto cuando, ¡bum!, caigo de nuevo. Otra vez en
una bombona de tuberías. Bueno. Elijo otra tubería al azar y me largo
nuevamente.
Al final de ella, encuentro como una conexión, dos bocas a
izquierda y derecha. Hago ta-te-tí y me zampo en la de la izquierda.
Pero qué les
cuento, no llego ni a la mitad, cuando: ¡bum! De nuevo abajo.
"Esto se está poniendo poco original", pienso. Y decido seguir. Por
suerte está todo limpio. Mi traje ni siquiera se ha salpicado. Así
continué un rato largo, subiendo y bajando, al este y al sur, y también
al norte, y quizá al noroeste, hasta que agarré al fin un tubo que
ascendía. Subí y subí, esta vez sin caídas, y cuando vi la luz del
exterior como a cincuenta metros, tuve miedo. No vaya a ser que justo
ahora caiga de nuevo, dije (en voz alta, total nadie me escuchaba).
Pero no. Tranquilamente, llegué al final. Y salí a mi ciudad.
¡Oh sorpresa! Ya no era la misma. Yo, a Santiago la conocía como a
la palma de mi mano. Los veinticinco años que tenía los había pasado
aquí. Era Santiago, pero... ¡cómo había cambiado! La gente iba
vestida de un modo diferente. Todo estaba lleno de autos muy feos y
el ruido era insoportable. Había emergido cerca del Mercado.
-Disculpe señora- le dije a una chipaquera, que vendía en la
calzada- ¿en qué fecha estamos?
-2 de agosto- me contestó la vieja, sin dejar de masticar.
-Pero ¿de qué año?- digo.
La vieja me mira como si fuera opa, y me contesta: -De 1989 ,
pues.
¡Qué! ¡Han pasado 54 años! ¿Cómo puede ser? ¡Con razón está
todo tan distinto! Rápido agarro por la Pellegrini, en busca de mi casa.
Llego a la 25 de Mayo y doblo, con el corazón a toda carrera. Media
cuadra.
- 65 -
Allí está. Mi casa. Apenas un poquito más vieja, pero bien
pintada. Cuando estoy por abrir la puerta digo: "no, quién sabe si ha
cambiado de dueños".
Y decido tocar el timbre pues la aldaba ya no está. Son las diez
de la mañana. Me atiende una morenita como de diecinueve años.
-¿Señor? -me dice.
-Digamé, ¿quién vive aquí? -le pregunto.
-La familia Revainera. -Ah, entonces he venido bien, le
contesto, porque yo también soy Revainera.
Me hacen pasar y conozco a la dueña de casa. El marido no
está, trabaja en el banco. Pregunto el nombre del marido. No me
suena. Pregunto cuántos años tiene el marido, veintinueve, me dice.
¡Lo parió! ¡Es mayor que yo!
Cuando vuelve el tipo del trabajo no puede creer que yo soy
Alberto Revainera.
-¡Pero si ha muerto hace más de cincuenta años! -me sostiene.
-Y ¿de qué ha muerto? -digo sin convicción.
-¿Sabe que no lo sé?... -contesta-. Y ahora que lo dice... mi
padre y la familia solían comentar que el tío Alberto había
desaparecido de un modo muy raro...
Al fin mi sobrino-nieto tuvo que creerme que yo era yo. Le
mostré la libreta. Toda una prueba, como se sabe.
De a poco, los viejos de la familia empezaron a desfilar para
observarme.
Los viejos eran mis sobrinos, mis primos menores. ¡Qué cosa!
Con el tiempo, todos se habituaron a mí y a nadie llamó la atención
verme a diario.
Por suerte mi sobrino-nieto no se negó a darme la misma
habitación que ocupaba hace cincuenta y cuatro años. Conseguí un
puestito en la municipalidad. ¿Qué más se puede pedir?
Bueno. Esta es la historia. No sé si les habrá parecido
interesante, como para poder figurar en algún anecdotario. Hace poco
me he puesto de novio.
Ella es muy buena y le encanta escucharme contar historias de
mi tiempo, como el fusilamiento del cabo Paz, por ejemplo. Lo único
que no me gusta, de las chicas de ahora, es que son un poquito
liberales.
- 66 -
Tribulaciones de un escarabajo
***
- 67 -
el testamento, empero, su padre había mencionado esa lectura como
una etapa necesaria para su educación, cumplida por los Ybarras desde
muchas generaciones atrás. Luego del lacónico párrafo que expresaba
aquel mandato, seguía otro no menos breve, en el cual se especificaba
la prohibición de hacerlo antes de cumplir los 54 años. Ni antes ni
después, debía ser, precisamente, a esa edad.
El día de su cumpleaños, Asencio, viudo, empleado de correo a
punto de jubilarse, ascendió perezosamente al entrepiso donde se
hallaba el aparador que guardaba el libro. Era un domingo de enero.
Los Ybarras habían sido una antigua familia santiagueña, de origen
español. Emparentados con Núñez del Prado, sus primeros miembros
poseyeron mercedes amplias en Guasayán, en sociedad con don
Joseph de Aguirre. Posteriormente fueron de los primeros en adherir a
la Revolución de Mayo; dos de ellos dejaron la vida en combate con el
enemigo imperialista, acompañando al General Güemes.
El languidecimiento de Santiago fue también el de los Ybarras, y el
siglo XX los halló convertidos ya en una familia escasa, cuyos
hombres eran grises burócratas y sus mujeres devotas de la Legión de
María. Refugiado en un barrio de trabajadores, Asencio era el último
descendiente varón de aquella linajuda estirpe. Su esposa provino de
un hogar igualmente antiguo, un poco menos empobrecido que el
suyo. Hacían dos años que había muerto.
Asencio tomó el libro con las dos manos, sopesándolo. Lo limpió
con una franela, recorrió con los dedos las letras repujadas en su
cubierta de cuero. No tenía muchas ganas de leerlo. Pese a que era
breve -unas cincuenta páginas escritas a mano sobre pergamino de piel
caprina-, su lectura le producía rechazo. Veinticinco años obligado a
descifrar cotidianamente memorandos, tarifas postales o insulsos
formularios, habían formado en su mente la categorización de
cualquier lectura que no fuesen los sociales del diario, como un
ingente contratiempo.
Sin embargo, Asencio era hombre respetuoso de las tradiciones,
con ese dejo reverencial que caracteriza a los hombres del Norte. Lo
último que se le hubiera ocurrido era contrariar post-mortem un
designio de sus mayores.
Bajó, entonces, con el libro, y se instaló junto a la ventana del
patio. En letras góticas, con un lenguaje arcaico, el proemio anunciaba
que el volumen contenía dos cosas; una revelación filosófica y una
fórmula de magia. Asencio se sorprendió al comprobar que enseguida
fue atrapado por la prosa que leyó.
- 68 -
Cada individuo posee una conformación física que no cambia,
manteniéndose permanentemente con iguales características y
facultades. Pero pertenece a un solo tiempo. Esto es: el cuerpo
humano que conocemos, no es uno, sino la repetición innumerable de
diferentes cuerpos parecidos, por los que atraviesa nuestra conciencia.
Por ejemplo: la muchacha que observamos transitar por la vereda,
pertenece corporalmente a ese momento y quedará allí por toda la
eternidad, repitiendo hasta el infinito ese solo acto. Pero su espíritu -o
psiquismo, como se gusta llamarlo en el siglo XX-atravesará por ese
cuerpo, proviniendo de otro cuerpo casi igual pero sutilmente distinto,
cumplirá la constatación y sensación de ese único acto y continuará
luego a un tercer cuerpo similar, que realizará el acto siguiente.
Asencio se detuvo un momento a reflexionar y se levantó para
prepararse unos mates. Un sentimiento extraño, similar al que
sobreviene cuando nos sorprende la comprobación de nuestra
existencia individual, se instaló en él de súbito. Mientras manipulaba
la gabeta, el repasador y la pava, comprendió que se hallaba ante una
circunstancia extraordinaria, única por su valor científico. De repente,
su vida gris había tomado el color de la más intensa aventura.
Se explicó la parsimonia y desprecio crecientes de sus antepasados
por las actividades de la vida social. ¿En qué momento habían
accedido ellos a esta revelación? Extrajo el amarillo testamento de su
carpeta y allí leyó: “... que fue cedido en pago de mil doscientas
hectáreas de tierra apta para pastura, además de doscientos cincuenta
doblones limeños por don Joseph de Aguirre en el año del Señor 1735,
siendo estudiado recién al año 1836 por el docto presbítero don
Nepomuceno Ybarra”. Nada más. Pero era suficiente. Había sido por
esa época precisamente -alrededor de 1840-que se iniciara el paulatino
descenso patrimonial de los Ybarras.
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El espíritu -o la conciencia-, originado en un universo superior,
transita temporariamente por una cantidad escalonada de somas, para
regresar finalmente a su ámbito original. Sólo unos pocos quedan
amarrados al existir material, sin excepción debido a su propia
voluntad. La gran mayoría de las conciencias, minerales, vegetales,
animales y humanas, cumplen la parábola para instalarse al fin, de
nuevo, en el Reino espiritual. Este Reino es del cual hablaba Jesús: el
único perfecto y en armonía sin límites.
El mundo de la materia, es imperfecto y limitado. Al abandonar el
Paraíso, el alma ingresa a un peregrinaje por aquesta prolongada
prisión, cuyas celdas son los sucesivos cuerpos que va atravesando.
Algunas de las consecuencias de la travesía son inherentes a la
materia, como la opresiva finitud del organismo humano y su absoluta
imposibilidad de comunicación genuina. Otras, provienen de la
combinación de esas limitaciones con la existencia colectiva. En ese
contexto pueden comprenderse las palabras del Cristo, cuando dijo:
“No pertenecen al mundo, como yo tampoco pertenezco al mundo”
(Juan, 17,16); y luego: “Conságratelos con la verdad”.
Pues la verdad es el Reino final, alfa y omega, al que se llega sólo
al escapar del cuerpo: el mundo conocido por la experiencia humana
es una falacia, aparentando integración unitaria, pero en realidad
miríadas de seres y objetos separados, distintos y condenados a
repetirse por siempre en el mismo gesto, ligados únicamente por la
percepción que de ellos hace la conciencia. La unidad verdadera es
sólo posible en aquel universo, donde se contempla eternamente a
Dios, contemplándose simultáneamente uno mismo.
Había arribado cautelosamente la oración. El mate estaba frío.
Asencio se levantó para poner la pava en el fuego y encender la luz.
- 70 -
diputado autonomista amigo de la familia, lo había hecho “calzar” en
un puesto de control del correo de Santiago. Y allí estaba.
Ascendiendo un punto regularmente cada cinco a seis años, pero
haciendo el mismo trabajo.
A los treintaidós años se había casado con Adelaida Gancedo, diez
años menor que él. Era una linda muchacha, modosita y profesora de
piano. Pero resultó dueña de un carácter de fierro. A poco de casados
desnudó las uñas. Reorganizó totalmente el orden de la casa Ybarra,
incluyendo los hábitos de Asencio. El era hombre de conciliación más
que de lucha, por lo que paulatinamente y sin roces terminó aceptando
el liderazgo de Adelaida. Mas su temperamento sufrió una fuerte
conmoción negativa, que se prolongó con matices durante todo el
período de convivencia con su esposa. Ella engordó rápidamente y a
los tres años se vio obligada a modificar la totalidad de su
guardarropa. Algo debía haber sospechado antes de su casamiento la
niña, pues la mayoría de sus vestidos tenía tela de sobra para
ensanchar. Por último, no era tan refinada como el largo noviazgo
hubiera autorizado a afirmar. Roncaba horriblemente y los productos
gaseosos de su digestión lenta, enturbiados aun más por el exceso de
alimentos que la mujer ingería, hacían casi insoportable su compañía
en la habitación; en especial durante las noches húmedas del invierno,
en que se deben cerrar puertas y ventanas.
En fin. Fueron veinte años de callados padecimientos, que lejos de
ofrendárselos al Señor, Asencio, de tendencia agnóstica como ya
hemos visto, interpretó como prueba cabal de la pertenencia humana
al previsible reino de lo zoológico.
Hasta que Adelaida murió. Amaneció dura al lado de Asencio, que
por rara coincidencia ese día se había dormido sin escuchar el
despertador. Durante la noche le había sobrevenido un paro cardíaco,
hecho que el médico declaró era casi de esperar, pues la mujer pesaba
ya cerca de ciento setenta y ocho kilos.
La vida de Asencio recobró luego de tan larga modificación, el
moderado desorden de sus épocas de soltero. Ni se le ocurrió pensar
otra vez en mujer. A los cincuenta y dos años... pero pesó en verdad
decisivamente sobre su determinación de finalizar solitario sus días, la
frustración de aquel prolongado calvario en que se había convertido, a
poco de consumarse, su matrimonio.
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Siguió leyendo Asencio bajo la luz amarillenta del foco de 25
watts. Otro resabio de Adelaida, que odiaba pagar un centavo más de
corriente, pensó él y se prometió cambiarlo pronto por uno de 150.
El espíritu, alma, logos, conciencia, psichè, nefeŠ, o como el
hombre haya querido llamarlo, atravesaba entonces una existencia
compuesta por la sucesión de millones de actos de seres distintos, que
adquirían sentido únicamente por su conocimiento y memoria. Al final
de ese camino, existían dos posibilidades previstas por Dios: el
ingreso al Reino eternal, o la repetición del ciclo (que los orientales
llamaban reencarnación).
Y una tercera no deseada, pero permitida por el Supremo Hacedor:
la perduración eterna de la conciencia en el limitado reino de este
mundo.
Era lo que los exégetas hebreos llamaron gehena, ben hinom, seol o
“el fuego”. Pues se decía que quienes quedaban allí padecían como si
su alma se estuviera consumiendo entre las llamas.
Ahora bien, el Creador había hecho al hombre libre y no podía
impedirle el conocimiento de ninguna posibilidad. Así es que, quienes
por su natural inclinación psíquica -hombres o familias-tendían al
aprecio extremo del reino de este mundo, arribaban al mecanismo para
perpetuarse en él, si lo deseaban. Habían múltiples maneras de acceder
a ese conocimiento. A los Ybarras les había correspondido el de la
posesión del libro.
Si él quería quedar en este mundo, si el lector prefería la tierra al
Reino de los cielos, debía pasar al segundo capítulo del volumen,
donde hallaría la fórmula. Más debía tener en cuenta que ésta lo
facultaba únicamente para detener a su alma en un solo momento, una
sola situación de su vida entera, donde quedaría eternizada para no
salir de allí. La voluntad del lector lo facultaba a elegir esta alternativa
y seguir adelante con el estudio del texto. Pero no debía alegar luego
que no se le había advertido sobre las consecuencias de esta acción.
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Desplegó sobre la mesa el mantel de plástico que había adquirido
hacía poco, ubicó geométricamente la botella de vino, el sifón, el vaso
que había sido de dulce de leche y el plato floreado y se sirvió pata de
chancho, ensalada rusa y quesillo, acompañados de buen pan casero.
Masticó lentamente los manjares, mientras pensaba.
Llegó a la conclusión de que le daba igual existir en este mundo o
el otro. Con la diferencia de que al primero por lo menos lo conocía.
Asencio era, por principio, renuente a lo desconocido.
¿Quién le garantizaba, después de todo, que el famoso Reino de los
Cielos fuera como se decía? Era mayoritario el consenso, es cierto,
sobre su armonía sin límites y había mucho escrito sobre ello. Pero
eso tampoco probaba nada. ¿Acaso no se había publicado en el diario
la muerte del Pichi Revainera, en un accidente de biplano? A tres
columnas se cantaban loas póstumas al joven y destacado aviador
desaparecido y la página entera de avisos fúnebres se cubrió de
adhesiones a su inhumación -simbólica, ya que el aparato había
quedado reducido a cenizas-. Y el Pichi había sido visto después en
Nueva York, disfrutando sin duda de los depósitos bancarios de su
mujer, que se habían esfumado junto con él.
¡Bah! Todo es vanidad, como decía Qohelet. Esta era la única frase
religiosa que le había gustado alguna vez.
No se sentía inclinado, si debía decirlo, a optar por el Reino
Espiritual, en caso de poder hacerlo. Asencio era de los que adherían
al famoso refrán “prefiero malo conocido a bueno por conocer”.
Con esta semideterminación en sus ideas regresó al sillón junto a la
ventana, luego de cenar.
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propia de la más intensa aventura y el sentimiento de autovaloración
se habían aunado. Había sido en el día de su casamiento.
En ese día. No antes, ni después. Antes, por el asordinamiento de
las relaciones sentimentales que imponía a los noviazgos la rigidez
moral de la sociedad santiagueña. Después, a causa de las decepciones
ya narradas.
Unicamente ese día, o más precisamente, en un determinado
momento de él... sí, se acordaba... fue al cortar la torta, con la mano de
Adelaida envuelta en sus dedos... eran una hermosa pareja, decían las
comadres, él buen mozo, de porte señorial, ella rellenita y fina, en la
flor de su juventud... Adelaida tenía las mejillas encendidas, era una
noche de invierno y habían activado la calefacción, el local estaba
atestado; él sentía en la epidermis de su palma la vibración de la piel
de la muchacha, transmitiendo la ansiedad gozosa del prometedor
momento que se avecinaba... tantos años esperando... en unos
instantes llegaría la hora de la intimidad; ella y él, solos, en una
exclusiva habitación de hotel, ella semidescubierta bajo el camisón
transparente, él extasiado con la belleza de su cuerpo... Estallaron los
aplausos... eran el centro de la reunión... ¡Qué importante se sintió!
La luna de miel había sido un fiasco, pues Adelaida se había
negado con obstinación a desvestirse. En toda su vida de casados,
Asencio no llegó a conocer su cuerpo. Nunca supo si se debía a
problemas de índole psíquica, moral, o algún oculto defecto.
Pero esa noche... ¡ah, esa noche! Los amigos haciendo bromas y
levantando las copas en su honor... El rostro de su padre, con aquel
brillar en los ojos que desmentía la severidad de su gesto... su madre y
su hermana, llorando desbordantes de alegría... En la familia ya creían
que Asencio se iba a quedar solterón.
Sí, elegiría ese momento.
Abrió el libro en la segunda parte. Sobre la primera página en
blanco se leía con letras góticas: “Fórmula para acceder a la
eternización terrenal del alma”.
El secreto consistía en memorizar cierta oración. Era una especie
de salmo, de unos cuarenta
y cinco versículos, lleno de invocaciones, alabanzas a la materia y
exclamaciones breves.
Una vez memorizado, el salmo debía ser repetido con lentitud; se
debía fijar en la mente, con imágenes, el momento deseado y las letras
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debían aparecer sobreimpresas a las figuras imaginadas. Cuando se
lograra esta situación y la concentración perfecta, insensiblemente la
vida del individuo habría de quedar fijada por siempre a ese momento.
Asencio se abocó a la tarea. Poseía buena memoria, ejercitada a
diario en la retención de los incrementos en las tarifas postales. A la
medianoche ya tenía totalmente aprendido el salmo.
Dejó el libro cerrado sobre la mesa, con una nota encima que
ordenaba incinerarlo en caso de desaparición de su propietario. Colocó
la pava en el fuego y dispuso todo para tomarse unos buenos mates.
Acercó su sillón preferido a la cocina a gas de querosene y se dispuso
a iniciar la ceremonia.
Empezó a imaginar el momento. El rostro encendido de Adelaida,
los ojos de su padre. Las manos de los amigos, el vino espirituoso. Los
flashes de magnesio, el abrazo de su hermana... Como una brillante
vista en colores, todo apareció en su mente; maravillas del recuerdo...
Empezó a recitar el salmo; las letras, con extraordinaria nitidez, se
modelaron, en blanco, sobre las figuras que iban y venían...
Dulcemente, como si se adormeciera, fue dejando de sentir el
posabrazo del sillón, los pies... para internarse paso a paso en la
figuración de su noche de casamiento.
Epílogo
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Niebla en los árboles
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esmero este aspecto de la finca. Tilias, sophoras y catalpas se
combinaban en una edificación vegetal, con especies más conocidas
como fresnos, sauces y araucarias, en los primeros mil quinientos
metros cuadrados que rodeaban el casco. Los lindes habían sido
determinados con una prieta cortina de casuarinas que creaba, pasando
el portón de entrada, un clima aparte, silencioso y calmo.
Precisamente aquel extraño clima, como el de un mundo distinto
donde rigieran otras leyes físicas había sido -según lo pensáramos al
principio-, lo que daría pie a todas esas leyendas que circulaban entre
la gente más sencilla. Leyendas que hablaban de extrañas fuerzas,
sonidos imprecisables, luces, desaparición de animales y hasta de
personas en su limitado perímetro. Por nuestra formación no podíamos
creer en esas patrañas. Recuerdo que sonreímos, con mi hermano,
cuando un poblador nos contó todo aquello en un boliche de las
cercanías. Lo cierto es que el asunto nos favoreció cuando llegó el
momento de arreglar el precio; pagamos apenas quinientos australes la
hectárea, en una zona tan hermosa y sólo mil adicionales por las
construcciones y mejoras. Aquí la gente es muy supersticiosa.
Sin embargo, los acontecimientos posteriores iban a darles,
tristemente, la razón.
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todo el tiempo con sus sombras. A su lado, contaban con una
agradable laguna.
También en este aspecto tuvimos suerte. El hombre era respetuoso
y reservado, al igual que su mujer. Ambos trabajaban con aplicación y
conocimiento, él en el campo, ella en su hogar. La mujer cocía
excelente pan en el horno de adobe que se habían construido. No
teníamos, entonces, necesidad del pan industrial.
Respecto de las habladurías sobre los espectros del campo, no
parecían preocuparse demasiado (aunque ésto es difícil de precisar,
pues nuestro criollo de tierra adentro es extremadamente parco y no se
puede saber nunca lo que realmente piensa). Sólo un detalle nos indicó
que ellos también temían algo. Manuel -así se llamaba el hombre-me
pidió un día permiso para fabricar un “bendito”, al lado de la casa. Por
supuesto, lo autoricé. NO me causó mucha gracia el asunto -debo
decir que soy agnóstico, y considero que residen en las supersticiones
muchos de los motivos del atraso de nuestro pueblo humilde-, pero
respeto las creencias de los demás, por absurdas que me parezcan.
Aunque, después de lo que sucedió, confieso que muchos de mis
criterios han vacilado, pese a seguir convencido de que se trató de
fenómenos explicables por algún tipo de raciocinio, desconocido aún
para los humanos, pero alcanzable, en alguna etapa posterior de
nuestro desarrollo.
Bien. Estábamos en que Manuel había resultado una muy buena
adquisición.
A las seis de la mañana -fuera invierno o verano-ya estaba
ordeñando. A esa hora ya había alimentado a los cerdos y las aves.
Enseguida, luego de soltar las vacas y dejar los bidones llenos de
leche para nuestro consumo, partía en su bicicleta a llevársela para los
viejecitos. Todo el día se ocupaba del campo, sea en tareas de siembra,
desmalezamiento y riego, o reparando alambrados y máquinas. El
hallaba siempre algo de lo cual ocuparse. Cuando era necesario (en
épocas de cosecha o cultivo intenso), estaba autorizado a contratar
cuatro o cinco ayudantes. Nos aconsejó invertir en alfalfa, paja para
escobas y tomate platense; tuvimos buenas cosechas. Por cierto,
nosotros retribuimos muy bien estas ganancias imprevistas que nos
trajeran sus conocimientos. Con el plus que le otorgamos, Manuel
compró un televisor para su hogar.
Mi hermano y yo trabajábamos en la universidad de Santa Fe,
practicando la docencia y en tareas de investigación. Eramos autores,
además, de algunos textos de matemática moderna y química para los
ciclos secundario y terciario, que habían tenido mucho éxito. La
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editorial se había ocupado, por lo demás, de promocionar estas obras
(tal vez con cierto exceso). Los ingresos provenientes de nuestras
actividades y los libros nos permitían vivir, sin lujos, en una moderada
prosperidad. Mi hermano poseía su cochecito europeo, al igual que yo,
y habíamos adquirido una camioneta gasolera que nos permitía traer
mercaderías de la ciudad, usándola en el resto del tiempo para tareas
del campo.
Nuestro cotidiano traslado a Santa Fe no nos insumía más de 40 o
50 minutos. La ruta era muy buena. Habíamos encontrado, al parecer,
el lugar ideal para vivir. El silencio, la parsimonia de la gente con
quienes ocasionalmente uno se hallaba, el clima, benévolo, el aire
libre que respirábamos, proporcionaban una tranquilidad hasta
entonces desconocida por nosotros, ex-habitantes de urbes ruidosas y
pobladas. Yo había engordado tres kilos en seis meses. Notaba
también a mi cuñada y su hijita con los semblantes más colorados y
rozagantes. El rostro de mi hermano, de natural rubicundo pero hasta
ahora pálido, había adquirido el tono de la zanahoria madura y su pelo
lacio brillaba como el oro. Pudimos elaborar allí -al fin-una obra en
que cifrábamos grandes aspiraciones profesionales: un tratado sobre
entropía, que nos permitió consignar una serie de enfoques novedosos
y descubrimientos a los cuales habíamos arribado casi jugando -pues
este campo escapaba a nuestras disciplinas específicas-pero
considerábamos imprescindibles para el ámbito de la investigación
científica. Como decía, pues, nos sentíamos altamente satisfechos con
la propiedad adquirida. Estábamos pensando ya que en aquel lugar nos
enterrarían.
Justamente entonces comenzó todo aquello.
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se aproximaron a toda carrera dos chanchitos. La cerda gris había
tenido cría, hacía poco; era evidente que estos cachorros habían
escapado durante la noche por las rendijas del corral. Escuché los
gritos de Manuel, que venía corriéndolos. Al pasar los animalitos por
bajo del árbol sucedió algo inaudito. Descendió un pedúnculo
alargado, una especie de brazo gigantesco, que partió del huevo de
humo a una velocidad increíble y se tragó a uno de los chanchitos.
Digo se lo tragó, pues me resulta difícil explicar cómo fue;
literalmente lo chupó, lo absorbió, introduciéndolo en
su masa etérea; en un segundo el animalito desapareció. Lo vi
perfectamente, pues era blanco y su cuerpecito se destacaba con
claridad en la semipenumbra del amanecer. Como en un paso de
prestidigitación, la niebla borró al animal del mundo de los objetos. Su
hermanito siguió corriendo, solo. La niebla se esfumó. Vi enseguida
llegar a Manuel, mirar a uno y otro lado, rascarse la cabeza y rebuscar
entre los yuyos secos. Pensaba sin duda que el chanchito blanco se le
había escapado. Miré el reloj: las cinco y cuarenta.
Sin poder evitarlo, salí al encuentro de Manuel y le ayudé en su
búsqueda. Alentaba esperanzas de haberme equivocado. No hubo
caso. El animal no estaba en ningún lado. Manuel se asombró
muchísimo de que hubiese huido tan rápido. Prometió batir palmo a
palmo el terreno, hasta encontrarlo.
No le dije nada de lo que había visto desde la ventana, por temor a
que me creyera chiflado.
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carta cabal. No había que pensar siquiera en robos por parte de los
vecinos. Manuel, ansioso por hallar culpables, lo hizo en una tribu de
gitanos que habían plantado sus carpas, hacía poco, cerca del pueblo.
Yo sospechaba con temor sobre la repetición de lo que había visto
aquella mañana. Unicamente lo conversé con mi hermano, quien
pareció esta vez seriamente preocupado. No quisimos hacer público el
asunto, hasta tener algún indicio más concreto. Aunque rogábamos en
secreto para que todo terminara allí.
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tardes, para ver si se producían novedades. A nadie tranquilizó esto.
Pero al menos teníamos la impresión de “estar haciendo algo”.
Aquel incidente me llevó a cometer un acto del que guardo aun
remordimientos. Molesto por la actitud poco beligerante de mi perro,
compré una cadena larga y lo até a un árbol, en el lugar donde había
mayor concentración de ellos. Pensé en obligarlo así a estar cerca del
huevo de niebla, cuando apareciera; estaba convencido -no sé por qué
causa-de que el mastín lograría capturar alguna cosa. Nunca me
arrepentí lo suficiente.
En una noche muy fría me despertaron sus ladridos. Parecía
enfurecido y aterrorizado, igual que la vez pasada. Me dispuse a salir;
encendí el velador para buscar mis pantalones y las botas. Mas
repentinamente dejó de ladrar. Dudé unos instantes sobre la
conveniencia de salir o no. El intenso frío -estaban los cristales
empañados-, en contraste con la tibieza de mi lecho, influyeron
decisivamente en mi decisión de quedarme, autoconvenciéndome de
que había sido otro animal la causa del enojo de mi perro. Sin hacer
más caso del asunto, me dormí.
Por la mañana, cuando fui a curiosear por la arboleda, mi corazón
dio un vuelco. El perro ya no estaba. La cadena, perfectamente atada
al árbol, había quedado, formando una “ese”, en el suelo; el grueso
collar de cuero estaba intacto... pero vacío. En el acto imaginé lo
sucedido -fue lo peor. Me sentí como un verdugo.
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regreso, hasta la puerta de su casa. Aun frente a la evidente ventaja de
este sistema, la mujer se mostró vacilante para aceptar.
Sin embargo, en el pueblo ya habían comenzado a rodar las
versiones. Había un boliche viejo, en donde se reunían a conversar y
jugar al truco o al billar los hombres. Era el principal centro
informativo de Susana. Allí fui, una tarde de sábado, con el afán de
averiguar algún dato que me orientara. No fue fácil. Si bien me
aceptaron enseguida, los chacareros tenían reticencia por temor a
hacer el ridículo ante mí. Me consideraban “un profesor”, y no querían
que los tomara por supersticiosos ignorantes.
Por fin, luego de que hubiéramos vaciado dos botellas de caña
“Legui”, uno de ellos se animó a hablar. Era un gringo como de
sesenta y cinco años, con los ojos azules pequeñitos y la piel
cuadriculada y roja de los piamonteses. Me contó una historia
descabellada.
Según ella, habitaban el lugar que me había tocado en suerte
criaturas antiquísimas, tal vez originadas con la misma tierra. Traía a
colación, para corroborar su tesis, la versión de su padre sobre un
extraño accidente que sufriera un amigo suyo, alrededor de 1924.
Ellos pertenecían a una de las primeras camadas de inmigrantes que
habían recibido parcelas cerca de allí. El muchacho, de unos veintidós
años, empezaba un noviazgo con la hija de otro inmigrante. Seducido
por la privacidad que ofrecía la arboleda que muy luego me
pertenecería, se habían dado cita con la chica allí. Eran cerca de las
seis de la tarde cuando llegó (él narraría eso después). Lo cierto es que
su noviecita no lo halló. Estuvo un rato llamándolo por su nombre, en
la creencia de que andaría por entre los árboles, pero el novio no
apareció. Molesta, regresó a su hogar. Pronto se trocaría su despecho
en aflicción, pues el joven realmente desapareció. No volvió a su casa
esa noche, ni al día siguiente. Cuando la ausencia se prolongó por dos
días, sus padres y un grupo de amigos fueron a denunciar el hecho al
destacamento policial. No eran gente dada a excesos ni aventuras y el
muchacho jamás se había ausentado antes sin avisar a sus padres. Se
investigó el raro asunto con cuidado; pero los esfuerzos policiales
fueron vanos. No pudieron encontrar al desaparecido. Desesperados,
los padres dieron parte a la Policía Federal. Enviaron entonces desde
Santa Fe a dos oficiales; pero obtuvieron el mismo resultado: ni
rastros del muchacho. Finalmente, no hubo más remedio que archivar
el caso.
Dos años después, hallaron un vagabundo con el pelo largo y
barba, en el camino que une Porteña con Brinkmann, y resultó ser el
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muchacho. Divagaba, creyéndose un profeta. Comenzaba hablando de
un mundo surreal y armonioso, donde no existían límites materiales
entre los seres, para terminar vaticinando el fin calamitoso y próximo
de la civilización humana. Pese a que se negaba a reconocer
parentesco alguno con nadie, sus padres lo convencieron para que
aceptara recibir de ellos protección y alimento. Por espacio de seis
meses vivió bajo su techo. Fue en ese período que algunos colonos
sagaces consiguieron construir, hilvanando trozos de narración que
lograban arrancarle en el transcurso de agotadoras charlas, una síntesis
de su increíble aventura.
Todo había comenzado cuando, la tarde de su cita, se había sentido
atraído por una forma extraña y un sonido que descubriera entre las
frondas de un sauce. Tenía el aspecto de un descomunal huevo,
compuesto por niebla u otra substancia parecida, del cual emanaba un
sonido similar a un silbo. Se acercó, por averiguar lo que podía ser
aquello. Alcanzó a ver una especie de prolongación humosa, que se
adelantó con gran velocidad hacia él y luego perdió el conocimiento.
Cuando despertó nuevamente su conciencia, se halló en un escenario
insólito. Por todas partes flotaban formas, de diferentes tipos. Unas
hacían recordar a los relojes de arena, otras a perlas gigantescas, algas,
o los cristales del hielo. Se movían en el ámbito, que semejaba una
inmensa caverna, atravesándose mutuamente, como si no tuvieran
solidez. Los techos se componían de infinidad de minerales preciosos,
combinados en sus colores translúcidos cual si hubiesen sido ubicados
allí por una mano genial. Zafiro, heliotropo, lapislázuli, amatista y
sabzí se acumulaban en la bóveda, formando a trechos estalactitas de
plasticidad sublime, que a su mente sencilla trajeron reminiscencias de
ciertas esculturas modernas vistas en algún hebdomadario, durante su
adolescencia europea. De ese conjunto granado se desprendía una
luminosidad multicolor, que atravesando las formas, les infundía
matices bellísimos y tonalidades apasteladas, al tiempo que alumbraba
de un modo deleitable a todo el recinto. La lentitud flotante de las
formas transparentes, la estabilidad pétrea de las paredes, la bóveda
multicolor y una especie de incienso que transcurría en volutas,
perfumando el aire, dotaban al lugar de una extraña hermosura que
llenaba el corazón de paz. El joven no tuvo temor. Plácidamente, se
dejó arrullar por la tibieza del lugar, hasta que alguien le habló.
Se le explicó que se hallaba en un estado de vida parcial, limitada a
su conciencia. Con el objeto de traerlo, se había eliminado en los
músculos de su cuerpo todo reflejo y posibilidad de movimiento.
Hasta su corazón había sido llevado a la latencia. Esto no se debía a
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algún tipo de desconfianza hacia él por parte de aquellos que le
hablaban -con lenguaje psíquico, no articulado-, sino a la necesidad de
preservar la delicadísima armonía del mundo en el cual había sido
internado. Allí los movimientos eran tan graduales, tan absolutamente
coordinados entre todos los elementos del conjunto, que los modos y
desplazamientos humanos (incluyendo la respiración y los latidos del
pulso) resultaban atrozmente perturbadores.
Se le dijo que permanecería allí por un período, en el cual
conocería los usos y costumbres de aquel mundo subterráneo y como
contrapartida, él mismo sería escrutado. Lo habían elegido, luego de
observarlo, por su sensibilidad y su carácter representativo del
estamento social al que pertenecía. No debía preocuparse por narrar
nada, aun en el caso de que por simpatía -como constataban-quisiera
aportar datos, sino sólo en aprehender todo lo que se le mostraría.
Ellos, por su parte, se encargarían de averiguar de su memoria lo que
les interesara, sin que él siquiera lo sintiese.
Se abrió ante él un universo de conocimientos gratos y edificantes.
Se enteró allí que aquellos que le hablaban pertenecían a los orígenes
del planeta mismo y eran más antiguos que las formaciones azoicas.
Habían sido una especie de seres que poblara la tierra cuando era un
caos informe, y habían tenido envidiable cercanía, en los principios,
con el Aliento Animador, que en su bondad llegó a cernirse sobre la
faz de las aguas.
Cuando llegó a ser creado el hombre, en un comienzo convivieron,
de la misma manera en que esta especie nueva convivía con
gliptodontes y megaterios. Pero una raza feroz -el homo sapiens-
empezó a proliferar, e implacablemente prevaleció, más y más, sobre
todo lo viviente. Los animales más sensibles y los mismos seres que
habían nacido con la tierra, no tuvieron otra alternativa que ceder
terreno ante el empuje asesino. En el caso de los animales, fueron
desapareciendo paulatinamente, por inadaptabilidad. Los seres,
debieron abandonar la superficie de la tierra.
Hasta hacía pocos siglos habían existido algunas excepciones. Tal
era el caso de las regiones habitadas por ciertos aborígenes -huasanes,
quichés, en América, bosquimanos en Africa, pandavas en Asia-, que
conservaban en sus vidas parte del equilibrio original. Pero los
conquistadores sajones, godos, germanos y belgas habían borrado de
la faz de la tierra toda región habitable. El mundo se había convertido
en lo que era hoy: una superficie vital sojuzgada por una gran banda
de aventureros rapaces, que la estaban llevando fatalmente a la
destrucción.
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Desde entonces, los seres se habían replegado hacia las
profundidades del planeta. Habitaban cavernas inaccesibles, cerca del
núcleo ígneo. Allí existían en equilibrio absoluto, sin contradicciones
entre ellos ni con el entorno. Aspiraban a regresar alguna vez a la
superficie: con ese objeto mantenían zonas aun bajo su dominio, pese
al esfuerzo y desgaste que para ellos significaba. Una de esas era la
que me había tocado habitar.
Aquellos seres se sentían preocupados por el porvenir de la tierra y
hasta de la galaxia. La civilización conquistadora había avanzado
hasta un punto antaño inimaginable. Pronto empezarían a apoderarse
de mundos en los cuales aún existían los signos de la primigenia
armonía universal. Y lo peor, era que se disputarían el terreno a sangre
y fuego. Después de siglos de observación y reflexión, los seres
habían determinado que la única forma de parar a los humanos era
desde adentro de ellos mismos. No eran capaces de destrucción, por
naturaleza y psychè, así que la hipótesis de la reconquista estaba para
ellos, desde el vamos, descartada.
Pero había existido en los inicios una raza de hombres, que por su
constitución cerebral fuera sensitiva, no violenta y dotada de una
percepción holística. Habían sido destruidos, o incorporados a través
de la cruza, por el homo sapiens. Mas sus genes habían sobrevivido a
las infinitas mezclas, perdurando en la conformación psíquica de miles
de individuos contemporáneos. Sus signos podían reconocerse en una
tendencia irrefrenable hacia el arte, la melancolía y los goces del
espíritu. A causa de esto, eran con frecuencia llamados “locos” o
“irresponsables”, por quienes los rodeaban. Hacia ellos se dirigía,
entonces, la acción persuasiva de los seres . Como no podían
permanecer demasiado tiempo entre los humanos -la inmunidad que
habían logrado a sus armas tras larguísimas ejercitaciones tenía una
duración limitada-decidieron “invitar” a los elegidos a conocer su
mundo. Tal sentido tenían entonces las desapariciones transitorias de
hombres y mujeres. Descontaban que conociendo su armonía y
evolución, al volver a la sociedad humana, los visitantes se
convertirían en eficaces propagandistas, contra la prosecución del
racionalismo conquistador.
Esto fue lo que narró el muchacho, quien, luego de medio año,
volvió a desaparecer, esta vez para siempre. Sus padres pensaron que
se había vuelto demente y lo habían llevado unos cirqueros
trashumantes que pasaron por allí, para aprovechar comercialmente
sus delirios. Lo lloraron como muerto.
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La historia me dejó pensativo. Era demasiado sutil como para haber
sido inventada por esas mentes poco habituadas al razonamiento
científico. Las referencias al período azoico de la evolución geológica
y a los animales antediluvianos -que habían sido mencionados por sus
nombres-, así como a los aborígenes de Africa, América y Asia,
denotaban un manejo de cierta terminología por lo común inaccesible
o de escaso interés por el medio en que vivíamos. Era improbable, por
otra parte, que aquel granjero hubiera leído las obras de aquel
científico de la NASA que sostiene, respecto del pitecantrophus, una
tesis bastante similar a la adjudicada en el relato a los seres
subterráneos. Para salir de la duda, le pregunté si leía muchos libros.
Me contestó que no conocía eso, pues apenas había aprendido a leer,
de grande, unas cuantas palabras, que usaba únicamente para que no lo
estafaran en la venta de sus cosechas.
Me retiré del boliche muy tarde, con la cabeza llena de
especulaciones.
El relato había incentivado extraordinariamente mi imaginación.
Ya no pude dormir aquella noche.
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verdadera campaña mundial de comprensión mutua. Personalmente,
sin ser una lumbrera, me consideraba capaz de sostener un diálogo de
ese tipo. Mas si su método sería el secuestrarme, sin la intervención de
mi voluntad, haría cuanto estuviera a mi alcance por evitarlo. La
manera que usaban ellos de conocernos era ya, en sí, una forma de
violencia. Independientemente de lo dudoso de su selección (el único
caso conocido por mí era el de un simple chacarero), había una
contradicción esencial entre su prédica de paz y su sistema de
secuestrar y reducir a la muerte cinética a la gente.
Por otra parte, si su problema era la civilización creada por los
humanos, ¿para qué secuestraban animales? Se podía alegar a su favor
que éstos pertenecían también al orden establecido por los hombres y
por lo tanto poseían o habían adquirido en sí características que los
hacían partícipes de la carga de violencia inmanente a la sociedad. A
mí no me parecía demasiado sólido este argumento.
Lejos de tranquilizarnos, la historia escuchada en aquel boliche -
que enseguida repetí ante mi hermano y su esposa-tiñó de mayor
tenebrosidad a todo este asunto. Nos pareció que estábamos ante
fuerzas o seres de un poder terrible. Fuerzas que no vacilaban en
convertir a un joven y saludable ser humano en un loco, no podían ser
beneficiosas. Al menos, no para nosotros.
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fueron, para no volver jamás. Eran patrañas, según los pobladores,
aquello de sus estudios en la ciudad. Si así fuera, ¿por qué no se los
había visto aparecer, ni los fines de semana -como habitualmente
hacían los estudiantes-, ni en las vacaciones, siquiera para saludar a
sus padres y verlos por unos días? Iba decidido a introducir estas
preguntas en la conversación con el viejo, bien que con el tacto
necesario como para evitar indisponerlo en mi contra. Aunque ello me
representara perder toda la mañana.
Pero al llegar a la vivienda encalada me encontré con una escena
que me sobrecogió. La puerta estaba abierta. No se oía ningún ruido,
más que un suave silbido como el del agua al hervir. Después de
golpear las manos por cuatro veces me decidí a entrar. No había nadie.
La cocina, limpia, ostentaba ese moderado desorden común en los
lugares habitados hasta recién. Las ventanas estaban abiertas, con sus
persianas trabadas con un taco de madera en las bases y el aire tenía
olor a hojas de eucaliptus. Dos de las cuatro sillas de algarrobo
formaban ángulos diedros con la mesa; sobre ella había un bastidor
circular de madera cubierta por una tela bordada a medias y un
ejemplar dominical de “La Voz de San Justo”, abierto en la página de
los clasificados. Allí habían estado los ancianos hacía poco. Era
evidente. Sobre la hornalla encendida, una cafetera se sacudía echando
por el pico una nube de vapor. Levanté la tapa: contenía una infusión
que no reconocí. De allí provenía el chillido. Apagué el fuego de gas,
para preservar el contenido de la cafetera. Sin duda se habían olvidado
de hacerlo al salir. Ello mismo determinaba -según mi criterio-que no
habían ido lejos. Convencido de ésto, me senté a esperarlos.
A poco de hacerlo, comenzó a sucederme algo curioso. Me empecé
a sentir incómodo y embargó mi ánimo un creciente sentimiento de
temor. El silencio era tan total, que una suave brisa levantándose del
noroeste produjo, al agitar la hoja de la persiana, un sonido chirriante,
que se me antojó fuerte en exceso y me resultó intolerable. Descubrí
un olor desconocido, acre, que no era el de la infusión en la cafetera;
ello adquirió para mí un sentido ominoso cuando pensé que las hojas
de eucaliptus podrían haber sido quemadas para ocultarlo. De todo el
ambiente parecía emanar la sugestión de un peligro oculto, una
energía adversa, que se escondía entre los objetos. Daba la impresión
de que su mismo orden, al parecer casual, había sido organizado para
acechar a un posible intruso. Había algo de agresivo en los planos
tangentes a las sillas, los trastos del aparador, la sartén y los demás
objetos, al punto de figurárseme al observarlos una inanimada
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formación de combate, que orientara sus aristas más agudas hacia el
lugar elegido por mí para sentarme. Molesto, me levanté.
Entonces noté algo, que me llevó a huir con presteza de allí. No
estaban presentes en ese lugar ninguno de los ruidos habituales en una
casa de campo. No se oían cantos de pájaros, hozar de chanchos,
aletear de abejas en el aire. Los perros no habían venido a ladrarme.
Salí a la puerta y el sol de la mañana iluminó ante mí un paisaje
inmóvil. Miré el corral de los chanchos: vacío. Los perros estaban, con
seguridad, ausentes. No había un solo pájaro en los árboles, que se
erguían en mi derredor como gigantes congelados. Hasta sus
tonalidades habían adquirido algo de ultraterrenal.
Me fui de allí lo más rápido que pude. Aquello estaba muerto...
pero con una muerte más honda que la de los mortales.
Denuncié el hecho a la policía. Al día siguiente, cuando concurrí a
declarar, me enteré de que en toda la región no se habían hallado
rastros de los ancianos.
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Fue en una mañana hermosa de la estación primaveral. Me
encontraba leyendo el diario, cuando escuché un alarido de mujer.
Salí, dejando todo, y me precipité hacia el lugar de donde provenía el
alarido. Era en la casa de Manuel; la que gritaba era su mujer. Miré
hacia el árbol -aquel bello sauce que se elevaba junto a la casa con
techo de chapa... allí estaba. Como un zeppelin fantasmal, el huevo de
niebla flotaba, con reflejos azulados bajo el sol, entre las alargadas
hojas. La mujer, en la ventana, parecía paralizada por el horror. A la
sombra del árbol, justamente bajo la forma de niebla, jugaba su
pequeño hijo. A partir de allí todo sucedió como en un quinetoscopio
cuya manivela fuese movida a gran velocidad. Mientras la mujer
atinaba sólo a gritar, apareció Manuel corriendo, desde la puerta de la
casa; en ese momento, la prolongación fatídica partió, con gran
velocidad, desde la forma hacia el niño; con un salto increíble, una
décima de segundo antes de que lo alcanzara, Manuel se echó sobre su
hijo y lo cubrió con su cuerpo.
Pero desaparecieron los dos, devorados por el pseudópodo
succionante. No supimos qué hacer. La forma, como un monstruoso
animal de presa satisfecho, empezó a abandonar lentamente el árbol y
a alejarse. Mi hermano que había venido con la escopeta no se animó
a disparar, por miedo a herir a Manuel y a su hijo, si estaban adentro.
Finalmente lo hizo; pero aquel ser perverso ya estaba lejos,
confundiéndose con las lejanas nubes y el aire rosado del horizonte.
Debimos llevar a la mujer al hospital de urgencia, pues se había
quedado muda, crispada por un colapso nervioso que le impedía
cualquier movimiento autónomo.
Nunca olvidaré el llanto y los insultos de aquella madre -los
soporté sin una palabra-cuando volvió en sí. Creo que después tuvo
que ser internada en un hospital psiquiátrico. No hubiera resistido el
volver a verla; por eso, encargué a un amigo entrañable ocuparse de
ella, para lo cual yo le asignaría una suma, con regularidad. Le pedí
también que no me contara nada de la pobre mujer, hasta que yo se lo
pidiera. No me he atrevido aún a hacerlo.
10
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egoísmo el no intentar, al menos, advertir sobre el peligro que entraña
aquel lugar.
Nosotros ya lo hemos abandonado, pero es posible que en cualquier
momento alguien se sienta tentado a ocupar las instalaciones y
viviendas, aunque nos neguemos a transferirlas. Lo hemos conversado
muy bien con mi cuñada y mi hermano, luego de lo cual, desafiando
todo escrúpulo, decidimos publicar, en todos los diarios importantes
del país, el siguiente aviso:
Peligro
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El día potencial
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esperaba el colectivo. Un grupo de niños jugaban con su maestra, en la
plaza. Al parecer nadie había visto lo que sucediera. El mundo estaba
en orden; con excepción del prostíbulo y las chicas, todo seguía en su
lugar.
Decidió seguir caminando por la vereda neblinosa. La palma de su
mano, apretando con exceso la manija del portafolios, empezó a
humedecerse. Le dieron ganas de fumar. Tentó en el bolsillo de su
saco una forma rectangular; la extrajo. No. Era el portadocumentos.
¿No había puesto los cigarrillos en el bolsillo antes de salir? Miró
mecánicamente la foto polaroid:
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pasa?… otro desaparecido… El gordo monumental, que caminaba
haciendo a la gente abrirse a su paso como las olas de un acorazado…
no estaba. Pero si él lo venía mirando. ¿Y qué sucedía, que la gente no
decía nada, nadie ni se mosqueaba? Se detuvo un momento y se tocó
la cabeza. Dura de gomina. “Qué carajo pasa”, pensó. “Me estoy
tarando yo, o qué. Aquí está pasando algo. No me falla la vista,
porque a la casa de las yiras la quise tocar, y no había nada.”
Siguió caminando, cada vez con menos velocidad. ¿Qué haría?
¿Iría a trabajar o se volvería a su casa? Se hacía tarde. A las nueve
y diez tenía la primera hora. Las cosas estaban desapareciendo. Tenía
miedo. ¿Y si desaparecía el suelo bajo sus pies? ¿Adónde caería? No,
no podía ser. Algo estaba fallando en su mente. Mucho trabajo. Mucha
lectura. Pero el argumento le pareció ficticio. Él no trabajaba en
exceso. Y lo único que leía aparte de textos resumidos sobre su
materia eran historietas. Eso podía ser. El Eternauta. Había leído hacía
poco, dos veces, el libro completo de El Eternauta. Solano López,
Héctor G. Oesterheld. Pero, ¿podía haber influido tanto en su
mente?… Decidió seguir caminando. Era obstinado. Como cualquiera.
Es más fácil ser obstinado que no serlo, pensó. Y vio que desaparecía
un auto, y otro, pero siguió. Como los perros alemanes a los que
ponían una granada al cuello y se iban hacia los tanques, pensó.
De repente apareció ante sus ojos la magnífica vista del puente
Avellaneda. Anchísimo sobre el río, gente que iba, gente que venía,
autos; un mundo bullendo sobre el puente. Dos Córdobas, una de
aquel lado, otra, más provinciana, para éste lado del puente, pensó…
qué raro…
En ese momento desapareció el puente. Enterito, como si se lo
hubiera engullido el aire. No lo podía creer. Superado su temor por la
curiosidad, caminó más rápido, para ver qué había sucedido. Llegó al
borde mismo del vacío, adonde había estado el puente antes, y nada.
Se agachó y tocó… no había nada. Pero la gente iba y venía, por el
vacío, y los autos. Pasó a su lado un muchacho en bicicleta; lo más
campante, siguió por sobre el vacío, sin caerse en absoluto.
Acompañándolo con la vista lo vio empequeñecerse hasta llegar al
otro lado, doblar a la derecha y perderse en la ciudad.
Como un conejo hipnotizado por la serpiente se dispuso a probar
consigo mismo aquel portento. Acercó un pie al hueco; luego otro… y
se cayó al abismo. Milagrosamente, logró aferrarse con los dos brazos
al borde del pavimento, su mano izquierda se atenazó al pie metálico
de la baranda... Dos hombres y una señora lo auxiliaron presurosos.
Pronto se formó un nutrido grupo a su alrededor. Lo ayudaron a
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levantarse, la señora le limpiaba el saco con la mano, un hombre decía
“no se amontonen, por favor, aire, aire”, otro decía: “a ver, paren un
auto”, una mujer elegante le preguntó: “¿Se siente bien, señor?
¿Quiere que lo llevemos al hospital?” “Es un desmayo nomás, ya le
pasó”, decía otro. Lo miraban con curiosidad.
-Diganmé, ¿ustedes no ven nada?… en el puente… -exclamó
Alberto Uno, pero algo que percibió en los ojos que le observaban le
aconsejó no seguir en esa cuerda. En el acto cambió de discurso: -Me
pasa con frecuencia últimamente… -dijo-. Mucho trabajo… Me
agarró un mareo, veía todo borroso…-. Por suerte, las miradas se
tornaron comprensivas.
-¿Quiere que lo acerquemos hasta su casa? –preguntó la señora
elegante.
-¡Gracias, gracias! –replicó Uno-. ¡Ustedes son tan amables!
¡Les agradezco mucho pero volveré caminando, vivo aquí, a tres
cuadras! ¡Gracias!
Caminó presuroso sin mirar a los costados, sin hacer caso a los
vacíos cada vez más numerosos que advertía a su paso. Al fin, llegó
hasta la puerta de su hogar. Abrió, se dirigió directamente a la
habitación. Allí estaba Elena, durmiendo aún sobre la cama ancha.
Menos mal. El camisón se le había levantado casi hasta la cintura, su
pierna derecha formaba una gloriosa “V”, con el flanco interno del pie
afirmado sobre la rodilla izquierda. Sin proponérselo, se encontró
adelantando la mano. Bruscamente se detuvo. Tuvo miedo de que ella
también desapareciera. Entonces, vestido como estaba, se acostó sin
tocarla, a su lado, y puso el portafolios sobre las piernas.
Durmió cinco minutos. Se despertó sobresaltado, pero Elena seguía
allí. Apenas había modificado en unos grados el escaleno curvilíneo
que formaba con sus piernas. En ese momento él se movió. Elena se
dio vuelta, y lo miró.
-¿Qué te pasa, loquito? –le preguntó. Los ojos le brillaban, con
sorna. Alberto acercó una mano temblorosa, y luego de una larga
vacilación, le aferró un pecho. Elena se rió a carcajadas.
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en acción. Para comprensión de Alberto, que era un lego en asuntos de
física, le explicó que ambos planos formaban una entelequia, algo
comparable a la cinta sin fin que suele ponerse a los contestadores de
teléfonos, y también, en cierto modo, a la de Moebius. 1
En el plano de la materia potencial se desarrollaban los sucesos de
seres y objetos en proceso de energizarse para la acción, es decir,
aquellos que iban a suceder, pero no sucedían aún, más que en
carácter de ensayos perfectibles. Así, aquellos sucesos podían
repetirse una y otra vez, hasta que la carga de energía potencial los
capacitase para atravesar el límite sutil que los separaba de la
accionalidad (lo que nosotros llamamos comunmente realidad).
La dimensión del segundo plano, la materia en acción, no necesita
de explicaciones, pues se trata del que percibimos cotidianamente con
nuestros sentidos.
Volviendo al anterior, al de la materia potencial, Gustavo le dijo
que una de las líneas del pensamiento humano se desenvuelve de
modo asintótico2 con él. Es la de los proyectos, o de la prospección.
Cuando nosotros desde la cama, antes de comenzar el día,
programamos las actividades que vamos a desarrollar -dijo Gustavo
Carré- estamos realizando, sin tener consciencia de ello, una especie
de mayéutica entre nuestro pensamiento y la dimensión de la materia
potencial.
El día de aquellos sucesos, por una situación extraordinaria –
aunque ninguna realmente lo es, según Gustavo, ya que somos un
concierto organizado hasta lo infinitesimal por el Gran Cerebro del
Universo- tuvo lugar un entrecruzamiento de los dos planos. Por una
discronía de los elementos, Alberto Uno había atravesado la frontera
de otra dimensión, al poner el pie fuera del umbral de su casa. Y se
había convertido, impensadamente, en el privilegiado testigo de una
realidad que ya acariciaban con la imaginación los científicos más
avanzados del mundo –sin atreverse a hacerla pública todavía. Quizás
tal transvasamiento se hubiera dado por estar aún Alberto, en ese
instante, psicológicamente ubicado en el terreno del sueño, donde es
posible que se de un mayor acercamiento a esa realidad potencial…
1
Torciendo una superfice plana, una cinta de papel por ejemplo, originalmente de
dos lados, y pegando sus extremos se puede lograr una cinta continua, de un solo
lado.
2
Asíntota. Línea matemática que se aproxima constantemente a una curva, pero sin
encontrarla en una distancia finita.
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-Quizás –dijo dubitativamente Gustavo Carré-. Ahora, nos tocará a
ambos el azaroso papel de Galileos. Por suerte, no existe ya el
Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición.
-No –dijo Alberto Uno, en el mismo tono-. Pero existe el Borda3.
3
Hospital psiquiátrico de Buenos Aires, Argentina.
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