You are on page 1of 98

CARRERAS

SELECCIÓN

Selección de cuentos, cortos, medianos y largos, de Julio Carreras


(h)

Quipu Editorial
Arrepentimiento

-Padre, perdóneme: ¡he pecado!- exclamé, en un súbito rapto de


compunción.
El sacerdote estaba inmóvil en su casilla de confesor, frente a
mí.
-Tenga piedad de este miserable gusano... ¡no me niegue su
absolución!-imploré. Los ojos fríos del padre estaban fijos en mi
rostro; pero nada me respondía.
-¡Oh!... ¡Qué torpe y perverso he sido, frágil hoja de alerce,
juguete inerme en el torbellino de mis innobles pasiones! ¡Violento y
cruel, irreflexivo, temerario desafiador de la ira de Dios!... El
sacerdote ni se movía.
-¡Malhaya la hora en que permití a mi mano volar a la espada!
¡Malhaya mi sangre española, heredera de endriagos milenarios!
¡Malhaya mi facilidad para la estocada!... Nada me decía.
-Padre... ¿no ha de perdonarme? ¿Va a dejarme cargar por
siempre con esta cruz en mi conciencia? ¿Tan terrible fue mi
pecado?...
Tal iba a ser mi destino, al parecer, pues el cura no modificó ni
un ápice su fría expresión. Me retiré, entonces, acongojado y llorando.
Por desgracia, mi estocada había sido demasiado certera. Su corazón,
agujereado, ya no le daba vida para responder.

El Malamor

Perdí esta mano como resultado de una pasión otoñal.


Era el año 53. Había decidido darme un tiempo de descanso, para
lo cual viajé a Belén, un hermoso pueblo en las sierras de Catamarca.
Contaba ya con 45 años y mi vida había sido una especie de torbellino
en el que los acontecimientos no me habían dado tiempo para
meditarlos, pero, ¡ay!, si para irlos cargando como renovados pesos en

-2-
la memoria. Yo era uno de esos individuos que padecen la
“meticulosidad en la observación”, razón por la cual ningún suceso
era lo suficientemente lento como para que llegara a percibirlo en su
totalidad y, por ende, me satisficiera. Es decir que, cuando yo estaba
captando la esencia de dichos sucesos, éstos ya habían pasado.
Me encontraba, entonces, con un extenso cargamento de recuerdos
incompletos en mi memoria; después de haber tenido mujer y familia,
solo, sin saber muy bien cómo había llegado a ser todo ésto. Bien,
pero no empecé a escribir para hablar de mí mismo, sino para dejar
consignados los increíbles hechos que me acontecieron en aquellas
vacaciones.
El pueblo de Belén es un pequeño conglomerado de casas antiguas,
sencillas y bien cuidadas, entre las sierras. De algún modo aquello
debía ser para mí como un retiro espiritual: con ese criterio había
elegido el lugar.
Me hallaba, dos o tres días después de llegar, meditando
serenamente en la hermosa placita de Belén, mientras avanzaba
suavemente sobre los árboles el crepúsculo primaveral. Acababan de
regar las calles de tierra y flotaba en el aire un olor a humedad, que
mezclado al de las flores y hojas reverdecientes de los centenarios
árboles, producía en el espíritu como una sensación edénica de
tranquilidad. En el momento en que comienzan a desdibujarse los
contornos y las casas parecen flotar en el aire tenue, fue que vi la
aparición de esa mujer.
Era delgada y alta. Traté de salir, dificultosamente, de la bruma de
mis meditaciones, para incorporar a la rubia mujer, que parecía
manifestarse por una acumulación de repeticiones transparentes
surgiendo de la distancia... La vi rodear la plaza, por la vereda de
enfrente y, de pronto, perderse tras una esquina.
Como de costumbre, todo había sucedido demasiado rápido para mi
capacidad de reacción. Me había quedado allí inmóvil y un poco
apesadumbrado, sin atinar a otra cosa que a mirarla. Estaba meditando
aún sobre las posibilidades de volver a encontrarla, cuando la vi
reaparecer. En su mano derecha llevaba una bolsa de soga tejida.
La vi entrar ahora en una puerta grande, que tenía encima un
rústico letrero con la palabra “Almacén”. Me decidí a entablar relación
con ella. En el momento en que me levantaba con este propósito la vi
salir. Entonces comencé a seguirla.
Tomó por una calle ancha que bajaba hacia los cerros. Caminaba
delante de mí, como a unos veinte pasos y durante largo rato pude
admirarla. Aquella calle abría además ante mis ojos tan hermosa

-3-
perspectiva que de pronto me pareció ser el invitado feliz a la
presentación de una obra magistral, en la cual cada elemento de la
composición tenía su función, a la vez fugaz e infinita y por ello
mismo, perfecta. En ese paisaje de cerros grises que se difuminaban
como inmensos monstruos del alma, caminábamos por la calle, que
parecía correr a unirse con el horizonte, solamente ella y yo: ella
adelante, leve, yo siguiéndola, sin que mi voluntad participara más
que para no detenerme extasiado.
“Buenas tardes”, le dije, quitándome el sombrero que dejó al
descubierto mi calva por un segundo. Ella me miró y contestó al
saludo, pero de un modo un tanto distante. Me asombró al decirme,
cuando intenté presentarme, que ya sabía quién era. Lo dijo
naturalmente, casi con indiferencia. Le hice una pregunta cualquiera y
me detuve a regodearme con sus maneras y sus rasgos. Parecía que la
placidez de la tarde y aquél misterioso paisaje se sintetizaran en ella,
expresándose por un milagro a través de su lenguaje lento y los dulces
matices de su tonada catamarqueña. Me dijo que no podía permanecer
allí por más tiempo, pero que si deseaba conversar con ella
“normalmente”, la podría hallar esa noche en el baile del Club Social.
No recuerdo si la saludé, tan impresionado estaba por lo que había
desencadenado en mí con su persona. La vi esfumarse en el horizonte,
despaciosa, y regresé con paso tranquilo a mi hotel.
Esa noche sufrí la primera decepción. Isidora -pues tal era su
nombre-estaba en el baile. A su lado había una mujer anciana que
después supe era su madre. No tuvo inconvenientes en concederme los
primeros bailes. Pero noté que, mientras danzaba conmigo, su mirada
se dirigía con apenas disimulado interés hacia uno de los ángulos del
salón. En una de esas ocasiones, un hombre muy elegante, unos veinte
años menor que yo, levantó apenas perceptiblemente su copa hacia
ella y le sonrió. La miré y noté que se había sonrojado. Herido en mi
amor propio, no pude dejar de asumir en el resto de lo que duró la
ronda de temas una actitud de ofendida indiferencia. Aquello no
pareció, sin embargo, preocuparla demasiado.
Con dolor asistí a lo que me temía: apenas terminada la pausa, fue a
invitarla el joven que le había sonreído. No sólo eso, sino que
consiguió, después, que mi pretendida y su madre le permitieran
sentarse junto a ellas. Así es que me pasé, el resto de aquella noche,
contemplándolos danzar y reírse desde mi mesa, mientras rumiaba
entre copa y copa pensamientos más bien oscuros. Aquella noche
volví acongojado y borracho al hotel.

-4-
2

No soy hombre de afectos turbulentos ni carácter descontrolado.


Por el contrario, mi mujer solía reprocharme entre otras cosas, cierta
pasividad en mis actitudes sexuales. Siempre he creído que dicha
“pasividad” era en realidad mi inclinación a contemplar más que a
poseer, tendencia de la que ya hice mención. Sin embargo, algún
atavismo muy oculto debía de haber sido tocado en mí por esta Isidora
apenas conocida, pues por primera vez -y debo recordar que ya no era
un chico-sentía... lo que suele llamarse un “enamoramiento”.
Disipándose las últimas telarañas del alcohol en mi cerebro meditaba
aquellas cosas a la mañana siguiente, en el patio con macetas del
hotel. Entonces decidí que todo aquello era muy bueno. Era muy
bueno enamorarse, pensé. Aunque fuera a los 45 años. Y me propuse
conquistar a aquella mujer, de cualquier modo. Tendría un rival muy
peligroso, que además ya había sacado una cierta ventaja sobre mí.
Pero esto no me desanimó. Lleno de ánimos juveniles, me afeité
cantando y comencé a vestirme para el almuerzo.
En los días siguientes me dediqué -cautelosamente, pues no es bien
visto en aquellas regiones el averiguar demasiado -a recabar datos
sobre Isidora. Tenía por cierto que a la juventud y atractivo de mi
rival, debía oponer mi mesura y racionalidad, en un plan de
acercamiento paulatino que me permitiría -así lo creía yo-hacer
prevalecer al fin mis valores interiores por sobre los estridentes y
manifiestos del joven. Para ello debía conocer todo lo que pudiera
acerca de nuestra pretendida.
Pero a poco de iniciada esta tarea, comencé a notar que aquellos
con quienes hablaba de la muchacha, cuando no eludían directamente
el tema, se referían a ella y su familia con una especie de reticencia, en
la que parecía mezclarse un cierto temor. Era como si el tema aquél
estuviera impregnado de no sé qué carga de tenebrosidad, que -cosa
extraña-parecía además despertar un supersticioso respeto.
Logré reconstruir aproximadamente una historia:
Isidora y su madre eran las últimas sobrevivientes de un antigua
familia de origen español. Un incendio había matado a casi todos los
habitantes de su hogar, cuando ella era muy niña. De ese incendio
habían quedado las ruinas en el valle, que ahora habitaba con su
madre (quien se había vuelto medio loca). Y de su familia, aparte de
su madre, había sobrevivido sólo un hermano, pequeño en aquel
tiempo. Era justamente en la relación con este hermano, una relación

-5-
al parecer atípica que se había desarrollado a partir de la tragedia,
donde se detenían y se volvían más cautelosas todas las versiones.
Parece que Isidora y su hermano -un año menor que ella-tuvieron
que hacerse cargo del mantenimiento del hogar pues la madre había
perdido el interés por esos afanes. Esto motivó que los niños crecieran
intensificando cada vez más una adhesión mutua -que, según se decía-
, ya había sido fuerte antaño. Llegó el tiempo en que la muchacha se
convirtió en una mujer alta, bellísima, naturalmente codiciada por
todo hombre joven del lugar. Pero aquel momento pareció ser la
cúspide también de los afectos entre los dos hermanos pues no podía
hallárselos en ningún lado sin que estuvieran juntos. Entonces fue que
el joven comenzó a protagonizar muchos incidentes, pues parece que
era acerbamente celoso. Hasta el punto de no tolerar que nadie
saludara con cierta galantería a la muchacha, sin exigir explicaciones.
Aquellos celos debían llevarlo fatalmente a mal puerto; al fin chocó
con un mozo de otro pueblo, que resultó ser muy veloz con el
cuchillo. Esa noche perdió su vida. A partir de allí, a Isidora se le
conocieron únicamente “filitos” (así se llama allá a lo que la moda
metropolitana denomina “flirt”), pero ningún noviazgo serio.
Ahora bien, noté que de un modo u otro se buscaba relacionar en
los testimonios esta historia con unos cuentos, esbozados a
regañadientes y escondiendo los ojos, sobre los cadáveres descarnados
de algunos forasteros, que habían aparecido de tanto en tanto tirados
entre los cerros... y sobre un raro perro negro, que, según decían,
mataba a las cabras y a las ovejas arrancándoles el corazón. No les
hice caso y continué con mi empeño.

Luego de la preferencia de Isidora por el otro la noche del baile,


tenía por descontado que había perdido el primer round. Maquinaba
entonces una buena estrategia para asegurarme el segundo.
Los pensamientos, al ser intensos, generan según parece una
energía poderosa y particular, pues de otro modo no me explicaría lo
que sucedió.
Era una tarde muy calurosa. Me disponía a retirarme a dormir la
siesta, luego de un almuerzo liviano, cuando vino a buscarme la
sigilosa sirvienta del hotel.
-Una niña lo busca a usted-me dijo.

-6-
Casi me caigo de espaldas al reconocer, en la parpadeante
penumbra del salón, la tenue y alta figura. Me esperaba, sentada en un
hondo sillón, como la imagen de un sueño, en el último costado de la
habitación. Llevaba un vestido blancoamarillento que la cubría hasta
los pies, graciosos, que emergían de bajo el ruedo calzados con
sandalias tacoalto del mismo color. En la cabeza, sobre sus trenzas
trigueñas, un pañuelo de hilo tejido a mano, haciendo juego con el
chalequito entallado que cubría su torso.
No podría describir con demasiada precisión lo que me sucedió esa
tarde. Sólo estoy seguro de que no he de olvidarla hasta que muera.
En sus ojos, al saludarla ya percibí esa serena resolución que un
hombre de mi edad sabe reconocer en las mujeres. Tomamos mi
camioneta y me pidió que fuéramos a un lugar alejado, junto al río.
El sol suspendía en el aire las facetas de los cerros. Como una
bendición sonora el agua azul corría a nuestros pies, sobre las piedras.
Isidora se quitó los zapatos.
Hasta ese instante yo había estado como idiotizado, mudo,
sorbiendo cada suceso con una confusión de anhelos turbulentos que
no conociera antes, siguiendo dócilmente las indicaciones breves que
ella me hacía, expectante a cada uno de mis movimientos.
Me tomó de la mano.
Deshice una por una las espigas de sus trenzas. Fuimos
quitándonos las ropas tiernamente, sin apuro...
Y en la orilla pétrea del río, bajo la fresca sombra de un arbolillo,
conocí en unos instantes extensos la dicha más plena que hubiera
podido captar mi conciencia... recibí sobre la piel la sensación más
total que conociera; me introduje con el corazón abierto en un mar de
calma, en un remanso envolvente y limpio, en la confianza original. Y
tuve paz.
La vi levantarse y caminar desnuda hacia el agua y mis ojos
agradecidos registraron el descenso de su cuerpo y el ascenso del agua
transparente, que pareció descomponerla en dos personas, la superior,
de dorado volumen, y la inferior, una ondulante sucesión de formas
azuladas que se movían buscándola en su centro.
Sólo atiné a quedarme allí, en la orilla, un poco más arriba, en el
suave barranco, tendido, mi cuerpo apoyado en un codo y recibiendo
de la cintura para abajo el fuerte sol que ya se había corrido, sin
moverme, no sé por cuánto tiempo. Reaccioné cuando, perlada de
gotas, me tendió la mano para que la ayudara a remontar el barranco.
Ahora recuerdo un pensamiento que cruzó por mi mente aquel
instante. Al verla tan limpiamente, plena bajo el sol, percibí la

-7-
analogía de sus formas perfectas con las sublimes carnaduras del
quattrocento itálico. Pero en ese mismo instante, mis ojos habituados a
mirar hallaron una emanación monstruosa, una efracción enfermiza en
aquel cuerpo. Por un momento encontré los rasgos -para dar una
semejanza-de algo parecido a las deformes figuras de Bacon; como si
sus facciones se descompusieran en otras excéntricas, dejando al
descubierto, por partes, su dentadura y sus huesos: tal visión tuve de
ella, por un instante.
Luego volvimos, sin hablar, en mi camioneta. Se despidió de mí
con un suavísimo beso.
Sólo al volver a mi habitación, ya más dueño de mí, bajo la ducha,
mientras rememoraba momentos de esa tarde extraordinaria, acusé
recibo de algo que ella había dicho antes de que todo comenzara. Algo
que no me favorecía, ciertamente. Junto al río, en el momento de
tomarme la mano ella había murmurado claramente estas palabras:
“Vivamos hoy pues no nos veremos más”.
Sobrepasado por los sentimientos, había seguido con más interés la
modulación de las palabras y el timbre húmedo de su voz, que su
contenido conceptual. De modo que, al develárseme su significación,
ya muy luego, se produjo en mí esa sensación de vacío en el pecho
que suele causarnos la súbita percepción de un hecho grave. Sin
embargo, terminé convenciéndome de que era solamente una fórmula,
con la cual una mujer bien educada pretendía salvar lo desdoroso que
podría resultar, visto a la distancia, un acto prematuro de entrega total.
A medias conforme con este pensamiento, me retiré a cenar en la mesa
más alejada de la terraza del hotel.

Comenzó un período negro para mí.


Como temía, sus palabras resultaron verdaderas. No podía
encontrarla por ninguna parte. Sabía que estaba, pero se me negaba.
La buscaba en su casa, algunos días hasta dos o tres veces, pero sólo
me hallaba con la patética máscara de su madre, quien, como un
fantasma desde las penumbras me contestaba invariablemente:
-Isidora ha salido, señor.
Los parroquianos comenzaron a mirarme socarronamente pues -
pueblo chico-se sabía ya de mi pasión. Y lo que sustentaba esta
burlona suspicacia era que, según me enteré, Isidora había sido vista
salir por las tardes en coche con el ingeniero, mi rival.

-8-
Una ingobernable desesperación comenzó a adueñarse de mi
espíritu. Yo, que había sido un hombre mesurado hasta el punto de
pasar por frío, por primera vez en mi vida no podía dormir. Una
confusa masa de sentimientos en los que se mixturaban deseos,
angustia, despecho y soledad, estaban haciendo de mí paulatinamente
un ser crispado.
Al levantarme una mañana, vi mi rostro en la luna del ropero; y
decidí que aquello no podía seguir más. Me estaba convirtiendo en un
guiñapo. Entonces me resolví a montar guardia, por las tardes, frente a
su casa, hasta verla salir. Le iba a exigir que se casara conmigo. Y si
no aceptaba, la mataría... y me mataría yo después (hasta tal punto
había llegado mi locura)...
Aquel día fue interminable para mí. Me afeité y acicalé temprano,
sin poder evitar hacerme algunos cortes en el rostro con la navaja.
Almorcé en mi pieza. Después caminé, en mi encierro, hasta perder la
cuenta de mis pasos.
Por fin llegaron las primeras sombras de la tarde.
Inesperadamente una intensa calma embargó todo mi cuerpo.
Como si no fuera yo quien actuara, con una conciencia exacerbada de
mis movimientos tomé lentamente del armario el revólver Smith &
Wesson calibre 38 corto y lo ajusté con funda y sobaquera sobre mi
pecho izquierdo. Después, me coloqué la chaqueta y salí.
Me puse de guardia tras una pared rocosa, muy cerca de su casa.
Como ya mencioné, Isidora vivía en una antigua construcción, grande
y solitaria, en un vallecito aislado entre las sierras... Esto hacía
sumamente sencillo mi trabajo.
Ya había anochecido cuando llegó el reluciente automóvil, modelo
del año y se paró frente a la verja. Con el corazón palpitando en la
garganta, vi al joven bajar, golpear apenas, y perderse tras la sombra
de la puerta. Después, salieron los dos. El la llevaba del brazo.
¿Por qué no los maté en aquel instante? ¿Acaso, por una extrema
degradación de mi autoestima, me proponía complacerme con mi
sufrimiento y contemplar hasta el final mi propio escarnio? Lo cierto
es que los dejé partir. Tomé mi camioneta y, a prudente distancia, los
seguí.
Se internaron en las sinuosidades de los cerros. Con el dolor que
atravesaba el corazón de ese hombre que era yo, pero por un
enajenamiento de tipo nervioso a la vez me resultaba extraño, los
seguí por el camino que ya había conocido muy bien.
Vi apagarse los focos traseros del auto a la distancia y me detuve.
Por unos largos momentos me quedé cavilando, inmóvil frente al

-9-
volante de mi vehículo sin saber qué hacer. Después, bajé, y continué
el camino a pie.
Tras unas nubes espesas y negras, de pronto, apareció la luna.
¿Qué haría? ¿Los mataría a los dos? ¿Me mataría yo?... Con estos
febriles pensamientos llegué a la roca que, algunos días atrás cobijara
nuestro amor junto a las aguas. Bruscamente la salté.
Y allí me encontré ante una escena inenarrable.
En el suelo, alumbrado por la luna, yacía el joven ingeniero. Su
espalda había quedado sobre una roca, a la altura del cinto, por lo cual
su cabeza colgaba hacia atrás y parecía mirarme. Estaba semidesnudo,
con el cuerpo horriblemente bañado en sangre... y encima de él...
aquél extraño ser... oscuro... mezcla de perro y oso... inclinándose a la
altura de su pecho... ¡le comía las carnes!
Me quedé mudo. Por unos segundos, la bestia no reparó en mí, y
siguió con su horrible tarea. Saqué el revólver. Debo de haber hecho
algún ruido, porque me vio. Levantó su cabeza hacia mí y pareció
asustarse. Cuando la apunté se me abalanzó y pude ver que sus agudos
dientes brillaban como si fueran de fuego... Cerré los ojos y disparé.
Disparé, hasta agotar el tambor.
Sentí que la bestia me dejaba. Al abrir los ojos la vi alejarse
renqueando, dejando tras de sí un reguero de sangre. Cuando miré mi
mano casi me desmayé. En vez de ella, había quedado un muñón
sanguinolento.
No pude manejar mi camioneta, así que regresé caminando al
pueblo. Llegué al amanecer.
El médico de Belén, por precaución, me hizo trasladar a la ciudad
de Catamarca, luego de darme los primeros auxilios y escuchar con
paciencia mi increíble relato. No puedo narrar nada del viaje pues,
bajo los efectos de un tranquilizante, me dormí.
Desperté en una blanca habitación del Hospital Regional de
Catamarca. Allí me dieron una atención tan afectuosa, que a los dos
días me sentí recuperado. Por lo extraño de mi caso, sin embargo, el
director no quiso dejarme ir sin que pasaran al menos dos semanas. Al
día siguiente de internado llegó mi hija, que avisada por mis
hospederos había venido de Rosario. Como me habían trasladado con
lo puesto, partió enseguida hacia Belén para buscar el resto de mi
equipaje. Por ella me enteré del resto de esta historia.
El joven ingeniero fue hallado muerto en el lugar que denuncié, con
medio cuerpo descarnado. Para no comprometer a Isidora me había
propuesto callar la razón por la que andaba yo en aquellos parajes (aun
a riesgo de convertirme en el principal sospechoso). Pero me enteré

- 10 -
con horror que mi hija había presenciado un velorio y le habían dicho
que era el de Isidora. Mucho se murmuraba -según narró mi hija-sobre
el modo en que se había realizado aquel entierro. Nadie sabía decir
cómo murió ni en qué momento la habían introducido en el basto
cajón. Por una luneta calada en la tapa podía verse su cara, pálida,
cubierta de un velo blanco. Algunos llegaban a decir que el camino de
su casa había amanecido aquel día regado con sangre humana. Pero
ante extraños, todos callaban.
Transido por estos sucesos, sólo fui a Belén, al salir del hospital,
para prestar declaración. Mi hija me convenció de que debía descansar
bajo el cuidado de ella y su marido durante una buena temporada.
Algún tiempo después recibí, en Rosario, el sobreseimiento de la
causa.
Epílogo
Muchos años después, ya con los cabellos blancos, volví a caminar
por aquel valle. La anciana ya no existe. Pero sobre la ancha laja de
entrada ha quedado... (¿o es mi perturbada imaginación que necesita
hallar pruebas?) una mancha, nítida, ennegrecida por el tiempo, que,
estoy seguro, es de su sangre.

La Plata, octubre de 1981.

Hijo de poeta

Una humedad de siglos. Paredes que se adivinan pesadas y


cubiertas de limo. La inmensa catacumba está dividida por rejas de
barrotes gruesos, más gruesos aún por la capa de óxido áspero que se
ha formado encima. Rejas, que se abren sólo para entrar... o para salir
hacia la muerte.
Ahora un resplandor rojizo ha comenzado a filtrarse tenuemente, se
oyen, apagados, alaridos lejanos y de vez en cuando se pueden
adivinar por un rápido entrecruzarse de sombras en el ventanuco, los
pies de alguien que pasa corriendo por la calle. Hay un retorcerse de
figuras difusas, un movimiento como de gusanos gigantescos que se
arrastraran quejándose; se oyen murmullos breves, apenas humanos,
alguna voz lejanamente femenina o masculina que pronuncia una frase

- 11 -
como emparchada en la oscuridad, como si quien la pronunciara
estuviera convencido de que es tarea inútil y se apurara a terminar.
Después, de nuevo el silencio.
-Pero, lo que no puedo entender aún, es cómo llegaste a conocerla-
urgió el viejo.
-Tienes razón. He comenzado mal mi historia. Para que la
entiendas, tendría que haberte contado primero quien soy yo-dijo
Lucrecio, con la voz pausada de uno que ha perdido para siempre los
apuros.
-Mi padre-continuó, mi padre solía decir, al ver mi cuerpo
abrillantado por el sudor en los ejercicios gimnásticos, que yo había
nacido para la guerra y no para el laúd.
Pero la tradición -y el escaso poderío económico de mi familia-,
determinaba que yo debía ser poeta. Un poeta muy especial, es cierto.
Pero un poeta, al fin. Todo mi ingenio y mi gallardía física, debían
servir sólo para granjearme los aplausos de los poderosos durante sus
banquetes.
“No estoy desconforme con la vida que he llevado como aedo. Al
fin y al cabo resulta una profesión no tan riesgosa como la de un
capitán y muchas veces mejor recompensada. Te aseguro que puedo
hablar, con mayor propiedad que muchos generales del imperio, de
sus propias viñas, del fruto de sus huertos y hasta de sus mujeres.
Pocos han sido los lechos ennoblecidos por el poder de la sangre o el
dinero que no hayan acogido, aunque subrepticiamente, a este cuerpo
y pocos los secretos de estado que no se hayan deslizado en mis oídos,
susurrados por algún amoroso labio femenino. Mas, como dijo alguno
de esos sabios hebreos cuyo nombre no me acuerdo, cierto es también
que “en creciendo el saber crece el dolor”. Las cosas conocidas en mi
tan agitada existencia, a la par que pesadas para mi espíritu, han
servido finalmente sólo para precipitarme en el dolor y la miseria.
“Ella era la esposa de un cónsul plebeyo; de los llamados `tribunos
del pueblo’, que por esos tiempos había conseguido amasar una
fortuna inmensa. Era bella.. sobre su frente pequeña caían
delicadamente descuidados algunos mechones del cabello fino,
castaño como la miel. Sus labios, entreabiertos permanentemente, eran
como una herida en una fruta roja, húmeda, incitante. Todo su rostro,
con un óvalo imperfecto y una nariz pequeña aunque no bella,
producía una sensación entre sensual y adolescente que perturbaba los
sentidos. Su cuerpo era el de una sirena nacarada. Sólo sus ojos, sus
ojos verdes, transparentes, tenían algo, un no sé qué de discordante.

- 12 -
En instantes en que ella parecía descuidar su vigilancia despedían un
brillo que hería como un puñal y rápido como él, desaparecía.
“Fue durante un banquete, en palacio del cónsul Licio Escipión,
que la conocí. Había asistido el Emperador y la orgía fue tan
memorable que aun hoy hay quienes la recuerdan con nostalgia. En
esos tiempos era nota de excelente tono contar con mis servicios de
aedo en toda casa que se preciara de exquisita. Ella no había sacado
sus ojos de mí durante toda la actuación y la vi inclinarse al oído de su
viejo esposo antes de que me invitaran a compartir su mesa. De allí a
convertirme en un asiduo de las veladas en su palacio, hubo un paso.
No transcurrió mucho tiempo tampoco antes de que conociera su
delicado lecho. El cónsul era un hombre intensamente ocupado en sus
ambiciones políticas y las obligaciones lo llevaban con frecuencia a
ausentarse de su hogar por largos meses. Además -según ella me
confió-, no era potente.
“Yo no era su único amante, lo sé. No podría haberlo sido nunca.
Como si adivinara que su vida no iba a ser muy larga, la dominaba
una especie de fiebre posesiva, que hacía desfilar por sus recintos
perfumados a casi cuanto varón hermoso se cruzara en su camino.
Pero, quizá influida por mi condición de artista, parecía yo ser el único
que gozaba realmente de sus favores. Me colmaba de regalos, gemía
entre mis brazos transportada en largos éxtasis y me confiaba sus más
íntimos secretos. Debo reconocer que no había conocido hasta
entonces placeres tan sostenidos a intensos. Creo que la amé.
“Pero la fatalidad es para los hombres como la sombra a los
objetos. ¿Y puede acaso alguno librarse de su sombra?
“Un día tembloroso y gris ella me dijo que había quedado
embarazada. El cónsul no quería reconocerlo y estaba en su derecho:
todo el mundo sabía que él no era capaz de dar un hijo a nadie. La
vergüenza iba a caer sobre la casa.
“Anduvo como poseída algunos días; comía poco y casi no dormía.
Hasta que de pronto pareció haberse liberado de sus preocupaciones;
una serenidad semejante a la indiferencia despejó su rostro. Yo creo
que en aquel momento decidió mostrarse definitivamente como lo que
siempre había sido en el fondo de su corazón: una mujer ambiciosa,
dura como el pedernal y decidida a conseguir sus objetivos personales
por encima de todo.
“Desapareció por quince días (después supe que había ido a Delfos
a consultar al oráculo).
-Todo ese asunto de los oráculos es una patraña que sirve
solamente para enriquecer a los sacerdotes-interrumpió el viejo.

- 13 -
-No sé. Lo cierto es que a causa de ese oráculo cambió la historia
del imperio.
-Bueno, ¿qué fue lo que le dijo?-preguntó el viejo, ya picado.
-Espera, ¿te conté que ella estuvo una vez a punto de envenenar a
su propio padre?
-¡Eso no me interesa! ¡Cuéntame lo que le dijo el oráculo!
-Bien. Si así lo quieres...
“cuando habló por primera vez, el oráculo dijo que haría falta un
sacrificio; el del padre del niño. Si esto se cumplía, auguraba un futuro
de gloria para el que estaba por nacer. Pero en vez de una solución,
esto fue un mayor problema. ¿Cómo iba a saber ella quién era el
padre? La habían amado tantos...
“El oráculo habló por segunda vez y dijo:
`Aquél que, invitado a cenar a tu palacio, en tomando el licor, cuya
fórmula te será entregada por mis monjes, se formare sobre su cabeza
una aureola, es el padre de la criatura’. Y enmudeció. Los monjes, que
habían estado oyendo, la proveyeron del brebaje, no sin apelar a la
generosidad de la dama y recibir una abundante contribución para el
santuario.
“Uno a uno fueron desfilando por la mesa de la bella sus amantes.
Ninguno recibía sobre sí la aureola. La mujer ya desesperaba.
“Hasta que una noche -según me enteré después-, estando yo
divirtiéndome y jugando a los dados con su marido el cónsul, nos
ofreció el licor, que recuerdo sólo por su extraordinaria exquisitez.
Parece que la aureola se formó inmediatamente. Sólo que de tal
manera, que fue a abarcar mi cabeza y la del cónsul...
“¿Qué significaba eso? ¿Que debíamos ser sacrificados los dos?
Ella anduvo algunos días meditando sobre este enigma.
“El cónsul, amaneció un día dormido para siempre sobre su lecho.
Se lo enterró con los honores que correspondían y su viuda se
convirtió en una de las mujeres más ricas del imperio.
“Yo imaginé la causa de la muerte del cónsul, pero ignorando que
mi vida peligraba igualmente, me hice aún más íntimo de la rica
viuda.
“Nació un varón. Sus ojos y su pelo eran iguales a los míos. Pero
sus labios tenían, ya desde la cuna, ese rictus extraño que lo hacía tan
parecido a su madre. (Ahora que conozco la historia entera, me
estremezco al pensar en esos tiempos). Por causas que no tengo bien
establecidas, ella decidió en su fuero interno postergar mi ejecución
por algún tiempo.

- 14 -
“Cuando se casó con el emperador -un casamiento que escandalizó
a muchos-yo fui el encargado de educar e iniciar en las artes musicales
al pequeño. Creyéndome un agraciado por la fortuna, sin imaginar ni
lejanamente el designio nefasto que sobre mí pesaba, dediqué todos
esos años a perfeccionar mi manejo de los instrumentos y a gozar
serenamente los deleites que la corte ofrece.
“Hasta que un día -¡ay, de memoria execrable!-fui apresado y
echado aquí donde me ves. Mi alumno era ya un joven educado; no se
precisaba más de mis servicios. Se me dijo, como única respuesta a
mis sollozos, que iba a ser echado a los leones.
“Pero estaba en los códices de los dioses que no se cumpliría esa
sentencia. La muerte del emperador postergó toda otra cosa que no
fueran sus fastuosos funerales. Y al poco tiempo, ella misma le siguió
los pasos... ¡asesinada por su propio bastardo!
“Como podrás imaginarte, ya encumbrado, él se olvidó de mí. Y
aquí me tienes, medrando junto a ustedes en este infierno tenebroso y
frío. Más me valdría que me hubieran devorado los leones!”.
Los hombres callan. Afuera el resplandor ha crecido, hasta
convertirse en una potente luz rojiza que llena con una claridad
fantasmal la catacumba. Ya casi no se oyen las corridas, y sólo de
cuando en cuando algún alarido lejano interrumpe ese ruido incesante,
como un crepitar de madera bajo el fuego, que no ha dejado de
escucharse ni un momento. El viejo recorre con la mirada los rostros
flacos, sucios de horror más que de fango, que miran fijamente la
ventanita desde donde se difunde el resplandor y de pronto se vuelve
hacia Lucrecio, como si se hubiera hecho la luz también en su cerebro:
-Pero... no me dirás que él... que él es...
-Has acertado. El es:
El que tañe la lira, mientras arde Roma.

Sierra Chica, Olavarría, provincia de Buenos Aires, invierno de


1978.

- 15 -
Negro mano chusa

Este mozo que baila


de pie tan fino,
cómo será de churo
pa’ coliar vino.
Copla anónima

Cómo habrán sido de baqueanos los dos, que estuvieron toda la


noche, hasta el amanecer y ninguno se pudo ganar. La gente que se
había dormido mirándolos se despertó, los paisanos pusieron las pavas
para tomar mate y ellos seguían zapateando. Siempre con mudanzas
nuevas.
Así estuvieron tres días. Hasta que se hizo un hoyo en el lugar y
tuvieron que parar, porque estaba brotando agua del suelo.
Al negro que te cuento le decían Uta y nadie le había podido ganar
jamás. Sin el menor esfuerzo y sin mover el cuerpo de la cintura para
arriba hacía mudanzas que te dejaban cruzando los ojos. Era capaz de
pasar días zapateando. Bastaba con que le dieran vino y una tirita de
costilla de vez en cuanto.
Era negro en serio. Motoso. Para mejor usaba ropa negra. Ah, pero
eso sí, muy pituco, muy arre
glado. Tenía rastra de plata sujetando la bombacha negra, de seda,
que terminaba metida cuidadosamente bajo las botas charoladas, con
espuelas haciendo juego. Usaba camisa blanca y encima chaleco negro
manga larga. El facón también era de plata y el sombrero negro. El
único toque de color en su cuerpo era un pañuelo colorado que llevaba
anudado al cuello. Ah, y los dientes de oro. Tenía un montón de
dientes de oro, que le brillaban cuando sonreía. O sea casi siempre,
porque casi siempre andaba con la risita burlona en la boca. Se ponía
serio solamente cuando peleaba. Y era veloz para el tajo, te lo aseguro.
Era zurdo, no sé si de nacimiento o por necesidad, pues la mano
derecha la tenía seca. Muy pocas veces la había mostrado y menos si
había mujeres; la llevaba siempre envuelta en un pañuelo negro. Pero
yo se la vi una vez. Era algo muy feo de ver. Como una rama seca, del
codo para abajo era como una rama seca y podrida, terminada en tres
dedos pequeñitos, sarmentosos. No sé por qué uno no podía mirar ese
muñón sin que le dieran ganas de vomitar.

- 16 -
-Con esta manito l’hei pegao a la Virgen-decía el negro y largaba la
risita. Es que el negro Uta había estado en la salamanca.

Dice que en la puerta de la salamanca hay un diablo vestido de


paisano, montando guardia. Está sentado sobre una piedra, haciéndose
el que trenza un lazo para rebenque, pero siempre espiando para ver
quién viene.
-Buenas, paisano-saludó el Uta.
-Buenas-contestó el otro.
Y se quedaron mirándose, Uta sin saber qué decir, porque él ya
maliciaba que el otro era un diablo (a quien iba a joder que iba a estar
ahí, trenzando un rebenque, solo en medio del desierto, si no era un
diablo). Pero no sabía qué decir. Se bajó del caballo y se acercó.
-Qué lo trae por estos pagos, amigazo-dijo el otro.
-Ando buscando la salamanca-contestó el Uta, decidido.
Y el otro se rió:
-¡Y quién le ha dicho que la salamanca está por aquí!...
-Me lo han dicho de buena fuente-dijo el Uta sin reírse. Y agregó: -
Y me corto un güevo si usted no es un diablo.
El otro se quedó mirándolo con sus ojitos de lagartija y masculló
entre dientes:
-Me parece que le hecho mal el sol al mocito.
Pero algo debe haber visto en el Uta, porque enseguida le preguntó:
-¿Y se puede saber, si no es indiscreción, para qué quiere encontrar
la salamanca?
-Quiero hacer un pacto con Mandinga-contestó el Uta.
-¿Y qué clase de pacto, si se puede saber?...
-Menos pregunta Dios y perdona-dijo el Uta, pero se arrepintió
enseguida, porque la cara del otro se puso verde, se le arrugó y el tipo
rodó por el suelo atacado por convulsiones como de epiléptico.
-¡Epa, qué le pasa amigo!-decía el Uta mientras le ayudaba a
chuñar golpeándole la espalda.
-¡No menciones más ese nombre aquí!-jadeaba el otro-, ¡ese
nombre es prohibido! Cuando volvió completamente en sí, el diablo le
explicó que para poder entrar a la salamanca tendría que insultar y
escupirle en la cara a un muñeco y abofetear a una muñeca que iba a
encontrar en la puerta de la cueva.
El muñeco era Jesucristo y la muñeca la Virgen María. Estaban tan
bien hechos, que parecían vivos.

- 17 -
Uta le escupió en la cara a Jesús y le dio una tremenda cachetada a
la Virgen María.
Y entró.

Era un hueco en el suelo, escondido detrás de unos jumeales. Se


bajaba por una escalera de piedra, hasta una especie de descanso,
donde comenzaba el túnel.
Al pie de la escalera lo estaba esperando el Manchachicoj. Era un
enano cabezón, vestido de frac y galera.
-¿Así que vos sos el que quiere hablar con Mandinga?-le dijo.
-Ahá-contestó el Uta.
-Vamos a ver si llegas.
Y le explicó que para poder hablar con Mandinga primero tenía que
pasar cinco pruebas. Uta dijo que estaba dispuesto y el Manchachicoj
lo llevó por un túnel lleno de enredaderas negras, hasta un pozo.
-Tienes que saltar este pocito-le dijo. El pozo tenía unos dos metros
y medio de ancho.
-¡Guah! ¿Esito nomás es?-dijo el Uta y se dispuso a saltar.
Pegó el brinco seguro de que llegaría al otro lado. Pero cuando
estaba en el aire una garra se aferró a su pie y lo zambulló en el pozo.
En el acto una horda de bichos que parecían humanos pero tenían
colas y garras de animales se le echó encima chillando, tratando de
hundirlo en el líquido negro, como petróleo, donde chapoteaban.
Menos mal que el Uta se acordó de sacar el facón y empezó a revolear
hachazos a diestra y siniestra porque los bicharracos ya lo tenían mal.
Le cortó la cabeza a uno, le abrió la barriga a otro y ya no les gustó
nada. Comenzaron a recular, y de pronto se zambulleron en el aceite y
desaparecieron. El Uta se quedó solo, con el facón en la mano y la
ropa enchastrada, metido hasta la cintura en aquel líquido oscuro.
El Manchachicoj se desternillaba de risa en la orilla del pozo. Le
tiró una escalera de soga y el Uta subió.

Tuvieron que atravesar un largo pasillo bordeado de árboles. Estaba


oscuro y en las ramas de los árboles, en las paredes y por donde uno
posara la vista podían verse millones de serpientes, boas y pitones,
cobras, yararás y de la cruz, grandes y pequeñas, que se retorcían,

- 18 -
reptaban, subían y bajaban silbando y enseñando los dientes, en un
espectáculo alucinante.
Uta se quedó duro en la puerta, sin poder hablar ni mover los pies.
-No tengas miedo-le dijo el Manchachicoj -, lo peor que hay es
tenerles miedo. Vení, vamos a pasar. Pero que no se den cuenta de que
les tienes miedo, porque ahí sí que vas a sonar. Hagan lo que hagan,
vos quedate tranquilo.
Las víboras se apartaban amenazantes al paso de los intrusos y
había que poner el pie con un cuidado bárbaro para no pisarlas. Se le
subían al Uta por la pierna, se le metían por la bragueta y le salían por
un agujero que tenía en el bolsillo. Se le enrollaban en el cuello, le
metían la cola en la nariz y en la oreja, pero el Uta ni se mosqueaba.
Así llegaron al final del pasillo, donde les esperaba la segunda prueba.
Tenía que subir hasta la punta de un eucalipto como de seis metros
y largarse de allá en las aguas de un estanque.
Se sacó la ropa y subió.
De arriba se veía chiquitito el estanque, pero no lo pensó mucho,
porque si uno piensa mucho las cosas, al final no las hace, y se largó.
Cuando venía en el aire se dio cuenta de que el estanque ya no estaba
más; en su lugar se alzaban unas piedras puntiagudas como cuchillos.
“Bueno, alguna vez hay que morir”, pensó el Uta; “lo único que
siento es no haberla podido voltear nunca a la Jacinta”. Y cerró los
ojos.
No sintió nada.
Cuando abrió los ojos, se encontró sentado en el suelo, con el
Manchachicoj que se encorvaba de risa a su lado.
-Te has salvado porque no has tenido miedo-le dijo el
Manchachicoj-. Si te hubieras asustado, a esta hora estás destripado...
¡Ji, ji, ji!...

Pasaron por un túnel tapizado de arañas pollito. Al final del túnel,


había una mujer hermosa, rubia, vestida sólo con una túnica
transparente a través de la cual se percibían como en un sueño sus
formas perfectas. Estaba sentada en un gran sillón de vidrio, rodeada
de perros negros, inmensos. Un perro peludo metía la cabeza por

- 19 -
debajo del vestido en medio de sus piernas, y le lamía las partes y ella
se reía.
-Es la Reina de las Almamulas-explicó el enano. Entonces el Uta se
dio cuenta de que los dientes de la mujer brillaban como el fuego.
-¿Ves esas mujeres?-preguntó el Manchachicoj-. Tienes que
besarles la cola una por una. ¿Te animas?
-Cómo no-dijo el Uta. Eran viejas, gordas y roñosas, pero no era
cuestión de volverse atrás a esta altura del partido.
Cuando oyeron eso, las viejas se pusieron muy sumisas, en fila, se
agacharon y se alzaron las polleras hasta la cintura.
Se levantó un olor a pescado muerto.
El Uta contempló horrorizado esas nalgas grasosas, los rollos en las
piernas que temblaban como un flan y las matas oscuras de pelos
cochambrosos que asomaban por entre los glúteos.
-Bien en el medio-oyó que le decía el enano y comenzó.
Eran como cuarenta. Cuando besó a la primera, sintió que le
lanzaba un chorro de orina como ácido en la cara. Consternado, lo
miró al Manchachicoj.
-Seguí-le dijo éste. Se reía a carcajadas.
Chorreándole la orina por la cara, con la camisa húmeda y
hedionda, llegó a la última, por fin. Esta prueba fue muy dura para el
Uta.

Cuarta prueba. Un diablo peludo, con patas de toro y astas de


carnero viejo tenía que violarlo.
Protestó el Uta:
-¡Eso sí que no lo acecto!
-Bueno, como quieras-replicó el Manchachicoj-. Pero vas a perder
todo lo que has ganado hasta el momento. Una lástima. Porque te vas
a convertir en un desgraciado. Con los de arriba ya has quedado mal
hace rato. Y ahora que estabas a un pasito de ganarte a los de abajo, te
arrepientes. No te van a querer ni los perros cuando vuelvas.
Se quejaba el Uta:
-¡Pero es mucho lo que me pides!
-¡Bah!-decía con voz melosa el Manchachicoj-¡algunos lo hacen
gratis en tu tierra! ¡A vos, después de estas pruebas te esperan el poder

- 20 -
y la gloria! ¡Solamente un tonto puede hacerse problema por una cosa
tan pequeña! Además, aparte de vos y yo, ¿quién se va a enterar?
El Uta lo pensó detenidamente. Luego preguntó:
-¿Seguro que no me va a doler mucho?
-¡Nooo!-contestó el enano.
Pero dice que le dolió bastante.

A lo lejos destellaba deslumbrante el trono de Mandinga. Sobre la


cima del monte, se levantaba el pedestal amplísimo. El trono se
destacaba, en el centro, alucinante de oropeles y pedrería. A su
alrededor, trajinaban como hormigas los servidores, jóvenes de
movimientos tan armoniosos que parecían bailarines. Doncellas
bellísimas, cuyos cuerpos turbadores se insinuaban bajo los vestidos
transparentes, servían, en bandejas chispeantes, manjares y bebidas
variadísimas al Rey de los Infiernos.
Sobre las laderas de la colina se habían tallado largas escalinatas y
unos seres, que a la primera mirada desde la distancia parecían algún
extraño tipo de reptiles, ascendían dificultosamente, parándose de
tanto en tanto a descansar de sus desfallecimientos. Eran hombres.
Hombres y mujeres, viejos, desnudos, con la piel arrugada y los rollos
de grasa colgando de sus vientres, sus muslos y sus nalgas,
babeándose y jadeando, mirando con ojos vacíos algún lugar fijo e
inexistente.
A la derecha del monte, se elevaba una ciudad como el Uta nunca
volvió a ver. Las alturas de sus edificios se esfumaban entre las nubes.
Se advertían titilando en la semioscuridad del atardecer millones de
luces, de carteles de colores, que prendían y apagaban, prendían y
apagaban. Flotaba en el aire de la ciudad un humo negro, de millones
de cigarros, que estarían siendo fuma
dos por millones de bocas; de millones de máquinas complejas que
funcionaban al unísono; y el rumor de millones de hombres y mujeres
que trajinarían, día y noche, en la ciudad, en la gran ciudad, en la
ciudad feliz, adonde era posible encontrar cualquier objeto que uno
pudiera imaginar, y aun alguno inimaginable. Y cualquier pecado.
Pero el pecado es dulce, ya se sabe.
Sobre el lado izquierdo, una gran pista de baile. Mozos y chinitas
jóvenes, vestidos a la criolla pero con un despliegue de perlas y sedas
enceguecedor, bailaban un gran Pericón. Inmediatamente seguía otra
pista, y otro grupo, más numeroso aun, de jovenes no menos bellos,

- 21 -
practicaban la Chacarera. Relumbraban las espuelas reflejando la luz
como un espejo y en las mediavueltas las polleras de las chinitas
dejaban, por un segundo, el espejismo de sus formas parpadeando en
el cerebro. Sobre un terraplén, elevado unos cincuenta centímetros por
encima del nivel de los demás, estaban lo zapateadores. Vestidos
todos de negro, danzaban la monotonía de su danza con movimientos
medidos, con gravedad de rito, el rostro serio, majestuoso, la mirada
ensimismada, bajo el rítmico golpetear del bombo. Cada sector tenía
su orquesta. Los del Pericón, piano, violín, arpa y contrabajo y los
músicos de frac. Los de la Chacarera, guitarra, bombo, violín y
acordeón, los músicos con hermosos trajes de paisanos. Un viejecito,
del que si no hubiera sido por el movimiento activísimo de sus manos
se hubiese pensado que era una estatua, se encorvaba sobre el bombo,
marcando el ritmo del malambo. Un negro alto y delgado lo
acompañaba con guitarra.
Alrededor de los escenarios, por caminos preciosamente dibujados
entre jardines y arboledas hormigueaba el público: un público selecto,
entre el que podía hallarse al mismo tiempo el refinamiento más
exquisito en los modales y los vestidos más ricos y variados que
mente humana pudiera imaginar.
En los claros del parque, mesas anchas y maravillosamente
provistas sostenían los manjares más exóticos. Una hilera de ciervos
dorados al vino, con racimos de uvas rojas bajo las orejas, estaban
siendo prolijamente trozados por caballeros de blanco y consumidos
por rozagantes comensales que reflejaban en sus rostros colorados
todo el placer y la tranquilidad posibles... Hermosas mujeres nórdicas
con los pechos desnudos los servían, recibiendo de vez en cuando y
entre risitas una caricia o un mordisco.
A lo lejos, un extraño cortejo compuesto por hieráticos personajes
de pelucas empolvadas y trajes de púrpura barrocamente bordados en
oro, sentados sobre literas transportadas por rubios esclavos de librea,
ascendía con lentitud exasperante una pequeña colina. Cuando
llegaban a la cima, volvían a bajar de la misma forma, para después
subir de nuevo; así hasta el infinito.
Entre las hojarascas del vergel parejas de amantes copulaban
febrilmente al ritmo de las músicas.
Nubes de colores calidoscópicos iluminaban con reflejos
fantasmales la gigantesca escena.
Un raro lago de aguas ocres separaba al Uta y Manchachicoj de la
Ciudad y sus placeres.
-Esta es la última prueba-dijo el Manchachicoj-: cruzar al otro lado.

- 22 -
Ya no sonreía. Se quedó mirándolo, anhelante, como si esperara
que el Uta protestara o dijera algo. Del lago se levantaba un hedor de
mil cadáveres.
Despaciosamente el Uta se sacó la ropa.
-¿Qué es eso?-preguntó señalando el lago.
-Mierda.
En la otra orilla apareció una banda de música compuesta por
muchachas desnudas con flores en sus cabellos. Podía advertirse el
temblor de las hermosas nalgas de la directora a cada movimiento de
batuta; ella, como si hubiese adivinado que el Uta la estaba mirando,
se dio vuelta y le sonrió.
La música que tocaban era tan sensual que erizaba la piel.
El Uta se largó. El excremento, espeso, lo tragó como una ciénaga,
pero él comenzó a nadar. El olor era casi insoportable. Una sensación
de asco incontenible lo acometió y comenzó a vomitar. Pero se
recuperó y siguió nadando. El horrible elemento se pegaba a su piel y
le hacía dificilísimo el braceo. Cada vez que disminuía el ritmo
amenazaba hundirse y la mierda le manchaba el cuello, los cabellos...
Convencido de que ya había hecho la mayor parte del trayecto,
levantó la cabeza para tomar resuello. Casi gritó al comprobar que
apenas había avanzado unos tres metros. Desde arriba de su trono de
brillantes Mandinga contemplaba divertido esta escena. Las
muchachas de la orquesta acompañaban el ritmo de la música con
suaves movimientos, que descubrían en rápidas visiones por entre los
instrumentos las partecitas más adorables de sus cuerpos. El Uta
siguió nadando, enardecido. De pronto sintió un dolor y un tirón en los
testículos y se hundió. Algo, algún bicho se le había colgado de allí y
lo arrastraba hacia el fondo. Luchó, desesperado, pero el monstruo era
demasiado fuerte. Comenzó a faltarle el aire y el asqueroso elemento
se le metió por la nariz y por la boca cuando trató de respirar. Estaba
ciego. Las venas de las sienes le latían como un bombo bagualero. Iba
a morir. Iba a morir. Estallidos rojos en su cabeza le anunciaron que
los pulmones estaban a punto de reventar. Iba a pedirle ayuda a Tata
Dios, pero se acordó que no podía. Hizo un esfuerzo desesperado; con
la cabeza ya por explotar se sacudió la garra que lo atenazaba.
Y sorpresivamente se sintió libre. Casi desvanecido, sintió que
emergía. Levantó los brazos y se sacó a manotazos la mierda de la
boca y los ojos. Respiró. Chapaleando para no hundirse, respiró. En la
orilla la muchacha rubia que dirigía la orquesta volvió a sonreírle. Los
movimientos de las que tocaban los instrumentos se habían vueltos
eróticos en un grado exacerbante.

- 23 -
Pero el Uta se rindió. No quiso seguir más y emprendió el regreso.
Maltrecho, arañado y lleno de sangre, con los testículos ardiéndole
y el cuerpo desnudo embarrado de arriba a abajo en mierda, cayo,
agotado, a los pies del Manchachicoj.
El enano estaba sombrío.
La música se había apagado.
El Uta volvió la cabeza a tiempo para ver las espaldas de las
mujeres que se retiraban con paso aburrido hacia la Ciudad.
A lo lejos, titilaba la Ciudad. Ruidos de motores, atenuados,
llegaban hasta el lago. Carteles, que prendían y apagaban formaban
dibujos multicolores en el cielo ceniciento. En lo alto de su trono,
Mandinga estaba ya entretenido en quién sabe qué cosa que sucedía en
otra parte. Hermoso, como esos actores de los gringos, presidía aquel
reino de estructuras infalibles y placeres inagotables.
-Has fracasado-dijo el enano.
-¡Dame otra oportunidar!-gimió el Uta.
Sonrió el Manchachicoj. Pero ya no con la sonrisa de antes. Esta
era apenas una mueca triste.
-Vas a recibir el don del baile. Es lo único que te puedo dar para
que te defiendas en la Ciudad.
¿La Ciudad? ¿Me van a dejar entrar en la Ciudad?-jadeó el Uta.
No contestó el enano y un fogonazo que pareció estallar en su
cerebro lo dejó ciego al Uta por un rato. Cuando abrió los ojos, se
encontró de nuevo en el desierto. El caballo mordisqueaba unos yuyos
secos, atado por las riendas en las ramas de un vinal.
No había nadie alrededor.
Por un momento Uta creyó que había soñado. Pero se miró la mano
y vio que la tenía como si se le hubiera achicharrado.
-¡Con esta manito l’hei pegao a la Virgen!-sabía decir el Uta,
cuando le preguntaban.

Córdoba, 3 de abril de 1980.

- 24 -
El Manchachicoj

Corina Coria era una de las muchachas más bellas del pueblo. Por
las tardes, en el verano, cuando el vapor del suelo empezaba a ceder a
la brisa fresca, solían verla pasar los ojos codiciosos de los
muchachos, con sus vestidos anchos y floreados, asomando apenas
por bajo del ruedo las puntas de las zapatillas. Nunca sola Corina,
siempre con alguna de sus hermanas, o su madre. Vivían un tanto
alejados del caserío central (boliche, capilla, comisaría y oficina del
escribiente), razón por la cual cargaba normalmente una bolsa. Se
aprovechaba el viaje para comprar mercadería. Los martes y viernes
iban con sus hermanas, temprano, a buscar harina para el pan de la
semana. Los domingos por la mañana, a misa. El padre, un tanto
escéptico y la madre, por seguirle la corriente, consentían -únicamente
por ese día-que Corina fuese sola a la iglesia. Tenía especial
inclinación por el culto Corina, mas ninguna de sus tres hermanas la
acompañaba. Menos espirituales, preferían quedarse a atender a los
primos y amigos, que venían sin falla a jugar a la taba y visitarlos
hasta bien entrada la tarde del último día de la semana.
Fue en una de esas mañanas, un día caluroso de sol excesivo que se
encontró por primera vez con el Manchachicoj.
Una tropilla de burros había levantado esa nube de polvo que
recién se aplacaba. Deslumbrada por el resplandor del mediodía vio
aparecer por el camino, entre burbujas, una figura pequeña pero
extrañamente imponente.
-Buenos días, bella señorita-dijo el enano deteniéndose -¿podría
indicarme si voy bien para La Noria?
Pese a que deseaba con toda su alma huir, Corina se paró. El
extraño individuo se había quitado la galera, que sostenía entre sus
manos grandes mientras la observaba sonriente. Todo en aquel ser
parecía haber sido hecho deliberadamente para presentar un aspecto
disparatado. La cabeza, las manos y los pies, desmesuradamente
grandes, surgían grotescamente del cuello y las mangas del arcaico
chaqué, como las de un gorila en cuerpo de niño. El atildamiento que
denotaban, en vez de mejorar la impresión, le agregaba un raro toque
de incongruencia. Pero había algo en él, una sugestión oscura, que
impedía, pese a lo ridículo de su aspecto, tomarlo en broma.

- 25 -
Corina balbuceó una indicación aproximada. Se veía que el enano
sólo buscaba pie para iniciar el diálogo, pues continuó sin transición:
-¿Y cómo es que anda sola por aquí, una señorita tan guapa?
-Vengo de misa...-contestó ella.
A partir de allí no fue posible cortarle la conversación al enano. Y
ahí nomás se ofreció, galante, a acompañarla: “Usted sabe, andan
tantos atrevidos por estas partes...”.
Donde dobla el camino, a docientos metros de las casas, se
detuvieron.
-Hasta aquí nomás la acompaño, niña -dijo el pequeño ser. -No sea
cosa que me la repriendan sus padres.
Rompiendo su timidez, recién entonces Corina se atrevió a
preguntar:
-Si me perdona una preguntita... ¿usted, por un casual... no será el
Manchachicoj?
El mismo que viste y calza-respondió el enano. -Para servirla a
usted.

El Manchachicoj -de acuerdo al relato de Mamadelia-era hijo de


Mandinga y la bruja Brishita. La bruja vivía en la Tierra. Era una
gringa rosada y regordeta; a Mandinga le había gustado y anduvo un
tiempo afilando con ella. Pero la bruja era muy burlista, hacía bromas
que a Mandinga no le gustaban. Por ejemplo, cuando la estaba
besando, de repente se le convertía en cabra. Y de estar besando unos
labios carnosos, Mandinga se hallaba con su boca apoyada en el morro
bigotudo de una cabra.
Tanto le hizo estas bromas que Mandinga se cansó y de rabia la
convirtió para siempre en mona. Estando así, en un árbol, lo tuvo al
Manchachicoj.
Pero le había agarrado tanto odio a Mandinga, que por desquitarse
lo maltrataba al chico. Esos cotos que tiene en la frente el enano, dice
que son por los garrotazos que le daba la mona en la cuna.
Viendo esto el príncipe de los infiernos, se lo llevó a vivir con él en
la salamanca. Y cuando el Manchachicoj creció, se convirtió en uno
de sus más fieles colaboradores.
Como poseía mucha habilidad para la diplomacia, Mandinga
decidió darle la responsabilidad de las relaciones con el mundo. Eso

- 26 -
sí; había una condición: tenía que andar bien con los humanos, pero
no comprometerse con ninguno.

Hacían ya quince días que Andrés había partido para el sur,


llevando un arreo de cinco mil cabezas. Corina lo extrañaba.
Extrañaba la voz metálica del hombre, sus ojos firmes, sus manos,
acostumbradas al trabajo pero tiernas. Si todo andaba bien, en julio se
iban a casar. Sus padres lo estimaban mucho. Además de buen mozo,
Andrés Castañeda era inteligente y trabajador. Si no hubiera sido por
esa manía, por ese orgullo que tenía de manejar bien el cuchillo... A
causa de ello, vuelta a vuelta andaba entreverado en algún duelo. Era
veloz con el de dos filos, Andrés... “pero siempre hay alguno más
rápido que uno”, sabía decir Tatapedro. Corina temblaba cada vez que
su novio se iba a un baile o una confitería.
-¿Qué le pasa que está tan pensativa la niña?
La voz untuosa, grave, parecía haber sido pronunciada en la concha
de un caracol. Era el Manchachicoj. Otra vez. Ya se había
acostumbrado Corina a las apariciones del enano. Era literalmente así:
aparecía, algunas veces en el sopor de la siesta, otras a la oración,
siempre, los domingos por la mañana, a la ida y al regreso de la misa.
Había intentado ahuyentarlo Corina, poniendo, de noche, una batea
con maíz en la tranquera. Pero había amanecido tal como la dejara. A
la siesta el Manchachicoj, presentándose de repente mientras ella
lavaba, le había recriminado:
-¿Así que con truquitos a mí, señorita? ¿Acaso has creído en serio
que soy tan tonto? Eso de la batea con maicitos son fábulas de
viejas!...
Como quien acepta un fenómeno de la naturaleza -su carácter era
muy propenso a ello-Corina se resignó entonces a soportar al
perseverante enano. Era inofensivo, por otra parte y servicial. ¿Acaso
no le había indicado con precisión dónde estaba ese crucifijo de oro
que ella perdiera dos años atrás? Le traía regalos: un pañuelo, un libro
de estampas, un broche de esmeraldas. Corina escondía prolijamente
todo ésto, que en lo íntimo de su ser, la halagaba. De cualquier modo,
al Manchachicoj nadie lo veía. Se había llevado un susto un día
cuando su madre se presentó de improviso a su lado, estando el
Manchachicoj allí. El enano se quedó parado donde estaba, ella no
supo qué decir.

- 27 -
-¿Qué, ahora conviersas sola?-le preguntó su madre, entre
asombrada y divertida.
No lo había visto al Manchachicoj. No se lo veía. Y estaba allí.
-Nada mami. ¡Estaba cantando!-contestó Corina, y siguió
revolviendo con el palo el arrope de la tinaja.
Nadie se enteraba de esa relación extraña. El Manchachicoj se
conformaba, por su parte, con acompañar y galantear cortésmente a la
bella muchacha. Además -se decía ella-, siempre es bueno tener algún
aliado del otro lado, sea en el cielo, sea en el infierno. Era evidente
que el Manchachicoj era de uno de esos dos lados; porque de aquí, no
era.
Con éstos y parecidos argumentos se justificaba Corina, cuando en
las noches la asaltaba la duda de si no le estaría faltando al Andrés. Y
hasta a veces se decía, que aun si fuera de otra forma, se lo tenía
merecido, por desamorado. ¿Para qué tenía que irse al sur? ¿Sólo por
unos cuántos pesos más? Aquí había tanto trabajo... Pero no. El mozo
tenía que ir lejos, a demostrar su libertad. Y ella se sentía tan sola. El
Manchachicoj, con ser como era, la ayudaba tanto, la escuchaba y le
daba consejos, como un padre. Con el tiempo, ella se había
acostumbrado a contarle sus cuitas. No lo veía como un galán Corina
(¡quién hubiera pensado en eso!), sino como un buen amigo.

Después de dos meses de faltar, Andrés regresó a su querencia. Se


presento la tarde de un domingo, como un invitado más. Fue recibido
como un hijo. ¡Qué buen mozo estaba Andrés! Corina no cabía en sí
de gozo.
Todo de negro, las botas de charol ornadas con espuelas de plata, el
pelo crespo aplastado hacia atrás con brillantina, bajo la frente
amplísima, dos ojos claros resaltando contra el cutis bronceado y bajo
la nariz aguileña un cuidadoso bigote color chala, recortado.
En el amplio patio de los Coria, se bailó esa noche hasta el
amanecer. Enseguida el padre había hecho llamar a los musiqueros y
carnear una vaquillona. Corría el mes de julio de 1916.
Cuando por fin se apagaron los ruidos y el hombre se fue montado
en su caballo bayo, Corina se reclinó en el catre con la cabeza llena de
ilusiones. Habían fijado la fecha del casamiento para la otra semana.
Andrés había vuelto del sur con unos buenos pesos, y hasta había
traído los muebles que iban a usar: una cama de dos plazas, labrada,

- 28 -
un bargueño español, un ropero de peteribí... La casita, hacía rato que
estaba terminada.
Un leve ruido a su lado la alertó. Por la puerta entreabierta filtraba
la luz brumosa del amanecer. Junto al marco, como un aparecido,
estaba el Manchachicoj. Al principio le costó reconocerlo, más por
estar sumida en sus pensamientos que por la oscuridad. Seguidamente,
la ganó una instintiva sensación de rechazo.
-¿Qué buscas aquí?-le espetó con brusquedad impensada.
-Parece que ya te has olvidado de mí-replicó el Manchachicoj. En
su voz había un timbre siniestro que ella no le conocía.
Un desagradable silencio siguió al breve intercambio de frases.
Después fue nuevamente Corina quien habló:
-Me vas a tener que perdonar, Manchachicoj. Hasta ahora has sido
mi único amigo... Pero Andrés, mi novio, ha vuelto... él es muy
celoso...
-A mí no me vas a correr así nomás, Corina. Vos no has sido leal
conmigo. Si me hubieras dicho de un principio que no me querías, yo
me hubiera ido. Pero vos me aceptabas. Ahora no me puedes dejar.
Conmigo, sabelo bien, no vas a jugar.
-Pero vos no me has entendido... -replicó la muchacha, el Andrés es
muy peligroso con el cuchillo. Si se entera, te puede llegar a matar...
Por primera vez oyó Corina su carcajada, y aquel sonido inhumano
le congeló la sangre.
-¡Vamos a ver quién es más peligroso!-gritó el Manchachicoj. E
inmediatamente desapareció.
Cuando llegó el mediodía y fueron a avisarle que había que
preparar la comida, Corina aún no había podido pegar un ojo.

La noche del casamiento, como suele suceder en Santiago, más que


de invierno parecía primaveral. El cielo estaba estrellado y soplaba
una brisa suave, que mecía como a espejuelos las hojas de los álamos.
Para facilitar el trámite se había invitado a la casa solariega al cura y
al juez de paz. Allí se realizarían las dos ceremonias -primero la
religiosa, como se acostumbraba. Después, la fiesta.
Se había contratado a los mejores músicos para la ocasión (si lo
sabría Tatapancho, el padrino, que había tenido que pagarles docientos

- 29 -
pesos por adelantado a Reynerio Cuba y sus cimarrones para
comprometerlos).
Cuatro asadores vestidos de gaucho aguardaban la señal para hacer
descender sobre las brasas sabiamente distribuidas los chivitos,
lechones y dos vaquillonas. Había además empanadas, locro, tamales
y vino a granel. Iba a ser un casamiento memorable.
Frente al gran espejo del ropero, Corina, su madre y las hermanas
daban los últimos toques al vestido blanco, tal vez cargado de
puntillas en exceso.
Bajo el alero, Andrés -de azul, rastra con patacones de plata-
contestaba sin atender las bromas de los amigos. Pucha, si estaba más
nervioso que la primera vez que agarró el facón.
Bellas muchachas atraían la atención de la concurrencia, pero
ninguna tan bella como Corina, que concentró sobre sí todas las
miradas cuando apareció en la puerta del rancho.
Tatapancho se había acercado discretamente a la novia y tomándola
del brazo la condujo hacia el centro del patio, donde se había ubicado,
bajo un algarrobo centenario, el altar.
Andrés acompañado de dos mujeres -madre y madrina-se dirigió
hacia ellos. Graciosamente juntaron su andar unos metros antes de la
mesa con el cáliz y se encaminaron radiantes en dirección al
sacerdote. La multitud cerró el círculo a su alrededor. Parecía que todo
hubiese detenido su transcurso, pendiente del acto de unión eterna de
aquella hermosa pareja.
El sacerdote efectuó con indisimulado gusto los movimientos
tradicionales y oraciones previas. Pero cuando llegó a la fórmula por
la cual debía inquirir, con voz grave, a la novia:
-Corina Coria, aceptas por esposo al joven Andrés...
-¡Esa mujer tiene dueño!-se oyó una voz restallante que gritaba.
De la multitud, como una alucinación, se había adelantado
desafiante el Manchachicoj.
Luego de un segundo de estupor, varios hombres indignados se
abalanzaron sobre el enano para darle su merecido. Pero se oyó la voz
de Andrés que decía:
-¡Dejenló!
Sus ojos sardios saltaban chispeantes del intruso a la novia y
recorrían los rostros de los padres, las hermanas y los familiares,
buscando una explicación.
-¡El solo se ha hecho ilusiones! ¡Yo nunca le hei dao pie a nada!-
gimió Corina.

- 30 -
-¡Si tienes honor, defendé tu prienda como un macho!-rugió el
Manchachicoj y brilló en su diestra el facón.
Como en un sueño, Andrés se vio arrastrado por una fuerza que
nacía de él mismo, pero que no podía controlar, hacia el centro de la
reunión. Se oyó pidiendo: “un facón”, mientras estiraba su mano a la
multitud. Se vio un fulgor que cruzó el aire y el Andrés cazó en su
palma el mango de plata. Lo amasó un poco para tomarle el pulso y
avanzó.
Dos sombras, una alta y elegante y otra breve y rechoncha, se
vueltearon, se acercaron y alejaron, brincaron, cual terribles bailarines,
durante eternos instantes. El polvo alzado por las botas semejó el
incienso pagano, que asperjara una sacrílega ceremonia cultual. Como
un refucilo se vio el relumbrar de una hoja que se perdía en un
cuerpo... después, la muerte.
En el suelo yacía Andrés Castañeda, con una flor roja sobre su
pecho.
Un alarido como el de un animal prehistórico al que arrancaran las
entrañas se elevó cortando el aire, que de repente se había puesto frío.
Corina cayó postrada junto al cuerpo yerto de su amado. Boqueaba
como si le faltara la respiración y aunque no podía llorar, ya no se
levantó. Le temblaba todo el cuerpo.
El enano había quedado sombrío, mirando todo, con el facón en la
mano.
La muchedumbre empezó a dispersarse, alejándose de allí, como si
una extraña peste se hubiera abatido sobre la casa.
Cuando las luces rosadas del amanecer pintaron las nubes bajas del
horizonte, los familiares de Andrés tuvieron que usar la fuerza para
quitar las manos del muerto de entre las de Corina, que se habían
endurecido como garras.

Epílogo

Corina nunca recuperó el habla ni la locomoción voluntaria. Tuvo


que ser atendida por sus hermanas hasta que, de hastío, la dejaron
después de un tiempo olvidada en algún rincón de la casa.
El Manchachicoj desapareció. Pero se dice que ese enano greñudo,
de barba hasta el suelo y lleno de piojos, que anda casa por casa
asustando a los perros, es él. Come con los chanchos y los animales
viejos. Los rapaces le hacen burla y le pegan patadas en el trasero.

- 31 -
Según Mamadelia, es el castigo que le dio Mandinga, por haberse
enamorado.

Fernández, abril de 1987.

Hembra

Felipe estaba solo. Muy solo. Por eso le pareció un sueño


cuando la muchacha aceptó bailar con él. (Y más sueño le parecería
luego, cuando aceptara ir a su rancho).
Nadie la conocía. Las escasas mujeres del poblado la miraron
con odio. Y los hombres lo miraron a él con envidia, cuando se la
llevó. Necesitó dos tubos de ginebra para animarse, pero lo hizo.
Nunca gozó Felipe deleites tan hondos y sostenidos como esa
noche, en su cama. Entre vahídos de placer le pidió, en la oscuridad:
"¡quédate a vivir conmigo!" Ella aceptó.
En la rosada penumbra de la paloma Felipe recordó la noche
pasada, y percibió el bulto del cuerpo a su lado. Como quien constata
la materialidad de su dicha estiró la mano. Tocó una piel peluda. De
un salto, se levantó.
El grito debe haber asustado al animal, pues abandonó la cama
con la velocidad de un relámpago.
Dando un brinco poderoso la mula salió por la ventana. Felipe,
con la boca abierta, la vio perderse, entre las retamas.

- 32 -
Dinaleh

Corazón y latido no son dos cosas, sino dos palabras.


Julio Cortázar

Dinaleh se presenta cada tarde en casa de Froilán. Se ha vuelto


igual que el crepúsculo.
Cada vez que ella entra Luis Alberto Spinetta se pone a cantar
con Fito Páez Asilo en tu corazón y Froilán tiembla, de placer y de
temor.
La primera vez que se unieron a duras penas pudo salir de ella.
Se fue llevando uno de sus pies. Luego de la tercera se resignó a
aceptar la fatal condición de aquel amor.
Hoy ha venido hermosa con sus cabellos al aire, el sol tranquilo
la trasciende; Froilán se limita a contemplarla con arrobo, ha perdido
todo movimiento. Dinaleh lo envuelve y apaga el televisor, una lasitud
dulce le enerva todos los sentidos, es feliz.
Esa tarde Dinaleh se queda a vivir en la casa de Froilán. Sola,
con su corazón.

Fernández, agosto de 1988.

Geraldine

De una oscura pasión o algún esfuerzo, de un puro golpe de


amor, de cierta manera de hablar y sorprenderse no podrás evadirte sin
dejar una huella, algo que te descubra.
Rodolfo Alonso

El Maestro de Música tomó entre sus manos la mano pequeña


de Geraldine.
Estaba exangüe. Miró por la ventana. Una niebla gris cubría los
contornos de la ciudad. La desesperación fue derramándose, la sintió
por las cavidades interiores de su cuerpo, hasta llegar al estómago y
paralizarle los pies. "No", pensó: "por favor, no me dejes". Echándose
sobre el sillón en un impulso brusco la abrazó, como para alentarla. Su
cuerpo estaba frío. Entonces rompió en sollozos, que lo sacudieron

- 33 -
recordándole estúpidamente a su madre golpeando un felpudo en el
patio.
Geraldine, pensó. Desde la primera vez que me miraste supe
que me amabas.
No imaginé, en cambio, que ibas a llegar tan hondo en mí.
Mezclada con la gente en el concierto, sorprendía tus ojos
contemplándome y te ruborizabas, mirabas con premura hacia otro
lado, con esa gracia que sólo es posible a tu edad. Yo lo tomé como
un juego, dejándome llevar displicente por los ruidos de la calle.
¿Cuándo se te ocurrió aprender piano? Llegaste una tarde,
acompañada de tu mamá, mientras yo auscultaba la penumbra de mi
sala con el corazón trémulo pues intuía que algo iba a suceder. Al
principio rehusé, con excusas elípticas, sugiriendo ocupaciones o
falta de hábito en la docencia. Tenía miedo e amarte. Confinaba ese
oscuro sentimiento, que había nacido el mismo día que te viera pasar
junto a mí, en el concierto. No lo sabías, ni yo mismo lo tenía claro,
pero fui el primero en enamorarme. Yo no había tocado; no me
conocías. Ensayábamos con el cuarteto en la cabina acústica que está
al costado del salón... ¿por qué me levanté y fui a la puerta? Al correr
un poco la cortina te vi pasar, con esa levedad que tienes, y ni te diste
cuenta.
Después, te amé. Las horas fueron vuelo de inexpresables alas,
los sentimientos crearon la luz que nos dio forma, sentido, razón, si
esta existe.
-Despierta, Geraldine- dijo el Maestro de Música, y se sintió en
el acto dolorosamente grotesco. Un espejo oval le devolvió su rostro,
el cabello enmarañado de mesárselo, las ojeras brillando violetas bajo
las lágrimas.
-¿Por qué tenía que dejarme ahora?... ¿Es que estoy condenado
para siempre al dolor? -le preguntó a su propia cara en el espejo.
Atrás, Geraldine reposaba como dormida. La miró reflejada en
el vidrio, recorrió aquella imagen pálida, sus labios como siempre
entreabiertos, sus dientes pequeños, sus ojos marrones... sus ojos...
¡Geraldine! ¡Había abierto los ojos!
El Maestro de Música se dio vuelta hacia ella y se quedó
mirándola, pasmado.
-¿Estabas dormida? -preguntó por fin.
Ella, sin decir nada, enlazó su cuello con esos brazos largos que
tenía y apoyó la cabeza en su hombro izquierdo. Luego susurró: "te
amo".

- 34 -
Ananova

Jaír creyó primero que él mismo había escrito esa frase:


“No hay garantías de que todo no esté ocurriendo, realmente, en tu
interior”.
Pero cayó en la cuenta que desde hacía más de media hora estaba
frente a la pantalla, con los brazos cruzados, viendo pasar los
mensajes del chat.
Banalidades. Luego de los primeros entusiasmos, quien accede a
internet comprueba su semejanza con el mundo material: en cualquier
parte del mundo, Asia o Europa, Burundi o Canadá, prevalece la
estupidez. “¿Cómo te llamas?” “¿Adónde vives?” “¿De qué color son
tus ojos?”, preguntas pitecantrópicas que uno puede escuchar en
cualquier pub para adolescentes, se reproducen una y otra vez en los
chats. Con la única... ¿ventaja?... de poder mentir con más facilidad.
“Tengo ojos azules” puede mentir una adolescente guatemalteca y
adjuntar, para probarlo, la foto de alguna modelito yanqui
desconocida. “Soy licenciado en Leyes”, afirma quien jamás pudo
superar el tercer año de la secundaria. Pero no más allá. Pues hasta
esas frivolidades deben ser luego sostenidas con cierta inteligencia. Y
en la red, si algo escasea es precisamente la inteligencia. Por eso Jaír
se sorprendió al ver de repente esa frase, al menos pretenciosa. Se
sorprendió más al ver que ahora se dirigían directamente a él:
—¿Y?... ¡Milagreiro! ¡Te escribo a ti! ¿Estás dormido, o qué?
—“Milagreiro” era el nick bajo el que se ocultaba. “Garota-blú” la
que le escribía. ¿Es realmente una mujer?, dudó Jaír. Sería muy
desagradable toparse nuevamente con algún trolo, como le había
ocurrido poco tiempo atrás, en cierto chat “intelectual”.
—Estoy aquí —contestó, cautelosamente—. ¿Tomaste esa frase
de algún libro?
—Tal vez. Tampoco estoy segura de no ser yo misma un libro,
escrito por alguien superior contestó en el acto “Garota-blú”. Lo dejó
asombrado. Decidió arriesgarse una vez más, aún bajo el temor de
obtener sólo el pasaje hacia otra frustración.
“Garota-blú” resultó ser (¿en realidad?) Ananova Rifkin. Hija de
padre australiano y madre rusa, vivía en Inglaterra. Allí trabajaba
como periodista, para una cadena de televisión. “Tuve la mala suerte
de nacer bonita”, le había dicho en su segundo encuentro, cuando

- 35 -
intercambiaron fotos. “Por ello tratan de usarme bajo ese aspecto,
quitándome tiempo para la investigación o trabajos más serios”.
Jaír disentía con este criterio. Era hermosa (si de verdad le había
mandado su foto). El trabajar gran parte de su jornada en los
noticieros, dando la cara al público, no dejaba de ser algo de
considerable nivel. Pero secretamente pensaba que su opinión era
interesada, pues si no fuese bonita difícilmente él estaría ahora
chateando con ella todos los días —a veces hasta 3 chateadas por
día—. ¿En qué irá a terminar esto? —se preguntó, y en el acto dibujó
en su mente las palabras de censura: “al final somos todos pequeño-
burgueses, mezquinos, frívolos... queremos asegurar el porvenir,
extraer a los sucesos el máximo placer, garantizar los beneficios...”

Ananova era realmente conductora de noticias, en la British


Highlander TV, habitaba realmente en un pequeño barrio exclusivo de
Londres. Y era muy hermosa. Jaír —quien era realmente un Físico
Nuclear de la Universidad de Sâo Paulo— viajó para conocerla, dos
meses después de su primer encuentro. Ananova se acercó a él
exactamente a las dos de la tarde de aquél sábado 14 de junio de 1997;
Jaír sintió algo como cuando el ascensor se lanza repentinamente
hacia abajo. Era un día milagrosamente primaveral en Londres;
pasaron las horas caminando por los suburbios, hasta el crepúsculo.
En su casita —rodeada de jardines— pudo comprobar que su
cabello negrísimo era infinitamente más suave de lo que sugería la
webcam, y sus ojos verdes no podían compararse en su belleza con
nada conocido. Sabedora de esto, ella no los cerraba para hacer el
amor.

En algún momento tiene que llegar lo desagradable —pensaba Jaír


al vivir una situación placentera, cada vez. Durante la noche
transcurrida en vela —él debía estar en la Universidad el lunes por la
mañana, ella empezaba a trabajar esa misma tarde— Ananova
descargó su problema. No era pequeño. Accidentalmente había
descubierto un complot para precipitar al mundo hacia una nueva
guerra. Según los miembros de una poderosa Logia inglesa —con
ramificaciones en todos los continentes—, este plan se desarrollaría en
tres etapas: primera, imponer gobernantes adictos en las mayores
potencias, especialmente en la presidencia de los Estados Unidos.
Segunda, urdir un gran atentado, un ataque extraordinario contra

- 36 -
Occidente, para justificar la ofensiva. Tercera: lanzarse, con el mayor
arsenal conocido en la historia, contra los enemigos de la civilización
anglosajona. El resultado debía ser asegurarse el control absoluto de
las mayores reservas energéticas y los territorios estratégicos de vital
feracidad, para siempre. El riesgo de este plan era que una reacción
imprevisible de Corea, China — “o incluso Rusia, de quien aún no
debemos fiarnos”, habían dicho los conjurados— podría hacer saltar
en millones de pedacitos al planeta entero. “Ninguna epopeya se
cumplió sin graves riesgos”, sostuvo entonces cierto anciano muy
flaco, que hasta el momento permaneciera callado. Sólo agregó que se
debía tomar como claro ejemplo de ello a los Templarios. Ananova
había captado esta reunión por un error de sintonía al manejar su
moviola, mientras procesaba las noticias del primer informativo.
Asustada, corrió a preguntar al Editor Senior qué debían hacer con
ello. Este pareció sorprenderse mucho al principio, pero terminó
aconsejándole que se tomara un par de días para relajarse: quizá el
stress la estaba haciendo ver alucinaciones. O, en caso contrario, podía
tratarse de alguna serie que el canal probaba, en vez de la
videoconferencia que ella creía haber captado con su sintonizador de
red. Pero a partir de allí, pese a que nadie había vuelto a referirse al
asunto, habían aparecido aquellos hombres y mujeres extraños que
ahora la seguían por todas partes.
Jaír regresó a Brazil con agudo sentimiento de culpa. Por
tranquilizar a Ananova, había terminado poniéndose al lado de
quienes ella ahora odiaba. La desgastante discusión había terminado
cuando ella, junto a la escalerilla del avión, le había dicho que no
estaba segura de si deseaba otro encuentro. Iba a tomarse un tiempo
para pensarlo. Pese a la saudade Jaír aceptaba las cosas con cierto
fatalismo:
—Yo he sido programado para ser un científico, no un
revolucionario... —se justificó. En el acto sintió que algún lugar de su
conciencia se llenaba de indignación. —¿Cómo puedo pensar así? —
se recriminó—. ¿Quién podría haberme “programado” a mí? ¡Soy un
ser humano, libre! ¡Puedo hacer lo que a mí me parezca mejor!
Dos días después, luego de innumerables cuitas, que no le dejaban
trabajar en sus investigaciones, tomó una arriesgada decisión. Escribió
con el mayor detalle lo que Ananova le había confiado, y lo
distribuyó, metódicamente, por e-mail, en cuatro idiomas, a los miles
de contactos en todo el mundo que guardaba en sus bases de datos la
Universidad. Cuando terminó la tarea, sintió un reconfortante alivio.
Quiso conectarse con Ananova por el Messenger, pero ella no

- 37 -
contestó: debía estar en la calle, sin su laptop. Vio el resplandor del
amanecer filtrando por los ventiletes de la oficina, y apagó el
ordenador. Fue lo último que hizo, antes de caer en la oscuridad, de la
cual en apariencia ya nunca más volvió.

El doctor Flavio Mendonza, nanotecnólogo de la Universidad de


Sâo Paulo, se comunicó por teléfono con Jaron Lanier. Era temprano
aún en Sudamérica; hora de un frugal almuerzo, en Londres.
—Te dije que no debíamos dotarlos de sentimientos, ni de la
capacidad de autotransportarse — masculló Mendonza, reprimiendo
con gran esfuerzo su cólera. Luego de un expresivo silencio, Lanier le
contestó en mal portugués:
—Bueno, Flavio... tienes razón. Pero no dejó de ser una
experiencia interesante... ¿en qué se hubiesen diferenciado de nuestras
computadoras, si no le hubiésemos inducido los sentimientos?
—¡¿Interesante?! ¡Tuve que eliminarlo! ¡Borrarlo de todos los
sistemas! Decenas de años, el esfuerzo más grande efectuado jamás
por mis neuronas, el resultado de casi toda una vida de investigación...
¡borrado con un solo click! ¡Y todo por tu Ananova!
—No estés tan apocalíptico, Flavio... haremos otros... Después de
todo, la cosa no fue tan grave...
—¿Que no fue tan grave? Ahora todo el mundo sabe lo que
sucederá. ¡El tuvo tiempo de avisar a miles de personas por e-mail!
—¡Por ventura, Flavio Mendonza! —protestó Lanier, desde
Londres—. ¿Acaso crees que alguien va a tomar en serio esa
fabulación, cuando difundamos que fue creada por dos prototipos
virtuales de inteligencia artificial?

- 38 -
Hijo de los sueños

Jesús Benítez era un hombre normal. Martillero, trabajaba en una


oficinita de Rentas durante la semana, desde que cumpliera 22 años.
Cada tanto surgía la ejecución de un juicio, un remate. Para él era,
también, una operación casi oficinesca. Los juzgados coordinaban sus
convocatorias para juntar varios lotes de objetos secuestrados. De ese
modo aumentaban los montos que ingresaban a las arcas estatales, en
concepto del magro porcentaje que correspondía deducir por uso de
local, costas judiciales, papelerío. Etcétera.
Se remataban, pues, heladeras, sillas, camas, motocicletas, sillones,
cajas de herramientas, en fin, todo lo que tuviese algún valor de
mercado y estuviera en condiciones de interesarle a alguien.
A veces, se remataban casas. Grandes, pequeñas, viviendas
populares que sus adjudicatarios no habían podido pagar y volvían al
banco, o al Estado, que los vendía a un precio muy inferior al de la
hipoteca para cubrir los saldos. O grandes propiedades, que sus
dueños habían heredado y no podían mantener, o bien otros habían
perdido jugando a la ruleta... millones de casos, que Jesús no se
detenía a imaginar. Para él eran simples papeles, que pasaban de una
mano a otra, su función era estimular a los concurrentes para levantar
los precios hasta donde fuera posible. Después, cobraba su comisión,
y listo. Su vida seguía con la mayor normalidad posible. Se había
acostumbrado a eso. Lunes a viernes oficina, alguna tarde en medio de
las semanas remates, fin de semana cine, cena con su esposa en un
lugar distinto cada vez, domingo dormir hasta tarde, regar las plantitas
de los balcones, un poco de televisión, radio en la cama al acostarse
temprano, pues el lunes debía viajar cerca de una hora para llegar a la
oficina, otra vez. Desde las siete de la mañana.
En el verano, quince días de vacaciones junto al mar. En el
invierno, quince días a México. Iban conociendo el país azteca pueblo
a pueblo, comenzando por el Norte. Dos meses antes planeaban el
próximo lugar de visitas y lo marcaban en el mapa.
Con su esposa, Imelda, habían construido un mundo previsible,
relativamente modesto, pero lo suficientemente confortable como para
sentirse satisfechos. Vivían en un departamento, en un quinto piso,
adquirido en cuotas y del que les faltaba pagar aún 15. Pero jamás
hubo ni habría sobresaltos por ello: pequeñas, las cuotas representaban
apenas un 5 % de lo que Jesús obtenía, entre su salario regular y
comisiones. Imelda, por su parte, hacía dulces, que envasaba
primorosamente en frascos de diferentes tamaños. Con ello, obtenía

- 39 -
también un ingreso relativo, pues se había hecho una clientela
extendida al barrio y hasta a lugares distantes de la ciudad, con el paso
de los años. Incluso algunos negocios de comestibles le encargaban
partidas de 10 o 20 frascos, cada tanto. Pero ella no aceptaba
demasiados, pues lo hacía principalmente porque le gustaba y no
quería quedar pendiente de ello.
Todo bien. Pero no habían podido tener hijos. Al principio, por
previsión. Quisieron adquirir el departamento, antes de “encargar” el
bebé. Y amoblarlo. Para ello debieron esperar unos años. Con la
misma prolijidad con que Jesús redactaba los informes para sus
remates e Imelda confeccionaba a mano las etiquetitas para los frascos
de dulce, respetaron los días de prescripción. Y lo lograron. Llegaron
a tener el departamento, bien amueblado, con todo lo que se
necesitaba para vivir bien: heladera, freezer, lavarropas, cocina,
televisor, un pequeño automóvil para transportarse con comodidad,
accesorios... Ahora estaban listos para recibir al hijo.
La sorpresa desagradable fue que no podían. Durante dos años
estuvieron intentándolo, sin obtener resultado. No había embarazo, a
pesar de que, con la mencionada prolijidad de antes en sentido
inverso, se ocupaban meticulosamente de calcular cuáles serían los
días precisos de máxima ovulación. Nada.
Desalentados luego de esos veinticuatro meses, no quisieron
consultar a un médico por temor a descubrir que uno de ellos era
impotente. Se querían, se respetaban, hubiese sido humillante para
quien le tocara. Prefirieron dejarlo así: resignarse a vivir sin hijos,
pero ignorando cuál de los dos era “el culpable”.
Ambos eran personas sensatas, regulares en hábitos y expectativas.
Su vida no cambió demasiado por esta restricción. Incluso se volvió –
cual modesto consuelo–, posiblemente más cómoda y ordenada. No
necesitaban de nadie para estar bien. Ella llegó a saber cada uno de sus
pequeños gustos; él no se olvidaba jamás de sus cumpleaños o el
aniversario de casamiento.
No tenían amigos. Por una especie de singular designio, sus vidas
parecían haber sido dibujadas para una autosuficiente soledad de a
dos. Ambos provenían del interior -aunque de provincias diferentes-,
eran hijos únicos, sus padres ya no existían. La lejana comarca donde
hicieran sus estudios primarios y secundarios, había dejado en ellos
sólo maquinales referencias a un tiempo desganado.

Después de los 58 Jesús comenzó a tener sueños. Mejor dicho,


siempre los había tenido, sólo que estos eran muy distintos a los vagos

- 40 -
remedos, vuelos o sobresaltos que enseguida olvidaba –o a veces ni
esforzándose lograba recordar bien, del pasado. Los sueños de ahora
consistían en vivencias singularmente nítidas, mucho más emotivas e
intensas que la propia existencia de vigilia, dotadas además de un
ritmo tan vital, que le costaba creer en la existencia exterior como
verdadera, cuando despertaba.
En ellos siempre aparecía un hijo. Se llamaba Rodrigo, como había
pensado ponerle él si era varón. Y le decía papá. Los domingos los
visitaban, con Imelda, en su pequeña y florida casa de las afueras, para
intercambiar ideas o simplemente contarse los asuntos de la semana.
Rodrigo estaba casado con Lourdes, una muchacha guapita y feliz. La
mujer ideal para él, que era un joven emprendedor. Pues Rodrigo tenía
todo lo que él en su vida se había encargado muy bien de reprimir: era
audaz, no había querido estudiar porque “nada le gustaba”, y a una
edad muy joven, había decidido ser comerciante, largándose por su
cuenta con un pequeño negocio de fruta envasada y artesanías en la
Costa. Le había ido bien. Por eso había podido comprarse, pronto,
aquél bonito chalet. Y tener un hijo, a los 22 años.

Si había algo que le cambiaba la vida a Jesús era la sonrisa de ese


niño. Verle extender sus brazos hacia él, y venir corriendo, con sus
piernecitas vacilantes, por el medio de la placita florida, cuando
bajaban del auto, solía llevarlo al colmo de una ternura extática, jamás
sentida antes, los domingos –y luego al recordarlo.

Sólo que era un sueño. Cierta mañana, en que se había quedado en


el lecho unos minutos más e Imelda se acercara suavemente para
despabilarlo, se encontró con la sorpresa de su cara.
–Estás sonriendo... –dijo ella –¿fue un sueño lindo?
–¡Qué sueño!... ¡Hermoso! -contestó él. –Estábamos en la casa de
nuestro hijo...
–¿Nuestro hijo?–, se sorprendió aún más ella.
–Bueno...–aceptó el, un tanto a desgano: –sólo un sueño; un sueño
lindo, pero un sueño...
Y durante el desayuno prefirió olvidarlo.
Pero comenzó a existir en vidas paralelas. La común, que había
llevado hasta ahora, y la de los sueños. No todas las noches soñaba,
pero cuando sucedía... eran tan intensos, que sus recuerdos le
alegraban por largo tiempo e iban convirtiéndose –cosa curiosa–,
también, en una memoria paralela.

- 41 -
Ahora sabía detalles de cómo había conocido Rodrigo a Lourdes –
durante unas vacaciones en Córdoba–, que habían decidido irse a vivir
juntos luego de que ella estuviese embarazada, que él había estado en
la droga, por un tiempo, pero en gran parte gracias a ella y por amor a
su hijo, la había derrotado... Ahora sólo vivía para su trabajo y su
familia. ¿El nieto? Se llamaba Jesús Sidharta... Igual que él, pero el
segundo nombre porque al conocerse, ambos se habían hecho
budistas... ¡Qué chicos estos!, pensaba, sonriendo, mientras
desayunaba...
–Otra vez has soñado– oyó entonces a Imelda, que le preguntaba.
–Sí –contestó él. –No te preocupes, vamos...–agregó, al ver una
sombra en su cara –Es algo inofensivo... sólo sueños... pero si sirven
para estar mejor, ¿qué problema con ellos?
–Es cierto–, contestó ella, al parecer convencida.

Pero una noche soñó que Rodrigo había estado todo el tiempo
preocupado, cuando le visitaran, ese domingo, y no le había querido
decir la causa. Sólo por la tarde, ya cuando se aprestaban a subir al
auto, para regresar, llevándolo un momentito aparte le cuchicheó “me
van a rematar la casa”. Él no supo que contestarle, y cuando iba atinar
a decir algo, comprendió que estaba despierto.
Anduvo malhumorado todos los días que restaban de esa semana.
El viernes, 27 de agosto, le alcanzaron una notificación a su oficina:
Martes, 31 de agosto, 10 Hs., Sala de Remates Judiciales. Propiedad
ubicada en Barrio... Manzana... Helmann & Domínguez, abogados,
contra Rodrigo Benítez, por cobro de pesos...
¡Rodrigo Benitez! ¡Su hijo!... Se paró tan violentamente que todos
sus compañeros le miraron: ¡el impasible Jesús!... ¡Nunca, en 35 años
de compartir la oficina, le habían conocido esos movimientos!
Decidió averiguar de inmediato mayores precisiones, consultando
el expediente. Inusitadamente, también –solía cumplir rigurosamente
sus horarios– pidió permiso al Jefe para salir antes.
Cuando llegó a Tribunales, sin embargo, no pudieron proveérselo.
La oficina que lo guardaba se había cerrado, ya.
Durante ese fin de semana dejó de soñar en absoluto, pues casi no
pudo dormir. Su angustia se multiplicaba porque había decidido no
contarle nada de nada a Imelda. Lo tomaría por loco. Decidido a
cargar solo con su cruz, pues, esperó estoicamente que llegara el lunes
para correr a los Tribunales, con el propósito de constatar si
verdaderamente se trataba de su hijo o era otra persona.

- 42 -
Esto último era casi seguro: no tenía hijos. Esa era la realidad. Lo
demás, sueño. Más intenso o no, pero sueño al fin. A pesar de ello, le
costó tanto fingir displicencia y serenidad durante la tediosa película y
la cena del sábado ¡a lo largo del interminable domingo! como si
llevase un cilicio con puntas de acero apretado a su cintura,
mordiéndole furiosamente a cada instante.
El lunes llegó, por fin, y no fue a trabajar. Imelda se dio cuenta de
que algo gigantesco, extraordinariamente anormal, pasaba, cuando él
le dijo:
–Telefonea a la oficina, diles que no voy a trabajar, pues estoy algo
resfriado.
¡En 35 años no había faltado jamás a la oficina! Aún con resfríos, o
algo más fuerte, iba igual. No le explicó nada, sin embargo, y salió
apresurado luego de tomar rápidamente el desayuno.
Por suerte la chica que atendía la oficina estaba, no había mucha
gente, así que pudo atenderlo rápido y con amabilidad le permitió ver
el expediente del juicio, luego de que se identificara.
“Rodrigo Benítez Gondra y Lourdes Sanginés Alcántara”... leyó
apenas poco después del encabezamiento... ¡eran ellos! ¡Gondra era el
apellido de Imelda y Sanginés el de Lourdes, Alcántara debía de ser el
de su madre!... ¡Oh no! ¿Cómo podía ser esto? ¿Y podía Dios ser tan
cruel, haber determinado que fuese él, su propio padre, el verdugo, el
encargado de rematar los bienes de su hijo?...
“Pero a ver, a ver...”, se dijo para sus adentros: “¡...mi hijo no
existe! ¡no tengo hijo!...” Esta constatación detuvo un poco el
torbellino de sus pulsaciones, se quedó inmóvil, pensativo, con el
carpetón en las piernas, unos instantes, algo tranquilizado, pero con un
sudor frío que recién ahora percibió le caía sobre toda la espalda.
Al volver a mirar el expediente, sin embargo, el corazón volvió a
golpear rápidamente, y la sangre le puso encendida la cara: “Calle
Magdalena Ruiz 721, Barrio Miraflores...” ¡Era la casa de ellos! ¡No
podía haber tantas coincidencias! Por alguna razón, que él no
entendía, el tenía un hijo, y tenía un nieto, que se llamaba Jesús
(Sidharta), a ambos los quería más que a su vida... ¡y no podría
rematarles la casa!... ¡Antes prefería morir, sí, se iba a suicidar, pero
quitarle la casa a su hijo, no, eso hubiera sido lo último que haría en su
vida!...
“A ver, a ver”, se volvió a decir, para tranquilizarse... “¿Cuánto
habrá que pagar? ¡Tal vez no sea mucho! Tal vez yo puedo obtener el
dinero, llegar a un arreglo... Aunque después de emitida la sentencia,

- 43 -
es difícil...”, se rectificó. El único camino que le quedaba era adquirir
la casa él, y devolvérsela... pero esto tampoco era fácil...
Generalmente los que adquirían las propiedades, cuando les
convenía, eran los propios abogados. Con frecuencia los mismos
abogados que decían “defender” al rematado. Las cosas se ponían
difíciles para cualquier “extraño” que intentara participar de la puja,
en esos casos, pues solía haber “pactos preexistentes” que
determinaban una suerte de prioridad para los letrados. Aunque todo
era posible, “tal vez hablando con ellos”, se dijo, podríamos arreglar.
Miró otra vez el expediente. Esta vez su cara no se encendió, sino
por el contrario, debe de haberse puesto pálido. La base que se
imponía era demasiado alta para sus posibilidades. No tenía ese
dinero. Aún vendiendo algo no llegaría a la cantidad necesaria.
Tampoco tenía amigos, como para pedirlo prestado. Sus ahorros
apenas podrían cubrir un 20 % del depósito exigido. Y el remate era
mañana.
Demudado, frío, tembloroso, se levantó con las manos extendidas
para devolver la carpeta. La jovencita que atendía el mostrador lo miró
por encima de sus anteojitos, extrañada:
-¿Le pasa algo, señor? ¿Quiere que le alcance un vaso de agua?
-No, no, está bien -contestó Jesús-, estoy bien, muchas gracias.
Y se fue.

Jesús Benítez jamás volvió a su casa. No se supo desde entonces


ningún dato sobre él. Su esposa, pasadas 48 horas, registró la denuncia
ante el comando policial. Cinco años después lo dieron por
desaparecido, y la Secretaría de Previsión Social le transfirió el salario
que por ley le correspondía.
Después de esto, vivió sola.
Una noche, cuando apenas recordaba ya a su marido, lo soñó. Al
despertar sintió la extraordinaria sensación de no estar despierta, sino
de ser, lo que acababa de abandonar, la verdadera realidad.
En ella, había visto a un hombre de barba -su marido-, más canoso
y anciano, a un joven que se le parecía, y más allá, en la playa, una
muchacha con pollera de hippie, transparente, que jugaba pelota con
un niño. De repente el niño dejó de jugar y pareció descubrir al viejo,
que le miraba sentado desde la banqueta junto a una palmera. Fue un
solo movimiento cósmico, el verse y correr uno hacia el otro...
¡Abuelito!, gritó el niño y al encontrarse, se unieron en un abrazo. En
el sueño, Imelda pudo ver el rostro del anciano. En toda su vida no
había tenido ante sí, antes, una expresión más perfecta de la felicidad.

- 44 -
El sacrificio

Roberto no podía dejar de pensar en Sofía mientras celebraba la


misa. Al llegar el momento de la consagración, se reconvino
interiormente y logró bloquear esa corriente en su cerebro. Entonces
un sentimiento de serena paz, pero impregnado de dolor, se le
introdujo en el organismo como si hubiera ido sustituyendo a la
sangre.
El sacrificio de Jesús con sus manos y sus pies clavados y manando
sangre sobre todo su cuerpo, desnudo, torturado, escarnecido hasta la
infamia por los opresores romanos apareció con enceguecedora nitidez
en su mente, más real que las centenares de personas que abarrotaban
la humilde iglesita de Villa El Libertador. Reprimió un sollozo que
pugnaba por salirle desde el pecho y en voz alta dijo:
—Este es mi cuerpo, que será entregado por ustedes...
Como si sus ideas estuviesen programadas con diapositivas
apareció en su mente aquella foto, en blanco y negro, tan famosa ya,
que había salido a página entera en Siete Días ilustrados. La del Ché
Guevara, muerto, cobardemente asesinado, 7 años atrás, en el pequeño
pueblito boliviano de La Higuera. Y otra vez Sofía.
Es que hace tres meses Sofía se había quedado sola, con su hijita de
un año y medio. Su compañero, Federico, había sido salvajemente
asesinado por las Tres A. Precisamente por esa niñita a veces Sofía
faltaba a la misa, “por no molestar”, decía, ya que Ileana —así se
llamaba— era vivaz, gustaba de corretear y lanzar gritos agudísimos
no importaba dónde estuviese. Al padre Roberto le parecía que era
sólo una excusa para no decirle abiertamente su opinión. Que la misa
era un rito aburrido y arcaico, que el pueblo no necesitaba misas sino
alimento real, dignidad, poder sentirse dueños y parte de la naturaleza
creada por Dios, no sólo instrumentos o víctimas de los más
poderosos. Pero sí iba puntualmente a dictar clases de catequesis, cada
semana, donde enseñaba que Jesús era carpintero (“un obrero, como tu
papá”, decía señalando con su bonito mentón a uno de los niños) y que
había dado la vida por los más pobres y oprimidos, “no por toda la
humanidad”, como “mentirosamente enseñaba una iglesia sobornada
por los ricos”, sino únicamente por los más pobres. Como el Ché
Guevara. No como Nerón, que se suicidó cobardemente luego de
prender fuego a los más humildes, de cuyo destino le importaba un
pito, porque era un explotador degenerado.
“Entonces hay que diferenciar”, se enfervorizaba Sofía, en las
clases de catequesis: “no todos los humanos somos iguales, esa es una

- 45 -
mentira que solamente los pobres, a veces, nos la creemos... para
ellos, para los ricos, para los explotadores, nosotros somos menos
importantes que los gusanos y nos llaman únicamente cuando
necesitan nuestro trabajo, para aumentar sus riquezas...”
La misa terminó y el padre Roberto aceptó mansamente las decenas
de requerimientos, planteos de pequeños y grandes problemas que le
presentaba la gente, mayormente mujeres, de humilde condición. En el
atrio departió por cerca de una hora más con los vecinos, a los que se
sumaron los jóvenes del Coro y la Acción Católica que hacían trabajo
de base con él.
Como a las nueve y media pudo recién desocuparse. Entonces hizo
lo que durante todo el día pensó: ir a visitar a Sofía. Lo angustiaba su
situación, lo angustiaba su opción, así como las de todos sus
compañeros. Sofía era guerrillera, como su esposo muerto, y estaba
dispuesta a combatir con un arma en la mano apenas se lo ordenasen.
Pero por su talento para la comunicación la habían designado a cargo
del trabajo barrial. Y si bien él no conocía nada de la estructura interna
(tampoco había intentado siquiera averiguarlo), sospechaba que su
responsable máxima.
Villa El Libertador era uno de los barrios pobres más extensos y
poblados de Córdoba, donde vivían desde cirujas hasta obreros de la
Ford y la Fiat. Y policías. Muchos sin uniforme, pues se sabía que su
gente era “el caldo de cultivo de la subversión”, así que solían
instalarse sigilosamente, como un pobre más, levantaban una casita de
bloques y chapas, simulaban interés por los problemas vecinales,
participaban de las movilizaciones... pero por las noches salían con
sus bandas de asesinos a secuestrar a quienes detectaban como líderes
barriales o militantes.
—¡Padre! ¡Qué alegría verte! —gritó Sofía, que era muy expresiva,
y a él se le estrujó el corazón.
No quiso decirle de entrada lo que había estado pensando, pero
luego de algunos mates, y escuchar pacientemente su análisis de la
situación política nacional, donde López Rega ocupaba el centro,
Roberto empezó a acercarse con circunloquios a la propuesta que
había decidido hacerle.
— Sofía — murmuró — ¿no has pensado en cambiarte de barrio?
¡Estás tan expuesta aquí!...
— Ni loca... ¿quién se va a hacer cargo de todo esto? ¡Tenemos
más de cincuenta unidades básicas aquí! Que no se ocupan
únicamente de política, sino de la salud de los niños, las necesidades
de los desempleados, los problemas de vivienda... ¡millones de cosas!

- 46 -
— Bueno, hay otros compañeros tuyos que pueden coordinar todo
esto... ustedes son muchos y jóvenes, así que no creo que todo se
venga abajo porque vos te vayas (ojo, lo digo sin subestimarte)...
— Ojalá fuese así, Roberto, ojalá. Pero no es sólo mi supuesta
capacidad o no... nosotros formamos una organización militar, como
lo sabes... una estructura donde nada se hace por antojo propio o
decisiones individuales, que casi siempre son impulsivas... Mientras a
mí no me ordenen que cambie de zona, debo quedarme aquí... así lo
aceptamos, libremente, con mi compañero, cuando empezamos a
militar...
—Eso es otra cosa que aunque me esfuerzo no comprendo... —dijo
cautamente Roberto — ¿cómo es posible que jóvenes nobles,
generosos, sanos, como ustedes, estén dispuestos a... matar a sus
semejantes por tras de objetivos políticos?
Sofía entró en un mutismo hosco. El cura había vuelto nuevamente
con la misma. Él también era joven, apenas ocho años atrás había
salido del seminario, pero conservador en muchas cuestiones, como
esta. Y en su indumentaria: jamás se vestía de civil, como muchos
otros curas: él siempre de sotana. Vieja y raída, la que llevaba hoy le
perlaba la frente y las manos de transpiración. Era primavera, ya hacía
calor.
— Roberto... —pronunció entonces ella, como si él fuese uno de
los chicos a los que impartía la catequesis— Jesús, también usó la
violencia...
— Ah, ¿sí? ¡Novedad para mí! —exclamó el cura, que por lo
general era muy tímido.
—¿Acaso no echó a latigazos a los mercaderes, del Templo?...
El cura, luego de unos segundos, para no parecerle irreflexivo,
contestó:
— Tal violencia, Sofía, fue la mayor acción de ese tipo que efectuó
Jesús, y tuvo un grado de control, un límite... no puedes comparar
unos cuantos latigazos, los puntapiés a unas mesas, con la violencia
sistemática, armada y fríamente organizada que practica tu
organización.
— La violencia de abajo es consecuencia de la violencia de arriba
—contestó secamente Sofía.
— Sí... —concedió Roberto—: estamos completamente de acuerdo
en eso... completamente... pero hay otros métodos para combatir esa
violencia, que viene de arriba y nos lastima a todos...
— Qué métodos... ¿las elecciones? ¿el diálogo? Sabemos que tarde
o temprano los más ricos llegan a dominar el tablero, pues quién más

- 47 -
quien menos, todos los políticos y sindicalistas terminan siendo
corruptos... Nosotros participamos de las elecciones, el peronismo
arrasó, con el voto de los más pobres, ¿y qué pasó luego? Nos echaron
del partido. Nuestros diputados fueron obligados a renunciar. Nuestros
gobernadores, intendentes, dirigentes sindicales, empezaron a caer
como moscas, asesinados casi públicamente por las Tres A, un
engendro policial. ¿Y nuest ro gobierno qué hizo? Les dio la razón a
ellos... como siempre... primero te usan y después te encuentran
culpable de algo, para poderte eliminar.
Podían conversar tranquilos porque la niña dormía, plácidamente,
en su cuna. Todo ocurría en la pequeña cocina-comedor de esa casita,
que tenía sólo una habitación más, un bañito, y un pequeño patio.
—Está la movilización... —intentó Roberto, con expresión algo
dubitativa — miles de personas en las calles obligan a reflexionar al
gobierno... no es necesario tomar las armas, así caemos en lo mismo
que lo de ellos...
— No es lo mismo, Roberto... ¿o me dirás que es lo mismo la
violencia del Ché Guevara que la de Nixon, que está bombardeando
con fósforo líquido a millones de familias inocentes en Vietnam?...
El cura se quedó callado. No era que lo hubiese convencido, él
estaba seguro de que nadie podía ser cristiano y levantar las armas, al
mismo tiempo. Pero no hallaba un argumento definitivo, que a la vez
fuese respetuoso de esa muchacha que apreciaba mucho, como si
fuese su propia hermana, o tal vez su hija —aunque le llevaba apenas
cuatro años.
En ese momento golpearon a la puerta. Como una pantera, Sofía se
levantó, poniéndose a un costado de la puerta. Allí había un pequeño
orificio, con una lente imperceptible desde fuera, por la que podía ver
rápidamente el panorama.
—¿Señora Sofía Balestra? —se escuchó una voz masculina que
llamaba.
— La cana —cuchicheó ella, volviéndose rápidamente hacia el
sacerdote. Rajá. Por atrás puedes entrar en la casa de la Norma, de ahí
pasas al siguiente módulo y así zafas, enseguida. Lo tenemos
organizado.
—¿Cómo sabes que es la policía? —preguntó Roberto.
— ¡Es la cana! ¡Aquí está un tipo de civil, pero ya he visto los
bultos de los otros apostados afuera, y hay una camioneta con cúpula
esperando a un costado!
—¿Señora Sofia Balestra? —repitió el otro desde fuera, en tono
más alto.

- 48 -
—¿Quién es? —gritó Sofía.
— Un vecino nuevo... —contestó el hombre en el acto.
—¡Venga mañana! — dijo ella — No puedo atenderlo ahora.
Se suscitó un silencio. Sofía, en tanto, levantó un cuadro con la
figura de un payaso bajo del cual, en un hueco, había una pistola. La
sacó rápidamente y cuidadosamente, casi sin hacer ruido, remontó el
disparador.
— ¡Qué haces...! ¡Estás loca! ¡No pensarás enfrentarlos!...
—No, me voy a escapar... si puedo... —dijo Sofía. Pero antes le
voy a hacer unos cuetazos, para que se contengan...
Entonces el de afuera pateó la puerta.
— ¡Abrí carajo, somos la policía! —gritó.
Entonces parándose de un salto Roberto arrebató la pistola de
manos de Sofía y le espetó:
— ¡Vete! ¡Yo los voy a aguantar aquí!
— ¿Sabes usar un arma? —se asombró ella.
—Hay que apretar el gatillo nada más, ¿no? ¡Vete, te digo que te
vayas, ya!... —dijo el cura.
Sofía empalideció. Miró la cunita donde su hija dormía, y luego a
los ojos buenos de Roberto.
— ¡Por favor...! —alcanzó a decir.
En ese momento se escuchó gritar nuevamente desde afuera:
— ¡Te damos diez minutos para que salgas! ¡Si no te vamos a
reventar, a vos y a todos los que estén con vos en esa casa!...
Sofía volvió a espiar por al agujerito.
—El tipo de aquí se ha replegado. Se preparan para atacar. ¿Y si
intentamos rajar juntos? — le dijo a Roberto.
— Nos van a cazar. Y nos van a matar a los dos. Vete. Salva a tu
hijita. Ella no fue consultada para meterse en esto.
La joven lo miró con reprobación.
—Bueno, vete ¡ya!.. —ordenó el cura—. Primero decime por
dónde les tengo que tirar.
La muchacha le hizo una seña para que entrase a su dormitorio.
Una vez allí, arrancó un bloque de unos veinte centímetros cuadrados
que había en la pared. Ello abría una tronerita ideal para que por ahí se
pudiese disparar un arma.
—Bueno, entonces adiós — le dijo el cura.
Enmudecida por un sollozo, ella lo abrazó. Luego se soltó
bruscamente, y tomando a su hijita dormida salió, silenciosamente, al
patio. Tres golpecitos en la puerta de la vecina, que tenía su cocina
lindante, le bastaron para ser introducida en aquella casa. De allí,

- 49 -
pasaron rápidamente a la casa de otro vecino, y de otro, hasta que,
cinco minutos después, una motocicleta salía de la penúltima casa de
esa cuadra, manejada por un muchacho que llevaba una mujer, con su
bebé en brazos, detrás.
Para entonces ya había empezado el tiroteo. Tableteos intermitentes
se escuchaban, y de vez en cuando un estampido como de cohete, y
otro y otro.
Roberto cada tanto sacaba la pistola 9 milímetros por el boquete, y
apuntando hacia el cielo, disparaba. Cada vez que ello ocurría, una
andanada sacudía las paredes de la casa, arrancando esquirlas de las
paredes, rompiendo ya las ventanas de chapa y algún vidrio adentro.
—Bajá la punto 50, vamos a terminar de una vez con la hija de puta
—dijo uno de los atacantes. Obediente, un regordete corrió
zigzagueando hacia la camioneta. A los dos minutos regresó, con una
imponente ametralladora pesada. Satisfecho, el bigotudo que diera la
orden la acarició.
La primera ráfaga volteó la mitad de la pared de la cocinita y la
puerta. La segunda ráfaga destruyó la pared del dormitorio. Una
tercera ráfaga, muy extensa, dejó totalmente sin paredes la fachada de
la vivienda, como si fuese un cajón al que hubiesen arrancado por
completo las maderas del frente. Para entonces, Roberto ya no vivía.
Luego de una hora de silencio absoluto, los policías entraron.
Encontraron el cuerpo de Roberto, con su sotana negra pero casi gris,
de tan vieja, empapada en su propia sangre.
—Mirá vos el curita— dijo el comisario... —también había sido un
zurdo hijo de puta. ¡Ya me parecía!

El cantor

A Carlos Di Fulvio

En 1867, cuando ocurre el último levantamiento federal liderado por


Felipe Varela, los Taboada se convierten en el brazo represor del mitrismo
en el NOA.
"Tucumán, Salta, Catamarca, están librados a la energía de los Taboada,
que no dejarán nada que a mazorca o transacción se parezca", escribe
Sarmiento en El Nacional.

- 50 -
Inspirado en la represión interna que se desató por entonces en Santiago
del Estero, el escritor imagina una historia en dos planos: la del coronel
Carranza, sobrino de Juan Felipe Ibarra, que huye para buscar refugio entre
las tropas federalistas que aún resisten.
Y el de un recital en Córdoba de un conocido cantor, en cuya
personalidad sugiere la perduración de un misterioso karma.

Amplio salón el del Banco de Córdoba. Techos altísimos; a los


lados, sobre la pared, sobresalen molduras bellamente labradas, en
varios niveles, unas sobre otras, apoyadas en pilastras que se
prolongan hasta los dinteles de puertas de varias hojas. Un
empapelado barroco cubre con tonalidades ocres y arabescos la pared,
hasta el último de los ornamentos. Arriba, delicadas figuras
neoclásicas, sobre vitrales, en la claraboya. Un funcionario municipal
a nuestro lado -barba grisácea, traje gris, barriga blanca, corbata-
explica que la carpintería taraceada en caoba, donde se engarzan las
rejas de las cajas y el moblaje, «la trajo Juárez Celman», enteramente,
de Francia. «No se valora esto, en la actualidad», nos dice. Casi al
fondo del recinto, se ha instalado una tarima, cubierta por una
alfombra verde, un par de micrófonos y una silla barroca, para el
cantor. Estamos en la primera fila; no queremos perdernos un sonido
de su guitarra, un solo detalle del recital. La gente, llenando hasta el
fondo el salón, habla en voz baja. El lugar impone respeto. De repente
hay un silencio; después, se levantan algunas cabezas y se suscita un
movimiento similar a la senda que abre un remolino de viento en el
trigal. Llega el cantor.
Alto, pálido en su traje negro, pelo aplastado hacia atrás, es la
encarnación de lo que uno entiende por un criollo. Los movimientos
de su canto se han grabado en el rostro: sus cejas gruesas, su nariz que
olfatea el aire como el hocico noble de un buen parejero, sus labios
finos, viriles. Saluda con una inclinación, y luego de un breve
proemio, empieza.

Las balas silban sobre su cabeza. Oye los gritos de la turba


mitrista tras él, insultándolo. Pero se les ha escapado. Sin embargo,
no se engaña. No ha de ser por mucho tiempo. La provincia, tomada.
Los pocos que no se han dado vuelta, muertos, degollados. Y
Catamarca, La Rioja, Tucumán... todo en manos de estos bárbaros
«ilustrados». No hay dónde huir. El coronel Carranza escapa al
galope enjuto hacia el sur, pero sólo porque ha encontrado una

- 51 -
brecha entre sus enemigos. No se hace ilusiones. Sabe que tarde o
temprano lo van a agarrar.

Las manos vacilan como las de quien se estremece al palpar un


objeto sagrado, pero los primeros dedos se atreven y emerge,
dulcemente prístina, la introdución. «Milonga de un triste». Después
sube y baja el antebrazo en ángulo variante por tras del diapasón, mis
ojos se humedecen, como cada vez que el alma a quien no domino
reconoce música verdadera en los sonidos. El silencio de la sala
colmada permite que los acordes, la melodía y el ritmo dancen
libremente por encima de nuestras cabezas, entre los angelotes
recamados en la caoba, giren graciosamente bajo los palcos que
impresionan como a punto de caerse de tanta hoja, tallos y flores
burilados, y regresen a tomar aliento a las manos del concertista. Al
terminar el tema aprovecho para mirar un poco alrededor. Trajes
oscuros, escotes. Pero también muchachas en jeans, hippies, muchas
barbas, poleras, algunas llevan pintado un rostro, John Lennon, el Ché
Guevara.

La tierra envuelve al hombrecabayo -como creían los indios de los


españoles-, se ríe José Alberto, estúpida incongruencia de quienes
están a punto de ser muertos, se dice luego, reírse con una lanza en la
nuca, aunque quién sabe, ya no se les escucha el galope, pueden
haberse quedado, no ha de darse vuelta pues el lugar es peligroso, sur
de Ojo de Agua, lomadas que aparecen de pronto y vizcacheras.
Quizá pueda llegar a Córdoba aún, entrando en campo de los Bustos
la cosa puede ser diferente; no vale hacerse ilusiones tampoco, se
dice en el acto, estos hijuna gran putas han sobrevivido porque son
capaces de traicionar cuando conviene, «la política es el arte de
administrar las traiciones», decía el gran puto de Sorieri, por algo
Ibarra no dejó más que un puñado de seguidores, el caudillo sabe que
su verdadero «carisma» es el tener las armas. Pueblo de mierda,
piensa Carranza, defiende a quienes lo hacen cagar. Muerto Ibarra,
los mismos que se arrastraban hablan hoy del «infame tirano» y
cantan loas a la «civilización» que tendremos destruyendo todo
vestigio de nacionalismo y reuniéndonos con el brilloso mundo del
mercado libre, la enciclopedia y la gloriosa era de la integración
mundial. Para qué te metes, me decía Amanda, y tenía razón, ¿no te
das cuenta que en este país los que defienden la verdad siempre
pierden?

- 52 -
La voz del cantor suena ahora con tonos donde se combinan
matices metálicos con otros vegetales. «Era una cinta de fuego/
galopando, galopando/ piel revuelta en llamaradas/ mi alazán, te
estoy nombrando...»

En sol antes de desaparecer le tiñe de rojo el Sur, y siente sólo un


sobresalto, un fulgor y después la noche, como de luna nueva. Sin
poder explicárselo, se encuentra rodeado de caras que conoce pero
ya no le sonríen como hace apenas dos meses, sino le miran con
desprecio o rencor. ¿Qué ha pasado? «Veo que se ha despertado,
coronel Carranza», dice el alférez Bru. Carranza calla y escucha que
el otro dice: «No tengo noticias buenas para usted». Silencio. «Diga
nomás Bru», gruñe Carranza. «Será fusilado de inmediato». -¿Por
orden de quién? -pregunta el coronel. -Del general Taboada -oye.
La muchacha que está a mi izquierda es licenciada en Relaciones
Internacionales pero le gusta la poesía. Y evito mirarla por dos
razones, una que sus formas encienden este extraño fervor y
palpitaciones que ya no me están permitidos. Otra, porque la he visto
en un cuadro del Pinturiccio y eso me induce a soportar una ridícula
sensación de inseguridad temporal. Yo quiero concentrarme en la
música, me gusta de verdad la voz de este hombre, que ahora dice con
lentitud las estrofas de ese estilo, «Poncho de flecos trenzados», que
también gustaba tanto a mi abuelo.

Carranza decide jugarse una carta terrible para su orgullo. Pide


hablar a solas con Bru y cuando este echa a los soldados le dice:
«Mire amigo, no me queda más camino que decirle a usted la verdad.
Yo en realidad soy un enviado del general Mitre. Tenía que
infiltrarme entre los rebeldes y entregarlos a nuestras fuerzas leales.
Pero para que confíen en mí, ni el general Taboada debía enterarse
de mi misión. ¿Por qué se cree que fui el único que pudo escapar de
La Viuda? Pero claro, amigo, porque yo sabía en qué lugar las
fuerzas leales iban a atacar y me retiré en el momento justo. Ahora
usted puede hacer un servicio a la Patria llevándome a Santiago para
que hable con el general. Le aseguro que allí todo se va a aclarar». El
alférez de dieciocho años vacila. «Tengo orden de fusilarlo donde lo
encuentre, mi coronel», musita. «Pero mi amigo, ¿usted se va a poner
en contra de la ley? ¡Cuando se entere el general Mitre lo va a fusilar
a Usted!», casi grita Carranza. «Llévemé a Taboada. Esto ha sido un
rapto emocional de él, pero una vez que hable conmigo todo se va a
aclarar... y después de todo, usted sigue siendo subordinado mío... yo

- 53 -
le ordeno ahora que me lleve a Santiago... bajo mi responsabilidad».
El joven parece hondamente preocupado. Luego de un larguísimo
resollar, asustado, de mala gana, dice. «Está bien, coronel... espero
que no me haga meter a mí también la pata en la vizcachera. Duerma
tranquilo ahora, mañana vamos a ver». Bajo del jacarandá frondoso
donde habían conversado, Carranza se recuesta, entonces. Hay luna
llena. «Me parece que al menos he ganado la primera, piensa».
Adolorido por la caída, siente después que un sueño intranquilo lo va
venciendo.

El último tema que el cantor anunciara no ha podido ser tal. Las


ovaciones y el pedido del público lo obligan a volver a sentarse y
acomodar la guitarra. Pero antes de empezar a pulsar dice, pidiendo
disculpas, que en una hora más debe estar tocando en Cosquín. Así
que esta sí ha de ser la última pieza. Es una bella poesía que creó
Jaime Dávalos, dice. Y su música pertenece a Eduardo Falú.
«América, animal de leche verde…», empieza a cantar, luego del
punteo.

El alférez Bru se acerca sigilosamente al cuerpo delgado del


coronel Carranza, que ronca bajo la luna. Lleva el revolver 45 en la
mano izquierda, pues es zurdo. El coronel deja de roncar y pega un
respingo, como si hubiera recibido un choque. El alférez Bru se
detiene. Luego de revolverse un poco, Carranza vuelve a roncar.
«Pobre tipo», piensa Bru. Y de cincuenta centímetros de distancia, le
descerraja un tiro en la cabeza.

Estallan los aplausos. El cantor sonríe y saluda. Luego baja los tres
escalones y con su guitarra, inicia, entre la marea humana, el
dificultoso camino hacia la entrada. Recibe apretones de manos,
reverencias. Yo me acerco también, tímidamente, al pasillo, para
mirarlo de cerca. Pero al llegar a mí, de repente, sucede algo que me
corta el aliento. Al verme el cantor parece espantado. Se pone pálido,
tiembla. Soltando su guitarra, que por suerte es sostenida por alguien
antes de caer, parece querer escapar de mí. Pero luego vence su miedo.
Se acerca. Me mira. Y tomándome de la mano con sus dos manos
frías, me dice sordamente: «Perdóneme, coronel... ¡yo no lo quería
hacer!»

- 54 -
Encuentro con Maia

Para qué hablar de lo que sentí cuando llamé y no contestaba; había


viajado novecientos quilómetros sólo para verla -en realidad era eso,
me mentía a mí mismo que no era lo central, me decía tengo un
montón de cosas que hacer en la ciudad, pero en realidad sólo viajé
por ella: (como otras veces, mi corazón es un sensible pulsador de
emociones y matices de los sentimientos, me lleva, por suerte no he
acumulado en el cerebro tantos prejuicios como para evitarlo),
después del pésimo viaje en tren, decía, que prometí no repetir nunca
más - ese estúpido culto por la austeridad de los europeos con quien
trabajo-, decía, esperé tres días (ella había ido a pasarlos en Santa
Teresita, con la familia) que pasaron muy lentos para mí, claro, y
ahora la llamo y la guanaca no contesta; mientras marco de nuevo el
maldito número hojeo "El Clarín" sobre la cama y veo: "Litto Nebbia
y los Músicos del Centro", en el Odeón a las ocho, voy a verlos, me
digo, a escucharlos y ya me engancho con eso, aunque no sin dolor; ya
me empiezo a preparar el alma para no verla; no quiere, me digo, no
levanta el tubo a propósito, me digo, se ha reconciliado una vez más
con su marido, la fiesta, el encuentro, los días de campo, la arena, los
niños, me la imagino tomando sol junto al mar, sus piernas sólidas
pies pequeños vientre blancodorado ombligo grácil (aunque en la
única vez que nos encontramos antes no la hubiera visto sino con
campera negra y jeans), a su lado la hermana, la mamá, blancos
cabellos pesados, y él, su compañero de muchos años difíciles ella
diciéndose: "no, no voy a seguir con esto, la separación no es más que
otra de las tantas, lo intentaremos de nuevo", y luego caminando
juntos contra el rojo del mar ya no como enamorados, no, no de la
mano, no, sino como... ¿amigos?..., o mejor, socios, de una empresa
en bancarrota, contándole todo y diciéndole "él me iba a dar cierta luz
que entre nosotros no existe": por eso el teléfono mudo, carajo, y yo
aquí como un boludo marcando después de haber viajado al pedo,
pero es mejor así, me miento, por sus niños, deben intentar de nuevo,
lo voy a ir a ver a Litto Nebbia, todo está bien, a ese teatro fuimos una
vez con Susuki a ver "A quemarropa", Lee Marvin, buen recuerdo (no
Lee Marvin sino las gambas larguísimas de Susuki Pedretti apretando
con fuerza mis dedos para que no suban más) salgo a la calle, limpio,
bañado, perfumado, listo para el amor pero me río en el acto, "amor
del aire" pues Maia es ya sólo un recuerdo, toda la gente camina en
sentido contrario a mí -me parece- tomo un colectivo, voy a la

- 55 -
empresa de los europeos y llego justo para una maldita reunión social,
atravieso los grupitos elegantes, llego al teléfono, marco: nada, la puta
que lo parió, me digo, lo voy a ir a ver a Litto Nebbia y chao, esta
mina no me va a matar la alegría, me escabullo como puedo de los
requerimientos; entonces una determinación se va abriendo paso,
autónoma, en mi corazón: voy a ir a su casa, a mí no me va hacer
venir para borrarse sin al menos decime "gracias por cumplir con la
cita, pero no va más" y me encuentro caminando hacia la terminal, me
encuentro en la terminal, me encuentro con el boleto en la mano
haciendo cola para los colectivos que van a La Plata; ya no voy a ir a
ver a Litto Nebbia, seguro: son las 8 y veinte, conservo el rostro
inexpresivo mas miro con ansiedad a los costados, ¿por qué imagino
que puede bajar de uno de los colectivos que van y vienen?, miro
hacia atrás, veo una cabellera caoba, leve, enmarañada y de bucles
hondos, me sobresalto, casi la encuentro, así me pasó luego de la
primera vez por el centro, la vi pasar, piernas bellísimas, salí
corriendo, nalgas subversivas entre la multitud, la llamo por su
nombre tomándola del brazo, sólo para recibir una mirada feroz de la
muchacha, bastante parecida, me consuelo, mezcla frecuente en
Buenos Aires, de español, italiano y alguna sangre centroeuropea
produciendo esa belleza que, fíjense ustedes, ya Rafael Sanzio
preanunció; al fin me toca subir al colectivo veo sus ojos azules frente
a mí el domingo siguiente, a las tres de la tarde, con el fondo de los
antiguos marcos marrones de las puertas y ventanas del café y los
autos perezosos que transcurren las calles angostas de Congreso, veo
la plaza con las enormes estatuas, las palomas, el edificio reiterando
en mi memoria su simbolismo ambiguo del poder en tiempos de paz,
siento su abrazo, sus pechos hermosos redondos contra mi cuerpo, su
boca en mí, gente pasando, mirándonos, mirasonriendo, hacemos linda
pareja, siempre hice lindas parejas, la veo frente a mí sentada en la
silla antigua del café, contándome que al hecho de que su padre era
camarista en la época del proceso le deben el haber salvado la vida,
tuvimos que irnos a Salta, cinco años metidos en el campo de mi tío,
el usó su título de ingeniero agrónomo, habíamos estado con
Montoneros, aquí, me dices y yo termino de aceptar que esa
hermosísima mujer de voz suavemente grave está ahí, para
comprobarlo te tomo de la mano un poco bruscamente y en el
movimiento vuelco el vaso con soda, qué hacés loquito me dices, otra
vez, te ríes, se te marca esa arrugita tan única de la comisura, me
muestras tus dientes de coneja refinada, voy mirando con curiosidad
los bloques de edificios por la ventana, mientras, anochece, nos

- 56 -
metemos en un túnel negro y desembocamos sobre un puente
tenebroso, todo evoca muerte, por acá se manejaban las patotas de
secuestradores, me digo, cuánta muerte en mi país, mi Dios, y pienso
nuevamente en vos, cómo te has metido en mí, muchacha, qué pasa,
otro colectivo se ha parado en el camino y la gente haciendo señas,
sonamos; nos detuvimos, el otro chofer explica y sube la gente,
renegando, transpirando, aún espero encontrarla entre ellos pero ya
débilmente, ausentemente, una certidumbre se me va gestando en el
corazón a medida que nos acercamos a La Plata, a medida que
aparecen los edificios blancos, casitas bonitas, estaciones de servicio,
no sé en qué momento nos pusimos en camino entonces te veo llegar,
sábado por la noche, ojos arcanos, cabello humedecido, toda de negro
y marrón, me mataste, pienso, camisa en seda bordada pulóver pelo de
llama sobre los hombros, sandalias, franja de cuero sobre tu empeine
bellísimo y un medallón de hierro: "me mató", pienso, mientras te
miro por tras del vidrio y las rejas coloniales, hierro forjado y
quebracho en la puerta cancel, me demoro con la gran llave para
mirarte bien, las once en punto, sonríes, te beso; cierro la puerta de
calle y vuelvo: cenamos con cerveza y dos velones en el ancho
comedor, aparece La Plata en la distancia, abro la ventana, enseguida
estamos en medio de las calles intrincadas y los pocos autos, la
terminal, bajo embotado de pensar en ella con tanta intensidad, una
terminal vieja y amarillenta bajo los focos, voy al teléfono público,
marco (corazón palpitando en la boca) me atiende un niño, voy a
llamarla me dice, oigo tu voz (aún no lo creo): "¿estás aquí, en serio?",
me dices, "¿no quedamos en que vendría?", digo, "¿de dónde me
hablas?", "de la terminal", "¿en serio?", te ríes, "claro", digo, "¡qué
loco!", me contestas, "estaba saliendo para despedir a Papá que viaja a
España, está bien, dices, me arreglaré para no ir, me arreglaré, en
cuarenta minutos estoy ahí, a las once menos diez tu cuerpo blanco
como en La merienda campestre, de Manet, sólo el slip oscuro,
bordado, tus pies hermosos junto a los míos, mi cuerpo quemado por
el sol, tu delicado olor, me despierto en medio de la noche y te
encuentro en mí, tengo que esperar (¿por qué habrá dicho "menos
diez"?), pregunto la hora, me voy a caminar por las calles aledañas,
esta ciudad me recuerda a Río Cuarto, una avenida ancha,
descendente, parecida también a La Cañada; calles oscuras, gente
vestida de un modo provinciano, camino media hora y recojo todos los
olores de esa noche primaveral yo conozco un lugar, dijiste aquél
sábado, bajamos de tu auto pequeño, un boliche coqueto, con
escalinatas de piedra, en las afueras de la ciudad, carlitos y cerveza,

- 57 -
medialuz, muchachos y chicas danzando tranqui tranqui, "esta noche,
es una noche sensacional", decía Porcheto, estoy loco por vos, lo
sabes, quizá tú también, pero por qué a la tarde siguiente, luego que
todo hubiera pasado y se acercaba el momento de la despedida, antes
de cruzar la anchísima 9 de Julio, tuve temor de que me empujaras
bajo el horrendo vértigo de los autos, y retiré el brazo que me
aferrabas; habíamos andado -después del boliche-, hasta el amanecer,
querías ir conmigo a Buenos Aires, vacilabas por los niños, "mañana",
te dije, a la postre ahora estaba menos impaciente que vos, "mañana",
y qué julepe cuando me llevabas a la terminal y al salir de un giro
encontramos una pinza, "como las del proceso", dijimos después,
porque hasta pasarla nos quedamos mudos, una mujer joven se ha
puesto a darme la lata, me he sentado en un banco sucio de la
terminal; me da pena imaginar su decepción cuando Maia aparezca
(¿aparecerá?), pero es imposible no ser cortés: estoy contento al
mango; la conversación se ha puesto animada, ella se acerca un poco y
me cuenta que dentro de una hora va a viajar a Mar del Plata, de
repente siento algo, me doy vuelta, allí está, acreciéndose por el
pasillo con pantalón negro, escarpines y un buzo amarillo con
capucha, el pelo recién lavado; me levanto, dejando a la mujer del
banco sorprendida, tus increíbles ojos lapizlázuli se humedecen y
sonríen, me besas, suavemente, en la mejilla: "Tengo el auto aquí a la
vuelta", dices. Y nos vamos.

Eufemia

¡Ah, tu cabeza me asustó!... Fluía de ella una ignota vida... Parecía


no sé qué mundo anónimo y nocturno...
Delmira Agustini

Quién iba a decirme que el amor iría a traer aparejada esta angustia,
tres amores después de la ida, y el alma que no acierta en la alegría,
melancolía, destellos de segundos, más, belleza más perfecta pero no

- 58 -
calma el corazón, cada vez. Deambula el espíritu del poeta de aquí a
allá sin posarse, las manos, delgadas, largas, y su voz, honda y lenta,
ojos de almendra, pelo de cerveza efervescente y esa ausencia, ese
silencio, tal vez fuera el camino por el que yo no debiera de haber ido.
Tres idas y se repite: de nuevo estoy a las puertas del sepulcro.

Pero regreso y te encuentro, inmóvil frente a mí, tu nariz de aletas


anhelantes, los labios en serena sonrisa, qué raro, me dices, sí, me
parece extraño tu amor, y ya lo creo, puesto que no soy más que la
caparazón apenas contingente de un monstruo de mil facciones, sangre
violenta y me miras, y tus ojos derraman una pátina de frescor sobre
mi escaldada alma, Eufemia, te digo, no entiendes nada, no sabes nada
pero sientes o vas a sentir, no sé, eres exquisitamente distante de todo
y próxima, en tu alma (sensación de distancia como en el cuadro, en el
cuadro del desierto ocre y plano, cubierto de líneas marrones
convergentes y mi figura solitaria en algún lugar, mirándote, desde
fuera y tú en el horizonte).

Alberto encarna el suspiro de un niño nacido en el balbuceo de un


pensamiento, Eufemia flota silenciosa en la alborada, a su lado. Los
algarrobos sin hojas destejen harina sobre el cielo violáceo; amanece.
Flota, tu pelo espumoso, tu velo, celeste, en el aire de la madrugada,
tus pies largos, tus manos largas. Eufemia. Rodillas agudas y piernas
doradas. Se acercan unidos por los hombros a la orilla del agua, luego
la muchacha arrima su pie. Se estremece, le mira, riendo (risa de
dientes, Eufemia, risa dorada). De pronto, cae. Las manos de Alberto
se estiran, horror no puede alcanzarla, Eufemia lentamente cae,
flotando y el agua la traga, abajo del río se la ve difusa, figura de
pájaro azul que se desvanece horror y Alberto no puede alcanzarla.
Después desaparece para siempre.

-Has vuelto a la vida puede afirmarse... y lo haces llorando -me dijo


Adriana con ademán de perplejidad. -Es cierto. No sé qué me pasa -
mentí. Aún tenía el rostro mojado. Me sequé con el borde de la
sábana. Me toqué la cabeza con cautela. La tenía cubierta con algo

- 59 -
duro. El médico, benevolente, me explicó: -Se la hemos vendado con
gasa enyesada, para proteger la zona de la operación.

II

Por ti me duelen los pesados perfumes del estío: por ti vuelvo a


acechar los ginos que precipitan los deseos, las estrellas en fuga, los
objetos que caen.
Pablo Neruda

Que renunciar a ti fue como arrancarme el corazón, no lo sabes. No


soportar los tirones de los sentimientos no poder aclarar un camino;
los recelos, las miradas, esa maraña interior que laboriosamente ha
creado sobre nosotros y en nosotros la Humanidad (Adriana, los
chicos, mi madre, mi padre, mis parientes, los parientes de mis
parientes, toda la ciudad está llena de ellos aquí y allá, hacia atrás en
el tiempo, las paredes están cargadas de sus pensamientos) rostros de
humo que sobrevuelan mi ánimo al ir a verte, mi corazón en vez de
cantar al cielo se desliza como apesadumbrado, tiene miedo... ¡miedo
de amar, Eufemia, estoy loco!... Adriana me mira desde dentro de mí,
incapaz de darme alegrías pero bien capaz de impedírmelas, hasta el
grado de que no puedo amar, Eufemia. ¿Producirá tal vez un milagro
tu voz distante, la no escuchada, o te consumirás callando? La simple
enunciación sea quizás una esperanza, acaso no esté perdido mi
corazón aún.

La sola idea de que me olvides acentúa aquel escocer atávico del


alma sin cambiar el escepticismo esencial de mi razón; la voz de tus
imágenes se vuelve, por ratos, más verdadera que lo que
supuestamente hay de verdad en esto y sin embargo sucede, se arrastra
inevitable por entre los segundos, ¡qué pesadez el pensar, Eufemia, si
tan sólo pudiera abandonarme a la paz de tu cuerpo, tu flotar; pero ni
aun me está permitido en esta cárcel el dejarme ir sin hacer nada!
Tanto mi cuerpo como mi pensamiento son ajenos y no puedo
remediarlo. A menos que tu amor sirva el milagro de hacerlo todo

- 60 -
posible sin mortandad ni violencia, se que yo solo no pudiera; tal
cometido excede la dotación que se me dio poseer.

No viniste. La plaza estaba llena de ruidos bajo el cielo gris, gente


cruzando a mi lado y mirándome -siempre me miran- las torres de la
iglesia infladas de luz, sobrevolando el pórtico, tallas barrocas de
terminación sutil, vitraux, fragmentos de vidrios astillados por alguna
pedrada cruel percibo, la Virgen, no viniste. Mi corazón pese a estar
preparado incubó tristeza, la tristeza angustia, melancolía de ti. Luego
me fui caminando despacio, por entre el humo de los autos, la niebla,
las luces de los comercios, el violeta espeso del cielo.

Adriana te sacude tomándote del brazo te sacude con violencia y la


miras sorprendida, el corazón lo tengo dentro de esa leve opresión que
no cesa, las manos y los pies atados sin poder hacer nada, tiemblas sin
defenderte y Adriana sigue su tarea precisa, por fin consigue
conmover tu cuerpo y un pedazo de tu cabello, cae, luego tu frente y
así de a pedazos vas desmoronándote y por fin desapareces. Al lado se
oyen las respiraciones y el silencio, el fru-fru del delantal almidonado
de alguna enfermera y esta soledad que no cesa. Adriana se ha ido
apenas se desmoronó tu cuerpo, seguramente ha subido satisfecha a su
auto gacel, ha viajado las pocas cuadras hasta casa aspirando su propio
perfume de colonia y cosméticos y tal vez un cigarrillo francés; mi
corazón está aquí de nuevo, junto a lo que no soy, adentro de este
cuerpo. ¿Adónde vagarás ahora que no puedo imaginarte?

Ella me miró como asombrada con sus ojos café. -¿Te sucede algo?
-me dijo. -No sé. Tal vez he estado soñando. Eufemia se quedó
mirándome largo rato, junto al río. Yo seguía silencioso. Cuando se
me dio hablar, dije: -¡Qué extraño!... Adriana... los chicos... mi
familia, la familia de mi familia... ¡parecían tan reales!

Orillas del Limpopo, 6 de julio de 1988.

- 61 -
El otro yo de Mr. Hyde

Lord Snowdon esperaba, en la humilde salita del Mr. Hyde. Había


venido a encargarle un trabajo sucio. De repente vio salir de su
habitación a un desconocido alto y buenmozo, quien lo saludó con una
suave inclinación antes de retirarse. Lord Snowdon lo observó con
curiosidad, pues había creído hallar algo extraño en él (aparte de haber
emergido impensadamente de la pieza de Hyde). En efecto, tras una
fugaz ojeada, comprobó que pese al refinamiento de su porte, la ropa
del caballero le quedaba chica.
Esperó infructuosamente a Mr. Hyde, durante una hora. Al cabo,
decidió entrar. Encontró en la habitación el desorden previsible, mas
algo le llamó la atención. No sabía que Hyde tuviera veleidades de
alquimista. Sobre una mesa reposaban redomas, probetas y
alambiques, junto a instrumentos varios de medición; tras de ella un
armario-vitrina ostentaba innumerables frascos y cajitas, etiquetados
cuidadosamente y ordenados con escrúpulo. Un libro de anotaciones,
abierto, mostraba fórmulas complejas asentadas a pluma, con letra
regular y precisa. A su lado, un vaso de experimentación humeaba
aún, vacío. Lord Snowdon se fue intrigado y decepcionado. Era
evidente que Hyde se había escabullido por alguna salida secreta.
Algunos días después‚ Lord Snowdon concurrió a una velada, en
compañía de su joven y adolescente esposa, la bella Lady Christinne.
Allí les presentaron al distinguido caballero que había visto salir de la
pocilga de Mr. Hyde. Les dijeron que era el Dr. Jekill, descendiente de
una familia de científicos, emigrados a Norteamérica‚ en tiempos de la
colonia. Según declaró, muertos su padre y su madre, no le quedaba
razón para permanecer en el cada vez menos soportable "nuevo
mundo". Lord Snowdon se alejó un poco del grupo, para contemplar a
Jekill a su gusto y reflexionar. Sí, seguía hallando algo de extraño en
aquel individuo. Decidió investigarlo.
No le fue difícil dar con su dirección. Por esas cosas del snobismo
burgués‚ -rasgo característico de la época- se había convertido, a poco
de llegar, en el médico de moda. Luego de un paciente control, que le
insumió varios anocheceres y madrugadas, llegó a establecer que el
médico practicaba una inusual rutina. Era ésta: llegaba a su
consultorio muy temprano en la mañana. Desde ese momento
permanecía en el edificio, hasta la hora del crepúsculo, o a veces hasta
altas horas de la noche. A esas horas, iba al reducto de Mr. Hyde,
donde aparentemente pernoctaba. Algunas veces le perdía de vista, en

- 62 -
las intrincadas callejuelas de Londres, pero una cosa era cierta: dormía
indefectiblemente con Hyde.
Lo extravagante del asunto consistía en que este Dr. Jekill -o como
se llamase- había comprado una amplia casa en la zona residencial,
amoblándola por completo. Allí, había instalado su consultorio, e
incluso había contratado a un valet, un ama de llaves y numerosa
servidumbre. ¿Por qué, entonces, iría a dormir con Hyde, en un
incómodo departamento de ocho por cuatro en los barrios bajos?
Lord Snowdon no era demasiado inteligente pero poseía mucho
tiempo. Le llevó muchas noches completas de paciente control la
investigación que obtuvo, como premio, establecer las raras
costumbres de estos dos individuos. En esos períodos de estática
vigilancia, ora frente a la vivienda de Hyde, ora frente a la de Jekill,
meditaba. Se le ocurrió una explicación bastante absurda, pero luego
de mucha vacilaciones la aceptó. ¿Acaso el famoso chevalier Dupin
no había llegado por este método a la resolución de varios crímenes?
Por una serie de indicios encadenados, Lord Snowdon arribó a la
convicción, decíamos, de que Mr. Hyde y el Dr. Jekill... ¡eran la
misma persona!
La aserción adquirió solidez poco a poco en su mente. Hyde era un
delincuente, un marginal de la sociedad, que, harto de tal degradación
había encontrado el modo de huir de su condena existencial. A través
de quién sabe cuan largas y misteriosas experimentaciones -quizás
guiado por algún científico loco- había logrado una fórmula para
cambiar de personalidad. Logrado este propósito, convertido en un ser
que era precisamente su contrario -y justamente por eso agraciado y
amable- no le resultó difícil encandilar a la frívola sociedad
londinense. Sin duda contaba con abundantes fondos -producto
seguramente de toda una vida de pillerías-; de otro modo le hubiera
sido imposible dotar a su creación del nivel de vida que ostentaba. Era
evidente, sin embargo, que no había logrado la receta para permanecer
definitivamente en su aspecto de "Jekill". Sin tal supuesto no se
explicaría que se viese obligado a regresar, noche tras noche, a la
infame madriguera de Mr. Hyde. Todo esto meditaba el Lord,
mientras vigilaba.
Pese a las quejas de su joven esposa, Lord Snowdon persistió en
sus agotadoras investigaciones nocturnales. Se le había fijado en la
mente un empeño: iba a develar este caso. Noche a noche, semana tras
semana se mantuvo como un soldado, alternativamente ante las
moradas de Jekill y de Hyde. Así esperaba acumular al serie de

- 63 -
evidencias que, llegado el momento, le permitirían entregar el caso
resuelto a las autoridades.
Una noche esperó en vano. Ni el Dr. Jekill ni Hyde se mostraron.
¿Qué sucedía? Tal vez había llegado el momento de actuar. Presuroso,
Lord Snowdon acudió a Scotland Yard. Cuando regresó con los
agentes, halló la vivienda del abominable Hyde vacía. Corrieron a la
casa de Jekill. Tampoco había nadie. El pájaro había volado. Los
criados no estaban, el consultorio no daba muestras de haber sido
usado en varios días, y los guardarropas desocupados indicaban que su
propietario había emprendido un largo viaje. ¿Bajo qué personalidad
lo había hecho? Tal vez nunca lo sabría. Desalentado, Lord Snowdon
regresó caminando a su residencia.
Allí, le esperaba una sorpresa: no encontró a su esposa por ningún
lado. Atacado de repentina suspicacia, corrió a la caja fuerte. La halló
despojada de caudales.
Desconsolado en extremo, tuvo que acudir nuevamente a Scotland
Yard. Luego se retiró a descansar, en su casa de campo. Creía
merecerlo. El largo período de investigación y los últimos
acontecimientos le habían agotado.
En aquel lugar, varios días después, los detectives tuvieron que
narrarle el conjetural destino del "otro yo" de Mr. Hyde. Al parecer
había partido, cargado de equipaje y dinero -dejaba abundantes
propinas por donde pasaba- hacia un paradisíaco lugar de Suramérica,
donde proyectaba radicarse definitivamente. Quienes los vieron,
juraban que la joven dama que le acompañaba, con el muy presumible
propósito de endulzar sus horas, era la mismísima, adolescente y bella,
Lady Christinne.

Alberto después de la cloaca

Bien, miren, para no hacerles perder tiempo, trataré de contar


esto rápido. No sé si será muy interesante. Yo iba caminando, una
noche brumosa, por la calle Olaechea y Alcorta, al lado del Parque.
Reconozco que había tomado mis dos copas. Pero no iba machado, no.
Apenas contento.
De repente, me caigo. No sé cómo ni dónde, porque el suelo
desapareció bajo mis pies. Sin dolor, me encontré sentado en el suelo
de un recinto como de 30 metros cuadrados, similar en su forma a una

- 64 -
bombona de las que se usan para guardar elementos gaseosos. A
izquierda y derecha agujeros, con sus bocas redondas.
-¡Zas -digo-, me he caído en una encrucijada de cloacas!- Y me
dispongo a ver el modo para salir de allí.
De sólo mirar me convenzo de que no me va a ser posible
trepar. Ni se ve la boca de salida. Debe ser por la noche, pienso. Lo
cierto es que me largo por una de las tuberías. No sin aprensión, claro,
pero a poco me sorprendo porque está todo limpio. Ni sombra de
suciedad. Una vez andados cerca de 100 metros me percato de que las
supuestas cloacas eran de un material muy liso, como plástico o algo
así, no cemento. "Habría que felicitar al gobierno", me digo. No
termino de pensar esto cuando, ¡bum!, caigo de nuevo. Otra vez en
una bombona de tuberías. Bueno. Elijo otra tubería al azar y me largo
nuevamente.
Al final de ella, encuentro como una conexión, dos bocas a
izquierda y derecha. Hago ta-te-tí y me zampo en la de la izquierda.
Pero qué les
cuento, no llego ni a la mitad, cuando: ¡bum! De nuevo abajo.
"Esto se está poniendo poco original", pienso. Y decido seguir. Por
suerte está todo limpio. Mi traje ni siquiera se ha salpicado. Así
continué un rato largo, subiendo y bajando, al este y al sur, y también
al norte, y quizá al noroeste, hasta que agarré al fin un tubo que
ascendía. Subí y subí, esta vez sin caídas, y cuando vi la luz del
exterior como a cincuenta metros, tuve miedo. No vaya a ser que justo
ahora caiga de nuevo, dije (en voz alta, total nadie me escuchaba).
Pero no. Tranquilamente, llegué al final. Y salí a mi ciudad.
¡Oh sorpresa! Ya no era la misma. Yo, a Santiago la conocía como a
la palma de mi mano. Los veinticinco años que tenía los había pasado
aquí. Era Santiago, pero... ¡cómo había cambiado! La gente iba
vestida de un modo diferente. Todo estaba lleno de autos muy feos y
el ruido era insoportable. Había emergido cerca del Mercado.
-Disculpe señora- le dije a una chipaquera, que vendía en la
calzada- ¿en qué fecha estamos?
-2 de agosto- me contestó la vieja, sin dejar de masticar.
-Pero ¿de qué año?- digo.
La vieja me mira como si fuera opa, y me contesta: -De 1989 ,
pues.
¡Qué! ¡Han pasado 54 años! ¿Cómo puede ser? ¡Con razón está
todo tan distinto! Rápido agarro por la Pellegrini, en busca de mi casa.
Llego a la 25 de Mayo y doblo, con el corazón a toda carrera. Media
cuadra.

- 65 -
Allí está. Mi casa. Apenas un poquito más vieja, pero bien
pintada. Cuando estoy por abrir la puerta digo: "no, quién sabe si ha
cambiado de dueños".
Y decido tocar el timbre pues la aldaba ya no está. Son las diez
de la mañana. Me atiende una morenita como de diecinueve años.
-¿Señor? -me dice.
-Digamé, ¿quién vive aquí? -le pregunto.
-La familia Revainera. -Ah, entonces he venido bien, le
contesto, porque yo también soy Revainera.
Me hacen pasar y conozco a la dueña de casa. El marido no
está, trabaja en el banco. Pregunto el nombre del marido. No me
suena. Pregunto cuántos años tiene el marido, veintinueve, me dice.
¡Lo parió! ¡Es mayor que yo!
Cuando vuelve el tipo del trabajo no puede creer que yo soy
Alberto Revainera.
-¡Pero si ha muerto hace más de cincuenta años! -me sostiene.
-Y ¿de qué ha muerto? -digo sin convicción.
-¿Sabe que no lo sé?... -contesta-. Y ahora que lo dice... mi
padre y la familia solían comentar que el tío Alberto había
desaparecido de un modo muy raro...
Al fin mi sobrino-nieto tuvo que creerme que yo era yo. Le
mostré la libreta. Toda una prueba, como se sabe.
De a poco, los viejos de la familia empezaron a desfilar para
observarme.
Los viejos eran mis sobrinos, mis primos menores. ¡Qué cosa!
Con el tiempo, todos se habituaron a mí y a nadie llamó la atención
verme a diario.
Por suerte mi sobrino-nieto no se negó a darme la misma
habitación que ocupaba hace cincuenta y cuatro años. Conseguí un
puestito en la municipalidad. ¿Qué más se puede pedir?
Bueno. Esta es la historia. No sé si les habrá parecido
interesante, como para poder figurar en algún anecdotario. Hace poco
me he puesto de novio.
Ella es muy buena y le encanta escucharme contar historias de
mi tiempo, como el fusilamiento del cabo Paz, por ejemplo. Lo único
que no me gusta, de las chicas de ahora, es que son un poquito
liberales.

- 66 -
Tribulaciones de un escarabajo

Gregorio Samsa patalea panza arriba, mientras lo ataca una


legión de hormigas coloradas. Los animales, seguros en su
superioridad numérica, avanzan sin apuro, con las fauces abiertas.
Gregorio se siente al borde de la desesperación. Lo inmovilizan el
cansancio y el pavor, y se queda quieto, entregado a su suerte.
En eso ve unos inmensos pedúnculos rosados, que lo toman con
firmeza, pero sin lastimarlo. Se siente levantado. Sin transición se ha
incorporado a su mente otro temor. Pero al menos -piensa- me han
sacado del peligro de las hormigas.
La fuerza lo deposita en una jaula transparente. En los rincones,
hay comida. Gregorio comprende que ha sido hecho prisionero. La
angustia parece no tener fin. Pero se consuela, diciéndose que es
preferible estar preso y no despedazado.

***

El doctor Juhazs, entomólogo, se despertó en la noche al oír un


fuerte ruido que venía de su laboratorio. Cuando abrió la puerta
encontró, entre los tablones de la estantería desbaratada, a un hombre.
Llevaba traje gris oscuro, era delgado, tenía grandes orejas y parecía
muy aturdido. Observó también que tenía raspones en la cara y en las
manos.
-Bueno -le dijo el doctor, que era un hombre aplomado -
podríamos tomar un tecito, mientras conversamos.

Homb re de un solo tiempo

“El mundo es, entonces, inmutable”.


Asencio Ybarra se quedó meditando ante la frase. Entre sus manos
tenía el antiguo infolio que le había dejado su padre como herencia,
con la mención de que debía ser leído sólo al llegar a cierta edad.
En la vieja casa no había muchos libros: apenas cuatro o cinco,
soterrados en un aparador polvoriento. Como la lectura no era su
mayor debilidad, Asencio no se había inquietado por conocer el
contenido del misterioso volumen antes de llegar a la edad fijada. En

- 67 -
el testamento, empero, su padre había mencionado esa lectura como
una etapa necesaria para su educación, cumplida por los Ybarras desde
muchas generaciones atrás. Luego del lacónico párrafo que expresaba
aquel mandato, seguía otro no menos breve, en el cual se especificaba
la prohibición de hacerlo antes de cumplir los 54 años. Ni antes ni
después, debía ser, precisamente, a esa edad.
El día de su cumpleaños, Asencio, viudo, empleado de correo a
punto de jubilarse, ascendió perezosamente al entrepiso donde se
hallaba el aparador que guardaba el libro. Era un domingo de enero.
Los Ybarras habían sido una antigua familia santiagueña, de origen
español. Emparentados con Núñez del Prado, sus primeros miembros
poseyeron mercedes amplias en Guasayán, en sociedad con don
Joseph de Aguirre. Posteriormente fueron de los primeros en adherir a
la Revolución de Mayo; dos de ellos dejaron la vida en combate con el
enemigo imperialista, acompañando al General Güemes.
El languidecimiento de Santiago fue también el de los Ybarras, y el
siglo XX los halló convertidos ya en una familia escasa, cuyos
hombres eran grises burócratas y sus mujeres devotas de la Legión de
María. Refugiado en un barrio de trabajadores, Asencio era el último
descendiente varón de aquella linajuda estirpe. Su esposa provino de
un hogar igualmente antiguo, un poco menos empobrecido que el
suyo. Hacían dos años que había muerto.
Asencio tomó el libro con las dos manos, sopesándolo. Lo limpió
con una franela, recorrió con los dedos las letras repujadas en su
cubierta de cuero. No tenía muchas ganas de leerlo. Pese a que era
breve -unas cincuenta páginas escritas a mano sobre pergamino de piel
caprina-, su lectura le producía rechazo. Veinticinco años obligado a
descifrar cotidianamente memorandos, tarifas postales o insulsos
formularios, habían formado en su mente la categorización de
cualquier lectura que no fuesen los sociales del diario, como un
ingente contratiempo.
Sin embargo, Asencio era hombre respetuoso de las tradiciones,
con ese dejo reverencial que caracteriza a los hombres del Norte. Lo
último que se le hubiera ocurrido era contrariar post-mortem un
designio de sus mayores.
Bajó, entonces, con el libro, y se instaló junto a la ventana del
patio. En letras góticas, con un lenguaje arcaico, el proemio anunciaba
que el volumen contenía dos cosas; una revelación filosófica y una
fórmula de magia. Asencio se sorprendió al comprobar que enseguida
fue atrapado por la prosa que leyó.

- 68 -
Cada individuo posee una conformación física que no cambia,
manteniéndose permanentemente con iguales características y
facultades. Pero pertenece a un solo tiempo. Esto es: el cuerpo
humano que conocemos, no es uno, sino la repetición innumerable de
diferentes cuerpos parecidos, por los que atraviesa nuestra conciencia.
Por ejemplo: la muchacha que observamos transitar por la vereda,
pertenece corporalmente a ese momento y quedará allí por toda la
eternidad, repitiendo hasta el infinito ese solo acto. Pero su espíritu -o
psiquismo, como se gusta llamarlo en el siglo XX-atravesará por ese
cuerpo, proviniendo de otro cuerpo casi igual pero sutilmente distinto,
cumplirá la constatación y sensación de ese único acto y continuará
luego a un tercer cuerpo similar, que realizará el acto siguiente.
Asencio se detuvo un momento a reflexionar y se levantó para
prepararse unos mates. Un sentimiento extraño, similar al que
sobreviene cuando nos sorprende la comprobación de nuestra
existencia individual, se instaló en él de súbito. Mientras manipulaba
la gabeta, el repasador y la pava, comprendió que se hallaba ante una
circunstancia extraordinaria, única por su valor científico. De repente,
su vida gris había tomado el color de la más intensa aventura.
Se explicó la parsimonia y desprecio crecientes de sus antepasados
por las actividades de la vida social. ¿En qué momento habían
accedido ellos a esta revelación? Extrajo el amarillo testamento de su
carpeta y allí leyó: “... que fue cedido en pago de mil doscientas
hectáreas de tierra apta para pastura, además de doscientos cincuenta
doblones limeños por don Joseph de Aguirre en el año del Señor 1735,
siendo estudiado recién al año 1836 por el docto presbítero don
Nepomuceno Ybarra”. Nada más. Pero era suficiente. Había sido por
esa época precisamente -alrededor de 1840-que se iniciara el paulatino
descenso patrimonial de los Ybarras.

Asencio continuó con la lectura. En sus sensaciones el sentimiento


de creciente irrealidad que notaba en sí se mezcló con el regusto
dulzón del mate con poleo.
Todos los millones de cuerpos humanos que habitan eternamente la
tierra, están situados en miles de mundos, similares hasta un punto
infinitesimal, pero ubicados en diferentes dimensiones y yuxtapuestos.
Para la percepción, un solo mundo, pero desde una óptica objetiva,
muchos.

- 69 -
El espíritu -o la conciencia-, originado en un universo superior,
transita temporariamente por una cantidad escalonada de somas, para
regresar finalmente a su ámbito original. Sólo unos pocos quedan
amarrados al existir material, sin excepción debido a su propia
voluntad. La gran mayoría de las conciencias, minerales, vegetales,
animales y humanas, cumplen la parábola para instalarse al fin, de
nuevo, en el Reino espiritual. Este Reino es del cual hablaba Jesús: el
único perfecto y en armonía sin límites.
El mundo de la materia, es imperfecto y limitado. Al abandonar el
Paraíso, el alma ingresa a un peregrinaje por aquesta prolongada
prisión, cuyas celdas son los sucesivos cuerpos que va atravesando.
Algunas de las consecuencias de la travesía son inherentes a la
materia, como la opresiva finitud del organismo humano y su absoluta
imposibilidad de comunicación genuina. Otras, provienen de la
combinación de esas limitaciones con la existencia colectiva. En ese
contexto pueden comprenderse las palabras del Cristo, cuando dijo:
“No pertenecen al mundo, como yo tampoco pertenezco al mundo”
(Juan, 17,16); y luego: “Conságratelos con la verdad”.
Pues la verdad es el Reino final, alfa y omega, al que se llega sólo
al escapar del cuerpo: el mundo conocido por la experiencia humana
es una falacia, aparentando integración unitaria, pero en realidad
miríadas de seres y objetos separados, distintos y condenados a
repetirse por siempre en el mismo gesto, ligados únicamente por la
percepción que de ellos hace la conciencia. La unidad verdadera es
sólo posible en aquel universo, donde se contempla eternamente a
Dios, contemplándose simultáneamente uno mismo.
Había arribado cautelosamente la oración. El mate estaba frío.
Asencio se levantó para poner la pava en el fuego y encender la luz.

Asencio era un hombre más bien positivista. De imaginación


limitada y ninguna inclinación filosófica, había adoptado como suyas
la ideas que le inculcara en su adolescencia la escuela secundaria; un
extracto del pensamiento sarmientino, mitrista y alberdiano -extracto a
su vez de otros más complejos y originales-, por lo cual su mente se
había visto sometida a un doble reduccionismo. Se hallaba así, con
estas ideas pedestres, expuesto a la tentación del escepticismo, dada la
poco sugestiva existencia que le había deparado el destino.
A los dieciocho años había terminado el bachillerato, obteniendo su
graduación sin lustre ni dolor. A los veinte -era el año 1929-un

- 70 -
diputado autonomista amigo de la familia, lo había hecho “calzar” en
un puesto de control del correo de Santiago. Y allí estaba.
Ascendiendo un punto regularmente cada cinco a seis años, pero
haciendo el mismo trabajo.
A los treintaidós años se había casado con Adelaida Gancedo, diez
años menor que él. Era una linda muchacha, modosita y profesora de
piano. Pero resultó dueña de un carácter de fierro. A poco de casados
desnudó las uñas. Reorganizó totalmente el orden de la casa Ybarra,
incluyendo los hábitos de Asencio. El era hombre de conciliación más
que de lucha, por lo que paulatinamente y sin roces terminó aceptando
el liderazgo de Adelaida. Mas su temperamento sufrió una fuerte
conmoción negativa, que se prolongó con matices durante todo el
período de convivencia con su esposa. Ella engordó rápidamente y a
los tres años se vio obligada a modificar la totalidad de su
guardarropa. Algo debía haber sospechado antes de su casamiento la
niña, pues la mayoría de sus vestidos tenía tela de sobra para
ensanchar. Por último, no era tan refinada como el largo noviazgo
hubiera autorizado a afirmar. Roncaba horriblemente y los productos
gaseosos de su digestión lenta, enturbiados aun más por el exceso de
alimentos que la mujer ingería, hacían casi insoportable su compañía
en la habitación; en especial durante las noches húmedas del invierno,
en que se deben cerrar puertas y ventanas.
En fin. Fueron veinte años de callados padecimientos, que lejos de
ofrendárselos al Señor, Asencio, de tendencia agnóstica como ya
hemos visto, interpretó como prueba cabal de la pertenencia humana
al previsible reino de lo zoológico.
Hasta que Adelaida murió. Amaneció dura al lado de Asencio, que
por rara coincidencia ese día se había dormido sin escuchar el
despertador. Durante la noche le había sobrevenido un paro cardíaco,
hecho que el médico declaró era casi de esperar, pues la mujer pesaba
ya cerca de ciento setenta y ocho kilos.
La vida de Asencio recobró luego de tan larga modificación, el
moderado desorden de sus épocas de soltero. Ni se le ocurrió pensar
otra vez en mujer. A los cincuenta y dos años... pero pesó en verdad
decisivamente sobre su determinación de finalizar solitario sus días, la
frustración de aquel prolongado calvario en que se había convertido, a
poco de consumarse, su matrimonio.

“Todos los humanos cumplen el ciclo”.

- 71 -
Siguió leyendo Asencio bajo la luz amarillenta del foco de 25
watts. Otro resabio de Adelaida, que odiaba pagar un centavo más de
corriente, pensó él y se prometió cambiarlo pronto por uno de 150.
El espíritu, alma, logos, conciencia, psichè, nefeŠ, o como el
hombre haya querido llamarlo, atravesaba entonces una existencia
compuesta por la sucesión de millones de actos de seres distintos, que
adquirían sentido únicamente por su conocimiento y memoria. Al final
de ese camino, existían dos posibilidades previstas por Dios: el
ingreso al Reino eternal, o la repetición del ciclo (que los orientales
llamaban reencarnación).
Y una tercera no deseada, pero permitida por el Supremo Hacedor:
la perduración eterna de la conciencia en el limitado reino de este
mundo.
Era lo que los exégetas hebreos llamaron gehena, ben hinom, seol o
“el fuego”. Pues se decía que quienes quedaban allí padecían como si
su alma se estuviera consumiendo entre las llamas.
Ahora bien, el Creador había hecho al hombre libre y no podía
impedirle el conocimiento de ninguna posibilidad. Así es que, quienes
por su natural inclinación psíquica -hombres o familias-tendían al
aprecio extremo del reino de este mundo, arribaban al mecanismo para
perpetuarse en él, si lo deseaban. Habían múltiples maneras de acceder
a ese conocimiento. A los Ybarras les había correspondido el de la
posesión del libro.
Si él quería quedar en este mundo, si el lector prefería la tierra al
Reino de los cielos, debía pasar al segundo capítulo del volumen,
donde hallaría la fórmula. Más debía tener en cuenta que ésta lo
facultaba únicamente para detener a su alma en un solo momento, una
sola situación de su vida entera, donde quedaría eternizada para no
salir de allí. La voluntad del lector lo facultaba a elegir esta alternativa
y seguir adelante con el estudio del texto. Pero no debía alegar luego
que no se le había advertido sobre las consecuencias de esta acción.

El último de los Ybarra reflexionó un rato sobre estas palabras. Se


detuvo y decidió postergar por una hora la lectura, para tomar una
cena liviana. Marcó la página con el pendón de seda roja que poseía
cosido en el interior del lomo y cerrando el libro lo dejó depositado en
el alféizar de la ventana. Era una noche caliente y estrellada.

- 72 -
Desplegó sobre la mesa el mantel de plástico que había adquirido
hacía poco, ubicó geométricamente la botella de vino, el sifón, el vaso
que había sido de dulce de leche y el plato floreado y se sirvió pata de
chancho, ensalada rusa y quesillo, acompañados de buen pan casero.
Masticó lentamente los manjares, mientras pensaba.
Llegó a la conclusión de que le daba igual existir en este mundo o
el otro. Con la diferencia de que al primero por lo menos lo conocía.
Asencio era, por principio, renuente a lo desconocido.
¿Quién le garantizaba, después de todo, que el famoso Reino de los
Cielos fuera como se decía? Era mayoritario el consenso, es cierto,
sobre su armonía sin límites y había mucho escrito sobre ello. Pero
eso tampoco probaba nada. ¿Acaso no se había publicado en el diario
la muerte del Pichi Revainera, en un accidente de biplano? A tres
columnas se cantaban loas póstumas al joven y destacado aviador
desaparecido y la página entera de avisos fúnebres se cubrió de
adhesiones a su inhumación -simbólica, ya que el aparato había
quedado reducido a cenizas-. Y el Pichi había sido visto después en
Nueva York, disfrutando sin duda de los depósitos bancarios de su
mujer, que se habían esfumado junto con él.
¡Bah! Todo es vanidad, como decía Qohelet. Esta era la única frase
religiosa que le había gustado alguna vez.
No se sentía inclinado, si debía decirlo, a optar por el Reino
Espiritual, en caso de poder hacerlo. Asencio era de los que adherían
al famoso refrán “prefiero malo conocido a bueno por conocer”.
Con esta semideterminación en sus ideas regresó al sillón junto a la
ventana, luego de cenar.

Pero, ¿qué momento de su yerma historia iba a elegir? Si a él le


hubieran tocado las peripecias de un Schliemann, o las posesiones y el
fasto de un Rheza Phalevi o un Faruk... Mas, ¡ay! su vida gris había
sido un transcurrir sin matices, donde desde la infancia de pueblo
grande había pasado a una adolescencia rutinaria y de allí a la oscura
existencia de burócrata que había llevado hasta hoy día. Si el único
momento excitante de su vida, casi podía decir que había sido cuando
descubrió, a través del libro, que podría decidir sobre el final de su
alma...
Pero no... ahora se acordaba... había tenido un momento, un solo
momento, en el cual la felicidad extrema, una voraz expectativa,

- 73 -
propia de la más intensa aventura y el sentimiento de autovaloración
se habían aunado. Había sido en el día de su casamiento.
En ese día. No antes, ni después. Antes, por el asordinamiento de
las relaciones sentimentales que imponía a los noviazgos la rigidez
moral de la sociedad santiagueña. Después, a causa de las decepciones
ya narradas.
Unicamente ese día, o más precisamente, en un determinado
momento de él... sí, se acordaba... fue al cortar la torta, con la mano de
Adelaida envuelta en sus dedos... eran una hermosa pareja, decían las
comadres, él buen mozo, de porte señorial, ella rellenita y fina, en la
flor de su juventud... Adelaida tenía las mejillas encendidas, era una
noche de invierno y habían activado la calefacción, el local estaba
atestado; él sentía en la epidermis de su palma la vibración de la piel
de la muchacha, transmitiendo la ansiedad gozosa del prometedor
momento que se avecinaba... tantos años esperando... en unos
instantes llegaría la hora de la intimidad; ella y él, solos, en una
exclusiva habitación de hotel, ella semidescubierta bajo el camisón
transparente, él extasiado con la belleza de su cuerpo... Estallaron los
aplausos... eran el centro de la reunión... ¡Qué importante se sintió!
La luna de miel había sido un fiasco, pues Adelaida se había
negado con obstinación a desvestirse. En toda su vida de casados,
Asencio no llegó a conocer su cuerpo. Nunca supo si se debía a
problemas de índole psíquica, moral, o algún oculto defecto.

Pero esa noche... ¡ah, esa noche! Los amigos haciendo bromas y
levantando las copas en su honor... El rostro de su padre, con aquel
brillar en los ojos que desmentía la severidad de su gesto... su madre y
su hermana, llorando desbordantes de alegría... En la familia ya creían
que Asencio se iba a quedar solterón.
Sí, elegiría ese momento.
Abrió el libro en la segunda parte. Sobre la primera página en
blanco se leía con letras góticas: “Fórmula para acceder a la
eternización terrenal del alma”.
El secreto consistía en memorizar cierta oración. Era una especie
de salmo, de unos cuarenta
y cinco versículos, lleno de invocaciones, alabanzas a la materia y
exclamaciones breves.
Una vez memorizado, el salmo debía ser repetido con lentitud; se
debía fijar en la mente, con imágenes, el momento deseado y las letras

- 74 -
debían aparecer sobreimpresas a las figuras imaginadas. Cuando se
lograra esta situación y la concentración perfecta, insensiblemente la
vida del individuo habría de quedar fijada por siempre a ese momento.
Asencio se abocó a la tarea. Poseía buena memoria, ejercitada a
diario en la retención de los incrementos en las tarifas postales. A la
medianoche ya tenía totalmente aprendido el salmo.
Dejó el libro cerrado sobre la mesa, con una nota encima que
ordenaba incinerarlo en caso de desaparición de su propietario. Colocó
la pava en el fuego y dispuso todo para tomarse unos buenos mates.
Acercó su sillón preferido a la cocina a gas de querosene y se dispuso
a iniciar la ceremonia.
Empezó a imaginar el momento. El rostro encendido de Adelaida,
los ojos de su padre. Las manos de los amigos, el vino espirituoso. Los
flashes de magnesio, el abrazo de su hermana... Como una brillante
vista en colores, todo apareció en su mente; maravillas del recuerdo...
Empezó a recitar el salmo; las letras, con extraordinaria nitidez, se
modelaron, en blanco, sobre las figuras que iban y venían...
Dulcemente, como si se adormeciera, fue dejando de sentir el
posabrazo del sillón, los pies... para internarse paso a paso en la
figuración de su noche de casamiento.

Epílogo

Recorriendo el atestado desván de mi madre, me he detenido


muchas veces ante una vieja fotografía. Se ve en ella a mi
desaparecido tíoabuelo, Asencio Ybarra, la noche de su casamiento.
En una primera visión, semeja un daguerrotipo cualquiera, como
los que conservan tantas familias de Santiago. Sonrisas, el novio
tomando de la mano a la novia -una hermosa muchacha-para cortar la
torta. Pero mirando con atención se descubre algo extraño, en las
facciones... o en la expresión del hombre. Algo patético, un brillo
angustioso en la mirada, un rictus desesperado en la sonrisa,
desmintiendo la aparente euforia del momento. Transmite la sensación
de que quien allí posa para la fotografía, estuviera encarcelado, preso
de una desesperada situación, condenado a no sé qué padecimientos
sin límites y pidiera auxilio con los ojos desde el frío marco metálico
en que está encerrado.
Puede ser una antojadiza ocurrencia mía. Pero juraría que allí pasó
algo, tenebroso y extraordinario.
No sé. Creo que jamás podré develar el misterio de esta fotografía.

- 75 -
Niebla en los árboles

Siempre tuve buena vista. Mientras amanece, hago gimnasia con


los ojos: miro a lo lejos, después cerca; arriba y abajo; doy vuelta la
mirada alrededor. Cada diez o quince movimientos, masajeo con mis
dedos los párpados. Por eso nadie puede alegar que aquello que vi en
esa mañana de invierno, fuera fruto de mi imaginación. Allí empezó
todo.
No hacía mucho que vivíamos en el campo -unos tres años-, y nos
había ido muy bien. Cansado de las ciudades, le propuse a mi hermano
comprar una finquita en sociedad, y explotarla sólo en el nivel de
autoabastecimiento. Soy matemático y él, químico. Nuestras labores
se complementan, así que no habíamos considerado necesario el
separarnos luego del fallecimiento de nuestros padres, aunque él se
hubiera casado y tuviese ya una hermosa niña. Su esposa me
simpatizó desde un principio y pese al dicho de que a los solterones
nos resulta difícil convivir con las cuñadas, ella jamás me importunó
ni se inmiscuyó en mis cosas, ni yo creo haberla molestado. Por el
contrario, reinaba entre nosotros absoluta armonía y colaboración.
Compramos, entonces, cinco hectáreas en Susana, una localidad
cerca de dos ciudades: San Francisco y Santa Fe. Nos entregaron la
propiedad con tres vacas lecheras, algunos cerdos, patos y el gallinero
colmado. La cosecha de alfalfa había sido levantada hacía poco y el
campo quedó arado. Como valor adicional, el ex propietario nos había
dejado un antiguo tractor Deutz y algunos implementos, con la única
condición de que le proveyéramos de leche, huevos y hortalizas todos
los días. Era un matrimonio de ancianos, cuyos hijos -nos dijeron-
vivían en la ciudad. Se habían reservado media hectárea lindante con
nosotros para terminar sus días en paz.
Pronto finalizamos las modificaciones necesarias para instalarnos.
La casa central la ocupó mi hermano, casi tal como estaba; yo tomé un
galpón que había sido depósito de herramientas, le puse nuevo techo,
le agregué un baño y me instalé cómodamente, con un panorama
bellísimo a mi alrededor. En el espacio que mediaba entre las dos
construcciones -unos cien metros-construimos su laboratorio y mi
estudio.
Uno de los argumentos que nos convenciera para adquirir el
campo, había sido la profusión y variedad de su arbolado. Alguien
desconocido, muchos años atrás, había planificado con amoroso

- 76 -
esmero este aspecto de la finca. Tilias, sophoras y catalpas se
combinaban en una edificación vegetal, con especies más conocidas
como fresnos, sauces y araucarias, en los primeros mil quinientos
metros cuadrados que rodeaban el casco. Los lindes habían sido
determinados con una prieta cortina de casuarinas que creaba, pasando
el portón de entrada, un clima aparte, silencioso y calmo.
Precisamente aquel extraño clima, como el de un mundo distinto
donde rigieran otras leyes físicas había sido -según lo pensáramos al
principio-, lo que daría pie a todas esas leyendas que circulaban entre
la gente más sencilla. Leyendas que hablaban de extrañas fuerzas,
sonidos imprecisables, luces, desaparición de animales y hasta de
personas en su limitado perímetro. Por nuestra formación no podíamos
creer en esas patrañas. Recuerdo que sonreímos, con mi hermano,
cuando un poblador nos contó todo aquello en un boliche de las
cercanías. Lo cierto es que el asunto nos favoreció cuando llegó el
momento de arreglar el precio; pagamos apenas quinientos australes la
hectárea, en una zona tan hermosa y sólo mil adicionales por las
construcciones y mejoras. Aquí la gente es muy supersticiosa.
Sin embargo, los acontecimientos posteriores iban a darles,
tristemente, la razón.

He dicho que la propiedad se destacaba por sus árboles. Habíamos


visto por el camino, desde Santa Fe, fincas muy cuidadas, rodeadas de
fondas -por lo general coníferas y eucaliptus-pero ninguna como ésta.
Ninguna con la variedad, abundancia y gusto en la plantación que se
había ejercicio aquí. Había hasta una sequoia, inmensa, muy raro
ejemplar en estas latitudes, que era la delicia de los visitantes y
nuestro orgullo. Para aprovechar la sombra de un hermoso sauce,
decidimos construir a su lado la vivienda de nuestro peón y su familia.
Habíamos contratado, por un sueldo módico, a un hombre de
campo, para la atención de las labores de mantenimiento y
producción. Era un muchacho de veinticinco años, que vino
acompañado de su esposa y un hijito de cuatro años. El niño, que
jugaba con mi sobrina -un poco menor que él-era la chochera de sus
padres. No se si por abstención deliberada o por alguna otra causa no
habían tenido más hijos, hasta el momento. Les entregamos una
vivienda sencilla pero confortable, con techo de chapas. En el verano
era un poco caliente, lo reconozco. Precisamente por eso la habíamos
construido entre un inmenso sauce y cuatro sophoras, que la cubrían

- 77 -
todo el tiempo con sus sombras. A su lado, contaban con una
agradable laguna.
También en este aspecto tuvimos suerte. El hombre era respetuoso
y reservado, al igual que su mujer. Ambos trabajaban con aplicación y
conocimiento, él en el campo, ella en su hogar. La mujer cocía
excelente pan en el horno de adobe que se habían construido. No
teníamos, entonces, necesidad del pan industrial.
Respecto de las habladurías sobre los espectros del campo, no
parecían preocuparse demasiado (aunque ésto es difícil de precisar,
pues nuestro criollo de tierra adentro es extremadamente parco y no se
puede saber nunca lo que realmente piensa). Sólo un detalle nos indicó
que ellos también temían algo. Manuel -así se llamaba el hombre-me
pidió un día permiso para fabricar un “bendito”, al lado de la casa. Por
supuesto, lo autoricé. NO me causó mucha gracia el asunto -debo
decir que soy agnóstico, y considero que residen en las supersticiones
muchos de los motivos del atraso de nuestro pueblo humilde-, pero
respeto las creencias de los demás, por absurdas que me parezcan.
Aunque, después de lo que sucedió, confieso que muchos de mis
criterios han vacilado, pese a seguir convencido de que se trató de
fenómenos explicables por algún tipo de raciocinio, desconocido aún
para los humanos, pero alcanzable, en alguna etapa posterior de
nuestro desarrollo.
Bien. Estábamos en que Manuel había resultado una muy buena
adquisición.
A las seis de la mañana -fuera invierno o verano-ya estaba
ordeñando. A esa hora ya había alimentado a los cerdos y las aves.
Enseguida, luego de soltar las vacas y dejar los bidones llenos de
leche para nuestro consumo, partía en su bicicleta a llevársela para los
viejecitos. Todo el día se ocupaba del campo, sea en tareas de siembra,
desmalezamiento y riego, o reparando alambrados y máquinas. El
hallaba siempre algo de lo cual ocuparse. Cuando era necesario (en
épocas de cosecha o cultivo intenso), estaba autorizado a contratar
cuatro o cinco ayudantes. Nos aconsejó invertir en alfalfa, paja para
escobas y tomate platense; tuvimos buenas cosechas. Por cierto,
nosotros retribuimos muy bien estas ganancias imprevistas que nos
trajeran sus conocimientos. Con el plus que le otorgamos, Manuel
compró un televisor para su hogar.
Mi hermano y yo trabajábamos en la universidad de Santa Fe,
practicando la docencia y en tareas de investigación. Eramos autores,
además, de algunos textos de matemática moderna y química para los
ciclos secundario y terciario, que habían tenido mucho éxito. La

- 78 -
editorial se había ocupado, por lo demás, de promocionar estas obras
(tal vez con cierto exceso). Los ingresos provenientes de nuestras
actividades y los libros nos permitían vivir, sin lujos, en una moderada
prosperidad. Mi hermano poseía su cochecito europeo, al igual que yo,
y habíamos adquirido una camioneta gasolera que nos permitía traer
mercaderías de la ciudad, usándola en el resto del tiempo para tareas
del campo.
Nuestro cotidiano traslado a Santa Fe no nos insumía más de 40 o
50 minutos. La ruta era muy buena. Habíamos encontrado, al parecer,
el lugar ideal para vivir. El silencio, la parsimonia de la gente con
quienes ocasionalmente uno se hallaba, el clima, benévolo, el aire
libre que respirábamos, proporcionaban una tranquilidad hasta
entonces desconocida por nosotros, ex-habitantes de urbes ruidosas y
pobladas. Yo había engordado tres kilos en seis meses. Notaba
también a mi cuñada y su hijita con los semblantes más colorados y
rozagantes. El rostro de mi hermano, de natural rubicundo pero hasta
ahora pálido, había adquirido el tono de la zanahoria madura y su pelo
lacio brillaba como el oro. Pudimos elaborar allí -al fin-una obra en
que cifrábamos grandes aspiraciones profesionales: un tratado sobre
entropía, que nos permitió consignar una serie de enfoques novedosos
y descubrimientos a los cuales habíamos arribado casi jugando -pues
este campo escapaba a nuestras disciplinas específicas-pero
considerábamos imprescindibles para el ámbito de la investigación
científica. Como decía, pues, nos sentíamos altamente satisfechos con
la propiedad adquirida. Estábamos pensando ya que en aquel lugar nos
enterrarían.
Justamente entonces comenzó todo aquello.

Fue una mañana fría. Me encontraba observando un árbol a través


de la ventana, pues creía haber hallado en él algo extraño. Era una
grevilea alta y elegante. Me llamó la atención una especie de niebla,
de forma ovalada, que parecía flotar en medio de sus ramas,
atravesando el follaje. Tenía el aspecto de una nube, pero era
imposible que de haberlo sido estuviera tan baja. La neblina suele
tomar algunas veces apariencias caprichosas. Pero por lo general se
forma en lonjas largas, tiene el aspecto de humo flotando y produce la
impresión de deshilacharse en los extremos. Esto, como he dicho,
tenía la forma de un óvalo casi perfecto. Podría comparárselo con un
gran huevo de humo. Estaba reflexionando sobre este asunto cuando

- 79 -
se aproximaron a toda carrera dos chanchitos. La cerda gris había
tenido cría, hacía poco; era evidente que estos cachorros habían
escapado durante la noche por las rendijas del corral. Escuché los
gritos de Manuel, que venía corriéndolos. Al pasar los animalitos por
bajo del árbol sucedió algo inaudito. Descendió un pedúnculo
alargado, una especie de brazo gigantesco, que partió del huevo de
humo a una velocidad increíble y se tragó a uno de los chanchitos.
Digo se lo tragó, pues me resulta difícil explicar cómo fue;
literalmente lo chupó, lo absorbió, introduciéndolo en
su masa etérea; en un segundo el animalito desapareció. Lo vi
perfectamente, pues era blanco y su cuerpecito se destacaba con
claridad en la semipenumbra del amanecer. Como en un paso de
prestidigitación, la niebla borró al animal del mundo de los objetos. Su
hermanito siguió corriendo, solo. La niebla se esfumó. Vi enseguida
llegar a Manuel, mirar a uno y otro lado, rascarse la cabeza y rebuscar
entre los yuyos secos. Pensaba sin duda que el chanchito blanco se le
había escapado. Miré el reloj: las cinco y cuarenta.
Sin poder evitarlo, salí al encuentro de Manuel y le ayudé en su
búsqueda. Alentaba esperanzas de haberme equivocado. No hubo
caso. El animal no estaba en ningún lado. Manuel se asombró
muchísimo de que hubiese huido tan rápido. Prometió batir palmo a
palmo el terreno, hasta encontrarlo.
No le dije nada de lo que había visto desde la ventana, por temor a
que me creyera chiflado.

Mi hermano me observó en silencio cuando le narré el suceso, mas


sorprendí en sus ojos una chispa de sorna que me fastidió. El cerdito
no había vuelto a aparecer, pero el hecho era tan fuera de lo común
que costaba creerlo -eso lo reconozco-. Comprendí enseguida el
inconfesado escepticismo de mi hermano, y no le hice cuestión por
ello. Incluso, aunque jamás tuve tendencia a la imaginería, dudé sobre
si no habría mezclado mi percepción matinal con el fin de algún sueño
no racionalizado.
Pronto los hechos nos iban a demostrar la rigurosidad de mi
primera observación.
Empezaron a desaparecer animales. Primero, un par de gallinas.
Luego, un cerdo de dos años. Finalmente, un hermoso cabrito, que
Manuel estaba engordando para el cumpleaños de mi sobrina. Esta era
una zona de colonos piamonteses, gente un poco rústica, pero rectos a

- 80 -
carta cabal. No había que pensar siquiera en robos por parte de los
vecinos. Manuel, ansioso por hallar culpables, lo hizo en una tribu de
gitanos que habían plantado sus carpas, hacía poco, cerca del pueblo.
Yo sospechaba con temor sobre la repetición de lo que había visto
aquella mañana. Unicamente lo conversé con mi hermano, quien
pareció esta vez seriamente preocupado. No quisimos hacer público el
asunto, hasta tener algún indicio más concreto. Aunque rogábamos en
secreto para que todo terminara allí.

Compré un perro lucharniego, recio y de pelaje luciente. Si había


alguien que nos estaba robando, él lo iba a descubrir. Lo dejé suelto,
luego de hacerle construir una confortable cucha, cerca de las casas.
Era un animal muy feroz, como demostró al poner en fuga, con una
oreja menos, a un perro vagabundo que intentó apresar una parte de su
comida.
Una tarde, mi perro se enloqueció. Era cerca de la oración. El perro
empezó a ladrar y a aullar de una forma que yo nunca había oído.
Salimos -en ese momento estábamos trabajando con mi hermano y mi
cuñada-a ver qué le sucedía. El animal se revolvía, cual si le hubiese
dado un acceso de chucho; tenía los pelos del lomo tiesos, como un
puercoespín.
Allí estaba, de nuevo. Era la misma niebla que yo había visto.
Despedía una leve fosforescencia. Flotaba, a unos tres metros de
altura, entre la ramas de un bello y enredado ficus.
Quedamos allí un rato, asombrados y atemorizados ante la
aparición. Se había formado un grupo apreciable de testigos -mi
hermano y su mujer, Manuel, su esposa y la cocinera, que acababa de
llegar, aparte de mí mismo-, así que no podían quedar dudas ya. El
perro ladraba desde unos cinco metros de distancia, sin acercarse.
Presuroso, saqué un trozo como de cuarto kilo de lomo crudo del
depósito y lo tiré junto al tallo del árbol, para animarlo. Pero el
lucharniego no se acercó. ¿Tanto temor le infundiría aquello? Tomé
mi automóvil y corrí a buscar a la policía. Cuando regresé, con el
patrullero por detrás, ya no estaba. Se había ido -nos contaron-,
desplazándose con lentitud por el aire, hasta desaparecer. El oficial
tomó nota de la narración, mientras los agentes inspeccionaban el
lugar. Pero el asunto era tan inusual, que no quiso decirme si habría
alguna posibilidad de éxito en caso de iniciar alguna acción. Por de
pronto, nos prometió que el “móvil” se daría una vuelta, todas las

- 81 -
tardes, para ver si se producían novedades. A nadie tranquilizó esto.
Pero al menos teníamos la impresión de “estar haciendo algo”.
Aquel incidente me llevó a cometer un acto del que guardo aun
remordimientos. Molesto por la actitud poco beligerante de mi perro,
compré una cadena larga y lo até a un árbol, en el lugar donde había
mayor concentración de ellos. Pensé en obligarlo así a estar cerca del
huevo de niebla, cuando apareciera; estaba convencido -no sé por qué
causa-de que el mastín lograría capturar alguna cosa. Nunca me
arrepentí lo suficiente.
En una noche muy fría me despertaron sus ladridos. Parecía
enfurecido y aterrorizado, igual que la vez pasada. Me dispuse a salir;
encendí el velador para buscar mis pantalones y las botas. Mas
repentinamente dejó de ladrar. Dudé unos instantes sobre la
conveniencia de salir o no. El intenso frío -estaban los cristales
empañados-, en contraste con la tibieza de mi lecho, influyeron
decisivamente en mi decisión de quedarme, autoconvenciéndome de
que había sido otro animal la causa del enojo de mi perro. Sin hacer
más caso del asunto, me dormí.
Por la mañana, cuando fui a curiosear por la arboleda, mi corazón
dio un vuelco. El perro ya no estaba. La cadena, perfectamente atada
al árbol, había quedado, formando una “ese”, en el suelo; el grueso
collar de cuero estaba intacto... pero vacío. En el acto imaginé lo
sucedido -fue lo peor. Me sentí como un verdugo.

La cocinera -contratada para cumplir únicamente dos horas al


mediodía y dos al atardecer-, venciendo su timidez le pidió a mi
cuñada que la liberara del compromiso de venir a la tarde. Su casa era
distante para la velocidad de su bicicleta y se le hacía de noche en el
camino. Ofreció trabajar esas dos horas por la mañana o luego del
almuerzo, dejando cada día la cena preparada, de modo que nosotros
tuviéramos únicamente que introducirla en el horno o calentarla en la
hornalla de nuestra cocina a gas.
Más por evitar que este asunto adquiriera matices dramáticos que
por verdadera necesidad, hicimos grandes esfuerzos para convencerla
de lo contrario. No nos hacía ninguna gracia que se empezara a
difundir una historia macabra sobre nuestra finca. Decidimos afectar
la camioneta para transportarla. Pese a que vivía a menos de un
kilómetro, Manuel iría a buscarla, todas las tardes y la llevaría, de

- 82 -
regreso, hasta la puerta de su casa. Aun frente a la evidente ventaja de
este sistema, la mujer se mostró vacilante para aceptar.
Sin embargo, en el pueblo ya habían comenzado a rodar las
versiones. Había un boliche viejo, en donde se reunían a conversar y
jugar al truco o al billar los hombres. Era el principal centro
informativo de Susana. Allí fui, una tarde de sábado, con el afán de
averiguar algún dato que me orientara. No fue fácil. Si bien me
aceptaron enseguida, los chacareros tenían reticencia por temor a
hacer el ridículo ante mí. Me consideraban “un profesor”, y no querían
que los tomara por supersticiosos ignorantes.
Por fin, luego de que hubiéramos vaciado dos botellas de caña
“Legui”, uno de ellos se animó a hablar. Era un gringo como de
sesenta y cinco años, con los ojos azules pequeñitos y la piel
cuadriculada y roja de los piamonteses. Me contó una historia
descabellada.
Según ella, habitaban el lugar que me había tocado en suerte
criaturas antiquísimas, tal vez originadas con la misma tierra. Traía a
colación, para corroborar su tesis, la versión de su padre sobre un
extraño accidente que sufriera un amigo suyo, alrededor de 1924.
Ellos pertenecían a una de las primeras camadas de inmigrantes que
habían recibido parcelas cerca de allí. El muchacho, de unos veintidós
años, empezaba un noviazgo con la hija de otro inmigrante. Seducido
por la privacidad que ofrecía la arboleda que muy luego me
pertenecería, se habían dado cita con la chica allí. Eran cerca de las
seis de la tarde cuando llegó (él narraría eso después). Lo cierto es que
su noviecita no lo halló. Estuvo un rato llamándolo por su nombre, en
la creencia de que andaría por entre los árboles, pero el novio no
apareció. Molesta, regresó a su hogar. Pronto se trocaría su despecho
en aflicción, pues el joven realmente desapareció. No volvió a su casa
esa noche, ni al día siguiente. Cuando la ausencia se prolongó por dos
días, sus padres y un grupo de amigos fueron a denunciar el hecho al
destacamento policial. No eran gente dada a excesos ni aventuras y el
muchacho jamás se había ausentado antes sin avisar a sus padres. Se
investigó el raro asunto con cuidado; pero los esfuerzos policiales
fueron vanos. No pudieron encontrar al desaparecido. Desesperados,
los padres dieron parte a la Policía Federal. Enviaron entonces desde
Santa Fe a dos oficiales; pero obtuvieron el mismo resultado: ni
rastros del muchacho. Finalmente, no hubo más remedio que archivar
el caso.
Dos años después, hallaron un vagabundo con el pelo largo y
barba, en el camino que une Porteña con Brinkmann, y resultó ser el

- 83 -
muchacho. Divagaba, creyéndose un profeta. Comenzaba hablando de
un mundo surreal y armonioso, donde no existían límites materiales
entre los seres, para terminar vaticinando el fin calamitoso y próximo
de la civilización humana. Pese a que se negaba a reconocer
parentesco alguno con nadie, sus padres lo convencieron para que
aceptara recibir de ellos protección y alimento. Por espacio de seis
meses vivió bajo su techo. Fue en ese período que algunos colonos
sagaces consiguieron construir, hilvanando trozos de narración que
lograban arrancarle en el transcurso de agotadoras charlas, una síntesis
de su increíble aventura.
Todo había comenzado cuando, la tarde de su cita, se había sentido
atraído por una forma extraña y un sonido que descubriera entre las
frondas de un sauce. Tenía el aspecto de un descomunal huevo,
compuesto por niebla u otra substancia parecida, del cual emanaba un
sonido similar a un silbo. Se acercó, por averiguar lo que podía ser
aquello. Alcanzó a ver una especie de prolongación humosa, que se
adelantó con gran velocidad hacia él y luego perdió el conocimiento.
Cuando despertó nuevamente su conciencia, se halló en un escenario
insólito. Por todas partes flotaban formas, de diferentes tipos. Unas
hacían recordar a los relojes de arena, otras a perlas gigantescas, algas,
o los cristales del hielo. Se movían en el ámbito, que semejaba una
inmensa caverna, atravesándose mutuamente, como si no tuvieran
solidez. Los techos se componían de infinidad de minerales preciosos,
combinados en sus colores translúcidos cual si hubiesen sido ubicados
allí por una mano genial. Zafiro, heliotropo, lapislázuli, amatista y
sabzí se acumulaban en la bóveda, formando a trechos estalactitas de
plasticidad sublime, que a su mente sencilla trajeron reminiscencias de
ciertas esculturas modernas vistas en algún hebdomadario, durante su
adolescencia europea. De ese conjunto granado se desprendía una
luminosidad multicolor, que atravesando las formas, les infundía
matices bellísimos y tonalidades apasteladas, al tiempo que alumbraba
de un modo deleitable a todo el recinto. La lentitud flotante de las
formas transparentes, la estabilidad pétrea de las paredes, la bóveda
multicolor y una especie de incienso que transcurría en volutas,
perfumando el aire, dotaban al lugar de una extraña hermosura que
llenaba el corazón de paz. El joven no tuvo temor. Plácidamente, se
dejó arrullar por la tibieza del lugar, hasta que alguien le habló.
Se le explicó que se hallaba en un estado de vida parcial, limitada a
su conciencia. Con el objeto de traerlo, se había eliminado en los
músculos de su cuerpo todo reflejo y posibilidad de movimiento.
Hasta su corazón había sido llevado a la latencia. Esto no se debía a

- 84 -
algún tipo de desconfianza hacia él por parte de aquellos que le
hablaban -con lenguaje psíquico, no articulado-, sino a la necesidad de
preservar la delicadísima armonía del mundo en el cual había sido
internado. Allí los movimientos eran tan graduales, tan absolutamente
coordinados entre todos los elementos del conjunto, que los modos y
desplazamientos humanos (incluyendo la respiración y los latidos del
pulso) resultaban atrozmente perturbadores.
Se le dijo que permanecería allí por un período, en el cual
conocería los usos y costumbres de aquel mundo subterráneo y como
contrapartida, él mismo sería escrutado. Lo habían elegido, luego de
observarlo, por su sensibilidad y su carácter representativo del
estamento social al que pertenecía. No debía preocuparse por narrar
nada, aun en el caso de que por simpatía -como constataban-quisiera
aportar datos, sino sólo en aprehender todo lo que se le mostraría.
Ellos, por su parte, se encargarían de averiguar de su memoria lo que
les interesara, sin que él siquiera lo sintiese.
Se abrió ante él un universo de conocimientos gratos y edificantes.
Se enteró allí que aquellos que le hablaban pertenecían a los orígenes
del planeta mismo y eran más antiguos que las formaciones azoicas.
Habían sido una especie de seres que poblara la tierra cuando era un
caos informe, y habían tenido envidiable cercanía, en los principios,
con el Aliento Animador, que en su bondad llegó a cernirse sobre la
faz de las aguas.
Cuando llegó a ser creado el hombre, en un comienzo convivieron,
de la misma manera en que esta especie nueva convivía con
gliptodontes y megaterios. Pero una raza feroz -el homo sapiens-
empezó a proliferar, e implacablemente prevaleció, más y más, sobre
todo lo viviente. Los animales más sensibles y los mismos seres que
habían nacido con la tierra, no tuvieron otra alternativa que ceder
terreno ante el empuje asesino. En el caso de los animales, fueron
desapareciendo paulatinamente, por inadaptabilidad. Los seres,
debieron abandonar la superficie de la tierra.
Hasta hacía pocos siglos habían existido algunas excepciones. Tal
era el caso de las regiones habitadas por ciertos aborígenes -huasanes,
quichés, en América, bosquimanos en Africa, pandavas en Asia-, que
conservaban en sus vidas parte del equilibrio original. Pero los
conquistadores sajones, godos, germanos y belgas habían borrado de
la faz de la tierra toda región habitable. El mundo se había convertido
en lo que era hoy: una superficie vital sojuzgada por una gran banda
de aventureros rapaces, que la estaban llevando fatalmente a la
destrucción.

- 85 -
Desde entonces, los seres se habían replegado hacia las
profundidades del planeta. Habitaban cavernas inaccesibles, cerca del
núcleo ígneo. Allí existían en equilibrio absoluto, sin contradicciones
entre ellos ni con el entorno. Aspiraban a regresar alguna vez a la
superficie: con ese objeto mantenían zonas aun bajo su dominio, pese
al esfuerzo y desgaste que para ellos significaba. Una de esas era la
que me había tocado habitar.
Aquellos seres se sentían preocupados por el porvenir de la tierra y
hasta de la galaxia. La civilización conquistadora había avanzado
hasta un punto antaño inimaginable. Pronto empezarían a apoderarse
de mundos en los cuales aún existían los signos de la primigenia
armonía universal. Y lo peor, era que se disputarían el terreno a sangre
y fuego. Después de siglos de observación y reflexión, los seres
habían determinado que la única forma de parar a los humanos era
desde adentro de ellos mismos. No eran capaces de destrucción, por
naturaleza y psychè, así que la hipótesis de la reconquista estaba para
ellos, desde el vamos, descartada.
Pero había existido en los inicios una raza de hombres, que por su
constitución cerebral fuera sensitiva, no violenta y dotada de una
percepción holística. Habían sido destruidos, o incorporados a través
de la cruza, por el homo sapiens. Mas sus genes habían sobrevivido a
las infinitas mezclas, perdurando en la conformación psíquica de miles
de individuos contemporáneos. Sus signos podían reconocerse en una
tendencia irrefrenable hacia el arte, la melancolía y los goces del
espíritu. A causa de esto, eran con frecuencia llamados “locos” o
“irresponsables”, por quienes los rodeaban. Hacia ellos se dirigía,
entonces, la acción persuasiva de los seres . Como no podían
permanecer demasiado tiempo entre los humanos -la inmunidad que
habían logrado a sus armas tras larguísimas ejercitaciones tenía una
duración limitada-decidieron “invitar” a los elegidos a conocer su
mundo. Tal sentido tenían entonces las desapariciones transitorias de
hombres y mujeres. Descontaban que conociendo su armonía y
evolución, al volver a la sociedad humana, los visitantes se
convertirían en eficaces propagandistas, contra la prosecución del
racionalismo conquistador.
Esto fue lo que narró el muchacho, quien, luego de medio año,
volvió a desaparecer, esta vez para siempre. Sus padres pensaron que
se había vuelto demente y lo habían llevado unos cirqueros
trashumantes que pasaron por allí, para aprovechar comercialmente
sus delirios. Lo lloraron como muerto.

- 86 -
La historia me dejó pensativo. Era demasiado sutil como para haber
sido inventada por esas mentes poco habituadas al razonamiento
científico. Las referencias al período azoico de la evolución geológica
y a los animales antediluvianos -que habían sido mencionados por sus
nombres-, así como a los aborígenes de Africa, América y Asia,
denotaban un manejo de cierta terminología por lo común inaccesible
o de escaso interés por el medio en que vivíamos. Era improbable, por
otra parte, que aquel granjero hubiera leído las obras de aquel
científico de la NASA que sostiene, respecto del pitecantrophus, una
tesis bastante similar a la adjudicada en el relato a los seres
subterráneos. Para salir de la duda, le pregunté si leía muchos libros.
Me contestó que no conocía eso, pues apenas había aprendido a leer,
de grande, unas cuantas palabras, que usaba únicamente para que no lo
estafaran en la venta de sus cosechas.
Me retiré del boliche muy tarde, con la cabeza llena de
especulaciones.
El relato había incentivado extraordinariamente mi imaginación.
Ya no pude dormir aquella noche.

Me quedaron una serie de interrogantes que a mi juicio ofrecían


resultados contradictorios. Pese a lo descabellado del asunto, no
dejaba de tener un presupuesto ideológico sorprendentemente
persuasivo. Compartía totalmente la idea de que la civilización
humana -especialmente en sus últimos tramos-había utilizado una gran
carga de violencia en todos sus avances (en el sentido de dominar a la
naturaleza). Precisamente nuestro mencionado trabajo sobre la
entropía, trataba de aportar información que concurriera al
aprovechamiento de los procesos naturales de transformación y
producción energética, desechando paulatinamente los métodos
tradicionales, como la extracción de minerales perecederos, o la
arcaica modificación, a fuerza de dinamita, de los cauces de los ríos.
En este sentido coincidía plenamente con aquellos seres: debíamos
buscar un estado de armonía dinámica, entre la acrecida humanidad y
el medio que le servía de base. O terminaríamos destruyéndolo y
destruyéndonos a nosotros mismos, en corto plazo.
Pero, ¿por qué, de ser sus objetivos nobles, no tomaban contacto
con nosotros de un modo más directo? Había hombres de ciencia,
periodistas, escritores, directores de cine, de elevado nivel y
sensibilidad, a través de quienes ellos podrían haber iniciado una

- 87 -
verdadera campaña mundial de comprensión mutua. Personalmente,
sin ser una lumbrera, me consideraba capaz de sostener un diálogo de
ese tipo. Mas si su método sería el secuestrarme, sin la intervención de
mi voluntad, haría cuanto estuviera a mi alcance por evitarlo. La
manera que usaban ellos de conocernos era ya, en sí, una forma de
violencia. Independientemente de lo dudoso de su selección (el único
caso conocido por mí era el de un simple chacarero), había una
contradicción esencial entre su prédica de paz y su sistema de
secuestrar y reducir a la muerte cinética a la gente.
Por otra parte, si su problema era la civilización creada por los
humanos, ¿para qué secuestraban animales? Se podía alegar a su favor
que éstos pertenecían también al orden establecido por los hombres y
por lo tanto poseían o habían adquirido en sí características que los
hacían partícipes de la carga de violencia inmanente a la sociedad. A
mí no me parecía demasiado sólido este argumento.
Lejos de tranquilizarnos, la historia escuchada en aquel boliche -
que enseguida repetí ante mi hermano y su esposa-tiñó de mayor
tenebrosidad a todo este asunto. Nos pareció que estábamos ante
fuerzas o seres de un poder terrible. Fuerzas que no vacilaban en
convertir a un joven y saludable ser humano en un loco, no podían ser
beneficiosas. Al menos, no para nosotros.

Esta impresión se acentuó cuando fui a visitar al viejo que me


vendiera la finca. Había desaparecido de una manera harto extraña.
Me habían dicho -repitiendo rumores populares-que aquel viejo
habría mantenido relaciones cordiales con los seres. Ello explicaría su
permanencia en el campo durante tan largo tiempo, sin que jamás
manifestara haber tenido problemas. Las versiones sostenían que el
matrimonio integraba el selecto grupo de humanos a quienes se
permitía ir y volver a aquel mundo subterráneo sin inconvenientes.
Pero estas versiones rozaban el plano de la ficción cuando se
atrevían a afirmar que sus dos hijos -varón y mujer-habían sido el
producto de un concertado experimento. Este consistiría en la
fecundación -utilizando la inoculación de genes extrahumanos en los
testículos del hombre-de una raza mixta. Era la única forma que
aquellos seres habían hallado para posibilitar la convivencia entre los
individuos de la especie humana con los de las profundidades. La
prueba de ello -de la mixtura biológica de los hijos del viejo-, la
prueba sería que, al llegar a cierta edad de su adolescencia, ambos se

- 88 -
fueron, para no volver jamás. Eran patrañas, según los pobladores,
aquello de sus estudios en la ciudad. Si así fuera, ¿por qué no se los
había visto aparecer, ni los fines de semana -como habitualmente
hacían los estudiantes-, ni en las vacaciones, siquiera para saludar a
sus padres y verlos por unos días? Iba decidido a introducir estas
preguntas en la conversación con el viejo, bien que con el tacto
necesario como para evitar indisponerlo en mi contra. Aunque ello me
representara perder toda la mañana.
Pero al llegar a la vivienda encalada me encontré con una escena
que me sobrecogió. La puerta estaba abierta. No se oía ningún ruido,
más que un suave silbido como el del agua al hervir. Después de
golpear las manos por cuatro veces me decidí a entrar. No había nadie.
La cocina, limpia, ostentaba ese moderado desorden común en los
lugares habitados hasta recién. Las ventanas estaban abiertas, con sus
persianas trabadas con un taco de madera en las bases y el aire tenía
olor a hojas de eucaliptus. Dos de las cuatro sillas de algarrobo
formaban ángulos diedros con la mesa; sobre ella había un bastidor
circular de madera cubierta por una tela bordada a medias y un
ejemplar dominical de “La Voz de San Justo”, abierto en la página de
los clasificados. Allí habían estado los ancianos hacía poco. Era
evidente. Sobre la hornalla encendida, una cafetera se sacudía echando
por el pico una nube de vapor. Levanté la tapa: contenía una infusión
que no reconocí. De allí provenía el chillido. Apagué el fuego de gas,
para preservar el contenido de la cafetera. Sin duda se habían olvidado
de hacerlo al salir. Ello mismo determinaba -según mi criterio-que no
habían ido lejos. Convencido de ésto, me senté a esperarlos.
A poco de hacerlo, comenzó a sucederme algo curioso. Me empecé
a sentir incómodo y embargó mi ánimo un creciente sentimiento de
temor. El silencio era tan total, que una suave brisa levantándose del
noroeste produjo, al agitar la hoja de la persiana, un sonido chirriante,
que se me antojó fuerte en exceso y me resultó intolerable. Descubrí
un olor desconocido, acre, que no era el de la infusión en la cafetera;
ello adquirió para mí un sentido ominoso cuando pensé que las hojas
de eucaliptus podrían haber sido quemadas para ocultarlo. De todo el
ambiente parecía emanar la sugestión de un peligro oculto, una
energía adversa, que se escondía entre los objetos. Daba la impresión
de que su mismo orden, al parecer casual, había sido organizado para
acechar a un posible intruso. Había algo de agresivo en los planos
tangentes a las sillas, los trastos del aparador, la sartén y los demás
objetos, al punto de figurárseme al observarlos una inanimada

- 89 -
formación de combate, que orientara sus aristas más agudas hacia el
lugar elegido por mí para sentarme. Molesto, me levanté.
Entonces noté algo, que me llevó a huir con presteza de allí. No
estaban presentes en ese lugar ninguno de los ruidos habituales en una
casa de campo. No se oían cantos de pájaros, hozar de chanchos,
aletear de abejas en el aire. Los perros no habían venido a ladrarme.
Salí a la puerta y el sol de la mañana iluminó ante mí un paisaje
inmóvil. Miré el corral de los chanchos: vacío. Los perros estaban, con
seguridad, ausentes. No había un solo pájaro en los árboles, que se
erguían en mi derredor como gigantes congelados. Hasta sus
tonalidades habían adquirido algo de ultraterrenal.
Me fui de allí lo más rápido que pude. Aquello estaba muerto...
pero con una muerte más honda que la de los mortales.
Denuncié el hecho a la policía. Al día siguiente, cuando concurrí a
declarar, me enteré de que en toda la región no se habían hallado
rastros de los ancianos.

Casi no hace falta decir que todos quienes habitábamos la finca


entramos en un estado de ánimo angustioso. Yo y mi hermano
pedimos licencia en la universidad, para tratar de hallar un plan de
acción apropiado. Mi cuñada dejó totalmente su trabajo de
computación. No podía concentrarse. Además, ahora debía hacer la
comida, pues la cocinera renunció. No habíamos podido convencerla
para que siguiera trabajando, aunque la fuésemos a buscar todos los
días hasta su casa. Por más que pusimos avisos en todos los lugares
visibles del pueblo, nadie se presentó a cubrir su puesto.
El peón nos siguió siendo fiel, pese a que su esposa pugnaba por
disuadirlo de continuar habitando allí.
Hasta que sucedió el terrible hecho con que culminó esta situación,
del cual guardo un recuerdo morboso y una sensación de culpabilidad
atroz, que aun hoy me atormenta.
Las formas no habían aparecido, por espacio de unos dos meses.
Con el optimismo interesado de quien desea un cierto curso en los
sucesos, trataba de convencer a todos -empezando por mí mismo-de
que los extraños globos de niebla con forma oval no iban a regresar.
Pero la realidad se aprestaba a propinarme una tremenda bofetada.

- 90 -
Fue en una mañana hermosa de la estación primaveral. Me
encontraba leyendo el diario, cuando escuché un alarido de mujer.
Salí, dejando todo, y me precipité hacia el lugar de donde provenía el
alarido. Era en la casa de Manuel; la que gritaba era su mujer. Miré
hacia el árbol -aquel bello sauce que se elevaba junto a la casa con
techo de chapa... allí estaba. Como un zeppelin fantasmal, el huevo de
niebla flotaba, con reflejos azulados bajo el sol, entre las alargadas
hojas. La mujer, en la ventana, parecía paralizada por el horror. A la
sombra del árbol, justamente bajo la forma de niebla, jugaba su
pequeño hijo. A partir de allí todo sucedió como en un quinetoscopio
cuya manivela fuese movida a gran velocidad. Mientras la mujer
atinaba sólo a gritar, apareció Manuel corriendo, desde la puerta de la
casa; en ese momento, la prolongación fatídica partió, con gran
velocidad, desde la forma hacia el niño; con un salto increíble, una
décima de segundo antes de que lo alcanzara, Manuel se echó sobre su
hijo y lo cubrió con su cuerpo.
Pero desaparecieron los dos, devorados por el pseudópodo
succionante. No supimos qué hacer. La forma, como un monstruoso
animal de presa satisfecho, empezó a abandonar lentamente el árbol y
a alejarse. Mi hermano que había venido con la escopeta no se animó
a disparar, por miedo a herir a Manuel y a su hijo, si estaban adentro.
Finalmente lo hizo; pero aquel ser perverso ya estaba lejos,
confundiéndose con las lejanas nubes y el aire rosado del horizonte.
Debimos llevar a la mujer al hospital de urgencia, pues se había
quedado muda, crispada por un colapso nervioso que le impedía
cualquier movimiento autónomo.
Nunca olvidaré el llanto y los insultos de aquella madre -los
soporté sin una palabra-cuando volvió en sí. Creo que después tuvo
que ser internada en un hospital psiquiátrico. No hubiera resistido el
volver a verla; por eso, encargué a un amigo entrañable ocuparse de
ella, para lo cual yo le asignaría una suma, con regularidad. Le pedí
también que no me contara nada de la pobre mujer, hasta que yo se lo
pidiera. No me he atrevido aún a hacerlo.

10

Hasta aquí la narración de los sucesos que desbarataron la


apacibilidad de nuestras vidas. He eludido por algún tiempo la
divulgación de ésto, por el temor a que me tomaran por loco. Pero es
una carga que ya no soporto. Consideraría de un irresponsable

- 91 -
egoísmo el no intentar, al menos, advertir sobre el peligro que entraña
aquel lugar.
Nosotros ya lo hemos abandonado, pero es posible que en cualquier
momento alguien se sienta tentado a ocupar las instalaciones y
viviendas, aunque nos neguemos a transferirlas. Lo hemos conversado
muy bien con mi cuñada y mi hermano, luego de lo cual, desafiando
todo escrúpulo, decidimos publicar, en todos los diarios importantes
del país, el siguiente aviso:

Peligro

Si usted acierta a pasar por una propiedad arbolada y de No sé


buen aspecto, situada en la localidad de Susana, provincia si ésto
de Santa Fe, a un kilómetro y medio del “Bar y billares Don tendrá
Casimiro”, entre las fincas de las familias Amanttini y algún
Buriotto, por favor: NO ENTRE. efecto. La
Allí existe un peligro latente, que produjo la gente de
desaparición de animales y personas. Si pese a nuestras hoy en
advertencias, alguien sufre un accidente en ese predio, día -
queremos dejar en claro que será únicamente por su propia incluyénd
responsabilidad.
onos,
Los propietarios hasta que
nos
ocurrió
todo lo
narrado-tiene tendencia a ser escéptica sobre este tipo de historias.
Pero al menos creo que servirá para tranquilizar, un poco, nuestro
sentido ético.

- 92 -
El día potencial

El hombre abrió la puerta de su casa y salió a la niebla de la calle.


Pensó: "qué pesada está hoy la neblina". Los edificios y la vereda
parecían flotar. A esa hora ya había mucho movimiento, de gente que
iba y venía, de camiones, taxis y colectivos. Eran las ocho y media.
A dos cuadras, cerca de la esquina, había un prostíbulo. Pensó en la
ironía de aquellas muchachas, "trabajando" a plena luz, allí. Enfrente,
plazoleta de por medio, había un jardín de infantes. Y entre ambos, al
borde de la plazoleta, una parada de colectivos, donde esforzadas
amas de casa esperaban con sus bolsas sobreorladas por los vegetales,
mirando trabajar a las yiritas.
La niebla ocultaba a medias los objetos, como en un sueño. De
lejos vio la miniminifalda roja de una de las chicas, asomando. Su
compañera permanecía semioculta; se veían las dos cabelleras rubias,
a diferente altura, sacudiéndose con los movimientos pásmicos de las
mujeres. Aun sin verla del todo reconoció a la de minifalda roja. Era
una muchacha muy joven, alta, bonita, de piernas perfectas: digna de
figurar entre las gatitas de Porcel. El hombre se dijo que algún día
hasta podría ser capaz de inducirlo a entrar; era bonita de veras. Se
preparó, con una sonrisa interior, a recibir las cotidianas invitaciones
de las chicas.
-Buen día-, las saludó.
-Buen día tesoro- contestó la más bajita.
-¡Papá!... ­¡Vení!... ­No seas malito!... ­¡Vení, vení, que te como
entero, papito!... -exclamó con chasqueante susurro la gatita que a él
le gustaba.
Se sintió halagado por aquel tratamiento, declinando pensar que era
el habitual, por parte de las muchachas, hacia todo transeúnte varón.
Entonces fue que sucedió el primer fenómeno. Cuando iba a posar de
nuevo sus ojos en las piernas perfectas, las dos muchachas
desaparecieron. Con un "flop", como cuando se desinfla un globo,
todo el edificio del prostíbulo desapareció.
El hombre se detuvo alelado. Atinó a estirar la mano, para probar si
era cierto aquello. No pudo palpar nada. En el espacio que antes
ocupaban el flaco edificio de dos plantas y las chicas, ahora se había
formado un vacío oscuro, inundado de niebla.
-Estaré soñando…- pensó el hombre. Y miró hacia el frente,
asumiendo un instante el aspecto de quien pide ayuda. Mucha gente

- 93 -
esperaba el colectivo. Un grupo de niños jugaban con su maestra, en la
plaza. Al parecer nadie había visto lo que sucediera. El mundo estaba
en orden; con excepción del prostíbulo y las chicas, todo seguía en su
lugar.
Decidió seguir caminando por la vereda neblinosa. La palma de su
mano, apretando con exceso la manija del portafolios, empezó a
humedecerse. Le dieron ganas de fumar. Tentó en el bolsillo de su
saco una forma rectangular; la extrajo. No. Era el portadocumentos.
¿No había puesto los cigarrillos en el bolsillo antes de salir? Miró
mecánicamente la foto polaroid:

Nombre: Alberto Uno.


Fecha de nacimiento: 19/09/49.

“Nueve, nueve, nueve. Tres veces tres, por tres”, pensó.


“Veintisiete. Otra vez nueve.” Ah. Ahí estaba el quiosco del gringo
Pistarini. Se acercó a comprar cigarrillos. El gringo leía el diario.
-¿Cómo le va, profesor? –dijo.
-Bien, ¿y a usted? Demé un Parisién.
-¿Vio lo del crimen de La Calera? ¿Sabe quién había sido? ¿Se
acuerda del muchachito ese tan elegante, de aquí a la vuelta, el que
vivía sobre Lavalleja? –le comentó sin pausa el gringo, ansioso por
compartir la noticia. Alberto Uno se interesó.
-¿Cuál, el buenmocito ese? –averiguó, mientras quitaba la cintita al
paquete.
-¡Ese, ese! ¿Se acuerda que todo el mundo decía, qué buen
muchacho, tan educado, los padres deben estar orgullosos, trabajaba y
estudiaba abog…
Alberto Uno levantó los ojos, sorprendido por la interrupción. No
estaba. El gringo no estaba. ¿Cómo podía ser? Metió la cabeza dentro
del local, tratando de no aplastar con el pecho las cajas de caramelos y
pastillas, pero no. Verdaderamente no estaba. Le volvió a la mente lo
de las prostitutas. ¿Qué estaba pasando? Olvidándose de fumar,
decidió seguir caminando, aunque con paso lento. Guardó el paquete
en el bolsillo del saco.
La calle Rodríguez Peña se poblaba de gente que iba y venía. Era
una linda mañana. El sol destellaba, alto ya… pero esa niebla… Era
extraño que a esa hora se mantuviera. Se solazó mirando a la gente
presurosa, en la acera de enfrente, por entre el tránsito veloz de doble
mano. Una muchacha con falda marrón y medias amarillas. Un viejo
flaco, de chistera y flor en el ojal… ¡qué personaje!… Un… ¿qué

- 94 -
pasa?… otro desaparecido… El gordo monumental, que caminaba
haciendo a la gente abrirse a su paso como las olas de un acorazado…
no estaba. Pero si él lo venía mirando. ¿Y qué sucedía, que la gente no
decía nada, nadie ni se mosqueaba? Se detuvo un momento y se tocó
la cabeza. Dura de gomina. “Qué carajo pasa”, pensó. “Me estoy
tarando yo, o qué. Aquí está pasando algo. No me falla la vista,
porque a la casa de las yiras la quise tocar, y no había nada.”
Siguió caminando, cada vez con menos velocidad. ¿Qué haría?
¿Iría a trabajar o se volvería a su casa? Se hacía tarde. A las nueve
y diez tenía la primera hora. Las cosas estaban desapareciendo. Tenía
miedo. ¿Y si desaparecía el suelo bajo sus pies? ¿Adónde caería? No,
no podía ser. Algo estaba fallando en su mente. Mucho trabajo. Mucha
lectura. Pero el argumento le pareció ficticio. Él no trabajaba en
exceso. Y lo único que leía aparte de textos resumidos sobre su
materia eran historietas. Eso podía ser. El Eternauta. Había leído hacía
poco, dos veces, el libro completo de El Eternauta. Solano López,
Héctor G. Oesterheld. Pero, ¿podía haber influido tanto en su
mente?… Decidió seguir caminando. Era obstinado. Como cualquiera.
Es más fácil ser obstinado que no serlo, pensó. Y vio que desaparecía
un auto, y otro, pero siguió. Como los perros alemanes a los que
ponían una granada al cuello y se iban hacia los tanques, pensó.
De repente apareció ante sus ojos la magnífica vista del puente
Avellaneda. Anchísimo sobre el río, gente que iba, gente que venía,
autos; un mundo bullendo sobre el puente. Dos Córdobas, una de
aquel lado, otra, más provinciana, para éste lado del puente, pensó…
qué raro…
En ese momento desapareció el puente. Enterito, como si se lo
hubiera engullido el aire. No lo podía creer. Superado su temor por la
curiosidad, caminó más rápido, para ver qué había sucedido. Llegó al
borde mismo del vacío, adonde había estado el puente antes, y nada.
Se agachó y tocó… no había nada. Pero la gente iba y venía, por el
vacío, y los autos. Pasó a su lado un muchacho en bicicleta; lo más
campante, siguió por sobre el vacío, sin caerse en absoluto.
Acompañándolo con la vista lo vio empequeñecerse hasta llegar al
otro lado, doblar a la derecha y perderse en la ciudad.
Como un conejo hipnotizado por la serpiente se dispuso a probar
consigo mismo aquel portento. Acercó un pie al hueco; luego otro… y
se cayó al abismo. Milagrosamente, logró aferrarse con los dos brazos
al borde del pavimento, su mano izquierda se atenazó al pie metálico
de la baranda... Dos hombres y una señora lo auxiliaron presurosos.
Pronto se formó un nutrido grupo a su alrededor. Lo ayudaron a

- 95 -
levantarse, la señora le limpiaba el saco con la mano, un hombre decía
“no se amontonen, por favor, aire, aire”, otro decía: “a ver, paren un
auto”, una mujer elegante le preguntó: “¿Se siente bien, señor?
¿Quiere que lo llevemos al hospital?” “Es un desmayo nomás, ya le
pasó”, decía otro. Lo miraban con curiosidad.
-Diganmé, ¿ustedes no ven nada?… en el puente… -exclamó
Alberto Uno, pero algo que percibió en los ojos que le observaban le
aconsejó no seguir en esa cuerda. En el acto cambió de discurso: -Me
pasa con frecuencia últimamente… -dijo-. Mucho trabajo… Me
agarró un mareo, veía todo borroso…-. Por suerte, las miradas se
tornaron comprensivas.
-¿Quiere que lo acerquemos hasta su casa? –preguntó la señora
elegante.
-¡Gracias, gracias! –replicó Uno-. ¡Ustedes son tan amables!
¡Les agradezco mucho pero volveré caminando, vivo aquí, a tres
cuadras! ¡Gracias!
Caminó presuroso sin mirar a los costados, sin hacer caso a los
vacíos cada vez más numerosos que advertía a su paso. Al fin, llegó
hasta la puerta de su hogar. Abrió, se dirigió directamente a la
habitación. Allí estaba Elena, durmiendo aún sobre la cama ancha.
Menos mal. El camisón se le había levantado casi hasta la cintura, su
pierna derecha formaba una gloriosa “V”, con el flanco interno del pie
afirmado sobre la rodilla izquierda. Sin proponérselo, se encontró
adelantando la mano. Bruscamente se detuvo. Tuvo miedo de que ella
también desapareciera. Entonces, vestido como estaba, se acostó sin
tocarla, a su lado, y puso el portafolios sobre las piernas.
Durmió cinco minutos. Se despertó sobresaltado, pero Elena seguía
allí. Apenas había modificado en unos grados el escaleno curvilíneo
que formaba con sus piernas. En ese momento él se movió. Elena se
dio vuelta, y lo miró.
-¿Qué te pasa, loquito? –le preguntó. Los ojos le brillaban, con
sorna. Alberto acercó una mano temblorosa, y luego de una larga
vacilación, le aferró un pecho. Elena se rió a carcajadas.

El joven físico Gustavo Carré vino a confirmar, con la narración


que le hizo su amigo Alberto Uno, cierta presunción teórica sobre la
cual venía trabajando desde hacía rato. Es la siguiente:
Los objetos y los seres se desenvuelven en dos planos de
existencia, complementarios pero impercibidos hasta el momento por
la razón. Estos son, a saber, los de la materia potencial y de la materia

- 96 -
en acción. Para comprensión de Alberto, que era un lego en asuntos de
física, le explicó que ambos planos formaban una entelequia, algo
comparable a la cinta sin fin que suele ponerse a los contestadores de
teléfonos, y también, en cierto modo, a la de Moebius. 1
En el plano de la materia potencial se desarrollaban los sucesos de
seres y objetos en proceso de energizarse para la acción, es decir,
aquellos que iban a suceder, pero no sucedían aún, más que en
carácter de ensayos perfectibles. Así, aquellos sucesos podían
repetirse una y otra vez, hasta que la carga de energía potencial los
capacitase para atravesar el límite sutil que los separaba de la
accionalidad (lo que nosotros llamamos comunmente realidad).
La dimensión del segundo plano, la materia en acción, no necesita
de explicaciones, pues se trata del que percibimos cotidianamente con
nuestros sentidos.
Volviendo al anterior, al de la materia potencial, Gustavo le dijo
que una de las líneas del pensamiento humano se desenvuelve de
modo asintótico2 con él. Es la de los proyectos, o de la prospección.
Cuando nosotros desde la cama, antes de comenzar el día,
programamos las actividades que vamos a desarrollar -dijo Gustavo
Carré- estamos realizando, sin tener consciencia de ello, una especie
de mayéutica entre nuestro pensamiento y la dimensión de la materia
potencial.
El día de aquellos sucesos, por una situación extraordinaria –
aunque ninguna realmente lo es, según Gustavo, ya que somos un
concierto organizado hasta lo infinitesimal por el Gran Cerebro del
Universo- tuvo lugar un entrecruzamiento de los dos planos. Por una
discronía de los elementos, Alberto Uno había atravesado la frontera
de otra dimensión, al poner el pie fuera del umbral de su casa. Y se
había convertido, impensadamente, en el privilegiado testigo de una
realidad que ya acariciaban con la imaginación los científicos más
avanzados del mundo –sin atreverse a hacerla pública todavía. Quizás
tal transvasamiento se hubiera dado por estar aún Alberto, en ese
instante, psicológicamente ubicado en el terreno del sueño, donde es
posible que se de un mayor acercamiento a esa realidad potencial…

1
Torciendo una superfice plana, una cinta de papel por ejemplo, originalmente de
dos lados, y pegando sus extremos se puede lograr una cinta continua, de un solo
lado.
2
Asíntota. Línea matemática que se aproxima constantemente a una curva, pero sin
encontrarla en una distancia finita.

- 97 -
-Quizás –dijo dubitativamente Gustavo Carré-. Ahora, nos tocará a
ambos el azaroso papel de Galileos. Por suerte, no existe ya el
Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición.
-No –dijo Alberto Uno, en el mismo tono-. Pero existe el Borda3.

Fernández, Argentina, febrero de 1987.

3
Hospital psiquiátrico de Buenos Aires, Argentina.

- 98 -

You might also like