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CARLOS R AÚL
HERNÁNDEZ
Arte, cultura,
libertad,
comunicación
y poder
HUMÁNITAS. Portal temático en Humanidades
RESUMEN
CARLOS RAÚL HERNÁNDEZ
Arte, cultura, libertad, comunicación y poder
Las relaciones entre arte, política, poder, libertad, propaganda y publicidad, han
sido y son temas de controversia y examen, tanto para la sociología del arte, como
para la estética, el marketing e incluso la comunicación, particularmente en medio
de las grandes diferencias conceptuales que se agitan en esa articulación entre
posmodernidad, pluralismo y diferencialismo, con arcaísmo, que vive la cultura.
Intentaremos razonar que el recelo por las bellas artes, la «cultura burguesa», los
«creadores elitescos», las «artes al servicio de grupos privilegiados» como
opuestos a la cultura popular o proletaria, obedecen a una torcida visión del mundo
Descriptores: Creación artística / Propaganda /Política
ABSTRACT
The relationship between art, politics, power, freedom, and advertising/publicity
has been, and will continue to be, one of controversy and exploration as far as the
sociology and the aesthetics of art are concerned, together with its marketing and
communication, especially in the midst of the great conceptual differences of this
strange articulation between postmodernism, pluralism and differentialism, put
together with the archaism that culture is experiencing. We will try to rationalize that
the misgivings about the arts, the «culture of the bourgeoisie», the «elitesque
creators», the «arts at the disposal of the privileged», as opposed to popular or
proletarian culture, are a product of a twisted vision of the world.
Descriptors: Artistic creation / Propagande / Politics
RÉSUMÉ
Les rapports entre l’art, la politique, le pouvoir, la liberté, la propagande et la
publicité ont été, et continuent à être, un sujet de controverse et d’analyse, aussi
bien pour la sociologie de l’art que pour l’esthétique, le marketing et même la
communication, notamment dans l’ambiance de grandes différences conceptuelles
qui se débattent dans cette étrange articulation entre post-modernité, pluralisme,
différencialisme, et archaìsme qu’expèrimente la culture. Nous essaierons de
raisonner que la méfiance à l’égard des beaux-arts, de la «culture bourgeoise», des
«créateurs élitistes», des «arts au service des groupes privilégies», en tant
qu’opposés à la culture populaire ou prolétaire, obéit à une vision dénaturés du
monde.
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arte popular.
A partir de la Revolución Francesa este debate toma nuevas características y
se inicia otro contexto. Entre los grandes inspiradores filosóficos de la Revolución,
Denis Diderot y J.J. Rousseau plantearon en términos doctrinales un deber ser para
la creación y hacían inferencias de carácter ético. El primero en su célebre artículo
sobre la voz «Arte» en la Enciclopedia y el segundo en su obra Discurso sobre
las ciencias y las artes. A diferencia de Hume y Voltaire, para quienes las grandes
etapas de esplendor cultural coincidían con las de riqueza, avance económico y
sensualismo, permisividad en las costumbres para la sociedad, cultivados por los
grupos de poder, para Rousseau las artes «perfeccionadas» emanaban del pueblo,
mientras las otras, a las que llamaba «vanidades», eran síntoma de la perversión de
grupos decadentes y deleznables. El «buen arte» era y debía ser el popular, las
artesanías y el producto de los oficios que hacían los pobres en medio de su
sencillez. Para él existen unas necesidades primarias: comer, reproducirse,
protegerse de la intemperie, y otras creadas por la perturbadora civilización, falsas,
promovidas por la «vanidad» y el egoísmo. Lo evidente es que mientras las
necesidades básicas nos asimilan a las bestias y son inseparables de la criatura
humana en tanto animal, las «vanidades», como la música, la poesía, la pintura, la
escultura y la arquitectura, son las que se derivan de nuestra condición espiritual
y moral. Podríamos vivir sin literatura, cine, pintura o escultura, aire acondicionado,
automóviles ni aviones. Podríamos viajar en mula y habitar cuevas sin acueductos,
ni fragancias, pero eso, en vez de acercarnos a una condición moral superior, nos
haría regresar a las miserias de la villa medieval o la condición infrahumana de las
aglomeraciones urbanas previas a la Revolución Industrial, que describe Patrick
Süskind en El perfume. Es asombroso cómo estos razonamientos se repiten aún
entre nosotros.
Pese a que la sociedad posmoderna es el marco de una libertad individual y de
creación prácticamente ilimitadas, todavía hoy reaparecen las viejas tendencias
autoritarias, aunque con nuevas formas (Ramonet, 1997; Baudrillard, 1996) y
racionalizaciones más «elaboradas». Por otro lado se cuestionan los límites de lo
que son o deben ser de las relaciones entre arte y lo que toca aspectos como belleza,
política, globalización, publicidad, propaganda y varias otras. A la equivocidad
intrínseca del tema, contribuyó el rechazo crónico a los medios modernos de
comunicación proveniente de determinados sectores intelectuales y académicos,
por considerárseles formas de manipulación, engaño, creación de «falsas nece-
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que el arte tiene «un deliberado fin utilitario; no la utilidad de una casta pre-
dominante, sino la utilidad general de la nación» (Gowans, 1993:26). Después de la
Revolución, en 1793, funda la Sociedad Popular y Republicana de las Artes y el año
siguiente el Club Revolucionario de las Artes. Su objetivo estético y político era
juntar el espíritu impugnador de la izquierda revolucionaria con el élan artístico para
crear un arte al servicio de la revolución que contribuyera a esclarecer y difundir
sus ideas. La suya fue la versión oficial del arte francés durante la etapa del Terror.
David evidenció su compromiso político convirtiéndose él mismo en importante
delator y espía de la policía revolucionaria.
En el seno de los movimientos radicales que afloraron después de las Guerras
Napoleónicas en Europa continental, el debate sobre la función social del arte y los
artistas fue muy rico y sus definiciones estuvieron en torno al tema del arte por el
arte y su contrario, el realismo, divididos entre partidarios y opositores. El arte por
el arte y la bohemia son posiciones expuestas por un grupo de románticos, entre
ellos Théophile Gautier y Alfred de Vigny, que consideraban al artista como un ser
privilegiado, un visionario, capaz de sentir y transmitir emociones únicas y cuya
grandeza estaba en dar rienda suelta a su pasión e imaginación. La obra de un
creador debía estar dirigida a las necesidades espirituales de élites sensibles, que
pudieran comprender y disfrutar su belleza. Gautier escribió un opúsculo
doctrinario sobre el arte que fue el prefacio de la novela Mademoiselle de Maupin
–considerada la primera expresión literaria atenida al patrón del arte por el arte–
, donde explicaba sus ideas estético-políticas, pero es en su conocido El arte
moderno (1856) donde habla de «arte por el arte», término creado por el filósofo
Benjamín Constant. El arte por el arte, como concepción, se asimila con la más
absoluta libertad a la idea de que el creador sólo debe rendir cuentas a la belleza,
lo cual no obsta para que éste, si así lo quiere, realice una crítica implacable de la
realidad social o política. La obra de arte es rebelión interna de un iluminado contra
todo, incluso la naturaleza, y puede decir y hacer con ella lo que quiera. Por eso
muchos autores románticos partidarios del arte por el arte, fueron en algún
momento revolucionarios, como son los casos mencionados y los de Delacroix,
Baudelaire, Verlaine, Mallarmé, Rimbaud y muchos otros. Lo específico de esta
concepción es la doctrina de que la creación no tiene doctrina.
En la controversia entre realismo y arte por el arte subyace, entre otros, lo que
puede entenderse como concepto de belleza. Para el realismo la belleza es una
condición de los objetos que el artista trata de imitar, aunque nunca podrá lograr
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la perfección del referente. Por el contrario, para los defensores del arte por el arte,
la belleza no es propiedad inmanente de las cosas, sino el resultado de la acción de
un ser excepcional y superdotado, el artista. Flaubert dice, por ejemplo, que pueden
ser bellos, gracias a la magia del artista, «hasta esos rincones donde hay
cucarachas». Esa idea de la belleza como independiente de los objetos, permitirá el
surgimiento del impresionismo y más tarde del cubismo y el abstraccionismo. Los
románticos, cultores del arte por el arte, son mucho más integralmente revolucio-
narios porque su rebelión es global, aunque rechazan el realismo doctrinario. Son
antiacadémicos, antimoralistas, antiburgueses. Se oponían a las herencias
«sacerdotales» y al fundamentalismo de los saint-simonianos y eran
profundamente libertarios, más próximos por eso a la anarquía que a cualquier viejo
o nuevo dogma. Esta diferenciación de tendencias significa una ruptura clara y
trascendente para la cultura occidental. La visión artística positivista o cientificista
consistía en el arte como una forma de transcripción empírica de la realidad, a la cual
se sumaron algunos marxistas (nunca Marx, por cierto). Frente a ella, la visión
romántica hacía descansar la creación de la belleza únicamente en el individuo
superior. Los dadaístas llevaron esta posición al extremo, pues para ellos la belleza
no estaba en los objetos o paisajes y ni siquiera en la mano del creador, sino en la
mirada del espectador o lector. Los ready-made de Marcel Duchamp y los
antipoemas de Tristan Tzara se hacen arte en el interior de quien los observa.
LA REDENCIÓN SOCIAL
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En otra parte dice, de manera rousseauniana, que una sociedad justa sólo será
posible:
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cinco años después de morir su amigo inseparable, diría que Balzac –odioso
monárquico, católico, conservador y antiizquierdista– era «más grande que todos
los zolas del pasado, del presente y del futuro». Esto resulta una ironía porque tal
vez el pináculo del realismo en literatura, junto a Los Miserables de Hugo, sea la
trilogía formada por Germinal, París y Trabajo, que Émile Zola publicó entre 1885
y 1901. En la primera se hace eco del llamado socialismo científico y es en ella donde
aparece la primera alusión explícita al marxismo en la literatura francesa. Cuenta una
desastrosa huelga de mineros del carbón, y la lucha entre obreros y propietarios
–la lucha de clases–, está claramente planteada a favor de los primeros. Entre los
tres líderes obreros, el marxista es el más concreto, sensato y el que demuestra más
sentido de la realidad, mucho más que el pacifista o el anarquista bakuniniano,
cuyas presencias en la obra no hacen más que destacar la fuerza del pensamiento
políticamente correcto del primero. La lucha entre las diversas corrientes de la
izquierda era entonces, como siempre, a muerte. El autor dijo que la obra era «un
grito de piedad por quienes sufren». Luego, en su novela París, de 1898, Zola
experimenta un extraordinario viraje ideológico. Siempre se había manifestado como
un opositor radical del anarquismo en su rama terrorista. A lo largo de su vida se
mostró horrorizado por la crueldad y la demencia de sus «apóstoles», pero en esa
novela comienza a evidenciar «comprensión» y hasta simpatía por la
«desesperación» que llevaba a estos hombres a sus acciones y arrojaba la culpa
de sus crímenes a la burguesía y el capitalismo. Incluía en la narración, un poco
desfigurados, ciertos personajes que habían alcanzado una trágica notoriedad
durante esos duros años. Emile Henry, Auguste Vaillant, otros como Blanqui y
Jules Guesde, así como unos simbólicos proudhoniano, fourierista y nihilista de
Europa Oriental. Los acontecimientos históricos ocurrieron así: Vaillant había
arrojado en 1893 una bomba en la cámara de diputados y Ravachol otras en las casas
de jueces que seguían juicios contra terroristas detenidos. Aunque estas acciones
no ocasionaron víctimas, ambos fueron guillotinados por decisión judicial, para
crear precedentes aleccionadores. Pero el terrorista Santa Caserio asesinó al
presidente Carnot con una daga en la que estaba grabada la inscripción «venganza
por Vaillant». Emile Henry hizo explotar el café Terminus de la estación Saint-Lazare
y también fue ajusticiado. Fueron esos años muy intensos de terrorismo, luego de
la etapa de reflujo revolucionario consecuencia de la derrota de la Comuna de París
de 1871. Con la muerte de Carnot, el gobierno francés inició una ofensiva muy
profunda que culminó con el llamado Proceso de los Treinta, con el que fue
aplastado el movimiento terrorista. A este período de violencia inútil corresponde
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de los mortales»; y Proudhon abomina la urbe, surcada por las grandes avenidas
y bulevares construidos por el prefecto Haussmann, bajo el influjo transformador
de Napoleón III. Le molestaba el bullicio de las concentraciones, el ruido de las
locomotoras entrando y saliendo de las gares, que «habiendo sustituido los
puertos de la vieja ciudad, han des truido su razón de ser con sus plazas y sus
nuevos teatros, sus nuevos cuarteles, el nuevo pavimento, las legiones de
barrenderos y el polvo espantoso» (Dolleans, 1969 s/p). A Heine le disgustaba el
extraordinario cambio dado por «Londres, desorbitado, que oprime la fantasía y
destroza el corazón» (loc. cit).
Varios grandes autores como Arendt (1974), Deutscher (1970), Hayek (1990),
Brington (1954) y otros, consideran parecidas las revoluciones francesa y
bolchevique, e incluso Deutscher afirma que la segunda repite paso a paso la
primera. Una y otra tuvieron alcance ecuménico y crearon sistemas ideológicos de
repercusión en el resto del mundo; ambas fueron, además, internacionalistas y
tuvieron vocación expansionista; una y otra utilizaron la violencia y el terror; una
y otra quisieron educar a los ciudadanos en las ideas revolucionarias, por medio,
entre otras cosas, del arte. Con la Revolución Rusa surge una nueva teoría cuyas
implicaciones para los creadores han de ser trascendentales y que se conoció como
realismo socialista.
A partir de 1922, cuando el poder soviético ya empezaba a estabilizarse y
comenzaba a perfilarse un régimen totalitario, sin control de instituciones de
contrapeso o de la opinión pública, se consolidó la tendencia a fijarle normas
arbitrarias y «clasistas» a los hombres de ciencia, los intelectuales y los artistas.
Comienzan a acuñarse nuevos términos como «cultura proletaria», «arte
proletario», «ciencia proletaria», «literatura proletaria», así como se había
expandido antes, durante la guerra civil rusa, lo de la «estrategia militar proletaria».
Surge así el proletkult (cultura proletaria) como nueva visión de las cosas en
avance, cuyo fundamento consistía en que si durante el período burgués habían
existido correspondientes expresiones sociales y culturales propias de esa clase en
su «período ascendente», el advenimiento del poder proletario tenía que crear una
nueva civilización, que arrancara la anterior desde las raíces. En ese momento
Trotsky, aún superpoderoso, enfrentó radicalmente este punto de vista defendido
por líderes tan importantes como Bujarin y Lunacharsky. En discurso frente a un
pleno de educadores del partido bolchevique, critica a los impulsores del proletkult
y sostiene que:
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Trotsky dijo que «El arte, vean ustedes, significa profecía. Las obras de arte
encarnan presentimientos». De esta manera, asume la posición romántica que
considera el arte una forma de conocimiento superior y al artista un iluminado que
ve más allá de la realidad tangible. Podría argumentarse que una cita aislada no es
suficiente para fundamentar ninguna hipótesis, pero lo podría ser si recordamos
que el trotskismo fue denunciado por defender la concepción burguesa del «arte
por el arte». Luego de la desaparición de Trotsky y la entronización del poder
absoluto de Stalin a partir de 1936, así como la centralización del poder soviético,
no sólo sobre la URSS, sino sobre el conjunto del movimiento comunista
internacional, esta concepción se hizo doctrina oficial de los comunistas y sus
amigos en el mundo entero, con lo cual su efecto en la civilización occidental fue
determinante durante el siglo XX. Una extraordinaria cantidad de rupturas,
expulsiones, persecuciones intelectuales, cacerías de brujas, se materializaron
como consecuencia de la adopción de esta manera de concebir el arte como un
instrumento político por sectores cada vez mayores de intelectuales y artistas en
el mundo entero. Stalin llegó a afirmar que los poetas debían ser «ingenieros del
verso». Aparte de estar obligados a producir arte realista, a plasmar en la literatura,
la pintura, la arquitectura, el cine y la escultura, historias o escenas de los
trabajadores y campesinos, el artista debía estar «comprometido con el proceso
revolucionario». La coacción era directa. En la URSS y los demás países del bloque
socialista no había posibilidad alguna de eludirla. En Occidente el control de medios
de comunicación, editoriales, centros de cultura y asociaciones de intelectuales y
artistas por parte de grupos revolucionarios o contraculturales, hacía que los pocos
que osaban rebelarse contra tales dictámenes fueran execrados, desacreditados y
condenados a la marginalidad. Las tendencias luego triunfantes hacia la
consolidación del stalinismo y con él la oficialización de la doctrina del realismo
socialista, crearon una crisis entre los intelectuales y artistas europeos de la primera
mitad del siglo XX. Después de la eliminación política de Trotski en 1927, en la
Unión Soviética se aprobó como línea oficial una ortodoxia artística de finalidades
pedagógicas que a partir de 1934 se llamará realismo socialista, en muchos
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sentidos antagónica con las búsquedas realizadas por las vanguardias europeas.
Los «artistas proletarios» debían utilizar sus obras para «defender la construcción
de socialismo». Esa corriente se reproducirá en China y Cuba y en el resto del
mundo socialista. Mao desencadena una ofensiva contra el arte reaccionario chino
y occidental, que llevó a las brigadas rojas a encarcelar a quienes leyeran a Confucio
u oyeran a Beethoven. La Revolución Cubana creó un aparato de represión de los
artistas a través, entre otras revista, de Casa de las Américas, así como del Instituto
Cubano de cine que logró prácticamente mutilar la creación artística. La represión
contra los intelectuales y artistas contribuyó a crear un todopoderosos aparato de
control totalitario de la conciencia. Nadie escapa de la mirada del poder ni del
terrorismo de Estado. La violencia contra intelectuales y artistas tuvo sus casos
emblemáticos con los escritores Valladares y Heberto Padilla. No tan conocidos
pero no por ello menos dolorosos, fueron los casos de José Lezama Lima, tal vez
uno de los más grandes novelistas latinoamericanos, muerto en el abandono y en
extrañas circunstancias en un hospital de La Habana; la vejatoria autocrítica a la que
fue obligado el poeta Virgilio Piñera y que fue seguida por su extraña muerte; el
fusilamiento del cuentista Nelson Rodríguez y la prisión de René Ariza, Miguel
Sales y Daniel Fernández. El enloquecimiento de Delfín Prats, luego de ser obligado,
después de múltiples humillaciones, a trabajar de cocinero. La destrucción moral de
César López, la muerte incomprensible de César Cid y la dolorosa existencia a que
fuera obligado Reinaldo Arenas, contada en su novela Antes que anochezca, hoy
llevada al cine.
LENIN Y LA APPASSIONATA
Cuenta Natalia Sedova que Lenin le habló de su miedo de escuchar la
Appassionata de Beethoven con demasiada frecuencia, porque podía perturbar su
razón, lo que revela que si bien no cultivó un conocimiento del arte occidental como
sí lo hizo Trotski, poseía una sensibilidad que le permitió ser tal vez el primer gran
líder de este siglo en comprender cabalmente las posibilidades propagandísticas del
arte, «la propaganda mediante monumentos» y «el arte como arma», hacia donde
tenderá siempre el régimen soviético. A Trotski, entre otras muchas cosas, le
acusaron los stalinistas de «pequeño burgués» porque en sus reflexiones sobre
arte consideraba que en éste tenía más importancia la expresión de la subjetividad,
los temas de carácter existencial, que la posibilidad de servir a la acción
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revolucionaria. Las tendencias luego triunfantes hacia el poder total del stalinismo
y con él la oficialización de la doctrina del realismo socialista, crearon una crisis
entre los intelectuales y artistas europeos de la primera mitad del siglo. Los
dadaístas, en amplia medida irracionalistas, e incluso antiartísticos (como el
mencionado Tristan Tzara), enemigos de la sociedad burguesa, para ellos
desenmascarada por la primera Guerra Mundial, se dividen entre los seguidores de
Tzara, defensores de que la actividad creativa no debía mantener vínculos políticos,
y los de Richard Welsenbeck, partidario de que por el contrario debía servir para
ganar adeptos a la revolución. En 1926 fueron los surrealistas los que corrieron la
misma suerte, luego de una polémica entre Breton y Pierre Naville. Y años después
el fin del movimiento surrealista tuvo su razón en el debate sobre las relaciones
entre arte y propaganda.
Uno de los episodios más surrealistas que puedan recordarse es el papel de
Tristan Tzara en 1947, veinte años después de haber sido el más ardiente defensor
del arte como la expresión de las más libres y oscuras vertientes del alma, convertido
en fiscal acusador del surrealismo. En una conferencia dictada en la Sorbona, el
otrora irreverente detractor del poder denunciaba a sus antiguos compañeros, en
nombre de «un arte político que llevara al pueblo las ideas de la revolución» (Barr,
1951:280). Pablo Picasso, de larga carrera revolucionaria y una de las figuras
simbólicas del siglo XX, protagonizó entre otros muchos dos incidentes útiles para
examinar el tema que nos ocupa. Su famosa paloma ha sido uno de los iconos
propagandísticos más poderosos de todos los tiempos. En 1949 la Unión Soviética,
que no tenía la bomba atómica, estaba promoviendo los célebres congresos Por la
Paz, para ganar tiempo mientras lograba construirla con información proveniente
de sus espías en los Estados Unidos, para igualar el poderío de su adversario. En
esos días Matisse, conocedor de la simpatía de Picasso por las palomas, le regaló
un pichón blanco que él dibujó para una litografía. Recién había nacido su hija a
la que llamó precisamente Paloma. Louis Aragon, el poeta oficial del Partido
Comunista Francés, al ver la litografía, comprendió su extraordinario valor político
y la convirtió en el afiche oficial del Congreso por la Paz a realizarse en abril. El afiche
se publicó en los periódicos comunistas del mundo entero y recibió los más
variados premios de organizaciones culturales.
La segunda anécdota es que a la muerte de Stalin en 1953, el mismo Aragon,
director de L’Humanité, diario oficial del Partido Comunista, decidió preparar una
edición extraordinaria y pidió a Picasso que hiciera la ilustración. Y efectivamente
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el número salió con un retrato de Stalin hecho por Picasso, bastante realista aunque
en la técnica de alto contraste y no exactamente según el modelo de rostros
sombreados y adustos del estilo soviético. Esa pequeña heterodoxia fue
considerada un terrible irrespeto por militantes y dirigentes y produjo un escándalo
de tan grandes proporciones que Picasso se vio obligado a publicar una tartajeante
autocrítica.
Hoy, después del triunfo de la posmodernidad por encima de las enfermedades
ideológicas, la implantación de la libertad como forma de vida hace que se pierdan
las fronteras entre los espacios que antes parecían bien definidos. Y en cuanto al
uso del arte para mejorar, embellecer, no sólo los espacios urbanos, los ambientes
públicos y privados, sino cada rincón de la actividad humana, día a día se generaliza
desde diversas perspectivas. Es difícil conseguir una sociedad en cambio
posmoderno que no destine grandes esfuerzos a humanizar y embellecer su propia
faz. En la vida política, desde la campaña presidencial de 1968, en los EEUU y
posteriormente en la mayoría de los países democráticos, se incorporaron las
modernas técnicas publicitarias a campañas electorales, y es difícil conseguir
países más o menos desarrollados políticamente, cuyos partidos no hagan
esfuerzos por que su propaganda tenga cierta calidad. Si quedaran diferencias
apreciables entre propaganda y publicidad, sería tal vez porque a veces la primera
desdeña los recursos estéticos y comunicacionales.
Arte como medio de propaganda, propaganda como arte. Esa discusión ha
convivido con grandes tragedias existenciales y sociales cuando se ha querido
imponer cánones a los creadores. De los fenómenos más curiosos en las ciencias
sociales es el insuperable atraso de la Teoría de la Comunicación con respecto a su
objeto de estudio: la comunicación y sus expresiones concretas, entre ellas los
medios mismos y la publicidad. Tanto como para afirmar que a diferencia de los
demás campos del pensamiento social (sociología, ciencia política, incluso
economía) en los cuales las tecnologías se han desarrollado en relación con las
teorías, las tecnologías de la comunicación y la publicidad moderna se han
desarrollado al margen –si no contra– de la disciplina que debería estudiarlas. No
volveremos sobre la razón que explicaría este extraño fenómeno, proveniente de un
trauma genético: que los fundadores de los estudios modernos sobre el tema fueron
sociólogos (Adorno, Horkheimer, Marcuse, Fromm), aterrados por el uso que hacía
el nacionalsocialismo de la radio y el cine. Pero hasta nuestros días esa relación de
amor y odio (más del segundo que del primero) no ha cambiado y gran parte de los
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educativos, sin que a nuestros teóricos se les escape que detrás de estos
programas aparentemente sanos, está la mano negra de la manipulación imperial.
Este «autoritarismo comunicacional» se da la mano con el autoritarismo político:
resulta que los padres de estas teorías suelen simpatizar abiertamente con figuras
autoritarias del presente y el pasado.
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