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A NUARIO ININCO / INVESTIGACIONES DE LA COMUNICACIÓN Nº 13, VOL. 1, CARACAS, JUNIO 2001

CARLOS R AÚL
HERNÁNDEZ

Arte, cultura,
libertad,
comunicación
y poder
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CARLOS RAÚL H ERNÁNDEZ

RESUMEN
CARLOS RAÚL HERNÁNDEZ
Arte, cultura, libertad, comunicación y poder
Las relaciones entre arte, política, poder, libertad, propaganda y publicidad, han
sido y son temas de controversia y examen, tanto para la sociología del arte, como
para la estética, el marketing e incluso la comunicación, particularmente en medio
de las grandes diferencias conceptuales que se agitan en esa articulación entre
posmodernidad, pluralismo y diferencialismo, con arcaísmo, que vive la cultura.
Intentaremos razonar que el recelo por las bellas artes, la «cultura burguesa», los
«creadores elitescos», las «artes al servicio de grupos privilegiados» como
opuestos a la cultura popular o proletaria, obedecen a una torcida visión del mundo
Descriptores: Creación artística / Propaganda /Política

ABSTRACT
The relationship between art, politics, power, freedom, and advertising/publicity
has been, and will continue to be, one of controversy and exploration as far as the
sociology and the aesthetics of art are concerned, together with its marketing and
communication, especially in the midst of the great conceptual differences of this
strange articulation between postmodernism, pluralism and differentialism, put
together with the archaism that culture is experiencing. We will try to rationalize that
the misgivings about the arts, the «culture of the bourgeoisie», the «elitesque
creators», the «arts at the disposal of the privileged», as opposed to popular or
proletarian culture, are a product of a twisted vision of the world.
Descriptors: Artistic creation / Propagande / Politics

RÉSUMÉ
Les rapports entre l’art, la politique, le pouvoir, la liberté, la propagande et la
publicité ont été, et continuent à être, un sujet de controverse et d’analyse, aussi
bien pour la sociologie de l’art que pour l’esthétique, le marketing et même la
communication, notamment dans l’ambiance de grandes différences conceptuelles
qui se débattent dans cette étrange articulation entre post-modernité, pluralisme,
différencialisme, et archaìsme qu’expèrimente la culture. Nous essaierons de
raisonner que la méfiance à l’égard des beaux-arts, de la «culture bourgeoise», des
«créateurs élitistes», des «arts au service des groupes privilégies», en tant
qu’opposés à la culture populaire ou prolétaire, obéit à une vision dénaturés du
monde.

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UN DEBER SER PARA EL ARTE

En la Edad Media la pintura y la escultura eran las únicas artes de alcance


popular y tenían como objetivo hacer comprensibles para el pueblo los pasajes de
la Biblia, pues la literatura estaba destinada a élites alfabetas, el clero y la nobleza,
que no pasarían de cinco por ciento de la población. La cualidad estética era
irrelevante o en todo caso subordinada al finalismo catequístico, y la búsqueda de
la belleza como expresión del goce de los sentidos, finalidad en sí misma, no existía
como valor sino más bien como antivalor. Recuérdese que la existencia humana se
entendía como un miserable tránsito hacia la Vida Eterna y el placer era el paso inicial
del pecado y de la separación humana del Reino de Dios. Durante el Quattrocento
la búsqueda y expresión de la belleza y la armonía comenzó a ser un fin en sí mismo,
como parte de una ruptura profunda de la cosmovisión de la sociedad, dando origen
a una forma aún no doctrinaria de lo que posteriormente será conocido como «arte
por el arte». El Renacimiento significó un retorno a la idea clásica de que el arte
estaba dirigido a los sentidos, dislocada durante la Edad Media, etapa de debilidad
del avance civilizador y fortalecimiento de lo irracional. Esa tendencia se mantiene
en una coexistencia, a veces equilibrada, a veces crítica, con el arte pedagógico, en
relación con el vaivén de los procesos políticos y religiosos.
En el siglo XVI, durante las luchas entre Reforma y Contrarreforma, las
presiones para que el arte coadyuvara a los objetivos de las doctrinas en conflicto
se fortalecieron. Frente a la Reforma Luterana, la Iglesia Católica desplegó la
Contrarreforma, cuyo ariete fue el Barroco –Braudel, incluso, propone llamarlo
«Arte Jesuita»–, cuya filosofía es un retorno a la enseñanza religiosa, o la
«remedievalización» de la poiesis. Con esto, la concepción cristiana del arte retorna
a lo que fue en el medioevo y a la que vuelve paradójicamente con el llamado
«realismo socialista» en el siglo XX y con los partidarios excluyentes del llamado

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arte popular.
A partir de la Revolución Francesa este debate toma nuevas características y
se inicia otro contexto. Entre los grandes inspiradores filosóficos de la Revolución,
Denis Diderot y J.J. Rousseau plantearon en términos doctrinales un deber ser para
la creación y hacían inferencias de carácter ético. El primero en su célebre artículo
sobre la voz «Arte» en la Enciclopedia y el segundo en su obra Discurso sobre
las ciencias y las artes. A diferencia de Hume y Voltaire, para quienes las grandes
etapas de esplendor cultural coincidían con las de riqueza, avance económico y
sensualismo, permisividad en las costumbres para la sociedad, cultivados por los
grupos de poder, para Rousseau las artes «perfeccionadas» emanaban del pueblo,
mientras las otras, a las que llamaba «vanidades», eran síntoma de la perversión de
grupos decadentes y deleznables. El «buen arte» era y debía ser el popular, las
artesanías y el producto de los oficios que hacían los pobres en medio de su
sencillez. Para él existen unas necesidades primarias: comer, reproducirse,
protegerse de la intemperie, y otras creadas por la perturbadora civilización, falsas,
promovidas por la «vanidad» y el egoísmo. Lo evidente es que mientras las
necesidades básicas nos asimilan a las bestias y son inseparables de la criatura
humana en tanto animal, las «vanidades», como la música, la poesía, la pintura, la
escultura y la arquitectura, son las que se derivan de nuestra condición espiritual
y moral. Podríamos vivir sin literatura, cine, pintura o escultura, aire acondicionado,
automóviles ni aviones. Podríamos viajar en mula y habitar cuevas sin acueductos,
ni fragancias, pero eso, en vez de acercarnos a una condición moral superior, nos
haría regresar a las miserias de la villa medieval o la condición infrahumana de las
aglomeraciones urbanas previas a la Revolución Industrial, que describe Patrick
Süskind en El perfume. Es asombroso cómo estos razonamientos se repiten aún
entre nosotros.
Pese a que la sociedad posmoderna es el marco de una libertad individual y de
creación prácticamente ilimitadas, todavía hoy reaparecen las viejas tendencias
autoritarias, aunque con nuevas formas (Ramonet, 1997; Baudrillard, 1996) y
racionalizaciones más «elaboradas». Por otro lado se cuestionan los límites de lo
que son o deben ser de las relaciones entre arte y lo que toca aspectos como belleza,
política, globalización, publicidad, propaganda y varias otras. A la equivocidad
intrínseca del tema, contribuyó el rechazo crónico a los medios modernos de
comunicación proveniente de determinados sectores intelectuales y académicos,
por considerárseles formas de manipulación, engaño, creación de «falsas nece-

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sidades» y otras propiedades negativas realizadas principalmente a través de la


publicidad. Falsas necesidades, según esta prédica, serían aquellas que no
coinciden con el nivel reptante de la sobrevivencia animal. Desde los
planteamientos de Adorno (1962) y Horkheimer (1970), Marcuse (1969), Packard
(1969), Mac Donald y Bell (1964), en vez de bases para entender fenómenos tan
importantes en la sociedad posmoderna, se ha creado un anatema contra ellos.
Según tal línea de pensamiento se comienza por diferenciar cosas desde su punto
de vista muy distintas: publicidad como lo contrario de propaganda. Esta última
sería la difusión de ideas políticas políticamente correctas por aparatos
organizativos o movimientos revolucionarios, asunto éticamente plausible porque
su objetivo es crear conciencia crítica o denunciar las «contradicciones del
sistema», o de los factores políticos que lo apoyan. Sus contenidos son, por tanto,
desde ese punto de vista, verdaderos por contraste con la primera. Esa valoración
está en el propio origen de la propaganda siglos antes, durante la Contrarreforma,
a partir del Concilio de Trento en el siglo XVI, como la movilización de recursos
espirituales (hoy los llamaríamos simbólicos) necesarios para la lucha ideológica
contra la herejía, que se libraba a través de la Congregatio Propaganda Fide. Los
jesuitas comprendieron el enorme valor que tendría derrotar a Lutero en el corazón
y en el alma de los creyentes, para de esa manera asegurar el triunfo de la Iglesia
Romana, ahora principalmente Española, a juzgar por la importancia de los
monarcas ibéricos en su sostenimiento. La basílica barroca es en ese sentido un
proyecto de integración de las artes, donde todos los componentes, desde el plano
y las estructuras arquitectónicas, hasta las esculturas y obras plásticas en su
interior y exterior, cumplen funciones estratégicas en el combate contra la herejía.
El término propaganda reaparece en la Francia revolucionaria y se mantiene
hasta nuestros días. Jacques Louis David, el gran pintor amigo de Robespierre,
enfrentado a la Academia Francesa porque ésta no le concedió el Gran Prix de
Rome, es tal vez el primero que da un sentido de propaganda política a una obra
pictórica. Con su cuadro La muerte de Marat plasma una proposición utilitaria,
práctica. La figura heroica del gran líder revolucionario en la bañera donde fue
asesinado, inmolada en medio de la penumbra, pero iluminada de manera que le da
cierto aire de santidad, representa un antecendente claro del realismo socialista
que será la doctrina estética oficial de la Revolución Rusa de 1917, luego de la
cristalización stalinista. Entre la gran cantidad de obras que produjo, alcanzan la
inmortalidad también El juramento de los Horacios y Brutus. Afirmó como doctrina

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que el arte tiene «un deliberado fin utilitario; no la utilidad de una casta pre-
dominante, sino la utilidad general de la nación» (Gowans, 1993:26). Después de la
Revolución, en 1793, funda la Sociedad Popular y Republicana de las Artes y el año
siguiente el Club Revolucionario de las Artes. Su objetivo estético y político era
juntar el espíritu impugnador de la izquierda revolucionaria con el élan artístico para
crear un arte al servicio de la revolución que contribuyera a esclarecer y difundir
sus ideas. La suya fue la versión oficial del arte francés durante la etapa del Terror.
David evidenció su compromiso político convirtiéndose él mismo en importante
delator y espía de la policía revolucionaria.
En el seno de los movimientos radicales que afloraron después de las Guerras
Napoleónicas en Europa continental, el debate sobre la función social del arte y los
artistas fue muy rico y sus definiciones estuvieron en torno al tema del arte por el
arte y su contrario, el realismo, divididos entre partidarios y opositores. El arte por
el arte y la bohemia son posiciones expuestas por un grupo de románticos, entre
ellos Théophile Gautier y Alfred de Vigny, que consideraban al artista como un ser
privilegiado, un visionario, capaz de sentir y transmitir emociones únicas y cuya
grandeza estaba en dar rienda suelta a su pasión e imaginación. La obra de un
creador debía estar dirigida a las necesidades espirituales de élites sensibles, que
pudieran comprender y disfrutar su belleza. Gautier escribió un opúsculo
doctrinario sobre el arte que fue el prefacio de la novela Mademoiselle de Maupin
–considerada la primera expresión literaria atenida al patrón del arte por el arte–
, donde explicaba sus ideas estético-políticas, pero es en su conocido El arte
moderno (1856) donde habla de «arte por el arte», término creado por el filósofo
Benjamín Constant. El arte por el arte, como concepción, se asimila con la más
absoluta libertad a la idea de que el creador sólo debe rendir cuentas a la belleza,
lo cual no obsta para que éste, si así lo quiere, realice una crítica implacable de la
realidad social o política. La obra de arte es rebelión interna de un iluminado contra
todo, incluso la naturaleza, y puede decir y hacer con ella lo que quiera. Por eso
muchos autores románticos partidarios del arte por el arte, fueron en algún
momento revolucionarios, como son los casos mencionados y los de Delacroix,
Baudelaire, Verlaine, Mallarmé, Rimbaud y muchos otros. Lo específico de esta
concepción es la doctrina de que la creación no tiene doctrina.
En la controversia entre realismo y arte por el arte subyace, entre otros, lo que
puede entenderse como concepto de belleza. Para el realismo la belleza es una
condición de los objetos que el artista trata de imitar, aunque nunca podrá lograr

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la perfección del referente. Por el contrario, para los defensores del arte por el arte,
la belleza no es propiedad inmanente de las cosas, sino el resultado de la acción de
un ser excepcional y superdotado, el artista. Flaubert dice, por ejemplo, que pueden
ser bellos, gracias a la magia del artista, «hasta esos rincones donde hay
cucarachas». Esa idea de la belleza como independiente de los objetos, permitirá el
surgimiento del impresionismo y más tarde del cubismo y el abstraccionismo. Los
románticos, cultores del arte por el arte, son mucho más integralmente revolucio-
narios porque su rebelión es global, aunque rechazan el realismo doctrinario. Son
antiacadémicos, antimoralistas, antiburgueses. Se oponían a las herencias
«sacerdotales» y al fundamentalismo de los saint-simonianos y eran
profundamente libertarios, más próximos por eso a la anarquía que a cualquier viejo
o nuevo dogma. Esta diferenciación de tendencias significa una ruptura clara y
trascendente para la cultura occidental. La visión artística positivista o cientificista
consistía en el arte como una forma de transcripción empírica de la realidad, a la cual
se sumaron algunos marxistas (nunca Marx, por cierto). Frente a ella, la visión
romántica hacía descansar la creación de la belleza únicamente en el individuo
superior. Los dadaístas llevaron esta posición al extremo, pues para ellos la belleza
no estaba en los objetos o paisajes y ni siquiera en la mano del creador, sino en la
mirada del espectador o lector. Los ready-made de Marcel Duchamp y los
antipoemas de Tristan Tzara se hacen arte en el interior de quien los observa.

LA REDENCIÓN SOCIAL

En el siglo XIX surge la política en su sentido contemporáneo, como


participación popular en los procesos de poder, a través de los partidos de masas,
los sindicatos, los parlamentos electos, la libertad de expresión, la democratización
del sufragio y el surgimiento de los periódicos de gran tiraje, producto del
maquinismo. En el nuevo tipo de lucha, adecuada a las grandes sociedades
posteriores a la Revolución Industrial, la propaganda revolucionaria era
considerada «verdadera» y asociada a lo justo, al ser parte importante de una causa
noble: evidenciar las injusticias de la sociedad capitalista. En esa posición los
artistas estaban obligados por imperativo moral a denunciar la sociedad burguesa
y formular esta crítica por medio de sus creaciones, para que el mensaje de
redención social llegara mejor a sus destinatarios. Algunos pensaban, incluso, que
el arte debía ser en sí mismo pedagógico. Pero cuando la misma acción provenía de

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grupos políticos, económicos o ideológicos pertenecientes al orden establecido en


las sociedades occidentales, se le consideró engañosa, espúria por definición.
Pasaba a tener las rechazables características que para ciertos grupos tiene hoy la
publicidad y perdía sus atributos positivos. La debilidad más notoria de esta
seudoconceptualización es su duplicidad analítica y moral que hacía predominar
consideraciones de valor, o incluso políticas, sobre lo que debiera ser un examen
teórico o estético.
El Romanticismo como escuela propiamente dicha (no como tendencia del
espíritu humano y del arte, tan vieja como éstos mismos), según algunos autores
tiene punto de partida en 1830 con el estreno de la obra Hernani de Víctor Hugo
en París. Allí donde había un hervidero del pensamiento radical, los artistas de
preocupación social estaban muy identificados con esas posiciones. Su
vinculación al romanticismo se realiza a partir de esas posiciones político-
filosóficas. Los artistas románticos son por eso, casi sin excepción, revolucionarios
y es el anarquismo, por su exaltación de la creatividad y el heroísmo individual, el
sentido de mayor aceptación entre ellos, aun cuando muchos son socialistas, caso
de Hugo, como se aprecia en Los Miserables.
La influencia del pensamiento radical de la Ilustración, particularmente el de
Rousseau, como decíamos, produce grandes movimientos populares de carácter
socialista, comunista, anarquista que marcarán la vida social y cultural posterior a
su época. Nada podrá colocarse de espaldas al gran fenómeno revolucionario. Una
de esas expresiones fue el llamado «socialismo utópico» de Henri de Saint-Simon
(1760-1825), Étienne Cabet (1788-1856) y Charles Fourier (1772-1837), en Francia y
Robert Owen (1788-1856) en Gran Bretaña. Saint-Simon expone su doctrina en
muchas obras, entre ellas La industria. Su posición intelectual es en este aspecto
progresista. Considera que el futuro de la humanidad es promisorio al basarse en
la ciencia y la tecnología, y que la historia avanza a través de grandes crisis políticas
y del pensamiento. Saint-Simon expone una concepción del arte claramente
funcional y utilitaria en su obra Opiniones literarias, filosóficas e industriales.
Define al artista como «hombre de imaginación» y dice que el arte «abarca
simultáneamente las obras del pintor, el músico, el poeta, el literato, en otras
palabras todo lo que tenga la sensación por su objeto (sic)» (op. cit.). Y declara:

Somos nosotros, los artistas, quienes servimos a vosotros de vanguardia:


el poder de las artes es en verdad más inmediato y más rápido [que la
palabra]; cuando queremos difundir nuevas ideas entre los hombres, las

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inscribimos en el mármol o en la tela [...] y así, más que de cualquier otra


manera, ejercemos una influencia eléctrica y victoriosa [...] y si hoy
nuestro papel parece nulo o secundario, es porque falta lo esencial para
su fuerza y su éxito: un impulso común y una idea general (Op. cit.: 341-
342).

En otra parte dice, de manera rousseauniana, que una sociedad justa sólo será
posible:

cuando el egoísmo, ese fruto bastardo de la civilización, haya sido re-


chazado hasta sus últimas defensas, cuando la literatura y las bellas artes
se hayan puesto a la cabeza del movimiento y hayan infundido finalmente
a la sociedad con la pasión por su propio bienestar... ¡Qué destino más
bello para las artes como ejercer un poder positivo, una función verda-
deramente sacerdotal!... (Loc. cit.).

La palabra socialismo, otro de los componentes cruciales del siglo, aparece en


Inglaterra en 1827, usada por los seguidores de Robert Owen, para oponerse al
individualismo. En Francia surgió inmediatamente después de la revolución de
1830, para calificar a los seguidores de Saint-Simon. Algunos autores le atribuyen
al editor saint-simoniano Pierre Leroux el haber acuñado el término. Los sucesores
de Saint-Simon en sus comunas socialistas cultivaban las artes, particularmente la
música y, en general, promovieron la idea de que los líderes principales de la nueva
sociedad debían ser los artistas junto con los científicos y los hombres de negocios.
Otro de los utopistas, Charles Fourier, se considera a sí mismo el autor de una
ciencia social de dimensiones equivalentes a las que había creado Newton para el
estudio de la naturaleza. Así como este último había descubierto la ley de atracción
universal, Fourier considera que ha descubierto su equivalente en el ámbito social:
la ley de la atracción pasional entre los seres humanos. Fue, más que un
formulador de utopías, un crítico radical de la sociedad burguesa, entre otras cosas
porque, a su juicio, la comercialización distorsionaba la vida en general y las artes
en particular, como sostiene en su obra Teoría de los cuatro movimientos y de los
destinos generales. La comercialización dañaba la sociedad y una vez que sus
fundamentos fueran removidos, se regresaría a la posibilidad de una organización
social basada en la cooperación y no en la competencia, es decir, se llegaría a la
armonía de las pasiones. La nueva sociedad no sería basada en la civilización,
dinámica perturbadora, corruptora, sino en la armonía. El arte tendría una función

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fundamental en esa empresa de construcción social anticapitalista, y Fourier le


otorga un valor sine qua non a la educación musical de los niños desde los seis
meses de nacidos. A los cuatro años debían ser sometidos a un examen que
consistía en su participación musical y coreográfica en una ópera. La organización
básica de la sociedad debía ser en comunas (falanges) en las cuales la formación
artística de los individuos se basaría en desarrollar en ellos una sensibilidad hacia
la armonía, expresada entre otras cosas en la correspondencia equilibrada de
sonidos y colores.
El término anarquismo aparece con la Revolución Francesa, para calificar el
grupo ultraizquierdista de los enragés que se oponían a toda forma de gobierno.
El primer gran anarquista ideológico moderno, quien por cierto no se autodefinió
con esa palabra, fue el británico William Godwin (1756-1836), autor de dos libros
considerados clásicos: Noticias de ninguna parte e Investigación sobre la justicia
política. Fue durante un tiempo pastor protestante, luego se hizo ateo para terminar
creyendo en una especie de panteísmo. Recibió una profunda influencia de la
Ilustración y la Revolución Francesa y se convirtió en un individualista radical, en
este sentido cercano a una parte del pensamiento de Rousseau, pero en otro
distante, porque rechazaba la idea de un contrato social. Aceptaba de la Ilustración
la noción de que la sociedad progresaba y se perfeccionaba y creía que esto se
extendía a las artes, a la vez que rechazaba los conciertos y el teatro porque
convertía a ejecutantes y actores en «un miserable mecanismo... una absurda y
malsana cooperación» (Godwin, 1953).
El extremo individualismo en la ética de las expresiones humanas, lo llevó a
rechazar Estado y gobierno y a propugnar un modelo de sociedad con instituciones
simples y altamente descentralizadas, en la cual la «comunidad [...] no interferirá en
la industria de un hombre ni en el destino de la producción» (loc. cit.). La sociedad
estaba apoyada en la participación de todos. Creía en la democracia pero
consideraba que se debía ir más allá. A la manera rousseauniana era partidario de
comunidades pequeñas donde nadie tuviera la potestad de promulgar leyes y
proponía la creación de parroquias descentralizadas. Es lo que se conoce como
pantisocracia (gobierno de todos), que ejerció una gran influencia en pensadores
como Samuel Coleridge, Robert Owen y grandes artistas, como William Blake y el
poeta Wordsworth.
El primero que sí se asume anarquista con todo y sustantivo, es el creador del
término «socialismo científico», Pierre Joseph Proudhon (1809-1865), gran amigo del

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pintor Gustave Courbet. Proudhon, a solicitud de este último, escribe un ensayo


titulado Sobre los principios del arte y su destino social (1865), cuyo mérito es ser
uno de los primeros estudios del arte que incursiona en su relación con el entorno
sociocultural, por no decir que realiza un estudio sociológico. Sostiene allí que el arte
sólo se justifica «por ser expresión de la sociedad» (op. cit.) si es «hecho en nombre
del hombre» (op. cit.), pues su objetivo es «enseñarnos a conjugar lo hermoso con
lo útil en los diversos aspectos de la vida». Por ello el arte debía ser «esencialmente
moralizador y revolucionario» (op. cit.). Es partidario por lo tanto de obras de arte que
permitan embellecer los lugares públicos, las máquinas y los ambientes cotidianos.
Proudhon y Courbet consideraban que la creación no podía ser esteticista, buscar
sólo la belleza de manera egoísta y desinteresada por el entorno de injusticias del
mundo. Es a partir de la obra de Courbet Entierro en Ormans que el término realista
comienza a aplicarse a la pintura, empleado por el crítico Champfleury. Más allá de la
posiciones polémicas que encierra su planteamiento, Courbet formula una
concepción arquitectónica como forma de mejorar el ambiente por medio del arte.
Anticipando la proposición de William Morris, sostuvo que el arte debía nutrirse de
la vida e iluminarla, embellecer y hacer humana la industria, la actividad laboral, el
ambiente circundante. Se debía, según Courbet:

«convertir nuestras grandes estaciones ferroviarias en modernos templos


de la pintura a través de grandes frescos y exaltar con ellos temas pinto-
rescos, morales, industriales, metalúrgicos; en una palabra, los santos y
los milagros de la sociedad moderna.» (Mack, 1975:165-166).

Pareciera un homenaje a él que, un siglo después, el presidente Francois


Mitterrand trasladara el museo impresionista a una gare. Courbet fue otro de los
pináculos del arte propaganda al servicio de la revolución social. Enfrentado al
gobierno de Napoleón III en 1851, del cual fue un virulento opositor, él mismo se
definió como «[no] sólo un socialista sino también un demócrata y un republicano,
en otras palabras un partidario de toda revolución, y sobre todo un realista...»
(Mantz, 1976:63). Pero a diferencia de la concepción pedagógica o moralizante
expuesta por Diderot, el realismo de Courbet era tal sólo porque reproducía
aspectos de la realidad, situaciones existentes.
En la literatura el término realismo se usa a partir de la publicación de Madame
Bovary de Flaubert. Para Marx, paradójicamente, un derechista como Honoré de
Balzac era «un maestro del realismo», y Engels, en su carta a Margaret Harkees,

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cinco años después de morir su amigo inseparable, diría que Balzac –odioso
monárquico, católico, conservador y antiizquierdista– era «más grande que todos
los zolas del pasado, del presente y del futuro». Esto resulta una ironía porque tal
vez el pináculo del realismo en literatura, junto a Los Miserables de Hugo, sea la
trilogía formada por Germinal, París y Trabajo, que Émile Zola publicó entre 1885
y 1901. En la primera se hace eco del llamado socialismo científico y es en ella donde
aparece la primera alusión explícita al marxismo en la literatura francesa. Cuenta una
desastrosa huelga de mineros del carbón, y la lucha entre obreros y propietarios
–la lucha de clases–, está claramente planteada a favor de los primeros. Entre los
tres líderes obreros, el marxista es el más concreto, sensato y el que demuestra más
sentido de la realidad, mucho más que el pacifista o el anarquista bakuniniano,
cuyas presencias en la obra no hacen más que destacar la fuerza del pensamiento
políticamente correcto del primero. La lucha entre las diversas corrientes de la
izquierda era entonces, como siempre, a muerte. El autor dijo que la obra era «un
grito de piedad por quienes sufren». Luego, en su novela París, de 1898, Zola
experimenta un extraordinario viraje ideológico. Siempre se había manifestado como
un opositor radical del anarquismo en su rama terrorista. A lo largo de su vida se
mostró horrorizado por la crueldad y la demencia de sus «apóstoles», pero en esa
novela comienza a evidenciar «comprensión» y hasta simpatía por la
«desesperación» que llevaba a estos hombres a sus acciones y arrojaba la culpa
de sus crímenes a la burguesía y el capitalismo. Incluía en la narración, un poco
desfigurados, ciertos personajes que habían alcanzado una trágica notoriedad
durante esos duros años. Emile Henry, Auguste Vaillant, otros como Blanqui y
Jules Guesde, así como unos simbólicos proudhoniano, fourierista y nihilista de
Europa Oriental. Los acontecimientos históricos ocurrieron así: Vaillant había
arrojado en 1893 una bomba en la cámara de diputados y Ravachol otras en las casas
de jueces que seguían juicios contra terroristas detenidos. Aunque estas acciones
no ocasionaron víctimas, ambos fueron guillotinados por decisión judicial, para
crear precedentes aleccionadores. Pero el terrorista Santa Caserio asesinó al
presidente Carnot con una daga en la que estaba grabada la inscripción «venganza
por Vaillant». Emile Henry hizo explotar el café Terminus de la estación Saint-Lazare
y también fue ajusticiado. Fueron esos años muy intensos de terrorismo, luego de
la etapa de reflujo revolucionario consecuencia de la derrota de la Comuna de París
de 1871. Con la muerte de Carnot, el gobierno francés inició una ofensiva muy
profunda que culminó con el llamado Proceso de los Treinta, con el que fue
aplastado el movimiento terrorista. A este período de violencia inútil corresponde

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París. Y en Trabajo, de 1901, Zola regresa al fourierismo. En su exilio de Londres,


donde tuvo que refugiarse por su actuación en defensa del oficial Dreyfus, acusado
injustamente de traición por la justicia francesa, había leído mucho a Fourier, fuente
esencial del socialismo utópico. No por casualidad el arquitecto lionés Tony
Garnier, discípulo de Fourier, en el boceto de su diseño de la ciudad industrial del
futuro, en la que no habría tribunales, ni policía, ni cárceles, ni iglesias, ni
estafadores, ni ladrones, porque no habría propiedad privada, inscribió en primer
plano los nombres de «Zola» y «Trabajo».

LA ACTITUD FRENTE A LA REALIDAD DEPENDE EXCLUSIVAMENTE DEL SUJETO


CREADOR

Según Courbet, el arte debía estar a la par de su tiempo, encajado en


situaciones reales, en las condiciones de vida de los seres de carne y hueso. Eso
hace su diseño conceptual distinto del de David, por ejemplo, quien en momentos
usaba episodios de la Roma clásica y relataba acciones heroicas. La concepción de
Courbet tiene más que ver con la cotidianidad («la pintura sólo puede representar
cosas reales y existentes») y es realista sólo en ese sentido. Pero resulta
fundamental resaltar que no es lo mismo cuando se piensa que la actitud frente a
la realidad depende exclusivamente del sujeto creador y no se pretende que exista
una coacción extraindividual sobre éste, bien sea la religión, un partido o el Estado,
a que, por el contrario, se pretenda meter al artista en la horma ética de la sociedad.
En la medida en que Proudhon abandona el populismo agrario original, su
pensamiento sigue en estructuración hasta llegar a su tesis madura de que, a
diferencia del violentismo revolucionario de su época, lo que se requiere es la
confluencia pacífica de las fuerzas enfrentadas en la sociedad, para lograr los
objetivos por medio de la cooperación mutua. Por eso su doctrina recibirá el nombre
de anarquismo mutualista, de donde nacerá el sindicalismo. La prédica de
Proudhon se extiende y el anarquismo se convierte en una corriente revolucionaria
distinta de las otras, particularmente por su énfasis en el individualismo y en la
necesidad de erradicar toda forma de gobierno. Son anarquistas Mijail Bakunin
(1814-76), el príncipe Piotr Kropotkin (1842-1921) y Lev Tolstoy (1828-1910), núcleo
inicial cuyo planteamiento se extiende profusamente hacia intelectuales y artistas
como Pissarro, Seurat, Picasso, Diego Rivera y, en Estados Unidos, Josiah Warren
y Henry David Thoreau (Berlín, 1978).

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La litografía dará un nuevo carácter al tema de la politización de las artes


plásticas. Ford Madox Brown (1821-1893) redescubrió un extraordinario medio de
comunicación social para la vinculación entre política, tecnología y arte. A través
de gráficas de circulación masiva, gracias a la confluencia de la imprenta de gran
tirada y la caricatura, lo que creaba la posibilidad de imprimirla masivamente, se creó
un instrumento fundamental en la nueva política de masas que se proponía llegar
hasta la conciencia de amplios grupos de trabajadores. Fue así como nació una vía
capaz de difundir su concepción de cambio social y realizar la implacable crítica de
las instituciones, a través del nuevo método que la dotaba de gran capacidad de
penetración. Su medio le daba al mensaje una cobertura mucho mayor y la
posibilidad de impactar extensos sectores sociales. Socialista tory, Brown fundó en
1852 una escuela de dibujo para artesanos en los suburbios de Camden Town en
Londres y desempeñó un papel esencial en el desarrollo de las artes gráficas y su
aplicación política, al difundir por primera vez a escala masiva caricaturas, moralejas
y panfletos. Ford Madox Brown y Charles Dickens crearon una nueva forma de arte,
de difusión masiva, propagandística y combativa. Ilustraciones que plasmaban la
miseria del pueblo bajo aparecían en El Gráfico –periódico creado a esos efectos–
para denunciar la injusticia social: el trabajo en las minas, el horror de los refugios
para homeless, los hospicios, el trabajo infantil, los barrios pobres, así como la
contrastada opulencia de los grupos dominantes. Van Gogh admiró profundamente
esta forma de propaganda y tenía la colección encuadernada de El Gráfico.
En Francia, al mismo tiempo, Honoré Daumier por aquellos tiempos se dedicaba
a pintar a los pobres, hacer sangrientas caricaturas contra los poderosos y asumía
en su obra plástica el compromiso con la revolución de 1830 (no lo haría después,
por cierto, con la de 1848). Creó un estilo cuya máxima expresión se materializará con
George Grosz en 1918 y de allí en adelante tendrá un extraordinario uso en la lucha
política. Daumier le da a la litografía, recientemente inventada por Senefelder en
1796, una utilidad de extraordinario poder propagandístico y llega con ella hasta
públicos masivos. El impacto causado fue tan grande que Paul Lafargue, ardiente
revolucionario y yerno de Karl Marx, abandonó su profesión de médico para
dedicarse a la litografía. Daumier fue encarcelado en varias ocasiones por sus
irreverentes caricaturas publicadas en el periódico llamado La Caricature, donde
colaboraba también Balzac. Allí apareció su célebre obra La calle Transnomain,
inspirada en el asesinato de unos trabajadores por la policía en la calle de ese
nombre. Toulouse-Lautrec, con la técnica masiva del affiche, inmortaliza a ciertos

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grupos de outsiders –él mismo lo era– como prostitutas, bailarines de burdel,


chulos. Y su discípulo Pablo Picasso a los mendigos, con finalidades evidentes de
denuncia social. Delacroix y Géricault fueron propagandistas de la revolución de
1830; Gustave Courbet lo es de la Comuna de 1871.
Tal vez la versión más extrema en el siglo XIX del arte usado como medio de
comunicación política sea la representada por el líder anarco-sindicalista Fernand
Pelloutier quien, en compañía de un grupo de militantes, en 1896 publicó la revista
Arte Social, concebida como instrumento para difundir las ideas de un arte
«exclusivamente propagandístico». Pelloutier sostenía que sólo «el despertar de
las mentes para despreciar los prejuicios y las leyes» conduciría a «una revolución
social» y «ese despertar sólo puede lograrlo el arte» (Nolan, 1956:188).
La idea de progreso vivía en aquel momento su máximo prestigio como
consecuencia del avance científico generado por el impacto de la Revolución
Industrial. De allí se desprenden las primeras proposiciones de «ingeniería social»,
entendida como la posibilidad de controlar y diseñar la sociedad mediante el
método científico y la comprensión racional de sus leyes. Esta idea de que el
progreso tecnológico y el progreso social son parte de la misma dinámica del
ejercicio de la razón, aparecía ya claramente en pensadores como Thomas Paine
(1737-1809) y Denis Diderot (1713-1784), padre de la Enciclopedia y, según
algunos, primer crítico moderno de arte. Para él las creaciones artísticas debían ser
útiles, educativas, y reflejar la vida de la gente común, accesibles, en un lenguaje
trasparente y sencillo, de propaganda, tal como se usa la noción, por primera vez
aplicada a la política de partido, en la Revolución Francesa.
En el artículo de la Enciclopedia que se le atribuye a Diderot, denominado
«Arte», se analiza la distinción entre artes liberales y artes mecánicas, que equivale
a la de artes y oficios. Y en la sección «Bellas Artes» se sostiene que en la época
de la libertad y de la creación como durante la etapa de esplendor de la civilización
griega, las artes estaban dedicadas a los fines del Estado, a difundir las buenas
costumbres y la moral. Pero otra tendencia en el pensamiento político y las artes,
muy ligada a los románticos, es el anacronismo, el culto por el pasado, que dio
origen al movimiento neogótico. El embellecimiento del pasado –según el esquema
rousseauniano–, la teoría del «buen salvaje», el rechazo al cambio y el aferramiento
a la utopía arcaica, hacen que la cultura sea tentada por la antipatía hacia las
violentas transformaciones que se producían. Baudelaire se lamenta de que «ya no
existe el viejo París; la forma de una ciudad cambia más rápido ¡hay! que el corazón

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de los mortales»; y Proudhon abomina la urbe, surcada por las grandes avenidas
y bulevares construidos por el prefecto Haussmann, bajo el influjo transformador
de Napoleón III. Le molestaba el bullicio de las concentraciones, el ruido de las
locomotoras entrando y saliendo de las gares, que «habiendo sustituido los
puertos de la vieja ciudad, han des truido su razón de ser con sus plazas y sus
nuevos teatros, sus nuevos cuarteles, el nuevo pavimento, las legiones de
barrenderos y el polvo espantoso» (Dolleans, 1969 s/p). A Heine le disgustaba el
extraordinario cambio dado por «Londres, desorbitado, que oprime la fantasía y
destroza el corazón» (loc. cit).
Varios grandes autores como Arendt (1974), Deutscher (1970), Hayek (1990),
Brington (1954) y otros, consideran parecidas las revoluciones francesa y
bolchevique, e incluso Deutscher afirma que la segunda repite paso a paso la
primera. Una y otra tuvieron alcance ecuménico y crearon sistemas ideológicos de
repercusión en el resto del mundo; ambas fueron, además, internacionalistas y
tuvieron vocación expansionista; una y otra utilizaron la violencia y el terror; una
y otra quisieron educar a los ciudadanos en las ideas revolucionarias, por medio,
entre otras cosas, del arte. Con la Revolución Rusa surge una nueva teoría cuyas
implicaciones para los creadores han de ser trascendentales y que se conoció como
realismo socialista.
A partir de 1922, cuando el poder soviético ya empezaba a estabilizarse y
comenzaba a perfilarse un régimen totalitario, sin control de instituciones de
contrapeso o de la opinión pública, se consolidó la tendencia a fijarle normas
arbitrarias y «clasistas» a los hombres de ciencia, los intelectuales y los artistas.
Comienzan a acuñarse nuevos términos como «cultura proletaria», «arte
proletario», «ciencia proletaria», «literatura proletaria», así como se había
expandido antes, durante la guerra civil rusa, lo de la «estrategia militar proletaria».
Surge así el proletkult (cultura proletaria) como nueva visión de las cosas en
avance, cuyo fundamento consistía en que si durante el período burgués habían
existido correspondientes expresiones sociales y culturales propias de esa clase en
su «período ascendente», el advenimiento del poder proletario tenía que crear una
nueva civilización, que arrancara la anterior desde las raíces. En ese momento
Trotsky, aún superpoderoso, enfrentó radicalmente este punto de vista defendido
por líderes tan importantes como Bujarin y Lunacharsky. En discurso frente a un
pleno de educadores del partido bolchevique, critica a los impulsores del proletkult
y sostiene que:

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«El Estado es una organización compulsiva y en consecuencia los mar-


xistas en los puestos de mando pueden sentirse tentados a desempeñar
incluso su labor cultural y educativa de acuerdo con el principio de: «aquí
está la verdad que os ha sido revelada; arrodilláos ante ella...» (Deutscher,
1970, T. II).

Trotsky dijo que «El arte, vean ustedes, significa profecía. Las obras de arte
encarnan presentimientos». De esta manera, asume la posición romántica que
considera el arte una forma de conocimiento superior y al artista un iluminado que
ve más allá de la realidad tangible. Podría argumentarse que una cita aislada no es
suficiente para fundamentar ninguna hipótesis, pero lo podría ser si recordamos
que el trotskismo fue denunciado por defender la concepción burguesa del «arte
por el arte». Luego de la desaparición de Trotsky y la entronización del poder
absoluto de Stalin a partir de 1936, así como la centralización del poder soviético,
no sólo sobre la URSS, sino sobre el conjunto del movimiento comunista
internacional, esta concepción se hizo doctrina oficial de los comunistas y sus
amigos en el mundo entero, con lo cual su efecto en la civilización occidental fue
determinante durante el siglo XX. Una extraordinaria cantidad de rupturas,
expulsiones, persecuciones intelectuales, cacerías de brujas, se materializaron
como consecuencia de la adopción de esta manera de concebir el arte como un
instrumento político por sectores cada vez mayores de intelectuales y artistas en
el mundo entero. Stalin llegó a afirmar que los poetas debían ser «ingenieros del
verso». Aparte de estar obligados a producir arte realista, a plasmar en la literatura,
la pintura, la arquitectura, el cine y la escultura, historias o escenas de los
trabajadores y campesinos, el artista debía estar «comprometido con el proceso
revolucionario». La coacción era directa. En la URSS y los demás países del bloque
socialista no había posibilidad alguna de eludirla. En Occidente el control de medios
de comunicación, editoriales, centros de cultura y asociaciones de intelectuales y
artistas por parte de grupos revolucionarios o contraculturales, hacía que los pocos
que osaban rebelarse contra tales dictámenes fueran execrados, desacreditados y
condenados a la marginalidad. Las tendencias luego triunfantes hacia la
consolidación del stalinismo y con él la oficialización de la doctrina del realismo
socialista, crearon una crisis entre los intelectuales y artistas europeos de la primera
mitad del siglo XX. Después de la eliminación política de Trotski en 1927, en la
Unión Soviética se aprobó como línea oficial una ortodoxia artística de finalidades
pedagógicas que a partir de 1934 se llamará realismo socialista, en muchos

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sentidos antagónica con las búsquedas realizadas por las vanguardias europeas.
Los «artistas proletarios» debían utilizar sus obras para «defender la construcción
de socialismo». Esa corriente se reproducirá en China y Cuba y en el resto del
mundo socialista. Mao desencadena una ofensiva contra el arte reaccionario chino
y occidental, que llevó a las brigadas rojas a encarcelar a quienes leyeran a Confucio
u oyeran a Beethoven. La Revolución Cubana creó un aparato de represión de los
artistas a través, entre otras revista, de Casa de las Américas, así como del Instituto
Cubano de cine que logró prácticamente mutilar la creación artística. La represión
contra los intelectuales y artistas contribuyó a crear un todopoderosos aparato de
control totalitario de la conciencia. Nadie escapa de la mirada del poder ni del
terrorismo de Estado. La violencia contra intelectuales y artistas tuvo sus casos
emblemáticos con los escritores Valladares y Heberto Padilla. No tan conocidos
pero no por ello menos dolorosos, fueron los casos de José Lezama Lima, tal vez
uno de los más grandes novelistas latinoamericanos, muerto en el abandono y en
extrañas circunstancias en un hospital de La Habana; la vejatoria autocrítica a la que
fue obligado el poeta Virgilio Piñera y que fue seguida por su extraña muerte; el
fusilamiento del cuentista Nelson Rodríguez y la prisión de René Ariza, Miguel
Sales y Daniel Fernández. El enloquecimiento de Delfín Prats, luego de ser obligado,
después de múltiples humillaciones, a trabajar de cocinero. La destrucción moral de
César López, la muerte incomprensible de César Cid y la dolorosa existencia a que
fuera obligado Reinaldo Arenas, contada en su novela Antes que anochezca, hoy
llevada al cine.

LENIN Y LA APPASSIONATA
Cuenta Natalia Sedova que Lenin le habló de su miedo de escuchar la
Appassionata de Beethoven con demasiada frecuencia, porque podía perturbar su
razón, lo que revela que si bien no cultivó un conocimiento del arte occidental como
sí lo hizo Trotski, poseía una sensibilidad que le permitió ser tal vez el primer gran
líder de este siglo en comprender cabalmente las posibilidades propagandísticas del
arte, «la propaganda mediante monumentos» y «el arte como arma», hacia donde
tenderá siempre el régimen soviético. A Trotski, entre otras muchas cosas, le
acusaron los stalinistas de «pequeño burgués» porque en sus reflexiones sobre
arte consideraba que en éste tenía más importancia la expresión de la subjetividad,
los temas de carácter existencial, que la posibilidad de servir a la acción

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revolucionaria. Las tendencias luego triunfantes hacia el poder total del stalinismo
y con él la oficialización de la doctrina del realismo socialista, crearon una crisis
entre los intelectuales y artistas europeos de la primera mitad del siglo. Los
dadaístas, en amplia medida irracionalistas, e incluso antiartísticos (como el
mencionado Tristan Tzara), enemigos de la sociedad burguesa, para ellos
desenmascarada por la primera Guerra Mundial, se dividen entre los seguidores de
Tzara, defensores de que la actividad creativa no debía mantener vínculos políticos,
y los de Richard Welsenbeck, partidario de que por el contrario debía servir para
ganar adeptos a la revolución. En 1926 fueron los surrealistas los que corrieron la
misma suerte, luego de una polémica entre Breton y Pierre Naville. Y años después
el fin del movimiento surrealista tuvo su razón en el debate sobre las relaciones
entre arte y propaganda.
Uno de los episodios más surrealistas que puedan recordarse es el papel de
Tristan Tzara en 1947, veinte años después de haber sido el más ardiente defensor
del arte como la expresión de las más libres y oscuras vertientes del alma, convertido
en fiscal acusador del surrealismo. En una conferencia dictada en la Sorbona, el
otrora irreverente detractor del poder denunciaba a sus antiguos compañeros, en
nombre de «un arte político que llevara al pueblo las ideas de la revolución» (Barr,
1951:280). Pablo Picasso, de larga carrera revolucionaria y una de las figuras
simbólicas del siglo XX, protagonizó entre otros muchos dos incidentes útiles para
examinar el tema que nos ocupa. Su famosa paloma ha sido uno de los iconos
propagandísticos más poderosos de todos los tiempos. En 1949 la Unión Soviética,
que no tenía la bomba atómica, estaba promoviendo los célebres congresos Por la
Paz, para ganar tiempo mientras lograba construirla con información proveniente
de sus espías en los Estados Unidos, para igualar el poderío de su adversario. En
esos días Matisse, conocedor de la simpatía de Picasso por las palomas, le regaló
un pichón blanco que él dibujó para una litografía. Recién había nacido su hija a
la que llamó precisamente Paloma. Louis Aragon, el poeta oficial del Partido
Comunista Francés, al ver la litografía, comprendió su extraordinario valor político
y la convirtió en el afiche oficial del Congreso por la Paz a realizarse en abril. El afiche
se publicó en los periódicos comunistas del mundo entero y recibió los más
variados premios de organizaciones culturales.
La segunda anécdota es que a la muerte de Stalin en 1953, el mismo Aragon,
director de L’Humanité, diario oficial del Partido Comunista, decidió preparar una
edición extraordinaria y pidió a Picasso que hiciera la ilustración. Y efectivamente

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el número salió con un retrato de Stalin hecho por Picasso, bastante realista aunque
en la técnica de alto contraste y no exactamente según el modelo de rostros
sombreados y adustos del estilo soviético. Esa pequeña heterodoxia fue
considerada un terrible irrespeto por militantes y dirigentes y produjo un escándalo
de tan grandes proporciones que Picasso se vio obligado a publicar una tartajeante
autocrítica.
Hoy, después del triunfo de la posmodernidad por encima de las enfermedades
ideológicas, la implantación de la libertad como forma de vida hace que se pierdan
las fronteras entre los espacios que antes parecían bien definidos. Y en cuanto al
uso del arte para mejorar, embellecer, no sólo los espacios urbanos, los ambientes
públicos y privados, sino cada rincón de la actividad humana, día a día se generaliza
desde diversas perspectivas. Es difícil conseguir una sociedad en cambio
posmoderno que no destine grandes esfuerzos a humanizar y embellecer su propia
faz. En la vida política, desde la campaña presidencial de 1968, en los EEUU y
posteriormente en la mayoría de los países democráticos, se incorporaron las
modernas técnicas publicitarias a campañas electorales, y es difícil conseguir
países más o menos desarrollados políticamente, cuyos partidos no hagan
esfuerzos por que su propaganda tenga cierta calidad. Si quedaran diferencias
apreciables entre propaganda y publicidad, sería tal vez porque a veces la primera
desdeña los recursos estéticos y comunicacionales.
Arte como medio de propaganda, propaganda como arte. Esa discusión ha
convivido con grandes tragedias existenciales y sociales cuando se ha querido
imponer cánones a los creadores. De los fenómenos más curiosos en las ciencias
sociales es el insuperable atraso de la Teoría de la Comunicación con respecto a su
objeto de estudio: la comunicación y sus expresiones concretas, entre ellas los
medios mismos y la publicidad. Tanto como para afirmar que a diferencia de los
demás campos del pensamiento social (sociología, ciencia política, incluso
economía) en los cuales las tecnologías se han desarrollado en relación con las
teorías, las tecnologías de la comunicación y la publicidad moderna se han
desarrollado al margen –si no contra– de la disciplina que debería estudiarlas. No
volveremos sobre la razón que explicaría este extraño fenómeno, proveniente de un
trauma genético: que los fundadores de los estudios modernos sobre el tema fueron
sociólogos (Adorno, Horkheimer, Marcuse, Fromm), aterrados por el uso que hacía
el nacionalsocialismo de la radio y el cine. Pero hasta nuestros días esa relación de
amor y odio (más del segundo que del primero) no ha cambiado y gran parte de los

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académicos, investigadores y pensadores del tema rechazan a los medios.


Han creado por ello un extraña demonología comunicacional y en vez de
descubrir o estudiar las características de los medios y de la publicidad, se han
dedicado a resaltar supuestas maldades, perjuicios, defectos, que producirían
estragos en la población, con lo cual han creado un muñeco de bruja al que clavan
alfileres, creyendo que así dañarán al objeto de su animadversión. Los medios y la
publicidad, entre tanto, continúan su expansión. Nadie, y menos los medios se
ocupa de lo que dicen estas teorías sin objeto ni práctica. No tienen incidencia en
los medios, no los entienden, ni siquiera saben qué está pasando dentro de sus
fronteras. Leemos enjundiosos libros y artículos que nos abruman con
impresionantes volúmenes de cifras para demostrar que... ¡la mayoría del gasto
publicitario se destina a la televisión! Consideran nuestros disertantes que le ponen
el cascabel al gato y arrojan luz sobre una tenebrosa realidad. La razón es sencilla:
basta preguntarle a un locutor o a un animador de televisión para saber eso y,
además, por qué. Detrás de tantos razonamientos sofisticados o profundos se
descubre el disgusto por la sociedad abierta y la idea de que la publicidad manipula,
deforma, embrutece y aliena a la población; por ello, plantean la necesidad de que
los gobiernos pongan freno a una información en la que se determinan estímulos
«dañinos» como sexo, violencia, el sensacionalismo, defensa de los intereses de los
ricos, distorsión de los intereses populares. No podía faltar el cuestionamiento a la
libertad de expresión, a la que denominan falsa, valiéndose para ello de otro
monigote metafísico: no «todos» tienen el mismo acceso a los medios. No todos
podemos ir a la luna y no por eso el asunto deja de ser interesante y promisor para
la raza humana. Igual lo referente al sexo y la violencia, particularmente en la
televisión e Internet, no sólo porque parte de la indemostrada –más bien dudosa–
influencia que tendrían en la estimulación de conductas en la población, sino por
la pretensión subyacente de que haya una especie de «gran hermano», individual
o colectivo, con capacidad para decidir sobre el quilate «moral» de lo que las
personas adultas pueden ver. En países como Holanda o Suecia después de las
doce de la noche comienza la trasmisión de hard porno, sin que sus índices mínimos
de criminalidad indiquen «daño» social. La visión «moralista» que pregona
televisión, publicidad o cine sin violencia, paradójicamente impediría la exhibición
de las tragedias griegas –hay una en la que Edipo se acuesta con su madre y mata
a su padre– el teatro Isabelino o las obras de Dostoievski. Sólo podríamos ver
reposiciones de Hechizada, recetas de cocina, shows musicales o programas

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educativos, sin que a nuestros teóricos se les escape que detrás de estos
programas aparentemente sanos, está la mano negra de la manipulación imperial.
Este «autoritarismo comunicacional» se da la mano con el autoritarismo político:
resulta que los padres de estas teorías suelen simpatizar abiertamente con figuras
autoritarias del presente y el pasado.
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