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Primera parte:

La camioneta recorría la carretera de tierra dejando toda una polvareda a su paso. Desde
hacía como tres horas, todo el camino había sido curvas y ascensos entre cerros de
laderas agostas.
John D. conducía cansado, con una mueca de desencanto en el rostro. Se preguntaba por
qué a nadie se le había ocurrido coger algo de dinamita y abrir un túnel en las entrañas
del cerro, asfaltarlo y evitar el estar haciendo rodeos todo el día.
“Muy fácil, mi estimado J. Drake”, recordó que le había dicho un colega de la ciudad,
luego de plegar el mapa que tenían. “Porque, como ya ves, al pueblo desdichado donde
te diriges, no van ni los cartógrafos”. Le palmeó el hombro y lo dejo solo con su inútil
mapa. Igual, con todo, John se marchó al día siguiente.

Se trataba de un poblado común donde la mayoría de sus habitantes eran agricultores o


campesinos con algo de ganado, algunos comerciantes, un párroco, un par de
prostitutas, un buen puñado de niños y un alcalde terrateniente y fraticida. Visto desde
lejos, geográficamente tampoco ofrecía nada de particular. Un apiñado de casas de barro
y madera ubicadas en un difícil valle ahondado. Una plaza mayor en el centro, una
iglesia y en las afueras un campo de futbol junto al pequeño mercado de abastos.
Nada de especial a simple vista, y eso en el caso de que algún forastero observara, ya
que lo cierto es que casi nunca nadie visitaba el pueblo, al igual que casi nunca nadie
salía de allí.
Ahora, imaginemos un jovencito local, cualquiera. Un sábado en la tarde, por ejemplo,
se le puede ver salir del pueblo, seguir el camino que lleva hasta la quebrada, sortear un
par de cercas y descender con cuidado hasta el lecho del río. De su bolsillo, a lo mejor
extrae un sedal con un peso de plomo y un anzuelo. El muchacho se tiende en la hierba
toda la tarde a la espera de que pique alguna trucha menuda, de las que hay en esas
aguas diáfanas. Pero mientras tanto, como quien espera, saca también un manojo de
hojas de sus pantalones, un lápiz gastado y se pone escribe y escribe toda la tarde, hasta
que pican dos truchas. Las saca del agua y les golpea la cabeza contra una piedra.
Vuelve a su escritura con toda la calma del mundo hasta que queda satisfecho, luego
coge sus peces y se va. Se va:
La vi, la luna rosada viniendo hacia mí. Estaba en su camino y esa noche, cuando
llegó, casi ocupaba todo lo ancho del cielo. Yo le pedí deseos, pocos pero grandes.
Primero, luna rosada: tengo hambre, y segundo, soy pobre, no sé qué puedas hacer al
respecto, la miré. Pero la luna rosada, tan rosada, ni me miró, ni sonrió ni me dirigió
palabra, y más bien se alejó de mí. Al rato el sedal se tensó, muchísimo, con fuerza. Lo
sujeté y sentí que jalaban como veinte truchas gordas, debía serlo porque pesaban. Jalé
y jalé hasta que las saqué del río. Y qué decepción verlas, eran tan solo dos las que
habían mordido. Muy poco. Cogí a los peces, desilusionado. Les rompí el cráneo y los
abrí de un tajo con mi cuchillo. Entonces ocurrió: miré a los peces y se me abrieron los
ojos como platos. Tenían oro en las entrañas. Oro. Mientras tanto la luna rosada se fue
alejando. Cada vez más. Hasta que al final no fue más que un punto lejano en el cielo
inmenso.

The Pink Moon. Lo titularía John D. en su cuaderno de notas, más tarde todavía, cuando
conociera al chico.

Un joven que escribe. Hasta ese punto, aquello no tendría nada de insólito, de ser un
caso aislado. Porque lo cierto era que a cientos de metros de allí, en casa, su madre
sentada en su escritorio, también escribía. Y a tres casas de allí, metido en su habitación
del segundo piso, Isidro cerraba su cuaderno diario número treinta. Pero aún tenía la
pluma caliente y con mucha prisa le daba vueltas a la habitación en busca de un manojo
de hojas sin usar. Mientras tanto abajo, donde terminaba la calle, un perro vagaba en
busca de comida. Recorría un par de cuadras, encontraba una puerta abierta y se metía.
Era la casa del alcalde, donde una anciana preparaba en la cocina pato con miel y papas.
Suspiraba y movía su guisado sobre el fuego. Mientras tanto, en el segundo piso, el
alcalde releía con mucho rigor un viejo manuscrito suyo en busca de cualquier falla, por
más minúscula:
Luego de disparar el cañón del revólver humeaba un aroma a pólvora, tantas veces
percibido, vaya que sí. Pero aquella vez fue diferente. Además de pólvora, olí ¿Qué olí?
Oh, sí. Olí esto: los pasos de un alma retirándose del mundo.

Qué satisfecho quedó el alcalde. Era consciente de lo que se tenía entre manos. Un
relato más o menos ágil, aunque a veces torpe. Y a la vez una confesión de asesinato.
Pero no ahora, no. En su testamento estaba todo. Sólo luego de su muerte la gente
podría recuperar el manuscrito y hacer con él lo que quisieran (esperaba que leerlo, al
menos). De momento nadie tenía por qué saber que él había matado a su hermano,
hacía muchos años. Tantos, que ya el asunto estaba casi olvidado.
“¡Bastardo fraticida!”, soltaría un lector, tiempo después de su muerte. Y muchas cosas
más diría la gente luego de que se revelara el contenido del texto, pero al menos en algo
coincidirían todos: el viejo tenía cierto oficio.
Del manuscrito, en principio, no se harían copias. Quedaría el original en la biblioteca
del pueblo, aprovisionada únicamente de obras locales. Pero al cabo de decenas de
préstamos empezaría a avejentarse, así que el bibliotecario resolvería guardar el original
y fabricar unas cuántas copias. Tres, si era regularmente solicitado; cinco si lo pedían
más de cuatro veces a la semana, y siete copias si llegaba a formarse lista de espera para
los préstamos. Hizo nueve.

Así era este pueblo: vorazmente lector, aunque sólo de su propia obra, y muy prolífico.
Por alguna extraña razón casi todos sus habitantes practicaban la escritura, eso sí, de una
manera muchas veces ingenua y tosca, aunque muy voluntariosa.
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John D. se había enterado de la existencia de este caserío hacía un par de años en un


restaurante de ruta, cuando se dirigía a visitar una vieja ciudad inca, convertida al
catolicismo hacía cientos de años. Durante el almuerzo le tocó sentarse junto al chofer,
un hombre gordo y de barba, el cual se llamó la atención de ver a John escribiendo con
aprensión en su libreta, casi ignorando su plato de comida, y concentrado en sus
anotaciones. De buena gana se mofó de él. “Oiga, míster Drake”, le dijo. “Si no fuera
porque es gringo me creería que es usted de ese pueblo cojudo”. John D. levantó la
mirada sorprendido y luego sonriendo. Le encantaba oír la palabra cojudo. Preguntó de
qué pueblo estaba hablando. El otro le explicó lo poco que sabía, y lo único que
realmente era de interés: “Allí escribe todo mundo, hasta las mulas, no muy bien, pero
algo”.

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