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La camioneta recorría la carretera de tierra dejando toda una polvareda a su paso. Desde
hacía como tres horas, todo el camino había sido curvas y ascensos entre cerros de
laderas agostas.
John D. conducía cansado, con una mueca de desencanto en el rostro. Se preguntaba por
qué a nadie se le había ocurrido coger algo de dinamita y abrir un túnel en las entrañas
del cerro, asfaltarlo y evitar el estar haciendo rodeos todo el día.
“Muy fácil, mi estimado J. Drake”, recordó que le había dicho un colega de la ciudad,
luego de plegar el mapa que tenían. “Porque, como ya ves, al pueblo desdichado donde
te diriges, no van ni los cartógrafos”. Le palmeó el hombro y lo dejo solo con su inútil
mapa. Igual, con todo, John se marchó al día siguiente.
The Pink Moon. Lo titularía John D. en su cuaderno de notas, más tarde todavía, cuando
conociera al chico.
Un joven que escribe. Hasta ese punto, aquello no tendría nada de insólito, de ser un
caso aislado. Porque lo cierto era que a cientos de metros de allí, en casa, su madre
sentada en su escritorio, también escribía. Y a tres casas de allí, metido en su habitación
del segundo piso, Isidro cerraba su cuaderno diario número treinta. Pero aún tenía la
pluma caliente y con mucha prisa le daba vueltas a la habitación en busca de un manojo
de hojas sin usar. Mientras tanto abajo, donde terminaba la calle, un perro vagaba en
busca de comida. Recorría un par de cuadras, encontraba una puerta abierta y se metía.
Era la casa del alcalde, donde una anciana preparaba en la cocina pato con miel y papas.
Suspiraba y movía su guisado sobre el fuego. Mientras tanto, en el segundo piso, el
alcalde releía con mucho rigor un viejo manuscrito suyo en busca de cualquier falla, por
más minúscula:
Luego de disparar el cañón del revólver humeaba un aroma a pólvora, tantas veces
percibido, vaya que sí. Pero aquella vez fue diferente. Además de pólvora, olí ¿Qué olí?
Oh, sí. Olí esto: los pasos de un alma retirándose del mundo.
Qué satisfecho quedó el alcalde. Era consciente de lo que se tenía entre manos. Un
relato más o menos ágil, aunque a veces torpe. Y a la vez una confesión de asesinato.
Pero no ahora, no. En su testamento estaba todo. Sólo luego de su muerte la gente
podría recuperar el manuscrito y hacer con él lo que quisieran (esperaba que leerlo, al
menos). De momento nadie tenía por qué saber que él había matado a su hermano,
hacía muchos años. Tantos, que ya el asunto estaba casi olvidado.
“¡Bastardo fraticida!”, soltaría un lector, tiempo después de su muerte. Y muchas cosas
más diría la gente luego de que se revelara el contenido del texto, pero al menos en algo
coincidirían todos: el viejo tenía cierto oficio.
Del manuscrito, en principio, no se harían copias. Quedaría el original en la biblioteca
del pueblo, aprovisionada únicamente de obras locales. Pero al cabo de decenas de
préstamos empezaría a avejentarse, así que el bibliotecario resolvería guardar el original
y fabricar unas cuántas copias. Tres, si era regularmente solicitado; cinco si lo pedían
más de cuatro veces a la semana, y siete copias si llegaba a formarse lista de espera para
los préstamos. Hizo nueve.
Así era este pueblo: vorazmente lector, aunque sólo de su propia obra, y muy prolífico.
Por alguna extraña razón casi todos sus habitantes practicaban la escritura, eso sí, de una
manera muchas veces ingenua y tosca, aunque muy voluntariosa.
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