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Circula por el país el Anteproyecto de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, que el gobierno de
Cristina Fernández enviará al Congreso para su tratamiento. En un ejercicio poco frecuente de participación
popular, ese documento (que recoge varias aspiraciones de quienes desde hace años bregan por una
democratización de la comunicación y la información en la Argentina) es discutido en numerosos foros.
Cuestión que por supuesto es silenciada por aquellos que aspiran a mantener el “monopolio de la palabra”,
herederos de la nefasta legislación de la última dictadura militar y de las reformas neoliberales posteriores.
En esos foros y otros ámbitos de discusión se presenta el Anteproyecto y se analizan críticamente sus
puntos, de manera de enriquecer ese texto con aportes que iluminen acerca de sus posibles ambigüedades y
omisiones. Esa tarea es acometida de manera militante por destacados compañeros del campo popular,
intelectuales, periodistas, funcionarios, representantes de movimientos sociales, radios comunitarias,
Universidades, etc. En el marco de estas palabras, nos concentraremos en la importancia político –cultural
que asignamos a una nueva Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, como modo de hacer un aporte
a ese debate.
Y si hablamos de “cultura” puede resultar útil una sintética definición, pues la Comunicación
Audiovisual es efectivamente una actividad cultural. De acuerdo a una definición antropológica de cultura,
ésta es todo el mundo de valores, normas, objetos materiales, que son fruto de la actividad del hombre como
ser social. Se distingue así una cultura “material” y una cultura “ideal” que median en la relación de los
hombres entre sí y con la naturaleza. En las sociedades contemporáneas no puede hablarse de una sola
“cultura”, sino que existen diversas culturas o subculturas: de clase social, de género, regionales, y otras.
Entre estas culturas no hay una relación igualitaria sino que las asimetrías sociales y el poder establecen
jerarquías. La cultura de las clases dirigentes es la cultura hegemónica de una sociedad, y relega a un lugar
subalterno o marginal a otras culturas que incluso pueden ser estigmatizadas o perseguidas si representan
un desafío para el poder.
Pero este problema no se agota en la dimensión económica: es sobre todo una cuestión de
dominación político –cultural. Como plantea Samir Amin el imperialismo contemporáneo se sostiene sobre la
base de cinco monopolios: el monopolio de las armas de destrucción masiva, el monopolio del control de los
flujos financieros, el monopolio de la producción de alta tecnología, el monopolio en el acceso a los recursos
naturales, y el monopolio de los medios de comunicación masivos. El monopolio de la palabra es el vehículo
de un formidable proceso de aculturación mundial que pretende presentar la chatarra cultural del Norte como
una cultura global. De la misma manera sirve para reproducir la dominación local de las burguesías
coloniales. Hemos sido testigos el año pasado de la alianza entre los medios de comunicación local, la
burguesía agropecuaria y los agro negocios, en su batalla con el gobierno nacional, más allá de la resolución
125, cuestionando la potestad del Estado para apropiarse de una renta extraordinaria con fines de utilidad
pública. Esa alianza logró establecer un consenso social en torno al carácter incondicionado del
apropiamiento privado de la renta extraordinaria por parte de la “Patria sojera”. Para lograrlo, los monopolios
de la comunicación recurrieron a exitosas maniobras para convertir un salvaje boicot patronal que atentó
contra el derecho a la alimentación de los argentinos en una ejemplar y pacífica protesta de productores
rurales esquilmados por la voracidad fiscal. De los asalariados rurales en negro, campesinos explotados,
comunidades originarias expulsadas de sus tierras ancestrales, degradación del medio ambiente por la
expansión de la frontera sojera, ni una palabra.
En ese camino, surge como imperativo el hacer valer nuestro patrimonio cultural latinoamericano,
producto de las mejores tradiciones de lucha emancipadora de nuestros pueblos. Claro, esto solo vale si lo
resignificamos con nuestras propias herramientas culturales contemporáneas, para ponerlo a tono con la
magnitud de los desafíos actuales. Es solo así como una determinada herencia cultural se transforma en
patrimonio vivo, en factor de liberación. Tenemos historia y experiencia acumulada, que el poder intenta
permanentemente degradar o encubrir con su lógica descontextualizada y ahistórica. Historiar, contextualizar,
tornar evidente lo que se encubre, constituirnos como sujetos críticos, esa es la tarea de la hora.