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Adiós a la ciudad
Esa fue la última noche que pasamos en la ciudad. Temprano, en la mañana, me despedí
de don Ignacio y de todos los de su casa. Habíamos vivido unos días maravillosos en la
ciudad y nos daba tristeza dejarla, así que íbamos caminando por aquellas calles medio
cabizbajos. Sin embargo, yo ya quería volver con mamá, quería mirar el campo en el
que había nacido y en el que era tan feliz, quería volver a lo mío: a ordeñar a las vacas y
a alimentar a las gallinas, a sembrar la tierra y a mirar los atardeceres del campo, tan
distintos de los de la ciudad, a mirar a Celestino pasmado como siempre con los
caracoles y las lagartijas, meneando la cola con el vientecito fresco de la tarde.
Tenía ganas de ver a papá, de platicarle lo de los arrieros modernos, de que Celestino se
había vuelto burro importante, del sastre don José María González, del entierro de don
Benito Juárez, del aguador, de la señorita Patria, de don Ignacio y, en fin, de todas las
maravillosas experiencias que Celestino y yo habíamos vivido en la ciudad.
En eso iba pensando cuando ya habíamos salido de la ciudad. De pronto se oyó un ruido
fuertísimo cerca de nosotros. Estábamos parados a unos cuantos metros de las vías del
ferrocarril y por allá venía el monstruo de fierro, pitando y bramando como un toro
enfurecido, echando humo negrísimo por arriba. Me acordé de don Ignacio, que me
había dicho que ese día se estrenaba el ferrocarril que viajaba por primera vez de
México a Veracruz y que en ese viaje iba el presidente de México, Lerdo de Tejada.
Hoy, les platico todo esto desde la máquina de ferrocarril que manejo por primera vez
para hacer un viaje de México a Veracruz. Celestino me espera en casa con toda su
familia azul, junto a mis hijos y a mi esposa, a los que le encargo que cuide cuando yo
salgo de viaje para México en el tren. Todos estos recuerdos me vinieron a la memoria
en el momento en que me subía a la máquina y la preparaba para arrancar.