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EL CUCHIMILCO

Había despertado a las ocho de la mañana el sábado y justo era el


cumpleaños de mi madre; todos nos aprestamos a saludarle.
Caminábamos de puntillas hacia el cuarto de papá y mamá y, al llegar al
pasadizo, alguien abrió la puerta de la habitación que se encontraba
hacia el lado derecho de nuestros cuerpos: era mi padre. –Tu mamá está
despierta, salúdenla-, -¡Feliz cumple, má!-; a la orden de él lo dijimos al
unísono.

Ya llegada la tarde, al ir saboreando la deliciosa sopa campiñera, tocaron


la vieja puerta de madera; la penumbra era atravesada de arriba hacia
abajo por una línea luminosa, producto de la unión inexacta de las hojas
que componían la entrada; segundos más tarde, se encontró cubierta en
parte por el personaje que llegaba y tocaba con pasividad dicha puerta.
Era el abuelo…lo reconocí por la manera de golpear –ta-ta-ta-tá-ta-tá-,
era un estribillo que connotaba una calidez y seriedad a la vez y que el
paso de los años no había logrado cambiar. Mis hermanos pequeños
corrieron para ver quién era; mamá al abrir la puerta lloró al reconocer a
su padre, a quien por muchos años no había visto; él había viajado
tiempo atrás hacia Trujillo, dejando su casa ubicada en Chancay, luego
de que la abuela falleciera. Parecía que esta pérdida había curtido aún
más su carácter: ya no era tan bromista como cuando lo conocí, pero
todavía era encantador escuchar su sabiduría. -Me quedo un tiempo ¿se
puede, verdad?-; era extraño para mí que él pidiera quedarse; -No hay
problema, se lo diré a Amadeo-, contestó mi madre.

Ese almuerzo tuvo su postre gracias a él, pues había traído el dulcísimo
king kong y que siempre había maravillado mi paladar, especialmente el
manjar blanco fresco; el abuelo había entregado un collar de piedras o
chakira que había encontrado al andar por una huaca del norte. -¿Dónde
lo compraste?-, preguntó mamá; -Es de los moche-, respondió al
instante. Todos callamos y continuamos con nuestra comida. Yo
particularmente veía al abuelo totalmente extraño, pero no me atrevía a
decírselo. –Seguro es mi imaginación-, pensé; a fin de cuentas, no podía
interrumpir su concierto con el limón que exprimía sobre el trozo de pato,
que era acompañado por ese arroz verde con arvejitas y su zanahoria
picada.

Llegó la noche y papá llegó del trabajo; mi abuelo lo recibió contento,


aunque mi padre no mostraba tanta felicidad con su visita. Disimuló. –
Don Santiago-, saludaba; -Cómo estás, Amadeo-, contéstole el abuelo. Y
no hablaron más.

Ya en la cama, mi madre le decía a papá: -Amadeo ¿Por qué no te llevas


con mi padre?-, -No deseo hablar de eso, quiero dormir, estoy cansado-,
le contestó papá. Yo me sentí triste porque mi padre y mi abuelo no se
hablaban; pero aún más: pues no sabía, como mamá, a qué se debía
tanta enemistad entre ellos.

Amanecía y los gallos inauguraron el día con sus despertadores


cacareos. Salté de la cama y fui hacia la sala como solía hacer todas las
mañanas y encontré a mi abuelo sentado sobre una banca de madera,
mirando hacia la calle a través de la puerta a medio abrir; -Siéntate, no
me quedes mirando como si no me conocieras-, se dirigió hacia mí con
su característica sonrisa, esos labios ya surcados por los golpes de la
vida y con la ternura que cautivaría hasta los niños de a pecho; yo asentí
con la cabeza y me senté a su lado derecho cogiendo una silla vieja,
también de madera, que se tenía como reliquia de un familiar que no
llegué a conocer; -Mira hijito ¿ves a ese hombre barriendo la calle?-, -Sí-,
contesté; -Eso le pasa a aquellos que no estudian ¿Me prometes que
quedarás primer puesto en el colegio?-; -Sí, te lo prometo-, le respondí.
Esa mañana alimentada por el suave aire friolento, era inolvidable para
mí: cada código, cada seña, cada gesto de mi abuelo, lo tendría grabado
para toda mi vida...

Eran las once de la mañana y mi mamá me mandó a comprar al mercado


-¿Al Modelo?-, -Sí-, respondió mi madre-, -¡Ah...No quiero ir...!; -Anda
rápido, y te coges el vuelto-, -Ya mamá, voy volando-, contesté
emocionado y, saltando, salí de casa.

Al regresar no vi al abuelo; -¡Ha salido!-, gritó mi madre desde la cocina,


mientras yo me hallaba en medio de la sala; me quedé pensando cómo
es que mamá sabía que era yo, quizá por el ruido del piso de madera
que cruje cada vez que mi pie lo toca; a lo mejor creía que era papá, ya
que, como éste no se llevaba bien con el abuelo, le habría dado esa
noticia para que se tranquilizara; pero en ese caso, ella se hubiera
separado de la preparación (aunque aún no le entregaba toda la compra)
de los alimentos para recibirlo con un beso en sus labios, como solía
hacerlo siempre. En ese momento otra cosa llamó mi atención: era un
hombrecito de arcilla que se encontraba sobre el estante de esta añeja
parte de la casa, donde se ubicaban los libros y adornos más importantes
y valiosos de la casa; siempre había captado mi atención el leoncito de
plata que servía de aguamanil, -Era de la abuela-, pensé. Pero eso ya no
era prioridad, ahora lo era esa personita que se hallaba de pie con los
brazos extendidos y que era de sexo masculino. El muñeco tenía un
rostro con una manera muy particular de pintado que connotaba tristeza,
ya que los ojos eran negros menos el iris (pues era del color de la arcilla),
contaba con unas cejas pronunciadas representadas por líneas gruesas;
en el párpado inferior de cada ojo aparecía una figura similar a una
cadena de montañas (con las puntas o picos hacia abajo), que se
podrían entender como si fueran lágrimas. Alrededor de todo su rostro,
por sus bordes, se encontraba pintado de negro, simulando que tuviese
cabello y barba, además de que sus orejas no eran grandes y mucho
menos estaban pigmentadas de color alguno. En su plexo solar también
aparecían estos posibles rastros lacrimales que se extendían de clavícula
a clavícula, dispuestas de la misma manera que en la parte inferior de
cada ojo. Me quedé observándolo por varios minutos hasta que sentí un
dolor en mi oreja izquierda; -¡Te dije que vengas rápido!-, me gritó mamá;
-¡Ahhhhh ...!-, balbuceé; -¡Dame la compra del mercado!-. Se lo entregué
y mi madre se fue a continuar con sus labores gastronómicas. El instante
mágico con el muñeco de arcilla se había perdido; ahora sólo era un
cuchimilco más que cualquier arqueólogo, aficionado o huaquero podría
haber conseguido.

Después de haber almorzado, salí de casa para ver a los chicos que se
encontraban jugando en la Plaza de Armas; y recordé que uno de ellos
había cumplido trece años de edad. -Sin duda que este es un mes de
onomásticos-, pensé mientras caminaba; -¡Hola muchachos!, -¡Hola!-,
me respondieron al unísono los compañeros; -Díganme ¿de quién es el
trompo que se va a la “cocina”?, -De “Pozuzo”, manifestaron. A éste, que
era mi mejor amigo, le decían así porque sus padres eran descendientes
de colonos alemanes que llegaron a vivir en la localidad de Pozuzo: era
rubio, de ojos claros y blanco como la nieve; era más bajo que yo,
además de ser uno de los más aplicados de mi salón de clases del
colegio. “Pozuzo” se encontraba mortificado ya que todos los trompos
iban hundiendo sin misericordia sus durísimas púas en la tierna madera
que conformaba su juguete; -Ya, Franz, piensa que es sólo un juego-, le
dije intentándolo animar. Sus ojos verde agua se llenaron de lágrimas,
me miró desconsolado y me dijo que ya no volvería a jugar a la "cocina" y
que su papá le iba a dar una reverenda tunda, puesto que este era su
regalo de cumpleaños, mientras iba observando a algunos disfrutando de
envidia al herir el pobre trompo. Le cogí del hombro y le referí: -Vamos a
ver cómo lo solucionarnos-, -Eso no se puede arreglar…¡Mira, ya le hizo
una rajadura!¡Suelta mi trompo!; "Pozuzo" se desesperaba al ver tanta
maldad desplegada en ese juguete de madera, pero debía ser
caballero...Habían ocho más que esperaban su turno.

Luego de la cólera depositada en el referido juguete por parte de los


muchachos, Franz cogió su trompo, lo envolvió con su pañuelo y lo
guardó en el bolsillo derecho de su pantalón con tirantes color azul; -¡Me
voy!-, todos se rieron al ver a “Pozuzo” totalmente colorado y resentido
con el grupo; -Acompáñame por favor-, me lo pidió mientras enrollaba la
piola en su mano derecha, para luego desprenderlo e introducirlo en el
bolsillo izquierdo del mismo pantalón. En el trayecto hacia su casa iba yo
mirando la sobriedad de los inmuebles que aún conservaban su estilo
arquitectónico de inicios del siglo veinte, aunque muchos ya se
encontraban bastantes deteriorados y otros ya estaban siendo
reemplazados por viviendas de material noble, que eran más fuertes y
más duraderas, mientras iba pensando en Ariadna, hermana de mi rubio
acompañante, quien a su vez era la niña más bonita que había visto en
mi corta existencia. Con tan sólo doce años de vida venía cautivando a
más de medio escuadrón de los compañeros que habían estropeado el
trompo de Franz; ella tenía el cabello ondeado y rubio, con unos ojos
verdes claros que tenía la profundidad del mar, con una nariz de botón
que hacía juego con sus labios que siempre pintaba de rosado a
escondidas de su mamá (que, de haberse enterado, la hubiera
castigado); yo contaba en ese entonces con trece años y era la única
muchacha que me agradaba; de verdad que era reconfortante salir cada
día de clases e irme con “Pozuzo” a su casa para realizar la tarea y
aprovechar para mirarla, pese a que nunca habíamos conversado. Su
familia me estimaba mucho, aunque su abuelo paterno me veía extraño,
puesto que no era de su raza, ni credo, ni costumbres, ya que yo
respondía a un color resultante del mestizo con el blanco. Franz me
había dicho que su abuelo estuvo con la causa alemana en la segunda
guerra mundial: había viajado a Berlín con el fin de hacer cátedra en una
universidad. Luego de la guerra volvió al país, casándose en Pozuzo. Así
que cada vez que el padre de su padre llegaba a visitar a la familia, no
podía ir a ver a Franz, puesto que el anciano se transformaba en un
verdadero monstruo cada vez que me veía, así que tuve que lidiar con
todo eso.

Era lunes por la mañana y alguien movió mi almohada: era el abuelo que
trataba de despertarme, diciéndome que faltaban veinte minutos para
que comenzaran las clases en el colegio; corrí rápido a prepararme,
desayuné de velozmente y…me detuve mirando el mágico cuchimilco
que me miraba fijamente; -¡Se te hace tarde!-, -¿De quién es ese
hombrecito de barro que está sobre el estante?-, pregunté; -¡Vete, o te
sueno en este momento!-, reconocí que me gritó mi mamá. -¡Ya, chau,
los quiero!-, salí corriendo dejando la puerta abierta. Volteé para mirar y
me di cuenta que el abuelo la estaba cerrando; pensé que debía llegar
temprano, mientras sentía envidia de que él no tenía que levantarse a
primera hora para estudiar y que podía sentarse en la sala para mirar
hacia la calle.

En todo el tiempo que duraron las clases, no dejé de pensar en Ariadna y


en el cuchimilco: ella soltaba su cabello y caían las flores multicolores
que momentos antes estaban entretejidos en ese mar rubio que nacía de
su cabecita, pero nunca me hablaba, me miraba inmutable, llamaba a
Franz y se retiraba, mientras le seguía una legión de animales silvestres
salidos de mi imaginación...Pero esa imagen por momentos se cambiaba
por el misterioso cuchimilco que me observaba fijamente y sentía que me
decía algo; -¡Hey, alumno, despierte!-, -¿Ah?¿qué?¡cuarenta y cinco!-;
todos se rieron, mientras la profesora del curso de Álgebra me llamaba la
atención. -¿En qué pensabas tonto?-, me preguntó “Pozuzo”; -En tu
hermana-, le contesté en mi pensamiento...y en el cuchimilco.

-Oye Franz, dime, ¿eres tú el único en tu casa que es bien estudioso?-,


se lo pregunté en el momento de la salida; -No, mi hermana es bien
inteligente, pero es una pesada, se cree que puede más que yo...bueno,
es bien leída...-; -Ahhh...pensé que sólo eras tú, ya que contigo siempre
ando...-; -No, esto es de tradición, mi abuelo era una buen catedrático, mi
papá también, yo también...bueno...y mi hermana también...-.
-Mmmmmm...-, musité.

Al llegar a su casa, vi a su hermana sentarse en el sofá de la sala


comedor, leyendo un libro sobre historia del Perú; nosotros nos sentamos
en la mesa del mismo comedor, que no se separaba del área antes
descrita. -Me voy a ordenar mí cuarto, sino mamá me pega...te llamo
¿sí?-, -No hay problema Franz-, le respondí. En ese momento pensé que
él se demoraría largo rato, así que tenía que aprovechar para hablarle a
ella, quien continuaba observando esa enciclopedia, -Necesito saber más
de la cultura Chancay-, susurró mientras miraba el techo de su casa. -
Disculpa ¿tu hermano demorará mucho?-, -¿Deseas que vaya a
avisarle?-, me respondió; -No, lo que pasa es que quería enseñarle un
muñeco de arcilla muy curioso que tengo en mi casa y que parece tener
muchos siglos de antigüedad-, -¿Ah sí?-; -Sí, se muestra triste, y parece
que...-, -¿De qué cultura es?-, me preguntó; -Parece que es de esta
zona-, -¡Es entonces de la cultura Chancay! Sin duda que es un
cuchimilco ¿podría verlo?-; -Claro, porqué no-, respondí. -¡Ya, ven!-, me
gritó “Pozuzo”; -Ehhhh...me voy ¿Tu nombre?-, -Ariadna ¿el tuyo?-; -¡Ya,
vamos!-, insistió Franz desde su habitación, -Me voy, hasta luego...-.

Al día siguiente de regresar del colegio a mi casa y mientras almorzaba,


pensaba angustiadamente porque no podía entrar a casa de Franz, pues
su abuelo había llegado de visita, mucho menos podría mostrarle a su
hermana el cuchimilco del que habíamos platicado. Lo peor es que se
quedaría por algunos días, así que ya sabía lo que tenía que hacer.
Después del almuerzo vi al abuelo que estaba sentado en la sala leyendo
un periódico del año 1955 y que comentaba sobre la rescisión de
contrato del tranvía por los años 1930 en Huacho y le pregunté: -
Abuelo…-, -¿Dime?-; -¿Porqué hay gente que odia a otras por su color
de piel?-, -Por la maldad que existe en sus corazones-; -Pero no debería
ser así-, le refuté; -Mira (me lo dijo mientras cogía mi hombro), hay cosas
que comprenderás cuando seas grande-, -Pero yo ya soy grande-; -No,
hijo, debes crecer más para que lo logres entender en su totalidad-, -
¡Pero yo ya tengo 13 años! ¿Cuál es la diferencia…?-, me desalenté, no
tenía respuesta... no sabía qué decir...-¿Ves el cuadro donde se
encuentra tu papá con el alcalde?-, -Sí-; -¿Qué diferencia ves?-, me
replicó. -Mmmmm...no sé…¿Qué papá está con el alcalde...?-; -No, sino
que tu padre es prieto y el alcalde blanco...eso ha sido desde que
llegaron los españoles al país-. No lo podía creer ¿es que el abuelo me
hablaba de racismo? ¿Es que nosotros somos inferiores por ser más
oscuros de piel? ¿Entonces mi abuelo, “Pozuzo”, Ariadna, su familia, su
abuelo...eran más que yo?

Desperté a las cinco de la mañana producto de un mal sueño. Las


palabras del abuelo habían sido una constante durante toda la noche,
que habían calado al fondo mío...salí de la cama aturdido, me
desesperaba estar allí, aparte que mis brazos se adormecieron. Esa
sensación horrible se tenía que ir, por lo cual cogí mi frazada y me dirigí
hacia la sala, esperando que amanezca. -Iré a la sala-, pensé; pero al
llegar vi al abuelo escribiendo en un papel timbre encima de la mesita de
centro, alumbrado con una lámpara de keroseno; me acerqué a él y me
dijo: -Siéntate-, -Está bien-, le respondí.
Le quise preguntar sobre la conversación que sostuvimos durante la
tarde; -No me hables más del asunto-, me dijo; -¿Sabes? extraño a tu
abuela... ya son años desde que ella se fue, por eso me fui al norte-; -¿Y
porqué regresó?-, -Porque uno extraña la tierra que lo vio nacer-; -Pero
tú vivías en Chancay-, -Sí, pero allá fui cuando me casé. Aquí yo nací, en
el Hospital del Carmen. Luego de la muerte de tu abuela, vendí la casa
que nos pertenecía a un inmigrante japonés y decidí retirarme al norte,
para olvidar todos los mejores momentos que viví con ella-; -¿Cuántos
años vivieron juntos?-, -Treintaitrés años-; -¿No te llevaste nada, como
una foto?-, -Nada, sólo el cuchimilco que ves encima del estante. Ese
muñeco lleva mi tristeza, por eso es que yo sigo vivo. Ya son años que
me acompaña. Es simpático, a pesar de todo...-. En ese momento,
mientras escuchaba al abuelo, un rayo de luz tocó mi pestaña izquierda,
que pasó por el agujero de la ventana, atravesando la cortina que le
seguía detrás. -Cámbiate ya, se te va a hacer tarde-, me dijo. Así lo hice;
y me fui a clases.

Había pasado una semana sin estar en la casa de Franz, así que decidí
visitarlo, además de ver qué podría hacer para que Ariadna me hiciera
caso; -toc, toc, toc, toc...- alterné entre el toque despacio y fuerte. Salió a
la ventana Ariadna. -Hola ¿está tu hermano?-; al instante abrió la puerta
y me recibió. -No está...¿has traído el cuchimilco?-, -No, no puedo
sacarlo, le pertenece a mi abuelo, es una reliquia suya-; -Pero, solo un
ratito ¿si?-, -No se...-; -Vamos, solo un momento...-, luego de tanto
insistir le dije: -Vamos a mí casa y lo sacamos-, -Está bien-, respondió.

En el camino a mi casa fuimos conversando sobre varias cosas, mientras


me entretenía viéndola mover su cabello rubio. Al llegar a mi vivienda, no
encontramos a nadie. -Mira, ese es el cuchimilco-, -Está bonito, hay que
bajarlo-; -No, se puede caer, es muy alto para nosotros-, -No, no va a
pasar nada...-. Insistió tanto, que accedí: cogimos varias sillas para
descender el muñeco de arcilla; ella se adelantó a subir por ellas para
cogerlo...Al momento de tocarlo, se le resbaló de las manos y cayó de
panza desde una altura aproximada de dos metros…el ceramio explotó
en mil pedacitos en el piso. Me quedé estupefacto y de pronto llegaba mi
abuelo; -¿Qué es esto?-, gritó…miró hacia el estante y no encontró el
cuchimilco; me miró y yo no supe qué decir, mientras Ariadna escapó a
escondidas. -Yo fui, abuelo-, me eché la culpa. En ese momento también
llegaron mis padres, quienes al ver el desastre, papá empezó a discutir
con mi abuelo, profiriéndole gruesas frases ofensivas. Yo fui a mi cuarto,
mientras mamá me cogía a correazos. Esa noche me puse a llorar.

Al despertar del corto sueño que tuve, no vi al abuelo...-Se fue-, dije para
mis adentros, poniéndome cabizbajo por lo ocurrido anoche y por lo que
protagonizó con mi padre.

Pasados unos días, me enteré que el abuelo conversó con mi papá y,


según me refirió, se reconciliaron por lo de aquel día y por las actitudes
racistas de mi abuelo para con mi padre durante varios años, que en un
primer momento había tratado de evitar que se casara con mi madre.
También me comentó que había viajado al sur del país, buscando otras
maneras de olvidar. -¿No hay nada más?-, le pregunté triste; -No te
preocupes, él ya te perdonó-, me respondió; -Mándale mis disculpas, si lo
encuentras-, -No te preocupes-. Me fui al patio apesadumbrado y
encontré la cara del cuchimilco, cuyo rostro curiosamente no se logró
romper; estaba esta vez contento y me extrañó que mostrara ese gesto,
pues nunca lo vi así. -No te preocupes, todo ya pasó-, me dijo mi abuelo,
mientras me cogía el hombro.

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