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John D. ya estaba allí.

Aquello debía tener realmente un carácter insólito,


seguramente… aunque a primera vista todo parecía normal. Había estacionado su
camioneta en una calle estrecha paralela a la plaza mayor, y estúpidamente había
esperado a que la verdad saltara a sus ojos, a que algún local se le acercara con sus
manuscritos: “mire, mire, lo escribí yo, yo, yo, y le presento a mi familia entera y a todo
el mundo de por aquí que también escriben, si hasta mi perro”. Pero lo cierto era que
los tres campesinos que pasaron cerca de él ni hola ni nada, a penas lo miraron y,
reacios, siguieron su marcha con más prisa. A uno se le cayó su cuaderno.

Cuento de la madre de un niño, hijo del río

Hacía mucho tiempo, a Micaela le gustaba dormitar a orillas del río, bajo la sombra
más rica.
Cada tarde, mientras sus tres terneras y dos vacas pastaban, ella bajaba a la
quebraba, bebía agua, se mojaba el cabello y luego se tiraba a dormir un ratito, debajo
de la sombra de un arbusto encaramado sobre una piedra. Eso sí, tenía el sueño
profundo, pesadísimo, y nunca despertaba ni a gritos, sacudidas o bofetones.
Esto lo descubrió Aquiles. Una tarde bajó hasta Micaela y la llamó. La tocó en el
hombro, la sacudió, la palmeó en la mejilla pero ella siguió enfrascada en sus sueños.
Cosa rara, pensó Aquiles. Y la besó en los labios. Una y otra vez. Luego se fue.
Al despertar, Micaela no se dio por enterada y siguió como siempre con su rutina. Lo
mismo que Aquiles, quien cogió costumbre de ir todos los días a besuquearse con la
difunta dormida. El muchacho se aprendió muy bien los tiempos y hábitos de su
amada, de forma que ni bien ésta se quedaba dormida, él bajaba a besarla. Y cada vez
se iba atreviendo a más.
Fue así como una noche en casa, Micaela descubrió que las cosas en su cuerpo no
marchaban del todo bien, pero no le dio mucha importancia hasta al cabo de dos
meses. Entonces le salió panza. ¡Mierda!
Antes de que la gente empezara con las habladurías, Micaela se adelantó llena de
recato, y se soltó con el cuento de que la había fecundado el río, de tanto que dormía
en sus orillas. Ante lo cual los más viejos de todos los viejos solían asentir y
constataban de que en efecto, en el agua siempre ha habido mucha vida y las chicas en
especial debían irse con cuidado. De forma que cuando nació el niño ya todo el pueblo
sabía que su padre era el río.
Con excepción de Aquiles, claro.

Esa fue la primera historia de las muchas que llegó a leerse John D. en su estadía en
aquel lugar. Historias curiosas, cortas y largas. Algunas mucho mejores que esta.
Contactar con el alcalde, como había hecho, fue una buena idea puesto que el hombre le
presentó a muchos de los pobladores más importantes, y John D. los conoció a todos,
compartió sus mesas, escuchó sus historias y leyó otras tantas en medio de veladas de lo
más agradables. Hasta que un día uno de los hijos de algún anfitrión donde se
hospedaba le dijo: “Dóctor, pero si de verdad quiere aprenderse todo lo que escribimos
es mejor que vaya usted a la biblioteca que tenemos. Allí están guardados todos los
escritos que valen la pena, desde hace como cancha de tiempo. Ande, dese una vuelta.”
De esta manera el señor D. abandonó las buenas comidas y se dirigió a la biblioteca.
Resultó ser una casa como cualquier otra, solo que dentro estaba llena de estantes con
encuadernados viejos y textos escritos a máquina o a mano. El bibliotecario, un hombre
muy viejo y calvo lo recibió con mucho entusiasmo y le dio todos los permisos para
examinar todos los textos, incluso para llevarse a la capital un par de ejemplares si era
menester, siempre que los devuelva. John D. se hizo buen amigo de aquel hombre, se
hospedó un par de días en su casa y escuchó y leyó muchas de sus historias, algunas de
buena factura, otras no tanto. Pero no despreció ninguna, siempre tuvo buenos
comentarios para todas las buenas y consejos para las más necesitadas. Asimismo
compartió sus propios textos: “pero me temo que no son cuentos, son más bien
reflexiones sociales”. El viejo le animó de todas formas, y el señor D. se soltó a leer sus
ensayos que, en efecto, versaban sobre la condición de las sociedades humanas, las
estratificaciones sociales y demás cosas aburridísimas que al viejo no le interesaban
para nada. Lo bueno fue que lo rechazó con educación, sin herir sus sentimientos. “Huy,
ya se hizo tarde. Creo que mejor me voy a la cama”.
En fin, John D. se quedó estudiando la biblioteca y haciendo anotaciones en su libreta.
Copio y pego un párrafo sobre las observaciones de nuestro estudioso:
Su narrativa (la del pueblo) no es mala. Muchas obras llegan a tener una calidad
notable y ciertamente vale la pena la relectura, sin embargo he descubierto que desde
hace años no se dirigen a ninguna parte. Llevan décadas escribiendo todos sobre lo
mismo: costumbres y rutinas, y uno que otro relato de sucesos locales casi
periodísticos, a veces a manera de crónica. Ciertas historias llegan a mostrar tintes
fantásticos pero no se despegan demasiado de aquella fuerte tradición realista. Mi
sospecha es que este estancamiento se debe principalmente a la falta de referencias
literarias. Me he fijado que en esta biblioteca solo hay textos locales. Pregunté a Pedro
(el bibliotecario) si tenía algún libro de los escritores del Boom, pero me respondió
levantando las cejas. Asegura que nadie ha oído nunca hablar de esos, ni de otros
escritores.
No conocen ni tienen interés por conocer la literatura que hay más allá. Y, en cierta
forma, no tienen por qué, puesto que su narrativa no pretende pulirse ni quiere se
competitiva. Tiene una específica función social y hasta catártica. Lo cual para mí es
una pena, puesto que mucha gente aquí tiene más que dar.
Por alguna afortunada casualidad traje conmigo un ejemplar de la novela “cien años
de soledad”. He pensando que sería bueno dejarla aquí prestada antes de irme, para
que se conozca un poco lo que es otra propuesta de narrativa. Estoy seguro de que les
encantará.
Me marcho mañana. Pienso volver dentro de tres meses. Tal vez con otros colegas.
Hay mucho trabajo por hacer.

Y así como lo dejó escrito en su diario, se marchó.


El señor D. abandonó el pueblo un lunes dos de octubre. Planeaba llegar a la ciudad,
citarse con algunos compañeros de trabajo y exponer lo que había descubierto,
respaldándose en sendas novelas que traía consigo. De lo mejor que había leído en aquel
lugar.
Esa mañana muy temprano, se despidió de su amigo el bibliotecario y condujo hasta el
medio día. Paró apenas lo justo para comer y luego siguió la marcha en su camioneta,
ansioso por serpentear la carretera de una buena vez y llegar pronto a la ciudad. Lástima
que por la prisa y la excitación de su estadía en el pueblo, no se concedió demasiados
descansos durante el trayecto. De forma que aquella madrugada, víctima del
agotamiento, parpadeó unos segundos y su coche se desbarrancó por una curva. El
vehículo dio vueltas de campana y no paró hasta alojarse en el fondo del precipicio.
John D. llevaba puesto el cinturón, así que sobrevivió a la caída. Lástima que sin auxilio
médico, en medio de la oscuridad y entre los fierros retorcidos, falleció víctima de
múltiples hemorragias una hora antes del amanecer.
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Y en el pueblo, cien años de soledad pasaba de mano en mano, la leían en dos o tres
días y sus páginas ya se empezaban a gastar.

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