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VERONICA VIDES: EN EL MUNDO DEL ULUAN

Miguel Huezo Mixco

Verónica Vides ha abierto en las artes plásticas de El Salvador un remanso


para el misterio. Su exposición “Crías de hierro” evidencia no sólo su
talento y sensibilidad, sino que también ha encontrado... Para ese hallazgo
tuvo que ir muy lejos, más allá de las disecadas ubres de las urbes, al otro
lado del mundo: al silencio, a buscar el camino hacia su yo personal.

Verónica ha venido haciéndonos guiños. Comenzó por plantar aquellas


mujeres flacas, estalactitas despellejadas como palo de jiote. Se fue a París
por unos días, y luego saltó el charco, de regreso, a buscar curiles entre los
mangles, a hablar con los mistericucos, los cantiles prietos, las luciérnagas
como cabuyas de puro, y a aspirar el olorazo de las pineras.
Entre todos los y las artistas de nuestro momento, Verónica es una de las
poquísimas que tiene su propia “voz”. Lo digo sin dolo: entre todas,
absolutamente todas las participaciones del Premio Páiz, el pasado fin de
año, donde había artistas respetables, y otros no tanto, la suya era la de
mayor originalidad. No intenta sorprender con la imitación, la pataleta
hueca, el cliché intelectual. Verónica toca la sencillez con sus nudillos. Y
ese Mundo Nomasito, el de su austero retiro en la montaña de San Ignacio,
está dejando que cruce sus tranqueras.

Pusiesque una bichita flaca y ojuda taba ispiando un viejo chele bien galán,
de caminado despacioso, que la yamó por su nombre. “Vení jugá”, le
deciya...

A la muestra de Verónica se llega por esa abertura que parece una laguna,
en el parque Cuscatlán. Allí ha instalado, por unos días, un reducto del
reino de Bah, el lugar “donde las cosas son la esencia”, como decía
Salarrué cuando regresaba de su viajadera cósmica. Una vez se pasa la
puerta y se leen las claves que Verónica le ofrece a sus visitantes, se entra a
un jardín donde nos reciben decenas de blanquísimas crisálidas, como ojos
imánicos que nunca se cierran.

Debajo de las hojas de crebedón encontramos la guarida de olompopos y


yescas, entre la que asoma una luz que parece venir de la entraña de la
tierra, de las esferas del Uluán, ese mundo que ahora entrevemos gracias a
las manos de esta artista. Columnas de ciempiés vestidos con el camuflaje
de los helechos, salen y entran por las bocas del aire, caminando por el
techo y la paredes. Detrás de ellos, llegamos a la colina de las orugas de
hierro dulce, arrimadas una a la otra, sobre el suelo y las paredes,
acompañadas de una música hecha de gorgoteos.
Estamos en el ángulo más inquietante de nuestra expedición por el mundo
subterráneo. Una gigantesca figuración de la misma Akanarlang, parece
custodiar el ala poniente de la sala. Y al fondo, los pezones mismos de Bah,
la madre del Uluán, parecen decirnos: “Venid conmigo; yo os mostraré mi
refugio, mi palacio de soledad y de silencio eternos”.

El pozo del tiempo está lleno de dolor, de pasmo y de maravillas. Y hemos


entrevisto algunos de sus misterios en ese pequeño ensanche del Uluán, en
un recodo del parque Cuscatlán.

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