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Tulio Hernández

Venecia queda en Apure

20/12/2009

Ocurrió en la primera sede del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, en Los
Palos Grandes, Caracas. Fue el escritor Oswaldo Trejo, coordinador de los talleres literarios de
aquella institución por entonces prodigiosa, quien hizo su presentación. "Los dejo con Manuel
Bermúdez", dijo, sin formalidad mayor, al grupo de aprendices ansiosos que habíamos
concursado y obtenido el cupo para el Taller de Ensayo y Crítica.

Fue cuando vino el deslumbramiento. Un señor bajito, moreno, con el habla zamarra, melódica y
nasal de los llaneros apureños, poseído por un cierto dejo rural que en principio suscitó entre
nosotros razonables sospechas, comenzó a disertar de una manera poco convencional, nada
petulante, grave o académica, sobre la teoría del ensayo de Montaigne, primero; la lingüística de
Saussure, después; y, luego, las semióticas de Pierce, Eco y Barthes, rompiendo todos nuestros
esquemas y ayudándonos a descubrir que se podía tratar aquellos temas y autores tan complejos
con la misma naturalidad coloquial con la que se puede hablar de la lluvia que cae o el juego de
beisbol de ayer.

Así entramos en el embrujo maravilloso del profesor Manuel Bermúdez, un hombre que ya
gozaba de un bien ganado prestigio en el mundo intelectual venezolano y que, a contracorriente
de la Academia de entonces, se ocupaba de temas en apariencia banales como la telenovela, no
para destrozar el género, sino para intentar comprenderlo y explicarlo, estudiando lúcidamente la
manera como el mismo estaba cambiando en Venezuela, gracias a la incursión de escritores
como José Ignacio Cabrujas y Salvador Garmendia.

Aquel taller, en el que entre otros veinteañeros se encontraban la, años más tarde, conocida
narradora Estefanía Mosca, el cineasta y activista por los derechos civiles Oscar Lucien, el
crítico de arquitectura William Niño, el de teatro Edgard Moreno Uribe, y la investigadora de
literatura Alba Lía Barrios, constituye una de las experiencias de aprendizaje más gratas que
quien escribe puede recordar.

Porque Manuel colocaba las cosas en su sitio, sin impostación. Mariano Picón Salas no era Picón
Salas, con mayúsculas, sino, dicho con cariño, "el tuerto Mariano". Roland Barthes no era el
maitre de penser de la francofilia académica, era "el doctorrrrr Barrrrthes", así con las erres
arrastradas, dicho como sus amigos hablan del "doctor Velásquez" para referirse cálidamente a
Ramón J., el ex presidente historiador.

Fue un intelectual fuera de serie que, para hablar en venezolano, nunca se las echó.

Con el mismo entusiasmo daba una conferencia magistral en una universidad, asistía a un
programa de televisión banal, escribía religiosamente su columna semanal sobre el habla
venezolana en una revista del hogar como Estampas, colaboraba en las selectas páginas del Papel
Literario de El Nacional , ejercía su condición de miembro de la Academia Venezolana de la
Lengua o disfrutaba como le acompañé muchas veces, allá por los años ochenta una medianoche
de bohemia en Sabana Grande, con gente mucho más joven que él, a la que protegía y orientaba,
mientras escuchábamos felices al chino Valera Mora declamar sus poemas desenfadados.

La memoria de sus desplantes es extensa y divertida. Pero, para mi gusto, uno de los que mejor
resume el pícaro y disparatado relativismo intelectual del autor de Enciclopedia rústica de
personajes insignificantes de Apure uno de los libros más ingeniosos que se han escrito en el
país es la anécdota aquella del día cuando arribó a Venecia en compañía de su inseparable
Tarcila.

Sobrecogido ante la esplendorosa visión acuática de la capital del Véneto, sólo atinó a exclamar:
"¡Ah! chico, pero esto es como San Fernando cuando lo inunda el Apure".

Desde el pasado martes, Manuel ya no está con nosotros.

No al menos en la realidad ordinaria de quienes seguimos respirando.

Con el pesar que me produce no haberle acompañado en el viaje terreno final, escribo estas notas
desde el extranjero, a manera de agradecimiento y despedida, con la esperanza de que desde
algún lugar esté leyéndolas, extienda los labios hacia delante, abra más aún sus grandes ojos, y
con el tono nasal de siempre diga: "¡Ve tú!".

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