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LA CENICIENTA ESCAPADA

de la UAM el 20 de noviembre de 2009

Hab’a una vez una joven muy inteligente, cuya madre hab’a muerto cuando ella aœn
era peque–a. Su padre, ya que ten’a que trabajar para mantenerlos a los dos,
no ten’a tiempo para ella. Ella lo entendi— enseguida y busc— otros adultos
capaces para que la ayudaran a estudiar y trabajar, en definitiva, a salir
adelante por s’ misma...

Un d’a el padre pregunt— a su hija:

Ð Hijita ÀTe gustar’a tener una mam‡ que te cuidase?


- Bueno pap‡, para mi no va a existir m‡s madre que la m’a, pero si es lo
que tu quieres, yo solo quiero que tu seas feliz... -exclam— entusiasmada la
ni–a.

Y as’ fue como el padre que aquella dulce joven decidi— casarse de nuevo. La nueva
esposa que tambiŽn era viuda ten’a dos hijas. ÒLas tres ni–as crecer‡n juntas y ser‡n
buenas amigasÓ pens— el padre.
Pero claro, una madrastra es un madrastra y no una madre: Fue correcta,
hasta amable, pero se le notaba que quer’a m‡s a sus hijas. Cenicienta
estudi— y trabaj— como nadie, busc— apoyos externos y se march— de casa
a los 18. Luego vio poco a sus padres. Le resultaba inc—modo. Iba algunos
a–os en Navidad... De mayor, en general, me cost— confiar en los dem‡s
hombres y mujeres... Aœn me resulta dif’cil...

A sus hijas las cuidaba y las mimaba pero a su hijastra la obligaba a hacer todo tipo
de tareas del hogar como limpiar la chimenea. Por eso, no es casualidad que a aquella
pobre ni–a la llamasen ÒCenicientaÓ pues todo el d’a andaba manchada de ceniza.

Un d’a, el Rey de ese pa’s pens— que su hijo, el Pr’ncipe, ya estaba en edad de
casarse. ÒDe este modo el d’a que herede el trono mis sœbditos tendr‡n un rey y una
reinaÓ. Y tuvo una idea brillante: ÒDarŽ una gran fiesta en el palacio e invitarŽ a todas
las ni–as casaderas del reinoÓ.

Pero igual el Pr’ncipe no quer’a casarse... o se quer’a casar con un se–or...

Y tomando la pluma de ganso el Rey escribi— la invitaci—n con su mejor letra. Los
heraldos del Rey, anunci‡ndose con trompetas de cornetas y clarines, recorrieron
todo el reino. Por todos los lados, en los valles y las monta–as, aœn en los pueblos
m‡s lejanos y peque–os, se oy— el mismo bando:

ÒEl primer s‡bado del mes pr—ximo al anochecer todas las muchachas casaderas del
reino est‡n invitadas a asistir a una gran fiesta en palacioÓ.

As’ lleg— la noticia a o’dos de la madrastra quien de inmediato orden— a sus hijas que
preparasen sus mejores ropas y alhajas. Al mismo tiempo le dijo a Cenicienta:

Ð Tœ no ir‡s, te quedar‡s en casa, fregando el suelo, lavando los platos y


limpiando la chimenea.

Pero Cenicienta pens— y decidi—: Si mi madrastra quiere ÒordenarÓ a sus hijas y


las hijas se dejan, es su problema. Yo me cojo el coche -que ya sŽ conducir-
y me voy al baile. O mejor no, mejor me voy al cine, que no tengo ganas de
hablar con nadie. Y no voy a limpiar, que no es mi trabajo.

Las hijas de la madrastra aplaudieron y saltaron de alegr’a. Pero Cenicienta hizo un


esfuerzo para no echarse a llorar. Finalmente lleg— el tan esperado s‡bado del baile.
Al anochecer, vestidas con sus mejores galas, las hijas de la madrastra partieron
rumbo al palacio del Rey.

Cuando se encontr— sola, Cenicienta no puedo reprimir su llanto. ÒÀPorquŽ serŽ


tan desdichada!?Ó exclam—, ÒÀPorquŽ este triste destino!?Ó y se encamin— hacia la
chimenea para limpiar las cenizas y reavivar el fuego.
Pero, a todo esto Cenicienta se qued— pensando y concluy—: Yo no tengo
ÒdestinoÓ. Mi futuro es el que yo decido. Trabajando y esforz‡ndome saldrŽ
de este agujero. No me voy a parar a pensar porquŽ nac’ aqu’ cuando tantos
nacen en Etiop’a.

De pronto, de entre las llamas, se desprendi— un resplandor m‡s luminoso que el


fuego. ÒNo te preocupes CenicientaÓ se oy— una voz: ÒTu tambiŽn ir‡s al baileÓ...
Cenicienta se restreg— los ojos creyendo que so–aba. Pero no, no era un sue–o, ante
ella una mujer de dulce rostro y tierna voz esgrim’a una varita m‡gica ÒÀQuien eres?Ó
pregunt— Cenicienta ÒTodos los seres de buen coraz—n tienen una hada madrinaÓ
respondi— con voz muy dulce aquella extra–a mujer. ÒYo soy la tuyaÓ... Entonces
el hada roz— con su varita la vieja ropa de la muchacha y en un abrir y cerrar de
ojos, Cenicienta se vio cubierta de tules, sedas y terciopelos, al tiempo que un collar
de piedras preciosas rodeaba su cuello. La joven retrocedi— sorprendida y oy— un
tintineo: Sus pies luc’an unos bell’simos zapatitos de cristal.

Cenicienta volvi— a pensar: No hay hadas madrinas, ni centauros, ni ovnis,


lo que hay es una falta de sentido comœn que estropea vidas enteras. Me
lavarŽ y me vestirŽ lo mejor que pueda, serŽ yo, y se le gusto a ese hombre,
bien, y, si no tambiŽn.

ÁAh! Y en la vida me voy a poner unos peligrosos zapatos de cristal, seguro


que hay cuatro normativas europeas de seguridad en el trabajo que los
proh’ben...

ÒSolo te falta el carruajeÓ dijo el hada. Sali— al huerto, toc— con su varita una calabaza
y en menos de un suspiro surgi— un elegante carruaje tirado por briosos corceles. En
el pescante, un sonriente cochero le hizo se–as a Cenicienta para que subiese.

Cenicienta pens— y tom— su decisi—n: Pues no lo ten’a previsto. Yo iba a conocer


al Pr’ncipe, pero nunca se sabe, he aprendido f’sica cu‡ntica y sŽ que hay
muchas posibilidades. Quiz‡ el Pr’ncipe es un zoquete maleducado y este
cochero que no termin— bachillerato resulta m‡s inteligente y tratable.
Igual hasta es suave.

ÁOrganizaci—n! IrŽ a palacio a ver que tal y, como que tengo que regresar
a las doce, en el trayecto de vuelta puedo ver si este se–or y yo
congeniamos...

ÒÁEspera Cenicienta!Ó la detuvo el hada. ÒNo te olvides: Debes regresar antes de la


media noche porquŽ, a esa hora, la magia desaparecer‡.Ó

La llegada de la Cenicienta al palacio despert— un murmullo de admiraci—n. ÒÀQuien


es?Ó se preguntaron todos incluso las hermanastras: ÒÀQuien es?Ó Pero quien m‡s
se formul— esa pregunta fue el Pr’ncipe que qued— prendado de la belleza de la
muchacha. A partir de ese instante el Pr’ncipe y Cenicienta no dejaron de bailar
juntos.

Cenicienta se dio cuenta: Este hombre me gusta, me pone, me enfada, me


dinamiza. Espero que vea en m’ algo m‡s de lo que ven los dem‡s, que
vea algo m‡s que la monta-pollos permanente, que, por favor, no me diga
como dicen todos, ÒÁQue divertida eres!Ó... Que se de cuenta y respete mi
sufrimiento...

En medio de un giro de un hermos’simo vals sonaron las campanadas de la


medianoche. Cenicienta comenz— a contarlas. ÒÁAh!ÁVan a ser las doce!Ó se sobresalt—
la muchacha desprendiŽndose del Pr’ncipe. ÒÁAh! No te vayas por favor, no te
vayas...Ó rog— el hijo del Rey, pero Cenicienta escap— a la carrera. Procurando ser
m‡s r‡pida que el reloj, Cenicienta descendi— como una exhalaci—n por las escaleras:
ÒÁAh... He perdido uno de los zapatitos!Ó... Pero sin tiempo ya de volver sobre sus
pasos, Cenicienta se meti— en el carruaje. Al partir, alcanz— a ver como el Pr’ncipe en
lo alto de la escalera, apretaba fuertemente contra su pecho el zapatito que ella hab’a
perdido...

El Pr’ncipe pens— y decidi—: Esta mujer me gusta, es agradable, culta, bonita,


t’mida ÁTengo que encontrarla! Hace tiempo que nadie me impresionaba
as’, quiero conocerla mejor...

Esa misma noche, desesperado, el Pr’ncipe fue a la c‡mara real y habl— con el Rey.
ÒPadre -le dijo- estoy enamorado, he encontrado a la mujer de mis sue–os, pero...Ó
ÒÀPero quŽ?Ó se sorprendi— el Rey ÒTambiŽn la he perdido...Ó ÒÀQuien es?Ó ÒNo lo
sŽ...Ó Y le cont— como hab’a sucedido todo.

ÒÁNo desesperes! En tantos a–os de gobierno algo he aprendidoÓ. Al d’a siguiente el


Rey volvi— a coger su larga pluma de ganso y redact— un nuevo bando. Los heraldos
recorrieron otra vez el reino.

ÒPor orden del Rey todas las doncellas del reino deber‡n probarse un zapatito de
cristal. Quien pueda calzarlo se casar‡ con el Pr’ncipe y ser‡ la futura Reina de este
pa’sÓ. De inmediato la madrastra orden— a sus hijasÓ

ÒÁComo sea, a la fuerza, aunque os duela, una de vosotras deber‡ calzarse el dichoso
zapatito!Ó As’ fue, como zapatito en mano, el Pr’ncipe y sus consejeros llegaron a casa
de Cenicienta:
Ð ÁTu, vete a limpiar la chimenea! - le dijo la madrastra a Cenicienta...

ÒEn cuanto a vosotras hijas... ÁYa sabŽis!Ó Fue inœtil. Por mucho que se esforzaban
por hacer coincidir su piŽ con el zapatito, a una le quedaba muy grande y a la otra
muy peque–o. Cuando comprobaron que el zapatito de cristal calzaba perfectamente
con el piŽ de Cenicienta, todos de sorprendieron. Todos, menos el Pr’ncipe. Se lo
hab’an dicho su alma y sus sue–os...

No se casaron. O lo menos, no se casaron aun porquŽ Cenicienta pens—: Pues me


lo voy a pensar antes de casarme con alguien que no conozco. Creo que
s’, que acabarŽ cas‡ndome con Žl y serŽ feliz, y le harŽ feliz, pero prefiero
tener un tiempo...

Algœn tipo de magia se ha hecho realidad...

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