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La destrucción

M A R C E L O R I Z Z I
a Margarita
si sólo con las fuentes progresan
por igual las cuatro esquinas
de lo desconocido –sus ríos
de a pares desiguales,
los hilos de agua tributarios,
los pequeños arroyos que
se forman a su vez alrededor
de los turistas (hoy se ofrecen
excursiones al nacimiento
de las cosas sin origen
para morirse quizá uno mismo
mañana más temprano)–,
acaso también así me sorprenda
el pasado: sacándole fotografías
a los torrentes

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tendidas de espaldas las mujeres
parecen más pequeñas
bajo la esquiva luminiscencia
de las linternas; a veces,
cuando una de ellas intenta
erguirse, adopta por un instante
la forma de un pesado animal
de la costa, mientras las otras
bajo su sombra apenas se mueven
o duermen de a ratos;
decirles que no nos iremos
con el último vaporetto del día
acaso ya no les baste; tampoco
que el abandono hacia un humo
fresco se enarbole precísamente
allí donde sus cierzos se confunden
con una desencantada alegría;
tal vez les importe más
aquella ligera amistad con vocablos
sicilianos que llegan extenuados,
deslizándose en ecos sobre
la superficie rugosa de las aguas,
su íntima relación con el contemplar
de lejos la demencia, como cuando
se arrojan los dados en la casa
y abolimos por ello mismo
todo el azar por única vez

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la palabra sobrevive únicamente
por afuera del enigma –es la ocasión
propicia, artera, lo que sorprende
a la víctima, tomándola por la cabellera
y arrastrándola hacia adentro;
yo me detengo por un instante frente
a mí mismo, con mi oído atento
a lo inaudito, justo cuando se han
acabado los espejos: desciendo
de a peldaños sin zapatos la noche
que me asiste, moviendo su caparazón
como un rinoceronte viejo,
pasando de mi condición de inquilino
recurrente de cornizas y ventanas
a la de propietario negro y absoluto
del fondo de sus casas

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la geometría de los templos se
presenta ante nosotros ostentando
casi siempre simetrías absolutas;
basta una mañana dorada de abril,
si se vuela en silencioso aeroplano,
no más allá de algunos miles de pies,
para tener la revelación contundente
de aquellos hierofantes que escriben
sobre terrenos de cultivo o pastoreo,
a veces con zapa o guadaña, otras con
gigantes orugados, descalzos y a menudo
vestidos con ropas de extranjero

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perseguimos a extraños por horas
y luego de regreso imaginamos cosas:
que nos quedamos dormidos en el
umbral de sus casas, que bebemos
de las botellas que apenas rozaron
sus bocas; que huimos de nuestros
contornos –igual que en cuadros
de Beccaffumi o Bacchiacca– como
si estuviésemos incompletos en
la pesada y procaz argamasa

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al observar de cerca el objeto inerte
no sabemos si la belleza estuvo en el
movimiento, en la pausa o en el reposo;
esta indecisión crea por igual al ornitólogo,
al esteta y al experto en balística;
pero habremos por cierto de hacer notar
que es en el sueño donde todos tenemos
las más firmes convicciones, ya que las
dudas comienzan al minuto de despertar
–cuando la seda de ese presente vaciado
de todo futuro se adelgaza para desaparecer;
uno debería cavar túneles durante la noche
hasta encontrar una nueva fe en las palabras
que durante la vigilia dijimos con llamados
de larga distancia, para escribir mejores
páginas durante el viaje hacia el otro lado
del globo, dejar por fin constancia veraz de
la última cena, o simplemente seguir de pie
dentro del círculo de luz que nos dibuja la luna

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considera el reiterado
golpetear de unos pistones
como un diálogo entre
violas y violines:
metáforas sonoras
que sólo se completan
con esfuerzos de observar
al que las ejecuta
con grasas en las manos;
considéralas también en
similares proporciones
como cuando por momentos
nuestra actitud hacia
la fortuna deviene la misma
que se tiene sobre la pintura,
pero sabiendo que de dicha
conjunción de astros dislocados
no se tienen hasta hoy
noticias precisas sobre
su generación

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en la esgrima se procura que nada
alrededor pueda quedar más allá
de la distancia que el delgado hilo
de metal alcanza; hasta cierto
punto se coincide con la natación
en tanto dimensión relativizada
del efecto buscado;
un esgrimista es entonces
quien desde un punto fijo en el
espacio hace de su entorno
un templo de incómoda religiosidad:
ataviado con sólo la liviandad de
sus ropas, oculto su rostro tras
indefinida máscara, hay un notable
contraste para quienes de afuera
asistimos a sus calculados
movimientos: la estocada es siempre
centrípeta, no así el deseo ni los
pronósticos, al parecer, del esgrimista,
de pie a un costado del pequeño
altar iluminado

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compro una casa y de regalo
me trae cuchillos oxidados;
soy pésimo a la hora
de explicar mis convicciones:
por qué a menudo se llega tarde
a este mundo de impacientes
homicidas; por qué ninguna
muerte es casual si se la ve
de espaldas y se la reconoce
desde siempre provisoria
de antemano en el desorden
de lo amado

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cuando uno da vuelta el guante
de la mano izquierda
no siempre obtiene el de la mano
derecha; el guante sigue siendo
el mismo, no cambia para nada
su relación dual con las costuras;
algo así ocurre también
cuando lo invisible aporta
sus dilemas al ojo que vacila,
o con el trozo de piel afelpada
por el que ya no se sabe
si estamos dentro o fuera
de la tibia e infinita morada

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este hombre –tal como
lo concebirá más tarde
el pincel sobre la tela
o el cincel sobre la piedra-
hace piruetas para sostenerse
de pie; sentado, minutos antes,
ha preferido ver lo que desde
arriba se precipitaba en forma
de lluvia, estrella, o pájaro;
pero ahora, finalmente tumbado
por la aceleración de la caída,
–casi acrobática su figura
dada esa justa proporción
de anomalía– experimenta
cierta sed de venganza
al pretender ver, ya ni siquiera
imaginar, lo que de lejos
apenas se desoculta
y hacia él avanza

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hace señas el domador
pero la fiera no sale;
el espacio visual que la
escena abarca se ha dividido
en dos: el de la espesa
oscuridad que rodea la entrada
del enorme gato y aquella por
la que el ojo sube lentamente
hasta encontrar, liberado de
toda gravedad y como en un
cuadro de Uccello, la esfera
del reposo, donde la luz aún
detenida en su rotación insiste
en proseguir y mostrarlo todo;
jamás sabemos por qué
en un arrebato de júbilo
elejimos siempre aislar
para nuestra memoria
aquel encuentro con una
espera sin dimensión,
y desechamos éste otro,
convertido en magra
secuencia del minuto por
considerarlo pura abyección,
templanza exangüe
de verdadera desposesión

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levemente desprevenidos por la
furtiva llegada de unos insectos
alados presuntamente extinguidos,
apuramos la cálida gota de cerveza
negra que aún queda en los vasos;
en contraste con el aire denso y casi
humeante una brisa llegada del río,
que huele un poco a naftalina y otro
tanto a óxido de hierro, trae una
repentina sensación de alivio, tal vez
disipando como con una oscura ley
lo que deseábamos fuese el final
de la tarde: sombras aquietadas
sobre el agua que arrastraba
animales muertos, la disminución
paulatina de los espejismos,
los barcos llevando y trayendo,
este año más que en anteriores,
la falsa aserción de pertenencia

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a menos que el hombre se atreva,
en la galería del caserón con jaulones,
a soltarle la mano a la niña, podemos
conjeturar que la escena nos habla
de un padre y su hija recorriendo
el lugar que habitaron, el palacio que fue
para las miniaturas de los cuerpos la tarea
de envejecer el estuco, despintar el lienzo,
retratar en scorzo el perro que se acercaba
a la puerta a ladrar;
pero un leve movimiento de sus pies
levantando una nubecilla de polvo morado
y la mirada tal vez a través de la estrecha
cerradura, les cambia de perspectiva:
de pronto se distancian un poco y comienzan
a hablar de otra cosa, de algo más remoto
que se encendía con el calor de la siesta,
se apagaba con la brisa agria de un sauce,
para posarse después sobre los limoneros
más austeros de la huerta, como esos pájaros
sobre los hombres de Asís

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con sólo cinco monedas de cobre
que introduzco en la ranura
pongo en marcha la historia;
por fuera otros botones dejan
que yo examine y fuerce
el destino de pequeñas figurillas,
sólo para confirmar después
lo que un chasquido aceitoso,
como de garganta metálica,
desmiente con pequeños papeles
impresos que hablan de retornos
sobre mis propias vacilaciones,
y de un futuro donde ya no habré
de hacer promesas:
nunca eche más sal
sobre una herida
que la requerida;
permute la leche del higo como
si fuera realmente un higo
con cada puesta de sol
durante el viaje

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lo que rápidamente disipa
todo estado de certeza
no es la fatiga del observar
(por ejemplo el barniz
reiterado sobre un fondo
de mujeres con muñecas
quebrantadas: al principio
filigranas medievales,
luego apenas trozos
de carne secular);
a pesar de que a la misma
distancia todas las cosas
nos parezcan similares,
dejándolas inconclusas para
que el ojo se acostumbre,
ello es sólo en parte posible
porque sus compuestos están
hechos –como en ocasiones
algunos amores desiguales–
en base a ciertos ácidos y sales
que se disuelven más tarde
con las horas de la siesta

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bajo la luz mezquina de una tarde
dos hombres se van a las manos;
vengan una víctima tal vez aún
para los dos desconocida —acaso
ese hecho ya les haya acontecido
en dosis inciertas de su transcurrir;
la danza es asimétrica, con rodeos
que no cierran, como un simulacro
de partida de ajedréz algo desordenada;
tal vez no llegue la sangre a correr
para fertilidad de las bestias
o de los campos sembrados,
ni para humedecer las piedras
excesivas que cargan en sus lenguas;
estos hombres ya eran impuros
con vésperos del día anterior:
su impureza, decían, contagiaba
como en una enfermedad

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el anciano que de mañana vemos
de espalda en su ventana sobre
el Ponte de Cristo, en la tarde
parece desplazarse hacia
su derecha como buscando
un nuevo hemisferio o perfil,
perdiendo algo de su frágil
consistencia pero ganando
lo que colmado de sí
lo asemeja a una santa,
no tanto por la rara extenuación
que parece atravesarlo, sino
por su similitud con el fenómeno
que antecede el rayo, su luz
fósil y oblícua, la naturaleza
que encontraría para electrizar
de esa manera su polvo
más inmediato

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siempre que salimos de pesca
vamos una vez más en busca del
delicado cadáver que hasta
ayer se alimentaba de nuestra
mano como de nuestra más
fresca memoria –un equilibrio
entre lo que pudo ser, con rasgos
de amores futuros, y lo que tal vez
ya no será arrojado ahora sobre
la mesa repleta de restos sublunares;
de la exaltación de cada uno
de nosotros –se lee en las
instrucciones– y con cada crispación
del anzuelo en su carnada viva,
puede sólo provenir el mal:
acaso de ese modo se oiga
el eco de una ciudad sumergida,
algo del espolón de avieso mar,
que recordábamos como un animal
venido de lejos y que sólo
una niña dormida podía tocar

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en Nomansland, señala el cartel,
jamás ha llegado peste alguna:
de toda enfermedad sospechamos
su reverso bajo la forma de pequeñas
muertes infinitas –espejo invertido
e inexacto de toda moneda de cambio
con el que se aventa la sombra
de una decapitación;
vemos sobrevolar por un
mismo cielo primero aviones
de combate y más tarde los
últimos gansos en su viaje demorado
hacia los cálidos lagos del Africa;
como jamás nos detenemos
a esperar algo de aquello
que perdemos porque simplemente
ignoramos la cifra de lo que
sin mirar aceptamos,
terminamos esa jornada
con la celebración profana
de andar en círculos bajo un
bosque de hayas centenarias,
más liviana la humedad que
de a poco ganaba los pulmones
que el ala de sus polillas nocturnas
resbalando en la luz de las linternas

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te hubiera acaso gustado
ser ese joven que ahora cruza el canal
y desaparece por entre las callejas
con rápido andar, para ser del que
te habría visto pasar su pesada carga
de ojo estetizante;
seguro, también, haber sido pensado,
quizá por un instante, detenido en la grieta
que siempre se abre entre un tiempo
futuro y el que transcurre, en la aserción
de lo que siempre es anunciado y nunca
concluido, por donde asoma un dios que
acumula sólo tiempo pasado y que se
reserva para sí lo que a los otros le niega
con dividendos y exacciones

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los historia, si ha de repetirse,
se hará al menos para que
nuestra presunción no sea sólo
que con la segunda versión
se perfeccionan sus castos
patetismos –mierda de tragedia,
mierda de comedia: perfumes que
se cargan por años en la nuca–;
sino que, por triunfo de sus
desequilibrios y por tanta
abrumadora razón de desperdicio,
sea pues considerada la causa
primera de todo lo pasado, la absoluta
destrucción de la fruta numerosa
y esquiva que regresa siempre
desde afuera y de costado

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imagen del cielo en la tierra que ardía
entre los árboles; dos muchachas reían
como si nada vieran –decías que por esas
cosas estaba todo aún en su lugar;
las barcas iban siempre hacia Sorrento
pero un espejo de mar hacía que todavía
estuviésemos frente al Cristo de Sopocani;
era, me decías, la afirmación de lo bello
sin sufrir el peso de lo absoluto,
mientras yo pensaba esa relación
pero de forma inversa:
admitía la cantidad
de sangiovese que progresaba
en el fondo de los vasos
–el calor del pan
y el calor de la mano
que otra mano a tiempo
habría de disipar

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al otro lado de la cerca sacrifican
el primer cerdo de estación;
de conjeturar si el animal
reconoce en la inminencia del cuchillo
un frío más atróz que el del rocío
de la noche anterior,
nada alentaría esa certeza en nosotros,
a no ser por el aullido que ahora
ha adquirido el tono genuino que
recubre dos perplejidades:
la del final inexorable, digamos,
de inminente catástrofe,
y la de la apuesta que siempre
hacemos cuando no vemos
pero oímos, similar a la percepción
del soñador que no puede despertar
o a la de una anestecia total
esperándose que acabe

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su alegría se afirmaba
en los colores, en esa
extraña conjunción del
ojo con químicas salobres
expuestas a la limación
espúria de los tiempos;
a mayor o menor absorción
de la luz sobre llanas
superficies, sus celebración
de todo entorno;
entonces la construcción de sí
obedeciese acaso por momentos
a una preceptiva de raíz
barroca: a la irracional
monotonía del azul sin mezcla,
a lo rugoso del ocre
entre las gasas que se
abandonan en la siesta,
a la incesante actualidad
de los violetas en la crispación
efímera del roble

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te escribían desde otro país: siempre
serás una mujer ajena; y yo, que era
parte del paisaje reiterado para quienes
volvían en tren del trabajo a la hora
de la cena, saldré otra vez al patio
a sacudir el mantel como una bandera,
para alimento de otro animal del mañana;
y omitiré quizá una vez más la fe de los
fisiócratas del alma; a soñar entonces
la circunferencia vana de tu viaje;
a vestirme con la pertinaz solemnidad
de toda ropa usada

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hago fila entre otros que a su vez
su turno también parecen esperar;
cuando por fin sopeso en la palma
de mi mano el objeto de arcilla decorada,
preparado quizá para aceites de la piel
o de cocinar, la mujer me dice
que tal vez así pueda alcanzar
la “vibración exacta” de una materia impura
moldeada dos mil quinientos años atrás;
me voy del lugar pensando
en lo que a mi argumento
sobre aquella imposibilidad ella
responde: lo que se repite no es lo que
ya sabemos sino siempre lo que ignoramos
–que todo arte verdadero solamente prospera
si lo hace sin nosotros, cuando se
lo libera tanto del ojo que ahora
lo mira como de la forma
que le ha dado una mano

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la devota se hace tatuar
un ideograma chino y luego
en su diario anota:
me dicen otra vez que el azar
(hostia exangüe del monista?)
será la expiación de todo tiempo futuro;
que en las manecillas de ese reloj detenido
un segundo antes de que estallara el mundo
hallé clavados al animal que ahora
me huele y me convierte en su
bestiario secreto;
busco aún la mano aviesa
que urga impaciente entre mis ropas,
y no ignoro que es el pedal
y no mis piernas lo que finalmente
me lanza a la carrera;
¿era ésa la exacta proporción
de lo absoluto, el dedal
que ocultaba la desmesura
del pulgar?
¿solita yo que a cada minuto
con una sola aguja o con dos
todo mis muertos
hacía resucitar?

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parado, comiendo de a bocados,
viendo en la pantalla siempre el
mismo diagrama, piensa quién sabe
de esas extrañas filiaciones
que se crean a la luz ténue
que llegan con un reverberar
de cátodos distorsionados;
le ha parecido verlos venir
de lejos —dicen traer un
expediente que confirma
por escrito todas sus presunciones:
que un espejismo es una obsesión
que se sostiene con grilletes
amarrados en el piso, que se lo
cubre luego con sábanas blancas
para que no huela a un cuerpo
gangrenado; y ya está, éso era todo:
tiene la forma de la espalda de un jinete,
la de un nadador que aún hoy vacila
entre elegir las magnitudes plásticas
de las aguas subalternas o los búcaros
fláccidos de su antepecho

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mentí –como en el tango–
y no sabía; dije: a las mujeres
mezquinas se las reconoce
por la forma de su boca;
a la realidad de sus carnes
más vastas a través de sus
incesantes paradojas;
a sus estilos de menear
el pasado por su insistencia
en echar mano a objetos inermes,
a lo que resulta casi siempre
informulable en el mohín
de la noche que viene

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cuando el avión, en su descenso,
entra en la zona más espesa
de las nubes, éso es el limbo:
los ruidos de los motores decaen,
el juicio se desacelera o suspende,
la visión se clava en un punto fijo
de la nada cuando la percepción viaja
a la velocidad de la luz; sólo la silueta
espectral de la azafata, verificando
nuestra firmeza a una gravedad ilusoria,
nos devuelve al hosco acontecer de los
minutos, mientras nos sacudimos de
nuestras alas un polvo gris como el que
se usa para la preparación de ciertos
estucos o lacas

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soy partidario en ocasiones
de creerle a los que menos
saben: sospecho más del
accidente que de la máquina
que lo provoca, y redoblo la
apuesta siempre en favor
de que se lo pierde todo;
supe que ella había creído hallar
de sí por azar aquello que no
deseaba nunca más buscar
—un veneno que luego bebimos
de a pequeños sorbos y olvidamos;
de la excepcionalidad de su boca
extrema creyó oír una voz
que invocaba lo prohibido,
de un cuadro que colgaba
en la pared desandar el camino
que todo prófugo convierte
en su propio e inopinado desvío

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un solo acto de fe ciega
arroja a los demás al pozo
de la idolatría;
ir hasta el templo
con la frente erguida,
corroborar de su aguamanil
su líquido más profundo;
pero alejarse de todos
–de los que aún siguen
llegando– dándole siempre
la espalda, justo cuando
cantan imitando el coro

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ahora bien: yo le aclaro al más
obstinado de los pesimistas que
sostiene que el deseo es la falta
misma de su objeto, que puede
uno elevarse más arriba de los
zócalos, dialogar con difuntos
y narcisos; que todo trío de
amantes oculta un cuarto ser
que danza en lo inconcluso;
y que si el crimen insiste hasta
hacerse por todos aceptable,
los trenes que perdemos están
siempre sujetos a premeditadas
catástrofes

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pensé: esta nube de mariposas
podría ocultar la luna en un instante
y no nos daríamos acaso cuenta;
aquí están las cosas tocadas
por la maravilla de dejar de ser
ellas mismas tan pronto acercamos
la llama: siluetas de camellos
a lo lejos, animal que prospera
con nuestra visión distorcionada;
pedimos prestado cuando gastamos
en exceso; siempre hay el doble
de todo para nuestros hábitos
de mostrar carencia

41
matan el asesino por lo mismo
que ha matado; hasta hoy tomaba
prestado de los otros un estilo
que ostentaba propio: mucha ambición
era delito, y si el futuro ocurría
era sólo desde la boca a los pies;
ahora su sangre –de fuego
indeciso entre gases y fluídos–
es de un negro luminoso, similar
a la brea, detenida por un instante
en su viaje hacia el granito
y la madera

43
yo te esperaba aquella mañana
dentro de mis zapatos favoritos,
mientras hojeaba un libro con
tufattori griegos de Paestum;
dos recuerdos como ángeles
inadvertidos acudieron a mi mesa
todavía con mantel y té caliente:
uno para anunciar que aquel
que uniendo el día anterior
a nado una orilla con la otra
nos creaba por su cuenta esa elástica
ilusión de otorganos cada uno un cuerpo
–todo el tiempo condensado
en el movimiento de los brazos,
un salto mortal en el vacío de la esfera;
y éste otro, que convenía a mi
presente que ahora huía acompañado
de sus diablos, con humo blanco
como de cal cuando se quema y la
sobra por demás excesiva en la
preparación final de la argamasa

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cargar con el fetiche hasta la hoguera
y arrojarlo repleto de sal para que
en mil fragmentos estalle; volver
como si nada a la casa a beber
la sopa hirviente, a calzarse los
viejos pantalones de sastre;
siempre que la noción de unidad
quepa en la misma proporción que
lo hace en su cuenco una cuchara
hacer reserva en los féretros
para el que llega tarde al saber
de las familias; a la pregunta
si se escribe aún con los dedos
de dios responder que sí
–que es una mujer además
quien se asoma y dicta–; dejar
de reirse a carcajadas cuando
se vea pasar algún que otro
santo por la puerta

45
nuestra fascinación por el nadar
–en tanto que progreso indiscriminado,
o simple viaje hacia ningún lugar–
es a veces la misma que nos produce
el volar, sólo que por razones
exactamentes opuestas;
se recuerda a menudo a los
padres difuntos en una escena
que nunca habría tenido lugar,
para que, en contrapartida,
y como si recién llegados al mundo,
respirasen nuestros agrios perfumes,
igual a los de los remolinos
de un polvo sutil mezclado
con viento de mar

46
me han llamado esta vez
para hacerme saber que han hallado
mi doble en equilibrios exactos
del espíritu y la carne;
yo ya me lo temía: lo han visto
en Roma, dijeron, primero frente
a un Adán que oblicuo pero absoluto
recién emergía de la nada;
más tarde al pie de una escalinata
de mármol preparado con antorchas
para incendiar la ciudad

48
a medida que crece,
nuestro pasado se transforma;
no se vuelve uniforme,
como nos parecen los saltos
que han realizado dos pájaros
instantes atrás de rama en rama,
en la fría mañana de marzo, avanzando
con firmeza pero con movimientos
casi siempre descentrados;
estos hechos de fugaz densidad
informan una vez más
sobre parciales desaciertos:
la memoria se ha ido conformando
por un conjunto de sombras
que se suporponen unas a otras
en arduas coextensiones
–igual que en fotografías con gente
inmóvil que una mano acerca
mientras otra las aleja,
en mitad del polvo socegado
de las horas que vendrán, y con el humo
de esa fe que a diario nos propone
interrogar del don que recibimos
qué queda oculto en la manga
del que nos lo ha otorgado

49
cada verano Murray McGregor
trasladas sus abejas
desde las tierras bajas hasta
las altas de Escocia, para dejar
que allí liben ellas presurosas
del manjar que ofrecen únicas
las éricas en esa estación;
con esmerada invariancia reanuda
cada año su profana celebración:
siempre la misma cantidad
de reinas ensimismadas, igual
número de panales de abeto negro;
se aferra así como lo hacen aún
sus huesos a esa carne que ahora
tan rápidamente lo sobrepasa;
igual que en aquellos iconos
que para no desanudar los hilos
que tejían el telar del mundo
nunca debía faltar espiga
y paloma, cordero y balanza

50
cae en este instante de la
rosa un pétalo de intensidad;
otra hoja se desmorona desde
el más cercano fresno;
mas todo lo que sabemos
es que la indagación ha seguido
la prisa de los movimientos de
una tibia boca:
¿qué diferencia sus estruendos
de los de una simple estampida?
¿qué espacio han recorrido en la
caída que no sea más que el que
el ojo les había ya otorgado?
¿quién vierte en la copa el absynthe
que omite desde las primeras horas
historias para todo buen salvaje,
actos de desconocidos tan sólo
porque se los ignora?

51
esos hombres que caminan al ras
de la tierra acuden siempre numerosos
a indagar el agua de las fuentes;
a pertrecharse tras la lógica de lo curvo
–modulando las oscilaciones del pecado,
la fe en los sesgos de la lengua–;
como quien se sabe bello e ignora
la profusión de los espejos hacen
apuestas a la asiduidad de los aceites,
y se llevan a la boca la acritud de
los panes más indescifrables;
disipados en sus dones –como inscritos
en la niebla sus líquidos de expansión–
todo les está siempre a punto de
desaparecer para razón y beneficio
del osario de niños que cargan
en sus manos

52
me pide que le hable de la
libertad como un bien enajenado
en los otros, y luego explique
sus sesgos funestos como un
límite para la comprensión
de las cosas más aviesas;
pero termino impostando
la voz, voy y vengo del lugar
con la copa aún repleta,
y le hablo sólo de aquello que
temí de mí fuera finalmente
cercenado: la capa untada
con cera de animales precarios,
los mapas de la finitud que
obligo a desplegar sobre la
mesa a los que llegan;
la carroña –lábil e inconclusa–
que atesoro como un cuervo
en arcones de madera

53
que otros escriban sobre mis
episodios; en trazos livianos,
con caligrafías extremas
–de aquellas cuando se
redactaba la relación de cada
héroe compartido; deteniéndose
a respirar la rugosidad misma
del papel cuando haya señales
de un año de buena cosecha,
mujeres profusas, batallas sin
concluir; colofón y punto para
la caída de intensos meteoros,
aunque para el cambio de
estaciones detener la tinta
antes del margen de aire que
dan dos adjetivos; en la labor
de estremecer la piel, y si la
conquista es vana, los signos
de interrogación; la ablación
de las esdrújulas sólo si el
reencuentro con el objeto
deshonrado desmiente lo
pasado y humilla aún más
al poderoso; finalmente los
puntos suspensivos para
que todo acto sea el segundo
en la sucesión de la escritura
mientras el primero se
convierte en liturgia sin
mediación

54
supongamos que las dos
premisas para poner en
movimiento la esfera son:
a) mirar de frente a los ojos
y b) usar pulseras de oro,
de modo que el mirar descienda
rápidamente hacia las manos
de quien las lleva; luego entonces
para echar raíz en el aire convendrá:
a) no despegarse jamás del suelo
y b) procurar que todo se eleve
con el primer traspiés y recobre
el equilibrio susurrado de la última
caída en la vereda

56
se ha tomado el día libre
para recorrer la ciudad de la
que tanto le han hablado;
disipado para abandonarse
a la contemplación más
absoluta, despojado de juicios
valorativos, recorre primero
las ruinas, calcula más tarde
el diámetro de las cúpulas
con forma de cebolla, atravieza
la calle con nombre de animal
invertebrado; asume luego
casi con resignación
que el perímetro difuso que
contiene una manzana de
casas viejas debe tener una
razón que se le escapa;
pero tan pronto como emprende
su esmerado inventario advierte
que todo ha ido desapareciendo
a sus espaldas con apenas
moverse un par de pasos,
descubriendo a la vez que
de nada le ha servido su
libreta de explorador
improvisado, y que viajando
sentado de manera opuesta
a la dirección en la que lo hace
el tren que lo trae de regreso
puede obtener quizá
de esa manera una idea
más precisa del pasado

57
invirtiendo la ecuación, y si se
expulsa de nuestro espacio todo
objeto que nos infiere eternidad,
cada uno es responsable de los
rostros de los otros; por ejemplo
cuando asoma el suyo tras la puerta
suena una música inexplicable,
como si en su mueca antes de
la primera palabra coincidieran,
en un tiempo de antemano devastado,
el espesor rápido de ademanes
fraudulentos y la crispación
de las nieves más perecederas,
igual que a veces sucede
frente a la fragua con la invisible
energía que irradia la materia
combustible al arder

58
el niño no sabe todavía que el
hombre posee mucha más fuerza
para atraer que para impeler;
aún así ha podido sospechar
cómo trabajan sus pequeños
músculos para arrojar la piedra
al estanque de agua o tirar un
poco más de la cuerda para ver
qué sale; acaso le falte conocer
la leyenda de un lacerado que
repartía primicias tanto a justos
como a injustos para saber que
ello se apoyaba en principios
similares; y que en los mismos
suelen pensar los que echados
en la cama de los hospitales
o semidormidos en los bancos
de las plazas advierten
que el aire se ha vaciado un
poco de colores, hay más de
una venus en los rincones
de las casas y ha triunfado
hace rato el ídolo de estuco
en los televisores

59
todo empieza con una exhibición
desordenada de un conjunto de
sables de guerreros samuráis
–nada indica con exactitud cuánto
de exceso tiene la abundancia de
pasado, ausencia que sostiene la
vitalidad mortuoria de museos–;
luego viene la pregunta por lo que
hace de la presión sobre el puño
y el muslo, antes de ingresar en la
zona más espesa de la carne y
sin llegar al hueso, otro arte de
amarrar los dioses a este mundo;
a la mañana siguiente leemos en el
periódico los hechos de las horas
que todavía no acabaron: sólo con
palabras impresas vislumbramos
los seres que en apenas una noche,
como leones, saltaron ágiles y felices
de la piedad a la fruición

60
bebíamos sentados a la mesa
rodeados de impostores: de
aquel que llena las tinajas hasta
el borde porque dice vaciarlas
así de contenido; que habla
incluso de mutar en oro
crisantemos, predice todos
los cataclismos conocidos
y nos propone un brindis
final en mitad de la comida
para salud de los desprevenidos;
de ese otro que distribuye
falsas direcciones, si al tomar
por el sendero de los desertores,
nos vemos conducidos al olivo
que crece en el jardín
de nuestras casas; ese mismo
que al inventar toda clase
de humoradas lo hace
quizá para reirse luego solo
en los rincones

61
como con pliegues exactos
para manos de papel
corta sobre el vidrio
figuras geométricas
que representan cosas
que a su vez en otras
de igual tamaño y proporción
obligan a pensar, pero que
sólo conducen a aceptar
su transparencia del delgada
filigrana parecida al celofán
—íncuba ya desde su propio
origen—, en la destreza
de unir índice
sin previsible hueso
con descarnado
e incesante pulgar

62
cuál es el sueño de los habitantes
de Kioto? vivir en Nagasaki…
y cuál el que desvela
a los de Nagasaki? vivir eternamente
en Kioto; mi esposa es de Kioto y yo
de Nagasaki; nos conocimos en un
parque de diversiones en Tokio;
nuestros hijos crecen saludables, hermosos;
quizá algún día ellos puedan omitir,
como nosotros, la negra opinión
del pesimista

63
Marcelo Rizzi nació en Rosario, Argentina, en 1961.
Ha publicado «El comienzo oblicuo de todo desorden» (2001)
y «Sinopie» (2003).
Reside en el sur de Inglaterra.

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