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Se encontraba tirado al sol, bajo la mirada de

nubes y dioses olímpicos. Estaba inquieto, no sabía qué hacer. Tras de


sí se encontraba la entrada hacia un oráculo, el gran oráculo de
Delfos, a los pies del monte Parnaso. Era día siete del mes, Apolo
nació en esa fecha y era entonces cuando se producía el oráculo.
Había elegido ese lugar en vez de otros pocos que se encontraban en
Grecia: el oráculo de Dodona en Epiro (Grecia), el oráculo de Olimpia
(santuario de Zeus), en la ciudad griega del mismo nombre y el
oráculo de Delos, isla situada en el mar Egeo. Había escogido el
oráculo del dios Apolo, dios del sol, de las artes, de la adivinación…
pero todavía no estaba preparado para pasar adentro y enfrentarse a
lo que pudiera suceder. Sus amigos le habían comentado lo que podía
ocurrirle una vez que entrara.
Se levantó y echó una última mirada al cielo. Giró sobre sus
piernas, y con un paso rígido fue lentamente introduciéndose en el
templo. Al estar situado en la montaña, de las paredes rocosas
brotaban manantiales de agua cristalina que formaban diferentes
fuentes. La más conocida entre los ciudadanos griegos era la fuente
de Castalia, rodeada de laureles consagrados a Apolo. Se decía
también que cerca de esta fuente se reunían diosas menores del
canto y de la poesía, llamadas musas, junto con las ninfas de las
fuentes, las náyades. Apolo tocaba la lira y las divinidades cantaban a
coro. A este templo también se le conocía como Pyto, que es
sinónimo de Delfos, y todo porque Apolo dio muerte a la serpiente
Pitón, que habitaba en una de las cuevas de alrededor, para
apoderarse de su sabiduría y ser él quien presidiera el oráculo.
La pitia estaba en el oráculo, vivía allí, pero no la encontraba
por ningún sitio, cuando por fin descubrió el único sitio al que no se
había dirigido. Al fondo del templo había un trípode donde se sentaba
la pitia. Se dirigió hacia el altar que había delante del templo y
comenzó a hacer un sacrificio para los dioses. Un lobo era la criatura
que estaba sacrificando en honor a Apolo. Él estaba paralizado viendo
cómo la pitia realizaba el rito que nunca había presenciado, cuando
de repente…
-¡Ven, acércate, es hora de que me pagues! ¡Debemos
comenzar! Mencionó la adivina. Se acercó y le dio un trozo de pastel
sagrado y un carnero negro (que tenía que ser lavado con agua y
asegurarse de que tras el baño temblaba de arriba abajo, pues ésta
era la señal de que el oráculo estaba dispuesto a responder a las
preguntas) y sin decir nada, ella se giró y se dirigió hacia una especie
de bañera donde se metió. Necesitaba purificarse. Terminó y volvió
andando tranquila hacia el trípode en el que, en un principio, se
encontraba sentada. El chico se fijó en que justo bajo el trípode,
había una gran grieta de la cual salía un humo, un tanto pestilente y
procuró no acercarse demasiado. Pensaba que podría causarle algún
mal.
Varios hombres aparecieron y se colocaron alrededor de la pitia.
Eran sacerdotes que iban a interpretar lo que el dios Apolo tenía que
decirle a través de aquella mujer. Ella cogió unas cuantas hojas de
laurel y empezó a masticarlas. No sabía por qué lo hacía, pero
empezó a hablar y a temblar. Estaba hablando del futuro de aquel
chico que presenciaba la escena asustado y sorprendido pero sin
comprender nada de lo que explicaba la pitonisa. Ahí es cuando
entraba en juego el papel de los sacerdotes. A coro iban cantando en
verso lo que la pitia decía, pero resultaba un poco extraño que siendo
Apolo el dios de las artes y de la música, aquella interpretación
tuviese tan poca melodía y ritmo. Empezó a mirar de un lado a otro,
vio una piedra extraña situada cerca de aquella señora, era el
Ónfalos, la piedra que Gea, madre de Zeus, había entregado a Cronos
para que éste no se comiera a su hijo.
Maravillado, inquieto y aterrado era como se encontraba el
chico en aquel momento tan inquietante. Escuchó todo lo que el
grandioso dios quería decirle y salió del oráculo para no volver jamás.
R.B.R.(4ºde E.S.O.)

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